¡NO HURTARÁS!
El ladrón es considerado como uno de los seres
humanos más despreciables. Un ladrón es todo aquel que toma algo de la
propiedad de otro, sin permiso de éste.
La explicación es muy sencilla. Para cumplir con
este mandamiento no hay más que distinguir claramente qué pertenece a otra persona.
No es muy difícil, dirán todos, sin querer hablar más sobre el particular.
Desde luego, no es difícil, como tampoco es difícil
cumplir los Diez Mandamientos, si en verdad se quiere. Condición previa es, sin
embargo, que el hombre los conozca, y aquí es donde
falla precisamente, en la mayoría de los casos.
Para cumplir con este mandamiento ¿habéis pensado
en qué consiste la propiedad de vuestro prójimo, de la cual no debéis tomar
nada?
Es su dinero, sus joyas, sus vestidos, quizá su
casa, su hacienda con ganado y todo lo que hay en ella. Pero el mandamiento no
dice que se trata únicamente de bienes terrenales. Hay también bienes que
representan valores mucho más grandes.
La propiedad del hombre está constituida también
por su reputación, su prestigio público, sus pensamientos, su modo de ser, la
confianza de que goza de parte de otras personas, si no de todas, al menos de
algunas.
Llegado hasta aquí, más de uno, al enfrentarse con
este mandamiento, verá empeqeñecerse el orgullo que lleva guardado en su alma.
Pues, pregúntate a ti mismo si no has tratado nunca, aun con buena fe, de
quebrantar la confianza de la que gozaba un hombre de parte de otro, aunque lo
hayas hecho únicamente para recomendar precaución. De ser así, hurtaste a la
persona que gozaba de esta confianza, pues tú se la robaste o trataste de
hacerlo.
Robas a tu prójimo también, cuando sabes algo de
sus asuntos privados y lo repites a otro sin el permiso correspondiente. Ahora
puedes comprender cuál es la culpa de los hombres que hacen negocios con este
tipo de cosas o las utilizan para su lucro.
Las personas que actúan así van tejiendo una red
colosal, en la cual se enredan cada vez más a consecuencia de la transgresión
permanente de las Leyes divinas, de tal manera que nunca pueden liberarse. A
menudo, su culpa es mayor que la de
los estafadores y ladrones vulgares. Culpables, igual que encubridores, son los
que apoyan a esta clase de “negociantes” y los ayudan en su oficio vergonzoso.
En la vida privada o de negocios, todo hombre serio,
de carácter honorable, tiene derecho, y el deber, de pedir credenciales o
explicaciones directamente a toda persona
que se le acerque con una petición determinada, para así poder darse cuenta
hasta dónde puede tener confianza y acceder a los deseos formulados. Proceder
de otro modo sería malsano y reprochable.
Por otra parte, el cumplimiento de este mandamiento
redunda en provecho del sentido intuitivo que va despertando más y más al paso
que evolucionan y salen a la luz sus facultades. El hombre adquiere, por tanto,
un conocimiento cada vez más perfecto sobre el ser humano, un conocimiento que
había perdido por comodidad. Gradualmente va perdiendo lo muerto, lo mecánico,
hasta resucitar como hombre. Surgen de esta manera hombres de carácter,
mientras que el hombre actual, criado artificialmente como animal de manada,
tiende por obligación a desaparecer.
Tomaos la molestia de reflexionar profundamente sobre este punto, y procurad no encontrar al fin, en las páginas de vuestro libro de cuentas, la constancia de haber violado muchas veces este mandamiento.
¡NO HURTARÁS!
El ladrón es considerado como uno de los seres
humanos más despreciables. Un ladrón es todo aquel que toma algo de la
propiedad de otro, sin permiso de éste.
La explicación es muy sencilla. Para cumplir con
este mandamiento no hay más que distinguir claramente qué pertenece a otra persona.
No es muy difícil, dirán todos, sin querer hablar más sobre el particular.
Desde luego, no es difícil, como tampoco es difícil
cumplir los Diez Mandamientos, si en verdad se quiere. Condición previa es, sin
embargo, que el hombre los conozca, y aquí es donde
falla precisamente, en la mayoría de los casos.
Para cumplir con este mandamiento ¿habéis pensado
en qué consiste la propiedad de vuestro prójimo, de la cual no debéis tomar
nada?
Es su dinero, sus joyas, sus vestidos, quizá su
casa, su hacienda con ganado y todo lo que hay en ella. Pero el mandamiento no
dice que se trata únicamente de bienes terrenales. Hay también bienes que
representan valores mucho más grandes.
La propiedad del hombre está constituida también
por su reputación, su prestigio público, sus pensamientos, su modo de ser, la
confianza de que goza de parte de otras personas, si no de todas, al menos de
algunas.
Llegado hasta aquí, más de uno, al enfrentarse con
este mandamiento, verá empeqeñecerse el orgullo que lleva guardado en su alma.
Pues, pregúntate a ti mismo si no has tratado nunca, aun con buena fe, de
quebrantar la confianza de la que gozaba un hombre de parte de otro, aunque lo
hayas hecho únicamente para recomendar precaución. De ser así, hurtaste a la
persona que gozaba de esta confianza, pues tú se la robaste o trataste de
hacerlo.
Robas a tu prójimo también, cuando sabes algo de
sus asuntos privados y lo repites a otro sin el permiso correspondiente. Ahora
puedes comprender cuál es la culpa de los hombres que hacen negocios con este
tipo de cosas o las utilizan para su lucro.
Las personas que actúan así van tejiendo una red
colosal, en la cual se enredan cada vez más a consecuencia de la transgresión
permanente de las Leyes divinas, de tal manera que nunca pueden liberarse. A
menudo, su culpa es mayor que la de
los estafadores y ladrones vulgares. Culpables, igual que encubridores, son los
que apoyan a esta clase de “negociantes” y los ayudan en su oficio vergonzoso.
En la vida privada o de negocios, todo hombre serio,
de carácter honorable, tiene derecho, y el deber, de pedir credenciales o
explicaciones directamente a toda persona
que se le acerque con una petición determinada, para así poder darse cuenta
hasta dónde puede tener confianza y acceder a los deseos formulados. Proceder
de otro modo sería malsano y reprochable.
Por otra parte, el cumplimiento de este mandamiento
redunda en provecho del sentido intuitivo que va despertando más y más al paso
que evolucionan y salen a la luz sus facultades. El hombre adquiere, por tanto,
un conocimiento cada vez más perfecto sobre el ser humano, un conocimiento que
había perdido por comodidad. Gradualmente va perdiendo lo muerto, lo mecánico,
hasta resucitar como hombre. Surgen de esta manera hombres de carácter,
mientras que el hombre actual, criado artificialmente como animal de manada,
tiende por obligación a desaparecer.
Tomaos la molestia de reflexionar profundamente
sobre este punto, y procurad no encontrar al fin, en las páginas de vuestro
libro de cuentas, la constancia de haber violado muchas veces este mandamiento.
Abd Ru Shin
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