sábado, 17 de diciembre de 2022

22. EL HOMBRE Y SU LIBRE ALBEDRÍO

 

22. EL HOMBRE Y SU LIBRE ALBEDRÍO

Para poder obtener, a tal respecto, una idea de conjunto, es menester tener en cuenta una serie de factores externos que dejan sentir su influencia, más o menos intensamente, sobre el sujeto principal.

¡Libre albedrío!: he aquí algo ante lo cual han quedado suspensos hasta hombres muy eminentes, puesto que, según las leyes de la Justicia, toda responsabilidad implica necesariamente la posibilidad de una libre resolución.

Adondequiera que uno se dirija, siempre se escucha el mismo clamor procedente de todos los rincones de la Tierra: ¿Cómo puede hablarse de un libre albedrío en el hombre, siendo así que existe una providencia, un Dirigente, disposiciones, influencias siderales y karmas? El hombre tiene que dejarse empujar, pulir y modelar, ¡tanto si quiere como si no!

Con gran celo, serios buscadores se precipitan sobre todo aquello que hace referencia al libre albedrío, en la consciencia, muy justificada, de que, precisamente sobre este particular, una explicación es de toda necesidad. Mientras ésta falte, el hombre no podrá adoptar la actitud conveniente para dejar bien puesta, en la inmensa creación, su verdadera personalidad. Por otro lado, si no se adapta convenientemente a la creación, permanecerá en ella como un extraño, andará errante, y tendrá que dejarse empujar, pulir y modelar, ya que falta en él toda consciencia de un fin determinado.

Su gran falta es no saber en qué consiste verdaderamente su libre albedrío, ni cómo se manifiesta. Este hecho también pone en evidencia que ese hombre ha perdido completamente el camino de su libre albedrío, que ya no sabe cómo encontrarlo.

La entrada del sendero que lleva a la comprensión está tapada por la arena movediza que se ha amontonado; no es, pues, reconocible. Las huellas están borradas. Indeciso, el hombre se cansará de dar vueltas hasta que un viento fresco vuelva, por fin, a dejar libre el camino. Pero, como es natural y lógico, la arena, al ser soplada, se levantará en impetuosos torbellinos que, al esparcirse, podrán cegar a muchos de los que siguen buscando ávidamente la entrada del camino.

Por tal razón, debe usarse de la mayor prudencia, protegiendo la vista hasta que desaparezca el último grano de arena movediza. Pues, de lo contrario, aun después de divisar el camino, una ligera ceguera puede ser causa de un paso en falso que haga perder el equilibrio y provoque, a la misma entrada del camino, la caída y el hundimiento total.

La falta de lógica que los hombres se empeñan en poner obstinadamente como argumento en contra de la existencia real del libre albedrío, tiene sus raíces en el hecho fundamental de no comprender en qué consiste verdaderamente ese libre albedrío.

Y, sin embargo, la explicación se desprende directamente de las mismas palabras; pero, como siempre, también aquí se busca donde no se debe, mientras que lo verdaderamente simple, de puro simple que es, pasa inadvertido. De aquí que tampoco se llegue a hacerse una idea de lo que es el libre albedrío.

Para la inmensa mayoría de los hombres de hoy, el albedrío no es otra cosa que esa autoritaria estructura del cerebro terrenal puesta de manifiesto cuando el intelecto, supeditado al espacio y al tiempo, indica una dirección determinada y obliga a los pensamientos y sensaciones a seguirla.

Pero no se trata de un libre albedrío, sino de una voluntad restringida por el intelecto terrenal.

Este trastrocamiento, falta en que incurren muchas personas, es causa de graves errores, y constituye la muralla que hace imposible todo conocimiento y comprensión. Luego se admira el hombre de que encuentre lagunas, de que se tope con contradicciones, y de que no pueda encontrar lógica de ninguna clase.

El libre albedrío es de naturaleza completamente diferente. Es tan decisiva la influencia que él solo ejerce sobre la Vida propiamente dicha, que su acción se extiende hasta el mundo ultraterreno, e imprime su sello en el alma, a la que también puede formar. Es demasiado grande como para ser terrenal. Es por eso que, entre él y el cuerpo físico-terrenal, no existe conexión alguna, ni tampoco entre él y el cerebro. Sólo radica en el espíritu, en el alma humana.

Si el hombre no se obstinara una y otra vez en entregar al intelecto la soberanía absoluta, el libre albedrío de su individualidad espiritual, es decir, el de su propio “Yo”, de miras mucho más amplias, podría obligar al cerebro intelectual a seguir una dirección basada en la pureza del sentimiento. De esta manera, la restringida voluntad, imprescindible para la llevada a efecto de todos los fines terrenales sometidos al espacio y al tiempo, tomaría otros derroteros distintos de los actuales.

Se comprende fácilmente que, con ello, también el destino cambiaría de dirección, ya que, a consecuencia de esos nuevos derroteros, el karma tendería otros hilos y daría lugar a otro efecto recíproco diferente.

Tal explicación, evidentemente, no basta para comprender exactamente lo que es el libre albedrío. Si se pretende obtener una clara visión del mismo, es preciso saber cómo ha venido actuando hasta nuestros días y de qué manera se ha producido el enredo, a menudo tan complejo, de un karma ya existente, el cual, debido a sus efectos, es capaz de enmascarar al libre albedrío de tal suerte que resulta imposible, o casi imposible, reconocer su existencia.

Pero, por otro lado, esa explicación no puede ser dada más que si se extiende a todo el proceso evolutivo del hombre espiritual, partiendo del instante en que el germen espiritual humano penetró por primera vez en una envoltura de materia etérea, situada al mismo borde de la materialidad.

Nos daremos cuenta, entonces, de que el hombre no es, en modo alguno, lo que él se imagina. Ya no posee ni vestigios de un derecho a la espiritualidad y a la supervivencia eterna. La expresión: “Todos somos hijos de Dios”, tal como la conciben o entienden los hombres, es falsa. No todo hombre es hijo de Dios, sino sólo aquel que evoluciona en tal sentido.

El ser humano es implantado en la creación como un germen espiritual. Ese germen lleva en sí todo lo necesario para poder desarrollarse como un hijo de Dios consciente de sí mismo. Pero es condición indispensable para ello, que cultive con esmero las correspondientes facultades y no las deje atrofiarse.

Grandioso y magnífico es el proceso; y con todo, sigue siendo completamente natural en todas sus etapas. No hay nada en él que no se ajuste a la lógica de la evolución, pues esa lógica está presente en toda actividad divina, ya que es perfecta, y lo perfecto no puede ser ilógico.

Cada uno de esos gérmenes espirituales lleva en si las mismas aptitudes, puesto que todos proceden de un espíritu. Todas y cada una de esas aptitudes son otras tantas promesas latentes que habrán de cumplirse necesariamente en cuanto aquéllas lleguen a desarrollarse, es decir, ¡solamente en tales circunstancias! Esas son las perspectivas que se presentan ante cada uno de esos gérmenes en el momento de su siembra. Y sin embargo… Un sembrador salió a sembrar: allí donde la materialidad más etérea de la creación linda con lo sustancial, allí se encuentra el campo de siembra de los gérmenes espirituales humanos. Semejantes a las descargas eléctricas en una tormenta, pequeñas chispas atraviesan los límites de lo sustancial y se hunden en el suelo virgen de la parte más etérea de la creación. Se diría que la mano creadora del Espíritu Santo esparce el grano sobre la materialidad.

Mientras la simiente crece y va madurando lentamente para llegar a ser cosechada, muchos granos se echan a perder. Por no levantarse, es decir, por no haber desarrollado sus facultades superiores, dejándolas pudrir o marchitar, tendrán que perderse en la materia. Pero los granos que hayan germinado y se alcen sobre el suelo, serán escogidos minuciosamente durante la cosecha, y las espigas llenas serán separadas de las vacías. Después de la cosecha, se procederá a separar, con la misma minuciosidad, el grano de la paja.

Tal es, a grandes rasgos, la imagen del proceso evolutivo. Pero, para poder admitir la existencia del libre albedrío, es menester seguir más atentamente la evolución propiamente dicha del hombre:

En el momento en que las chispas espirituales penetran en el suelo de las laderas más etéreas de toda la creación material, se forma inmediatamente a su alrededor una capa de naturaleza idéntica a la que constituye esa región, la más sutil de la materialidad. Así es como el germen espiritual del hombre hace su entrada en la creación, la cual, como todo lo que es material, está sometida a transformaciones y a disgregaciones. Ese germen aún está libre de todo karma, y permanece a la espera de las cosas que han de sobrevenir.

Así, pues, las irradiaciones emanadas de las intensas experiencias vividas, irradiaciones que se producen ininterrumpidamente en la creación en medio de un continuo evolucionar y perecer, llegan hasta los últimos confines de la materialidad.*

Por muy sutiles que sean las manifestaciones de esas irradiaciones que recorren como un soplo toda la materialidad, siempre serán suficientes para despertar la sensible voluntad del germen espiritual, y para hacerle prestar atención. Sentirá el vivo deseo de “gustar” de esta o aquella vibración, de seguirla o, dicho en otros términos, de dejarse llevar por ella, lo que equivale a dejarse atraer.

En eso consiste la primera decisión de ese germen espiritual de múltiples inclinaciones, que es empujado hacia uno u otro lado según lo que elija por sí mismo. Al mismo tiempo, se anudan los primeros hilos finísimos de la trama que habrá de llegar a ser, para él, el tapiz de su vida.

* Por el momento, solamente se da una vista general del proceso. En conferencias posteriores será expuesto más detalladamente.

En cada instante de su rápida evolución, ese germen puede abandonarse a las múltiples y diferentes vibraciones que se cruzan constantemente en su camino. En cuanto se lo proponga, es decir, en cuanto lo desee, podrá cambiar su dirección para ir tras de la nueva especie elegida o, expresado de otro modo, para dejarse arrastrar por ella.

Con su deseo como timón, está capacitado para variar el curso en medio de las corrientes, en cuanto una de ellas deje de convenirle. De esta manera, le es dado “probar” aquí y allá.

Mediante esas pruebas, irá madurando más y más, adquirirá poco a poco la facultad de discernir y, por último, la de juzgar, hasta que, cada vez más consciente y seguro de sí mismo, acabe por seguir una dirección más precisa. La elección de las vibraciones que él quiera seguir no quedará sin producir en él mismo una profunda influencia.

Es, pues, completamente natural y lógico que esas vibraciones, en las que ese germen está como sumergido por su propia voluntad, influyan en él según su naturaleza y de acuerdo con la ley del efecto recíproco.

Pero el germen espiritual propiamente dicho no alberga dentro de sí más que facultades nobles y puras. Es el “talento” con el que debe “negociar” en la creación. Si se deja arrastrar por nobles vibraciones, éstas despertarán, por el efecto recíproco, las facultades latentes en él, las reanimará, vigorizará y desarrollará de tal suerte que, con el tiempo, producirán abundantes beneficios y derramarán un sinfín de bendiciones sobre la creación. Ese hombre espiritual, si sigue evolucionando en ese sentido, llegará a ser un buen administrador.

Pero si opta por seguir preferentemente innobles vibraciones, podrán éstas llegar a ejercer sobre él una influencia tan intensa que le impondrán su naturaleza, se ceñirán estrechamente alrededor de las puras facultades personales del germen espiritual, las mantendrán aprisionadas y no permitirán que despierten ni que florezcan. En definitiva, esas facultades deberán ser consideradas como “enterradas” en toda regla, por lo que el hombre en cuestión se convertirá en un mal administrador del talento que le ha sido confiado.

Así, pues, el germen espiritual propiamente dicho no puede ser impuro, ya que procede de un medio puro y sólo lleva pureza dentro de sí. Pero después de haber descendido al seno de la materialidad, puede manchar su corteza exterior, igualmente material, mediante su voluntario “probar” de vibraciones impuras, pudiendo incluso, a causa de la hipertrofia de sus nobles facultades, hacer suya esa impureza exterior, por lo que, efectivamente, adquirirá cualidades personales impuras, en vez de las virtudes innatas, heredadas del espíritu.

Toda falta y todo karma son de orden puramente material. Sólo pueden darse dentro de la creación material, y no en ningún otro plano. Tampoco pueden llegar a ser inherentes al espíritu, sino solamente adherentes a él. Esa es la razón por la que es posible lavarse de toda culpa.

Este conocimiento no echa por tierra nada de lo que las religiones y las iglesias enseñan simbólicamente, sino que, por el contrario, lo confirma todo. Ante todo, vamos dándonos cada vez más perfecta cuenta de la gran Verdad que Cristo aportó a la humanidad.

Por otro lado, también se comprenderá que un germen espiritual que se ha cargado de impureza en la materialidad, no pueda regresar a la espiritualidad a causa de ese peso, y tenga que permanecer en la materialidad hasta que se quite de encima esa carga, hasta que consiga librarse de ella. Como es natural, en tanto que eso no tenga lugar, se verá obligado a morar en la región que le imponga el peso de su carga, lo cual dependerá fundamentalmente de la mayor o menor magnitud de su impureza.

Si no consigue liberarse y desprenderse de ese lastre antes del día del Juicio Final, no podrá ascender a pesar de la pureza original, siempre intacta, del germen espiritual, el cual, no obstante, no habrá podido desarrollar sus cualidades personales tal como debiera, ya que habrán quedado sofocadas por la influencia de lo impuro. Esa impureza, a causa de su pesadez, le retiene y le arrastrará consigo a la desintegración de todo lo material.

Cuanto más consciente llegue a ser un germen espiritual en el curso de su evolución, tanto mayor será la semejanza entre su apariencia externa y su naturaleza intrínseca. Si aspira a lo noble, su aspecto exterior se ennoblecerá; si sus aspiraciones son innobles, su envoltura será ruin y vulgar.

Cada viraje que efectúa es un nudo más en los hilos que va tendiendo tras de sí, los cuales, después de muchos extravíos, después de un continuo ir de un lado para otro, podrán formar una complicada trama en la que quedará enredado, para ser arrastrado al fondo si no logra desasirse de ella, o de la que habrá de desprenderse con un poderoso esfuerzo.

Las vibraciones a las cuales se ha ido entregando en el transcurso de su peregrinación, probando o disfrutando de ellas, permanecerán unidas a él, atadas a él como con hilos, sometiéndole, por tanto, a la influencia continua de sus oscilaciones específicas.

Si mantiene interiormente la misma dirección durante largo espacio de tiempo, la intensidad de la influencia de los hilos más antiguos y de los más recientes permanecerá constante; pero si cambia su curso, las vibraciones que han quedado atrás surtirán efectos cada vez más débiles a causa de haberse entrecruzado, ya que, entonces, estarán obligadas a pasar a través de un nudo, el cual supone un obstáculo para ellas, porque ese anudamiento ya constituye una unión, una fusión con las nuevas vibraciones orientadas en distinta dirección.

Ese proceso se repite continuamente. A medida que el germen espiritual va creciendo, los hilos se vuelven más compactos, más fuertes, constituyendo el karma, cuyos efectos posteriores pueden ser tan poderosos que sean capaces de imponer al espíritu una “tendencia” más acentuada que las demás, lo que equivale a una restricción de la libertad de decisión, ya que presentará una marcada propensión a seguir una dirección previamente esbozada. Entonces, el libre albedrío perderá nitidez y ya no podrá ejercer sus funciones como tal.

Así, pues, el libre albedrío ha estado siempre presente en el momento inicial; pero, más tarde, muchas voluntades echan sobre sí un lastre tan pesado que ese libre albedrío es influenciado de la manera antes expuesta, es decir, deja de ser lo que era en un principio.

A medida que el germen espiritual va evolucionando de tal índole, ha de acercarse cada vez más a la Tierra, ya que de ésta emanan las vibraciones más intensas, y él va tras de ellas siguiendo una dirección cada vez más definida, o mejor dicho, se deja “atraer” por ellas, a fin de poder disfrutar más y más de las especies elegidas de acuerdo con sus inclinaciones. Empezó probando y, ahora que ha sacado el verdadero “gusto”, quiere “saciarse”.

Las vibraciones emanadas de la Tierra son tan intensas porque llevan consigo un nuevo elemento de gran poder amplificador: la fuerza sexual, patrimonio del cuerpo físico.*

Dicha fuerza tiene la misión y la facultad de “poner al rojo vivo” todo sentimiento espiritual. Así es como el espíritu se une verdaderamente con la creación material; sólo entonces podrá actuar dentro de ella con todas sus fuerzas, adquiriendo todo lo que necesita para imponer toda su autoridad en la materialidad, manteniéndose firme en todos los sentidos, actuando con energía y decisión, dispuesto a todo y protegido contra todo.

De aquí las potentes ondas de energía que dimanan de las experiencias vividas por los hombres sobre la Tierra. Cierto que su amplitud de alcance nunca puede superar los límites de la creación material, pero también es cierto que sus vibraciones llegan hasta el último rincón de dicha creación.

* Conferencia II–51: “La fuerza sexual y su importancia para la ascensión*

 

Un hombre que hubiera alcanzado sobre la Tierra un alto grado de evolución y de nobleza espiritual, y que, consecuentemente, se dirigiera a los demás seres humanos poseído de un gran amor espiritual, continuaría siendo un extraño para ellos y no podría establecer un contacto íntimo en cuanto quedara desprovisto de la fuerza sexual. Faltaría el puente que conduce a la comprensión y a la compenetración con los sentimientos espirituales de los demás; entre éstos y aquél existiría un abismo.

Pero en cuanto ese amor espiritual esté en relación directa con la fuerza sexual y se vuelva incandescente por la acción de la misma, sus irradiaciones adquirirán, para toda la materialidad, una vitalidad de muy diferente índole, y ese amor se convertirá en un elemento terrenal más real, capaz de influir sobre los hombres y sobre todo lo material de forma precisa e inteligible. Sólo entonces podrá ser acogido por los seres humanos, sólo así podrá proporcionar a la creación las bendiciones que el espíritu del hombre debe aportar.

En esa unión está latente algo inmenso. Tal es, también, el verdadero fin o, por lo menos, el fin primordial, de ese inconmensurable instinto natural tan enigmático para muchos, fin que consiste en permitir que lo espiritual despliegue toda su activa fuerza en la materialidad. Sin esa unión, el espíritu sería un extraño dentro de la materialidad, demasiado extraño como para poder desarrollar toda su actividad. El fin procreador ocupa un lugar secundario. Lo fundamental es que el hombre reciba ese impulso derivado de tal unión. Con ello, el espíritu humano adquiere también la plenitud de sus fuerzas, de su fogosidad y de su vitalidad; a partir de ese evento, puede ser considerado como debidamente preparado. ¡Pero entonces es cuando aparece por primera vez su plena responsabilidad!

La sabia Justicia de Dios proporciona al hombre, en ese momento crucial tan importante, no sólo la posibilidad, sino también el impulso natural que le permitirá despojarse fácilmente de todo karma con que ha cargado a su libre albedrío hasta ahora; podrá devolver toda su libertad a la voluntad; y entonces, consciente de sí mismo, en usufructo de plenos poderes, podrá llegar a ser un hijo de Dios en la creación, obrando según Su Voluntad y elevándose, gracias a la pureza y sublimidad de sus sentimientos, hacia las cumbres que habrá de alcanzar en cuanto se despoje de su cuerpo físico.

Si el hombre no lo hace, suya será la culpa; pues al entrar en funciones la fuerza sexual, se pone de manifiesto dentro de él una inmensa fuerza motriz que le empuja hacia arriba, hacia lo ideal, hacia lo hermoso, hacia lo puro. Esto puede observarse con toda claridad en los jóvenes de ambos sexos cuando no están pervertidos. De aquí el idealismo romántico de los años juveniles, idealismo que tantas veces es objeto de burla, desgraciadamente, por parte de las personas adultas, y que no debe ser confundido con la ingenuidad de la infancia.

De aquí, también, la profusión de sentimientos ligeramente nostálgicos y poseídos de gravedad que son propios de esos años. Está muy justificado cuando, en ciertas horas, parece como si un adolescente o una doncella tuviera que soportar el peso de todos los dolores del mundo al apoderarse de ellos el presentimiento de una profunda gravedad.

También ese sentirse incomprendido, que tan frecuentemente suele darse en la juventud, encierra en si, efectivamente, una gran dosis de verdad: significa que, por breves momentos, se ha llegado a ser consciente del estado de aberración en que se encuentran los hombres de su alrededor, los cuales ni quieren ni pueden comprender esa sagrada tendencia a remontar el vuelo hacia la pureza de las cumbres, y no quedan satisfechos hasta que ese sentimiento, tan intensamente advertido en las almas jóvenes, quede reducido al plano de la “prosaica realidad”, que es más comprensible para ellos y es considerada, dado lo restringido de su capacidad comprensiva, como lo único normal y lo más apropiado para la humanidad.

Y, sin embargo, innumerables materialistas inveterados han sentido también, en esa misma época de su vida, esa primera exhortación, y hablan del primer amor de su edad dorada incluso con un cierto sentimentalismo cargado de nostalgia, que pone en evidencia, inconscientemente, la amargura de haber perdido algo imposible de definir.

¡Y en eso tienen razón! Les ha sido arrebatado lo más precioso que poseían, o ellos mismos lo han desechado irreflexivamente durante la monotonía de sus ocupaciones diarias, influenciados tal vez por las burlas de los pretendidos “compañeros” y “amigas”, o a causa de malas lecturas y malos ejemplos. Vergonzosamente han enterrado la joya, cuyos refulgentes destellos suelen volver a surgir — de cuando en cuando y a pesar de todo — en el transcurso de su vida, haciendo latir más de prisa, por breves instantes, su insatisfecho corazón, bajo un impulso inexplicable impregnado de una melancolía y de una nostalgia misteriosas.

Aun cuando esos sentimientos siempre suelen ser reprimidos inmediatamente y son objeto de burla — burla que es, más bien, una amarga mofa de sí mismo — sirven para dar testimonio de la existencia de ese tesoro; y por suerte, son muy pocos los que pueden afirmar que nunca han experimentado tales sentimientos. Esos tales, por otro lado, sólo merecen lástima, pues no han vivido nunca.

Pero incluso los depravados o, digamos, los que son dignos de lástima, sienten también nostalgia cuando se presenta la ocasión de encontrarse con un hombre que sabe aprovecharse debidamente de esa fuerza pujante, es decir, que se ha purificado mediante esa fuerza y ha alcanzado un elevado grado de evolución interior sobre la tierra.

Pero el efecto que esa nostalgia produce en tales individuos es, en la mayor parte de los casos, un conocimiento involuntario de la propia vileza y de lo que ha sido desperdiciado, lo cual se traduce en un odio capaz de transformarse en ciega ira. No pocas veces sucede también que un hombre de una notoria grandeza de alma atrae hacia sí el odio de las masas, sin que él mismo haya dado motivo ni pueda encontrar una razón visible que justifique tal proceder. Esas masas no saben más que vociferar: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”. A esto se debe la larga serie de mártires que la historia de la humanidad tiene en su haber.

La causa de ello es el punzante dolor de ver en los demás algo precioso que ellos mismos han perdido. Un dolor que se convierte en odio. Si se trata de hombres con mayor calor interior, que se han extraviado o han sido arrojados al fango por el mal ejemplo, al encontrarse con un hombre de una gran elevación espiritual, surge en ellos la añoranza de lo que nunca han podido conseguir, y a menudo se despierta también en ellos un amor y una veneración sin límites. Adondequiera que vaya, un hombre así tiene que suscitar siempre sentimientos a favor o en contra. No tiene cabida la indiferencia.

El misterioso encanto que irradia una doncella o un adolescente no pervertidos no es otra cosa que el puro impulso de la fuerza sexual naciente unida a la fuerza espiritual, que aspira a lo más elevado, a lo más noble. Ese impulso es captado por el medio ambiente que rodea a los jóvenes, gracias a la intensidad de las vibraciones que emanan de esa fuerza.

Con gran esmero, el Creador ha procurado que eso tenga lugar a la edad precisa en que el hombre está capacitado para tomar decisiones y obrar con plena consciencia. Entonces, ha llegado el momento en que puede, o debiera poder, liberarse con toda facilidad de todo lastre que ha ido echando sobre sí en el transcurso del tiempo, valiéndose de la potente fuerza que reside dentro de sí desde ese mismo instante. Ese lastre caería también por sí mismo si el hombre persistiera en dirigir su voluntad hacia el bien, tal como se sintió impulsado incesantemente durante sus años jóvenes. De esta manera, como los mismos sentimientos dan a entender perfectamente, podría elevarse sin esfuerzo alguno hasta llegar a ocupar el puesto que le corresponde como hombre.

¡Ved ese estado de ensueño en que se encuentra la juventud no corrompida! No es otra cosa que un sentirse arrebatado hacia las alturas, un deseo de quedar limpio de toda mancha, un ardiente anhelo de ideales. Pero esa pujante inquietud es la señal de no desperdiciar el tiempo, de que es preciso sacudirse enérgicamente el karma, de que ha llegado el momento de emprender la ascensión espiritual.

¡He aquí por qué la Tierra es el gran factor decisivo en la vida del hombre!

Es algo maravilloso poder experimentar esa fuerza integrante, obrar en ella y valerse de ella. Pero solamente mientras sea buena la dirección elegida por el hombre, pues tampoco existe nada más lamentable que desperdiciar esas fuerzas únicamente en el desenfrenado disfrute de los placeres sensuales, paralizando así su espíritu y robándole una gran parte de ese impulso que tanto necesita para su encumbramiento.

Y, sin embargo, en la mayoría de los casos, el hombre deja pasar inútilmente ese precioso tiempo de transición, sigue los falsos caminos que le indican los “sabios” que están a su alrededor, caminos que detienen su evolución y, demasiado frecuentemente por desgracia, le conducen hacia abajo. De ese modo, no estará en condiciones de desprenderse de las nefastas vibraciones adheridas a él, sino que, por el contrario, adquirirán una mayor intensidad e irán tejiendo cada vez más tupidamente el velo que cubre al libre albedrío, hasta que ya no pueda ser reconocido por el hombre.

Tal es lo que acontece en la primera encarnación sobre la Tierra. En sucesivas encarnaciones, que tendrán lugar necesariamente, el hombre trae consigo un karma mucho más pronunciado. A pesar de todo, en cada nueva encarnación, siempre se presenta la posibilidad de liberarse, y ningún karma puede ser más fuerte que el espíritu humano en plena posesión de sus energías, siempre que mantenga, por medio de la fuerza sexual, una perfecta unión con la materialidad, a la que también pertenece el karma.

No obstante, si el ser humano ha malgastado ese tiempo que debería haber empleado en quitarse de encima su karma para poder volver a poseer un libre albedrío, si se ha enredado aún más, incluso si se ha hundido más profundamente, a pesar de todo eso, todavía existe alguien dispuesto a unirse a él, como poderoso aliado, en la lucha contra el karma, para ayudarle a ascender. El gran ganador de batallas, el más grande de todos, el que es capaz de vencer todos los obstáculos.

La Sabiduría del Creador ha querido que, en la materialidad, esos años anteriormente mencionados no fueran los únicos de la Vida en que el hombre tenga oportunidad de recibir una rápida ayuda que le permita encontrarse a sí mismo y le sirva para recuperar sus valores personales. Esos años en los que, por si fuera poco, también recibe un impulso extraordinariamente intenso que le hace estar alerta.

Ese maravilloso poder siempre presto a proporcionar ayuda, que se halla a disposición de cada hombre durante toda su vida terrenal, que también procede de la unión entre la fuerza sexual y la espiritual, que es capaz de repeler al karma, ese poder es … ¡el Amor! No el amor sensual propio de la materialidad física, sino el Amor puro y sublime que tiene como única misión proporcionar el bien al ser amado, sin pensar jamás en sí mismo. También él pertenece a la creación material, no exige renuncia alguna ni ascetismo de ninguna clase; sólo procura lo mejor para el otro, siente sus mismas inquietudes, experimenta sus mismos sufrimientos, pero también comparte sus alegrías.

En esencia, sus sentimientos están impregnados de un idealismo y de un entusiasmo análogos a los que nacen en la juventud no pervertida cuando entra en funciones la fuerza sexual; pero fustiga a los responsables, es decir, a las personas adultas, para que desarrollen toda la energía de que son capaces, llegando, incluso, hasta el heroísmo, de manera que esa fuerza creadora y combativa se manifieste en su máxima intensidad. En esto no existe ninguna limitación de edad. En cuanto el hombre dé cobijo dentro de sí a un amor puro, el primer don que recibirá de éste será la oportunidad de desprenderse de todo karma, liberándose de él sólo de una forma puramente “simbólica”,* permitiendo así que florezca una voluntad libre y consciente, que habrá de orientarse solamente hacia arriba. Poco importa que se trate del amor entre los esposos, o del amor a un amigo, a una amiga, a los padres, a un niño; lo único que interesa es que sea un amor puro, y entonces, como consecuencia natural, dará comienzo la ascensión y la liberación de las indignas cadenas que mantienen aprisionado al hombre.

* Conferencia II–27: “Los símbolos en el destino del hombre”*

El primer sentimiento que se manifiesta al surgir un amor puro, es un sentimiento de inferioridad ante el ser amado. Dicho con otras palabras, es un sentimiento de humildad y modestia, es decir, se trata de dos grandes virtudes. Inmediatamente, uno se siente impulsado a extender la mano protectora sobre el ser amado, a fin de que no quede expuesto a ningún peligro y su camino discurra a través de soleadas sendas de flores. La expresión “tratar con sumo cuidado” no son palabras vanas, sino que caracterizan fielmente la naturaleza de ese sentimiento naciente.

Pero en ello reside una entrega total de la propia personalidad, un gran deseo de ser útil, lo cual bastaría por sí mismo para, al cabo de poco tiempo, quitarse de encima todo karma, a condición de que ese deseo persista y no dé paso a un impulso puramente sensual. Finalmente, en el caso de un amor puro, nace el ardiente deseo de hacer algo verdaderamente grande — en el sentido más noble de la palabra — a favor del ser amado; el deseo de no herirle ni ofenderle con ningún gesto, con ningún pensamiento, con ninguna palabra y, muchísimo menos, con una acción obscena. Un respeto mutuo cobra vida en toda su pujanza.

Es menester, pues, mantener la pureza de esos sentimientos e imponerlos por encima de todo. De esta manera, nadie hará ni deseará nada malo, por la simple razón de que no podrá, ya que el Amor será la mejor salvaguardia, la mayor fuerza, el consejero más sabio y prudente, la ayuda más eficaz.

He aquí por qué Cristo siempre hacía resaltar la omnipotencia del Amor. Sólo él es capaz de salvar todos los obstáculos, sólo él lo puede todo. Pero siempre a condición de que no se trate de un mero amor terrenal y sensual, en el que anidan los celos y demás taras similares.

En Su Sabiduría, el Creador ha puesto así en la creación un salvavidas que se ofrece a cada uno de los hombres más de una vez en su vida, para poder asirse de él y estar en condiciones de emprender su ascensión.

Esa ayuda está a disposición de todos, sin distinción de sexos ni edades, para pobres y ricos, para nobles y plebeyos. El Amor es el más grande de los dones de Dios. El que se abraza a él tiene asegurada su salvación, cualquiera que sea la necesidad y la profundidad en que esté sumido. Conseguirá liberarse, y recuperará, de la manera más rápida y sencilla, un libre e inalterado albedrío que le conducirá hacia la cumbre.

Aun cuando se encontrara en un abismo de desesperación, el Amor sería capaz de sacarle de allí con la fuerza de un huracán, proyectándole hacia la Luz, hacia Dios, que es el Amor por excelencia. Mientras un impulso cualquiera haga surgir en el hombre un amor puro, seguirá existiendo una comunicación directa con Dios, con la fuente originaria del Amor, recibiendo, así, la ayuda más eficaz. Pero si un hombre poseyera todo a excepción del Amor, sería como una campana sonora, como un tintineante cascabel, es decir, algo desprovisto de calor, de vida… ¡nada!

Por el contrario, si siente un verdadero amor por uno cualquiera de sus semejantes, un amor que sólo busca el modo de proporcionar al ser amado la Luz y la alegría, sin envilecerle con torpes deseos, antes bien, elevándole y protegiéndole, entonces le presta útiles servicios, aun cuando lo haga inconscientemente, convirtiéndose, precisamente por eso, en un altruista y en un desinteresado benefactor. Esa forma de servir será su salvación.

Muchos se dirán: eso es exactamente lo que yo hago o, por lo menos, lo que yo procuro hacer. Pongo todo cuanto está en mis manos para que mi esposa y mi familia puedan llevar una vida sin complicaciones. Me molesto indeciblemente en proporcionarles toda clase de disfrutes y todo cuanto se precisa para llevar una vida cómoda, agradable y libre de preocupaciones.

Miles y miles serán los que se sientan satisfechos de sí mismos, enaltecidos, considerándose como hombres excepcionalmente buenos y nobles. ¡Se equivocan! ¡Ese amor no es un amor vivo! El Amor vivo no es exclusivamente terrenal, sino que, al mismo tiempo, siente una tendencia mucho más acentuada hacia lo más elevado, lo más noble, hacia lo ideal. Cierto que nadie puede abandonar impunemente, es decir, sin sufrir las consecuencias, sus obligaciones terrenales; cierto que no deben ser pasadas por alto, pero no deben convertirse en la ocupación primordial ni en el pensamiento predominante. Por encima de todo eso, se yergue, en toda su grandeza e intensidad, ese deseo, tan enigmático para muchos, de poder ser verdaderamente, ante s} mismos, lo que ellos valen a los ojos de quienes los aman. ¡Ese deseo es el recto sendero!: el sendero que conduce directamente a la cima.

El verdadero amor, el Amor puro, no necesita ser explicado más detalladamente. Todo hombre siente exactamente de qué se trata. Sólo que, a veces, procura engañarse a sí mismo cuando se da cuenta de sus faltas y cuando siente con claridad cuán alejado está aún de amar pura y verdaderamente.

Pero tiene que hacer un supremo esfuerzo, no debe vacilar, pues entonces habrá fracasado, ya que, sin verdadero amor, no podrá haber libre albedrío para él.

Cuántas oportunidades se les han presentado a los hombres para hacer un esfuerzo y lanzarse hacia arriba: todas ellas han sido desaprovechadas. En la gran mayoría de los casos, sus lamentos e intentos no son sinceros ni tienen razón de ser. En cuanto deben poner algo de su parte, aunque nada más se trate de un insignificante cambio en sus costumbres y en sus puntos de vista, se niegan a ello. En su mayor parte, ese comportamiento no es otra cosa que hipocresía y falsedad. Dios es quien debe ir a ellos para alzarlos hacia sí, sin que ellos se vean precisados a renunciar a sus comodidades y a sus halagos personales. Tal vez, entonces, se dignarían seguirle, pero no sin esperar que Dios les quede especialmente agradecido por ello.

¡Dejad que esos zánganos prosigan el camino de su perdición! No merecen que alguien se ocupe de ellos. Tantas veces como se les ofrezca una oportunidad, pasarán a su lado gimiendo e implorando sin aprovecharse de ella. Pero, si alguno de esos hombres llegara verdaderamente a echar mano de esa ayuda que se le ofrece, lo más seguro que la despojaría de su más preciada joya, la pureza y el desprendimiento, arrojando ese bien, el más precioso de todos, en la inmundicia de sus pasiones.

Los buscadores de la Verdad y los hombres verdaderamente sabios deben procurar definitivamente eludir el encuentro con semejantes gentes. Que no se piensen que hacen una obra grata a Dios cuando van ofreciendo Su Palabra y Su Voluntad a precios viles, tratando de instruir a esos individuos; como si el Creador tuviera necesidad de ir mendigando por mediación de Sus fieles, a fin de ampliar el círculo de Sus seguidores. Es un ensuciamiento de la Palabra ofrecérsela a quienes la reciben con manos sucias. No deben ser olvidadas las palabras que prohiben “echar rosas a los cerdos”.

Otra cosa no es lo que se hace en tales casos. Es perder el tiempo inútilmente, desperdiciándolo en tal cuantía que no podrá menos que acabar por producir funestos efectos retroactivos. Sólo los buscadores son merecedores de ayuda.

La inquietud que se apodera de muchos hombres y que se deja sentir en todas partes; las investigaciones y búsquedas relativas a la existencia del libre albedrío, están perfectamente justificadas y son la señal que indica haber llegado el tiempo en que debe ser aclarada esta cuestión. La búsqueda se ha hecho más intensa ante el vago presentimiento de que algún día pudiera ser demasiado tarde para ello. Eso es lo que la mantiene actualmente en toda su vitalidad. Pero, en su mayor parte, tales búsquedas resultan inútiles. La mayoría de los hombres de hoy ya no son capaces de activar su libre albedrío, por estar demasiado enredados en la trama del destino.

Lo han traicionado y vendido… ¡por nada!

Pero que no vengan ahora tratando de cargar a Dios con la responsabilidad, como han intentado tantas y tantas veces valiéndose de las insinuaciones más inverosímiles, con el único fin de alejar de sí el pensamiento de una responsabilidad personal de la que habrán de dar cuentas. Ellos mismos tienen que acusarse. Aunque esa autoacusación estuviera impregnada de la amargura más acerba y del dolor más angustioso, aún no sería lo suficiente fuerte para poder compensar en cierto modo la pérdida de ese bien tan valioso, insensatamente envilecido o dilapidado.

Y, no obstante, el hombre todavía puede encontrar el camino de la recuperación: basta con que se esfuerce seriamente en ello. Por supuesto que es absolutamente necesario desearlo con una vehemencia que salga de lo más profundo de su ser. El deseo tiene que vivir verdaderamente en él, y no ha de desfallecer nunca. El hombre tiene que aspirar a ello con suma ansiedad. Aunque fuera preciso consagrar toda su vida terrenal a la consecución de ese fin, ello redundaría en beneficio suyo; tal es la gravedad y la imperante necesidad de la recuperación del libre albedrío por el hombre. En lugar de la palabra “recuperación”, podemos poner el término “exhumación” o “deslavamiento”. De por sí, todo significa exactamente lo mismo.

Pero con solo pensar y cavilar, el hombre no conseguirá nada. Por mucho que se esfuerce y por mucha constancia que tenga, estará condenado al fracaso, pues con sus pensamientos y cavilaciones nunca conseguirá traspasar los límites del espacio y del tiempo, es decir, nunca llegará a donde se halla la solución. Y como quiera que, hoy día, pensar y cavilar es la base fundamental de toda investigación, se comprenderá que no haya probabilidad alguna de que se produzca un progreso fuera de los dominios puramente terrenales. A menos que los hombres cambien radicalmente su forma de ser.

¡Aprovechad el tiempo de la existencia terrenal! ¡Pensad en el cambio tan radical que se opera con cada una de las responsabilidades plenamente asumidas!

Por esta razón, el niño no ha alcanzado todavía la mayoría de edad espiritual, ya que, en él, la unión entre lo espiritual y lo material aún no ha sido establecida por la fuerza sexual. Sólo en el instante preciso en que entre en funciones esa fuerza, sus sentimientos poseerán el ímpetu requerido para poder ir de un extremo al otro de la creación material, transformándola y renovándola tajantemente, con lo que también asumirá automáticamente la plena responsabilidad de todos sus actos. Mientras eso no suceda, el efecto recíproco tampoco podrá ser tan intenso, ya que la capacidad sensitiva actúa mucho más débilmente.

Debido a eso, en la primera encarnación sobre la Tierra, el karma no puede ser muy potente. Lo más que puede hacer es contribuir a determinar las circunstancias en que habrá de tener lugar el nacimiento, a fin de que el espíritu, durante la vida terrenal, pueda llegar a ser consciente de su idiosincrasia, lo cual le permitirá desprenderse de su karma. Los centros de atracción de las afinidades pudieran jugar, ya, un papel muy importante, pero solamente en relación con su debilidad. El karma propiamente dicho no se manifestará en toda su pujanza y en todo su radicalismo en tanto que la fuerza sexual no se una con la fuerza espiritual del hombre, el cual, entonces, no sólo logrará la plenitud de sus valores en la materialidad, sino que también podrá superarla con mucho en todos los sentidos, si adopta una actitud apropiada.

Mientras no llegue ese momento, las Tinieblas, el Mal, tampoco podrán influir directamente en el hombre. El niño está protegido por ese vacío que le separa de la materialidad. Está como aislado. Falta el puente.

Ahora podrán comprender muchos lectores por qué, como es proverbial, los niños gozan de una mayor protección contra el Mal. Pero ese mismo camino, ese puente erigido por la fuerza sexual naciente, sobre el cual el hombre puede pasar dispuesto a la lucha y en la plenitud de toda su energía, ese camino, naturalmente, también puede servir de acceso para elementos extraños si no se toman las debidas precauciones. Pero eso no podrá suceder más que en caso de que el ser humano esté en posesión de la fuerza necesaria para defenderse. En ningún momento puede darse una desproporción susceptible de ser tomada como disculpa.

La responsabilidad de los padres adquiere, así, proporciones gigantescas. ¡Ay de aquellos que, mediante burlas inoportunas, falsos métodos educativos e incluso malos ejemplos, entre los cuales se cuenta la ambición en todas sus facetas, priven a sus propios hijos de la oportunidad de librarse de su karma y de emprender su ascensión! Ya se encargan las tentaciones de la vida de seducir a unos y otros. Y, como quiera que no se explica a la gente joven la verdadera naturaleza de sus posibilidades, no emplean su fuerza en absoluto, o la emplean insuficientemente, si es que no la desperdician irresponsablemente, valiéndose de ella, incluso, para lo malo e injusto.

A causa de tal ignorancia, el karma se hace inevitable, y va surtiendo efectos cada vez más intensos, proyectando sus irradiaciones sobre unos y otros, a fin de adherirse a ellos de alguna manera para hacerles sentir su influencia, limitando así la facultad de decidir libremente, es decir, restringiendo la actividad del libre albedrío. A ello se debe que la mayor parte de la humanidad sea incapaz de poner en acción su libre albedrío. Se ha atado, encadenado y envilecido por culpa propia.

¡Cuán necios e indignos se muestran los hombres cuando pretenden desechar todo pensamiento referente a una responsabilidad ineludible, y prefieren reprochar al Creador Su injusticia! ¡Qué ridículo resulta el pretexto de que nunca han poseído libre albedrío, ya que han sido conducidos, empujados, desbastados y modelados sin poder oponerse a ello!

¡Ah, si, por una vez, quisieran percatarse, aunque no fuera más que por un instante, del papel tan lamentable que hacen comportándose de ese modo! ¡Ah, si, por una vez, quisieran, sobre todo, analizar con toda rigurosidad las aptitudes personales de que disponen, llegando a reconocer cuán absurdamente van dilapidándolas en pequeñeces y cosas pasajeras — a las que han atribuido una importancia ridícula, una importancia que no tienen — y cómo se sienten grandes en cosas que, comparándolas con la verdadera misión del hombre en la creación, deberían hacerles sentirse pequeños e insignificantes!

El hombre de hoy es comparable a aquel que, habiéndosele ofrecido un reino, prefiere perder el tiempo con los juguetes más simples.

Resulta natural y lógico que esas enormes fuerzas otorgadas al hombre tengan que aniquilarle si no acierta a dirigirlas debidamente. No cabe esperar otra cosa.

¡Hora es ya de despertar definitivamente! El hombre debería aprovechar al máximo el tiempo y la gracia que se le concede gratuitamente con cada experiencia vivida. No puede imaginarse cuán urgente se ha hecho eso. En cuanto consiga devolver la libertad a su encadenada voluntad, todo lo que ahora parece ir en contra suya acudirá en su ayuda. Hasta las mismas emanaciones de los astros, tan temidas por muchos, están ahí para ayudarle, cualquiera que sea la naturaleza de las mismas.

Y eso puede conseguirlo cualquiera, por muy pesado que sea el karma adherido a él, y a pesar de que las irradiaciones siderales parezcan serle desfavorables por completo. Todo resulta perjudicial únicamente cuando la voluntad no es libre. Pero, también en este caso, solamente en apariencia; pues, en realidad, todo eso contribuye a la salud del hombre cuando éste ya no sabe cómo ayudarse a sí mismo, obligándole a defenderse, a salir de su letargo y a mantenerse despierto.

Por otro lado, no tiene razón de ser sentir temor de las radiaciones estelares, pues los efectos secundarios que de ellas se derivan no son más que los hilos del karma que se cierne sobre el hombre en cuestión; son meros canales, a través de los cuales llegan al hombre los elementos componentes del karma que pesa sobre él en un momento determinado, si es que la naturaleza de dicho karma es idéntica a la de las irradiaciones. Así, pues, si éstas son desfavorables, esos canales no conducirán más que un karma desfavorable que se cierna sobre el hombre, es decir, lo que coincida exactamente con la naturaleza de las irradiaciones, y no de otro modo. Lo mismo sucede cuando las irradiaciones son favorables. Cuanto más concentrados sean los elementos que pasen a su través, tanto más acentuados serán los efectos producidos sobre el hombre. Pero allí donde no se cierna ningún karma maléfico, tampoco existirán emanaciones siderales desfavorables capaces de influir perjudicialmente. Lo uno no puede separarse de lo otro.

Una vez más, puede reconocerse en ello el gran Amor del Creador. Los astros controlan o dirigen las repercusiones del karma; pero éste, a su vez, no puede surtir ininterrumpidamente sus perniciosos efectos sobre el hombre, sino que está obligado a hacer pausas que permitan tomar aliento; pues las estrellas emiten radiaciones alternas, y, cuando éstas son favorables, el nocivo karma no puede manifestarse. Tiene que interrumpir su actividad y esperar a que vuelvan a surgir flujos radiactivos desfavorables, de lo que se deduce que no puede aniquilar al hombre con facilidad. Si el pernicioso karma de un hombre no va acompañado de otro beneficioso capaz de manifestarse cuando los flujos estelares son propicios, estos flujos servirán, al menos, para que cesen los padecimientos durante el período de tiempo en que tales irradiaciones son ventajosas.

También aquí las ruedas de los acontecimientos engranan entre sí. Un proceso arrastra al otro tras de sí según la lógica más estricta, controlándose mutuamente para que no pueda darse anomalía alguna. Todo sigue funcionando como una gigantesca maquinaria. Los dientes de las ruedas engranan entre sí con absoluta precisión, encajan perfectamente en todos sus puntos, imprimiendo movimiento a todo y empujándolo hacia la evolución.

Y, en medio del conjunto, se halla el hombre investido de ese inconmensurable poder que le ha sido confiado y dispuesto a imponer a ese inmenso mecanismo una dirección determinada por la voluntad. Pero, como siempre, sólo depende de él. Ello le conducirá hacia arriba o hacia abajo. La postura que adopte será lo único que decidirá definitivamente.

Pero el mecanismo de la creación no está hecho de materia inerte, sino que está constituido por toda clase de formas y seres vivientes, cuya estrecha colaboración produce una grandiosa impresión. Pero toda esa maravillosa actividad tiene como única finalidad ayudar al hombre, siempre y cuando no sirva de obstáculo ese poder que le ha sido dado, dilapidándolo en cosas fútiles y haciendo de él un uso deplorable. Tiene que decidirse a adaptarse como es debido, para llegar a ser lo que debe ser. Obedecer no significa, en realidad, más que comprender. Servir es ayudar. Pero ayudar supone regir. En poco tiempo, todos pueden devolver la libertad a su voluntad tal como corresponde. Con ello, todo sufrirá una transformación, pues ellos mismos se habrán trasformado interiormente.

Pero para miles, para cientos de miles, incluso para millones de hombres, se hará demasiado tarde, por no querer que suceda de otra manera. Pues es cosa natural que esa fuerza mal empleada destruya la máquina, que, de haberla manejado adecuadamente, habría realizado un trabajo lleno de venturas.

Y cuando sobrevenga el desastre, todos los indecisos volverán a acordarse, repentinamente, de rezar; pero no conseguirán hacerlo de la forma que conviene para que la oración, por sí sola, pueda servir de ayuda. Se darán cuenta, entonces, de su fracaso, y, en su desesperación, procederán a lanzar maldiciones y protestas, afirmando que Dios no existe; pues, si no, no permitiría tales cosas. Se obstinarán en no creer en una justicia implacable, no querrán admitir que han tenido en sus manos la posibilidad de cambiar todo a su debido tiempo, y que han sido advertidos de ello con suficiente insistencia.

Pero ellos siguen exigiendo, con pueril obstinación, un Dios que los ame según sus propios conceptos, un Dios que todo lo perdone. Sólo así están dispuestos a reconocer Su grandeza. Pero, según eso, ¿cómo debería comportarse ese Dios respecto a aquellos que siempre han tratado afanosamente de encontrarle y que, precisamente por esa afanosa búsqueda, han sido perseguidos, ridiculizados y atacados por quienes esperan el perdón?

¡Insensatos! Se obstinan en mantener cerrados sus ojos y oídos, y se precipitan, así, vertiginosamente en la perdición, esa perdición que ellos mismos se han preparado con tanto esmero. ¡Que queden a merced de las Tinieblas a las que ellos tienden en su afán de querer saber todo mejor que nadie! Sólo las propias experiencias vividas pueden, aún, hacerles entrar en razón. Las Tinieblas serán, pues, su mejor escuela. Pero se acerca el día y la hora en que también será demasiado tarde para emprender ese camino; pues, aun habiendo reconocido su error a causa de las experiencias vividas, les faltará tiempo para poder desligarse de las Tinieblas y proceder a elevarse. Por tanto, ya es hora de decidirse a ocuparse seriamente de la Verdad.

* * *


Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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