sábado, 17 de diciembre de 2022

21. LA ADORACIÓN A DIOS

 

21. LA ADORACIÓN A DIOS

Se puede decir con toda tranquilidad que el ser humano aún no ha llegado a comprender la evidente necesidad de adorar a Dios y, aún menos, de ponerla en práctica.

Considerad la adoración a Dios tal como se viene realizando hasta nuestros días. El hombre no sabe hacer otra cosa más que pedir o, más exactamente, mendigar. Alguna vez que otra llega a formular una oración de acción de gracias que sale verdaderamente del corazón. Pero eso no sucede más que en circunstancias excepcionales, cuando ha recibido inesperadamente una gracia especial o ha podido salvarse de repente de un gran peligro. Lo inesperado y repentino es siempre la causa que le impele a pronunciar una oración de agradecimiento.

Por lo demás, ya pueden caer en su regazo las cosas más extraordinarias e inmerecidas: nunca, o casi nunca, se le ocurrirá proceder a dar gracias si es que todo transcurre tranquilamente dentro de la normalidad.

Si él y todos sus seres queridos han disfrutado siempre de una buena salud y no tienen preocupaciones de orden material, muy raras veces se sentirá impulsado a agradecerlo con una fervorosa oración.

Desgraciadamente, para que surja en él un profundo sentimiento, el hombre precisa siempre de un impulso especial. Si todo le va bien, jamás hará esfuerzo alguno a tal respecto. De vez en cuando le sale a flor de labios, o va a la iglesia para murmurar una acción de gracias, pero nunca concebirá la idea de poner en ello toda su alma, aunque no sea más que por un minuto.

Únicamente si se encuentra verdaderamente necesitado, es cuando se le viene inmediatamente a la cabeza que existe Alguien capaz de ayudarle. La angustia le impulsará, por fin, a balbucear una oración.

Pero, como siempre, sólo para pedir y no para adorar a Dios.

¡Tal es el hombre que se estima bueno y se considera creyente! ¡Y ésos son muy pocos sobre la tierra, son excepciones dignas de elogio!

¡Contemplad detenidamente tan lamentable cuadro! ¡Qué impresión produce en vosotros, ¡oh hombres!, al examinarlo con atención! ¡Cuánto más deplorable le parecerá a su Dios un hombre así! Pero, por triste que sea, la realidad es esa. Ya podéis daros vueltas y más vueltas tratando de presentaros por vuestro mejor lado: el hecho en sí no cambiará en nada, mientras no os esforcéis en llegar al fondo de las cosas dejando a un lado todo disimulo. Naturalmente que, con ello, tendréis que experimentar algún mal, pues ni los ruegos, ni siquiera el agradecimiento, tienen nada en común con la adoración.

¡Adorar es venerar! Pero eso no lo hallaréis en ningún rincón de la Tierra. Observad, si no, las fiestas o solemnidades celebradas en honor de Dios, en las cuales, excepcionalmente, se prescinde de todo ruego y de toda mendicidad. ¡Mirad los oratorios! ¡Buscad con la mirada a los cantores que entonan sus cantos en adoración a Dios! ¡Vedlos cuando se preparan para ello, ya sea en una sala, ya sea en la iglesia! Todos tratan de hacerse gratos a los hombres, no de hacerse gratos a Dios: El les es indiferente, ¡precisamente El, para quien todo eso va dirigido! Prestad atención al director: sólo busca el aplauso, todo su afán es mostrar a los hombres de lo que él es capaz.

Pero no os detengáis ahí. ¡Contemplad los soberbios edificios, las iglesias y las catedrales erigidos para honra de Dios… o que debían servir para ese fin! El artista, el arquitecto, el ingeniero, todos se esfuerzan en conseguir el elogio de las masas. Las ciudades hacen ostentación de tales monumentos… para su propia gloria. Incluso deben servir de puntos de atracción de forasteros, pero no para que adoren a Dios, sino para que, gracias a la afluencia de gente, pueda entrar más dinero en la localidad. ¡Ambición de nimiedades terrenales!: eso es lo único que se descubre adondequiera que se mire. ¡Y todo bajo pretexto de adorar a Dios!

Cierto que aún pueden ser hallados unos cuantos hombres que sienten una conmoción espiritual cuando se encuentran en un bosque o sobre una elevación montañosa, y que, incluso, llegan a entrever la magnificencia del Creador a la vista de tanta belleza como encuentran a su alrededor. No obstante, esos sentimientos se apagan en lo más profundo de su alma. Sienten, en efecto, cómo su espíritu se eleva, pero no para levantar un jubiloso vuelo hacia las cumbres, sino… para entregarse realmente a la desenfrenada euforia del placer.

No debe confundirse esto con una transportación hacia las alturas. Sólo es comparable con el placer que experimenta un sibarita ante una mesa bien repleta de exquisitas viandas. Ese éxtasis del alma suele ser considerado erróneamente como una adoración a Dios, pero sigue siendo algo vacío, no es más que una exaltación, un sentimiento del propio bienestar, nunca un agradecimiento a Dios como pretende el que tal experimenta. Se trata de un suceso puramente terrenal. Muchos admiradores de la naturaleza confunden también esa embriaguez con una verdadera adoración a Dios, y se consideran superiores a los que no tienen posibilidad de gozar de las bellezas naturales. No es más que un vulgar fariseísmo nacido de una euforia personal, una joya de oropel desprovista de todo valor.

Cuando, un día, esos hombres tengan que hacer balance de sus tesoros espirituales, a fin de calcular el valor que tienen para la ascensión, hallarán dentro de sí un arca completamente vacía, pues el tesoro que ellos creían poseer no era más que una hermosa ilusión, un espejismo, desprovisto de una verdadera veneración ante el Creador.

La verdadera adoración a Dios nada tiene que ver con exaltaciones ni piadosas oraciones. No se manifiesta en forma de mendicidades, genuflexiones y súplicas, ni tampoco en la gozosa contemplación, sino solamente en la alegría del acto propiamente dicho, en la jubilosa aceptación de esta vida terrenal, en el disfrute de cada instante, es decir, aprovechando todos los momentos y viviendo la Vida misma. Pero “vivir la Vida” no significa entregarse a juegos y bailes, no quiere decir perder el tiempo en ocupaciones nocivas tanto para el alma como para el cuerpo, ocupaciones que el intelecto busca y necesita como compensación y para estímulo de su actividad. “Vivir la Vida” supone elevar la mirada hacia la Luz, acatar su voluntad, esa voluntad que vivifica, encumbra y ennoblece todo lo que existe en la creación.

Condición indispensable es conocer exactamente las leyes impuestas por Dios en la creación. Ellas nos muestran lo que es preciso hacer para conservar la salud corporal y espiritual, indican el camino seguro que conduce al reino espiritual, pero también dan a conocer los horrores que habrá de padecer el hombre si se opone a ellas.

Como quiera que las leyes de la creación actúan de una manera autoactiva, viviente, invariable e inmutable, con una fuerza contra la cual los espíritus humanos son completamente impotentes, resulta natural y lógico que la necesidad más imperiosa del hombre debiera ser el acatamiento sin reservas de esas leyes, ya que, de todas formas, no podrá oponerse a los efectos de las mismas.

Pero la humanidad ha llegado a un grado tal de insuficiencia mental, que pasa por alto despreocupadamente esa clara y simple necesidad, a pesar de ser lo primero que se halla a su alcance. Pero, como ya es sabido, los hombres nunca han sido capaces de concebir los pensamientos más simples. Cosa extraña: los animales se comportan más consecuentemente que el hombre. Se someten incondicionalmente a las leyes de la creación y encuentran en ellas el medio de evolucionar, a no ser que el hombre lo impida.

El ser humano, por su parte, pretende ser dueño y señor de algo cuyos efectos autoactivos le mantienen siempre subyugado y seguirán manteniéndole. En su arrogancia, se imagina dominar los elementos, sólo porque ha conseguido utilizar minúsculos efluvios radiactivos y se aprovecha, en escala muy reducida, de los efectos producidos por el agua, el aire y el fuego. Pero no se da cuenta de que se trata solamente de beneficios relativamente insignificantes y de que aún tiene que aprender y observar mucho, para llegar a conocer la naturaleza de cada uno de los elementos o fuerzas presentes y poder sacar de ellos el mayor provecho. Tiene que intentar adaptarse a ellos si quiere obtener éxito: él solo debe hacerlo.

No se trata, pues, de dominar o someter las leyes establecidas, sino de acatarlas y doblegarse a ellas.

El hombre debería darse cuenta, ya, de que sólo ese acatamiento puede proporcionarle los beneficios que busca. Debería seguir adelante con espíritu agradecido. ¡Pero no!: se vanagloria de lo contrario y obra más neciamente, poseído de una mayor arrogancia. Y si alguna vez, por haberse sometido y obrado de conformidad con la Voluntad divina impuesta en la creación, consigue obtener un provecho considerable, entonces, como si fuera un niño, pretende hacerse pasar por vencedor: ¡el vencedor de la naturaleza!

Pero esa postura absurda es el colmo de la necedad, ya que así pasan inadvertidas, para él, cosas verdaderamente grandes. Pues si hubiera presentado una actitud conveniente, habría resultado verdaderamente vencedor… vencedor sobre sí mismo, sobre su vanidad, porque, a la luz de los conocimientos adquiridos en cada una de las conquistas logradas, aprendería a acatar las leyes establecidas. Solamente así podrá obtener éxito.

Todos los inventores, todo lo que es verdaderamente grande, han adaptado su voluntad y su forma de pensar a las leyes naturales en vigor. Todo lo que se resista a ellas o pretenda, incluso, contrarrestar sus efectos, será aplastado, triturado, aniquilado. Nada verdaderamente viable podrá surgir de ello nunca.

Esas experiencias en pequeña escala son válidas, por extensión, para toda la existencia humana, para el hombre mismo.

El, que no sólo ha de peregrinar durante el corto tiempo terrenal, sino que ha de recorrer toda la creación, necesita absolutamente el conocimiento de las leyes a las que está sometida la creación entera, y no solamente aquellas que se refieren al medio ambiente visible e inmediato a todo hombre terrenal. Si no las conoce, quedará detenido, imposibilitado de seguir la marcha; será herido, rechazado e incluso reducido a la nada, porque, en su ignorancia, no podrá ir al unísono con el flujo de fuerza de las leyes, antes bien, se acomodará de manera tan desfavorable, que esas corrientes le arrastrarán hacia abajo en lugar de llevarle hacia arriba.

No hay nada grandioso y admirable en el ridículo proceder de un espíritu humano obstinado en negar ciegamente unos hechos que él mismo está obligado a admitir diariamente, ya que sus efectos se manifiestan en todas partes. No debería reducirse a emplearlos solo y exclusivamente para sus actividades y para la técnica, sino, sobre todo, también para sí mismo y para su alma. En el transcurso de su vida y de su actividad, siempre hallará ocasión de comprobar el carácter inmutable y la regularidad absoluta de todos los efectos fundamentales, si no sigue durmiendo o no mantiene cerrados los ojos a la realidad, por indiferencia o, tal vez, por malevolencia.

En toda la creación no existe, a tal respecto, una sola excepción; ni siquiera para el alma humana. Tiene que doblegarse ante las leyes de la creación si desea que sus efectos fomenten su evolución. Pero el hombre, hasta ahora, ha pasado por alto esta simple evidencia, de la manera más completa e indiferente.

Precisamente por ser tan simple, habría de resultar, para el hombre, la cosa más difícil de comprender. Con el tiempo, esa dificultad ha resultado imposible de ser superada por él. Se halla, pues, al borde de la ruina y del desmoronamiento espiritual, que habrá de reducir a escombros todo lo que él ha edificado.

Sólo una cosa puede salvarle: el conocimiento total de las leyes de Dios en la creación. Eso es lo único capaz de hacerle progresar en su ascensión: a él y a todo lo que edifique en el futuro.

No digáis que, como espíritus humanos que sois, no os resulta nada fácil reconocer las leyes de la creación, que es difícil distinguir la Verdad de los sofismas. ¡Eso no es cierto! Quien tal afirma no pretende otra cosa que disimular de nuevo la indolencia interior, no quiere reconocer la indiferencia de su alma, o sólo busca disculparse ante sí mismo para su propia tranquilidad.

Pero no le servirá de nada: a partir de ahora, todos los indiferentes y negligentes serán condenados. Únicamente aquel que haga acopio de todas sus energías para dedicarlas por entero al logro de lo más necesario para su alma tendrá aún oportunidad de salvarse. Toda mediocridad es poco menos que nada. Una vacilación, un demora… y el fracaso será rotundo. Por haber esperado hasta el momento crítico, la humanidad ya no dispone de tiempo.

Naturalmente que, ahora, ello resultará una tarea mucho más difícil, una tarea que no será facilitada en modo alguno, ya que, por haber vivido en la indolencia más despreocupada, la humanidad ha perdido hasta la facultad de creer siquiera en la profunda gravedad de una última y necesaria resolución. Ese es, precisamente, el punto más débil, y ello será la causa de la infalible perdición de muchos.

Durante miles y miles de años, se ha intentado por todos los medios daros a conocer la Voluntad de Dios o, lo que es lo mismo, la legislación por la que se rige la creación. Esos conocimientos han sido, por lo menos, suficientes para poder emprender la ascensión hacia las alturas luminosas de donde procedéis, suficientes para encontrar el camino de regreso. Ese saber no os fue dado por las ciencias terrenales, ni tampoco por las iglesias, sino por los siervos de Dios, por los profetas de antaño y, últimamente, por el propio mensaje del Hijo de Dios.

A pesar de la simplicidad de ese mensaje, no habéis hecho más que discutir sobre él hasta nuestros días; nunca os habéis molestado seriamente en tratar de comprender su significado y, mucho menos, de vivir de acuerdo con él. Según vuestra indolente opinión, eso era pedir demasiado, aun tratándose de vuestra única posibilidad de salvación. Queréis salvaros sin poner absolutamente nada de vuestra parte. Si reflexionáis, tendréis que reconocer tan triste realidad.

Para comodidad vuestra, habéis hecho de cada mensaje de Dios una religión. ¡Y eso fue un error! Pues la religión fue erigida sobre un pedestal especial apartado de vuestras ocupaciones diarias. Y esa fue la mayor falta que pudisteis hacer; pues, con ello, también la Voluntad de Dios quedó apartada de la vida cotidiana o, lo que es igual, vosotros os apartasteis de la Voluntad divina, en lugar de uniros a ella poniéndola en el centro de vuestra vida y de vuestras actividades diarias, llegando a ser uno con ella.

Debéis acoger todo mensaje de Dios como algo completamente natural y práctico; vuestro trabajo, vuestros pensamientos, toda vuestra vida, deben quedar impregnados de él. Que no se convierta, como ha sucedido ahora, en una cosa aparte, a la cual visitáis en las horas de ocio, durante breves instantes, cuando sentís necesidad de hacer un acto de contrición, de dar gracias o de solazaros. No es así como podrá llegar a ser algo natural en vosotros, algo tan personal como el hambre y el sueño.

¡Entended de una vez!: tenéis que vivir según esa Voluntad divina, a fin de poder orientaros en todos los caminos que os proporcionan el bien. Los mensajes divinos son valiosas indicaciones necesarias para vosotros. Si no las conocéis ni las seguís, ¡estáis perdidos!. Por eso, no deben ser puestas en una vitrina para ir a contemplarlas los domingos, con un sentimiento místico, como si se tratara de algo sagrado, o para ir a refugiaros allí en los momentos de necesidad o angustia, a fin de vigorizaros. ¡Insensatos! ¡El mensaje no es para ser venerado, sino para ser utilizado provechosamente! Echad mano de él, no sólo cuando os vestís de fiesta, sino cuando estáis entregados a la ruda labor cotidiana, que nunca deshonra ni denigra, que sirve de honra para todos. La joya brilla más refulgentemente y más límpida en la callosa mano, sucia de tierra y de sudor, que en los bien cuidados dedos de un ocioso petimetre que pasa toda su vida en la contemplación.

Todos los mensajes divinos han sido dados como una participación, es decir, deben llegar a ser una parte de vosotros mismos. También tenéis que esforzaros en comprender su verdadero sentido.

No consideradlos como algo particular que permanece fuera de vosotros y a lo que os habéis acostumbrado a acercaros con prudente reserva. Acoged en vosotros la Palabra divina, a fin de que cada uno sepa cómo ha de vivir y qué camino ha de seguir para llegar al reino de Dios.

¡Despertad, pues! Entablad conocimiento con las leyes impuestas en la creación. De nada os servirá la ciencia de los hombres y el poco saber adquirido por medio de la observación técnica: un saber tan precario no basta para mostrar la senda que vuestra alma ha de recorrer. Tenéis que dirigir vuestra mirada por encima de la Tierra, a fin de divisar el camino que se extiende más allá de esta vida terrenal y, al mismo tiempo, lleguéis a ser conscientes de por qué y para qué estáis en este mundo.

En la pobreza o en la riqueza, en la salud o en la enfermedad, en paz o en guerra, en la alegría o en el dolor, cualquiera que sea el estado en que os encontréis en esta vida, llegaréis a conocer las causas y los fines. Os sentiréis, entonces, más ligeros, y se apoderará de vosotros un sentimiento de gozo y de agradecimiento por las experiencias que os ha sido dado vivir. Aprenderéis a estimar el precioso valor de cada segundo y, sobre todo, a utilizarlo en provecho de vuestra ascensión hacia una existencia plena de gozo y repleta de una felicidad grande y pura.

Comoquiera que vosotros mismos estabais demasiado enredados y confusos, y dado que las advertencias de los profetas no encontraron resonancia alguna, os fue enviada la salvación mediante el mensaje divino transmitido por el Hijo de Dios. Ese mensaje os mostró el único camino que existe para poder salir del pantano que ya amenazaba ahogaros. Sirviéndose de parábolas, el Hijo de Dios trató de conduciros hasta ese camino. Los que querían creer y los buscadores las captaron con sus oídos, pero no las dejaron penetrar más profundamente. Jamás intentaron vivir en conformidad con ellas.

La religión y la vida diaria han seguido siendo, también, dos cosas separadas. Siempre las habéis llevado junto a vosotros, nunca en vosotros, como debería ser. Los efectos de las leyes de la creación fueron expuestos claramente en esas parábolas, pero, por no buscarlos dentro de ellas, siguieron siendo incomprendidas por vosotros.

Hoy, en el Mensaje del Grial, se os da una interpretación de esas leyes bajo una forma más comprensible y adaptada a los tiempos actuales. En realidad, son las mismas leyes que Cristo promulgó en aquel tiempo adaptadas, en la forma, a la mentalidad de aquella época. Indicó cómo se debía pensar, hablar y obrar para lograr la madurez espiritual y avanzar progresivamente en la creación. Más que eso no necesitaba el hombre. Ni una sola laguna hay en el mensaje de entonces.

¡El que se decida, por fin, a pensar, hablar y obrar de acuerdo con él, ése practicará la adoración a Dios en su forma más pura, pues ésta no consiste más que en la acción propiamente dicha!

Todo el que se someta voluntariamente a esas leyes, hará siempre lo que es justo. Así patentizará la veneración que siente por la Sabiduría de Dios, acatando gozosamente Su Voluntad impuesta en las leyes. Los efectos que se deriven de ellas le proporcionarán protección y le servirán de estímulo, le librarán de toda pena y le transportarán hasta las cumbres donde se halla el reino del Espíritu luminoso, allí donde la suprema Sabiduría de Dios se presenta en todo su esplendor y se convierte en una jubilosa experiencia personal para cada uno de los moradores, allí donde la Vida misma es un continuo adorar a Dios, donde cada hálito, cada sentimiento, cada acción, están impregnados de un agradecimiento pleno de alegría que se convertirá en fuente inagotable de felicidad. Ese agradecimiento nacido de la felicidad, a su vez, siembra felicidad y vuelve a producir felicidad.

Sólo cuando las leyes divinas son observadas, la Vida y las experiencias vividas constituyen una adoración a Dios. Solamente así puede haber garantía de felicidad. Así acontecerá, también, en el futuro reino milenario, en el reino de Dios en la Tierra.

* * *


Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

La fuerza secreta de la luz en la mujer 1

  La fuerza secreta de la luz en la mujer Primera parte   La mujer, ha recibido de Dios una Fuerza especial que le confiere tal delica...