21. LA ADORACIÓN A DIOS
Considerad la adoración a Dios tal como se viene realizando
hasta nuestros días. El hombre no sabe hacer otra cosa más que pedir o, más
exactamente, mendigar. Alguna vez que otra llega a formular una oración de
acción de gracias que sale verdaderamente del corazón. Pero eso no sucede más
que en circunstancias excepcionales, cuando ha recibido inesperadamente una gracia especial o ha podido salvarse de repente de un gran peligro. Lo
inesperado y repentino es siempre la causa que le impele a pronunciar una
oración de agradecimiento.
Por lo demás, ya pueden caer en su regazo las cosas más
extraordinarias e inmerecidas: nunca, o casi nunca, se le ocurrirá proceder a
dar gracias si es que todo transcurre tranquilamente dentro de la normalidad.
Si él y todos sus seres queridos han disfrutado siempre de
una buena salud y no tienen preocupaciones de orden material, muy raras veces
se sentirá impulsado a agradecerlo con una fervorosa oración.
Desgraciadamente, para que surja en él un profundo
sentimiento, el hombre precisa siempre de un impulso especial. Si todo le va bien, jamás hará esfuerzo alguno a tal
respecto. De vez en cuando le sale a flor de labios, o va a la iglesia para
murmurar una acción de gracias, pero nunca concebirá la idea de poner en ello
toda su alma, aunque no sea más que por un minuto.
Únicamente si se encuentra verdaderamente necesitado, es cuando se le viene inmediatamente a la
cabeza que existe Alguien capaz de ayudarle.
La angustia le impulsará, por fin, a balbucear una oración.
Pero, como siempre, sólo para pedir y no para adorar a
Dios.
¡Tal es el hombre
que se estima bueno y se considera
creyente! ¡Y ésos son muy pocos sobre la tierra, son excepciones dignas de
elogio!
¡Contemplad detenidamente tan lamentable cuadro! ¡Qué
impresión produce en vosotros, ¡oh hombres!, al examinarlo con atención!
¡Cuánto más deplorable le parecerá a su Dios un hombre así! Pero, por triste
que sea, la realidad es esa. Ya podéis daros vueltas y más vueltas tratando de
presentaros por vuestro mejor lado: el hecho en sí no cambiará en nada,
mientras no os esforcéis en llegar al fondo de las cosas dejando a un lado todo
disimulo. Naturalmente que, con ello, tendréis que experimentar algún mal, pues
ni los ruegos, ni siquiera el agradecimiento, tienen nada en común con la
adoración.
¡Adorar es venerar! Pero eso no lo hallaréis en ningún
rincón de la Tierra. Observad, si no, las fiestas o solemnidades celebradas en
honor de Dios, en las cuales, excepcionalmente, se prescinde de todo ruego y de
toda mendicidad. ¡Mirad los oratorios! ¡Buscad con la mirada a los cantores que
entonan sus cantos en adoración a Dios! ¡Vedlos cuando se preparan para ello,
ya sea en una sala, ya sea en la iglesia! Todos tratan de hacerse gratos a los hombres, no de hacerse gratos a Dios: El
les es indiferente, ¡precisamente El, para quien todo eso va dirigido! Prestad
atención al director: sólo busca el aplauso, todo su afán es mostrar a los
hombres de lo que él es capaz.
Pero no os detengáis ahí. ¡Contemplad los soberbios
edificios, las iglesias y las catedrales erigidos para honra de Dios… o que
debían servir para ese fin! El artista, el arquitecto, el ingeniero, todos se
esfuerzan en conseguir el elogio de las masas. Las ciudades hacen ostentación de tales monumentos…
para su propia gloria. Incluso deben servir de puntos de atracción de
forasteros, pero no para que adoren a Dios, sino para que, gracias a la
afluencia de gente, pueda entrar más dinero en la localidad. ¡Ambición de
nimiedades terrenales!: eso es lo único que se descubre adondequiera que se
mire. ¡Y todo bajo pretexto de adorar a Dios!
Cierto que aún pueden ser hallados unos cuantos hombres que
sienten una conmoción espiritual cuando se encuentran en un bosque o sobre una
elevación montañosa, y que, incluso, llegan a entrever la magnificencia del
Creador a la vista de tanta belleza como encuentran a su alrededor. No
obstante, esos sentimientos se apagan en lo más profundo de su alma. Sienten,
en efecto, cómo su espíritu se eleva, pero no para levantar un jubiloso vuelo
hacia las cumbres, sino… para entregarse realmente a la desenfrenada euforia
del placer.
No debe confundirse esto con una transportación hacia las
alturas. Sólo es comparable con el placer que experimenta un sibarita ante una
mesa bien repleta de exquisitas viandas. Ese éxtasis del alma suele ser
considerado erróneamente como una adoración a Dios, pero sigue siendo algo vacío,
no es más que una exaltación, un sentimiento del propio bienestar, nunca un agradecimiento a Dios como pretende el
que tal experimenta. Se trata de un suceso puramente terrenal. Muchos
admiradores de la naturaleza confunden también esa embriaguez con una verdadera
adoración a Dios, y se consideran superiores a los que no tienen posibilidad de
gozar de las bellezas naturales. No es más que un vulgar fariseísmo nacido de
una euforia personal, una joya de oropel desprovista de todo valor.
Cuando, un día, esos hombres tengan que hacer balance de
sus tesoros espirituales, a fin de calcular el valor que tienen para la
ascensión, hallarán dentro de sí un arca completamente vacía, pues el tesoro
que ellos creían poseer no era más que una hermosa ilusión, un espejismo,
desprovisto de una verdadera veneración ante el Creador.
La verdadera adoración a Dios nada tiene que ver con
exaltaciones ni piadosas oraciones. No se manifiesta en forma de mendicidades,
genuflexiones y súplicas, ni tampoco en la gozosa contemplación, sino solamente
en la alegría del acto propiamente
dicho, en la jubilosa aceptación de esta vida terrenal, en el disfrute de cada
instante, es decir, aprovechando todos los momentos y viviendo la Vida misma.
Pero “vivir la Vida” no significa entregarse a juegos y bailes, no quiere decir
perder el tiempo en ocupaciones nocivas tanto para el alma como para el cuerpo,
ocupaciones que el intelecto busca y necesita como compensación y para estímulo
de su actividad. “Vivir la Vida” supone elevar la mirada hacia la Luz, acatar su voluntad, esa voluntad que vivifica,
encumbra y ennoblece todo lo que
existe en la creación.
Condición indispensable es conocer exactamente las leyes
impuestas por Dios en la creación. Ellas nos muestran lo que es preciso hacer
para conservar la salud corporal y espiritual, indican el camino seguro que
conduce al reino espiritual, pero también dan a conocer los horrores que habrá
de padecer el hombre si se opone a ellas.
Como quiera que las leyes de la creación actúan de una
manera autoactiva, viviente, invariable e inmutable, con una fuerza contra la
cual los espíritus humanos son completamente impotentes, resulta natural y
lógico que la necesidad más imperiosa del hombre debiera ser el acatamiento sin
reservas de esas leyes, ya que, de todas formas, no podrá oponerse a los
efectos de las mismas.
Pero la humanidad ha llegado a un grado tal de
insuficiencia mental, que pasa por alto despreocupadamente esa clara y simple
necesidad, a pesar de ser lo primero que se halla a su alcance. Pero, como ya
es sabido, los hombres nunca han sido capaces de concebir los pensamientos más simples. Cosa extraña: los animales
se comportan más consecuentemente que el hombre. Se someten incondicionalmente
a las leyes de la creación y encuentran en ellas el medio de evolucionar, a no
ser que el hombre lo impida.
El ser humano, por su parte, pretende ser dueño y señor de
algo cuyos efectos autoactivos le mantienen siempre subyugado y seguirán
manteniéndole. En su arrogancia, se imagina dominar
los elementos, sólo porque ha conseguido utilizar minúsculos efluvios
radiactivos y se aprovecha, en escala muy reducida, de los efectos producidos
por el agua, el aire y el fuego. Pero no se da cuenta de que se trata solamente
de beneficios relativamente insignificantes y de que aún tiene que aprender y observar mucho, para llegar a conocer la naturaleza de cada uno de los elementos
o fuerzas presentes y poder sacar de ellos el mayor provecho. Tiene que
intentar adaptarse a ellos si quiere obtener éxito: él solo debe hacerlo.
No se trata, pues, de dominar o someter las leyes establecidas,
sino de acatarlas y doblegarse a ellas.
El hombre debería darse cuenta, ya, de que sólo ese acatamiento puede proporcionarle los
beneficios que busca. Debería seguir adelante con espíritu agradecido. ¡Pero
no!: se vanagloria de lo contrario y obra más neciamente, poseído de una mayor
arrogancia. Y si alguna vez, por haberse sometido y obrado de conformidad con
la Voluntad divina impuesta en la creación, consigue obtener un provecho
considerable, entonces, como si fuera un niño, pretende hacerse pasar por
vencedor: ¡el vencedor de la naturaleza!
Pero esa postura absurda es el colmo de la necedad, ya que
así pasan inadvertidas, para él, cosas verdaderamente grandes. Pues si hubiera
presentado una actitud conveniente, habría resultado verdaderamente vencedor…
vencedor sobre sí mismo, sobre su vanidad, porque, a la luz de los
conocimientos adquiridos en cada una de las conquistas logradas, aprendería a
acatar las leyes establecidas. Solamente así podrá obtener éxito.
Todos los inventores, todo lo que es verdaderamente grande,
han adaptado su voluntad y su forma de pensar a las leyes naturales en vigor.
Todo lo que se resista a ellas o pretenda, incluso, contrarrestar sus efectos, será aplastado, triturado,
aniquilado. Nada verdaderamente viable podrá surgir de ello nunca.
Esas experiencias en pequeña escala son válidas, por
extensión, para toda la existencia humana, para el hombre mismo.
El, que no sólo ha de peregrinar durante el corto tiempo
terrenal, sino que ha de recorrer toda la creación, necesita absolutamente el
conocimiento de las leyes a las que está sometida la creación entera, y no solamente aquellas que se refieren al medio
ambiente visible e inmediato a todo hombre terrenal. Si no las conoce, quedará
detenido, imposibilitado de seguir la marcha; será herido, rechazado e incluso
reducido a la nada, porque, en su ignorancia, no podrá ir al unísono con el flujo de fuerza de las leyes,
antes bien, se acomodará de manera tan desfavorable, que esas corrientes le
arrastrarán hacia abajo en lugar de llevarle hacia arriba.
No hay nada grandioso y admirable en el ridículo proceder
de un espíritu humano obstinado en negar ciegamente unos hechos que él mismo está obligado a admitir diariamente, ya
que sus efectos se manifiestan en todas partes. No debería reducirse a
emplearlos solo y exclusivamente para sus actividades y para la técnica, sino,
sobre todo, también para sí mismo y para su alma. En el transcurso de su vida y
de su actividad, siempre hallará
ocasión de comprobar el carácter inmutable y la regularidad absoluta de todos
los efectos fundamentales, si no sigue durmiendo o no mantiene cerrados los
ojos a la realidad, por indiferencia o, tal vez, por malevolencia.
En toda la creación no existe, a tal respecto, una sola
excepción; ni siquiera para el alma humana. Tiene
que doblegarse ante las leyes de la creación si desea que sus efectos
fomenten su evolución. Pero el hombre, hasta ahora, ha pasado por alto esta
simple evidencia, de la manera más completa e indiferente.
Precisamente por ser tan simple, habría de resultar, para
el hombre, la cosa más difícil de comprender. Con el tiempo, esa dificultad ha
resultado imposible de ser superada por él. Se halla, pues, al borde de la
ruina y del desmoronamiento espiritual, que habrá de reducir a escombros todo
lo que él ha edificado.
Sólo una cosa puede salvarle: el conocimiento total de las
leyes de Dios en la creación. Eso es lo único capaz de hacerle progresar en su
ascensión: a él y a todo lo que edifique en el futuro.
No digáis que, como espíritus humanos que sois, no os
resulta nada fácil reconocer las leyes de la creación, que es difícil
distinguir la Verdad de los sofismas. ¡Eso no es cierto! Quien tal afirma no
pretende otra cosa que disimular de nuevo la indolencia interior, no quiere
reconocer la indiferencia de su alma, o sólo busca disculparse ante sí mismo
para su propia tranquilidad.
Pero no le servirá de nada: a partir de ahora, todos los
indiferentes y negligentes serán condenados. Únicamente aquel que haga acopio
de todas sus energías para dedicarlas por
entero al logro de lo más necesario para su alma tendrá aún oportunidad de
salvarse. Toda mediocridad es poco menos que nada. Una vacilación, un demora… y
el fracaso será rotundo. Por haber esperado hasta el momento crítico, la
humanidad ya no dispone de tiempo.
Naturalmente que, ahora, ello resultará una tarea mucho más
difícil, una tarea que no será facilitada en modo alguno, ya que, por haber
vivido en la indolencia más despreocupada, la humanidad ha perdido hasta la
facultad de creer siquiera en la profunda gravedad de una última y necesaria resolución. Ese
es, precisamente, el punto más débil, y ello será la causa de la infalible
perdición de muchos.
Durante miles y miles de años, se ha intentado por todos
los medios daros a conocer la Voluntad de Dios o, lo que es lo mismo, la
legislación por la que se rige la creación. Esos conocimientos han sido, por lo
menos, suficientes para poder emprender la ascensión hacia las alturas
luminosas de donde procedéis, suficientes para encontrar el camino de regreso.
Ese saber no os fue dado por las ciencias terrenales, ni tampoco por las
iglesias, sino por los siervos de Dios, por los profetas de antaño y,
últimamente, por el propio mensaje del Hijo de Dios.
A pesar de la simplicidad de ese mensaje, no habéis hecho
más que discutir sobre él hasta
nuestros días; nunca os habéis molestado seriamente en tratar de comprender su
significado y, mucho menos, de vivir de acuerdo con él. Según vuestra indolente
opinión, eso era pedir demasiado, aun tratándose de vuestra única posibilidad
de salvación. Queréis salvaros sin poner absolutamente nada de vuestra parte.
Si reflexionáis, tendréis que reconocer tan triste realidad.
Para comodidad vuestra, habéis hecho de cada mensaje de
Dios una religión. ¡Y eso fue un error! Pues
la religión fue erigida sobre un pedestal especial apartado de vuestras
ocupaciones diarias. Y esa fue la mayor falta que pudisteis hacer; pues, con
ello, también la Voluntad de Dios quedó apartada de la vida cotidiana o, lo que
es igual, vosotros os apartasteis de
la Voluntad divina, en lugar de uniros a ella poniéndola en el centro de
vuestra vida y de vuestras actividades diarias, llegando a ser uno con ella.
Debéis acoger todo mensaje de Dios como algo completamente natural y práctico; vuestro trabajo,
vuestros pensamientos, toda vuestra vida, deben quedar impregnados de él. Que
no se convierta, como ha sucedido ahora, en una cosa aparte, a la cual visitáis
en las horas de ocio, durante breves instantes, cuando sentís necesidad de
hacer un acto de contrición, de dar gracias o de solazaros. No es así como
podrá llegar a ser algo natural en vosotros, algo tan personal como el hambre y
el sueño.
¡Entended de una vez!: tenéis que vivir según esa Voluntad divina, a fin de poder orientaros en todos
los caminos que os proporcionan el bien. Los mensajes divinos son valiosas
indicaciones necesarias para
vosotros. Si no las conocéis ni las seguís, ¡estáis perdidos!. Por eso, no
deben ser puestas en una vitrina para ir a contemplarlas los domingos, con un
sentimiento místico, como si se tratara de algo sagrado, o para ir a refugiaros
allí en los momentos de necesidad o angustia, a fin de vigorizaros.
¡Insensatos! ¡El mensaje no es para ser venerado, sino para ser utilizado provechosamente! Echad mano de él, no sólo cuando os vestís
de fiesta, sino cuando estáis entregados a la ruda labor cotidiana, que nunca
deshonra ni denigra, que sirve de honra para
todos. La joya brilla más refulgentemente y más límpida en la callosa mano, sucia
de tierra y de sudor, que en los bien cuidados dedos de un ocioso petimetre que
pasa toda su vida en la contemplación.
Todos los mensajes divinos han sido dados como una
participación, es decir, deben llegar a
ser una parte de vosotros mismos. También tenéis que esforzaros en
comprender su verdadero sentido.
No consideradlos como algo particular que permanece fuera
de vosotros y a lo que os habéis acostumbrado a acercaros con prudente reserva.
Acoged en vosotros la Palabra divina,
a fin de que cada uno sepa cómo ha de
vivir y qué camino ha de seguir para llegar al reino de Dios.
¡Despertad, pues! Entablad conocimiento con las leyes
impuestas en la creación. De nada os servirá la ciencia de los hombres y el
poco saber adquirido por medio de la observación técnica: un saber tan precario
no basta para mostrar la senda que vuestra alma ha de recorrer. Tenéis que dirigir vuestra mirada por encima de la Tierra, a fin de
divisar el camino que se extiende más allá de esta vida terrenal y, al mismo
tiempo, lleguéis a ser conscientes de por qué y para qué estáis en este mundo.
En la pobreza o en la
riqueza, en la salud o en la enfermedad, en paz o en guerra, en la alegría o en
el dolor, cualquiera que sea el estado en que os encontréis en esta vida, llegaréis a conocer las
causas y los fines. Os sentiréis, entonces, más ligeros, y se apoderará de
vosotros un sentimiento de gozo y de agradecimiento por las experiencias que os
ha sido dado vivir. Aprenderéis a estimar el precioso valor de cada segundo y,
sobre todo, a utilizarlo en provecho de vuestra ascensión hacia una existencia
plena de gozo y repleta de una felicidad grande y pura.
Comoquiera que vosotros mismos estabais demasiado enredados
y confusos, y dado que las advertencias de los profetas no encontraron
resonancia alguna, os fue enviada la salvación mediante el mensaje divino
transmitido por el Hijo de Dios. Ese mensaje os mostró el único camino que
existe para poder salir del pantano que ya amenazaba ahogaros. Sirviéndose de
parábolas, el Hijo de Dios trató de conduciros hasta ese camino. Los que
querían creer y los buscadores las captaron con sus oídos, pero no las dejaron penetrar más profundamente. Jamás
intentaron vivir en conformidad con ellas.
La religión y la vida diaria han seguido siendo, también,
dos cosas separadas. Siempre las habéis llevado junto a vosotros, nunca en
vosotros, como debería ser. Los efectos de las leyes de la creación fueron
expuestos claramente en esas parábolas, pero, por no buscarlos dentro de ellas,
siguieron siendo incomprendidas por vosotros.
Hoy, en el Mensaje del Grial, se os da una interpretación
de esas leyes bajo una forma más comprensible y adaptada a los tiempos
actuales. En realidad, son las mismas leyes que Cristo promulgó en aquel tiempo
adaptadas, en la forma, a la mentalidad de aquella
época. Indicó cómo se debía pensar, hablar y obrar para lograr la madurez
espiritual y avanzar progresivamente en la creación. Más que eso no necesitaba
el hombre. Ni una sola laguna hay en el mensaje de entonces.
¡El que se decida, por fin, a
pensar, hablar y obrar de acuerdo con él, ése
practicará la adoración a Dios en su forma más pura, pues ésta no consiste más
que en la acción propiamente dicha!
Todo el que se someta voluntariamente a esas leyes, hará
siempre lo que es justo. Así patentizará
la veneración que siente por la Sabiduría de Dios, acatando gozosamente Su
Voluntad impuesta en las leyes. Los efectos que se deriven de ellas le
proporcionarán protección y le servirán de estímulo, le librarán de toda pena y
le transportarán hasta las cumbres donde se halla el reino del Espíritu
luminoso, allí donde la suprema Sabiduría de Dios se presenta en todo su
esplendor y se convierte en una jubilosa experiencia personal para cada uno de
los moradores, allí donde la Vida misma es un continuo adorar a Dios, donde
cada hálito, cada sentimiento, cada acción, están impregnados de un
agradecimiento pleno de alegría que se convertirá en fuente inagotable de
felicidad. Ese agradecimiento nacido de la felicidad, a su vez, siembra
felicidad y vuelve a producir felicidad.
Sólo cuando las leyes divinas son observadas, la Vida y las
experiencias vividas constituyen una adoración a Dios. Solamente así puede
haber garantía de felicidad. Así acontecerá, también, en el futuro reino
milenario, en el reino de Dios en la Tierra.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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