Las
imágenes desaparecen,
pero
queda la luz. Otras voces
se
dejan escuchar, y ante la mirada
cobran
forma nuevos colores:
LA SEGUNDA GRACIA DE LA LUZ
Texto recibido de las alturas luminosas en la comitiva de Abd-Ru-Shin, gracias al don particular de una persona llamada a tal efecto.
Sobre el litoral de Troya se extendía el azul índigo de la bóveda celeste, y bien lejos allá en el horizonte se veía una blanca nubecilla que, cual pluma de ave, surcaba el cielo en un flotar despreocupado y soñador, como si se dejara llevar por una sensación de infinito bienestar.
En los escollos y arrecifes
que constituían la primera línea de defensa de la costa ante los embates de las
olas, estas batían sin cesar en acompasado ritmo. Una que otra vez la crin de
estos corceles del mar lograba salvar semejantes obstáculos y acababa
deshaciéndose en blanca espuma, dejando medusas y conchas tras sí.
El murmurar de las olas y el
salpicar de la espuma constituían el tono concomitante de una melodía que,
preñada de júbilo, primaba sobre todo sonido circundante. Sentada en un
arrecife se veía a una niñita de unos cuatro años entonar una canción. Tonos de
júbilo exultante se elevaban al cielo, tonos que salían de lo más hondo del
alma de la pequeña. Se notaba que lo cantado por esta niña no era algo
aprendido, no era algo entonado para complacer o deleitar a alguien. La pequeña
simplemente cantaba lo que le venía a la mente, revestía en tonos lo que se
agitaba en el interior de su cabecita, dado que ello se le hacía la manera más
natural de expresarse.
«Nubecilla allá en lo alto»,
cantaba, «¡cuán blanca y suave eres! ¿Qué ves al observarnos desde allá arriba?
Ven y llévame contigo. A Casandra también le gustaría volar por allá arriba y
ver toda Troya desde lo alto».
El cantar se vio interrumpido
abruptamente por diáfanas carcajadas. La pequeña se doblaba de la risa.
«¡Sí que debe ser divertido el
poder mirar a Madre desde allá arriba!», exclamó con entusiasmo. «Segura puedes
estar de que haría que lloviera un poco. Ahí Madre alzaría la vista, pero no
podría verme, y no podría decir: “¡Casandra, ya está bueno!”».
Y de nuevo se volvió a
escuchar la risa traviesa de la niñita.
¡Oh, qué pena! Tan bruscos
habían sido sus movimientos que una de sus blancas sandalias había caído al
agua. La pequeña se había quitado con cuidado el calzado antes de meterse en el
agua, que en esa parte era poca profunda, para tratar de llegar a su lugar
predilecto. Presurosa, la niña saltó al agua desde su asiento, y fue tal la
salpicadura que su vestido quedó empapado del salado líquido.
«¡Ay, mi vestido blanco!»,
exclamó horrorizada, pero enseguida se consoló a sí misma: «El sol lo seca
todo. ¡Sol, querido sol!», dijo lisonjeramente, «¡manda tus rayos para que le
ahorres un regaño a Casandra!».
La sandalia apareció y
Casandra la puso con cuidado sobre el arrecife, junto a la otra. El blanco
vestido de suave tela lo estiró a todo lo ancho, y, vistiendo solo su prenda
interior, se dio entonces a chapotear en el agua, que, retozona, lamía sus pies
descalzos. Sumida ahora en su nueva ocupación, el buscar conchas y caracoles,
la niña se había olvidado completamente del mundo.
Casandra era una niña de lo
más encantadora, con torneados miembros de una proporción armoniosa que raras
veces se veía. Su piel era nívea y límpida, y sus ojos azul grisáceos eran
grandes, brillosos y dados a denotar asombro. Su fina naricilla le daba a la
pequeña un perfil emprendedor y le confería a su rostro un aire inquisitivo.
Encajando a la perfección con estos rasgos estaba la boca, que, bien pequeña y
bellamente formada, siempre se encontraba en movimiento, incluso cuando la niña
no estaba cantando ni hablando. Era como si tuviera que dar énfasis a los
pensamientos que se agitaban en la cabecita de la pequeña.
La tupida cabellera color
castaño dorado estaba sujeta por una cinta plateada anudada en un gran lazo
detrás de la oreja. ¡Ay, esa cinta que siempre tenía que estar en su lugar!;
unos cuantos regaños que ya le había traído a la niña. A la madre no le gustaba
que sus hijas anduvieran vestidas de manera descuidada.
Casandra había juntado una
buena cantidad de conchas rosadas y parduzcas y con especial ahínco había
estado buscando un tipo de concha blanca de peculiares dibujos que le gustaba
mucho. Y resulta que había acabado encontrando dos de esta especie de conchas.
De nuevo se puso la pequeña a
entonar una melodía con voz diáfana y cantarina. La tonada era una expresión de
la alegría sentida por su hallazgo, así como por el agua que mojaba sus pies y
el sol que brillaba sobre su cabeza, era un canto de alegría por su joven
existencia en general.
Su canción, empero, delató
dónde se encontraba. Provenientes de la costa, se oían repetidos llamados que
se iban acercando y se escuchaban cada vez más alto. De repente, dejaron de
oírse; esto les permitió a las dueñas de las voces escuchar la tonada de
Casandra.
«¡Qué lindo canta!», dijo la
más joven de las dos muchachas, las cuales, caminando lado a lado, se iban
acercando a los arrecifes. Ambas tenían la misma estatura, pero en cuanto a la
edad, la diferencia era grande. La más joven, que apenas había dejado atrás la
etapa de la niñez, estaba vestida como Casandra y, como esta, llevaba los
cabellos castaño dorados únicamente sujetos por una cinta plateada, cayéndole
aquellos libremente sobre las sienes y la frente. Ahora, la forma del rostro y
sus facciones eran más toscas que en el caso de la pequeña. Asimismo, su cara
tenía un aire de disgusto que parecía muy propio de ella, y esto pese a la
sonrisa que justo en ese momento se dibujaba en su rostro.
«No me negarás, Dinia», dijo,
dirigiéndose a su acompañante, «que no hay ni una de nosotras que la aventaje
en el canto».
Contenta por lo oído, Dinia le
respondió a su interlocutora:
«Si tan solo te dieras cuenta,
Creúsa, del tesoro que vuestra hermanita, nacida en el último momento, es para
todos nosotros».
«Dinia, yo no logro ver qué es
lo que la hace tan preciada», repuso Creúsa casi con exasperación. «Date cuenta
que somos diecinueve los hermanos que tenemos a Hécuba como madre. Y estoy
segura de que Madre misma tampoco estuvo muy contenta cuando la vivaracha
criatura dijo “aquí estoy yo”». Desde que Casandra llegó a la edad que la hace
muy grande para seguir bajo los cuidados de la nodriza, entre nosotros, sus
hermanos, siempre hay alguna discusión por causa de ella».
Con la punta de su sandalia,
Creúsa le pegó una patada a una piedra delante de ella, y sus movimientos
mostraron a las claras el disgusto que le había embargado el ánimo.
Dinia no dijo nada. No era
apropiado que ella, la sirvienta, contradijera a la hija del príncipe. No
obstante, una que otra vez se atrevía a contestar, dado que no soportaba que
alguno de los hermanos menospreciara a su querida Casandra.
Polidoro, el menor de los
hijos varones, era el niño consentido de la madre, era su adoración. Hécuba le
tenía tal apego que a menudo olvidaba que había otros dieciocho hijos con
derecho a su amor y sus atenciones.
A las hijas menores, y sobre
todo a Casandra, las había puesto bajo el cuidado de Dinia, que se había criado
en la corte del príncipe. El padre de esta, un troyano de noble cuna, había
perdido la vida combatiendo por su señor, mientras que la madre había muerto en
el parto. Como quiera que a la pequeña huérfana no le quedaba ningún familiar,
Príamo le había dado acogida en su hogar, donde ahora ocupaba la posición de
sirvienta de confianza. Creúsa y su hermana Laódice le hacían sentir de vez en cuando
la gran distancia que había entre ellas, mientras que Práxedes y Casandra le
retribuían con apego su amor y sus cuidados.
El canto de júbilo de Casandra
ya no se oía, pero sí se veía la figura de la pequeña, que, ligera de ropas
como andaba, acababa de subir al arrecife poniendo mucho cuidado y, tras llenar
las sandalias de las conchas y caracoles que llevaba, se dirigía a la orilla
vadeando con trabajo el trecho que la separaba de aquella y sosteniendo en la
mano sus improvisados contenedores y su vestido blanco, ya seco.
A Dinia le costó contener la
risa. La reacción de Creúsa, en cambio, fue otra. La niña aún no había llegado
hasta ellos y ya aquella la estaba regañando y reprendiendo. La pequeña bajó la
cabeza y su mirada, sonriente hasta hacía tan solo un instante, se ensombreció.
¿Acaso era tan malo lo que
había hecho? A fin de cuentas, nadie la había visto. Lo único que quería era
cuidar de sus conchas para que no se le perdieran y tratar de secarlas. Desde
luego que, si la madre se enteraba, la castigarían, y Creúsa se iba asegurar de
que la madre tuviera conocimiento de ello. La pequeña no dijo nada de todos
estos pensamientos que, como un relámpago, le habían pasado por la mente, sino
que se dirigió a Dinia y con voz lisonjera le dijo:
«Dinia, siento el haber echado
las conchas en las sandalias. Ahora eso te va a dar trabajo».
Con ello ya se le había pasado
el remordimiento y, echando hacia atrás en gesto pícaro su cabecita rizada a
fin de poder mirar a Dinia a los ojos, agregó:
«Pero ¿cómo iba a llevar a
casa si no mis lindos caracoles?».
«¡Mira, Dinia, mira lo bonitos
que son!».
Entretanto, Dinia había metido
las preciosidades en un paño al que entonces le hizo un nudo, y ahora estaba
desabrochando las sandalias de la niña.
«Debes vestirte, Casandra. Tu
madre no debe verte así. Se ha hecho tarde; no lográbamos encontrarte».
La pequeña se apresuró a
vestirse y calzar sus pies al tiempo que charlaba animadamente:
«Pero si siempre es aquí donde
estoy, si es que no estoy en el establo o en el jardín. A veces también voy al
campo o ...».
«O te subes a la torre, como
hiciste hace poco», la interrumpió Creúsa, medio divertida. «Me gustaría saber
qué buscabas allá arriba. A ninguno de nosotros se nos había ocurrido jamás
emprender ese ascenso tan difícil que supone el subir todos esos escalones.
¿Pudiste acaso mirar por encima del parapeto?».
«¿Parada sobre mis pies nada
más?», preguntó Casandra por su parte. «¡Qué va! El parapeto me queda más
arriba de la cabeza. Lo que hice fue treparme a él, lo cual fue bien fácil. Ahí
me senté en el borde, que es bien ancho. ¡Qué vista se podía disfrutar desde
ahí! Me gustaría poder siempre mirarlo todo desde bien alto. Si pudiera volar
en las nubes y ...».
Una vez más la pequeña se vio
interrumpida, esta vez por Dinia, que se había quedado pálida ante las palabras
de la niña.
«¡No me querrás decir,
Casandra, que te has sentado allá arriba en el parapeto de la torre!».
«¡Sí, eso mismo es lo que te
estoy diciendo!», dijo exultante la pequeña. «¡Y qué bonito fue! Primero me
puse a mirar la ciudad. Después quise comprobar si se podía ver el mar. Así que
me puse de pie y le di la vuelta a la torre. El parapeto es ancho, Dinia»,
añadió para tranquilizar a esta última al darse cuenta de la impresión que
causaban sus palabras en la fiel mujer. «En estos días voy a subir de nuevo».
«De eso te puedes ir olvidando
ya», dijo Creúsa, alterada, mas no tuvo chance de soltarle a la pequeña las
palabras a manera de castigo que ya pendían de sus labios, pues en ese momento
llegaron al lomo de pequeños caballos jadeantes, provenientes de la ciudad,
Polidoro y su hermano mayor, Deífobo.
«¿Quieres montar a caballo
conmigo, Casandra?», le dijo este último con voz amable, y sin esperar por la
respuesta de la encargada del cuidado de la pequeña, alzó a esta, que ya se
revolvía de las ganas de acompañar al hermano, y la puso frente a sí en la
montura. Acto seguido, los caballitos arrancaron en raudo galope.
Casandra medio que se dio la
vuelta para mirar al hermano y le dijo:
«¡Qué bueno eres, Deífobo!
Creúsa estaba a punto de ponerse a regañarme cuando llegaste tú para sacarme de
allí». Llevada por la sensación de seguridad, la pequeña se acurrucó contra su
protector.
Este quería saber qué fechoría
le había valido a Casandra tal reprimenda. Al oír cuán temeraria la chicuela
había sido, el muchacho quedó espantado y, con palabras severas y amorosas al
mismo tiempo, trató de hacerle entender a la niña lo muy a la ligera que había
actuado; movida por el arrepentimiento, la pequeña prometió no volver a repetir
el peligroso ejercicio.
«Cuando quieras volver a
disfrutar del panorama desde allá arriba, avísame», le dijo con bondad Deífobo.
«Así, los dos subimos la torre, pues sobre mis hombros, puedes mirar más lejos
que subida en el parapeto».
Imbuido de sentido amor,
Deífobo sentía gran apego por la hermanita, que había llegado a su vida como un
rayo de sol. El muchacho siempre estaba pensando en algo que le alegrara el
corazón a la pequeña, en algo que le permitiera a él oír su voz clamar de
júbilo. En este empeño se sentía uno con el padre, a quien admiraba con pasión.
Consciente estaba de que Príamo sentía preferencia por Héctor, su hijo mayor y
tan parecido a él, y que se llenaba de orgullo por el deiforme Paris. Tanto
mayor era su alegría cuando la mirada del padre se posaba sobre él con
aprobación en alguna de las tantas ocasiones en que Deífobo, de alguna manera,
hacía feliz a la hermana o salía en su defensa.
Tras una corta cabalgadura,
llegaron los jinetes a la ciudad y Casandra fue entregada a las sirvientas. En
eso, la niña divisó a su padre en el otro lado del patio. Enfrascado en una
seria conversación, Príamo caminaba junto a uno de sus hombres de confianza, la
mirada clavada en el suelo; el monarca estaba completamente sumido en sus
pensamientos.
En eso, un bólido cruzó el
patio. Exultante de júbilo, la pequeña se abrazó a las rodillas del padre; más
alto no alcanzaba. El rostro serio del hombre asumió una expresión que dejaba
entrever la más sentida felicidad e, inclinándose, el monarca alzó a la pequeña
y la colocó sobre sus hombros, donde la niña enseguida se puso a hacer una
trenza de la crin de caballo que guarnecía el casco. Era tal la destreza y el
sigilo con que trabajaban sus pequeños dedos que el padre, que, entretanto,
había reanudado su conversación, ni se percató de lo que la chicuela estaba
haciendo.
En eso, llegaron a toda prisa
las sirvientas, y Casandra fue puesta bajo su cuidado. No fue con gusto que
aceptó la niña el que la bajaran de su elevado asiento. Pero al divisar a la
madre asomada a una de las ventanas, y Creúsa a su lado, pensó que lo más
importante era salir de allí cuanto antes.
Con todo lo niña que aún era,
ya Casandra percibía con claridad que la relación con su madre era diferente a
la que esta tenía con el resto de sus hermanos y hermanas. Los hermanos y
hermanas que ya habían dejado atrás la adolescencia ya no vivían en el castillo
paterno, de modo que Casandra los veía solo en raras ocasiones. De ahí que no
le fuera posible inferir nada de la relación de ellos con la madre. Pero ella
miraba a los otros.
En una ocasión le había
preguntado a Práxedes al respecto; la hermana, siendo doce años mayor que ella,
podría juzgar mejor. Esa pregunta, «¿Por qué es que mamá no me quiere?», había
calado bien hondo en el corazón de la amorosa hermana.
¿Qué podía ella decirle a la
niña? A fin de cuentas, ella misma se daba cuenta del tesoro que la vida le
había dado a la madre con esta niña alegre y pura y percibía con creciente
disgusto cómo aquella echaba a un lado a esa misma niña como si no le
importara, percibía como la mujer no lograba leer en el corazón de la pequeña.
A fin de ganar tiempo, le respondió:
«Madre no se siente particularmente
apegada a los niños pequeños, Casandra; cuando seas mayor, podrás ser su
amiga».
«Eso estaría bien», dijo la
niña con seriedad. «¿Cuándo sería eso?».
De repente, los pensamientos
de la pequeña tomaron otra dirección y su próxima pregunta fue:
«¿Acaso los hijos varones son
diferentes a las chicas?».
Práxedes no logró entender lo
que en realidad Casandra le quería decir con esa interrogante.
«No entiendo lo que me quieres
decir. ¡Desde luego que son diferentes!».
«Lo que quiero decir es que
Madre quiere muchísimo a Polidoro; eso es algo que se ve a las claras. Y él es
el más pequeño de todos nosotros. Después vengo yo».
Poco faltó para que Práxedes
tuviera la indiscreción de responderle:
«De eso precisamente se trata.
Él fue el más pequeño por tanto tiempo. Hasta que viniste tú y tomaste su
lugar».
Pero se contuvo a tiempo al
percatarse de que con semejantes palabras dejaría su primera respuesta sin
efecto. Así, se valió del último recurso de los adultos:
«Eso es algo que todavía no
puedes entender, Casandra. Así te lo explicara, no lograrías comprenderlo».
Ante esta respuesta, Casandra
no dijo nada más, pero los pensamientos no dejaron de darle vueltas en su
cabecita. Como es típico de la despreocupada manera de ser de los niños, por
momentos olvidaba sus preocupaciones, pero la más mínima cosa despertaba estas
inquietudes suyas y, con pasmosa tenacidad, retomaba entonces la niña el hilo
justo donde se había quedado la última vez.
Casandra dividía a sus
hermanos en dos grupos: uno formado por aquellos que claramente disfrutaban del
amor de la madre: Polidoro, Paris, Héctor, Laódice, Creúsa y, probablemente,
algunos más de los hermanos y hermanas ya grandes.
Los que formaban parte del
segundo grupo, como, sobre todo, Práxedes y Deífobo, jamás eran llamados por la
madre cuando esta salía de excursión. Asimismo, Hécuba jamás les mandaba a
hacer alguna ropa bien bonita destinada a ocasiones especiales. ¿A qué se debía
todo eso? Padre era bueno por igual con todos sus hijos. Es verdad que era
estricto, pero incluso Casandra ya era capaz de darse cuenta de por qué tenía
que ser así. Su severidad tenía un efecto bienhechor, mientras que los regaños
de la madre, muchas veces, se les hacían absurdos a los hijos y denotaban
cierta alteración.
Un
día Hécuba mandó a ahogar el perrito amarillo de Casandra porque le había
lanzado un mordisco a Polidoro, que lo estaba molestando. La niña se había
arrojado a los brazos de Dinia deshecha en llanto.
«Roxor no había hecho nada
malo», atinó a decir la chicuela entre sollozos. «Y yo lo quería».
Dinia le pasaba la mano por
los tupidos cabellos y trataba de hacerle pensar en otra cosa, pero no lo
conseguía. Casandra estaba empeñada en saber por qué la madre hacía esas cosas.
«¿Acaso hubiera mandado a
matar a Roxor si el perro hubiera sido de Polidoro?», preguntó.
«¡Por supuesto!», fue la
respuesta de Dinia, que convencida estaba de que, de ser así, tal cosa no
hubiera sucedido. «Vamos a pedirle al rey que te consiga otro perrito. De
hecho, he visto uno blanco y negro que es una monada. ¿Quieres que te lo
traiga?»
Casandra, empero, meneó la
cabecita en negación.
«Deja al perro tranquilo donde
está; así nadie le va a hacer nada». En la voz de la niña se escuchaba un
ligero resentimiento.
Al pequeño corazón, el luto
por Roxor le duró un buen tiempo. Hasta el severo padre se percató de la ligera
melancolía que enturbiaba la jovialidad de su hija menor tan pronto alguna cosa
le recordaba al perdido compañero de juegos. Así, el monarca habló con Dinia y
le encargó que consiguiera un sustituto.
Dinia tuvo sus objeciones, mas
Príamo repuso: «Espera y verás cuando tenga su nuevo perrito, que ahí ya va a
perder el temor de que al animalito le suceda algo».
«Me parece que el príncipe
subestima lo profundo de los sentimientos de Casandra», se atrevió a replicar
Dinia. «Esa niña que parece ser pura alegría guarda bajo esa jovialidad mucho
más de lo que uno puede encontrar en otros niños».
Cuánto no le hubiera gustado a
la fiel mujer decir todavía más, pero ¿no equivaldría ello a estar levantando
acusaciones contra la princesa? ¿Estaría bien de parte de ella, una sirvienta,
el hacer algo así? Así, la mujer calló, pero el príncipe se dio cuenta de cómo
aquella se controlaba, y ello le dijo más que lo que podrían haber hecho un
montón de palabras. Príamo decidió estar más pendiente de la pequeña.
Por lo pronto, empero, decidió
que Dinia no consiguiera ningún animalito pequeño para que le sirviera de
compañero de juegos a la muchachita, que casi siempre se la pasaba andando sola
por ahí.
Casandra apenas jugaba con
otros niños. En la corte de Príamo eran pocos los niños contemporáneos con ella
que pudieran parecer apropiados para mantener trato con la hija del rey. En las
ocasiones en que se juntaba con otros niños, Casandra era capaz de retozar como
el que más y era la más animada del grupo. Pero después de acabado el juego,
lamentaba:
«Dinia, ¿para qué formamos
tanto alboroto?».
«Es que estabais contentos,
Casandra», decía la sirvienta como si se tratara de algo lógico.
«¿De verdad lo crees así?»,
preguntó en una ocasión la niña en un tono que denotaba sus dudas. «Yo me reí
porque los otros lo hacían. Pero no es que estuviéramos alegres. Qué cosa:
hubiera podido mejor haberme ido a la laguna».
Dinia
había escogido un cabrito como compañero de juego de su protegida; la mujer
había olvidado por completo que el animalito estaría así de pequeño y bonito
solo por un corto tiempo. Con gran alegría recibió Casandra a su nuevo
compinche, que no tardó en apegarse sobremanera a la niñita. Daba gracia verlos
jugar juntos. Polidoro llegó a decir con malicia:
«Ahora sí que Casandra ha
encontrado el amiguito perfecto: ¡los dos son igual de intratables!».
Los demás hermanos, empero, lo
reprendieron por su malicioso comentario. A aquellos se les hacía divertido ver
a los dos amigos subir juntos los peñascos de la costa, correr por campos y
praderas y, cuando el cabrito estaba ya un poco más grande, hasta pelear el uno
contra el otro.
Una vez más fue la madre de
Casandra quien le puso fin a estos juegos. A la soberana se le hacía
insoportable el saber en las inmediaciones del palacio al animal, que despedía
el olor propio de su especie. En secreto, mandó a que se lo llevaran, y una vez
más la pequeña Casandra se vio sumida en una nueva aflicción sin saber por qué algo
así tenía que pasar. Hécuba trató de explicarle a la niña la razón de sus
medidas.
«¿Acaso no te llegaste a dar
cuenta de cómo apestaba?», le preguntó a la pequeña.
Esta lo reconoció sin más,
pero enseguida añadió:
«Le podríamos haber dado un
baño todos los días. Cuando hace poco te pusiste a decir que Astares despedía
un olor espantoso, me lo llevé a la costa y, después de darle un baño, le eché
perfume por todas partes. ¡Qué bien olía, casi tan bien como tú cuando te pones
tus mejores ropas!».
Esto último la niña lo dijo
sin malicia alguna, pero la madre se enojó grandemente.
«¡Conque fuiste tú quien cogió
el frasquito de costoso nardo que hace poco me había llegado de tierras
lejanas! Y yo que creía que habían sido las sirvientas».
«¡Oh, qué pena! ¡¿Acaso las
has castigado?!», exclamó la niña con el ánimo sumamente compungido. «Ahora
mismo voy a verlas para decirles que fui yo y que lo lamento muchísimo».
«¡No, deja eso! No está de más
que por una vez reciban una reprimenda sin haberla merecido. Muchas son las
veces que, habiendo hecho algo, no reciben castigo alguno. De modo que una cosa
compensa la otra. Lo que no puedo creer es que me hayas cogido algo tan valioso
para echárselo a ese cabro apestoso. Ahora estoy doblemente feliz de haberte
privado de la posibilidad de repetir semejante crimen».
La niña no dijo nada, pero en
su interior bullía una tormenta de sentimientos. Era demasiado lo que tenía que
asimilar. Dinia se ocupó con amor de la tan perturbada Casandra. La fiel mujer
le demostró que uno no debe tomar lo que no le pertenece y le hizo ver que
todavía era demasiado pequeña como para entender el alcance de sus acciones.
De excelente ejemplo a fin de
sustentar sus argumentos le sirvió la reacción que la madre de la niña había
tenido hacia las criadas. Producto del remordimiento que sintió debido al
referido hecho, Casandra aprendió a sopesar siempre sus acciones a fin de ver
qué consecuencias aquellas podían traerles a los demás.
Tras
este fracaso, Príamo y Dinia desistieron en sus intentos de encontrarle un
animalito a la niña. Pero un día la propia Casandra trajo a casa un nuevo
compañero de juegos: un perrito lanudo y pardoamarillento, de hocico puntiagudo
y de ojos alertas que emitían un verde chispear cuando el animalito era
irritado.
«Pero ¡si es un chacal!»,
exclamaron los hermanos mayores, y Deífobo expresó serias reservas en cuanto a
la seguridad de la niña una vez que su compañero de juegos creciera un poco.
Al preguntársele a la pequeña
donde había encontrado al animal, aquella dijo:
«No lo encontré. Simplemente,
estaba ahí».
Al padre, empero, la niña, al
ser preguntada al respecto por aquel, le dio más detalles sobre su vivencia.
«Estaba yo sola..., y me
sentía abandonada», dijo con confianza. «Echaba de menos a Antares y a Roxor.
Ardía en deseos de tener un animal, pero un animal que no me pudieran quitar;
debía ser un animal fuerte, que pudiera defenderse».
«¿Y a quién le confiaste tu
deseo?», quiso saber el padre.
«A nadie», le aseguró la niña.
«No hice sino expresarlo con una canción, como siempre he hecho. Cuando lo hago
así, después tengo la impresión de que el deseo me ha sido concedido. Y así fue
esta vez también», concluyó Casandra, a la vez que soltaba un suspiro de
alivio.
«¿Qué pasó cuando terminaste
de cantar?», indagó el padre.
«No sabría decir. Estaba aún
cantando cuando se me apareció, proveniente de los arrecifes, una bellísima
mujer que me dijo: “Vete a casa, Casandra. Por el camino se te va a unir un
perro amarillo. Pese a su corta edad, se trata de un animal probado y de gran
fidelidad,. Es un regalo mío”. La mujer desapareció, y yo salí corriendo. De
repente, se me apareció Astor en el camino. ¡Qué contenta me puse!».
«Yo también me alegro de que
tengas de nuevo un compañerito, Casandra», dijo el padre bondadosamente.
Mas adelante, empero, el
monarca habló con Hécuba y los hijos y les pidió que le dejaran el perro a la
pequeña.
«Estoy seguro de que la
mismísima Artemisa se lo ha traído», dijo para sustentar su petición.
Astor y Casandra se volvieron
inseparables. El perro era la mejor protección con que la niña podía contar en
sus andanzas. Todos se sentían tranquilos de saber que el perro estaba con la
pequeña.
«¿Dónde
está Casandra?», preguntó un día Hécuba, bastante alterada. La monarca tenía
una marcada tendencia a caer en semejante estado, ocasiones estas en las que
las sirvientas trataban de cruzarse con ella lo menos posible. En días así, las
mujeres trataban, asimismo, de proteger a la pequeña evitando el revelar su
paradero. Pero esta vez no estaban mintiendo al asegurarle a la soberana no
haber visto a la niña por ninguna parte.
Contrariada, abandonó la
princesa la habitación en la que trabajaban las sirvientas que habían sido
objeto de sus preguntas. Entre estas se encontraba Dinia, que quedó sumamente
preocupada.
«¿Sabéis si Astor anda con
ella?», preguntó con zozobra Dinia. Las muchachas se echaron a reír.
«¿Cuándo es que ella sale sin
Astor?», recibió la fiel mujer por respuesta.
Y era verdad. Mientras el
perro vivió en palacio, jamás veía uno a su pequeña ama sin él.
«Puedes estar tranquila,
Dinia, que a la niña no le va a pasar nada; y si por casualidad se perdieran,
el perro sabría encontrar el camino de vuelta».
Al terminar su labor, Dinia se
puso a buscar a Casandra. La mujer fue hasta el lugar predilecto de la pequeña,
entre los arrecifes, pero ni a esta ni al perro se les veía por ninguna parte.
Por mucho que llamó, no recibió respuesta alguna.
«A lo mejor, en el tiempo que
llevo buscándolos, ya ellos han regresado a casa», se tranquilizó la mujer.
Pero en palacio nadie sabía de
ellos. En eso llegó una moza diciendo que atrás de los establos había un perro
aullando lastimeramente; «al parecer, se trata de Astor», opinó la muchacha.
Dinia partió enseguida con aquella, que le servía de guía, hacia el referido
lugar, que se encontraba del otro lado del castillo. Recorrido cierto trecho,
ya se podían oír con claridad los ladridos y aullidos de un perro encerrado. No
cabía dudas de que se trataba de Astor. Los desgarradores lamentos provenían de
un cobertizo en desuso desde hacía mucho y lleno de trastos viejos. Fue con
gran trabajo que las mujeres pudieron abrirse camino hasta el lugar. Las
puertas del tinglado habían sido bloqueadas con todo tipo de utensilios
pesados, vigas y cosas por el estilo.
«Espera un poco, Astor, que ya
vamos en tu auxilio», le decía Dinia a manera de consuelo.
El inteligente perro dejó de
aullar enseguida y tan solo dejaba escapar un gimoteo de vez en vez como para
dar a entender que la espera se le hacía demasiado larga. Por fin lograron
abrir una brecha entre los muchos trastos y Astor salió por ella como una
flecha. El perro tenía un aspecto terrible; su cuerpo estaba polvoriento y
lleno de herrumbre, y partes de su pelaje mostraban costras de sangre ya seca.
El animal se puso a saltarle a su liberadora, al tiempo que le lamía la mano
impetuosamente; en eso se echó a correr dando grandes zancadas, pero con una
ligera cojera.
«Está buscando a Casandra. Así
que la niña no puede estar allá adentro», dijo Dinia con alivio, para entonces
agregar: «Pero el perro tenía heridas; ¿qué puede haberle pasado?».
«Quizás se las hizo tratando
de liberarse», supuso la moza. Pero dicha respuesta no satisfizo a Dinia:
«A Astor lo encerraron ahí a
la fuerza. ¿Quién puede haber hecho cosa así, y por qué?».
La respuesta al enigma no se
hizo esperar. Al poco rato, Astor corría de nuevo por el patio; el animal
estaba exhausto y su cojera había empeorado. Asimismo, una de las heridas
parecía habérsele abierto de nuevo, y el perro sangraba profusamente.
Deífobo fue el primero en
cruzarse con él.
«¡Astor, pobre animal!; ¡qué
te ha pasado! ¿Y Casandra?; ¿dónde está?». El perro meneó la cola, y tras
lanzarle al preguntador una mirada penetrante, lo agarró de la ropa. El muchacho
entendió.
«¿Quieres que vaya contigo?».
El perro soltó un ladrido corto. «Está bien; te voy a acompañar. Pero primero
te voy a dar agua».
Deífobo se apresuró a llenar
de agua un pequeño cuenco que había en el suelo. El perro bebió con avidez;
pero difícilmente podía haber calmado su sed cuando ya estaba dando señales,
por medio de ladridos y de jalones de ropa, de que era hora de partir. El
animal, entonces, se echó a correr tan rápido que Deífobo apenas podía mantener
su paso.
Fue bastante largo el camino
que tuvieron que dejar atrás, de modo que el muchacho comenzó a inquietarse:
«¿Dónde podría estar su hermanita?». «Menos mal», pensaba, «que el perro vino a
encontrarse justamente con él. Ya se encargaría él de que Casandra no fuera
castigada en caso de que la niñita hubiera causado algún daño». El muchacho y
el perro corrían y corrían sin acabar de llegar al lugar. Casandra jamás se
había alejado tanto de la casa.
«Astor, desatinado amigo,
¿cómo pudiste permitir que Casandra se fuera tan lejos?», regañó Deífobo al
perro con suavidad. El joven ni sospechaba que el animal no había acompañado a
su dueña.
Finalmente, el perro abandonó
el camino trillado y llevó a su acompañante por entre los arrecifes, que aquí
eran particularmente agrestes e intransitables.
Y allí, en un pequeño trecho
de arena, estaba tendida Casandra, sus ropas completamente caladas. Un rastro
húmedo conducía hasta el sitio. Aparentemente, el perro había sacado a la niña
del agua. Los bellos ojos de la pequeña estaban cerrados, y las facciones de su
rostro mostraban una marcada palidez. ¿Que sería lo que había pasado?
Con un clamor de dolor levantó
Deífobo de un tirón a la hermanita y, sin tomarse tiempo para ver si la pequeña
respiraba, partió a zancos y trancos en dirección a la casa, la liviana carga
en sus brazos. A su lado corría Astor resollando y jadeando.
«¡Ojalá que nadie nos vea!»,
rogaba Deífobo para sus adentros, pues, por sobre todas las cosas, quería
evitarle un regaño a Casandra.
Cuando ya el palacio estaba a
la vista, el muchacho aminoró el paso y, poniendo mucho cuidado, accedió
sigilosamente al interior del castillo por el ala de las mujeres, donde se
tropezó con Dinia. Entre los dos acostaron a la pequeña en su lecho y
comprobaron, llenos de zozobra, si su corazón aún latía: ¡alabados sean los
dioses!; ¡la niña estaba viva!
«¡Asiste tú a Casandra, Dinia,
que yo me ocupo del perro!».
El jovenzuelo abandonó la
habitación y, cargando al completamente exhausto animal en sus brazos, lo llevó
a un cuarto donde pudo bañarlo y acostarlo en un lecho.
«Pobre animal, ¿quién te habrá
hecho todo esto?», murmuraba el muchacho cuando, al atender al perro con manos
amorosas, descubrió las horribles heridas sostenidas por este. «Alguien debe de
haberte maltratado bárbaramente».
Una vez que Astor ya había
sido bañado y, curado y vendado, descansaba en mullidos cojines, Deífobo fue a
ver cómo seguía la hermana. El muchacho encontró a Dinia sumamente preocupada.
«La niña está bien enferma»,
dijo la mujer. «Tienes que decírselo a Príamo, para que mande a buscar a un
médico».
Casandra se movía
constantemente en el lecho de un lado a otro, a la vez que murmuraba palabras y
frases incoherentes. Al acercársele el hermano, la niña soltó un grito
estridente y extendió los brazos en su dirección en un gesto defensivo. Deífobo
se asustó; el temor de la pequeña le causaba dolor. Él no había hecho sino
mostrarle amor en todo momento.
«No te lo tomes a pecho,
Deífobo», lo consoló Dinia. «Casandra no sabe lo que hace. Me temo que Polidoro
tiene algo que ver en todo esto, y físicamente, vosotros dos guardáis gran
parecido».
Príamo trajo a un doctor, el
cual se entregó a su labor con gran dedicación y amor. El rey contemplaba en
silencio la escena que ofrecía la niña mientras esta se revolvía y daba vueltas
en la cama, y el dolor que embargó el ánimo del hombre le hizo ver que esa hija
suya, la menor de todos sus vástagos, era lo más querido que tenía en la
Tierra.
El médico concluyó su
reconocimiento y, tras darle a Dinia en voz baja las necesarias instrucciones,
abandonó el aposento acompañado del monarca.
«¿Va a morir?», preguntó
Príamo con voz ahogada.
«No sé», fue la poca
alentadora respuesta. «Si supiera qué le pasó antes de caer en el estado en que
Deífobo la encontró, privada de todo sentido, me sería más fácil deducir algo
sobre su padecimiento. Hay que esperar a ver qué nos depara la noche».
«Voy a hacerles sacrificios a
los dioses. ¡Mi niña querida no puede morir!».
A paso brioso partió el rey
hacia el templo a fin de disponer personalmente todo lo necesario para las
ofrendas. Al hombre se le antojaba más fácil la espera si mientras tanto estaba
haciendo algo por la niña.
La
noticia de la misteriosa enfermedad de Casandra se había propagado con rapidez
y, finalmente, llegó a oídos de la madre.
«Estáis formando demasiado
revuelo por la pequeña», manifestó enseguida la mujer, pero se alarmó
sobremanera al ir a la habitación donde guardaba cama la niña y tener la
oportunidad de escuchar lo que esta decía.
Dinia, que se había percatado
de esta reacción de alarma, abrigó esperanzas de que la princesa llegara a
darse cuenta de que ella también le tenía gran apego a la pequeña, y ello fue
motivo de alegría para la buena mujer. Quizás a Casandra le aguardaban días más
llevaderos y halagüeños. De ser así, la terrible enfermedad podría verse como
algo bueno después de todo. En ningún momento le pasó a la sirvienta por la
mente que Casandra moriría.
El susto de la princesa,
empero, nada había tenido que ver con el estado de Casandra. Entre las muchas
palabras incoherentes, la monarca había escuchado el nombre de Polidoro y había
percibido además el gran miedo que la pequeña le tenía al hermano, que, por lo
visto, algo malo le había hecho.
Si alguien más oía lo mismo,
la cosa se le podía poner fea al muchacho. Ya bastante estricto que era Príamo
con su hijo más joven, cuya forma de ser era lo opuesto de la de él. Llevada
por estos pensamientos, prohibió la princesa que, fuera de Dinia y del médico,
alguien ‒así se tratara del mismísimo rey‒ entrara a la habitación.
«La pequeña tiene que poder
descansar a como dé lugar. De lo contrario, no se podrá recuperar», le inculcó
a la mucama, y esta, contenta por la preocupación que Hécuba mostraba, le
prometió cumplir sus instrucciones.
La madre mandó a que le
dijeran a Polidoro que fuera a verla a sus aposentos. Después de pasado un buen
tiempo, llegó por fin el muchacho. En su rostro se veía a las claras que algo
había hecho.
«¿Se va a morir?», fue lo
primero que dijo al entrar a la habitación.
Ahí la madre ya se dio cuenta
de que su niño predilecto había sido el causante de la misteriosa enfermedad;
ahora lo más importante era hacerlo confesar para poder protegerlo con
eficacia.
La mujer se sentó en su lecho
e hizo que el muchacho tomara asiento a su lado.
«Cuéntame exactamente qué fue
lo que pasó entre tú y tu hermana», lo instó sin responder a su pregunta.
El niño se empeñaba en guardar
silencio. Le hubiera gustado saber de cuánto tenía conocimiento la madre, para
así ajustar su relato en consecuencia. Mas Hécuba conocía muy bien a su hijo, y
por su parte, guardó silencio también. Este silencio comenzó a hacerse
opresivo.
Polidoro no estaba del todo
echado a perder, sino que más bien era un niño consentido y egoísta. No había
nada más importante para él que el amor de su madre, amor que no quería perder.
Así que empezó a contar. Hécuba no lo interrumpió ni por un momento, y eso
mismo hizo que el niño confesara mucho más de lo que lo hubiese hecho si ella
se hubiera puesto a atosigarlo con preguntas.
«Me disponía a salir a
caballo», empezó vacilante, «cuando en el patio me encontré con la parejita
inseparable: Astor y Casandra. La chiquilla me da igual, pero me gusta
provocarla porque, cuando se molesta, bufa como un gato, y eso me divierte».
El muchachito miró de reojo a
la madre: ¿cómo tomaría lo que le acababa de decir? Cuando vio que la mujer no
dijo nada, continuó su relato más confiado.
«Al perro sí que no lo
soporto. Y el sentimiento es mutuo. En eso se me ocurrió un plan para hacerles
la vida a los dos un poco más difícil. Le pedí a Casandra que me buscara una
aguja que había dejado en mi habitación. Con gusto, la pequeña salió disparada
a hacer lo que le había dicho. Entretanto, atraje al perro y, cuando se me
acercó, lo agarré y me lo llevé al viejo cobertizo en el que guardan
cachivaches. Al darse cuenta el animal de que mi intención era encerrarlo allí,
se puso como loco. Su verdadera naturaleza salió a relucir. No me quedó más
remedio que defenderme, así que le pegué. Quizás los golpes fueron más fuertes
de lo que yo quería; el caso es que el perro, de repente, se desplomó. Como
pensé que estaba muerto, lo tiré debajo de todos los trastos. Después bloqueé
la puerta para que no lo encontraran tan rápido. La idea era que Casandra
creyera que el perro se había ido».
Hécuba, que nada sabía del
maltrato del que el perro había sido objeto, se estremeció ante tanta
barbaridad. La mujer, empero, persistió en su silencio, y Polidoro siguió
contando:
«En el mismo momento en que
retorno al patio, venía de regreso Casandra, que enseguida se puso a llamar a
Astor. Ahí la agarré y la senté delante de mí en el caballo. “¿A ti no es a la
que le encanta cabalgar?”, le dije. “Pues hoy tú y yo vamos a dar un paseo bien
largo”. “Sí que me gusta cabalgar, pero no contigo”, me respondió ella. Eso me
enfureció, y la agarré más duro todavía y me lancé al galope. Así, nos fuimos
alejando y alejando, adentrándonos cada vez más en los arrecifes. Esa no era mi
intención, pero había perdido totalmente el control del caballo, que galopaba
como un loco.
»Cuando, por fin, la bestia, temblando,
se detuvo, y yo me disponía a tratar de encontrar cómo regresar, me di cuenta
de que Casandra yacía frente a mí totalmente inmóvil. Y antes de tener chance
de pensar qué hacer con la niña, su cuerpo se deslizó de la montura y cayó
estrepitosamente al agua, entre arena y arrecifes. ¡Qué terrible!».
Polidoro estaba horrorizado.
La madre se dignó a decir algo.
«¿No te dieron ganas de
socorrer a la pequeña?».
«No creo, Madre. Lo que quería
era alejarme cuanto antes de ese espantoso lugar. Al fin y al cabo, si Casandra
estaba muerta, ¿qué iba a poder hacer yo por ella?».
Hécuba suspiró. La mujer no
creyó ese el momento indicado para hacerle ver al hijo su culpa, de modo que lo
dejó continuar su relato.
«Cuando por fin logré llegar a
casa, escuché que de alguna manera el perro había conseguido salir del
cobertizo y que la gente entonces se había puesto a buscar a Casandra hasta que
finalmente apareció. El perro ahora yace en su lecho de muerte, y la niña
también. Madre, ¡qué terrible!».
Ahí el horror por lo que había
hecho acabó embargando el ánimo del muchacho, que se echó a llorar, al tiempo
que se abrazaba a la madre.
«¡Tranquilízate, hijo mío, que
los dioses vendrán en nuestro auxilio! Ya Padre les ha hecho ofrendas. Dinia
está cargo del cuidado de Casandra, y sus diestras manos siempre consiguen
buenos resultados. Del cuidado del perro se está encargando Deífobo. Enjuga tus
lágrimas y no le cuentes a nadie lo que hiciste. De esa manera, no habrá quien
pueda sospechar de ti. Yo voy a estar a tu lado para apoyarte».
El hijo se quedó mirando a la
madre de hito en hito sin poder dar crédito a lo que escuchaban sus oídos.
¿Acaso se daba cuenta la mujer de lo que le estaba proponiendo, que como un
cobarde encubriera lo que había hecho? Si callaba, ¿cómo podría mirar al padre
a la cara de nuevo? Ya bastante malo era el haber actuado movido por la ira y
el haber abandonado a la niña a su suerte sin pensarlo dos veces; pero todo eso
lo había hecho en el calor del momento. Ahora, si callaba a sabiendas, ya no merecería
considerarse hijo de Príamo. Eso la madre tenía que ser capaz de entenderlo.
Pero la mujer no lo entendía.
En vano le imploró esta al muchachito que guardara silencio por amor a ella.
«Si eso es un sacrificio tan
grande para ti», le gritó, ya fuera de sus cabales, «asúmelo como castigo por
tus acciones, que, de esa manera, quedarán expiadas...».
El hijo ya no alcanzó a oír el
resto de lo que la mujer quería decir, pues, con paso firme, abandonó la
habitación para ir directamente adonde Príamo, al que entonces le contó sin
omitir detalle lo que había hecho. Sus palabras, esta vez, fueron más gráficas,
pero también más cargadas de remordimiento que cuando le había contado a la
madre lo sucedido. Y el padre, que creyó estar mirando un foso de maldad, acabó
consolándose con la idea de que a fin de cuentas su hijo había venido a él sin
que nadie tuviese que obligarlo. De modo que no toda esperanza de cambio estaba
perdida.
Juntos se dirigieron ambos a
la habitación en la que Casandra aún languidecía por los efectos de la fiebre.
Dinia les quiso impedir la entrada, pero Príamo la echó a un lado con suavidad.
«Nadie me va a impedir que vea
a mi hija».
Unos pocos minutos junto al
lecho de la pequeña le bastaron al soberano para darse cuenta de por qué la
princesa no quería que nadie viera a Casandra. La pequeña llamaba a Astor llena
de angustia e imploraba y suplicaba a Polidoro que la dejara apearse del
caballo.
«¿Adónde vamos?», preguntó un
sinnúmero de veces, hasta que finalmente se estremeció de pies a cabeza y
gimió: «¡Ay, ahí viene el agua!».
Polidoro, que se había quedado
en la puerta, sufría indeciblemente, pero este martirio fue arando el suelo de
su alma. Cual iluminados por la más diáfana luz, se alzaron ante su ojo
interior todos los defectos de los que adolecía, y en su ser cobró forma la
firme resolución de volverse una mejor persona.
Ese día y la noche que le
siguió se convirtieron en un punto de inflexión en su vida. Por el padre el
muchachito no sentía otra cosa que la más profunda veneración. Príamo lo había
tratado como a un viejo amigo; eso el hijo jamás lo olvidaría. Junto a este
sentimiento por el progenitor floreció en su alma también el amor por su
hermanita menor, en la cual reconoció el regalo de Dios que les había sido dado
a todos con su existencia. Esto no sucedió de la noche a la mañana, sino que
lenta y paulatinamente fueron ganando terreno en el alma del muchacho este amor
y la consiguiente comprensión. En la misma medida se fue apagando el amor por
la madre, quien ya no significaba nada para él. Polidoro no le llevaba la
contraria, pero la mujer podía percibir la indiferencia del hijo, y esto se le
hacía más insoportable que si el muchacho la odiara.
Poco a poco Casandra se fue
recuperando, y muy lentamente, tan lentamente que era como para espantarse, se
fue aclarando también su atormentado espíritu. Finalmente reconocía al padre y
sonreía cuando este entraba a la habitación. Pero cuando Hécuba entraba al
cuarto de convalecencia de la niña, esta viraba la cabecita o cerraba los ojos.
«La enfermedad la ha vuelto
más terca aún», decía Hécuba alterada, y sus visitas se hicieron cada vez menos
frecuentes.
Un buen día Casandra preguntó
por Astor.
«¿Dónde es que está? ¿Por qué
no ha venido a verme?».
«Ya Polidoro te lo va a
traer», le dijo contento el padre, a quien le había parecido una mala señal que
la pequeña diera la impresión de haberse olvidado de su compañero.
«¿Polidoro?», dijo Casandra
pensativa. «Astor no va a querer venir con él. Polidoro no le cae bien».
Pero acompañado de Polidoro
entró a toda velocidad al cuarto Astor, y casi sofoca el can a su pequeña dueña
con sus caricias. Casandra volvió por fin a mostrar esa alegría exultante que
tanto la caracterizaba. De las heridas sufridas por el perro ya no quedaba ni
rastro; lo que sí el animal se había puesto más flaco. La mirada de Casandra
descansó en Polidoro, que, con lágrimas en los ojos, aguardaba junto al lecho.
«¿Me perdonas, hermanita?»,
preguntó este último con voz suave. Eso fue demasiado para el corazón de la
niña, tan lleno de amor, y Casandra extendió sus manos hacia el hermano: «Pero
si tú nada más que querías darme un gusto; solo que, en ese momento, yo no lo
vi así».
El hermano estuvo a punto de
contradecirla, pero la mirada de Príamo lo contuvo de reconocer abiertamente su
culpa ante la niña y acabar espantándola de nuevo. Y Polidoro no dijo nada,
pero, desde ese día, hizo todo lo posible por darle alegrías a su hermana.
Conjuntamente con Deífobo,
sacaba al aire libre a la niña, que se había puesto alarmantemente delgada, y
la acostaba bajo frondosos árboles. Le traía flores, frutas y caracoles y
conchas, le tejió un collar para Astor y una canasta para ella. La relación
entre los dos hermanos fue fuente de alegría para ambos. Por iniciativa propia
y sin que nadie lo instara a ello, pasó Polidoro a formar parte del círculo de
los hijos de la realeza que cerraban filas en torno a Casandra, círculo este al
que hacía poco se habían sumado también Héctor y Paris.
Para la convaleciente niña se
inició una época de felicidad, y con la recuperación de sus fuerzas volvió
también la alegría desbordante y el carácter travieso que la distinguían. No
pasaba un día sin que los hermanos tuvieran que contar alguna graciosa
ocurrencia de la pequeña.
Cinco
veranos había Casandra visto pasar. Pese a que, después de su enfermedad, su
cuerpo había estirado, seguía siendo tanto exterior como interiormente la misma
niña de carácter alegre. Todo en ella se mantenía en constante movimiento: los
tupidos cabellos rizados no se estaban quietos en su cabecita, los ojos
sonreían todo el tiempo y la sonrosada boca siempre estaba o bien chachareando
o entonando alguna melodía. Cuando estaba de pie, solía balancearse una y otra
vez sobre la punta de los dedos de los pies «como una avecilla a punto de
emprender el vuelo», acostumbraba a decir Dinia.
«Avecilla» la llamaba también
el padre, al que le encantaba escuchar la voz de la pequeña, y «avecilla»
comenzaron a llamarla los hermanos, siguiendo el ejemplo de su progenitor.
Todos ellos sin excepción se habían vuelto solícitos siervos de su traviesa
hermanita.
Únicamente Creúsa y Laódice se
mantenían fuera del círculo que los hermanos habían formado en torno a la
pequeña. Tanto más se unieron aquellas a la madre, que, resentida, se mantenía
al margen. ¿Qué era lo que tenía la chiquilla que todos caían rendidos a sus
pies? Con el ánimo contrariado, se hacía la monarca a menudo esta pregunta;
hasta que un buen día verbalizó su molestia ante Príamo.
El príncipe se quedó mirando
pasmado a su mujer. Su vida transcurría en tan intensa actividad que apenas se
había percatado de que en la familia se había dado una división.
«¿Que qué es lo que tiene
Casandra?», preguntó él por su parte. «Nunca me he puesto a pensar sobre ello.
Simplemente, me regocijo con el encanto de la pequeña como mismo disfruto la
luz del Sol e inhalo con deleite el aire limpio y puro. ¿Cómo es posible que
tú, siendo la madre, puedas cerrarte al encanto que emana de esta hija nuestra?
Para mí, en el momento en que Casandra entra a alguna habitación, esta se llena
de luz. ¿De verdad que tú no sientes nada de eso?».
«Lo que siento es que esta
hija no deseada me está robando el cariño de todos vosotros. Casandra se ha
convertido en el foco y centro de esta casa. ¡Todo se hace según su voluntad!».
Al decir esto último la
princesa ya había alcanzado un elevado grado de alteración.
«¿Acaso Casandra no le muestra
el debido respeto a su madre?», preguntó con expresión seria el príncipe. Si
había algo que el monarca no soportaba era la rebeldía y la desobediencia. «Se
me hace impensable que una criatura tan pequeña ya sea capaz de imponer a
sabiendas su voluntad sobre la tuya».
«No creo que lo haga
conscientemente», admitió la princesa. «Pero los demás cumplen absolutamente
todo deseo que logran leer en sus ojos. En cuanto a su obediencia, no tengo de
qué quejarme, pero bien que podría mostrar más deferencia y humildad. Cuando la
comparo con Creúsa o Laódice, no logro entender cómo es que la gente la
prefiere a estas dos. Creúsa en particular promete ser una belleza».
«A mí me basta con la gracia y
el encanto de Casandra. No hay uno solo de nuestros vástagos que sea tan dulce
y cariñoso como ella», dijo el príncipe con una calidez que no era usual en él.
La mujer consideró prudente el
ponerle fin a la conversación. En eso irrumpió Laódice en la habitación
trayendo consigo a Casandra casi a rastras. Al ver que la madre no estaba sola,
la joven se asustó. A la muchacha le resultaba desafortunada la presencia del
padre, que siempre tomaba partido a favor de la chicuela. Pero esta vez hasta
él tendría que admitir que la niña se merecía un buen castigo.
«Pero ¡¿en qué andabas tú?!»,
preguntó la madre al ver a la niña. «¡Qué aspecto tienes!».
Y la niña, en verdad, se veía
en condiciones nada usuales: sumamente desgreñado le caía el pelo a ambos lados
del rostro ruborizado, el vestido le goteaba y tenía por todas partes los
verdosos restos de algún tipo de planta. Y en la parte delantera de su falda la
pequeña sostenía algo que goteaba también.
«Así como veis fue como me
encontré a esta criatura buena para nada en el estanque del patio», anunció
Laódice. «La agarré justo cuando salía de esa agua pestilente y cubierta de
materia verde. ¡Verdaderamente inaudito!».
«La verdad es que el agua que
suelta el vestido de Casandra va mejor con el patio que con los aposentos de
vuestra madre», reconvino el padre. «Ve a que Dinia te cambie esa ropa, mi
pequeña, y después puedes venir adonde tu madre y decirle cómo fue que acabaste
metida en esa agua».
Obediente y, al mismo tiempo,
llena de gratitud, Casandra se dio la vuelta para marcharse, pero la madre la
detuvo.
«De todas formas, ya la
habitación está mojada, así que mejor que se quede aquí para que me cuente de
una vez qué fue lo que hizo», dispuso la madre. «A ver qué tienes ahí».
Hécuba quiso apoderarse de lo
que Casandra sostenía en su falda, pero la pequeña la eludió con gran destreza
y se viró hacia el padre.
«¡Mira lo que traigo aquí,
Padre!», le dijo. «Los hombres cortaron el árbol junto al estanque y esto cayó
al agua».
Al estirar la niña la falda un
tanto, se podía ver un nido bastante grande, y en este, cuatro pichones
desprovistos de plumaje que piaban y piaban, sus picos bien abiertos en señal
de que tenían hambre.
Príamo, que se había acercado
para mirar, elogió con alegría a la pequeña: «Esos son pájaros de buen augurio,
niña. Hiciste bien en rescatarlos».
Laódice intercambió una rápida
mirada con la madre, y esta tomó la palabra.
«Alguien que tiene al príncipe
por padre, y más si se trata de una hija, no debería estarse metiendo en el
estanque por causa de unos pájaros pelones», increpó. «Jamás vas aprender a
comportarte como debes. ¡Acaba de seguir el ejemplo de tus hermanas mayores!».
La pobre Casandra: daba pena
verla con su cabecita gacha. La niña miraba con desconsuelo los cuatro picos
bien abiertos que aguardaban en su regazo. En eso se oyó el zumbido de un
escarabajo que entró volando en la habitación. Casandra dio un gritito de alegría
y se puso a mirar de un lado a otro como quien busca algo. ¿A quién podría
confiarle su valioso tesoro? Y el padre, que en absoluto estaba preparado para
ello, se vio de repente con el nido en sus manos conjuntamente con sus
ocupantes.
«¡Sosténmelos, por favor! Pero
¡con cuidado!», añadió enseguida la niña cuando vio el movimiento un tanto
torpe que hizo el sorprendido príncipe.
Y sin pensar en sus ropas
mojadas, comenzó la pequeña a darle caza al escarabajo, que buen trabajo le dio
a su perseverante perseguidora hasta que por fin se dejó agarrar. La muchachita
era la gracia personificada, y mostrando una pasmosa agilidad en sus intentos
por conseguir algo de comer para sus hambrientos protegidos, lo mismo se
agachaba que estiraba su cuerpecito, saltaba y corría como una loquilla,
haciendo así las delicias del padre, que la miraba encantado.
Tras concluir exitosamente su
caza, la pequeña, sin pensarlo dos veces, le metió la diminuta presa al primer
pico abierto que se encontró, y con una sonrisa en su rostro, se quedó mirando
cómo los otros tres pichones arrancaban del pico del favorecido pedacitos del
escarabajo.
«¡Qué listos son!; ¡ahora
todos tienen algo!», dijo Casandra, rebosante de alegría. Pero ahí sí que la
madre se puso a increparla de verdad.
«¡Cómo es posible que le
sueltes al rey semejante inmundicia!». Vaya que estaba indignada la monarca.
«¡Y mira como está mi habitación! ¿Qué piensas hacer ahora?», preguntó en tono
severo la mujer.
«Agarrar más escarabajos para
que los otros también tengan algo», dijo la pequeña, convencida de haber dado
en el clavo.
El padre tuvo que darse la
vuelta para ocultar la risa. Hécuba, entretanto, seguía reconviniendo a la
niña, y cuanto más hablaba, mas crecía su ira. Príamo le puso fin a todo esto mandando
a buscar a Dinia y dejando en manos de la sirvienta a la empapada niña
conjuntamente con su botín.
Cuando después los hermanos
oyeron de este episodio, le hicieron a Casandra una armazón que podía usarse
para poner el nido y tenerlo en el jardín. Con gran bondad la ayudaron a
capturar escarabajos y lombrices para los insaciables y escandalosos pichones,
hasta que un buen día Casandra anunció, radiante de alegría, que los padres de
los pichones habían encontrado el nido.
«Así tenía que ser», dijo con
precocidad la pequeña. «Yo a volar no hubiera podido enseñarles».
Dinia, por su parte, aseveró
que jamás se había dado el caso que los padres de alguna camada de pichones
lograran encontrar el nido habiendo pasado ya días desde la separación.
Casandra, apuntó la mujer, debía ser una niña bendecida.
Ciertamente, Casandra les dejó
a los padres el enseñarle a volar a sus pichones, pero todos los días se pasaba
un buen tiempo junto al nido y observaba a los animalitos. Los pichones le
tenían tanta confianza que se le posaban en la mano y en los hombros y, por
ellos, los padres también se acostumbraron a la niña. Y no solo eso: otros
pájaros comenzaron a acudir al lugar y, revoloteando alrededor de Casandra,
trataban de conseguir puesto en sus hombros.
Al cabo de un corto tiempo, ya
la niña había aprendido el canto de estas aves, y, trinando, gorjeando y
piando, se ponía a competir con ellas. Astor, que siempre estaba presente, ya
había aprendido que no debía espantar a los pájaros, y o bien se echaba o se
acostaba tranquilo al lado de su ama mientras ésta estuviera jugando con las
aves. Cuando la pequeña, empero, sentía que ya se había divertido
bastante, alzaba las manos, y Astor daba un salto, a la vez que soltaba un
ladrido corto, con lo cual los pájaros se desperdigaban en todas las
direcciones.
En una ocasión en que entraba
corriendo al jardín del castillo para entregarse a su coloquio con las aves, se
topó la niña con un pastor que llevaba en sus brazos un corderito que balaba
lastimeramente.
«¿Por qué se queja? ¿Qué le
pasa?», quiso saber Casandra.
«Se ha quebrado un hueso,
pequeña princesa», dijo el pastor cordialmente.
«¡Oh, pobre animalito!»,
exclamó la niña, sintiendo pena por el corderito.
Con la misma, extendió la mano
para tocar el miembro lastimado, pero el pastor trató de impedírselo.
«Un hueso fracturado no se
debe tocar, princesa. Eso le causa dolor al animalito», le dijo a la pequeña a
fin de detenerla.
«Si yo lo toco, se va a
mejorar», dijo Casandra tranquila, y con esa misma ecuanimidad tomó la patica
del cordero, la cual éste llevaba colgando, y cerró su mano de niña alrededor
de aquella.
El corderito dejó de balar y,
al cabo de unos minutos, frotó incluso su lanuda cabeza en el hombro de la
niña, como queriendo expresar su gratitud. Atónito, contempló el pastor lo que
ante sus ojos sucedía, y que a él le pareció cosa de milagro. No obstante, le
buscó una explicación a lo que había visto.
Cuando, pasado un buen rato,
Casandra soltó la patica del cordero, el pastor inspeccionó con sus manos el miembro
del animal. Ni rastro había de una fractura; además de que el corderito lo
dejaba que le tocara sin ningún problema.
«¡¿Cómo puedo haberme
equivocado de semejante forma?!», dijo extrañado. «La pata no estaba fracturada
después de todo; por eso es por lo que el animal se dejó tocar. En todo caso,
es bueno que ya pueda saltar y correr: es de los mejores corderos que tenemos».
Casandra sonrió.
«Sí, puede que el hueso no
estuviera roto. Pero yo estoy casi segura de que sentí el lugar en que los
huesos estaban separados».
Con la misma, acarició
suavemente al cordero y salió corriendo.
Ya varias veces la gente había
sido testigo de cómo a las manitas de niña de Casandra les era dado el aliviar
dolores. Las sirvientas murmuraban que la pequeña había sido particularmente
bendecida por los dioses. A Casandra no le parecía nada especial; simplemente,
se alegraba de poder ayudar. Y por todo ser desvalido e indefenso sentía un
amor casi pasional; los animales y los niños pequeños eran su adoración.
«Cuando sea grande, voy a
tener veinte hijos varones y cuarenta chicas», anunció un día.
Cuando le preguntaron por qué
quería tener más hijas que hijos, respondió sin pensarlo dos veces:
«Los niños varones son
tremenda carga».
Todo el mundo se echó a reír,
pero esto ofendió a la pequeña.
«La gente grande no es tan
buena que digamos tampoco», proclamó, y ello no hizo sino provocar más risas
aún.
Práxedes consoló a la pequeña:
«Déjalos que se rían,
Casandra. Es la ignorancia lo que los hace reaccionar así. Pero, a ver, explícame
por qué quieres tener veinte hijos varones, cuando te parecen una carga».
«Dinia siempre dice que uno no
debe buscar solo lo que le resulta grato, sino que debe aprender también a
aguantar aquello que le es desagradable», manifestó.
«Eso sí no lo sabíamos,
pequeña: que éramos tan desagradables para ti», le dijo en broma el hombrón de
Héctor, a la vez que se inclinaba cariñosamente hacia la hermanita.
«¡Ustedes son mis hermanos!»,
declaró Casandra. «Los hermanos son buenos, pero los hijos son malos».
Dinia
dormía siempre en la antecámara de la habitación de Casandra. Todas las noches,
antes de retirarse a su lecho, la mujer iba a la cama de Casandra y contemplaba
con gusto el sueño apacible de la pequeña. No pocas veces la fiel sirvienta
tenía la impresión de ver flotar en torno al lecho velos rosáceos, o de que las
manecillas de Casandra trataban de agarrar lo que a ella se le antojaba como
rosas. Cuando trataba de mirar con más detenimiento, empero, desaparecía la
excelsa imagen.
Una noche, al entrar, como
siempre, al cuarto de dormir de la niña, el cual estaba bañado por los rayos
plateados de la luna llena, la mujer se encontró con que el lecho estaba vacío.
Las almohadas y cobijas estaban hechas un desorden, como si la ocupante del
lecho se hubiera levantado de prisa.
«A lo mejor Casandra me quiere
jugar una broma», se dijo la mujer y se puso a buscar bajo las cobijas y en los
rincones de la habitación. No fue sino al terminar su infructuosa búsqueda que
comenzó a inquietarse. ¿Dónde podría estar la niña?
La puerta que daba a la
terraza estaba ligeramente entreabierta. Dinia salió y se puso a mirar a su
alrededor. Con su tono plateado, la luz de la luna inundaba la ciudad, y a lo
lejos en el horizonte rielaba el anchuroso mar, en el que de vez en vez se
observaba el destellar de la cresta de sus olas. La noche estaba invadida de un
silencio absoluto; ni siquiera desde los establos se dejaba escuchar sonido
alguno.
Eh, ¡y eso! ¿De qué se
trataría ese sonido que asemejaba un canto quedo entonado a lo lejos?... Pero
¡si era la voz de Casandra! Ni corta ni perezosa, Dinia se apresuró a entrar de
nuevo a la habitación y de allí se dirigió a unas escaleras que conducían al
jardín.
En este también era tal la
claridad que reinaba que parecía de día. Con un sereno batir de alas, mariposas
nocturnas revoloteaban alrededor de algunos arbustos que despedían un dulce
aroma, y a los oídos llegaba el canto de un ave. Las tonadas de su melodía se
entremezclaban con sonidos que, si bien provenían de una garganta humana, eran
de una armonía supraterrenal.
Allí entre los arbustos estaba
Casandra, ligera de ropa y con pies descalzos. La cabeza inclinada hacia atrás,
la niña cantaba ensimismada, como si compitiera con la avecilla que se
balanceaba en una rama frente a ella. La arboleda toda estaba bañada de una
luminosidad peculiar que Dinia jamás había visto.
En el lugar de donde parecían
provenir estos rayos, se erguía una figura. Sin apenas moverse, Dinia se
mantuvo contemplando por largo rato el grupo que tenía ante sus ojos; hasta que
el viento sopló ligeramente, sacudiendo levemente la fina bata que Casandra
llevaba. A la mucama le asaltó la preocupación por la niña, y, acercándose a
ella con cuidado, la llamó. En un santiamén se esfumó toda luminosidad,
quedando solo la luz de la luna, que casi daba la impresión de estar
desprovista de toda calidez comparada con el resplandor que había habido hasta
ese momento.
Lentamente, la niña se dio
vuelta, los ojos bien abiertos. «¿Por qué vienes a interrumpir?»,
preguntó en tono casi acusatorio.
«Una niña de tu edad debería
estar durmiendo a estas horas. Ya es de noche, y el viento está empezando a
soplar».
«El Luminoso me llamó», dijo
Casandra, su voz aún sonando como si viniera de bien lejos. «Vino a
enseñarnos una nueva canción».
«Dijiste "enseñarnos".
¿Quién estaba contigo, Casandra?».
«El pajarito estaba
aprendiendo conmigo; ya casi nos sabíamos la hermosa tonada cuando llegaste tú
y lo echaste a perder todo».
«¿Quién es el Luminoso?»,
insistió Dinia. Con cada respuesta que la pequeña daba, su espíritu regresaba
cada vez más al cuerpo, cosa que se le hacía bien evidente a la sirvienta.
«El Luminoso es... el
Luminoso. No sé qué otra cosa pueda decirte. Hace tiempo que viene al jardín a
enseñarme a cantar. Es bello, amable y bueno».
Tras callar por un momento, la
niña se echó en los brazos de Dinia con su acostumbrada impetuosidad.
«¡Que cansancio tengo! Quiero
dormir».
Llevando a la niña en sus
brazos con gran amor, la nodriza regresó al interior del palacio. No bien había
acostado a la pequeña y ya esta estaba rendida del sueño.
Dinia, en cambio, no conseguía
dormir. ¿Qué habría de ser de esta niña? ¿A quién podría ella abrirle su
corazón sobre lo sucedido? A la reina había que ocultarle lo ocurrido tanto
tiempo como fuera posible.
A la mañana siguiente, Dinia
fue a ver al rey para contarle su vivencia de la noche anterior. Príamo era un
hombre de acción al que toda ensoñación se le hacía ajena. Aun así, no era de
los que solían juzgar apresuradamente sobre ese tipo de cosas.
«Déjame hablar con el Sumo
Sacerdote, Dinia. No le hables a Casandra más del asunto. Quizás esas
apariciones dejen de presentarse a medida que ella vaya creciendo».
El Sumo Sacerdote, un hombre
majestuoso bien avanzado en años, le atribuyó suma importancia a la cuestión.
«La niña es una favorita de
los dioses», dijo entusiasmado. «Basta con mirarla para darse cuenta de
que en su alma mora lo divino. Quizás el Olimpo ha tenido a bien que baje a
esta Tierra a traerles bendiciones a los hombres. Ahora los dioses deben estar
inquietos por ella y por eso la visitan. Pienso que la figura luminosa debe de
ser Apolo».
Ahí Príamo se acordó de las
profecías del pastor al nacerle esta hija. El hombre también estuvo hablando de
la bendición que la niña habría de suponer para Troya. Ahora sí que a Príamo no
le resultaba improbable que los dioses se acercaran a su hija. ¡Ojalá que no le
traigan sino bendiciones! Él, por su parte, no estaba dispuesto a privar de
esta alegría a la pequeña.
Príamo habló con Dinia y le
inculcó enfáticamente el afán de velar por la pequeña. No obstante, también
habló con algunos de los hermanos y hermanas y les pidió que se aseguraran de que
nada de ello llegara a oídos de la madre.
«Ella no entiende a nuestra
avecilla», dijo con ternura. «Esa niña es un regalo de los dioses. No
somos dignos de tenerla en nuestro seno».
Los hermanos estaban de
acuerdo. Héctor contó cómo su caballo Áyax se había enterrado una espina y
nadie de los presentes se había atrevido a sacársela.
«Si tú le aguantas la pata,
Héctor, yo le saco la espina», le había dicho Casandra, y dicho y hecho.
«Todo lo que se pierde en
Palacio o en los jardines, ella lo encuentra», la elogió Práxedes. «Cuando
uno le dice de algo que se perdió, ella sale enseguida a buscarlo. Y nunca
tarda en encontrar lo perdido. Tal parece como si hubiera sabido de antemano
dónde estaba».
«A mí me pasó algo bien
extraño con ella ayer», contó Deífobo. «Me disponía a salir de cacería
cuando me encuentro con Casandra en el patio; su rostro tenía esa expresión
velada que a veces muestra últimamente. Mirándome a los ojos con un gesto que
rayaba en el espanto, me dijo: "Deífobo, hoy no deberías montar a caballo.
Tu corcel tiene un andar inestable. Se va a caer y a partirse una pata. Si lo
estás montando en ese momento, correrás peligro"».
«Yo me le eché a reír»,
continuó Deífobo. «¡Craso error! No llevaba mucho cabalgando cuando el
caballo comenzó a trastabillar. Ahí me vino a la mente la advertencia de
Casandra, y quise darme vuelta para regresar a casa. El caballo se resistió, de
modo que desmonté de un salto y lo agarré por la cabeza para así obligarlo a
darse vuelta. En ese mismo momento la bestia se desplomó y cayó tan mal que se
quebró las dos patas delanteras. Aún no se si podré aguantarlo».
Tanto los hermanos como Príamo
estaban atónitos. Este último preguntó:
«Y ¿cómo se comportó Casandra
a tu regreso?».
«Diferente a lo que uno
hubiera podido esperar de una niña de cinco años. Salió a mi encuentro y me
dijo: "Ya ves, Deífobo. Eso es lo que pasa cuando uno no hace caso del
consejo de los dioses. Para cuando decidiste regresar, ya era demasiado
tarde".
»Que Casandra hablara así se
me hizo raro. ¿Qué podía una niña tan pequeña saber del consejo de los dioses?
A fin de probarla, le pregunté: "¿Dónde fue que emprendí el
regreso?".
»Casandra me describió el
lugar al detalle, como si hubiera estado ahí presente. Perplejo, le pregunté
quién le había revelado todo eso. Mi interrogante pareció sacarla de su estado
soñador.
»"No me hagas esas
preguntas", me dijo suplicante, "que me lastimas"».
Profundamente sumido en sus
pensamientos, Príamo dejó al grupo de hermanos. Un sinfín de asuntos que
resolver, empero, le hicieron olvidar enseguida esa conversación y los
pensamientos que la misma había desencadenado. Los demás, en cambio, siguieron
hablando un buen rato más de su hermanita. Todos tenían algo en particular que
contar sobre su forma de ser. Pero ninguno habló de ella en son de crítica; al
contrario, la niña se volvió más preciada a los ojos de todos.
Cuando ya todos se disponían a
ir cada uno a lo suyo, llegó Casandra corriendo a toda prisa.
«¡Qué bueno que os encuentro a
todos juntos!», exclamó, prácticamente sin aliento. «¡Tenéis que ayudarme!
¡Os lo ruego! En el corral donde las gallinas pintas andan con sus
polluelos se ha colado un animal espantoso que quiere morder a las crías. Al
verlo, le eché a Astor, que se puso a perseguir al animal por todo el corral.
Ahora está tendido en el suelo, con Astor encima de él, pero se defiende
ferozmente y va a terminar mordiendo a Astor».
Los hermanos se armaron de
palos y fueron a socorrer al bravo can. No podían haberlo hecho en un momento
más oportuno. El chacal, que estaba bastante grande, había logrado soltarse y
estaba atacando al perro. En lo que los hermanos mataban al animal a palos, las
hermanas ayudaron a Casandra a arreglar el corral. En eso, Práxedes se percató
de que Casandra sangraba de un brazo y una mano.
«No duele tanto», dijo la
pequeña con valentía cuando los hermanos le preguntaron cómo se había
lastimado. «Es que tuve que salir en defensa de Astor, y el animal me
mordió».
«¡¿Le fuiste arriba al chacal
sin un palo?!», le preguntó Paris, horrorizado.
«No tenía ninguno», fue la
simple respuesta.
A Casandra
nunca le faltaba el valor cuando se trataba de salir en defensa de otras
personas. En una ocasión -tendría la niña unos siete años-, tomó un camino
detrás del castillo que era poco transitado. Sonidos extraños acompañados de
gritos de dolor le hicieron aguzar los oídos. Al momento, ya la pequeña
enfilaba sus pasos presurosos en la dirección de donde provenían los sonidos.
No fue la curiosidad de niña lo que la movió a reaccionar así.
Cruzando una puerta de madera,
accedió a un patio apartado. El panorama con que se encontró poco menos que le
heló la sangre. Esclavos de sonrisa macabra y aspecto bestial azotaban a
sirvientas maniatadas y semidesnudas, los gritos de estas mezclándose con las
carcajadas y palabras burlonas de aquellos.
Los ojos chispeantes de ira,
Casandra se puso en el medio, recibiendo así en sus hombros el último latigazo.
Haciendo caso omiso del intenso dolor, la niña le arrebató con mano firme el
látigo al asustado hombre, al tiempo que le gritaba cómo se atrevía a vejar a
una mujer de esa manera.
Los otros dos esclavos
enseguida lanzaron sus palos y, cabizbajos, aguardaron ante la niña. El
esclavo, empero, cuyo latigazo había alcanzado a Casandra, debió de haber
pensado que más le valía negar toda culpa si no quería ser castigado duramente.
En tono desafiante, se apresuró a decir que había actuado por órdenes de
Hécuba. Casandra, sin embargo, no le creyó.
Con una firmeza que nadie le
hubiera atribuido, esa niña que la mayor parte del tiempo se la pasaba riendo y
cantando ordenó a los esclavos que desataran a las doncellas de inmediato y
regresaran a su trabajo.
Ella sola y sin la ayuda de
nadie les lavó las heridas a las llorosas muchachas. Estas olvidaron sus
dolores bajo el balsámico toque de las manos de la niña. Ahora, a la moza a
quien iba dirigido el golpe que alcanzó Casandra sí que no había quien la
consolara. Roxana -así se llamaba la sirvienta-, una criatura de figura
esbelta, piel morena y grandes ojos mansos, se echó a los pies de Casandra al
tiempo que le rogaba que la perdonara.
La niña rio alegremente.
«¿Sabes qué, Roxana? Me alegra
haber recibido ese golpe por ti. Al fin y al cabo, ya tu habías recibido más de
lo que tu cuerpo es capaz de soportar».
Y ya más seria, añadió:
«Para mí es bueno saber cuánto
duelen los golpes».
Tras cuidar de las muchachas,
Casandra se apresuró a ir adonde su madre. Por el camino cobró mucha mayor
conciencia de lo grave de lo vivido y ello se hizo el doble de pesado en su
alma de niña. Si bien era abominable sobremanera que algo así pudiera ocurrir,
más abominable aún era el hecho de que esa bestia se escudara tras su madre.
Eso ya era demasiado para la pequeña.
La niña llegó llorando a los
aposentos de su madre, donde esta se había tendido un rato, sumida en sus
reflexiones. Al ver a la hija irrumpir en la habitación, la mujer se levantó
indignada, pero las palabras de regaño murieron en sus labios al ver la
expresión de gran consternación en el rostro de la pequeña.
Echándose impetuosamente junto
a la madre, el rostro oculto en los pliegues de su vestido, la niña dijo entre
sollozos:
«¡Madre, están hablando mal de
ti!».
Estupefacta, Hécuba se quedó
mirando a la niña sumida en llanto. Jamás se hubiera imaginado que a Casandra
le pudiera afectar que alguien hablara de su madre, y mucho menos que Casandra
no la creyera capaz de hacer algo malo.
Involuntariamente, apretó la
cabeza de rizados cabellos contra su pecho y acarició los hombros de la niña,
que no dejaban de estremecerse.
«¿Qué están diciendo de mí?
¿Quién está hablando de su princesa?», le preguntó con una suavidad con la que
jamás uno había escuchado la aguda voz de la mujer. La muchachita contó lo que
acababa de vivir, sus palabras preñadas de una ardiente indignación. Con ese mismo
ardor cayeron cual chispas cada una de las palabras en el corazón de la madre y
despertaron intuiciones que habían yacido dormidas toda su vida: ¡pureza,
dignidad de mujer, justicia!
¿Qué habían significado para
Hécuba semejantes términos sino palabrería vana y hueca? ¡Que se sirvieran de
ellos poetas y visionarios! A gente normal como uno no podían más que hacerla
sonreír, como cuando uno escucha las fantasías de un niño. Mas aquí, con su
propia hija, dichas palabras adquirían relevancia y cobraban vida, cobraban
significado, devenían en acusadores, devenían en jueces.
La madre estrechó a la hija
contra su pecho. Por primera vez en sus siete años de vida se veía Casandra
envuelta entre los brazos de la madre, sintiéndose una sola con ella.
Una peculiar sensación de
felicidad colmaba a las dos. Para sus adentros, Hécuba se prometió a sí misma
que pondría todo su empeño en hacer que su hija depositara su confianza en ese
lado bueno suyo. Lo que debería haber hecho entonces era admitir que de hecho
había sido ella la responsable de la paliza de castigo propinada a sus
sirvientas, paliza a la que, en un arranque de ira, las había condenado por una
falta menor. Pero de hacerlo, no conseguiría sino alejar a Casandra. Mejor que
siga creyendo que el esclavo había mentido. Ello no perjudicaría al hombre, y
ella quedaría bien ante los ojos de su hija. En ningún momento le pasó por la
mente que con semejante falsedad no hacía sino rebajarse.
«¿No vas a ir a ver cómo están
las pobres muchachas, Madre?», preguntó Casandra, que ya se había enderezado y
secado las lágrimas, y no estaba dispuesta a seguir allí de brazos cruzados. La
pequeña se sentía impelida a ir adonde las mozas víctimas del maltrato.
«Claro que iré a verlas, hija
mía», le aseguró Hécuba.
«¡Voy contigo!», dijo con
alegría la niña. «¡Llevémosles frutas, para que olviden sus penas!».
«No, hija mía. Ya tú hiciste
lo que podías. Mejor voy sola. Tú ve a ver a Dinia para que te arregle ese
vestido y ese pelo».
Una vez que la pequeña
monitora abandonó la habitación, Hécuba se halló sumida en profundas
reflexiones. ¡Quieran los dioses que Casandra no se dé cuenta de que la
culpable de tan penoso suceso fue su madre! ¿Debería pedir a las mozas que
guarden silencio? ¡No, qué va! No podía rebajarse tanto. Pero algo habría que
hacer. La mujer caminaba daba paseítos de un lado a otro, y su agitación no
hacía sino ir en aumento. ¡Quién se iba imaginar que el enfado de esta mañana
fuera a traer semejantes consecuencias!
En eso entra Laódice toda
radiante a la habitación. La joven venía con la intención de pedirle a la madre
una diadema de oro que recién había visto en la cámara de tesoros. El padre se
la había negado, cortante. Ahora la muchacha quería ver lo que un par de
palabras lisonjeras podían reportarle con su madre.
El estado de su madre,
alterada a ojos vistas, no pintaba bien para sus intenciones... o ¿quizás sí?
Si averiguaba qué era lo que tenía a la madre tan preocupada y, de acuerdo a
ello, escogía con inteligencia qué decir, puede que lograra conseguir algo para
sí misma.
Pasándole un brazo por encima
del hombro a la madre, la joven se unió a esta en sus paseítos por la
habitación.
Con palabras lisonjeras,
preguntó por el motivo de su estado de ánimo. Al principio, Hécuba no se mostró
dispuesta a hablar de lo vivido; pero, finalmente, la costumbre pudo más, y la
soberana le contó a la joven lo que ocupaba sus pensamientos. La hija no podía
entender cómo una mujer madura y experimentada se podía dejar consternar por
las tonterías que una niña tuviera que decir.
«No le des más importancia al
asunto de la que en realidad merece», aconsejó. «Casandra, difícilmente, siga
preguntando una vez que, gracias a tu silencio, se lleve la impresión de que el
castigo no fue más que un atropello por parte de los esclavos. ¿Quién le podría
decir otra cosa?».
«Las mozas. Bien poco conoces
a Casandra si crees que ya ha dado el asunto por concluido. Esa niña va a ir
diariamente adonde las muchachas a ver qué tal se recuperan de sus heridas. Y
ahí es bien fácil que la cháchara de las sirvientas ponga al descubierto todo
lo ocurrido».
«¿A qué viene ese miedo a la
pequeña sabelotodo?», preguntó Laódice en tono burlón.
La mirada de reojo que le
lanzó la madre le hizo ver a la joven que lo mejor era tomar el asunto más en
serio.
«Hay que buscar la manera»,
dijo, «de eliminar toda posibilidad de que Casandra vea a las mozas. He
oído que por la noche va a salir una procesión de esclavos inservibles que han
de ser sacados de la ciudad. Ordena que los tres esclavos y las seis mozas sean
incorporados al grupo».
«Buena idea», dijo Hécuba
pensativa, «pero, desgraciadamente, las mozas no son esclavas».
«Y ¿quién va a estar
averiguando si lo son o no?», dijo riendo Laódice, que ya ardía en deseos de
hablar de lo que le interesaba. «Nadie te va a estar pidiendo cuentas. Las
mozas cometieron una falta y se buscaron su castigo. Pues, bien, mándalas a
paseo».
«Supongo que sabrás, Laódice,
que esas procesiones jamás regresan. Es algo de lo que no se habla, pero,
seguramente, habrás oído que a los esclavos inútiles y a aquellos que están
enfermos o heridos se les da muerte».
«Lo sé», dijo Laódice con
indiferencia. «¿Qué tiene de malo que las seis mozas acaben su vida más
rápido de lo que tenían pensado?».
La idea de Laódice parecía,
verdaderamente, la única salida, si es que Hécuba no quería ganarse el
desprecio de Casandra. Después de cierta vacilación e indecisión, la princesa
optó por seguir el consejo en el acto. Con premura, se dieron las órdenes
pertinentes, y, una vez que ya no había marcha atrás, la mujer respiró
aliviada. Ciertamente, le estaba agradecida a la hija, que la había sacado de
sus infructuosas cavilaciones, y, llevada por este sentimiento de gratitud, le
obsequió la diadema, de cuya existencia no había tenido la más mínima idea.
Una vez que trajeron la
diadema, las dos mujeres se quedaron maravilladas con su belleza. Laódice se la
colocó en su cabello negro, que, en contraste al de sus hermanas, le caía a los
lados liso y feo. Cuando los hermanos querían molestarla, le decían que tenía
serpientes negras por pelo. Con tal de no escuchar eso, la joven acostumbraba a
llevar una cantidad excesiva de adornos.
Si
Hécuba había creído que la muerte de las mozas y los esclavos le iba a traer
paz, grande habría de ser su decepción. Casandra se le apareció al día
siguiente implorándole que indagara por las muchachas. La niña había ido a
verlas para atender a sus heridas y no había logrado encontrarlas. Todo parecía
indicar que nadie sabía de ellas. La mayorala le había dicho que en la tarde
dos de las mozas habían muerto de intensas fiebres. Y en la noche ya las seis
habían desaparecido.
Hécuba le prometió hacer sus
averiguaciones. A la mujer le parecía tan dulce que su hija confiara en ella de
esa manera. Esa confianza la iba a tratar de preservar a toda costa. Ahora
tenía que pensar en más mentiras. ¿Qué iba a decir? Una vez más, Laódice tenía
la respuesta.
«Di que el doctor las despachó
para que pudieran recuperarse de sus heridas y sanar del todo».
Hécuba mandó a buscar al
doctor y le ordenó, bajo pena de muerte, que dijera lo que ella quería. Después
le informó a Casandra. La alegría de la niña despertó cierta desazón en su
alma.
Pasaron días sin que se
volviera a hablar de lo ocurrido. Tal parecía que la pequeña pasaría a ocupar
el lugar más preciado en el corazón de la madre. Ahora Hécuba se preocupaba por
la niña tanto como antes la había desatendido y rechazado. Príamo se alegró al
percatarse de ello, y los hermanos estaban encantados. Hasta que un buen día
sucedió algo que le puso fin a todo eso.
Era
una mañana hermosa y radiante, y Casandra y Astor correteaban entre los
arrecifes. La niña se escondía, y el perro, ladrando, se ponía a buscarla.
Después este último desaparecía como por arte de magia, y la pequeña buscaba
detrás de cada saliente de roca. Grande era su alegría cuando lograba
encontrarlo. Ahora, si tras larga búsqueda no daba con él, entonces lo llamaba
por su nombre cariñosamente. El ladrido alegre del perro acababa delatando su
escondite, y los dos amigos, reunidos de nuevo, continuaban corriendo y
brincando.
De repente, Astor se pone a
olfatear el aire y, tras soltar un ladrido corto, sale disparado. Casandra
trató de seguirlo, pero la gruesa arena en la que se hundían sus pies le
dificultaba sobremanera el avance. Tan solo un instante, y ya el perro se había
esfumado. La pequeña comenzó a preocuparse, pero en eso llegó a sus oídos la
voz del animal: Astor le estaba ladrando a algo; de eso no cabía duda.
Probablemente, había descubierto algún animal y lo estaba reteniendo hasta que
ella llegara.
La niña continuó su avance
corajudamente, la arena engullendo sus pies cada vez más y dificultando aún más
su andar. Hasta que por fin llegó al lugar. Astor estaba sentado con la cabeza
echada hacia atrás, ante él una persona, una fémina que, agachada y temblando
de miedo, se tapaba el rostro con las manos.
«¡Astor, ven aquí!», llamó
Casandra con voz sonora. El perro obedeció al instante. La persona, empero,
también alzó la cabeza al escuchar esa voz.
«¡Princesa!», suspiró la moza
como liberada. «¡Alabados sean los dioses! ¡Ahora sí que nada me podrá
pasar! Bajo tu protección, estoy a salvo».
«Roxana, ¿qué te podría
suceder? Y ¿tus heridas?... Y dime, ¿qué haces aquí? ¡Deberías estar guardando
reposo!». Agitada, soltó Casandra este tropel de preguntas, sin darle tiempo a
Roxana a responder.
«¡Princesa, protégeme!».
Esa implorante súplica era lo
único que la moza, evidentemente amedrentada en extremo, atinaba a decir una y
otra vez.
«Yo te ayudo; no te
preocupes», le aseguró la niña sin ningún asomo de presunción. «Tan solo
dime de quién te debo proteger».
«¡De la princesa, de Hécuba!
No puedo dejar que ella me vea».
«¿Por qué no?», indagó
Casandra, que no entendía el porqué de la agitación de la moza.
«La princesa me mandó a matar,
pero conseguí escaparme».
«¡Pobre Roxana! La fiebre te
está haciendo delirar», le dijo bondadosamente la niña. «Mi madre no manda
a matar a nadie».
«¡Que sí! En la noche vinieron
a buscarnos para mandarnos con la procesión de esclavos a ser liquidados. Yo
conseguí escabullirme entre los arrecifes, y por mucho que buscaron, no
lograron encontrarme. Poco a poco fui tratando de acercarme a la ciudad para
mandar a avisar a mis padres. Pero enseguida se me hizo evidente que iba a ser
imposible. ¿Quién iba a pasar por estos lares? Al final me dije que hubiera
sido mejor que me hubieran matado con los otros a sufrir una lenta muerte por
inanición. Fue entonces que oí al perro y me entró miedo de que alertara al
mayoral sobre mi presencia».
El rostro de la niña se había
puesto rígido como una piedra. La pequeña no dudaba que la moza le estuviera
diciendo la verdad. Y en ese caso, su madre... su madre había mentido. Esa
madre a quien le había estado tomando cada vez más cariño. ¡Qué terrible!
Con todo lo pequeña que aún
era, la niña se dio cuenta de que lo más importante ahora era estar clara
respecto a lo sucedido. Así que le pidió a la moza que le contara desde el
principio. Con ello quedó al descubierto todo lo que la madre se había empeñado
en callar. De modo que la madre había sido la artífice de tan abominable
maltrato. Todo lo que había dicho y hecho no había sido más que una mentira. En
ningún momento había ido a ver a las muchachas para ayudarlas. Lo que hizo fue
despacharlas para que las mataran. La gran confianza que la niña había
depositado en su madre y que, pese a lo verde que aún era, hacía a la pequeña
tan feliz se vino abajo completamente.
Temblando, la niña se echó en
la arena. Necesitaba recobrar la compostura. Pero Roxana no debía darse cuenta
de su estado. Astor se le acercó y le lamió las manos y el rostro. En un
inicio, la niña tuvo ganas de apartarlo de sí, pero el animal nunca la había
traicionado. La pequeña trajo el perro hacia sí y hundió sus temblorosas manos
en el denso pelaje del animal.
Poco a poco fue recuperando la
calma. Nadie hubiera creído a esta niña de siete años capaz de mostrar tanto
autocontrol. De pie por fin, la pequeña, sirviéndose de ambas manos, apartó los
cabellos de su rostro lloroso y preguntó:
«»«Roxana, ¿te daría miedo
quedarte sola por un rato? Es que necesito primero hablar con mi padre para ver
qué hacemos. Pero estoy segura de que nada te va a pasar. Eso lo puedes dar por
descontado».
Pese a aterrarle la idea de
quedarse sola, Roxana tenía absoluta confianza en esta niña, que tan solo unos
días atrás había tomado un latigazo por ella. La pequeña no dejaría de ayudarla
en esta ocasión tampoco.
Con gran prisa y, no obstante,
sumida en sus reflexiones, Casandra fue abriéndose paso trabajosamente a través
de la arena para regresar al camino transitado. Una vez allí, emprendió la
carrera a palacio. Sin perder un segundo, se dirigió a los aposentos de su
padre, donde encontró a este a solas.
Con todo el amor que sentía
por su padre, con toda la confianza que de manera absoluta abrigaba hacia él,
se le hizo difícil hablar y acusar a su madre. Puesto que, en un final, de eso
se trataba, de una acusación, por mucho que Casandra se esforzara por describir
el papel jugado por Hécuba del modo más benigno posible.
El padre escuchó en silencio
lo referido por la niña, quien, repetidas veces a lo largo de su relato, tuvo
que hacer un esfuerzo para no perder la serenidad. Los latigazos a las mozas le
parecían al hombre algo terrible, pero ya se había acostumbrado a esa práctica
y no había pensado más al respecto. Hacía mucho que le había dejado a su esposa
el disciplinar a las sirvientas. No obstante, era capaz de comprender que a
Casandra, quien era diferente de todos ellos y quien, con toda seguridad, tenía
una conexión con el reino de los dioses, le fuera imposible entender semejante
obrar.
Asimismo, su saber de la
naturaleza humana le permitía comprender el hecho de que la madre callara
cuando la niña vino a ella mostrándole tanta confianza. Lo que sí le resultaba
completamente inconcebible era que Hécuba diera la orden de que se llevaran y
les dieran muerte a las sirvientas y los esclavos. Esto era algo que le causaba
estremecimiento a él, un hombre maduro y al que el sufrimiento y las penurias
no le eran extraños. ¿Qué impresión entonces habría de causar algo así en el
ánimo de la pequeña?
La niña había terminado su
relato y contemplaba a su padre con una mirada llena de confianza.
«¿Qué hacemos, Padre?»,
preguntó con voz temblorosa. «No podemos dejar a Roxana morir de hambre en los
arrecifes».
«Claro que no; hay que ir a
buscarla», fue la respuesta firme y bondadosa del hombre. «Yo hablaré con ella
personalmente. Mira, ahí viene Deífobo. Que él vaya contigo».
Príamo le dio rápidamente a su
hijo las instrucciones más imprescindibles para que la joven pudiera entrar al
palacio sin ser vista, y actos seguido partieron los hermanos.
Príamo, por su parte, no
encontraba reposo y daba paseos por su habitación. Hacía mucho que Hécuba ya le
daba igual. Con el paso de los años, la reina se había ido alejando cada vez
más de aquello que él valoraba en ella. Pero ahora no era sino con gran
esfuerzo que lograba no odiarla: muy hondo habían calado en él las penas y el
sufrimiento de la niña. El hombre se había percatado de cómo, por su madre, la
pequeña se había esforzado grandemente por ocultar sus preocupaciones.
Antes de que el hombre llegara
a una decisión, ya tenía de regreso a sus hijos, quienes le trajeron a la
pálida muchacha.
Sorprendido por los buenos
modales y la buena dicción de la muchacha, Príamo le preguntó por su origen. La
joven resultó ser hija de un noble troyano al que su estado achacoso y
enfermizo le impedía desde hace mucho hacer acto de presencia en la corte. Con
el fin de ayudar a los padres, Roxana había tomado un trabajo como sirvienta en
el palacio. Hécuba jamás le había preguntado de qué familia venía.
Obedeciendo a la
orden del rey, la muchacha refirió escueta y humildemente lo sucedido más
recientemente. Al mencionar la ayuda prestada por Casandra y la herida sufrida
por la pequeña, cosa de la cual el padre no tenía el más mínimo conocimiento,
las palabras de la joven fueron tan elocuentes y sus ojos cobraron tal brillo
que Príamo encontró la manera en que se podía ayudar a la moza.
«Pronto llegará
el momento en que Dinia habrá de necesitar ayuda con sus tareas”, dijo el
hombre en tono cordial. «¿Te gustaría, bajo la guía de Dinia, servir a Casandra
y acompañarla en su trayectoria tan pronto hayas sanado?».
«¡Oh, me
encantaría, Señor!», exclamó Roxana con genuina alegría y gratitud.
«En ese caso, yo
me hago cargo de disponerlo todo. Dile a Dinia que venga a verme, Avecilla».
Con gran cariño, el hombre acarició los ondeados cabellos de la pequeña. «¿Ya
se te curaron las heridas?», le preguntó, su voz preñada de preocupación.
«Era una sola,
Padre, y ya casi está al cerrarse».
Conjuntamente
con Dinia, Príamo dispuso qué habría de hacerse para que la presencia de Roxana
no fuera a reavivar la cólera de la princesa.
«Me alegra saber
en la cercanía de Casandra a alguien tan devota a ella», dijo el hombre, «pero
no quisiera que la presencia de Roxana fuera a perjudicar a la niña».
«No creo que la
princesa esté pendiente de qué sirvientes atienden a su hija o incluso a ella
misma. Mucho más le temo a la furia que habrá de invadirla cuando se dé cuenta
de que Casandra trata de distanciarse de ella de nuevo. Y con lo honesta y
sincera que es Casandra, otra cosa no puede esperarse».
«¿Hablo con
Hécuba?», preguntó Príamo, que jamás había visto a Dinia como una sirvienta,
sino como una confidente.
«Pienso que eso
sería lo correcto», reflexionó la preguntada.
«Mañana hablo
con ella», asintió el príncipe. «Hoy ya he perdido valiosísimas horas. Mi gente
espera por mí».
Sin embargo, el
día siguiente llegó y se fue sin que Príamo encontrara tiempo para hablar con
su esposa. Y entretanto el acaecer siguió su curso.
Casandra podía
evadir a su madre por un día sin que ello se hiciera llamativo. Y Roxana se
recuperaba en una habitación retirada, bajo la fiel atención y cuidados de
Dinia. De la presencia de la joven, Hécuba no tenía aún la más mínima idea.
Pero ya al segundo día, la ausencia de la niña, que, como solía hacer antes,
andaba con Astor por los arrecifes y se olvidaba de la hora de comer, le llamó
la atención a la madre. Preguntada por la princesa, Dinia respondió con
evasivas. Hécuba mandó entonces a buscar a la hija.
Modosa y bien
serena, entró Casandra a la habitación de la madre y, en lugar de precipitarse
sobre la mujer, como normalmente hacía, apenas pasó más allá del umbral.
«¿Te sientes
mal?», preguntó preocupada Hécuba. «Estás pálida».
Casandra meneó
la cabeza.
«¿Qué te pasa?
¿Por qué ya no vienes todos los días sin que se te llame, como solías hacer?».
La pequeña quiso
responder, pero no halló las palabras para hacerlo.
«¿Es que ya no
quieres a tu madre, Casandra?», lisonjeó Hécuba, que no lograba explicarse el
comportamiento de la niña.
«No, Madre»,
dijo Casandra con voz queda, pero clara.
«¿Has dicho que
no? ¿Acaso he escuchado bien? ¿Qué te he hecho para que me respondas así?».
Una vez más, la
niña no conseguía que le salieran las palabras; era como si tuviera un nudo en
la garganta.
«¡Habla!», le
ordenó la mujer con acritud.
«¡Has mentido,
Madre!».
La niña
respondió esta vez alto y claro. Horrorizada, la madre se quedó mirando a esta
hija que se erguía ante ella cual jueza.
Sin preguntar
cómo la niña había llegado a esa conclusión, la princesa gritó iracunda y fuera
de sí:
«¡Fuera! ¡No te
atrevas a volver a poner un pie en mis aposentos!».
Con paso lento,
Casandra abandonó la habitación tal como había venido, una niña seria y
callada. Tuvo que pasar bastante tiempo para que la pequeña volviera a
recuperar su alegría.
Por su parte,
Hécuba, ahora un poco más calmada, se puso a pensar infructuosamente sobre cuál
de sus tantas mentiras Casandra podía haber descubierto. La mujer no veía las
mentiras como algo malo, pero estaba consciente de que la niña era la verdad
personificada. Ella, empero, se había cuidado tanto desde que Casandra había
empezado a confiar en ella.
Laódice puso fin
a todas las dudas al informarle a la madre que una de las sirvientas había
escapado a la muerte y se le había visto en el palacio en compañía de Casandra.
¡Así que era por una sirvienta que su hija la despreciaba! ¡Habrase visto cosa
más inaudita! Todo asomo de arrepentimiento en el alma de Hécuba se esfumó por
completo, dando paso a la ira y la indignación.
Cuando, al
cuarto día, Príamo se acordó de su promesa y fue a ver a Hécuba, ya no había
nada que hacer. La princesa solo tenía palabras insultantes y ofensivas para
referirse a esta hija que se tomaba el atrevimiento de juzgar a su madre.
Con gran
dignidad y decoro, el hombre sacó la cara por Casandra, haciendo caso omiso de
la ira o las lágrimas de la princesa. Sin ningún miramiento, criticó
severamente el proceder de Hécuba y le pidió que no se fuera a meter con
Roxana.
«La muchacha le
tiene devoción a Casandra y va a seguir con ella. Apenas se te cruzará en el
camino, mucho menos ahora que le has prohibido a la niña la entrada a tus
aposentos. Hécuba, un día te vas a arrepentir de haber tratado tan mal y con
tanta falta de comprensión a esta hija en particular. Te voy a decir una cosa,
mujer: Casandra es la mejor de todos mis hijos. Esa niña es un regalo de los
dioses y una bendición para Troya. ¿Te acuerdas de lo que dijo el pastor? “Si
no reconocéis esta luz, ¡seréis de la muerte!”. Casandra es una luz que se nos
ha enviado por nuestro bien. ¿No es acaso prueba de ello el hecho de que
detesta la mentira? La luz no soporta la oscuridad. Tú eres la oscuridad y ella
es la luz».
Príamo calló, a
la vez que tiraba de su peto para darle salida a su exaltación.
«No tienes
idea de cuánto acabas de perjudicar a tu niña predilecta, Príamo. A partir de
ahora, para mí va a ser como si Casandra jamás hubiera nacido. Y tú, trata de
no buscarme las cosquillas; ello podría resultar más peligroso para ti de lo
que podrías esperar».
Sin dignarse a
decir otra palabra, Príamo abandonó la habitación, a la cual jamás volvió a
entrar sin que se le mandara a buscar. El hombre fue a ver a Casandra. El
rostro pálido y sombrío que mostraba la pequeña le partió el corazón. Por largo
tiempo estuvieron sentados padre e hija lado a lado sin decir palabra. Príamo
era un hombre de acción, capaz de llevar a cabo empresas difíciles, pero la
facilidad de palabras era algo con lo que no contaba. Cuánto le hubiera gustado
consolar a su hija, mas no sabía qué decir.
Cuando el
silencio comenzó a hacerse incómodo y opresivo, Casandra aventuró:
«Padre, ¿no
debería una madre ser lo más puro que hay sobre la Tierra? ¿Por qué es que
nuestra madre no es así?».
Príamo buscó
palabras que fueran lo suficientemente simples como para que la niña las
entendiera, pero terminó dándose por vencido y simplemente habló desde el
corazón.
«Hija, tu madre
no es como tú, ni como yo tampoco. No podemos esperar de ella lo que nos
exigimos a nosotros mismos. ¿Has visto el pequeño árbol frutal allá atrás en el
patio?».
Casandra asintió
con la cabeza.
«Te refieres al
que da frutos duros y agrios que no hay quien se los coma».
«Sí, hija; ese
mismo. Ese árbol es un árbol frutal, pero no como los otros. No podemos esperar
de él que dé frutos jugosos y sabrosos».
De repente, la
niña entendió y, sonriendo, dijo:
«Pero mira que
son desagradables los frutos que Madre da. Sería mejor que no diera ninguno;
así uno no esperaría nada bonito de ella».
Las últimas
palabras sonaron tristes. La sonrisa ya había desaparecido del rostro de la
niña.
«¿Te molestarías
con el arbolito, Casandra, cada vez que fueras a buscar frutos buenos en él?».
La niña estuvo
pensando un buen rato. El padre contemplaba su rostro, en el que se reflejaban
los pensamientos cambiantes de la pequeña. La frente de esta se mostraba clara
y despejada; ni un solo pensamiento impuro se alojaba en esa cabecita, ni una
sola impureza podía hallar cobijo en la joven alma.
Finalmente,
Casandra dio la impresión de haber llevado sus pensamientos a término.
«Entiendo,
Padre. Madre es de un suelo diferente al nuestro. De ahí que sus frutos tengan
que ser diferentes también. Nos toca aceptarla como es y no dejarnos desalentar
por las decepciones. Pero, Padre, por esa misma razón, nosotros tenemos que dar
frutos aún mejores; de lo contrario, nuestra vida se haría insoportable».
«Así es,
Avecilla. Veo que me has entendido. Tenemos que ser buenos por tu mamá. Y mi
avecilla tiene que recuperar su alegría y volver a hacer las delicias de su
padre con su canto», concluyó el hombre cariñosamente, al tiempo que se ponía
de pie.
Casandra asintió
con la cabeza y trató de sonreír. Una sonrisa sumamente triste fue el
resultado.
Mientras
caminaba por los pasillos del palacio, Príamo reflexionaba sobre las dos
conversaciones. ¡Qué diferentes habían sido la una de la otra! ¿No sería acaso
una imprudencia dejar a Roxana en el palacio? ¿Quizás la muchacha representaba
un mayor peligro para Casandra de lo que él podía imaginar?
Al final, la
cuestión no tuvo que ser resuelta por él. A la mañana siguiente, Dinia le
informaba al príncipe que, pese a los mejores cuidados, Roxana había sucumbido
a la enfermedad ocasionada por las heridas sufridas y por el frío y las
privaciones que padeció durante la huida. El príncipe, prácticamente, respiró
aliviado. El hombre sintió pena por la noble muchacha, y por su hija también,
ya que le hubiera encantado saberla en la compañía de la joven. Pero tal
desenlace era lo mejor para la paz de la casa. -
Poco
a poco fue calmándose la agitación que, debido a todos estos acontecimientos,
se había apoderado de los moradores del palacio. Atenazado por las
preocupaciones nacidas de su afán por garantizar el bienestar de su pueblo,
Príamo olvidó estar pendiente de las pequeñas señales; el leer en el alma de
los suyos no era algo que el príncipe dominara. Hécuba, desde hacía mucho,
había vuelto a concentrarse en su afición preferida. La princesa era una ama de
casa excepcional y hallaba placer en aumentar las existencias de todo aquello
de lo que ya disponían y en acumular cosas bellas y útiles. Sus sirvientas se
habían acostumbrado a su carácter voluble y, si bien no la amaban, le rendían
obediencia.
Los hijos
varones le mostraban el respeto que les merecía como su madre y le prestaban
todo servicio que se les pidiera. A la más pequeña de sus hermanas, en cambio,
la rodeaban de amor y le servían incondicionalmente. Práxedes y Dinia se
encargaban de la crianza y la instrucción de Casandra, que entraba a su octavo
año de vida. Mientras más crecía, más encantadora se volvía la pequeña, y su alegría
―si bien ya no era tan imperturbable como una vez lo había sido― llenaba cada
rincón del palacio. En los aposentos de su madre jamás había vuelto a poner un
pie. Si se encontraba con esta en alguna otra parte, hacía un esfuerzo por
mostrarse más educada y cortés que de costumbre. Hécuba, simplemente, la
ignoraba.
Laódice había
sido desposada por un príncipe del reino vecino en una boda celebrada con gran
pompa. A Casandra el esposo de su hermana le parecía un hombre bruto y bárbaro,
y sentía escalofríos en su presencia. La pequeña no conseguía entender a su
hermana, a quien le parecía motivo de gran dicha el tener por esposo a alguien
tan rico y poderoso. Ante las preguntas de Casandra, Dinia recurrió a una
evasiva:
«Ninguna de las
dos podemos entenderlo, Casandra. Y es que ninguna de las dos hemos conocido
aún a un hombre que se digne a tomarnos por esposa».
«Dinia, ¡yo
nunca me voy a casar!», aseguró la joven enfáticamente.
«La hija de un
príncipe tiene que casarse, mi niña», suspiró Práxedes. Innumerables habían
sido las veces que la madre le había dicho lo mismo a ella cuando la joven se
negaba una y otra vez a irse con el esposo que le habían escogido al lejano
reino del monarca.
«Y si yo
prefiriera quedarme con Padre, Praxe», dijo lisonjera Casandra, usando con su
hermana el apelativo de cariño de esta, «¿quién me lo va a impedir?».
«Ya tu corazón
te avisará cuando llegue el momento, pues te llevará a buscar la compañía de un
hombre», le informó Práxedes.
Casandra guardó
silencio. La niña había recordado que, no hacía mucho, los hermanos habían
estado hablando de que Práxedes se había enamorado de un general de su padre.
“Porque para casarse uno debía estar enamorado”, supuso la pequeña.
«En todo caso,
me queda bastante tiempo todavía», dijo Casandra, relajada. A fin de
distraerla, Práxedes dijo con jocosidad:
«Y ¿quién era la
que quería veinte hijos y cuarenta hijas, hermanita?».
«Cuando eso, yo
era aún muy pequeña e ignorante. Ahora prefiero no tener hijos en lo absoluto.
No quiero acabar como Madre».
«Mi niña, no
sabes lo que estás diciendo. Como mujer hecha y derecha se puede seguir siendo
la misma persona que una era cuando muchacha».
Y con ello las
hermanas le pusieron punto final a la conversación.
En
el palacio empezó a reinar mayor armonía después de que Laódice abandonara
Troya con su esposo. Creúsa, la única de las hermanas que, a fin de que la
madre la viera más favorablemente, les mostraba a los hermanos una actitud
opositora con toda intención, no podía hacer mucho sin Laódice. Laódice siempre
había sido el motor, especialmente cuando se trataba de hacerle daño a Casandra
de alguna manera.
Era inevitable
que Casandra volviera a aparecer con más frecuencia en el panorama de la madre.
Eso era algo que las faenas hogareñas, en las cuales la niña había empezado a
recibir instrucción a manos de Dinia, traían por sí solas.
Día tras día le
era encargado a la princesita la atención y el cuidado de los tejidos puestos a
blanquear. Las sirvientas se encargaban de traer el agua necesaria y de colocar
las jarras y tinajas a una distancia prudencial las unas de las otras. Una vez
hecho esto, empero, se retiraban y le dejaban a la pequeña el trabajo del
humedecimiento oportuno de las telas.
Ella lo hacía de
buen grado. A la niña le daba gusto ver cómo la intensidad de los rayos del sol
iba eliminando toda coloración de las prendas de vestir hasta que, por último,
estas yacían deslumbrantemente blancas sobre el verde lecho de hierbas.
Una vez que ya
había remojado todo, Casandra se tendía bajo un frondoso árbol y se entregaba a
sus reflexiones, mientras Castor, sumamente alerta, velaba porque nada malo se
acercara al preciado tesoro.
Hécuba se daba
una vuelta por el inmenso lugar dedicado al blanqueado de ropa dos veces al
día, a fin de cerciorarse de que los tejidos no estuvieran siendo desatendidos.
La mujer nunca encontraba motivo para criticar o corregir cuando era su hija
más pequeña la que estaba a cargo del trabajo. Sin embargo, jamás tenía un
elogio para la niña, y ello pese a que no podía menos que percatarse de que el
blanqueado de las prendas que había recogido la tarde anterior jamás quedaba
tan parejo como cuando Casandra estaba a cargo al día siguiente.
Las sirvientas
que se encargaban de juntar los pesados tejidos por la tarde a fin de
llevárselos conjuntamente con las tinajas de agua habían averiguado que
Casandra era particularmente diestra en el blanqueado de tejidos. De modo que
la gente buscaba llevarle a la niña prendas de vestir amarillentas y de mal
aspecto, probablemente aquellas que otros ya habían tratado de blanquear en
vano. Uno podía estar seguro de que, con su incansable diligencia, la pequeña,
que por ese entonces debía contar unos nueve años, lograría eliminar todas las
manchas.
Una tarde en que
Dinia supervisaba, conjuntamente con Práxedes, el doblado de los tejidos,
mientras Casandra se había retirado a los jardines, la primera reflexionó:
«Uno no puede
menos que comparar estos tejidos con nuestros corazones. Allí donde la luz del
sol les da, se vuelven claros y relucientes, y nos esforzamos por deshacernos
de nuestras imperfecciones. Casandra, empero, es el rayo de sol que, sin estar
consciente de ello, nos muestra todo lo oscuro que se adhiere a nosotros y a
otros».
Práxedes estuvo
de acuerdo y, por su parte, agregó:
«Me gustaría,
por el bien de ella misma, que Casandra fuera más como las demás niñas de su
edad. Esa franqueza suya en particular y su clara mirada para todo aquello que
está mal le van a ganar el odio de la gente. Del mismo modo que Casandra actúa
como un reproche constante para Hécuba y Creúsa, tal habrá de ser el efecto que
ejercerá sobre otras personas también. Siento pena por la pequeña».
Una de las cosas
que más le gustaba hacer a Casandra era ayudar en el jardín. Ahí salía a
relucir su gran amor por todo lo delicado, lo débil, lo necesitado de ayuda. La
pequeña se movía incansablemente entre las tiernas plantas y, bajo la guía de
Dinia, trataba de amarrar un zarcillo por aquí, reforzar un tallo por allá o
trasplantar alguna plantita constreñida por un espacio muy reducido. A veces se
le oía cantar mientras trabajaba. Ante la pregunta de Práxedes de por qué jamás
se le escuchaba cantar en el lugar dedicado al blanqueado de los tejidos, la
niña respondió:
«Las flores y el
canto son dos cosas que van de la mano y que no se pueden separar. A la sombra
del jardín cantan también las aves, así que al final nos ayudamos las unas a
las otras. Sin embargo, bajo el sol ardiente del lugar para el blanqueado de la
ropa, uno, simplemente, queda mudo».
Junto al palacio
había un inmenso jardín en el que solo se cultivaban plantas medicinales.
Algunas de estas plantas debían recogerse con la salida del sol exclusivamente;
otras, en cambio, con el rocío nocturno. Esta era una tarea de la que siempre
se encargaban Práxedes y Casandra, conjuntamente con Dinia; en raras ocasiones
se recurría a la ayuda de una de las sirvientas. El poder asistir en dicha
labor era siempre motivo de honor y orgullo. Tras la recogida, se procedía al
secado y prensado de las hierbas, labor esta que Casandra hubo de aprender
también; la pequeña, empero, lo hacía con gusto.
«Siempre siento
pena por las plantas cuando las veo así de muertas y marchitas», acostumbraba a
decir la niña.
Un
buen día llegó visita: Arisbe, una de las hermanas mayores. Su esposo, el
monarca de la región del Helesponto, región esta perteneciente al reino de
Príamo, había emprendido una campaña militar de la cual, estimaba él, tardaría
bastante en regresar. Ante semejante perspectiva, el hombre le había propuesto
a Arisbe, que no tenía hijos, marchar a Troya para pasar allí unos meses, a fin
de que la separación no se le hiciera tan larga.
La mujer se
había casado antes de que naciera Casandra, y fue grande su sorpresa al
encontrarse a esta hermanita. La pequeña, por su parte, la observaba con cierta
reserva, pero no tardó en darse cuenta de que en muchas cosas Arisbe se parecía
al padre. Con su conducta y su manera de conducirse, la mujer revelaba de
manera inconsciente algo principesco y regio, y, en general, transmitía una impresión
mucho más digna y excelsa que Hécuba, su madrastra.
Poseedora de
gran perspicacia, su saber de la naturaleza humana raras veces le fallaba.
Príamo se alegró de la oportunidad de disfrutar de las estimulantes
conversaciones que podía tener con esta hija. Se notaba que esta mujer sin
hijos había terminado convirtiéndose en la confidente y consejera de su esposo.
Arisbe era alguien que sabía escuchar y que enseguida se formaba un criterio
que raras veces resultaba desacertado.
Una tarde en la
que el rey departía con Hécuba y Arisbe, su hija comenzó a hablar de Casandra:
«No entiendo
cómo es posible que a una niña tan maravillosa y tan claramente bendecida por
los dioses se le preste tan poca atención», preguntó asombrada. «Se me hace
doloroso ver cómo a la pequeña se le pone a desempeñar labores que no son
apropiadas para una futura princesa».
La interrupción
de Hécuba no se hizo esperar.
«No veo nada de
malo en que uno, en sus años mozos, aprenda a hacer todos los trabajos que más
adelante habrá de supervisar», dijo la princesa con mayor acritud de lo que era
su intención.
«Eso es cierto»,
reconoció Arisbe. «Y así hizo mi propia madre conmigo y con mis hermanas, pero
tengo la impresión de que muchos de esos trabajos ya Casandra los sabe hacer
estupendamente. Y aun así, sigue teniendo que bregar al sol en el lugar
destinado al blanqueado de los tejidos. De hecho, no hace mucho me la encontré
trabajando en la lavandería, y sus deditos le sangraban de tanto restregar la
pesada ropa».
Príamo alzó la
vista, sorprendido.
«Ya te he dicho,
Hécuba», dijo en tono de reproche, «que no pongas a la niña a hacer ese tipo de
trabajos. Teseiro, el antiguo Sumo Sacerdote y persona en cuya opinión confío
de manera absoluta, me dijo, poco antes de morir, que guardara a Casandra del
desempeño de labores propias de mozas. En aquel momento no entendí lo que me
quería decir con eso, ya que no me imaginaba a Casandra teniendo que hacer
trabajo de moza».
«Por ponerla a
aprender a lavar no la estoy convirtiendo en una moza», porfió Hécuba con
cierta irritación. «Y no tiene lógica que alguien que no tiene hijos se ponga a
decirles a los demás cómo criar a los suyos».
Tras estas
groseras palabras, la mujer se levantó, molesta, y se marchó a sus aposentos.
Pensativa, Aribe
se le quedó mirando mientras la princesa se alejaba.
«Padre, déjame
llevarme a Casandra cuando, dentro de poco, regrese a casa. Me gustaría hacerme
cargo de su protección y su educación. Despertar y potenciar en ella sus
preciosas facultades se convertirá en mi más noble empeño».
Alarmado, el
padre preguntó:
«Prácticamente,
acabas de llegar, y ¿ya estás pensando en marcharte de nuevo?».
La hija lo miró
sonriente.
«Ya llevo 10
meses aquí en Troya. Hoy recibí noticias de que mi esposo ha tenido éxito en su
campaña y ha logrado expulsar al enemigo más allá de nuestras fronteras. No
debe faltar mucho para tenerlo de vuelta conmigo. Y quiero estar en casa para
recibirle».
«En ese caso,
está claro que no debo pedirte que te quedes, aun cuando siento que contigo se
va un pedazo de mi juventud. Es como si contigo resucitara mi amada esposa, la
bella Arisbe, quien fuera mi compañera y mi confidente en mis mejores años,
cuando estaba en la flor de mi virilidad. Y ahora quieres robarte a mi sol,
quieres llevarte a mi avecilla. Mi viejo corazón está completamente apegado a
la pequeña».
«El que con ello
te esté quitando algo me hace vacilar a la hora de darle a mi petición el
énfasis necesario. Padre, ponte a pensar en cuán infeliz transcurre la infancia
de Casandra en este lugar. A la pequeña le falta todo lo que puede hacer feliz
a una niña, sobre todo el amor de madre. Jamás había visto una madre tan
indiferente, me atrevería a decir, tan antagónica, con su hija. Y Casandra no
es una niña común y corriente. ¿Os habéis percatado ya de que la niña posee el
don de la clarividencia en grado sumo?».
Príamo asintió
con cautela.
«Cierto es que
en una o dos ocasiones la niña ha anunciado sucesos que se han cumplido
puntualmente, pero yo no le daría gran importancia a esto. Algo así puede tratarse
de una casualidad».
«¡No, Padre!;
¡en este caso, estamos ante algo que es mucho más que una simple casualidad!»,
exclamó Arisbe con pasión. «El mensaje que recibí hoy ya la pequeña me lo había
comunicado fidedignamente dos meses atrás. Estábamos de pie en la terraza,
contemplando la luna llena y en plena charla, cuando Casandra suspiró
abruptamente y dijo: “No te vamos a tener mucho más tiempo con nosotros,
Arisbe, Cuando vuelva a ser luna llena, tu esposo saldrá vencedor y te mandará
a decir que lo esperes en vuestro palacio”. Yo no le di ninguna importancia a
esas palabras, pero Práxedes me susurró al oído: “No olvides lo que acabas de
oír; lo que Casandra dice se cumple sin falta”. Y fíjate que así ha sido,
Padre.
»Y no solo eso;
su don de la sanación borda en lo milagroso. Yo la he estado observando, y ella
misma ve todo eso como lo más normal del mundo y no lo resalta en lo más
mínimo. Pero ¿de qué otra manera se le puede tildar sino como un milagro cuando
la niña sana un dedo fracturado con tan solo tocarlo, cuando le devuelve la
movilidad a una extremidad inmovilizada y nadie puede sentir la parte donde la
fractura soldó, cuando detiene una hemorragia con tan solo soplar en la zona
afectada o cuando alivia los dolores poniendo sus manos sobre el lugar de donde
provienen?
»¿No se han
fijado en que, además del don del canto, con el que deja a todos embelesados,
posee también el don de la poesía en sumo grado? Todo lo que canta brota de la
inagotable fuente de su ser interior, y las palabras y la melodía se
complementan mutuamente. Uno podría estarla escuchando toda una eternidad.
»¡Y a esta hija
de los dioses la dejáis llevar una vida propia de la más despreciada hija de
sirvientes! Padre, ¡no entiendo cómo puedes permitir algo así!».
Arisbe se había
ido acalorando y había acabado diciendo más de lo que tenía pensado. No era su
intención acusar a su padre de nada; sus palabras, empero, no podían
interpretarse sino como eso, una franca acusación. Príamo, en cambio, no vio en
ellas más que lo sincero del afecto que Arisbe sentía por su hija preferida, y
le hizo bien escucharlas.
«Si estuvieras
siempre aquí, Arisbe, no dudaría un instante en dejarte a Casandra. Pero
separarme de ella no puedo, y ella tampoco estaría dispuesta a marcharse»,
terminó agregando, pero el tono de estas últimas palabras no revelaba gran
convencimiento.
«Preguntémosle
mañana, Padre. Pero si se queda aquí, debes asegurarte de que esté rodeada de
amor y comprensión. La distante frialdad de la madre no puede menos que ejercer
un efecto fatídico en una niña de su edad».
Al día
siguiente, aprovechando que la pequeña vino a sus aposentos para traer flores y
colocarlas en un jarrón, Príamo le preguntó:
«Avecilla, ¿te
gustaría marcharte con Arisbe a su casa y quedarte por allá con ella unos
años?».
Casandra se
estremeció como alguien embargado por una alegría inesperada. Pero estas
emociones se esfumaron enseguida:
«No, Padre, me
quedo aquí contigo. El círculo de mi destino está ligado a Troya y debe
cerrarse con ella».
Tras estas
palabras, dichas por la niña con gran parsimonia, la pequeña volvió a
concentrar su atención en las flores.
De una posible
partida de Casandra no se volvió a hablar más. Y Arisbe no volvió a repetir sus
admoniciones. La mujer se había dado cuenta de que el padre tenía poca
influencia sobre su segunda esposa.
Llegó
el momento del regreso de esta hija a su hogar, y el propio Príamo la condujo a
la nave que habría de transportarla a su patria. Soplaban vientos favorables,
de modo que uno podía albergar las esperanzas de que el viaje transcurriría sin
contratiempos. ¿La volverían a ver de nuevo? Casandra respondió a la pregunta
del padre sacudiendo la cabeza con tristeza.
«No, ninguno de
nosotros volverá a ver a nuestra preciosa hermana».
«¿Por qué llamas
preciosa a Arisbe?», preguntó Creúsa, que se encontraba entre los allí
reunidos.
«¿Acaso no es
preciosa en cuanto a pureza de corazón y honestidad de carácter?», preguntó por
su parte Casandra.
«Bonita no es»,
manifestó Creúsa con cierto desdén.
«Todos nosotros
los que somos hijos de Hécuba somos mejor parecidos que los demás hijos de
Padre».
«¿De qué nos
sirve si no somos igual de buenos que ellos?», dijo Casandra con seriedad.
«Ninguno de nosotros puede compararse con los hijos que Padre tuvo con su
primera mujer. Todos ellos, sin excepción, son puros y buenos».
«¿Y tú, avecilla
mía?», preguntó el padre. «¿Acaso no eres tú alguien de alma clara y
luminosa?».
«Me encantaría
serlo», respondió soñadoramente Casandra, «para así ser digna de mi esposo».
Pese a la
evidente seriedad con la que la pequeña había dicho estas palabras, todos los
presentes prorrumpieron en carcajadas. Se les hacía demasiado gracioso el oír a
una niña hablar de su esposo como si fuera lo más natural del mundo.
«Pero si hace
dos años dijiste que tenías pensado quedarte soltera», la molestó Práxedes.
«¿Acaso en el tiempo que ha pasado desde entonces has conocido a alguien
merecedor de tu amor?».
Casandra apretó
los labios y su rostro se ensombreció.
«¡Déjenla
tranquila!», ordenó el padre. «¡No la fastidien, que ella no sabe lo que ha
dicho!».
Con su amor a la
verdad, Casandra no admitió semejante escapatoria. Con todo lo difícil que le
resultaba el hablar de algo que atesoraba en lo más hondo de su corazón, no
estaba dispuesta a comprar ese silencio con una falsedad. Suspirando, la niña
dijo:
«Yo sí sé lo que
dije, y es verdad. Mi esposo mora muy por encima de todo, y es sublime y puro.
Nunca podría ser digna de él».
La presencia del
padre les impidió a los hermanos y hermanas de la pequeña el hacerle más
preguntas, y más tarde estos acabaron olvidando las palabras de la niña.
Únicamente Práxedes las guardó en su corazón, abrigando a la vez el deseo de
que a la hermana le aguardara un destino luminoso. Príamo, por su parte, asumió
que uno de los dioses se le había acercado a su hija; lo ocurrido no le resultó
asombroso.
La
partida de Arisbe había dejado un vacío en la existencia de todos. Héctor y
Paris habían emprendido largos viajes, «en busca de alguien a quien desposar»,
rumoreaba la gente. Poco a poco, Déifobo había devenido en el representante y
el hombre de confianza del padre, mientras que Polidoro hacía su vida, vida
esta de la cual no le hablaba al padre y que le creaba a este último no pocas
preocupaciones.
Llegó el momento
en que Casandra oyó algo al respecto, y su corazón se volvió un hervidero de
emociones. La pena por el padre y la indignación hacia el amado hermano
luchaban en el seno de su alma. La niña estaba consciente de que era aún muy
pequeña como para hablar de esas cosas, de las cuales había oído de pura
casualidad. Mas una mañana en que Casandra estaba en el jardín regando las
plantas, Polidoro venía de regreso de sus andanzas nocturnas. Al tratar el
joven de ingresar al palacio de manera furtiva, la niña lo llamó.
«No te da pena,
hermano, el darle un tan mal ejemplo a tu hermana menor», le espetó la pequeña
al joven en una mezcla de picardía y enojo que surtió un mucho mejor efecto en
este que el más largo de los sermones que el padre podría haberle dado.
«Por supuesto
que me da pena, pequeña», dijo el muchacho, avergonzado. «Es por eso que, en
lugar de entrar por el frente, a través del gran portón, lo hago por detrás, a
escondidas».
«¡No lo vuelvas
a hacer, Polidoro!», le rogó la niña, sus grandes ojos lanzándole al joven una
mirada implorante.
El semblante de
la pequeña adquirió de repente un matiz diferente. Con asombro, el muchacho
observó cómo el rostro de su pequeña hermana se transformaba de tal manera que
terminó asemejándose al de una persona adulta. Las facciones y los ojos de
Casandra se transformaron en los de una adivina, y la niña, en un aparente
estado de plena conciencia, dijo:
«Es necesario
que todos nos mantengamos lo más puros y gratos a Dios que sea posible. Sobre
Troya se agolpan las borrascosas nubes de un destino fatídico. Uno de los hijos
de Príamo va a ser el causante. ¡Que no resultes ser tú, Polidoro!».
El hermano no se
atrevió a interrumpir a Casandra en ningún momento para hacerle preguntas. Como
hechizado, permaneció frente a ella a la espera de que la niña siguiera
hablando. Y así lo hizo esta:
«El terrible
acontecer se acerca cada vez más. Las nubes soltarán su contenido cuando reine
la mayor alegría… ¡El miedo me embarga!».
Soltando un
lamento, la pequeña agorera se desplomó sin conocimiento a los pies de su
hermano. Este la cargó en sus brazos y la llevó a su habitación, encomendándola
al cuidado de Dinia sin contarle a esta nada de lo sucedido. De hecho, a nadie
le contó sobre lo ocurrido. Al joven le daba vergüenza haber sido la causa de
la profecía. Sin embargo, al día siguiente Casandra daba la impresión de
haberlo olvidado todo. Ese era siempre el caso cada vez que la niña anunciaba
algo sin volición consciente.
Mas lo acaecido
no dejó de tener sus consecuencias. Polidoro, espantado en lo más profundo de
su ser, hizo un serio esfuerzo por encauzar su vida por un mejor camino. El
padre, regocijado por ello, le confió a este, su hijo más joven, todo tipo de
encomiendas que, en calidad de enviado del rey, lo llevaron a otras tierras y
le valieron grandes honores.
Así, llegó el
día en que Creúsa decidió aceptar la propuesta de matrimonio de Eneas. Si bien
quien habría de ser su esposo era bastante mayor que ella, el hombre era el
único disponible, y Creúsa no estaba dispuesta a quedarse soltera.
Casi al mismo
tiempo, Héctor vino a casa con la encantadora Andrómaca, hija de Eetión, el rey
de Tebas, de modo que el lugar de la hija que partía fue enseguida ocupado por
una nueva. Este trueque fue de gran repercusión para la vida de Casandra.
Andrómaca cayó rendida a los pies de la encantadora niña y no dejaba de
asombrarse ante las facultades de Casandra, dándole así el verdadero valor que
la pequeña merecía.
Su afable
naturaleza le ganó el corazón de Hécuba, con lo cual Andrómaca, de manera
lenta, pero segura, acabó logrando que la princesa comenzara a aceptar a su
hija más pequeña más de lo que lo había hecho hasta entonces. Cada vez que se
daban desacuerdos o malentendidos, Andrómaca intervenía y dirimía las
diferencias.
Casandra se
encariñó grandemente con la joven. A esta liga se sumaba Práxedes, a quien su
amor por el médico Hipomarcos le había traído gran sufrimiento. Príamo no
quería saber nada de un casamiento de su bella hija con un hombre que había
nacido esclavo, de modo que acabó desterrando a Hipomarcos. Bajo los embates de
una tormenta, el barco que había de llevar al hombre a Grecia, su tierra natal,
acabó zozobrando y muchos de los que se encontraban en él terminaron ahogados,
entre ellos el médico.
Desde ese
momento fue como si Práxedes se transformara en otra persona. La joven cayó
presa de una melancolía que la fue atenazando cada vez más. Marchitándose poco
a poco cual flor deshojada, acabó exhalando el último aliento en lo que fue una
muerte prematura.
El círculo de
hermanos fue reduciéndose cada vez más, y Hécuba tuvo que resignarse a permitir
que Casandra cobrara más protagonismo a fin de no terminar excluyéndose a sí
misma de su propia familia. Sin embargo, el corazón puro de esta su hija más
joven le hizo más fácil todo.
Casandra no mostraba
sino respeto y obediencia para con su madre y terminó convirtiéndose en alguien
prácticamente indispensable para la princesa. La pequeña sustituyó a Dinia en
la supervisión de las sirvientas, y en el desempeño de esta labor la niña tenía
la habilidad de vencer cualquier oposición o resistencia con palabras afables o
recurriendo a alguna chanza. Dinia se había ido a vivir con Andrómaca, quien
estaba enfrascada en los preparativos para darle la bienvenida al futuro rey de
Troya. Ni por un instante le pasó por la cabeza a esta o a Héctor que el hijo
que esperaban pudiera ser una chica. La pareja le había preguntado a Casandra
al respecto, y como respuesta, esta se limitó a decir:
«Pónganle
Astianacte al pequeño».
Ahora ambos
estaban seguros de que iban a tener la alegría de poder darle la bienvenida a
su futuro heredero.
En una noche de
tormenta, el pequeño Astianacte abrió los ojos a este mundo, bajo el cuidado de
Dinia. Andrómaca cayó gravemente enferma, y la fiel sirvienta no podía
separarse de ella por un solo momento, de modo que Casandra asumió el cuidado
de su pequeño sobrino. Pese a su preocupación por Andrómaca, la niña se sentía
inefablemente feliz cuando sostenía al bebé en sus brazos y no fue sino a
regañadientes que se lo entregó a su madre una vez que esta había
sanado.
A cambio llegó
otro sobrino a acaparar el amor y la entrega de la niña: Ascanio, el hijo de
Creúsa y de Eneas, no quería desarrollarse como debía en casa. Su madre no
tenía tiempo para él, ocupada como estaba con fruslerías y baratijas, salidas y
eventos sociales. Ascanio fue llevado adonde los abuelos, y el pequeño, bajo el
atento cuidado de Casandra, comenzó a crecer sano y fuerte.
«Es evidente»,
dijo maravillada Andrómaca, «que bajo el cuidado de tus benditas manos todo crece
y prospera, ya se trate de una flor, un animalito o una personita».
Casandra rio:
«Bueno, por lo
menos, para algo sirvo después de todo».
El amor por su
sobrinito la llevó a comenzar a aprender a cocer. De todas las labores
propiamente femeninas, el corte y costura era la que más detestaba.
«Es que uno
tiene que estar sentado tan quieto, haciendo una pasada de aguja tras otra,
esta idéntica a la anterior. Si uno pudiera cocer como mejor le pareciera, ahí
sí que lo haría con gusto. Eso sí, no me imagino qué creaciones habrían de
cubrir nuestros cuerpos en ese caso».
La niña no pudo
menos que reír de tan solo pensar en ello.
Hacía
bastante tiempo ya, una parte de las tropas troyanas habían sido enviadas a
expulsar del reino a fuerzas del pueblo vecino que habían cruzado la frontera.
Habiendo resultado victoriosas, las tropas podían ahora regresar a casa; en sus
filas, empero, traían a gran cantidad de heridos y enfermos.
La bárbara tribu
a la que se habían enfrentado usaba flechas envenenadas, las cuales, si bien no
resultaban letales en el caso de lesiones leves, traían consigo, producto del
veneno que llevaban, que las heridas no pudieran sanar, trayendo así el brote
de enfermedades difíciles de tratar que invadían todo el cuerpo.
Los médicos no
sabían qué hacer. Los galenos lamentaban la muerte de Hipomarcos, quien poseía
un gran conocimiento sobre venenos. Con el fin de alojar a los enfermos y
achacosos, se prepararon y acondicionaron grandes pabellones en los que
aquellos yacían gimoteando y quejándose, a la vez que maldecían su suerte por
haberlos condenado a esa existencia martirizante en lugar de regalarles una
muerte rápida y honrosa.
Conmocionado por
el panorama que halló al recorrer los pabellones, Príamo tocó el tema en casa.
Héctor propuso liberar de su sufrimiento a los más enfermos con una muerte
rápida, envenenando la comida que se les habría de dar al día siguiente. Con
ello se le podía poner fin a todos sus martirios.
Hécuba soltó una
risa burlona.
«¿Para qué
devanarse los sesos por cuestiones que nos son ajenas? Si se tratara de alguno
de los nuestros, ahí sí que tendría sentido el buscar la manera de cómo ayudar.
En mi opinión deberíamos dejar de gastar energías pensando en el asunto».
Andrómaca se
levantó de su asiento y, pidiendo silencio, señaló a Casandra, quien se
encontraba de pie junto a la ventana, su rostro, pálido en extremo, alzado
hacia el cielo.
«¿Y a ella qué
le pasa?», preguntó Hécuba, quien nunca antes había visto a su hija en
semejante estado.
Nadie respondió.
En eso, Casandra se puso a hablar en el tono que los otros ya conocían:
«¿Quiénes os
creéis que sois para acortar una vida cuya duración solo Dios puede determinar?
¿Quién sabe si esos martirios físicos no tienen por propósito ayudar a la
sanación del alma en cuestión?».
La joven adivina
guardó silencio por largo rato, y ni siquiera Hécuba podía sustraerse del
encanto que emanaba de ella.
Momentos así
siempre resultaban sagrados. Casandra volvió a hablar:
«Asclepio me
está mostrando una hierba que debéis machacar y ponerla, con su jugo, sobre las
heridas. La planta absorbe el veneno; de ahí que debéis cambiar la cura varias
veces al día y quemar las hierbas ya usadas. En cuanto a aquellos que no
presentan heridas y, aun así, yacen martirizados por su condición, deben consumir
la hierba como té».
La voz de la
muchacha se fue apagando hasta que, finalmente, dejó de escucharse. Andrómaca,
quien sabía que la niña ya no volvería a hablar, fue adonde ella y la abrazó
amorosamente.
«Casandra, ¿qué
aspecto tiene la hierba?», preguntó la mujer con insistencia.
Muchas habían
sido las veces en que le había tocado ver cómo, al despertar, Casandra ya no
recordaba nada de lo que acababa de anunciar. Esta vez quería al menos retener
una idea del aspecto de la hierba. Mas Casandra, ya de vuelta a la realidad,
meneó la cabeza.
«¿Qué hierba?».
Los presentes se
miraron alarmados. ¿De qué servía saber que había un medio de curación cuando
no se conocía la hierba?
Una vez más fue
Andrómaca quien decidió al menos hacer un intento.
«Vayamos de inmediato
al bosque a buscar hierbas medicinales», propuso la mujer. «Quizás alguno de
los dioses nos sea propicio».
Armadas de
cestas, salieron las tres, habiendo sido Dinia la última en sumarse a la
cuadrilla, instada por Andrómaca. El grupo se desplazaba evitando decir
palabras innecesarias hasta que, de repente, Andrómaca exclamó:
«Asclepio tiene
que ayudarnos».
Casandra se
quedó mirando a la mujer.
«Asclepio», dijo
como en un sueño. «¿Asclepio? ¿Quién es ese?».
Nadie respondió.
Andrómaca les rogó fervientemente a los dioses que, por el bien de muchos cuya
vida se había convertido en un suplicio, enviaran ayuda. Dinia también inundó
su corazón de una plegaria. En eso las tres vieron una figura luminosa. La
misma era tan sutil y delicada que daba la impresión de ser transparente, mas,
aun así, era claramente reconocible.
«¡Asclepio!»,
exclamó jubilosa Casandra sin darse cuenta. «¿Vienes a traerme la hierba?».
La figura levantó
el brazo derecho; en su mano sostenía una plantita de hojas rizadas y color
verde oscuro. Casandra se apresuró a agarrar la planta, y la figura
desapareció.
Despertando de
su estado, la niña les dijo a las otras:
«Miren qué
planta más rara he encontrado».
Las mujeres
mostraron su asombro y no hicieron ningún comentario sobre lo que habían
acabado de vivir. Nunca antes habían visto semejante planta; sin embargo, ahora
parecía crecer por todas partes. Con alegría cada una de ellas llamaba la
atención de sus compañeras sobre ello. Las jóvenes se pusieron a recoger la
hierba sin permitirse una pausa, y al poco rato ya las cestas estaban llenas.
«¿Y qué vamos a
hacer con la plantita?», preguntó Casandra.
Andrómaca le
explicó que la iban a usar para curar a los guerreros enfermos. Una vez de
vuelta en casa, ella y Dinia se dieron a la tarea de machacar las hierbas y
hacer el té. Después permitieron que Casandra las acompañara para ayudarles a
cambiarles la venda a los guerreros y proporcionarles refrigerio.
En los grandes
pabellones para enfermos reinaba un aire opresivo, y ello pese a que todas las
ventanas estaban abiertas.
«Cubrid los
techos y poned cortinas de lino a lo largo de todas las paredes como protección
contra los rayos del sol», dispuso Casandra. Esta recomendación fue del agrado
de los demás, que se apresuraron a implementarla.
Allí donde se
hacía uso de las hierbas curativas, comenzó a propagarse un magnífico olor que
parecía llevar consigo la promesa de la sanación. Los dolores comenzaron a amainar
y las distorsionadas expresiones faciales se relajaron.
«¡Gracias,
Asclepio!», murmuraba Andrómaca.
La mujer
instruyó a las cuidadoras para que hicieran un uso adecuado de las hierbas, las
cuales prometió conseguir en gran cantidad. Después las tres jóvenes se fueron
de nuevo al bosque, y como la vez anterior, no tuvieron problema alguno para
encontrar las hierbas.
Mientras
participaba en la recogida con las otras, el espíritu de Andrómaca se puso a
reflexionar sobre el enigma que era Casandra. ¿Cómo era posible que a esta
muchachita tan joven aún se le otorgara el honor de anunciar semejantes
profecías y que la niña después no se acordara en absoluto de lo que había
presagiado? Si Casandra no fuera un ser tan puro e impoluto, uno no tendría más
remedio que pensar en la posibilidad de que se tratara de un artificio para
conseguir algo. Esa posibilidad, empero, quedaba descartada en el caso de la
niña. En la noche, la mujer tocó el tema con Héctor. Este se echó a reír:
«No te rompas tu
bella cabecita con semejantes cuestiones», dijo de buen humor el hombre.
«Casandra siempre ha sido así. Y, seguramente, así debe ser».
Mas Andrómaca no
podía dejar de pensar en ello. ¿A quién podría preguntarle? A Déifobo, claro.
El joven, si bien no era particularmente sabio, tenía una conexión sumamente
estrecha con Casandra. Quizás él sabía. Así fue como la mujer acudió a Déifobo
en busca de una respuesta a su interrogante. El jovenzuelo, por su parte, quedó
atónito ante la pregunta de Andrómaca:
«Con lo
inteligente que eres, Andrómaca, y ¿me vas a decir que tú no sabes la respuesta
a esa pregunta?», dijo Déifobo en un tono casi de reproche. «Ponte a pensar en
lo seguido que Casandra se ve obligada a ver y a anunciar cuestiones graves y
sombrías. ¿Cuántas veces no tiene ella que llamar a abandonar un derrotero
marcado por el pecado, cuando ella misma no sabe nada de pecados? Si Casandra
se acordara de todo cuanto debe decir por encargo de los dioses, cuál no sería
la carga que habría de arrastrar su alma. Es por eso que los dioses, en su
bondad, le han puesto una venda sobre los ojos. Casandra anuncia, pero no ve
nada; habla, pero no sabe nada. Ahí está la respuesta», cerró Déifobo con un
suspiro de alivio lo que había sido un discurso inusualmente largo tratándose
de él. –
Fue como un
milagro el tremendo efecto que tuvo la hierba en los pabellones de los
adoloridos guerreros. Uno tras otro, estos pudieron, ya curados, ir abandonando
los salones del martirio. Y lo hacían sintiéndose rejuvenecidos y dotados de
nuevos bríos. Dondequiera que se aparecían las tres jóvenes, estas eran
recibidas con exclamaciones de júbilo y gratitud.
Hacía bastante
que habían dejado de ir a buscar hierbas. Como medida de precaución, habían
considerado el acumular una reserva. Sin embargo, a partir del día en que se
acabó la necesidad inmediata de las plantas, se les hizo imposible a las
mujeres encontrar más, buscaran donde buscaran. Era como si la tierra se las
hubiera tragado.
«Debe de ser que
ya pasó la temporada», aventuró Andrómaca. Regresemos el año que viene en el
momento justo, para así acumular una reserva».
Casandra, sin
embargo, sonrió.
«Los pequeños
espíritus de las plantas y la tierra no quieren que eso que nos han dado en una
situación particularmente difícil acabe convirtiéndose en algo ordinario. Cada
vez que nos haga falta, debemos volver a pedirlo y dar las gracias por ello. Si
siempre tuviéramos la hierba a mano, nos olvidaríamos de la necesaria gratitud.
El milagro dejaría de serlo para nosotros».
«Puede que
tengas razón, Casandra. Pero ¿a qué te refieres cuando hablas de pequeños
espíritus? Esos espíritus, ¿puedes verlos?», preguntó Andrómaca con gran
interés.
«Siempre, desde
que tengo uso de razón. De hecho, se me hace raro que vosotros no los veáis
también. Los hay de muchos tipos diferentes. Pero… no les gusta que hablan de
ellos». –
Por
órdenes del padre, Héctor se dispuso a partir hacia la frontera occidental del
reino. Desde allá llegaban todo tipo de rumores sobre saqueos y pillaje, hurto
de ganado y secuestro de mujeres, y Héctor debía restaurar el orden a filo de
espada. Andrómaca había decidido acompañar a su esposo, de modo que Dinia quedó
a cargo del cuidado de Astianacte, responsabilidad esta que la mantenía
totalmente ocupada.
Ello trajo
consigo que Casandra permaneciera bastante tiempo sola y teniendo que
agenciárselas por sí misma, mas esto no era algo que le incomodara. Casandra le
tenía apego a Andrómaca y a Dinia, leales como estas eran, pero cuando se
quedaba sola, venían entonces a ella otros seres que, normalmente, rehuían la
presencia de los hombres. Y estos seres le traían alimento para el alma.
Hasta entonces
no lo había percibido de esa manera; o en todo caso, no se había detenido a
pensar sobre ello. Mas ahora buscaba con toda intención la soledad, a fin de abrirse
a todas las corrientes que corrían a su encuentro en momentos así.
A menudo, se
sentía como permeada por los rayos del Sol, los cuales siempre dejaban su ser
interior bañado de claridad y luz, dejaban su alma rebosante de calor y vida. O
si no, era entonces el viento que se le acercaba en soplos ligeros a fin de
transmitirle algún mensaje que hacía entonces surgir en su alma imágenes de
cosas supraterrenales. En otras ocasiones era como si las flores y las piedras,
los animales y las olas le hablaran. Siempre era diferente cada vez; y siempre
igual de bello. Y cuando Casandra trataba de hacer memoria, no podía menos que
concluir que, en realidad, siempre había sido así; no más se había hecho más
latente con el paso de los años. Ahora sabía que lo que había percibido como
rayos de sol venía de otras fuentes que aún le eran desconocidas.
Casandra no era
dada a cavilar. La muchachita recibía lo que le llegaba con sencillez y
gratitud, y sentía que con ello iba creciendo interiormente, sentía que de esa
forma maduraba en ella un entendimiento de todas las cosas. Y esto la hacía
enormemente feliz.
Como la
muchachita había abandonado sus largos paseos y ahora pasaba la mayor parte del
tiempo en compañía de Andrómaca o de Dinia, Astor se había vuelto prescindible
como su acompañante, de modo que su padre dio la orden de que lo usaran como
perro guardián en el atrio del palacio. Al principio, le resultó difícil
separarse de su fiel amigo. Mas ahora se sentía agradecida de no verse
abruptamente interrumpida en sus ensoñaciones por un hocico húmedo tocándola y
de no sentirse constantemente observada por los grandes ojos del vigilante
perro.
Su lugar
predilecto era un bosquete en el que se sabía protegida de toda mirada curiosa.
En este bosquecillo había un banco de césped en el que era un verdadero placer
descansar. Allí solía la muchachita tenderse a todo lo largo, las manos detrás
de la cabeza y el alma abierta a todas las corrientes que a ella afluían.
Fue así como un
día en que la fragancia de las flores que le rodeaban se le antojó exquisita
como nunca antes, la muchachita cerró los ojos para así concentrarse mejor en
el cúmulo de sensaciones que la invadían. A la fragancia se le fueron sumando
sonidos oscilantes de delicada y encantadora naturaleza que parecían embargar
su alma de tal suerte que esta acabó vibrando en armonía con ellos, elevándose
así cada vez más alto. Casandra se sintió transportada y una indescriptible
sensación de bienestar invadió todo su ser.
«¡Ojalá nunca
acabara!», pensó en su estado semiconsciente.
Pero sí que
acabó; al menos la sensación ondulante y de ser transportada. Casandra tuvo la
impresión de ser depositada suavemente en medio de las fragancias y los
sonidos, allí adonde parecían converger todas estas corrientes supraterrenales.
De su cuerpo
Casandra ya se había olvidado por completo; su alma, empero, tenía los ojos
bien abiertos. Receptiva y llena de confianza, la misma se vio rodeada de la
más exuberante abundancia de rosas de múltiples pétalos y cabezas inclinadas,
cargadas como estaban éstas de su delicioso aroma. Pequeñas criaturas que se
asemejaban a niños la rodeaban cual nubecilla vaporosa; blancas avecillas
revoloteaban a su alrededor, abanicando su rostro, y todo su entorno estaba
permeado de maravillosas tonadas.
Llena de dicha,
Casandra miró en torno suyo: este era su hogar. Todo, absolutamente todo le
resultaba familiar. Esta era su patria, este era el lugar al que pertenecía.
Invadida de un júbilo sin igual, su alma bebió a grandes tragos la fragancia de
la patria y absorbió en su interior el resplandor proveniente de lo alto.
No fue sino al
cabo de horas que Casandra despertó de ese sueño, que no fue tal. La muchachita
se sentía fortalecida y rejuvenecida, se sentía como sostenida por una
sensación de estar protegida. No tenía ni idea de lo que había vivido. Lo único
que sabía era que la había hecho inefablemente feliz. Su alma era todo un
mosaico de sonidos y tonadas.
Cuando Casandra
se sumó a los suyos para la comida, era como si la muchachita estuviera rodeada
de una aureola dorada, obligando así a los demás a alzar la vista.
«¿Dónde estabas,
Casandra?», quiso saber Hécuba.
«En el jardín,
Madre», dijo la hija, a lo que, a fin de evitar más preguntas, añadió:
«Hay que poblar
más el jardín por el lado norte del palacio. La sombra ha vuelto a matar lo que
habíamos sembrado».
Acto seguido, la
muchachita se entregó de lleno a la discusión sobre lo que habrían de plantar.
Responder a preguntas sobre su vivencia hubiera sido insufrible para ella.
No era todos los
días, sin embargo, que Casandra podía acceder a lo que le pedía el corazón y
retirarse al banco de césped. A menudo eran las labores hogareñas que se lo
impedían; otras veces le retenía el deber de ayudar a una de las hermanas.
Tanto mayor, empero, era la alegría con que, tan pronto se desocupaba, corría
al encuentro de lo bello que la soledad le deparaba.
Llegó el momento
en que ya eran tantas las veces que había tenido la hermosa vivencia que le era
posible retenerla con conocimiento de causa para entonces poder disfrutarla en
los momentos de plena conciencia. La experiencia resultaba más bella cada vez;
las figuras angelicales, cada vez más encantadoras; las tonadas, cada vez más
completas. La última vez había incluso llegado a oír el sonido de una voz
encantadora. ¿Qué era lo que le había dicho la voz? Casandra ya no se acordaba,
pero de lo que sí estaba segura era de que la escucharía de nuevo.
El estar tendida
sobre el banco cubierto de vegetación comenzó a resultarle incómodo, así que se
sentó con la cabeza apoyada contra el tronco de una palma. Ahí comenzó su alma
de nuevo a vibrar en armonía con el Universo hasta sentir la niña cómo se
elevaba al reino florido de las beatitudes. Así le llamaba ella a su patria en
las alturas cuando pensaba en ella.
Las impresiones
eran más intensas y abundantes que nunca, y en eso se escuchó la voz
desconocida y tan querida y familiar al mismo tiempo:
«¡María!».
¡Qué nombre más
raro! ¿Sería a ella a quien estaban llamando así?
«¡María!».
En eso, la
pequeña prorrumpió en exclamaciones de júbilo:
«¡¿Madre, madre,
acaso eres tú quien me llama?!».
«Sí, querida
hija».
Ante Casandra se
alzaba una figura femenina inefablemente bella, lo más espléndido que su ojo
jamás había visto. A través de las vaporosas vestiduras se observaban miembros
de exquisita blancura, y la figura toda estaba cubierta de un manto azul, dando
al mismo tiempo la impresión de atravesar esta envoltura con su resplandor
interior. Casandra se acercó en silencio al arquetipo de la feminidad.
«¡Madre!».
Una corona cuyas
piedras parecían atravesar el Universo con su resplandor rutilaba sobre la
cabeza de la Reina, que ahora ponía sus manos en bendición sobre la cabeza de
María.
«Sigue
madurando, hija mía, para que ocupes el puesto que habrás de desempeñar a fin de
que se cumpla tu destino. Difícil habrá de ser este, pero la ayuda no te
faltará jamás. Que en lo adelante te acompañe el saber de tu patria, para que
así cuentes con un firme sostén en medio de las batallas e inseguridades
terrenales».
Casandra se vio
sola en medio de sus flores, llena como estaba de lo contemplado y lo vivido en
su interior.
Gritos
a viva voz la sacaron de su sueño, y al abrir los ojos, Casandra tenía ante sí
a Hécuba, que la miraba molesta de que su hija se la pasara durmiendo aquí en
pleno día. La niña aguantó con paciencia y afabilidad la lluvia de insultos que
le vino encima. Después de todo, visto desde su perspectiva, la madre tenía
razón.
«Dame la oportunidad de
recuperar lo perdido poniendo el doble de esfuerzo», dijo con humildad.
«Muéstrame el trabajo que se tenía que hacer».
«¿Trabajo?», dijo Hécuba
alargando la palabra. «Trabajo no hay ninguno. Pero no está bien que estés
durmiendo aquí afuera en pleno día».
Fue como si en eso despertara
lo de traviesa que aún le quedaba a la pequeña, que, mirando a la madre con una
sonrisa pícara, dijo:
«Creo que más mal hubiera
estado si lo hubiera hecho de noche».
Hécuba estuvo a punto de
explotar enojada, pero al ver los ojos sonrientes de su hija, se unió a la risa
alegre de Casandra, y ambas caminaron juntas hacia el palacio como si nada
hubiera sucedido.
Casandra, empero, se quedó
reflexionando sobre lo ocurrido. ¿Qué le habría ayudado a transformar el enfado
de la madre en lo contrario? El saber de su patria luminosa; ello la había fortalecido
de tal modo que los insultos no lograron causarle dolor. Por primera vez, su
corazón no se le había estrujado al pensar: «¡Así es Madre!».
Casandra sabía que su Madre,
maravillosamente bella y bondadosa como era, moraba en otro reino. ¿Quién era
Hécuba entonces? Semejante interrogante trajo que todo un alud de pensamientos
le sobreviniera a la pequeña. Ella le llamaba madre; Hécuba le había dado a
luz. O ¿sería así en realidad? ¿Había Hécuba verdaderamente dado a luz a su yo?
¡No, para nada! A lo que Hécuba había dado a luz era a su cuerpo terrenal, que
siempre quedaba atrás cuando ella entraba a su patria luminosa.
Ahora todo le quedaba claro:
ella era María, y su patria estaba en un reino de paz y de luz. Pero para poder
cumplir esa función suya de la que había hablado la madre celestial, era
también Casandra, cuyo cuerpo terrenal tenía una madre terrenal también, y esa
madre era Hécuba. ¡Eso mismo era! Y ¿cuál era su función? ¿Qué debía hacer
María en la Tierra como Casandra? No podía dejar de preguntarle eso a su
verdadera madre.
Ese día la niña se transformó
en doncella, se transformó en una muchachita cuyo ser interior aspiraba a las
alturas sin que por ello dejara de esmerarse por cumplir fielmente sus deberes
aquí en la Tierra. Su manera de ser se volvió cambiante. En un momento hacía
las delicias de su entorno con la candidez de su desenfado y su alegría
desbordante para de repente verse presa de una seriedad demasiado profunda para
alguien de su edad.
De manera igual de súbita
volvía entonces a irradiar algo que la gente no sabía cómo llamarle. Andrómaca
le llamaba divinidad. Con su sensible intuición, la mujer era la que mejor
entendía a Casandra, y la relación entre ambas se fue haciendo cada vez más
estrecha.
La jovenzuela florecía
maravillosamente en cuanto a su apariencia externa también. Su belleza opacaba
por mucho la de sus bellas hermanas. Todos y cada uno de sus movimientos eran
una expresión de elegancia y donaire. Su manera de vestirse respondía a su
propio gusto, el cual se apartaba de lo que había sido costumbre hasta
entonces. Las joyas no le llamaban la atención, y era más de su agrado el lucir
una simple cinta que la más costosa diadema; llevar una flor en alguna parte
del vestido le daba más gozo que lucir una fastuosa horquilla. Las manillas que
tanto les gustaba lucir a sus hermanas no provocaban sino rechazo en ella.
«No quiero andar por ahí
sonando como si llevara grilletes», respondía siempre a las exhortaciones de
los demás para que llevara en sus níveos y hermosos brazos manillas y
brazaletes de oro o de plata.
Siempre vestía prendas de
mangas largas y anchas. Los vestidos sin mangas que con sus abundantes pliegues
se sujetaban con cintillos a la altura de los hombros le parecían horribles.
Los aretes también le causaban rechazo.
«¡Ojalá pudierais ver cómo
lucís con toda esa quincalla bamboleante encima!», les recriminaba a las demás
que esperaban admiración por su abundancia de adornos. «Que las esclavas lleven
en la oreja la marca de sus dueños no es bonito, pero cumple un objetivo, y es
algo que uno puede entender. Vosotras, en cambio, no sois esclavas; ¿por qué
entonces os rebajáis con algo que en realidad debería ser una vergüenza para
vosotras?».
Sus vestidos le llegaban hasta
los dedos de los pies, y la jovenzuela se negaba a dejar al descubierto sus
hermosos pies, ni que decir tiene llevar algo que le llegara apenas a la
pantorrilla, exponiendo prácticamente media pierna como se había vuelto moda
con los vestidos acanalados por la parte delantera.
«¡Cómo es posible que no os de
vergüenza! Vais a acabar convirtiéndoos en objeto de burla».
Andrómaca terminó
avergonzándose y comenzó a imitar la vestimenta de la jovencita. No fue sino
entonces que se dieron cuenta de la maravillosa forma que cobraba su figura.
Hubo incluso quien se percató de que con los vestidos acanalados solo lograban
afear su figura y hacerla lucir más corta.
Una tras otra fueran las
mujeres cambiando su vestimenta, lo cual favoreció en grado sumo su apariencia.
No solo a lo exterior, empero, le resultó beneficioso aquello, sino que también
trajo un provecho interior, de lo cual las mujeres, sin embargo, no se
percataron. A sus prendas, eso sí, no estuvieron dispuestas a renunciar, y
solían reírse de la miseria de Casandra. Ni las palabras benignas de Príamo,
que le decía que no quería quedar como un padre desamorado que le niega a su
hija más joven el gusto de llevar joyas, ni las ocasionales críticas de Hécuba
consiguieron que Casandra cambiara de parecer en este sentido.
«Quizás comience a usar joyas
cuando ya esté vieja y fea», solía decir entre risas, lo cual, empero, no hacía
sino provocar una ola de indignación entre los demás, que para nada se
consideraban a sí mismos viejos y feos.
A menudo
regresaba Casandra a su patria luminosa, lo cual ahora le era posible en las
noches también. A su madre, empero, no la había vuelto a ver. La imagen de esta
permanecía radiante ante el ojo de su alma, y esto era motivo de tanta
felicidad para la doncella que la jovenzuela se sentía totalmente satisfecha y
ningún anhelo malsano la consumía.
Acababa de completar su
decimocuarto año de vida y toda Troya había recibido de manera festiva este
día, que significaba su entrada formal al mundo de las jovencitas. Muchas
fueron las bromas que se vio obligada a oír la muchacha, bromas dando entender
de que ya estaba lista para el matrimonio, y de que solo era cuestión de
escoger un marido. Que de todas partes vendrían príncipes a pedirle su mano a
Príamo, ya que la fama de su belleza había llegado a los más lejanos confines.
Casandra no hacía sino taparse los oídos, sonriente.
«Yo no me voy a casar», dijo
alzando la voz.
«Eso es lo que dicen todas las
doncellas, hasta que llega el hombre indicado», recibió por respuesta.
«El indicado», dijo pensativa,
y se dio a reflexionar cómo tendría que ser este “indicado”.
En eso, se alzó ante su alma
una figura radiante y victoriosa. Esta figura ya la había visto antes, este ser
masculino se le había acercado con anterioridad, pero no aquí abajo. Debía,
seguramente, venir de su patria luminosa. Y ella le pertenecía; de eso estaba
totalmente convencida.
Como símbolo de su entrada al
mundo de los adultos, Príamo le había dado dos habitaciones y su propia
servidumbre. Las habitaciones las podía amueblar como mejor le placiera, y las sirvientas
las podía escoger ella misma.
¡Qué bueno era su padre! ¡Mira
que complacerla hasta tal grado! Casandra le dio las gracias al rey, rebosante
de felicidad. Pocas cosas le dieron tanta alegría como recopilar los objetos
que habrían de adornar sus aposentos y darles el lugar que les correspondía
según su función estética.
Cuando ya estaba todo listo,
la jovencita exhortó a los suyos a inspeccionar el «reino de Casandra». Los
invitados contaban con ver algo especial, y no quedaron defraudados. Pero lo
especial no lo encontraron donde ellos esperaban. No había nada que resultara
llamativo, mucho menos feo. Todo respiraba belleza y armonía. A menudo era tan
solo la manera en que dos objetos estaban colocados uno al lado del otro lo que
les daba un nuevo sello.
Polidoro, que hacía apenas
unos días había regresado de un viaje a tierras lejanas y hacía gran alarde de
su conocimiento de costumbres y creaciones foráneas, no se cansaba de elogiar
lo mucho que las habitaciones de su hermana más pequeña sobrepasaban en belleza
lo que él había visto.
«Ya verás cómo terminas
haciéndote famosa por tu buen gusto, hermanita», exclamó con entusiasmo.
«¿Podéis acaso imaginaros algo más espléndido que el marco plateado de este
espejo engastado como está con piedras preciosas de color rojo que brillan cual
pétalos? Y cuando te colocas justo delante de él, la belleza resulta
insuperable».
Hécuba reconvino en tono algo
avinagrado:
«Lo que Casandra le ha negado
a su persona en adornos lo ha derrochado a manos llenas en sus habitaciones.
¡Mírala, Polidoro, no lleva ni una sola joya, ni una sola piedra preciosa!».
«Eso me parece maravilloso»,
aseguró el hermano cálidamente. «Alguien tan bella como Casandra no tiene
necesidad de resaltar su belleza usando joyas; al contrario, ello no haría más
que restarle brillo a esta belleza natural».
A fin de darle al día de la
más joven de las hijas del rey un carácter lo más festivo posible, los nobles
de Troya habían preparado un festival; en el jardín se hicieron presentaciones
artísticas consistentes en todo tipo de escenas que pretendían recrear la vida
de los dioses. El colofón lo constituyó la coronación de Afrodita, la diosa de
la belleza, escena esta en la que los versos contenían, implícita y no tan
implícitamente, varios homenajes a Casandra.
Todos los espectadores se
deshacían en elogios para lo presenciado; Casandra era la única a la que el
espectáculo se le antojaba aburrido. «Pero si los dioses no son así. La gente
no debe hacerse semejante idea de lo divino». En eso, apareció ante los
espectadores la figura de Apolo seguida de las musas, las cuales se le hacían
reconocibles al público por medio de sus atributos.
«Ay, tú, Luminoso», suspiró
Casandra para sus adentros. En eso, empero, pensó en cómo sería si Apolo se
colocara al lado de esta imagen suya y se les hiciera visible a todos, y ello
le causó tanta risa que no fue sino con gran trabajo que la jovenzuela logró
contenerse. Sin embargo, apenas logró suprimir las ganas de soltar la
carcajada, apareció algo más que la movió a la risa de nuevo. Y ya ahí Casandra
no pudo controlarse más. La muchacha reía tanto que las lágrimas le corrían por
las mejillas.
Resulta que en el espectáculo
había llegado el momento de que aparecieran los angelotes celestiales, y para
hacer este papel habían escogido, en lugar de niños, a muchachitas ya bastante
creciditas a cuyos pulcros vestidos les habían cosido alas de tela y plumas.
Bonitas no se veían las muchachas, pero a ellas, personalmente, les agradaba su
improvisado vestuario.
Fue al comparar a estas
criaturas con los angelitos que había visto en lo alto que a Casandra se le
activaron los músculos de la risa. Ahí la muchacha se puso un pañuelo en la
cara, ya que no quería ofender a gente que estaba dando lo mejor de sí. Los
actores y actrices, empero, asumieron que, ante tanta belleza, la emoción
sentida se había vuelto demasiado para la joven princesa, que veía un
espectáculo dramático por primera vez, y ello los hizo sentirse honrados y
recompensados con creces. ―
Ya después de concluido el
festival, la gente siguió hablando en el círculo familiar de lo que había
traído el día.
«¡Cuánto no daría por saber
qué fue lo que te causó tanta risa!», dijo Príamo afablemente. «Menos mal que
nadie notó lo mucho que te estabas riendo. Todos creían que era la emoción o
que te estabas ahogando».
«Bueno, para que me ahogara,
en realidad, faltó poco», dijo la homenajeada, sonriente y sin pena ninguna.
«Imaginaros cómo sería si los dioses se aparecieran al lado de esas caricaturas
que los representaban».
«A mí Afrodita y Apolo me
parecieron fantásticos. Ni los propios dioses los pudieran haber superado»,
reconvino Hécuba.
«¡Madre, que ni te oigan los
dioses!», exclamó Casandra con la alegría desenfadada que la caracterizaba.
«Apolo es más bello que lo que podría serlo cualquier hombre, y en cuanto a
Afrodita, aunque aún no la he visto, me imagino que también supera por mucho a
la figura que la representó en el festival de hoy. ¡No, y qué decir de los
ángeles!».
Casandra no pudo evitar volver
a prorrumpir en fuertes carcajadas que acabaron sacándole las lágrimas.
«Debe ser que aún eres
demasiado niña para disfrutar algo así», reconvino la madre. «Vamos a tener que
dejar pasar algunos años antes de que puedas volver a tomar parte».
Si pretendía que esto fuera un
castigo para Casandra, la reina se equivocaba. Su hija sintió alivio de no
verse obligada en el futuro a aburrirse con semejantes espectáculos. Cosas no
le faltaban con las que emplear el tiempo de una mejor manera.
Ante sus insistentes pedidos,
el padre le había permitido recibir instrucción, y un griego que había
naufragado en las costas de Troya se había convertido en su maestro de lectura
y escritura. La asignatura preferida de la jovencita era la astrología, que le
era impartida por un viejo egipcio que llevaba ya tiempo viviendo en la corte
del padre. El hombre le mostraba a la muchacha la trayectoria de los astros y,
sirviéndose de la posición relativa de estos, era capaz de leer muchas cosas.
Asimismo, podía incluso interpretar el destino de algunas personas partiendo de
estos flamígeros signos.
Un día Casandra le pidió que
le leyera lo que había escrito en las estrellas para ella también. Su Madre le
había hablado de «completar su destino», y a Casandra le hubiera gustado saber
a qué se refería la Eterna. Quizás lo podía averiguar a través de los astros.
El viejo accedió ingenuo, y,
tras disponer sus instrumentos, hizo sus anotaciones y realizó los cálculos
necesarios. De repente, su semblante se ensombreció.
«¿Qué te sucede, Akkore?»,
preguntó preocupada su discípula. «¿Acaso has visto algo malo escrito en las
estrellas para mí?».
Akkore juntó las hojas de
cálculo de un golpe.
«Hoy no se me está dando bien
este tipo de trabajo. Vamos a tener que dejarlo para otra ocasión».
Casandra se despidió y
descendió el torreón en cuya habitación superior se encontraban los
instrumentos del astrólogo.
Al día siguiente en la ciudad
corría como la pólvora la noticia de que al pie de la torre habían encontrado
el cuerpo hecho añicos del viejo Akkore. El viejo debe de haberse despeñado en
la noche, no sin antes destruir sus calculaciones y hacer trizas sus
instrumentos. «Debe de haber perdido la razón», pensaba la gente. Quizás había
leído en las estrellas algo desfavorable.
A Casandra le dolió en el alma
la pérdida de su viejo maestro, pero no se le ocurrió relacionar la muerte del
astrólogo con su futuro destino. Manos luminosas tuvieron la bondad de poner
una venda ante sus ojos.
Ya
era esta la segunda vez que Paris regresaba a casa de un viaje, pero, como en
la primera, no había logrado encontrar a alguien que le pareciera digna de ser
su futura esposa. Cuando se le preguntaba al respecto, su respuesta solía ser
que la mismísima Afrodita le había prometido como consorte la más bella de las
mujeres, y que él prefería esperar a que se cumpliera la promesa de la
diosa.
«Así nunca te vas a casar», le
advirtió Príamo. «Te vas a pasar la vida buscando por gusto».
«¿Qué le encuentras de malo a
Políxena, la hija del príncipe vecino?», preguntó Hécuba. «Es bonita, lozana y
de buen aspecto, y su padre es el monarca de un gran reino».
«¿Que qué le encuentro de
malo? Que es tonta y lerda. Además, su belleza no es de mi gusto», repuso
Paris, malhumorado.
Casandra también probó a dar
un consejo.
«Hermano, ¿no te gustaría
cortejar a Andrómeda, la hermana menor de Andrómaca?», preguntó con seriedad.
«Es difícil imaginarse a alguien más encantadora que Andrómaca».
«¿Y ya por eso crees que su
hermana menor tiene que ser como ella? Piensa en cuán diferentes son Práxedes y
Laódice. Te aseguro que quien ame a Práxedes quedaría amargamente decepcionado
con Laódice. No, hemanita, no pierdas tu tiempo; ya Afrodita me traerá a quien
habrá de ser mi esposa».
Paris ya no lograba
acostumbrarse a la vida en la corte del rey de Troya. No había lugar para él
allí ni ocupación que le trajera satisfacción. Producto de sus prolongadas
ausencias, la gente se había habituado a vivir sin él, y si bien el padre y el
hermano ahora buscaban la manera de que participara en todo, él necesitaba
independencia y el poder desarrollar su personalidad sin el impedimento que
otros pudieran representar para ello.
En cambio, la madre, orgullosa
como se sentía al ver a este hijo de especial belleza, quería consentirlo y
tenerlo constantemente a su lado, cosa que el apuesto joven detestaba. De ahí
que fuera un alivio para todos cuando Paris anunció que quería salir de viaje
por el mundo de nuevo, en esta ocasión por última vez. Su intención era no
regresar hasta que hubiera encontrado a la esposa que se merecía.
La noche antes de su partida,
se encontraban reunidos Príamo, Hécuba, Héctor, Andrómaca y Deífobo. Polidoro
se encontraba en uno de sus viajes, y Creúsa y Eneas llevaban ya unos meses en
las islas griegas, adonde los habían llevado los estudios del erudito.
Eneas era más un héroe de la
palabra que de la espada, y Príamo le dejaba hacer, ya que todos estaban
felices siempre y cuando Creúsa no se apareciera a perturbar la paz. El
carácter irritable y malhumorado que la mujer había puesto de manifiesto cuando
niña había empeorado con los años. Creúsa siempre se sentía de alguna manera
perjudicada, ignorada, pasada por alto o incluso injuriada intencionalmente.
Hasta de su matrimonio les echaba la culpa a los padres, y ello pese a que
Eneas era un esposo amoroso. Pero los padres deberían haber sabido que un
hombre tan mayor para ella jamás le ofrecería las distracciones que tan de su
gusto eran.
Héctor le acababa de
recomendar al hermano que buscara con más cuidado en Grecia esta vez, ya que en
el lugar abundaban los héroes de noble carácter; sobre todo de Aquiles se oía
muchísimo. En eso, Casandra se puso de pie y, caminando hasta la ventana,
corrió hacia un lado el tapiz que la cubría y se quedó contemplando la noche.
En ese momento, a todos les quedó claro que la joven vidente se disponía a
hablar, y un silencio expectante invadió la habitación.
La voz de Casandra se dejó
escuchar como si viniera de muy lejos, y le acompañaba un timbre más misterioso
que el que jamás había tenido:
«¡Ay, qué calamidad! Ya se
pone en marcha el sombrío destino de Troya. Los hijos traerán el sufrimiento
dentro de sus muros, y el pelo de Hécuba habrá de encanecer bajo el peso del
dolor y las penas. Príamo volverá a ver a sus hijos en el Jardín de Perséfone,
adonde él mismo habrá de ir a parar, desesperado por la suerte de Troya. El más
joven marchará a la cabeza y el padre cerrará la sombría procesión. ¡Ay, qué
calamidad!».
El horror se apoderó de todos
los presentes. ¿Cuándo habría de suceder eso de lo que hablaba la joven? ¿Sería
para dentro de poco? En eso, Casandra comenzó a hablar de nuevo, su voz
temblando de dolor:
«Los hijos están para levantar
un reino. A Troya, empero, sus hijos le traerán sufrimiento. Troya se tira de
los cabellos y se retuerce de dolor. Un hijo habrá de transformar la alegría en
angustia, y el otro será el causante de la desaparición de la soberbia Troya».
Casandra permaneció un buen
rato junto a la ventana, pero no habló más. Finalmente, Andrómaca condujo a la
exhausta joven de vuelta a su asiento, donde esta fue poco a poco volviendo en
sí. Todos perdieron las ganas de seguir hablando tras escuchar algo tan
espantoso, y en silencio cada uno de los presentes acabó retirándose a sus
aposentos.
«¡Mi última noche!», le dijo
Paris con enojo a la madre. «Perfectamente, ella podría haber esperado a mañana
para soltar sus lamentos de pájaro de mal agüero».
«Así mismo es, Paris. No se
trata sino de lamentos de pájaro de mal agüero», le dio la razón Hécuba, y con
ello logró la mujer librarse de la lobreguez que se había apoderado de su alma.
«Casandra jamás tiene algo alegre que anunciar. Cada vez que habla es para
hacer predicciones siniestras».
«Tampoco se puede ser injusto,
Madre», terció Paris, que amaba a su hermana y que ya empezaba a arrepentirse
de su enfado. «Hace poco me enteré de cómo los dones de Casandra les habían
salvado la vida a los guerreros». –
Paris
emprendió su viaje, y la vida en el palacio real de Troya siguió su
acostumbrada marcha. Se recibieron noticias de Creúsa, que le había regalado a
su esposo un segundo hijo, el cual, sin embargo, había abandonado este mundo
poco después de su nacimiento. Príamo vio esta muerte como el comienzo de la
aciaga suerte que Casandra había predicho. ¿No había dicho la joven que el
menor sería el primero en partir?
Sirviéndose de una broma,
Héctor trató de disipar los turbios pensamientos del padre.
«Casandra habló de hijos, no
de sobrinos. Ya verás cómo no te van a faltar sobrinos, quienes podrán seguir
edificando tu reino, Padre.».
Personalmente, Casandra, como
de costumbre, no tenía ni idea de sus propias palabras; aun así, desde la
partida de Paris, la joven sentía su alma lastrada por un fardo indefinido.
Cantar se le hacía imposible, y parecía haber olvidado cómo reír, ella, a quien
siempre se le había hecho bien fácil reír a carcajadas.
Hécuba increpaba a su hija.
«Ahora que es un buen momento
para que les levantes el ánimo a tus padres con tu alegría, ¿dónde está ese
desenfado que te caracteriza? Andas de un lado para otro como la viva imagen de
la tristeza. ¡Deja ya esa congoja, hija!».
Con más frecuencia que de
costumbre, la muchacha escapaba a lugares donde pudiera estar sola, acudía al
bosquecillo para absorber la fuerza de su patria luminosa. De allí siempre
regresaba reconfortada, pero el peso que lastraba su corazón no se aligeraba en
lo más mínimo. Y si bien era capaz de realizar su trabajo mostrando aplomo,
paciencia y amabilidad para con todos, sin jamás llegar a dar la impresión de
estar de mal humor, su felicidad interior parecía haber terminado ahuyentada
por esa presión indefinida que sentía.
Hasta
que un buen día, Príamo se dirigió con solemnidad a la más pequeña de su prole.
Había llegado la hora de que la joven recibiera instrucción en el servicio del
templo si quería ocupar el puesto de sacerdotisa de Apolo. El horror invadió a
Casandra al escuchar estas palabras. ¿Qué podía responder?
El padre le presentó los dos
caminos que podía tomar: o dedicaba su vida a Dios, caso este en que habría de
sumarse a las novicias del templo, bailar las danzas en rueda, aprender bailes
y canciones y servir a las sacerdotisas, hasta que ella misma pudiera ascender
poco a poco de rango.
En su caso, lo más seguro era
que, al cabo de los años, llegara a alcanzar la dignidad de Suma Sacerdotisa.
Su don de profetisa se desarrollaría aún más, y la joven encontraría
satisfacción con creces para toda la vida. Cierto era que no podría casarse,
pero, al fin y al cabo, ella misma siempre había dicho que no tenía pensado
contraer nupcias jamás.
El otro camino era el de
sierva del templo. De tomar este, jamás pasaría de los dos rangos más bajos,
pero, por otro lado, sería libre de abandonar el servicio en el templo en
cualquier momento con el fin de casarse.
«Y si no escogiera ninguno de
esos dos caminos, Padre, ¿te pondrías triste? Después de todo, ninguna de mis
hermanas tuvo que pasar por el templo de Apolo. ¿Por qué yo sí?».
Casandra hizo esta pregunta en
un tono que rayaba en lo melancólico, y Príamo se quedó mirándola con ojos
llenos de bondad.
«Yo no pretendo obligarte a
nada, hija mía. Siempre ha sido costumbre que al menos una de las hijas del rey
se consagrara al servicio de Apolo, y tú eres la última que queda. Como ninguna
de las otras dos sentía inclinación por ello, te propuse a ti para ocupar ese
puesto. Además de que Apolo te ha conferido dones en abundancia, lo cual
también me hizo pensar que puede que él espere que hagas uso de ellos
sirviéndole a él».
«Yo todavía no estoy muy
segura de que haya sido Apolo en realidad quien me ha dado esos dones», declaró
Casandra. «A cantar sí que me ha enseñado él, pero hasta ahí. Todo lo demás que
domino y que sé hacer se lo debo a una guía más excelsa».
El padre sonrió complaciente.
«Todavía eres muy joven y,
seguramente, ello hace que apenas puedas distinguir qué dones se te han
conferido y de dónde han venido. Yo, tu padre, te digo que todo se lo debes a
Apolo, quien te ha colmado de bendiciones y ha hecho que todas sus musas te
dejen algo de sus dones. Seguro estoy de que él se molestaría si tú no
quisieras servirle. Hija, sin estar consciente de ello, le has presagiado un
destino ominoso a nuestra tierra. ¡Apacigua a los dioses consagrándote a su
servicio! Si Apolo no es lo suficientemente sublime para ti, escoge entonces a
Artemisa la Casta, que te quiere bien y se alegrará de contarte entre sus
sacerdotisas. De construirle un templo a la diosa me encargo yo. No vayas a
enfadar a los dioses con tu negativa.».
Príamo se había ido acalorando
durante su discurso. No era en absoluto su intención el presionar a su hija a
que optara por el servicio en el templo, sino que pretendía dejarla escoger
libremente lo que quisiera hacer. No fue sino mientras hablaba que le vinieron
a la mente todas esas nuevas ideas, las cuales él tomó como enviadas por Apolo,
con lo que se redobló el ahínco puesto en lo dicho.
Casandra se frotó las manos
nerviosamente.
«¿Tengo que decidir hoy mismo,
Padre?», preguntó con voz temblorosa. «Es que soy tan joven aún. Permíteme un
par de años más de libertad; quizás después termine optando voluntariamente por
eso que ahora mismo no puedo ver aún como lo más indicado».
«Si tan solo supiera que es lo
que tienes en contra del servicio en el templo. Si lo que pasa es que te causa
rechazo el hacerte sacerdotisa, incorpórate entonces a las filas de las
novicias como joven sierva. Con tu belleza y tu encanto, es seguro que ahí
también alcances una posición cimera».
«Padre, ¿acaso en el templo se
sirve por cuestión de belleza?». Príamo quedó desconcertado por la pregunta.
¿Qué le podía responder a su hija? Esta, por su parte, volvió a preguntar:
«¿No es acaso lo más
importante para servir a los dioses el ser casto y puro? ¿Y acaso no son muchas
de estas muchachas objeto de rumores y murmuraciones? ¿Llamas a eso ser una
verdadera sierva del templo?».
«Bueno, entonces sirve con
ellas, y verás cómo mejoran», repuso el rey, creyendo que con ello ponía fin a
la conversación de una manera favorable.
A Casandra, empero, le
sobrevino tal firmeza que encontró el valor para hablar:
«Padre, si he de servir y
dedicar mi vida, tiene que ser por lo más excelso. Apolo y Artemisa, empero, no
son lo más excelso, sino que son tan solo siervos de Aquel que gobierna los
mundos».
«¿Qué manera de hablar es esa,
hija mía? ¿Quién te ha enseñado a hablar así? ¿Acaso no sabes que con ello no
haces sino retar a los dioses y blasfemar de ellos? La desdicha le sobrevendrá
a Troya contigo haciendo tan mal uso del don de la clarividencia que Apolo te
ha conferido».
Fue en tono de enojo que
Príamo dijo estas palabras, pero Casandra no se dejó intimidar.
«Padre, vuelvo y te repito: no
fue Apolo quien me dio el don de la clarividencia. Todas las facultades que
tengo las traigo de mi patria luminosa. Allá arriba por encima de las nubes se
encuentra mi hogar, allí se encuentra mi madre y se encuentra Dios, que está
por encima de todos los dioses. Allí está Aquel a quien pertenezco».
La voz de la joven había
adquirido una sonoridad especial, sus ojos una luminosidad inusual. El padre se
cubrió los ojos con la mano.
«Puedes retirarte, hija mía.
No voy a obligarte a hacer algo que no quieres. No se hable más de servicio en
el templo entre nosotros. Trata de ayudar a Madre en la casa lo más que puedas
y no te entregues demasiado a tus reflexiones. Eso es todo lo que te voy a
pedir».
Al marcharse Casandra, que
estaba como aturdida por el modo tan inesperado en que esta peligrosa
conversación había terminado, Príamo mandó a buscar a Dinia. El rey quería
preguntarle a su fiel sirvienta si esta había percibido señales de trastornos
psíquicos en Casandra. La mujer negó esto decididamente e invocó a Andrómaca,
quien solía pasar mucho más tiempo con Casandra.
Andrómaca no pudo contener la
carcajada. A la mujer le parecía inconcebible que un padre pudiera tomar por
locura aquello que ponía a su hija muy por encima del resto de los seres humanos.
La risa de Andrómaca exasperó a Príamo, que quería que se le tomara en serio y
que no soportaba que se bromeara sobre cosas importantes.
Así que se fue con sus
preocupaciones adonde Hécuba, en quien por fin encontró alguien dispuesto a
escucharle, alguien que no trató de convencerlo de lo errado de sus
pensamientos, sino que, al contrario, buscó innumerables ejemplos para
reforzarlos.
¡Qué necedad la del rey!
Príamo no sospechaba el daño que le acababa de hacer a su hija. Hécuba les
comunicó su nuevo saber a las sirvientas y, en su chismorreo, les advirtió que
tuvieran cuidado con esta su hija más pequeña, que, cuando estaba mal
psíquicamente, solía decir muchas cosas que podían resultar peligrosas. Y las
murmuraciones fueron aumentando, propagándose como pólvora.
Casandra no lograba entender
por qué las mozas en los pabellones de trabajo ahora guardaban un silencio
mohíno o comenzaban a murmurar en voz baja al entrar ella, cuando siempre la
habían saludado con alegría al verla. No comprendía por qué se apartaban de
ella como para evitar que las tocara. Y ahora este extraño comportamiento
comenzaba a observarse entre los peones también.
En los establos y en la corte,
entre los guerreros, desapareció rápidamente la deferencia y el respeto que la
hija del rey siempre les había merecido. Cuando decía algo o daba una orden, no
podía estar segura de que se iba a llevar a cabo. Y cuando llamaba a contar al
negligente, la respuesta era un indiferente encoger de hombros.
Casandra le dio a la madre las
quejas sobre las sirvientas, a lo que Hécuba respondió para tranquilizarla que
a ella siempre se le había mimado con mucho amor, pero que no podía ser así
toda una vida, pues, a fin de cuentas, ya ella no era una niña. Casandra,
empero, podía percibir que eso no era lo que la madre estaba pensando en
realidad.
La joven acudió a Dinia, quien
llamó a las sirvientas a contar sin que Casandra estuviera presente. Mas las
sirvientas estaban conscientes de la estrecha relación entre Dinia y la
princesa, de modo que tuvieron cuidado de no manifestar la verdadera razón de
su comportamiento, y prometieron mejorar, cosa que en verdad hicieron por un
tiempo en el que se mostraron más respetuosas y dispuestas a servir a Casandra.
Estos esfuerzos, empero, eran tan evidentes que le dieron a la princesa que
pensar.
Casandra se sentía sumamente
infeliz. A su padre no podía acudir con sus preocupaciones, ya que no sabía si
al rey le daría por atribuírselo todo a su negativa a servir en el templo y
verlo como un castigo de los dioses.
Si tan siquiera pudiera ver a
su madre celestial para preguntarle. En el pecho de la joven cobró vida el
abrumador anhelo de ver a la Sublime. Si bien entre sus flores jamás dejaba de
encontrar la fuerza que deseaba, no importa cuántas veces ansiara de ella, la
respuesta a sus preguntas y el necesario consuelo en medio de su sufrimiento se
le hacían elusivos.
Consciente estaba la joven de
solo querer lo bueno y de su disposición de ayudar con gozo a todo el mundo.
Tanto mayor fue su afán en luchar por recuperar el amor perdido.
Hasta
que llegó un día en el que Casandra tuvo la impresión de haber perdido lo
último que le quedaba: la conexión con su patria luminosa. Ya varias veces con
anterioridad, la muchacha, tan pronto se adentraba en el jardín para buscar el
camino a las alturas, se había sentido como rodeada de sustancialidades que
ella percibía como perturbadoras.
Una tarde tórrida y bochornosa
en la que Casandra, como tantas otras veces, buscó refugiarse en el jardín a
fin de tratar de abrirse con total entrega, la moza se sintió de repente
rodeada de una luz y envuelta en melodías que nada tenían que ver con la
luminosidad y las tonadas provenientes de lo alto.
Pese a ser aquellas también de
naturaleza supraterrenal, se distinguían de estas por su carácter más basto, el
cual tenía un efecto seductor sobre los sentidos y hacía latir el corazón
impetuosamente. Inquietud y ansiedad era lo que traían, en lugar de paz y
armonía.
Y ahora tenía la joven ante sí
a la tan conocida figura luminosa de su infancia, Apolo, el más bello de todos
los dioses. Involuntariamente, Casandra cerró los ojos para no verlo, pero, al
fin y al cabo, no era con sus ojos terrenales que lo estaba viendo, de modo
que, por mucho que los cerrara, de nada le serviría. Cautivadora era la figura
del dios, que se erguía emanando amor y exigiendo otro tanto. Y caluroso se
volvió el entorno de Casandra, que no estaba acostumbrada a algo así, y solo
podía sentir rechazo por ello.
Fue entonces que sopló en
torno cuyo, cual saludo de otros planos, una brisa fresca y deliciosa.
«¡Madre!», exclamó feliz la
joven. «¡Madre, ayúdame, que yo no quiero eso que está tratando de
acercárseme!»
Y la madre ayudó. Velos
rosáceos descendieron en torno a la joven, envolviéndola, y los hombros de esta
se vieron cubiertos por el manto protector de la Madre. En eso se dejó escuchar
una voz severa e imperiosa que le resultaba sumamente familiar, pese a no
haberla oído en la Tierra jamás. Esta voz, retumbando cual eco proveniente de
todas partes, exclamó:
«¡Apártate de ella, so
impertinente! ¡María es mía!».
Sintiéndose protegida por esta
potente voz, Casandra se sumió en un sueño bienhechor mientras su rostro
irradiaba una sonrisa de felicidad. Al despertar, la joven se halló a solas. Ni
rastro del dios cuya presencia tanto la había martirizado; ni rastro de las
envolturas que la Madre le había enviado. Extendiendo los brazos al cielo, la
moza murmuró efusivamente:
«¡Madre, te doy las gracias!
¡A ti también te doy las gracias, poderoso auxiliador en medio del sufrimiento
cuya voz vengo a oír en la Tierra por primera vez! Es a ti a quien pertenezco;
de ello no me cabe duda».
Llena de su vivencia, la cual
no podía compartir con nadie, regresó Casandra al palacio, donde encontró a los
suyos intranquilos y consternados. Mientras ella, aparentemente, había estado
durmiendo en el jardín, el Sol se había opacado. Esto no podía sino significar
mala suerte para Troya.
De nuevo se vio la joven
obligada a soportar pesquisas y acusaciones veladas. Si los dioses están
enojados ―y sí que lo están, pues así lo dicen los propios sacerdotes―, la
culpa la tiene Casandra con su negativa a servir en el templo. Andrómaca les
recordó que Casandra ya había anunciado desde hacía bastante tiempo la
desgracia que habría de sobrevenir por causa de uno de los hijos. Nadie le hizo
caso. Del miedo que sentían, todos se habían vuelto inaccesibles a aquello que
los podía ayudar a pensar con claridad.
Perturbada, la muchacha se
retiró a sus aposentos. Hécuba la siguió para, sin la presencia de su esposo, convencer
a la hija de que se reconciliara con Apolo. Pisándole los talones a la reina
entró a la habitación Andrómaca, quien buscaba proteger a Casandra del
descomedimiento de la madre. Ambas llegaron justo cuando la joven vidente
comenzaba a profetizar lo que le era dado ver en esos momentos.
La moza se había recostado
contra la pared, la cual destacaba el contraste de ese rostro cuyas bellas
facciones se encontraban ahora desencajadas por un profundo dolor. Casandra
parecía haber envejecido varias décadas en tan solo un instante, e incluso
Hécuba se detuvo en seco al ver a su hija de esa manera.
Casandra, por su parte, empezó
a hablar:
«¡Ay de ti, pobre madre! Tus
ojos habrán de ser testigos de las más amargas vivencias. ¡Acera tu corazón,
como le corresponde a una madre de héroes!».
Esta lamentación tenía un tono
diferente al acostumbrado; estaba como preñada de dolor y de compasión. En eso,
guardó silencio la boca que hasta ahora mismo había estado compadeciendo a la
madre. Por su parte, esta, con su manera impetuosa de ser, ya se disponía a
abordar a Casandra con sus preguntas cuando, con mucho trabajo, Andrómaca logró
detenerla, indicándole que el espíritu de Casandra se encontraba bien lejos.
«Las olas vienen y van en su
constante vaivén, transportando y cargando aquello que reposa sobre su cresta.
Un barco batalla con ellas, un barco que transporta culpa e injusticia. Las
olas se abalanzan sobre él, arrastrándolo a las profundidades. Vidas que se
pierden y seres humanos que se hunden en las aguas. A los culpables aún no les
es dado descender al reino de Perséfone, y logran emerger de las aguas, siendo
rescatados para que así puedan expiar y hacer enmiendas».
En eso, la voz de Casandra se
tornó estridente, desapareciendo así todo rastro de su usual armonía, y
tambaleándose tanto que Andrómaca tuvo que abrazarla para evitar que se cayera,
la moza comenzó a hablar de nuevo:
«El segundo hijo le traerá la
maldición a Troya como no vuelva sobre sus pasos. El más joven marchará a la
cabeza, y atrás irán los demás».
«¿Y Héctor?», murmuró
Andrómaca en contra de su voluntad. Contrario a toda costumbre, Casandra
pareció haber entendido lo murmurado, su espíritu dio la impresión de haber
percibido lo dicho.
«Héctor, el magnífico Héctor
habrá de caer víctima de su hermano. ¡Ay de Troya! ¡Ay de los hijos de
Príamo!».
Hécuba se desplomó fustigada
por el miedo, y el sonido sordo de su caída despertó a Casandra, que, ayudada
por Andrómaca, fue en busca de su lecho, donde la joven enseguida quedó sumida
en un profundo sueño.
Solo entonces fue Andrómaca a
asistir a la princesa. La mujer contempló por un momento ese rostro desencajado
por el horror y a la vez marcado por una sombría palidez. Ni un atisbo de
belleza quedaba en él. A una Megera se le parecía la mujer de Príamo. Y esta
misma mujer quería mandar a Casandra. Esta misma mujer pretendía controlar a la
muchacha a su antojo.
Si Hécuba muriera ahora mismo,
cuánto no mejorarían las cosas para la hija, y quizás para toda Troya incluso.
Y ya Andrómaca se estaba dando la vuelta, asqueada, para marcharse y dejar a la
princesa ahí tirada hasta que esta recuperara el conocimiento por sí sola o no
despertara jamás cuando pudo más en ella la idea de que los dioses sabrían
porque, pese a todo, dejaban que personas así siguieran sobre la faz de la
Tierra, y que ella, Andrómaca, no era nadie para decidir al respecto.
Así que la mujer se dio la
vuelta para atender a la princesa sin conocimiento. Eso sí, una vez que Hécuba
abrió los ojos, Andrómaca llamó a las sirvientas para que siguieran ocupándose
de ella, pues no tenía deseo alguno de ponerse ahora a hablar con la princesa
sobre lo que acababan de oír.
¡Si tan solo lo hubiera hecho!
Para Hécuba era una necesidad impostergable expresar inmediatamente en palabras
todo lo que le sucedía. Cuanto más pronto le fuera posible banalizar con su
parloteo todas las impresiones vividas, tanto mejor para ella. Así, la princesa
les contó a las sirvientas sobre la causa de su desmayo.
El asombro mostrado por las
oyentes, sus conjeturas y sus lamentos le hicieron bien a la mujer, en cuya
alma cayó como un bálsamo el oír cómo una de las mozas comenzó a poner en tela
de juicio las palabras de Casandra:
«Princesa, tú ya sabes que a
tu hija más joven los dioses la han abandonado, así que lo que habla viene de
su locura. No se trata más que de las formas oscuras de su confuso pensar, que,
en momentos así, hallan expresión en palabras».
Estas palabras le sirvieron de
gran consuelo al espíritu de Hécuba, quien, apoyándose en ellas, halló el valor
suficiente para, por su parte, desprestigiar lo que había escuchado. Lo que
pudiera haber sido una bendición lo convirtió en maldición.
Mientras tanto, Andrómaca se
encontraba sentada en el lecho de su pequeño y reflexionaba sobre lo sucedido.
El miedo se había apoderado de su alma también. Si Troya había de correr una
suerte tan espantosa, ello implicaba que Héctor también estaba condenado a una
muerte temprana.
Gruesas lágrimas corrían por
el rostro serio de la silenciosa mujer, hasta que, sobreponiéndose al miedo que
la invadía, encontró Andrómaca las fuerzas necesarias para componer su alma y
lanzar una plegaria en la que les suplicó a los dioses que se compadecieran de
Héctor y apartaran la maldición de su amada testa, implorando también y con más
fervor aún que le dieran la fuerza para soportar todo lo que les sobrevenía.
Príamo
regresó de su campaña con noticias de que los pescadores asentados en las islas
que se extendían ante la costa de Troya habían recogido restos de un barco. Al
rey le preocupaba que estas tablas, que resultaban reconocibles por sus muchos
dibujos, pudieran ser del barco de Paris. ¿Qué podría haber pasado? Ya Paris
llevaba bastante tiempo fuera, y en Troya aún no se habían recibido noticias de
él. ¿Habría naufragado su nave en la travesía de vuelta a casa? ¿Habría él
logrado salvar la vida?
Hécuba no quería que se le
hablara de nada de eso.
«Son tantas las cosas sombrías
que he tenido que escuchar mientras tú estabas lejos, esposo mío», exclamó
disgustada la mujer. «Ahórrame el tener que escuchar conjeturas y suposiciones
que, probablemente, no son acertadas».
El rey se alarmó. ¿Qué sería
lo que Hécuba había tenido que escuchar? ¿Habría Casandra pronosticado
desgracias? Príamo fue a ver a Andrómaca, encontrando a la tan equilibrada
mujer totalmente cambiada. Al preguntarle, la esposa de Héctor rompió a llorar
y fue incapaz de responder por un buen rato, hasta que por fin le contó lo
mejor que pudo lo que Casandra había presagiado.
El rey solo oyó aquello que le
podía servir de consuelo. Paris, probablemente, había naufragado, pero había
logrado salvar la vida. Si el joven había incurrido en alguna culpa, ya tendría
la oportunidad de expiarla. La cuestión es que su hijo iba a estar de vuelta
con él.
El rey mandó centinelas a la
playa para que estuvieran pendientes de la llegada de cualquier bote o barco, y
los centinelas de la torre, habiendo recibido órdenes de que redoblaran la
vigilancia, examinaban el lugar con mirada aguzada buscando cualquier cosa que
pudiera resultar inusual.
Hécuba, por su parte, trató de
ahogar el pesar de su corazón sumergiéndose en trabajo. Las sirvientas
suspiraban bajo el peso de las faenas que se les asignaban y por la premura que
se les exigía en la realización de las mismas. Apenas terminaban con una labor,
ya estaban empezando con otra, y, por si fuera poco, tenían Hécuba arriba de
ellas reprendiéndolas por no haber terminado ya el trabajo que acababan de
comenzar. Hécuba, por su parte, se mantenía tan ocupada como jamás lo había
estado en su vida. La intranquilidad de su alma la llevaba a mantener sus manos
en actividad.
Un grupo grande de mujeres y
mozas habían coincidido en la única parte llana de la costa para encargarse del
lavado y secado de la ropa. El viento batía y secaba las húmedas prendas, pero
al mismo tiempo arrojaba agua en los ojos de las lavanderas. Una que otra vez
se desanudaba un pañuelo de cabeza, flotando entonces cual banderín en torno al
cabello de su portadora, o volando hacia el mar, provocando con ello las risas
de las muchachas. La reina apareció en el lugar personalmente, a fin de
asegurarse de que se estaba haciendo bien el trabajo.
«¿De qué se ríen, muchachas?
¡A trabajar! Antes de que se ponga el sol, ya toda esa ropa tiene que estar
lista».
Nadie le llevó la contraria a
Hécuba, pero las risas, una vez desatadas, ya se hacían difíciles de controlar,
de modo que aquí y allá se seguían escuchando risitas contenidas. Molesta, la
reina siguió su camino con ese andar apresurado que se le había hecho costumbre
y la vista clavada en el suelo. Ni el anchuroso mar con sus olas rompiendo
juguetonamente en la orilla ni el cielo azul y despejado de nubes lograban
apartarla de sus pensamientos preñados de preocupación.
Fue entonces que vio algo a lo
lejos, tirado en el suelo. Parecía tratarse de una viga dejada ahí por el mar.
En eso le vino a la mente lo que Príamo había dicho de un naufragio. Quizás la
viga le permitiría averiguar algo más. La mujer se acercó presurosa al lugar.
Eso no era ninguna viga, sino un ser humano. Se trataría de alguna de las mozas
que se había tendido ahí a descansar. La reina apresuró el paso aún más, y
resultó que se trataba de… un muerto.
Las olas lo habían
transportado a la orilla como quien lleva a un durmiente en sus brazos, y ahora
el cuerpo inerme yacía a todo lo largo en la blanca arena. Parte de sus
preciosas vestiduras le habían sido arrancadas por el embate de las olas, y los
ensortijados cabellos, ahora de hirsuta textura, enmarcaban el rostro
amarillento cuyos ojos abiertos mostraban una expresión de horror.
Profiriendo un lamento, Hécuba
se echó de rodillas junto al cadáver.
«¡Polidoro, Polidoro!»,
gritaba desesperada la reina, y las olas parecían recoger este «Polidoro» y
llevárselo consigo. De todas partes le llegaba a Hécuba el eco de este clamor.
«¡Polidoro, mi querido hijo!».
La mujer tiraba de sus
cabellos, se arrancaba las vestiduras, y palpaba el cuerpo inmóvil. ¡Oh, una
herida! ¡Y aquí otra! ¡A puñaladas había muerto su hijo más pequeño, su
preferido!
Ya los lamentos de la reina
hacía mucho que habían cesado cuando a las mozas se les ocurrió buscarla. Entre
gritos y alaridos, las mozas salieron corriendo de allí para decirles a las
demás, y se mandó un mensaje a palacio.
El propio Príamo acompañó en
persona a quienes se encargarían de transportar el cadáver de vuelta a su casa
paterna. El monarca había esperado encontrar al hijo náufrago, Paris. Y resulta
que a quien tenía ante sí era a su hijo más joven, su cuerpo sin vida, víctima
de un asesinato. ¿Quién habría sido el asesino? ¿Quién podría haber hecho cosa
así?
Polidoro había partido hacia
Tracia hacía unos meses para cerrar una alianza con el rey Poliméstor. Príamo
buscaba expandir su territorio a orillas del Helesponto con el fin de tener
mejor acceso desde el otro lado del estrecho. La región en cuestión era
propiedad de Poliméstor, que podía prescindir de ella conjuntamente con su
propio territorio.
A cambio, Príamo le había
ofrecido abundantes tesoros; el trueque tenía que resultar tentador. Nada se
había oído de Polidoro, cuyo regreso, sin embargo, debería haber tenido lugar
desde hacía mucho. Y ahora lo tenían por fin de vuelta, arrojado a tierra por
el mar como si se tratara de un trozo de madera inservible.
Grande fue el luto en toda
Troya. Todos habían querido al bello joven. Las conjeturas sobre la naturaleza
de su muerte competían en inverosimilitud, llegando a lo monstruoso. Príamo se
resistía a sepultar al difunto sin tratar de averiguar más sobre su muerte.
Pero, alegando que a fin de cuentas no se iba lograr averiguar más nada, el
sacerdote Laocoonte le estuvo insistiendo al monarca hasta que este dio su
aprobación para el sepelio.
Casandra lloró a su hermano
profundamente. La joven sabía que su muerte representaba el inicio del terrible
destino de Troya. Al recibir la noticia del terrible hallazgo de Hécuba, fue
como si una venda cayera de sus ojos. Consciente estaba ella de que el joven
partiría a la cabeza, pero que los demás le seguirían al poco tiempo. El
inminente regreso de Paris la llenaba de zozobra.
Unas
pocas semanas después del entierro de Polidoro, un barco mercante proveniente
de Grecia ancló en la costa trayendo consigo a comerciantes de artículos raros
que buscaban hacer trueque. Los mercaderes traían la noticia de que Helena, la
esposa de Menelao, el rey espartano, había sido raptada. Sobre la identidad del
atrevido raptor no tenían idea, pero de lo que sí estaban totalmente seguros
era que todos los príncipes griegos acabarían formando una alianza para
castigar al culpable.
En ese mismo barco había
venido una moza que, tras llegar al palacio real profusamente velada, había
pedido hablar con Hécuba. La joven resultó ser la hija de un noble fenicio que
había caído en cautiverio y vivido en la corte de Poliméstor como esclava.
Polidoro se había aparecido en
esta corte y ambos habían quedado perdidamente enamorados el uno del otro. El
joven le había prometido secuestrarla cuando llegara la hora de su regreso a
casa con la idea de llevarla a su patria y, en caso de que el padre de la
muchacha aún viviera, pedirle a este que le permitiera desposarla.
Pocos días antes de la partida
del hijo del rey, las negociaciones se habían ido al traste. En su mezquindad y
su codicia, el monarca no había estado dispuesto a renunciar al territorio ni
tampoco al tesoro, de modo que acabó asesinando a su huésped con sus propias
manos y, tras robarle el tesoro, mandó a lanzar su cadáver al mar. La joven
había huido a fin de traerles la terrible noticia a los padres de Polidoro.
Grande fue el asombro de la
muchacha al enterarse de que el muerto ya había sido enterrado en Troya, y no
fue menos su horror al escuchar que había sido la propia madre quien había
hallado a su hijo querido.
«Te quedas con nosotros,
Fenicia, que te trataremos como a una hija», dispuso Príamo, que quería hacer
una buena acción en memoria de su hijo.
A Hécuba también le pareció
buena la idea, y fue así como, por lo pronto, Fenicia permaneció en el palacio.
Cuando uno la conocía un poco más, se hacía difícil no notar que la joven debía
de ser de buena cuna. Pero Fenicia le rehuía a todo tipo de trato y no hacía
sino entregarse de lleno a su luto.
Conjuntamente con Hécuba, la
joven presentaba ofrendas y entonaba cantos para el difunto. Las mujeres solían
pasar tiempo juntas hablando de Polidoro, y en ellas comenzó a arder con cada
vez más fuerza el deseo de venganza. Este deseo acabó convirtiéndose en una
gran ansia, un ansia desenfrenada que no conocía obstáculos.
Ambas estaban conscientes de
que de Príamo no podían esperar ayuda alguna, así que tomaron la decisión de
ejecutar solas el plan concebido por Hécuba. Fenicia habría de regresar a
Tracia en secreto y en condición de anonimato.
La antigua esclava, que
conocía como la palma de su mano cada habitación y cada pasillo, habría de
colarse en el palacio y, aprovechando la oscuridad de la noche, asesinar al
rey. Ninguna de las dos mujeres se arredró ante la idea de confiarle el arma
asesina a la mano de una mujer. Su odio las había cegado, las había vuelto
inmunes a mociones más nobles del ánimo. Ahora, una cosa sí que tenían muy
claro: ni Príamo ni Casandra podían enterarse de nada acerca del plan hasta que
este se hubiera llevado a cabo.
«De Troya has de marcharte en
secreto, Fenicia», le murmuró Hécuba. «Y tan pronto Poliméstor haya pagado su
culpa, regresas acá».
«No, Madre», repuso Fenicia
con tristeza. «Jamás podré regresar; es algo que puedo sentir. Así que mejor
nos despedimos ya desde ahora. Tú tampoco puedes saber cuándo he de partir,
para que así puedas decir con toda honestidad que no sabes dónde estoy».
Las dos mujeres en luto se
abrazaron de manera sentida, y en esos momentos salió a relucir en ambas la
verdadera feminidad, pero el odio no tardó en eliminar toda moción de ternura.
A la mañana siguiente ya
Fenicia no estaba. Se le comenzó a buscar incansablemente, pero nadie la había
visto. Para Hécuba, la falta de la joven llegó de manera demasiado inesperada.
La reina se mostró genuinamente desconcertada; de ahí que nadie le preguntara
si ella había sabido de los planes de Fenicia.
A Príamo le preocupaba
grandemente la suerte que podía haber corrido su huésped, así que le pidió a
Casandra que tratara de ver si podía recibir noticias sobre su desaparición. La
vidente prometió hacerlo, pero pasaron los días sin que tuviera ninguna visión.
En
las costas de Troya volvió a atracar otro barco. Esta vez se trataba de una
enorme embarcación de remos de color oscuro que nadie había visto antes. Nadie
en Troya entendía el idioma de la tripulación, y lo que esa gente buscaba allí
les resultaba igual de indescifrable. Peo pronto se resolvió el misterio.
Al poco tiempo de haber
anclado el barco, descendió de este el hijo del príncipe, Paris, que con mirada
radiante se quedó contemplando el suelo patrio, el cual apenas esperaba volver
a ver. Entre los troyanos que se encontraban en la orilla estallaron
expresiones de júbilo, y unos cuantos corrieron al palacio real a llevar la
noticia, la cual se propagó como la pólvora.
«¡Paris ha regresado sano y
salvo!».
Y por qué no se dirige de una
buena vez a la ciudad, al palacio. Algo hacía vacilar al joven, que caminaba
inquieto de un lugar a otro y miraba al barco, hasta que finalmente regresó al
interior de la embarcación. La multitud, que crecía cada vez más, comenzó a
impacientarse. Todos querían ver a quien había salvado la vida y logrado regresar
felizmente a casa.
Por fin, Paris volvió a salir
del barco, no sin antes despedirse de su tripulación efusivamente, tras lo cual
la embarcación volvió enseguida a levar anclas. Esta vez, empero, el joven no
venía solo. Tres mujeres profusamente veladas le acompañaban; una de ellas
marchaba a su lado, mientras las otras dos le seguían. Así, llegaron al
palacio, cuyas puertas ya estaba abiertas de par en par para darle la
bienvenida al recién llegado.
Congregados aguardaban todos
en el amplio salón: Príamo, Hécuba, Héctor, Andrómaca y Casandra. Jubilosos
saludaron al hijo y hermano. Era como si les hubieran regalado al joven una
segunda vez. Este último se encontraba ahora ante ellos con su aspecto
gallardo, más hermoso aún de lo que lo recordaban, sus nobles facciones
transfiguradas por la luminosidad propia de la felicidad. Dándose la vuelta
hacia su acompañante, Paris levantó el velo de esta a la vez que decía:
«Aquí tienen a mi prometida, a
mi mujer, que, proveniente de las soleadas tierras griegas, me ha seguido hasta
aquí, ya que los lazos del amor nos unen indisolublemente».
Gran orgullo denotaba su voz,
que estuvo a punto de quebrarse de la emoción.
Los troyanos, empero, tenían
ante sus ojos escudriñadores a la más bella mujer que jamás habían visto. A
primera vista, la belleza de Casandra palidecía ante semejante esplendor
victorioso. Sin embargo, aquel que miraba con detenimiento podía percibir que a
esta belleza le faltaba algo. Ese algo que rodeaba a Casandra de un manto de
encanto y que incluso a las facciones de Andrómaca, que tan seria se había
vuelto, le daban un no sé qué de gran atractivo.
Si tan solo uno supiera qué
era. En este primer encuentro nadie se podía explicar a qué se debía esa
sensación. Todos saludaron con júbilo a esta imagen de diosa que se les
presentó a todos con mirada amable para entonces regresar aliviada junto a
Paris.
«Helena es de la más noble
cuna. Por madre tiene a la princesa Leda», informó Paris.
Ninguno de los presentes había
oído de esta princesa. No dejó de llamarles la atención también que Paris
mencionara a la madre en lugar del padre. ¿Estaría muerto este último? Tampoco
para reflexionar al respecto había tiempo ahora. Había que encargarse de alojar
y proveer de ropa a los náufragos, que, fuera de su propia vida, no habían
salvado nada más.
En intenso ajetreo, las
mujeres iban con prisa de un lado a otro afanándose por crearle a Helena las
mejores condiciones posibles. Así, se le preparó un baño y se le acondicionó el
lecho, como también se le dejó listas ropas, prendas y flores. París se había
retirado a sus aposentos. Era como si el joven estuviera evitando quedarse a
solas con el padre.
Con motivo de la cena
volvieron a reunirse todos los miembros del hogar, incluyendo a los cortesanos
y a las mujeres al servicio de Hécuba, a quienes también les fue dado
participar. El lugar de honor lo ocuparon Paris y Helena; sobre esta última se
le dijo al resto que habría de ser vista en lo adelante como una hija más de la
pareja real. Durante la comida se le pidió a Paris que les contara sobre el
peligroso viaje, que tan gozoso comienzo había tenido.
Cuando partieron, el sol
brillaba en un cielo azul y despejado, y la embarcación danzaba sobre las olas,
impulsada por la suave brisa que batía sus velas. Pero, súbitamente, empezó a
soplar un viento frío y hostil, y las olas, fustigadas por aquel, comenzaron a
comportarse como corceles encabritados que movían la embarcación a su antojo,
con lo que, al final, se hizo imposible mantener el curso.
El vendaval se convirtió en
tormenta, y la tormenta en bramante huracán. Los corceles de Poseidón, ahora
con blancas crestas, abordaban el barco de un salto y barrían consigo a las
personas en cubierta, arrastrándolas a las profundidades. En acudir en auxilio
de los demás no había quien pensara; cada cual tenía que velar por salvar su
propio pellejo.
Los presentes, que hacía rato
habían dejado de comer, escuchaban horrorizados y en suspenso lo relatado. Las
preguntas se agolpaban en sus labios, preguntas sobre este o aquel acompañante
de Paris que no había regresado. El hijo real atajó todas las preguntas
lacónicamente y se limitó a continuar con su relato.
En la madrugada el barco fue
arrojado contra un islote, a lo que le siguió el crujiente estallido del
vientre de la embarcación. La nave comenzó a hacer aguas, y todos se vieron
sufriendo una muerte segura. En eso, la luna se abrió paso entre las nubes, y
tanto la playa como los restos del navío quedaron bañados de su luz plateada,
lo cual ayudó a los sobrevivientes a buscar la manera de mantenerse con vida.
Ya al final Paris había
envuelto a Helena en su manto y la había apretado contra sí. Ambos estaban
decididos a enfrentar su destino juntos, ya fuera la muerte o una nueva vida.
Paris logró llevar a Helena a tierra firme, donde cayó rendido junto al cuerpo
de la sumamente exhausta mujer, quedando sumido en un sueño ligero. Además de
ellos se habían salvado otros hombres de la tripulación, así como dos mujeres
al servicio de Helena y dos acompañantes de Paris. A todos los demás se les
debía dar por muertos.
Todo lo referido sonaba
horroroso, y ello pese a que a ojos vistas Paris había hecho un gran esfuerzo
por quitarles a sus palabras aquello que pudiera resultarles agobiante a sus
oyentes. Su relato lo había hecho con un tono de voz indiferente, pero aun así
todos podían sentir el miedo sepulcral que aún le perturbaba el ánimo.
Helena no había dicho una sola
palabra durante todo el relato, y ello pese a que Paris, por consideración a
ella, había usado la lengua griega en lugar del dialecto troyano. Al terminar
el joven, la mujer, tras dirigirle una sonrisa, dijo:
«¿Para qué hablar de todo eso,
amor? Sí que fue terrible mientras duró, pero ahora es cosa del pasado, y al
pasado es mejor dejarlo en paz. Con un nuevo día vienen también nuevas
alegrías».
Esas fueron las primeras
frases que se le escucharon decir a la hermosa forastera en el palacio de
Príamo, y las mismas tuvieron un efecto particular en cada uno de los oyentes.
Andrómaca y Héctor
intercambiaron miradas de preocupación, mientras que Hécuba se apresuró por
manifestar su concordia con la opinión de Helena. La reina buscaba el favor de
la recién llegada; la mujer madura trataba de ganarse la aprobación de la
joven. Helena se dio cuenta de ello, y lo halló despreciable. Príamo, por su
parte, no había entendido las palabras bien. Su espíritu todavía estaba
considerando los horrores recién descritos.
Casandra, en cambio, se puso
de pie y caminó hacia la bella mujer, la cual quedó aterrada. ¿Qué le pasaba a
la muchacha? Su andar era el de una vidente, y su rostro estaba bañado de luz
interior. Involuntariamente, Helena se acurrucó contra Paris, como buscando su
protección.
Casandra cerró los ojos y
comenzó a hablar:
«¡Con un nuevo día vienen
nuevos horrores! ¡Ay de ti, Helena, que te has atrevido a poner los pies en el
palacio! ¡Ay de ti, hijo de Príamo, que habrás de traerle a Troya el más amargo
de los destinos! Todos tendrán que partir, todos aquellos que ahora disfrutan
de la luz del sol. ¡El propio Zeus está enfadado con su hija! Has abandonado a
un rey, y ahora habrás de dejar sin hijos a otro. ¡Helena, mujer bella de
corazón frío, qué es lo que buscas aquí!».
Al guardar Casandra silencio,
Andrómaca se le acercó y la sacó con cuidado del salón, pues temía la ira que
habría de desatarse por parte de todos. Nadie movería un dedo para proteger a
la doncella de los insultos de la madre. Los maravillosos dones que los dioses
le habían conferido se habían convertido en una maldición para Casandra, cosa
que a Andrómaca jamás se le había hecho tan evidente como hoy. La solícita
mujer acostó con cuidado a la exhausta doncella y mandó a buscar a Dinia para
que le velara el sueño. Mientras el amor leal estuviera en guardia, nada habría
de perturbar a la moza.
Acto seguido, Andrómaca se apresuró
en regresar al salón, donde encontró a los allí reunidos en el estado que
esperaba verlos. Príamo estaba totalmente ensimismado en sus cavilaciones, y
los cortesanos y las mujeres habían abandonado la habitación.
Deshecha en llanto, Helena,
por su parte, recibía el consuelo de Hécuba, quien la reconfortaba insultando a
Casandra de la peor manera y señalando que una loca como ella debería estar
encerrada.
«Se ha opuesto a Apolo, quien
la quería de sirvienta en el templo dedicado a él», contaba la madre. «Ahora
los dioses, enfadados como están con ella, le han retirado el don de la
profecía. Todo lo que ahora dice lo saca de los más profundos abismos».
Enojado, Héctor le salió al
paso a la madre.
«¡Así no, Madre!», exclamó.
«Si nadie es capaz de interceder por mi hermana, yo, tu hijo, voy a tener que
pedirte que midas tus palabras. Casandra está tan cuerda como tú y como yo.
Lastimosamente, todas sus profecías acaban haciéndose realidad, y me temo que
ese será el caso también con las palabras que acabamos de oír. ¡Habla, Paris!
¿Quién es tu prometida? ¿De dónde viene? ¿Quién es su padre? ¿Es ella
digna de vivir bajo nuestro techo?».
Paris se levantó iracundo.
«Hermano, ¿cómo puedes dejar a
un lado todo vestigio de buenos modales y en presencia de la más encantadora
mujer preguntar por su linaje?».
«Si ya escuchó las palabras de
Casandra y los insultos de Hécuba, lo justo es que también escuche lo que tú
tienes que decirnos de ella. Te repito la pregunta, hermano mío: ¿Quién es
Helena? ¿Quién es su padre?».
Antes de que Paris pudiera
responder, Helena exclamó impetuosamente:
«¡Díselo ya, Paris!; ¡díselo,
amado mío, para que todos lo sepan! ¡Mi padre es Zeus!».
«¡¿Zeus?!». Todos repitieron
al unísono esta palabra de tanta envergadura. «¡¿Zeus?!».
«Sí», tomó la palabra Paris.
«Zeus es el padre de Helena. Helena es la más bella hija del más bello de los
dioses. Y yo me considero honrado de que ella haya aceptado ser mi mujer».
«¿Por qué fue entonces que
Zeus no protegió a su hija?», expresó Andrómaca sus dudas. ¿Acaso tendría el
dios razón para estar molesto con ella? ¿Querría él impedir su viaje?».
De repente, fue como si le
arrancaran un velo de los ojos, y, con un grito de exclamación, dijo:
«¡No será ella la esposa de
Menelao! ¿Acaso te has robado a la mujer del rey de Esparta, hermano?».
Paris levantó la cabeza ante
esta pregunta. Que supieran entonces lo que, de todas maneras, ya no se podía
ocultar.
«Estás en lo cierto,
Andrómaca», dijo con lentitud el joven. «Menelao no era el esposo adecuado para
esta hija de los dioses. Helena, en su amor, se inclinó por mí, y al
entregárseme, yo decidí tomarla. Así que ahora es mi mujer, y ello para toda la
eternidad».
Hécuba se le acercó a Helena.
La reina encontraba halagador que la hija de Zeus se hubiera entregado a su
hijo. Poco le importaba que esa entrega estuviera cimentada sobre la base del
pecado y la culpa. Con tono amoroso, le habló a la bella mujer, pidiéndole que
se olvidara del agravio infligido, pues ya Andrómaca entraría en razones.
Al notar que al menos Hécuba
estaba de su parte, Helena respiró aliviada. El ser objeto de humillaciones no
era algo que la soberbia mujer pudiera soportar. A los halagos, en cambio, sí
que estaba bien receptiva. Recostándose contra Hécuba, la joven llamó madre a
esta y le pidió que la apoyara.
«Llévame a mis aposentos,
Madre. El amor de mis fieles sirvientas me ayudará a recuperar la calma».
Ambas mujeres abandonaron la
sala, dejando a los demás sumidos en un silencio opresivo. Héctor esperaba que
el padre dijera algo, pero al persistir el monarca en su silencio, el gallardo
joven tomó la palabra. En eso, Andrómaca se puso de pie para marcharse y dejar
a los hombres a solas.
Héctor, sin embargo, extendió
su mano para retener a su esposa.
«No, no te vayas, esposa mía»,
le dijo con voz amable, pero firme. «Hoy has actuado como corresponde a una
mujer de verdad, poniendo al descubierto la injusticia y la deshonra ocultas
bajo el manto de la belleza y del amor. Tu sí que no te has dejado deslumbrar
como nos pasó a todos nosotros.
»Y a ti, hermano, te pregunto
una cosa: ¿estás de verdad dispuesto a traer como tu mujer a la casa de nuestro
padre a la mujer de otro hombre?».
Paris tenía cara de pocos
amigos.
«Padre, oh, padre mío, ¿vas a
permitir algo así? ¿Estás dispuesto a condenar a la perdición a Troya entera
por causa de un hijo que ha errado el camino?».
Príamo alzó la cabeza, y
su rostro mostraba un aire de irritación.
«Hubiera sido mejor si esta»,
dijo señalando a Andrómaca «no hubiera abierto su boca. ¿De qué sirve saber de
cosas que uno ya no puede cambiar? Eso es problema de Paris, y de Helena. ¡Que
sean ellos los que invoquen el veredicto de los jueces! Yo no quiero saber nada
de esas cuestiones».
El monarca se puso de pie y,
con pasos de trueno, abandonó la sala. Cara a cara quedaron los dos hermanos,
entre los que jamás se había dado una desavenencia. Paris le ofreció su diestra
a Héctor, quien se la estrechó en cálido gesto, pero sin cambiar la expresión
de seriedad dibujada en su rostro.
«Hermano, tú verás qué vas a
hacer. Pero no olvides que lo que hagas no solo decidirá tu destino. Ahora,
cualquiera que sea la decisión que acabes tomando, podrás contar conmigo como
tu hermano. Es preferible que me arrastres contigo a la muerte y la perdición a
que yo rompa la lealtad que te debo como hermano tuyo que soy. Reflexiona bien,
hermano mío, y que los dioses te ayuden en tu decisión».
Las
mozas al servicio de Helena no se habían guardado el secreto, y a las pocas
horas ya todos los habitantes del palacio sabían a quién tenían bajo el mismo
techo en la persona de la forastera. Cuánto no habían condenado al atrevido
raptor de la reina cuando los comerciantes les informaron de lo sucedido. Y
ahora resulta que se trataba del hijo de su propio rey, cosa que cambió el
concepto de lo malo y lo bueno en el caso de muchos. No tardaron en ponerse de
manifiesto opiniones encontradas, e incluso entre la muchedumbre reinaba la
discordia.
Llegó el momento en que se
hizo imposible que a Casandra le permaneciera oculto lo que ya todos sabían.
Estrujándose las manos con nerviosismo, la joven lloraba amargamente. Ante sus
ojos se alzaba claramente la ruina de Troya y la muerte de todos aquellos a
quienes ella quería.
Llevada por su sufrimiento,
Casandra fue a ver a Helena. Una persona tan bella tenía que ser buena también.
Al entrar a los aposentos suntuosamente adornados de la reina, la joven fue
recibida con una expresión de júbilo por parte de aquella. Helena se aburría.
Ganas de salir a caminar no tenía, pues por doquier se encontraba con miradas
curiosas, miradas inquisidoras, condenatorias, lo cual no resultaba de su
agrado. Y distracciones como las que tenía en Esparta brillaban por su ausencia
aquí.
Paris había prometido hacer
algo al respecto, pero de ahí a que todo estuviera listo habría de pasar un
buen tiempo. Mientras tanto, toda visita le resultaba bienvenida. Eso además de
que Casandra ejercía una particular atracción sobre ella.
«¿Vienes a mí, pequeña, para
charlar un poco? ¿Quieres que te cuente sobre mi bella patria? ¿O quizás
quieres contarme a quién le has entregado tu corazón? A ver, dime, ¿cómo se
llama el afortunado? ¿Ya tiene él planes de secuestrarte para llevarte a su
patria?».
Semejantes preguntas
contrastaban tanto con la razón por la que había ido allí que Casandra le dio a
sus palabras un tono más impaciente de lo que era su intención:
«¡Déjate de fruslerías,
Helena, que no es el momento! Lo que tengo que hablar contigo es serio. Los
dioses me han mostrado que en tus manos están la gracia y la desgracia de
Troya. ¡Deja libre a Paris! ¿O es que quieres que él muera por tu causa?».
«¡No, mi pequeña, Paris va a
vivir, va a vivir para mí! ¿Cómo puedo dejar libre a quien está
indisolublemente ligado a mí?».
«¡Tienes que dejarlo libre!»,
se acaloró Casandra. «¿Acaso no crees que tu esposo movilizaría todas las
fuerzas a su disposición para caer sobre Troya con un ejército descomunal?
¿Quién eres tú como para que se derrame la sangre de tantos héroes por tu
causa?».
«¿Cómo te atreves a hablarme
de esa forma? Si tienes miedo por tu amorcito, escóndelo bajo tu falda durante
los combates. Yo no temo por Paris, pues siendo él el héroe radiante que es, no
le faltará la ayuda de los dioses».
Casandra se vio presa de la
indignación, pero aun así quiso hacer un último intento:
«Debería servirte de
advertencia que los dioses se opusieron a tu viaje aquí, pues los corceles de
Poseidón hicieron trizas vuestro barco, llevándose vuestros tesoros a las
profundidades».
«Y esos mismos dioses nos
rescataron de las aguas. No, mi pequeña, tus pruebas hablan en tu contra. Mejor
no pierdas tu tiempo. No dudo que tus intenciones sean buenas, pero yo lo que
tengo en mi poder no lo vuelvo a soltar».
Casandra,
entonces, fue a ver a Paris. Su hermano la recibió amablemente y con cierta
condescendencia, como quien está tratando con un niño enfermo. El hombre estaba
plenamente consciente de que lo que Casandra decía no eran locuras, y de que
los dioses mismos le mostraban lo que ella anunciaba.
Pero ¿qué sentido tenía el
estar pensando en eso ahora? Que pasara lo que tenía que pasar. Él prefería
disfrutar el presente y la compañía de Helena. Y para que los encantos que el
presente le mostraba no se vieran enturbiados de ninguna manera, Paris optó por
considerar a la vidente una orate y burlarse de sus profecías.
«Cuando ya seas más madura,
pequeña», le dijo riéndose «verás que uno no puede renunciar a lo que su
corazón desea por consideración a su hermanita. No pienses tanto en el futuro,
no te la pases cavilando y evítanos así el quedar expuestos a todo lo que tu
espíritu enfermo pone ante tus ojos. Vas a acabar convirtiéndote en la
sembradora de discordia en el palacio de Príamo. Y me imagino que tú no quieres
eso».
Completamente desmoralizada se
retiró Casandra a sus aposentos, y nunca más volvió la joven a hablarle a nadie
de lo que oprimía su corazón. La vidente se volvió delgada y pálida, y sus
grandes ojos adquirieron un aspecto febril en el blanquecino rostro.
La gente la miraba con miedo.
¿Se suponía que esa fuera una doncella de apenas diecisiete primaveras? ¡Qué
va! Esa era una mujer hecha y derecha, una mujer curtida en el sufrimiento, una
vidente, una sibila. Fueran muchas las personas que, en situaciones de aprieto,
comenzaron a ir a la ciudad de Troya para verse con ella. Y Casandra, siempre mostrando
la misma disposición amable, ayudaba allí donde le era posible. Pero a ella en
particular esto no le hacía sentirse feliz.
Así, llegaron de nuevo las
noches de luna llena, que siempre le traían visiones e imágenes. De nuevo,
comenzó la tortura. ¿Qué podía hacer, guardar para sí lo que viera? De todos
modos, los demás no hacían sino reírse de ella o insultarla.
«¡Tienes que decir lo que
veas! Esa es tu misión. Que los demás, en su ignorancia, hagan con ello lo que
estimen conveniente. Ya eso no es problema tuyo».
Su ser interior era un
murmurar constante, y a Casandra le quedó claro que esa voz interior cuyo
origen desconocía tenía razón.
A Andrómaca también le
angustiaba la llegada de esas noches, pues ella también estaba consciente de lo
que implicaban para la joven vidente, y a la mujer le hubiera gustado evitarle
a Casandra todos los problemas y la ingratitud que de ahí derivaban. Fue así
como se decidió a hablar con Héctor.
«Si Creúsa no fuera el tipo de
persona que es, podríamos mandarle a Casandra por unos meses», le dijo entre
suspiros al esposo. «Arisbe está demasiado lejos, y otro lugar de refugio no se
me ocurre para nuestra hermana».
«Bueno, podríamos pedirle que
venga a vivir con nosotros», acabó proponiendo Andrómaca. «A nadie le llamaría
la atención, y así yo podría resguardarla de los demás en esos días y noches».
Héctor se le quedó mirando de
hito en hito.
«Andrómaca, ¿crees tú que lo
que Casandra dice viene de los dioses? ¿Crees que lo que ella dice es la pura
verdad?».
«Sí, esposo mío. Estoy
completamente segura de que lo es», respondió Andrómaca un poco extrañada.
«En ese caso, no entiendo cómo
puedes proponer que contribuyamos a suprimir las profecías. Lo que Casandra
dice es para todos nosotros, y tiene por fin ayudarnos a todos, alertar a toda
Troya. Así que tiene ser pregonado a los cuatro vientos, da igual si los necios
de los hombres lo entienden o no».
Al
día siguiente se recibió noticia de las islas de que Grecia se estaba
preparando para salir a buscar a Helena y hacerle pagar al culpable por su
criminal rapto. Todos los príncipes se habían unido y estaban dispuestos a
ponerse bajo las órdenes de uno de ellos. Según las informaciones recibidas, ya
se estaban acondicionando los barcos y a los guerreros se les estaba pertrechando
con todo lo necesario.
Con cada nuevo día, llegaban
nuevas noticias, las cuales, en esencia, eran una repetición de las que ya se
tenían. Lo único que cambiaba era el número de guerreros, que, con nuevos
nombres de héroes sumándoseles a los que ya formaban parte del contingente,
crecía sin parar.
Helena reía y se mostraba
feliz.
«Paris, amado mío, mira lo
valiosa que soy para ellos. Todos piensan participar en la campaña. Aquiles
siempre me ha tenido ganas. En una ocasión, me llamó coqueta sin corazón.
Pienso que lo que lo tenía así era su vanidad herida, pues nunca le presté
mucha atención».
Una vez más, la mujer volvió a
soltar esa risa fea y provocadora que la caracterizaba. A Paris no le gustaba
para nada escucharla. Acto seguido, añadió la mujer:
«Prométeme algo: cuando sea el
momento de pelear, vas a combatir contra Aquiles para lavar mi honra. No puedo
permitir que semejante escarnio quede impune».
En gesto lisonjero, Helena le
agarró la mano al príncipe y se la acarició con la otra.
«Esta mano tuya habrá de
traerme como trofeo la cabeza de Aquiles. Ya yo sabré recompensarla».
Paris se estremeció.
«¡Helena, te comportas como si
no fueras una mujer! ¿Dónde está tu sensibilidad femenina? ¿Pretendes que por
un juicio hecho a la ligera sufra una muerte deshonrosa uno de los héroes más
distinguidos de Grecia? ¿Acaso no te bastaría con que lo matara? ¡Solo a los
rivales carentes de honra se les corta la cabeza!».
De nuevo, se volvieron a
escuchar las frívolas carcajadas de la mujer.
«¡Qué gracioso te ves, cariño,
cuando te da por encarnar el papel de educador severo! Alégrate de tenerme y
acéptame como soy nomás. Lo que pasa simplemente es que yo soy diferente a
todas las mujeres que has conocido hasta ahora».
«Sí que eres diferente,
Helena», se le escapó al hombre, que dijo esto en un tono que le hizo prestar
atención a la mujer. Enseguida, empero, logró controlar sus emociones, y
añadió, esta vez con amabilidad:
«Voy a tener que aprender a
entender tus bromas. Nosotros los troyanos somos más lentos para esas cosas que
ustedes, los alegres aqueos. Te ruego tengas paciencia conmigo, Helena».
«Lo que dije no fue una
broma», quiso reponer la mujer, pero ya Paris había abandonado la habitación.
Helena se quedó mirando al
vacío con cara de pocos amigos. ¿No sería mejor regresar a la corte de Menelao,
donde la gente no se limitaba a tolerarla, sino que veían en ella a la venerada
princesa? Allá todo era maravilloso, y el trato entre la gente se caracterizaba
por la alegría y el desenfado.
Aquí la gente era tan monótona
como los arrecifes de esta tierra. La verdad es que, prácticamente, no valía la
pena buscarse la maldición de los dioses por tan poca cosa. Hasta el propio
Paris le parecía diferente aquí a cómo lo había visto en Esparta, donde el
príncipe mostró gran ardor y pasión al cortejarla. A Hécuba la despreciaba con
el alma. ¿Qué tipo de madre era esa? Helena sintió escalofríos. ¡Increíble que
una mujer tan intemperante fuera la princesa! No en balde Príamo se había
vuelto tan parco y reacio a actuar a su lado.
A Casandra Helena le tenía
miedo. Los grandes ojos de la muchacha parecían capaces de leerle a uno el
alma, y Helena estaba bien consciente de que en su alma se escondían muchas
cosas que le huían a la luz. El único por el que valía la pena permanecer en
Troya era Héctor. Eso sí que era lo que se dice un héroe, digno de ser
comparado con los más gallardos héroes aqueos. Era una pena que por mujer
tuviera a alguien tan callada y llorona. ¿Sería feliz con ella? Helena decidió
averiguarlo. Valía la pena indagar al respecto.
Quizás podría ella convertirse
en el paño de lágrimas de este héroe. Quizás podría darle al hombre el amor del
que, seguramente, carecía. Ahí sí que cobraría sentido ―un sentido maravilloso,
de hecho― que ella permaneciera en Troya. Así decidió la mujer que sí, que se
quedaba.
Y mientras semejantes
pensamientos ocupaban a la frívola alma de Helena, Paris daba paseítos por el
litoral sumido en sus reflexiones. Las pocas semanas que habían transcurrido
desde su llegada habían bastado para abrirle los ojos sobre el verdadero valor
de Helena.
Al comparar a la mujer con
Casandra o Andrómaca, no podía menos que preguntarse una y otra vez cómo había
sido posible que se dejara deslumbrar por semejante belleza vacía. ¿Y por causa
de semejante mujer habría de verse Troya arrastrada a una guerra donde estaría
en juego su existencia misma? ¿Acaso no podría hacerse algo para evitarlo? ¿Qué
tal si llevaba a Helena de vuelta y aceptaba de buen grado cualquier penitencia
que Menelao le impusiese? ¿No serviría ello acaso para remediar todo lo
ocurrido?
Era preferible perder la vida
a manos del enfadado rey que la perspectiva de pasarla junto a alguien como
Helena. «Pero ¿y qué hay con Helena, que me ama?», se dijo Paris entonces. A
esa mujer que se había entregado a él de buen grado no podía hacerla sufrir
rechazándola de semejante forma. Ello no era digno del hijo de un príncipe, no
era digno de un héroe.
Así, el aciago destino
continuó su curso. Ciegos estaban todos aquellos que tejían los hilos conectados
a la suerte de Troya. Todos excepto Casandra, y la vidente tenía las manos
atadas.
En su desespero, la muchacha
se estrujaba las manos nerviosamente a la vez que imploraba la ayuda de los
dioses. Fue entonces que creyó escuchar los tonos vibrantes que hacía mucho no
oía, teniendo al mismo tiempo la sensación de recibir un hálito de la fragancia
de las flores que poblaban su jardín. El alma de la joven se abrió a sus
anchas, y, allí donde hasta hace un momento había cundido la desesperación,
hicieron su entrada el júbilo y el regocijo.
«¡Madre, te has acordado de tu
hija!».
Así era: la madre se había
acordado de su hija, que se encontraba en una situación de apuro. Los velos
rosados envolvieron a la joven cual suave bálsamo, y sobre la cabeza inclinada
descendieron bendiciones cual mansas corrientes de agua.
«¡Resiste; ¡María, que la fase
final acaba de comenzar! Tan solo un corto tiempo más, y ya podrás regresar a
casa, donde te esperamos».
«Cual calmante cayeron estas
palabras en el corazón herido».
«¡No te desanimes, María! Así
todos en la Tierra te dieran la espalda, no olvides jamás que tu patria está
aquí en lo alto. La fuerza no te habrá de faltar, para que no vaciles ni te
desanimes. Fuerza de la luz proveniente de lo alto habrá de estar a tu disponibilidad
en todo momento. Si te sintieras agobiada, no tienes más que estirar la mano y
agarrar la diestra de Aquel a quien perteneces».
Paris,
después de todo, se presentó ante el padre, con el que quería hablar sin la
presencia de nadie más. El joven se abrió del todo ante el indignado anciano, y
reconoció hasta el último ápice de culpa con toda honestidad y sin ninguna
consideración para consigo mismo. En la noche el joven había tenido la súbita
revelación de que la decisión no le correspondía a él tomarla, sino que tenía
que dejarla en las manos del rey de los troyanos. Ello, empero, era lo más
difícil que el hijo le podía pedir a su padre. Una vez que lo había oído todo,
Príamo no sabía qué responder.
Aunque Helena regresara adonde
su esposo, aunque Paris muriera a manos de Menelao, la guerra le parecía
inevitable, con lo que el pedir la reconciliación a estas alturas se le
antojaba como un acto de cobardía. Pero, por otro lado, ¿habría de ser Troya
arrastrada a la perdición por causa de Paris?
«Preguntémosle a Casandra»,
propuso el monarca, feliz de así no tener que decidir él.
Paris, empero, no quería saber
nada de eso.
«Pero ¿qué va decir ella,
cuando desde el principio me ha estado hostigando para que devolviera a Helena,
a lo cual yo dije que no?».
«¡Preguntémosles a los
sacerdotes entonces! Que Laocoonte nos dé una respuesta interpretando el humo
de la ofrenda».
Esta idea tampoco le
entusiasmaba mucho a Paris. El joven no tenía ganas de estar poniendo sus
sentimientos al descubierto ante otros. Pero el padre le insinuó que no tenían
que decirle al sacerdote cuál era el sentir de Paris sobre la cuestión. La
pregunta se podía hacer de tal manera que Laocoonte no pudiera entrever de qué
se trataba en realidad.
Ahí sí que Paris dio su
consentimiento. Así, mandaron a buscar al sumo sacerdote, que, con rostro
serio, se personó ante ellos. Príamo entonces le encargó al hombre que hiciera
ofrendas ese mismo día para averiguar la respuesta a la pregunta:
«¿Qué resulta más del agrado
de los dioses: que un héroe dé marcha atrás para evitar un derramamiento de
sangre o que continúe por el camino tomado sin prestar atención a cómo pueda
acabar?».
Y la respuesta que Laocoonte
trajo a la mañana siguiente…
«Solo un cobarde abandona su
camino».
Tanto al padre como al hijo la
respuesta les pareció clara. Ambos hombres mandaron entonces a buscar a Héctor,
y entre todos decidieron iniciar de inmediato los preparativos para la guerra.
Así, se empezaron a construir barcos y a reparar los existentes, y se forjaron
armas, escudos y armaduras, que, una vez listos, fueron pulidos y puestos en
condiciones. Por todas partes reinaba la más ajetreada actividad, y por doquier
se veían rostros de felicidad entre los hombres y jóvenes.
El marchar al combate tras un
período de paz que de tan largo les parecía eterno se les antojaba como lo más
glorioso que se podían imaginar. Ganar renombre y cosechar coronas de laurel:
eso querían. Los hombres ya se veían haciendo su entrada triunfal a Troya entre
los vítores de la multitud. ¡Cuál no sería la alegría de las mujeres y las
mozas al recibirlos! ¡Con cuánta efusividad por medio de la palabra y los
hechos les expresarían su gratitud!
Al instante, empero, los
rostros de las mujeres de Troya estaban llenos de lágrimas e hinchados y
enrojecidos de tanto llorar. Horrible les parecía la idea de tener que privarse
de sus esposos, hijos y hermanos. Hécuba, sobre todo, se comportaba como una
furia.
«¡No podéis iros a la
guerra!», gritaba. «¡Prometedme que os quedaréis en casa y dejaréis que sean
los demás quienes peleen!».
Nadie le respondía. Con rostro
serio se quedaban los hijos mirando a su madre, a la que, en su alboroto, jamás
habían sentido tan lejana como ahora.
Casandra ya no se quejaba,
sino que, mostrando gran aplomo, ayudaba allí donde hacía falta y daba consuelo
allí donde este era aceptado. Una gran seguridad llena de gozo se había
apoderado de ella, lo cual no dejaba de maravillar a su padre y sus hermanos.
Andrómaca se sentía
tremendamente aliviada y solo buscaba dedicarse a su esposo por completo y no
desperdiciar ni un minuto de su tiempo con él mientras aún lo tuviera consigo.
Por fin, llegó la hora. Tras
meses de preparativos la primera flota ya estaba lista para abandonar las
costas de Troya. Deífobo era el único de los hijos de la realeza que se
encontraba en uno de los barcos. Por el momento, Héctor y París habrían de
quedarse con el padre y acudir en ayuda de quienes ahora partían en caso de
alguna emergencia. Príamo, por su parte, quería fortificar la ciudad por si,
contra toda expectativa, la batalla en el mar tenía un desenlace desfavorable.
La gente hacía ofrendas sin cesar y las mujeres no dejaban de suplicarles a los
dioses por su generoso apoyo.
Los barcos emprendieron su
travesía. En eso, se desató una tormenta, y la preocupación por los navegantes
en aprietos invadió a quienes quedaron atrás. El temporal, empero, se calmó al
poco tiempo.
Apostada en las almenas de la
más alta atalaya, su vestido flotando en la brisa y su bella cabellera ahora
suelta y ondeando cual estandarte en el viento, Casandra se pasaba horas
recorriendo la vastedad del mar con su mirada. Su ojo físico no veía nada más
que las olas muriendo en la costa, ora coronadas por la espuma, ora
desprovistas de su blanca crin.
Pero en espíritu podía ver
soberbias naves que, más grandes y más fuertes que las que habían salido de
Troya, seguían su curso de manera imperturbable y totalmente ajenas a la fuerza
del viento. Y en estas naves se erguían las figuras de héroes alegres y
luminosos, que, luciendo una abundante cabellera rizada, iban ataviados de
magníficas armaduras. Por allá se veían las naves troyanas bamboleándose en el
mar. Casandra podía verlas en espíritu tan claramente como a las otras. Pero
¡qué pequeñas e insignificantes se le antojaban en comparación con las griegas!
Y cuando ya Casandra comenzaba a desanimarse nuevo, en eso se acordó de las
palabras consoladoras de la Madre. Pedir fuerza, la fuerza luminosa de lo alto:
eso tenía que hacer. Y alzando las manos al cielo, en el que comenzaban a
asomar las estrellas, la vidente imploró:
«Madre, dale a tu hija la
fuerza que necesita. Y tú, Excelso al que pertenezco, ¡confórtame, te lo
ruego!».
Con paso seguro y la frente en
alto regresó entonces al palacio, donde se vio asaltada por preguntas sobre lo
que había visto. La joven respondió con evasivas, alegando que los barcos
habían estado muy lejos como para que el más aguzado ojo humano hubiera podido
reconocerlos, y todos se dieron por satisfechos con esta respuesta.
Así, llegaron los mensajes de
las primeras victorias: se había logrado incendiar un barco griego y destruirlo
conjuntamente con toda su tripulación. El júbilo que estalló en Troya no
conocía límites. Nadie se detuvo a pensar en los muertos. Todo el mundo
celebraba la victoria y se deshacía en elogios para los héroes troyanos.
A Casandra, que desde su vigía
había observado en espíritu el suceso y lo había anunciado de antemano, la
pusieron por los cielos. Ahora, de la noche a la mañana, todo el mundo le creía
de nuevo. Ya la vidente no era para ellos la loca, la despreciada. A la joven,
empero, esta confianza que le habían devuelto le causaba casi tanta tristeza
como el previo desprecio que le habían mostrado.
A la muchacha le dolía ver a
su padre siendo bueno y amoroso con ella de nuevo, cuando el hombre llevaba
meses sin apenas prestarle atención. Hasta Hécuba se tomó la molestia de
decirle unas palabras de reconocimiento, eso sí, siempre mezcladas con cierta
sorna.
Llegó el momento, empero, en
que Casandra vio cosas difíciles: barcos troyanos hundiéndose y sus guerreros
perdiendo la vida. Cuando anunciaba de antemano cuestiones así, la gente,
prácticamente, la lapidaba. Aun así, llegó el día en que la joven no tuvo más
remedio que decirle a su padre:
«Mándales refuerzos a los
nuestros. De lo contrario, la flota entera va a acabar aniquilada y no
volveremos a ver ni a los barcos ni a la tripulación».
Príamo quedó espantado.
«¿Así de mala está la
situación?», preguntó con voz temblorosa.
El monarca entonces dio
órdenes de que Héctor saliera con la segunda flota que entretanto se había
armado. Andrómaca estaba desesperada.
«¡Que vaya Paris! Al fin y al
cabo, todo esto es culpa suya».
Pese a lo mucho que le dolía
separarse de su esposa y su hijo, Héctor, por su parte, estaba contento de
poder abandonar la ociosa espera, y, seguro de la victoria, salió con su tropa
a encarar la muerte.
Así,
pasaron los años. De vez en cuando llegaban noticias de alguna batalla naval.
Unas veces, la mayoría, ganaban los griegos; otras, ciertamente, muy pocas, les
sonreía la victoria a los troyanos. No eran raras las ocasiones en que las olas
arrastraban hasta la playa restos de embarcaciones, así como cadáveres: un
terrible recordatorio de la lucha que se libraba allá en alta mar.
Casandra no se cansaba de
llamar a ser frugales en el uso de las provisiones y a guardar todo lo que se
pudiera para cuando llegaran los tiempos de carencias. Sus admoniciones,
empero, eran vistas por todos como un fastidio, como una molestia. Como si no
tuvieran bastante ya con verse obligadas a estar privadas de sus esposos,
hermanos e hijos, ¿ahora iban a tener que pasar hambre y vivir en la miseria
también?
El tiempo devino en pesado
lastre para Troya. Todos andaban como en una nebulosa, y tan solo aguardaban el
día en que los guerreros habrían de regresar a casa. Y ese día llegó. Fueron
pocos los barcos que retornaron.
Casandra, que había vuelto a
ocupar su puesto en la atalaya, contaba las embarcaciones una y otra vez. A la
joven le costaba dar crédito a lo que veían sus ojos. Más de cien embarcaciones
habían abandonado el puerto a lo largo de los últimos años, pero el número de
las que ahora atracaban en la costa apenas llegaba a veintitrés. Y los
guerreros que descendían de ellas eran hombres achacosos, exhaustos y cansados
de tanto guerrear. ¿Dónde habían quedado los alegres héroes? En el fondo del
mar: ahí estaba la gran mayoría. Y los que retornaban eran tan solo una sombra
de los hombres que habían partido.
Alarmado, recibió Príamo al
hombre canoso en que se había vuelto su hijo Héctor. Deífobo no regresó: en la
misma primera batalla había caído por la borda tras ser atravesado por una
flecha. Y las noticias que Héctor traía no eran nada buenas: detrás de ellos
venían los barcos de Odiseo, el rey de Ítaca, quien se había unido a Menelao.
Las batallas navales habían
llegado a su fin; los troyanos habían tenido que huir. Ciertamente, habían
logrado salvar el pellejo al alcanzar tierra firme, pero solo para ahora tener
que plantarle cara al enemigo aquí.
¡¿Cuándo se iría a acabar la
maldita guerra?!
Los barcos griegos asomaron en
el horizonte más rápido de lo esperado, y, tras atracar en la costa, las tropas
aqueas ocuparon caletas, ensenadas y farallones. Los invasores llegaron a
acercarse peligrosamente a la ciudad, y los troyanos hubieron de salir una y
otra vez para rechazarlos a fin de que no le prendieran fuego a la ciudad y al
palacio con ella.
Pese a que tanto los
vencedores como los vencidos anhelaban la llegada del fin de las hostilidades,
la guerra se prolongó por años. De buenas a primeras, todos comenzaron a
hacerle caso a Casandra, pues ahora se daban cuenta de por qué debían haber
acumulado provisiones. Ahora la hija del rey no solo debía servirle de paño de
lágrimas a su anciano padre, para el que era además su consejera de confianza,
sino que todos comenzaron a exigir de ella que les aconsejara.
Entre los completamente
exhaustos guerreros comenzaron a desatarse epidemias. Ahí la gente se acordó de
que Casandra una vez… ¿cómo había sido? Ah, hacía tantos años de eso… Pues,
claro: Casandra había mandado a preparar salas para enfermos donde había
atendido a los dolientes conjuntamente con Dinia. Así, fueron a pedirle que
hiciera lo mismo esta vez, a lo cual la joven accedió de buena gana. De ese
modo, Casandra dispuso que se acondicionaran salas con camas para darles
acogida a los heridos, e incluso en el palacio se prepararon salas de este
tipo.
Al llenar las salas, la gente
lo hacía indiscriminadamente y no entendían que Casandra no quería a enfermos
en esas salas. A los heridos y moribundos sí se les daba acogida en ellas, pero
a los demás había que llevarlos a edificaciones bien alejadas. A espaldas de
Casandra se alzó más de una voz fomentando cizaña:
«Claro, lo que pasa es que ni
este ni aquel son lo suficientemente distinguidos para el palacio».
Pero cuando el propio Paris
contrajo la misma epidemia y fue ubicado fuera del palacio, la gente debe de
haberse dado cuenta de que las medidas de Casandra obedecían a una sabia
providencia.
Dinia se mantenía fiel al lado
de Casandra, aun cuando, por su edad, ya no podía hacer tanto como antes. Hasta
Andrómaca logró olvidarse de su desasosiego y sus preocupaciones y, cual ángel
caído del cielo, iba de una cama a otra brindando consuelo a los moribundos.
Casandra trató de incorporar a
Hécuba incluso, para ver si así sacaba a la mujer de sus infructuosas
cavilaciones, pero todos los intentos fueron en vano. La princesa no quería
saber de otra cosa mientras tuviera de qué quejarse por lo que le había
deparado el destino.
Fue entonces que Casandra
encontró una ayudante inesperada en la persona de una moza troyana a quien la
guerra la había dejado sin nadie más y que ahora tenía todo el tiempo del mundo
para dedicarse a los enfermos. Alejandra era el nombre de esta moza que,
acercándose a Casandra, le suplicó:
«¡Acepta mis servicios,
princesa!; ¡permíteme servirte de ayudante, para que así mi vida vuelva a
cobrar sentido!».
Casandra la aceptó con
amabilidad y de buen grado. Unos pocos días de prácticas bastaron para poner en
evidencia la gran destreza de la muchacha. Las delicadas manos de la joven
tenían un efecto balsámico, pero lo más importante era que Alejandra no se
arredraba ante nada; la moza pidió que la pusieran allí donde peor era la
epidemia. Casandra podía confiar en ella con los ojos cerrados.
Y ello resultaba necesario,
pues ya se acercaban de nuevo las noches de luna llena, trayendo consigo la
consiguiente intensificación de las visiones.
Una
noche estaban reunidos Príamo, Hécuba y los hijos varones, a los que se les
había podido sumar también Andrómaca, quien se había tomado una pausa del
cuidado de los enfermos para poder disfrutar de la rara compañía de su esposo,
cuando Casandra entró en la sala, su rostro bañado en la luz de la luna llena.
El paso un tanto tambaleante de la joven les dio a entender a los demás que el
espíritu de profecía se había apoderado de ella. Casandra era la viva imagen de
la tristeza, y las facciones de su rostro alzado hacia el cielo expresaban un
gran dolor.
«Pobre de la persona», dijo
con lentitud, «que busca la venganza. Amargos serán los frutos que habrá de
cosechar. Por un hijo te has llevado a dos, Hécuba. Has mandado a dos jóvenes
héroes prematuramente al Jardín de Perséfone. E hiciste que los ojos que se
gozaban en la codiciosa contemplación del tesoro enceguecieran para siempre.
¡Ay de ti, Hécuba!».
Los presentes se miraban los
unos a los otros sin lograr entender el significado de las palabras. Hécuba se
dio cuenta de que su plan de venganza había salido bien, y ello fue motivo de
alegría para su espíritu, sumido como estaba este ya en las tinieblas y la
oscuridad. Pero ojalá la joven no siguiera hablando ni diera nombre alguno.
Casandra, empero, comenzó a hablar de nuevo.
«¡Ay de quien devino en
herramienta de Hécuba! ¡Ay de ti, Fenicia! Tú, moza encantadora que ahora
chorreas sangre. Jamás llegarás a encontrarte con tu amado allá arriba, pues
tus pasos habrán de conducirte a otro lugar. De nada te servirá que hayas virado
el arma asesina contra ti misma, hundiéndola en tu pecho; no te volverás a
reunir con Polidoro».
«¡Fenicia!», murmuraron los
demás, impactados.
Con todo lo bajas que fueron
sus voces, Casandra debe de haberlas oído, pues la vidente respondió:
«Sí, Fenicia; la princesa
foránea ya no está en el mundo de los vivos. Se ha quitado la vida tras haber
asesinado a los dos hijos de Poliméstor. ¡Ay de ella! ¡Ay de quien urdió el
plan asesino! ¡Ay de ti, Hécuba! ¡Ya no volverás a encontrar paz en esta
Tierra!».
En ese mismo momento, entró a
la sala Helena con gran ímpetu.
«¿Dónde está Paris?», exclamó
con voz chillona antes de que pudieran detenerla.
Soltando un clamor, Casandra
se desplomó, y, en su caída, rozó con la cabeza una de las columnas de mármol.
Su blanco vestido comenzó a cubrirse de sangre. Andrómaca corrió a atender a la
joven. Entretanto, Paris le había salido al encuentro a Helena.
«¿Para qué me necesitas?»,
preguntó el hombre con más aspereza de lo que era su intención. Paris temía por
su hermana y estaba molesto con Helena, por cuya causa aquella se había
lastimado.
«¿Qué para qué te
necesito? ¡Vaya pregunta esa! Estoy buscando a mi esposo, que, en lugar de
dedicarme su tiempo libre, prefiere pasarlo con un par de viejos y una vidente
medio loca».
Paris agarró con firmeza el
brazo desnudo de la bella mujer y, empujándola hacia la puerta, abandonó la
habitación detrás de ella. Atrás quedaron los demás presentes, paralizados del
horror. Conque así estaba el alma de Helena. Y pensar que por causa de una
mujer como ella se libraba una guerra de varios años ya. ¡Qué terrible destino!
Andrómaca, que había acostado
a Casandra en un canapé, se dirigió al padre de la familia.
«No te enfades con Helena.
Ella está sufriendo lo indecible bajo el peso de las consecuencias de su culpa,
y no logra encontrar cómo salvarse de las acusaciones de su alma. Ello es lo
que la ha vuelto así de injusta y amargada».
Héctor se quedó contemplando a
su esposa con una mirada llena de amor. Su mujer siempre encontraba una palabra
intercesora, siempre tenía algo que decir para dirimir diferencias.
En eso, Casandra abrió los
ojos y, enderezándose un poco en el lecho, dijo:
«¡Troya, cuídate de la astucia
de los griegos! Estos son taimados y mañosos. No en balde se ufanan de sus
artimañas. No será la espada lo que nos pasará la cuenta, no será su valentía
lo que nos vencerá; será la astucia griega lo que nos hará tropezar y traerá
nuestro hundimiento».
Acto seguido, Casandra quedó
sumida en el sueño que casi siempre le sobrevenía después de semejantes
profecías. En silencio, Andrómaca le limpió la sangre de la sien. A la fiel
mujer le preocupaba la herida sufrida por la joven, pues si bien la misma no era
grande, sí que tenía cierta profundidad. Así, Andrómaca mandó a buscar a Dinia,
quien se encargó de recoger todo tipo de plantas medicinales, en cuyo uso ella
era bien ducha. Entre las dos, entonces, procedieron a vendar la herida, y tan
profundo era el sueño de Casandra que la joven ni se dio por enterada de todo
esto.
Paris regresó a la sala. Su
rostro mostraba una expresión triste y sombría.
«¡Perdonadme, queridos, por
todo lo que mi necedad ha traído sobre vuestras cabezas! Si te hubiera hecho
casa, hermana, las cosas serían muy diferentes. Por amor a una mujer indigna he
desatado esta guerra siniestra. ¡Ay de mí!».
«¡Ay de todos nosotros!», tomó
la palabra Príamo. «Ciegos es lo que estábamos. Nos dejamos llevar por la
respuesta de los dioses, que hicieron gala de su hipocresía, como siempre».
«No son los dioses los
culpables», terció Héctor. «Nosotros fuimos quienes no formulamos la pregunta
de forma clara. Nosotros mismos teníamos que haber sabido que para aquel que se
ha enmarañado de culpa existe un solo camino a fin de evitar una desgracia:
regresar sobre sus pasos. Así Paris hubiera tenido que pagar por su vida, ello
hubiese sido mejor para él, para todos nosotros».
«Para mí hubiera sido mil
veces mejor, pues ahora tengo que vivir con la conciencia martirizándome sin
que el tener a Helena me traiga alegría alguna», lamentó Paris. «Es imposible
que en Tártaro se pueda estar peor que como estoy yo ahora».
Hécuba se levantó como ausente
en espíritu y, trastabillando, abandonó la sala. La salida de la soberana le
recordó algo a Héctor.
«¿Qué fue lo que dijo Casandra
de Fenicia?», preguntó el hombre. «Algo me dio la impresión de que sus palabras
explicaban la desaparición de nuestra huésped».
«Me temo que Hécuba ha
incurrido en una gran culpa», suspiró Príamo. «Su luto por Polidoro lo ha
transformado en venganza. Mejor ni hablemos de ello, pues tenemos otras cosas
en las que pensar».
Pese a esta determinación, el
viejo agregó tras unos instantes.
«Sería de lamentar que ahora
también nos ganáramos a Tracia de enemiga. Pero, bueno, quizás Poliméstor no
tiene idea de la implicación de Hécuba en ese acto tan infame».
Los hijos del hombre no
dijeron palabra. ―
La
batalla se volvió a reanudar. Ya Troya a duras penas podía evitar que el
enemigo llegara a las mismas puertas de la ciudad, lo cual de por sí le costaba
un enorme sacrificio. Una y otra vez se vio Casandra obligada a anunciar cosas
sombrías, las cuales, sin excepción, se cumplían de inmediato. La gente volvió
a dar crédito a sus palabras, pero comenzaron a odiarla, como si fuera ella la
culpable de todo lo espantoso que su boca profetizaba.
Muchas veces la joven ascendía
a la atalaya para tener así un mejor panorama. El viejo atalayero la veneraba
como a una diosa y le era completamente fiel. Desde allí Casandra podía ver con
el ojo de su espíritu a los héroes griegos. La profetisa, después, les contaba
a los suyos de aquellos, con lo cual la gente empezó a reprocharle diciéndole
que se había puesto de parte del enemigo.
Al principio, la joven optaba
por defenderse:
«¿Por qué me insultáis? Yo
solo quería mostraros lo bien conservada que está la fuerza de esos héroes y
con cuánta seguridad en la victoria marchan estos hacia el combate. Como no
logréis tener esa misma disposición alegre, estaréis perdidos».
Ya después, empero, Casandra
se limitó a callar ante todas las acusaciones, pero no lo hacía con mala cara.
Era como si todas las ofensas ya no pudieran tocarla. Su alma andaba por prados
luminosos, y no era sino de forma mecánica que su cuerpo llevaba a cabo todo lo
que se exigía de ella.
Fue
así como un buen día se escucharon los toques de cuerno del atalayero
anunciando la retirada del enemigo. Pensando que quizás a su viejo amigo las
preocupaciones le habían hecho perder la razón; Casandra se dirigió con prisa
hacia la torre. Pero hasta donde la vista llegaba no se veía ni rastro de los
griegos o de sus barcos.
La playa estaba cubierta de
todo tipo de trastos y cachivaches, lo cual daba la impresión de que la
retirada se había hecho a toda prisa. ¿Cuál habría sido la razón? No bien se
había hecho Casandra esta pregunta, y ya su espíritu le estaba dando la
respuesta: se trataba de un ardid; no era más que una treta bien ingeniosa.
Horrorizada, corrió la joven
hacia el palacio, donde encontró a los suyos presa del mismo arrebato de
alegría que colmaba a toda la ciudad.
«¡No os dejéis engañar!»,
exclamó a voz en cuello. Los griegos no se han retirado. Sus barcos deben estar
por algún lado en la mar. Deben de estar escondidos en alguna parte, a la
espera de poder agarraros mansitos».
Las advertencias de Casandra
adquirían un timbre cada vez más alto y desesperado. Tanto mayor, empero, era
la incredulidad que encontraban. Todos querían creer que había sucedido un
milagro. Demasiado tiempo llevaban ya aguantando penas y sufrimiento. Así que
ahora solo querían que se les dejara alegrarse por algo.
Presurosa, atravesó Casandra
la ciudad embriagada de regocijo con el fin de llegar al templo de Apolo, en
cuyos escalones se topó con Laocoonte, quien había salido a su encuentro. Al
ver la desesperación reflejada en el bello rostro de la joven, el sacerdote
condujo con amabilidad a la hija del rey a su aposento, donde buscó la manera
de que la profetisa recuperara la calma.
Casandra, entonces, le contó
lo que ya había anunciado, que Troya habría de sucumbir a la astucia de los
griegos y que ella creía que ese momento ya había llegado.
«No me quieren creer,
Laocoonte», dijo la joven estrujándose las manos con desesperación. «Pero a ti,
en tu condición de Sumo Sacerdote, sí te van a creer. ¡Adviértele al rey;
adviértele al pueblo en su necedad! ¡Toma mi lugar, en vista de que ya yo no
tengo ningún poder!».
Impactado, escuchó el anciano
las palabras de la joven. El hombre sabía que lo que ella anunciaba era la
verdad. Él mismo había sentido algo parecido. Y de buen grado prometió el
sacerdote hacer uso de todo el poder de su cargo con el fin de lograr de que
Troya se mantuviera en guardia. Acto seguido, indujo a Casandra a regresar al
palacio por el camino más corto.
Allí la joven encontró a todo
el mundo sumido en una efervescencia aún mayor. Ya no había quien hiciera caso
a una orden, y, en su regocijo embriagador, cada cual hacía lo que le viniera
en gana. Al aparecer Casandra, la moza se vio rodeada de guerreros, y manos
inmundas se extendieron en su dirección buscando tocar a la pura doncella.
«¡Atrás!», gritó indignada la
muchacha. «¿Qué queréis de mí? Yo no soy el enemigo».
El tono de su voz despertó a
Astor, que dormía la siesta al sol después de una noche de guardia. En un dos
por tres el perro ya estaba junto a la joven mostrando los colmillos.
«¡Astor, mi buen animal!»,
exclamó Casandra con júbilo y alivio al mismo tiempo.
En eso, se acercó otro
guerrero, pero antes de que el hombre pudiera tocar a Casandra, Astor,
irguiéndose en todo su tamaño, embistió al atrevido soldado. El bárbaro sujeto,
empero, echó mano de su arma y le cortó la garganta al fiel perro.
Desplomándose, el animal quedó tendido en el suelo emitiendo estertores.
Con los ojos llenos de
lágrimas, Casandra dejó de resistirse a las manos toscas y brutas que ahora la
agarraban y empujaban.
«Actuamos por órdenes de
Hécuba», se justificó uno de los miembros de la cuadrilla. «Se te quiere
impedir que nos amargues nuestra alegría con tus llamados de pájaro de mal
agüero».
Fue así como Casandra terminó
encerrada; ella, la hija real, condenada al encierro en una habitación
normalmente destinada a criminales que aguardaban juicio. Con la muerte de su
perro, sin embargo, era como si a Casandra le hubieran puesto una venda en los
ojos. La profetisa estaba como paralizada. Lo que ocurriera con ella le daba
igual, y de lo demás no veía nada ya. Su espíritu, en cambio, había sido transportado
a las alturas. Ante sus ojos se extendían los jardines de su patria y las
fragancias del lugar acariciaban sus sentidos. Solo su cuerpo terrenal había
quedado atrás en el humillante encierro.
Entretanto,
Laocoonte, seguido de sus dos hijos, quienes se desempeñaban como sacerdotes en
el templo de Apolo, había llegado a la playa, allí donde mayor concentración de
personas había. En el lugar se alzaba una figura peculiar. De tamaño
descomunal, la imagen de tosca confección a base de madera y de hierro se
asemejaba a un caballo.
¿Se trataría acaso de la
imagen de un dios que los griegos adoraban para que les concediera el triunfo y
que habían dejado atrás en su apresurada partida?
Laocoonte se había subido a un
peñasco para dirigirse al pueblo. Pero la gente apenas le hacía caso. La
peculiar bestia-ídolo les resultaba más interesante que las advertencias del
Sumo Sacerdote. Nadie se atrevía a acercarse a la figura. El temor se los
impedía. No cabía dudas, empero, de que la imagen acaparaba los pensamientos de
todos.
Al expresar Laocoonte sus
sospechas de que se trataba de una trampa tendida por los griegos, un coro de
estridentes carcajadas fue la única respuesta. El sacerdote se acaloró.
«¡Creedme, amigos! Yo viví en
Grecia mucho tiempo y conozco las majestuosas imágenes de los dioses que ellos
hacen y adoran, y semejante monstruosidad solo puede tener una finalidad
maligna».
Todo en vano; la multitud
comenzó a bramar y ulular:
«¡Este se está burlando de los
dioses!».
Desapercibido a los demás,
Príamo, conjuntamente con sus hijos, había llegado al anillo exterior de la
masa formada por la multitud. Los recién llegados tampoco sabían qué pensar de
este «regalo dejado por los griegos». En eso, Héctor, alzando la voz, dijo:
«¡Amigos, troyanos, hacedle
caso a Laocoonte! Comprobemos primero qué hay con esta figura».
Envalentonado por la ayuda que
vio en Héctor, Laocoonte decidió tomar una medida atrevida. El hombre se lanzó
del peñasco y, corriendo en dirección del cabello de madera, le arrancó de las
manos a un guerrero su larga lanza para entonces arrojarla con gran destreza al
vientre de la bestia. La respuesta fue un raro tintineo que parecía venir del
interior del monstruo, de allí donde la lanza había quedado enterrada.
La multitud quedó enmudecida,
y las miradas atónitas de todos reposaban ora en Laocoonte, ora en el enorme
corcel. Antes de que atinaran a salir de su estupor, empero, sucedió algo
terrible. Debajo del caballo, entre sus rígidas patas que se alzaban cual
columnas, había una cesta cubierta con harapos a la cual nadie había prestado
atención. En esta cesta, empero, comenzó a moverse algo, y de su boca
emergieron serpientes silbantes que, desenroscando sus enormes cuerpos,
empezaron a arrastrarse a gran velocidad en la dirección de donde había venido
la lanza. Los pocos entre la multitud que alcanzaron a ver esto quedaron
enmudecidos del horror.
Laocoonte todavía estaba
parado en el lugar desde el cual había lanzado el proyectil. Habiendo escuchado
el tintineo con claridad, el hombre se preguntaba sobre la naturaleza del
mismo. Y mientras aún cavilaba al respecto, llegaron a él los reptiles y
comenzaron a enroscarse en torno a su cuerpo. Ante los gritos de dolor del
hombre, sus hijos acudieron en su ayuda, y, sirviéndose de dagas y de sus
propias manos, trataron de librar los miembros del padre de los amarres de las
serpientes. ¡Todo en balde! Ahora los reptiles comenzaban a enroscarse
alrededor de ellos también, envolviéndolos en un terrible abrazo. Se empezó a
escuchar el crujir de huesos…
No fue sino ahora que todos se
percataron de la terrible suerte de la que eran testigos. Héctor acudió en
auxilio de los hombres, y a él se le unieron varios troyanos más. Entre todos
lograron cortar los anillos formados por los reptiles, y los cuerpos de estos cayeron
contrayéndose al suelo, dejando así libres a sus víctimas. Laocconte y
sus dos hijos, empero, ya no respiraban más.
«¡Ahí tenéis la astucia de los
griegos!», exclamó Héctor. «La intención era que cualquier curioso que se
acercara al caballo cayera víctima de las serpientes. ¿Quién sabe cuántas
serpientes quedarán escondidas por ahí?».
«¡No, no es así!», repusieron
a gritos algunos. «Laocoonte atacó la imagen del dios y los dioses se vengaron.
Y esa es la suerte que le espera a todo aquel que no crea en la figura.
¡Hagamos coronas de flores para adornar la imagen y así apaciguar a los
dioses!».
El sacrificio de Laocoonte,
que, sin quererlo, había dado su vida, resultó ser en vano. Ya no había quien
detuviera a los troyanos, quienes, llevados por su entusiasmo desaforado,
acabaron sucumbiendo a semejante estratagema. Con indecible esfuerzo, la
multitud llevó el caballo al interior de la ciudad amurallada y con él a un
número de enemigos suficiente como para que estos, llegada la noche, pudieran
abrirle las puertas al ejército griego, el cual se había mantenido oculto en
los farallones y arrecifes.
Así cayó Troya, la soberbia
ciudad, y con ella perdieron la vida todos sus héroes.
A Casandra se la llevaron
cautiva y le dieron muerte a su cuerpo; su espíritu, empero, moraba hacía mucho
en su hogar, en su patria. Así llegó a su fin una vida terrenal llena de
sacrificio, amor servicial y pureza divina, y a la cuenta de débito de la
humanidad terrenal se le agregó otra culpa de inconmensurable magnitud contra la
Luz.
Los hombres no entendieron lo
que recibieron con Casandra, el amor y la pureza proveniente de Dios, y lo
recibido lo convirtieron en una maldición para ellos.
Solo generaciones venideras
entenderán, asombradas y llenas de devoción, el amor que se inclinó a los
hombres de esa manera, y entonces al trono de Dios ascenderán, provenientes de
corazones purificados, oraciones de sentida gratitud.
FIN
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