miércoles, 25 de enero de 2023

19. LA SEGUNDA GRACIA DE LA LUZ (CASANDRA)

 

Las imágenes desaparecen,
pero queda la luz. Otras voces
se dejan escuchar, y ante la mirada
cobran forma nuevos colores:

 

LA SEGUNDA GRACIA DE LA LUZ

 Texto recibido de las alturas luminosas en la comitiva de Abd-Ru-Shin, gracias al don particular de una persona llamada a tal efecto.


Sobre el litoral de Troya se extendía el azul índigo de la bóveda celeste, y bien lejos allá en el horizonte se veía una blanca nubecilla que, cual pluma de ave, surcaba el cielo en un flotar despreocupado y soñador, como si se dejara llevar por una sensación de infinito bienestar.

En los escollos y arrecifes que constituían la primera línea de defensa de la costa ante los embates de las olas, estas batían sin cesar en acompasado ritmo. Una que otra vez la crin de estos corceles del mar lograba salvar semejantes obstáculos y acababa deshaciéndose en blanca espuma, dejando medusas y conchas tras sí.

El murmurar de las olas y el salpicar de la espuma constituían el tono concomitante de una melodía que, preñada de júbilo, primaba sobre todo sonido circundante. Sentada en un arrecife se veía a una niñita de unos cuatro años entonar una canción. Tonos de júbilo exultante se elevaban al cielo, tonos que salían de lo más hondo del alma de la pequeña. Se notaba que lo cantado por esta niña no era algo aprendido, no era algo entonado para complacer o deleitar a alguien. La pequeña simplemente cantaba lo que le venía a la mente, revestía en tonos lo que se agitaba en el interior de su cabecita, dado que ello se le hacía la manera más natural de expresarse.

«Nubecilla allá en lo alto», cantaba, «¡cuán blanca y suave eres! ¿Qué ves al observarnos desde allá arriba? Ven y llévame contigo. A Casandra también le gustaría volar por allá arriba y ver toda Troya desde lo alto».

El cantar se vio interrumpido abruptamente por diáfanas carcajadas. La pequeña se doblaba de la risa.

«¡Sí que debe ser divertido el poder mirar a Madre desde allá arriba!», exclamó con entusiasmo. «Segura puedes estar de que haría que lloviera un poco. Ahí Madre alzaría la vista, pero no podría verme, y no podría decir: “¡Casandra, ya está bueno!”».

Y de nuevo se volvió a escuchar la risa traviesa de la niñita.

¡Oh, qué pena! Tan bruscos habían sido sus movimientos que una de sus blancas sandalias había caído al agua. La pequeña se había quitado con cuidado el calzado antes de meterse en el agua, que en esa parte era poca profunda, para tratar de llegar a su lugar predilecto. Presurosa, la niña saltó al agua desde su asiento, y fue tal la salpicadura que su vestido quedó empapado del salado líquido.

«¡Ay, mi vestido blanco!», exclamó horrorizada, pero enseguida se consoló a sí misma: «El sol lo seca todo. ¡Sol, querido sol!», dijo lisonjeramente, «¡manda tus rayos para que le ahorres un regaño a Casandra!».

La sandalia apareció y Casandra la puso con cuidado sobre el arrecife, junto a la otra. El blanco vestido de suave tela lo estiró a todo lo ancho, y, vistiendo solo su prenda interior, se dio entonces a chapotear en el agua, que, retozona, lamía sus pies descalzos. Sumida ahora en su nueva ocupación, el buscar conchas y caracoles, la niña se había olvidado completamente del mundo.

Casandra era una niña de lo más encantadora, con torneados miembros de una proporción armoniosa que raras veces se veía. Su piel era nívea y límpida, y sus ojos azul grisáceos eran grandes, brillosos y dados a denotar asombro. Su fina naricilla le daba a la pequeña un perfil emprendedor y le confería a su rostro un aire inquisitivo. Encajando a la perfección con estos rasgos estaba la boca, que, bien pequeña y bellamente formada, siempre se encontraba en movimiento, incluso cuando la niña no estaba cantando ni hablando. Era como si tuviera que dar énfasis a los pensamientos que se agitaban en la cabecita de la pequeña.

La tupida cabellera color castaño dorado estaba sujeta por una cinta plateada anudada en un gran lazo detrás de la oreja. ¡Ay, esa cinta que siempre tenía que estar en su lugar!; unos cuantos regaños que ya le había traído a la niña. A la madre no le gustaba que sus hijas anduvieran vestidas de manera descuidada.

Casandra había juntado una buena cantidad de conchas rosadas y parduzcas y con especial ahínco había estado buscando un tipo de concha blanca de peculiares dibujos que le gustaba mucho. Y resulta que había acabado encontrando dos de esta especie de conchas.

De nuevo se puso la pequeña a entonar una melodía con voz diáfana y cantarina. La tonada era una expresión de la alegría sentida por su hallazgo, así como por el agua que mojaba sus pies y el sol que brillaba sobre su cabeza, era un canto de alegría por su joven existencia en general.

Su canción, empero, delató dónde se encontraba. Provenientes de la costa, se oían repetidos llamados que se iban acercando y se escuchaban cada vez más alto. De repente, dejaron de oírse; esto les permitió a las dueñas de las voces escuchar la tonada de Casandra.

«¡Qué lindo canta!», dijo la más joven de las dos muchachas, las cuales, caminando lado a lado, se iban acercando a los arrecifes. Ambas tenían la misma estatura, pero en cuanto a la edad, la diferencia era grande. La más joven, que apenas había dejado atrás la etapa de la niñez, estaba vestida como Casandra y, como esta, llevaba los cabellos castaño dorados únicamente sujetos por una cinta plateada, cayéndole aquellos libremente sobre las sienes y la frente. Ahora, la forma del rostro y sus facciones eran más toscas que en el caso de la pequeña. Asimismo, su cara tenía un aire de disgusto que parecía muy propio de ella, y esto pese a la sonrisa que justo en ese momento se dibujaba en su rostro.

«No me negarás, Dinia», dijo, dirigiéndose a su acompañante, «que no hay ni una de nosotras que la aventaje en el canto».

Contenta por lo oído, Dinia le respondió a su interlocutora:

«Si tan solo te dieras cuenta, Creúsa, del tesoro que vuestra hermanita, nacida en el último momento, es para todos nosotros».

«Dinia, yo no logro ver qué es lo que la hace tan preciada», repuso Creúsa casi con exasperación. «Date cuenta que somos diecinueve los hermanos que tenemos a Hécuba como madre. Y estoy segura de que Madre misma tampoco estuvo muy contenta cuando la vivaracha criatura dijo “aquí estoy yo”». Desde que Casandra llegó a la edad que la hace muy grande para seguir bajo los cuidados de la nodriza, entre nosotros, sus hermanos, siempre hay alguna discusión por causa de ella».

Con la punta de su sandalia, Creúsa le pegó una patada a una piedra delante de ella, y sus movimientos mostraron a las claras el disgusto que le había embargado el ánimo.

Dinia no dijo nada. No era apropiado que ella, la sirvienta, contradijera a la hija del príncipe. No obstante, una que otra vez se atrevía a contestar, dado que no soportaba que alguno de los hermanos menospreciara a su querida Casandra.

Polidoro, el menor de los hijos varones, era el niño consentido de la madre, era su adoración. Hécuba le tenía tal apego que a menudo olvidaba que había otros dieciocho hijos con derecho a su amor y sus atenciones.

A las hijas menores, y sobre todo a Casandra, las había puesto bajo el cuidado de Dinia, que se había criado en la corte del príncipe. El padre de esta, un troyano de noble cuna, había perdido la vida combatiendo por su señor, mientras que la madre había muerto en el parto. Como quiera que a la pequeña huérfana no le quedaba ningún familiar, Príamo le había dado acogida en su hogar, donde ahora ocupaba la posición de sirvienta de confianza. Creúsa y su hermana Laódice le hacían sentir de vez en cuando la gran distancia que había entre ellas, mientras que Práxedes y Casandra le retribuían con apego su amor y sus cuidados.

El canto de júbilo de Casandra ya no se oía, pero sí se veía la figura de la pequeña, que, ligera de ropas como andaba, acababa de subir al arrecife poniendo mucho cuidado y, tras llenar las sandalias de las conchas y caracoles que llevaba, se dirigía a la orilla vadeando con trabajo el trecho que la separaba de aquella y sosteniendo en la mano sus improvisados contenedores y su vestido blanco, ya seco.

A Dinia le costó contener la risa. La reacción de Creúsa, en cambio, fue otra. La niña aún no había llegado hasta ellos y ya aquella la estaba regañando y reprendiendo. La pequeña bajó la cabeza y su mirada, sonriente hasta hacía tan solo un instante, se ensombreció.

¿Acaso era tan malo lo que había hecho? A fin de cuentas, nadie la había visto. Lo único que quería era cuidar de sus conchas para que no se le perdieran y tratar de secarlas. Desde luego que, si la madre se enteraba, la castigarían, y Creúsa se iba asegurar de que la madre tuviera conocimiento de ello. La pequeña no dijo nada de todos estos pensamientos que, como un relámpago, le habían pasado por la mente, sino que se dirigió a Dinia y con voz lisonjera le dijo:

«Dinia, siento el haber echado las conchas en las sandalias. Ahora eso te va a dar trabajo».

Con ello ya se le había pasado el remordimiento y, echando hacia atrás en gesto pícaro su cabecita rizada a fin de poder mirar a Dinia a los ojos, agregó:

«Pero ¿cómo iba a llevar a casa si no mis lindos caracoles?».

«¡Mira, Dinia, mira lo bonitos que son!».

Entretanto, Dinia había metido las preciosidades en un paño al que entonces le hizo un nudo, y ahora estaba desabrochando las sandalias de la niña.

«Debes vestirte, Casandra. Tu madre no debe verte así. Se ha hecho tarde; no lográbamos encontrarte».

La pequeña se apresuró a vestirse y calzar sus pies al tiempo que charlaba animadamente:

«Pero si siempre es aquí donde estoy, si es que no estoy en el establo o en el jardín. A veces también voy al campo o ...».

«O te subes a la torre, como hiciste hace poco», la interrumpió Creúsa, medio divertida. «Me gustaría saber qué buscabas allá arriba. A ninguno de nosotros se nos había ocurrido jamás emprender ese ascenso tan difícil que supone el subir todos esos escalones. ¿Pudiste acaso mirar por encima del parapeto?».

«¿Parada sobre mis pies nada más?», preguntó Casandra por su parte. «¡Qué va! El parapeto me queda más arriba de la cabeza. Lo que hice fue treparme a él, lo cual fue bien fácil. Ahí me senté en el borde, que es bien ancho. ¡Qué vista se podía disfrutar desde ahí! Me gustaría poder siempre mirarlo todo desde bien alto. Si pudiera volar en las nubes y ...».

Una vez más la pequeña se vio interrumpida, esta vez por Dinia, que se había quedado pálida ante las palabras de la niña.

«¡No me querrás decir, Casandra, que te has sentado allá arriba en el parapeto de la torre!».

«¡Sí, eso mismo es lo que te estoy diciendo!», dijo exultante la pequeña. «¡Y qué bonito fue! Primero me puse a mirar la ciudad. Después quise comprobar si se podía ver el mar. Así que me puse de pie y le di la vuelta a la torre. El parapeto es ancho, Dinia», añadió para tranquilizar a esta última al darse cuenta de la impresión que causaban sus palabras en la fiel mujer. «En estos días voy a subir de nuevo».

«De eso te puedes ir olvidando ya», dijo Creúsa, alterada, mas no tuvo chance de soltarle a la pequeña las palabras a manera de castigo que ya pendían de sus labios, pues en ese momento llegaron al lomo de pequeños caballos jadeantes, provenientes de la ciudad, Polidoro y su hermano mayor, Deífobo.

«¿Quieres montar a caballo conmigo, Casandra?», le dijo este último con voz amable, y sin esperar por la respuesta de la encargada del cuidado de la pequeña, alzó a esta, que ya se revolvía de las ganas de acompañar al hermano, y la puso frente a sí en la montura. Acto seguido, los caballitos arrancaron en raudo galope.

Casandra medio que se dio la vuelta para mirar al hermano y le dijo:

«¡Qué bueno eres, Deífobo! Creúsa estaba a punto de ponerse a regañarme cuando llegaste tú para sacarme de allí». Llevada por la sensación de seguridad, la pequeña se acurrucó contra su protector.

Este quería saber qué fechoría le había valido a Casandra tal reprimenda. Al oír cuán temeraria la chicuela había sido, el muchacho quedó espantado y, con palabras severas y amorosas al mismo tiempo, trató de hacerle entender a la niña lo muy a la ligera que había actuado; movida por el arrepentimiento, la pequeña prometió no volver a repetir el peligroso ejercicio.

«Cuando quieras volver a disfrutar del panorama desde allá arriba, avísame», le dijo con bondad Deífobo. «Así, los dos subimos la torre, pues sobre mis hombros, puedes mirar más lejos que subida en el parapeto».

Imbuido de sentido amor, Deífobo sentía gran apego por la hermanita, que había llegado a su vida como un rayo de sol. El muchacho siempre estaba pensando en algo que le alegrara el corazón a la pequeña, en algo que le permitiera a él oír su voz clamar de júbilo. En este empeño se sentía uno con el padre, a quien admiraba con pasión. Consciente estaba de que Príamo sentía preferencia por Héctor, su hijo mayor y tan parecido a él, y que se llenaba de orgullo por el deiforme Paris. Tanto mayor era su alegría cuando la mirada del padre se posaba sobre él con aprobación en alguna de las tantas ocasiones en que Deífobo, de alguna manera, hacía feliz a la hermana o salía en su defensa.

Tras una corta cabalgadura, llegaron los jinetes a la ciudad y Casandra fue entregada a las sirvientas. En eso, la niña divisó a su padre en el otro lado del patio. Enfrascado en una seria conversación, Príamo caminaba junto a uno de sus hombres de confianza, la mirada clavada en el suelo; el monarca estaba completamente sumido en sus pensamientos.

En eso, un bólido cruzó el patio. Exultante de júbilo, la pequeña se abrazó a las rodillas del padre; más alto no alcanzaba. El rostro serio del hombre asumió una expresión que dejaba entrever la más sentida felicidad e, inclinándose, el monarca alzó a la pequeña y la colocó sobre sus hombros, donde la niña enseguida se puso a hacer una trenza de la crin de caballo que guarnecía el casco. Era tal la destreza y el sigilo con que trabajaban sus pequeños dedos que el padre, que, entretanto, había reanudado su conversación, ni se percató de lo que la chicuela estaba haciendo.

En eso, llegaron a toda prisa las sirvientas, y Casandra fue puesta bajo su cuidado. No fue con gusto que aceptó la niña el que la bajaran de su elevado asiento. Pero al divisar a la madre asomada a una de las ventanas, y Creúsa a su lado, pensó que lo más importante era salir de allí cuanto antes.

Con todo lo niña que aún era, ya Casandra percibía con claridad que la relación con su madre era diferente a la que esta tenía con el resto de sus hermanos y hermanas. Los hermanos y hermanas que ya habían dejado atrás la adolescencia ya no vivían en el castillo paterno, de modo que Casandra los veía solo en raras ocasiones. De ahí que no le fuera posible inferir nada de la relación de ellos con la madre. Pero ella miraba a los otros.

En una ocasión le había preguntado a Práxedes al respecto; la hermana, siendo doce años mayor que ella, podría juzgar mejor. Esa pregunta, «¿Por qué es que mamá no me quiere?», había calado bien hondo en el corazón de la amorosa hermana.

¿Qué podía ella decirle a la niña? A fin de cuentas, ella misma se daba cuenta del tesoro que la vida le había dado a la madre con esta niña alegre y pura y percibía con creciente disgusto cómo aquella echaba a un lado a esa misma niña como si no le importara, percibía como la mujer no lograba leer en el corazón de la pequeña. A fin de ganar tiempo, le respondió:

«Madre no se siente particularmente apegada a los niños pequeños, Casandra; cuando seas mayor, podrás ser su amiga».

«Eso estaría bien», dijo la niña con seriedad. «¿Cuándo sería eso?».

De repente, los pensamientos de la pequeña tomaron otra dirección y su próxima pregunta fue:

«¿Acaso los hijos varones son diferentes a las chicas?».

Práxedes no logró entender lo que en realidad Casandra le quería decir con esa interrogante.

«No entiendo lo que me quieres decir. ¡Desde luego que son diferentes!».

«Lo que quiero decir es que Madre quiere muchísimo a Polidoro; eso es algo que se ve a las claras. Y él es el más pequeño de todos nosotros. Después vengo yo».

Poco faltó para que Práxedes tuviera la indiscreción de responderle:

«De eso precisamente se trata. Él fue el más pequeño por tanto tiempo. Hasta que viniste tú y tomaste su lugar».

Pero se contuvo a tiempo al percatarse de que con semejantes palabras dejaría su primera respuesta sin efecto. Así, se valió del último recurso de los adultos:

«Eso es algo que todavía no puedes entender, Casandra. Así te lo explicara, no lograrías comprenderlo».

Ante esta respuesta, Casandra no dijo nada más, pero los pensamientos no dejaron de darle vueltas en su cabecita. Como es típico de la despreocupada manera de ser de los niños, por momentos olvidaba sus preocupaciones, pero la más mínima cosa despertaba estas inquietudes suyas y, con pasmosa tenacidad, retomaba entonces la niña el hilo justo donde se había quedado la última vez.

Casandra dividía a sus hermanos en dos grupos: uno formado por aquellos que claramente disfrutaban del amor de la madre: Polidoro, Paris, Héctor, Laódice, Creúsa y, probablemente, algunos más de los hermanos y hermanas ya grandes.

Los que formaban parte del segundo grupo, como, sobre todo, Práxedes y Deífobo, jamás eran llamados por la madre cuando esta salía de excursión. Asimismo, Hécuba jamás les mandaba a hacer alguna ropa bien bonita destinada a ocasiones especiales. ¿A qué se debía todo eso? Padre era bueno por igual con todos sus hijos. Es verdad que era estricto, pero incluso Casandra ya era capaz de darse cuenta de por qué tenía que ser así. Su severidad tenía un efecto bienhechor, mientras que los regaños de la madre, muchas veces, se les hacían absurdos a los hijos y denotaban cierta alteración.

 

Un día Hécuba mandó a ahogar el perrito amarillo de Casandra porque le había lanzado un mordisco a Polidoro, que lo estaba molestando. La niña se había arrojado a los brazos de Dinia deshecha en llanto.

«Roxor no había hecho nada malo», atinó a decir la chicuela entre sollozos. «Y yo lo quería».

Dinia le pasaba la mano por los tupidos cabellos y trataba de hacerle pensar en otra cosa, pero no lo conseguía. Casandra estaba empeñada en saber por qué la madre hacía esas cosas.

«¿Acaso hubiera mandado a matar a Roxor si el perro hubiera sido de Polidoro?», preguntó.

«¡Por supuesto!», fue la respuesta de Dinia, que convencida estaba de que, de ser así, tal cosa no hubiera sucedido. «Vamos a pedirle al rey que te consiga otro perrito. De hecho, he visto uno blanco y negro que es una monada. ¿Quieres que te lo traiga?»

Casandra, empero, meneó la cabecita en negación.

«Deja al perro tranquilo donde está; así nadie le va a hacer nada». En la voz de la niña se escuchaba un ligero resentimiento.

Al pequeño corazón, el luto por Roxor le duró un buen tiempo. Hasta el severo padre se percató de la ligera melancolía que enturbiaba la jovialidad de su hija menor tan pronto alguna cosa le recordaba al perdido compañero de juegos. Así, el monarca habló con Dinia y le encargó que consiguiera un sustituto.

Dinia tuvo sus objeciones, mas Príamo repuso: «Espera y verás cuando tenga su nuevo perrito, que ahí ya va a perder el temor de que al animalito le suceda algo».

«Me parece que el príncipe subestima lo profundo de los sentimientos de Casandra», se atrevió a replicar Dinia. «Esa niña que parece ser pura alegría guarda bajo esa jovialidad mucho más de lo que uno puede encontrar en otros niños».

Cuánto no le hubiera gustado a la fiel mujer decir todavía más, pero ¿no equivaldría ello a estar levantando acusaciones contra la princesa? ¿Estaría bien de parte de ella, una sirvienta, el hacer algo así? Así, la mujer calló, pero el príncipe se dio cuenta de cómo aquella se controlaba, y ello le dijo más que lo que podrían haber hecho un montón de palabras. Príamo decidió estar más pendiente de la pequeña.

Por lo pronto, empero, decidió que Dinia no consiguiera ningún animalito pequeño para que le sirviera de compañero de juegos a la muchachita, que casi siempre se la pasaba andando sola por ahí.

Casandra apenas jugaba con otros niños. En la corte de Príamo eran pocos los niños contemporáneos con ella que pudieran parecer apropiados para mantener trato con la hija del rey. En las ocasiones en que se juntaba con otros niños, Casandra era capaz de retozar como el que más y era la más animada del grupo. Pero después de acabado el juego, lamentaba:

«Dinia, ¿para qué formamos tanto alboroto?».

«Es que estabais contentos, Casandra», decía la sirvienta como si se tratara de algo lógico.

«¿De verdad lo crees así?», preguntó en una ocasión la niña en un tono que denotaba sus dudas. «Yo me reí porque los otros lo hacían. Pero no es que estuviéramos alegres. Qué cosa: hubiera podido mejor haberme ido a la laguna».

 

Dinia había escogido un cabrito como compañero de juego de su protegida; la mujer había olvidado por completo que el animalito estaría así de pequeño y bonito solo por un corto tiempo. Con gran alegría recibió Casandra a su nuevo compinche, que no tardó en apegarse sobremanera a la niñita. Daba gracia verlos jugar juntos. Polidoro llegó a decir con malicia:

«Ahora sí que Casandra ha encontrado el amiguito perfecto: ¡los dos son igual de intratables!».

Los demás hermanos, empero, lo reprendieron por su malicioso comentario. A aquellos se les hacía divertido ver a los dos amigos subir juntos los peñascos de la costa, correr por campos y praderas y, cuando el cabrito estaba ya un poco más grande, hasta pelear el uno contra el otro.

Una vez más fue la madre de Casandra quien le puso fin a estos juegos. A la soberana se le hacía insoportable el saber en las inmediaciones del palacio al animal, que despedía el olor propio de su especie. En secreto, mandó a que se lo llevaran, y una vez más la pequeña Casandra se vio sumida en una nueva aflicción sin saber por qué algo así tenía que pasar. Hécuba trató de explicarle a la niña la razón de sus medidas.

«¿Acaso no te llegaste a dar cuenta de cómo apestaba?», le preguntó a la pequeña.

Esta lo reconoció sin más, pero enseguida añadió:

«Le podríamos haber dado un baño todos los días. Cuando hace poco te pusiste a decir que Astares despedía un olor espantoso, me lo llevé a la costa y, después de darle un baño, le eché perfume por todas partes. ¡Qué bien olía, casi tan bien como tú cuando te pones tus mejores ropas!».

Esto último la niña lo dijo sin malicia alguna, pero la madre se enojó grandemente.

«¡Conque fuiste tú quien cogió el frasquito de costoso nardo que hace poco me había llegado de tierras lejanas! Y yo que creía que habían sido las sirvientas».

«¡Oh, qué pena! ¡¿Acaso las has castigado?!», exclamó la niña con el ánimo sumamente compungido. «Ahora mismo voy a verlas para decirles que fui yo y que lo lamento muchísimo».

«¡No, deja eso! No está de más que por una vez reciban una reprimenda sin haberla merecido. Muchas son las veces que, habiendo hecho algo, no reciben castigo alguno. De modo que una cosa compensa la otra. Lo que no puedo creer es que me hayas cogido algo tan valioso para echárselo a ese cabro apestoso. Ahora estoy doblemente feliz de haberte privado de la posibilidad de repetir semejante crimen».

La niña no dijo nada, pero en su interior bullía una tormenta de sentimientos. Era demasiado lo que tenía que asimilar. Dinia se ocupó con amor de la tan perturbada Casandra. La fiel mujer le demostró que uno no debe tomar lo que no le pertenece y le hizo ver que todavía era demasiado pequeña como para entender el alcance de sus acciones.

De excelente ejemplo a fin de sustentar sus argumentos le sirvió la reacción que la madre de la niña había tenido hacia las criadas. Producto del remordimiento que sintió debido al referido hecho, Casandra aprendió a sopesar siempre sus acciones a fin de ver qué consecuencias aquellas podían traerles a los demás.

 

Tras este fracaso, Príamo y Dinia desistieron en sus intentos de encontrarle un animalito a la niña. Pero un día la propia Casandra trajo a casa un nuevo compañero de juegos: un perrito lanudo y pardoamarillento, de hocico puntiagudo y de ojos alertas que emitían un verde chispear cuando el animalito era irritado.

«Pero ¡si es un chacal!», exclamaron los hermanos mayores, y Deífobo expresó serias reservas en cuanto a la seguridad de la niña una vez que su compañero de juegos creciera un poco.

Al preguntársele a la pequeña donde había encontrado al animal, aquella dijo:

«No lo encontré. Simplemente, estaba ahí».

Al padre, empero, la niña, al ser preguntada al respecto por aquel, le dio más detalles sobre su vivencia.

«Estaba yo sola..., y me sentía abandonada», dijo con confianza. «Echaba de menos a Antares y a Roxor. Ardía en deseos de tener un animal, pero un animal que no me pudieran quitar; debía ser un animal fuerte, que pudiera defenderse».

«¿Y a quién le confiaste tu deseo?», quiso saber el padre.

«A nadie», le aseguró la niña. «No hice sino expresarlo con una canción, como siempre he hecho. Cuando lo hago así, después tengo la impresión de que el deseo me ha sido concedido. Y así fue esta vez también», concluyó Casandra, a la vez que soltaba un suspiro de alivio.

«¿Qué pasó cuando terminaste de cantar?», indagó el padre.

«No sabría decir. Estaba aún cantando cuando se me apareció, proveniente de los arrecifes, una bellísima mujer que me dijo: “Vete a casa, Casandra. Por el camino se te va a unir un perro amarillo. Pese a su corta edad, se trata de un animal probado y de gran fidelidad,. Es un regalo mío”. La mujer desapareció, y yo salí corriendo. De repente, se me apareció Astor en el camino. ¡Qué contenta me puse!».

«Yo también me alegro de que tengas de nuevo un compañerito, Casandra», dijo el padre bondadosamente.

Mas adelante, empero, el monarca habló con Hécuba y los hijos y les pidió que le dejaran el perro a la pequeña.

«Estoy seguro de que la mismísima Artemisa se lo ha traído», dijo para sustentar su petición.

Astor y Casandra se volvieron inseparables. El perro era la mejor protección con que la niña podía contar en sus andanzas. Todos se sentían tranquilos de saber que el perro estaba con la pequeña.

 

«¿Dónde está Casandra?», preguntó un día Hécuba, bastante alterada. La monarca tenía una marcada tendencia a caer en semejante estado, ocasiones estas en las que las sirvientas trataban de cruzarse con ella lo menos posible. En días así, las mujeres trataban, asimismo, de proteger a la pequeña evitando el revelar su paradero. Pero esta vez no estaban mintiendo al asegurarle a la soberana no haber visto a la niña por ninguna parte.

Contrariada, abandonó la princesa la habitación en la que trabajaban las sirvientas que habían sido objeto de sus preguntas. Entre estas se encontraba Dinia, que quedó sumamente preocupada.

«¿Sabéis si Astor anda con ella?», preguntó con zozobra Dinia. Las muchachas se echaron a reír.

«¿Cuándo es que ella sale sin Astor?», recibió la fiel mujer por respuesta.

Y era verdad. Mientras el perro vivió en palacio, jamás veía uno a su pequeña ama sin él.

«Puedes estar tranquila, Dinia, que a la niña no le va a pasar nada; y si por casualidad se perdieran, el perro sabría encontrar el camino de vuelta».

Al terminar su labor, Dinia se puso a buscar a Casandra. La mujer fue hasta el lugar predilecto de la pequeña, entre los arrecifes, pero ni a esta ni al perro se les veía por ninguna parte. Por mucho que llamó, no recibió respuesta alguna.

«A lo mejor, en el tiempo que llevo buscándolos, ya ellos han regresado a casa», se tranquilizó la mujer.

Pero en palacio nadie sabía de ellos. En eso llegó una moza diciendo que atrás de los establos había un perro aullando lastimeramente; «al parecer, se trata de Astor», opinó la muchacha. Dinia partió enseguida con aquella, que le servía de guía, hacia el referido lugar, que se encontraba del otro lado del castillo. Recorrido cierto trecho, ya se podían oír con claridad los ladridos y aullidos de un perro encerrado. No cabía dudas de que se trataba de Astor. Los desgarradores lamentos provenían de un cobertizo en desuso desde hacía mucho y lleno de trastos viejos. Fue con gran trabajo que las mujeres pudieron abrirse camino hasta el lugar. Las puertas del tinglado habían sido bloqueadas con todo tipo de utensilios pesados, vigas y cosas por el estilo.

«Espera un poco, Astor, que ya vamos en tu auxilio», le decía Dinia a manera de consuelo.

El inteligente perro dejó de aullar enseguida y tan solo dejaba escapar un gimoteo de vez en vez como para dar a entender que la espera se le hacía demasiado larga. Por fin lograron abrir una brecha entre los muchos trastos y Astor salió por ella como una flecha. El perro tenía un aspecto terrible; su cuerpo estaba polvoriento y lleno de herrumbre, y partes de su pelaje mostraban costras de sangre ya seca. El animal se puso a saltarle a su liberadora, al tiempo que le lamía la mano impetuosamente; en eso se echó a correr dando grandes zancadas, pero con una ligera cojera.

«Está buscando a Casandra. Así que la niña no puede estar allá adentro», dijo Dinia con alivio, para entonces agregar: «Pero el perro tenía heridas; ¿qué puede haberle pasado?».

«Quizás se las hizo tratando de liberarse», supuso la moza. Pero dicha respuesta no satisfizo a Dinia:

«A Astor lo encerraron ahí a la fuerza. ¿Quién puede haber hecho cosa así, y por qué?».

La respuesta al enigma no se hizo esperar. Al poco rato, Astor corría de nuevo por el patio; el animal estaba exhausto y su cojera había empeorado. Asimismo, una de las heridas parecía habérsele abierto de nuevo, y el perro sangraba profusamente.

Deífobo fue el primero en cruzarse con él.

«¡Astor, pobre animal!; ¡qué te ha pasado! ¿Y Casandra?; ¿dónde está?». El perro meneó la cola, y tras lanzarle al preguntador una mirada penetrante, lo agarró de la ropa. El muchacho entendió.

«¿Quieres que vaya contigo?». El perro soltó un ladrido corto. «Está bien; te voy a acompañar. Pero primero te voy a dar agua».

Deífobo se apresuró a llenar de agua un pequeño cuenco que había en el suelo. El perro bebió con avidez; pero difícilmente podía haber calmado su sed cuando ya estaba dando señales, por medio de ladridos y de jalones de ropa, de que era hora de partir. El animal, entonces, se echó a correr tan rápido que Deífobo apenas podía mantener su paso.

Fue bastante largo el camino que tuvieron que dejar atrás, de modo que el muchacho comenzó a inquietarse: «¿Dónde podría estar su hermanita?». «Menos mal», pensaba, «que el perro vino a encontrarse justamente con él. Ya se encargaría él de que Casandra no fuera castigada en caso de que la niñita hubiera causado algún daño». El muchacho y el perro corrían y corrían sin acabar de llegar al lugar. Casandra jamás se había alejado tanto de la casa.

«Astor, desatinado amigo, ¿cómo pudiste permitir que Casandra se fuera tan lejos?», regañó Deífobo al perro con suavidad. El joven ni sospechaba que el animal no había acompañado a su dueña.

Finalmente, el perro abandonó el camino trillado y llevó a su acompañante por entre los arrecifes, que aquí eran particularmente agrestes e intransitables.

Y allí, en un pequeño trecho de arena, estaba tendida Casandra, sus ropas completamente caladas. Un rastro húmedo conducía hasta el sitio. Aparentemente, el perro había sacado a la niña del agua. Los bellos ojos de la pequeña estaban cerrados, y las facciones de su rostro mostraban una marcada palidez. ¿Que sería lo que había pasado?

Con un clamor de dolor levantó Deífobo de un tirón a la hermanita y, sin tomarse tiempo para ver si la pequeña respiraba, partió a zancos y trancos en dirección a la casa, la liviana carga en sus brazos. A su lado corría Astor resollando y jadeando.

«¡Ojalá que nadie nos vea!», rogaba Deífobo para sus adentros, pues, por sobre todas las cosas, quería evitarle un regaño a Casandra.

Cuando ya el palacio estaba a la vista, el muchacho aminoró el paso y, poniendo mucho cuidado, accedió sigilosamente al interior del castillo por el ala de las mujeres, donde se tropezó con Dinia. Entre los dos acostaron a la pequeña en su lecho y comprobaron, llenos de zozobra, si su corazón aún latía: ¡alabados sean los dioses!; ¡la niña estaba viva!

«¡Asiste tú a Casandra, Dinia, que yo me ocupo del perro!».

El jovenzuelo abandonó la habitación y, cargando al completamente exhausto animal en sus brazos, lo llevó a un cuarto donde pudo bañarlo y acostarlo en un lecho.

«Pobre animal, ¿quién te habrá hecho todo esto?», murmuraba el muchacho cuando, al atender al perro con manos amorosas, descubrió las horribles heridas sostenidas por este. «Alguien debe de haberte maltratado bárbaramente».

Una vez que Astor ya había sido bañado y, curado y vendado, descansaba en mullidos cojines, Deífobo fue a ver cómo seguía la hermana. El muchacho encontró a Dinia sumamente preocupada.

«La niña está bien enferma», dijo la mujer. «Tienes que decírselo a Príamo, para que mande a buscar a un médico».

Casandra se movía constantemente en el lecho de un lado a otro, a la vez que murmuraba palabras y frases incoherentes. Al acercársele el hermano, la niña soltó un grito estridente y extendió los brazos en su dirección en un gesto defensivo. Deífobo se asustó; el temor de la pequeña le causaba dolor. Él no había hecho sino mostrarle amor en todo momento.

«No te lo tomes a pecho, Deífobo», lo consoló Dinia. «Casandra no sabe lo que hace. Me temo que Polidoro tiene algo que ver en todo esto, y físicamente, vosotros dos guardáis gran parecido».

Príamo trajo a un doctor, el cual se entregó a su labor con gran dedicación y amor. El rey contemplaba en silencio la escena que ofrecía la niña mientras esta se revolvía y daba vueltas en la cama, y el dolor que embargó el ánimo del hombre le hizo ver que esa hija suya, la menor de todos sus vástagos, era lo más querido que tenía en la Tierra.

El médico concluyó su reconocimiento y, tras darle a Dinia en voz baja las necesarias instrucciones, abandonó el aposento acompañado del monarca.

«¿Va a morir?», preguntó Príamo con voz ahogada.

«No sé», fue la poca alentadora respuesta. «Si supiera qué le pasó antes de caer en el estado en que Deífobo la encontró, privada de todo sentido, me sería más fácil deducir algo sobre su padecimiento. Hay que esperar a ver qué nos depara la noche».

«Voy a hacerles sacrificios a los dioses. ¡Mi niña querida no puede morir!».

A paso brioso partió el rey hacia el templo a fin de disponer personalmente todo lo necesario para las ofrendas. Al hombre se le antojaba más fácil la espera si mientras tanto estaba haciendo algo por la niña.

 

La noticia de la misteriosa enfermedad de Casandra se había propagado con rapidez y, finalmente, llegó a oídos de la madre.

«Estáis formando demasiado revuelo por la pequeña», manifestó enseguida la mujer, pero se alarmó sobremanera al ir a la habitación donde guardaba cama la niña y tener la oportunidad de escuchar lo que esta decía.

Dinia, que se había percatado de esta reacción de alarma, abrigó esperanzas de que la princesa llegara a darse cuenta de que ella también le tenía gran apego a la pequeña, y ello fue motivo de alegría para la buena mujer. Quizás a Casandra le aguardaban días más llevaderos y halagüeños. De ser así, la terrible enfermedad podría verse como algo bueno después de todo. En ningún momento le pasó a la sirvienta por la mente que Casandra moriría.

El susto de la princesa, empero, nada había tenido que ver con el estado de Casandra. Entre las muchas palabras incoherentes, la monarca había escuchado el nombre de Polidoro y había percibido además el gran miedo que la pequeña le tenía al hermano, que, por lo visto, algo malo le había hecho.

Si alguien más oía lo mismo, la cosa se le podía poner fea al muchacho. Ya bastante estricto que era Príamo con su hijo más joven, cuya forma de ser era lo opuesto de la de él. Llevada por estos pensamientos, prohibió la princesa que, fuera de Dinia y del médico, alguien ‒así se tratara del mismísimo rey‒ entrara a la habitación.

«La pequeña tiene que poder descansar a como dé lugar. De lo contrario, no se podrá recuperar», le inculcó a la mucama, y esta, contenta por la preocupación que Hécuba mostraba, le prometió cumplir sus instrucciones.

La madre mandó a que le dijeran a Polidoro que fuera a verla a sus aposentos. Después de pasado un buen tiempo, llegó por fin el muchacho. En su rostro se veía a las claras que algo había hecho.

«¿Se va a morir?», fue lo primero que dijo al entrar a la habitación.

Ahí la madre ya se dio cuenta de que su niño predilecto había sido el causante de la misteriosa enfermedad; ahora lo más importante era hacerlo confesar para poder protegerlo con eficacia.

La mujer se sentó en su lecho e hizo que el muchacho tomara asiento a su lado.

«Cuéntame exactamente qué fue lo que pasó entre tú y tu hermana», lo instó sin responder a su pregunta.

El niño se empeñaba en guardar silencio. Le hubiera gustado saber de cuánto tenía conocimiento la madre, para así ajustar su relato en consecuencia. Mas Hécuba conocía muy bien a su hijo, y por su parte, guardó silencio también. Este silencio comenzó a hacerse opresivo.

Polidoro no estaba del todo echado a perder, sino que más bien era un niño consentido y egoísta. No había nada más importante para él que el amor de su madre, amor que no quería perder. Así que empezó a contar. Hécuba no lo interrumpió ni por un momento, y eso mismo hizo que el niño confesara mucho más de lo que lo hubiese hecho si ella se hubiera puesto a atosigarlo con preguntas.

«Me disponía a salir a caballo», empezó vacilante, «cuando en el patio me encontré con la parejita inseparable: Astor y Casandra. La chiquilla me da igual, pero me gusta provocarla porque, cuando se molesta, bufa como un gato, y eso me divierte».

El muchachito miró de reojo a la madre: ¿cómo tomaría lo que le acababa de decir? Cuando vio que la mujer no dijo nada, continuó su relato más confiado.

«Al perro sí que no lo soporto. Y el sentimiento es mutuo. En eso se me ocurrió un plan para hacerles la vida a los dos un poco más difícil. Le pedí a Casandra que me buscara una aguja que había dejado en mi habitación. Con gusto, la pequeña salió disparada a hacer lo que le había dicho. Entretanto, atraje al perro y, cuando se me acercó, lo agarré y me lo llevé al viejo cobertizo en el que guardan cachivaches. Al darse cuenta el animal de que mi intención era encerrarlo allí, se puso como loco. Su verdadera naturaleza salió a relucir. No me quedó más remedio que defenderme, así que le pegué. Quizás los golpes fueron más fuertes de lo que yo quería; el caso es que el perro, de repente, se desplomó. Como pensé que estaba muerto, lo tiré debajo de todos los trastos. Después bloqueé la puerta para que no lo encontraran tan rápido. La idea era que Casandra creyera que el perro se había ido».

Hécuba, que nada sabía del maltrato del que el perro había sido objeto, se estremeció ante tanta barbaridad. La mujer, empero, persistió en su silencio, y Polidoro siguió contando:

«En el mismo momento en que retorno al patio, venía de regreso Casandra, que enseguida se puso a llamar a Astor. Ahí la agarré y la senté delante de mí en el caballo. “¿A ti no es a la que le encanta cabalgar?”, le dije. “Pues hoy tú y yo vamos a dar un paseo bien largo”. “Sí que me gusta cabalgar, pero no contigo”, me respondió ella. Eso me enfureció, y la agarré más duro todavía y me lancé al galope. Así, nos fuimos alejando y alejando, adentrándonos cada vez más en los arrecifes. Esa no era mi intención, pero había perdido totalmente el control del caballo, que galopaba como un loco.

»Cuando, por fin, la bestia, temblando, se detuvo, y yo me disponía a tratar de encontrar cómo regresar, me di cuenta de que Casandra yacía frente a mí totalmente inmóvil. Y antes de tener chance de pensar qué hacer con la niña, su cuerpo se deslizó de la montura y cayó estrepitosamente al agua, entre arena y arrecifes. ¡Qué terrible!».

Polidoro estaba horrorizado. La madre se dignó a decir algo.

«¿No te dieron ganas de socorrer a la pequeña?».

«No creo, Madre. Lo que quería era alejarme cuanto antes de ese espantoso lugar. Al fin y al cabo, si Casandra estaba muerta, ¿qué iba a poder hacer yo por ella?».

Hécuba suspiró. La mujer no creyó ese el momento indicado para hacerle ver al hijo su culpa, de modo que lo dejó continuar su relato.

«Cuando por fin logré llegar a casa, escuché que de alguna manera el perro había conseguido salir del cobertizo y que la gente entonces se había puesto a buscar a Casandra hasta que finalmente apareció. El perro ahora yace en su lecho de muerte, y la niña también. Madre, ¡qué terrible!».

Ahí el horror por lo que había hecho acabó embargando el ánimo del muchacho, que se echó a llorar, al tiempo que se abrazaba a la madre.

«¡Tranquilízate, hijo mío, que los dioses vendrán en nuestro auxilio! Ya Padre les ha hecho ofrendas. Dinia está cargo del cuidado de Casandra, y sus diestras manos siempre consiguen buenos resultados. Del cuidado del perro se está encargando Deífobo. Enjuga tus lágrimas y no le cuentes a nadie lo que hiciste. De esa manera, no habrá quien pueda sospechar de ti. Yo voy a estar a tu lado para apoyarte».

El hijo se quedó mirando a la madre de hito en hito sin poder dar crédito a lo que escuchaban sus oídos. ¿Acaso se daba cuenta la mujer de lo que le estaba proponiendo, que como un cobarde encubriera lo que había hecho? Si callaba, ¿cómo podría mirar al padre a la cara de nuevo? Ya bastante malo era el haber actuado movido por la ira y el haber abandonado a la niña a su suerte sin pensarlo dos veces; pero todo eso lo había hecho en el calor del momento. Ahora, si callaba a sabiendas, ya no merecería considerarse hijo de Príamo. Eso la madre tenía que ser capaz de entenderlo.

Pero la mujer no lo entendía. En vano le imploró esta al muchachito que guardara silencio por amor a ella.

«Si eso es un sacrificio tan grande para ti», le gritó, ya fuera de sus cabales, «asúmelo como castigo por tus acciones, que, de esa manera, quedarán expiadas...».

El hijo ya no alcanzó a oír el resto de lo que la mujer quería decir, pues, con paso firme, abandonó la habitación para ir directamente adonde Príamo, al que entonces le contó sin omitir detalle lo que había hecho. Sus palabras, esta vez, fueron más gráficas, pero también más cargadas de remordimiento que cuando le había contado a la madre lo sucedido. Y el padre, que creyó estar mirando un foso de maldad, acabó consolándose con la idea de que a fin de cuentas su hijo había venido a él sin que nadie tuviese que obligarlo. De modo que no toda esperanza de cambio estaba perdida.

Juntos se dirigieron ambos a la habitación en la que Casandra aún languidecía por los efectos de la fiebre. Dinia les quiso impedir la entrada, pero Príamo la echó a un lado con suavidad.

«Nadie me va a impedir que vea a mi hija».

Unos pocos minutos junto al lecho de la pequeña le bastaron al soberano para darse cuenta de por qué la princesa no quería que nadie viera a Casandra. La pequeña llamaba a Astor llena de angustia e imploraba y suplicaba a Polidoro que la dejara apearse del caballo.

«¿Adónde vamos?», preguntó un sinnúmero de veces, hasta que finalmente se estremeció de pies a cabeza y gimió: «¡Ay, ahí viene el agua!».

Polidoro, que se había quedado en la puerta, sufría indeciblemente, pero este martirio fue arando el suelo de su alma. Cual iluminados por la más diáfana luz, se alzaron ante su ojo interior todos los defectos de los que adolecía, y en su ser cobró forma la firme resolución de volverse una mejor persona.

Ese día y la noche que le siguió se convirtieron en un punto de inflexión en su vida. Por el padre el muchachito no sentía otra cosa que la más profunda veneración. Príamo lo había tratado como a un viejo amigo; eso el hijo jamás lo olvidaría. Junto a este sentimiento por el progenitor floreció en su alma también el amor por su hermanita menor, en la cual reconoció el regalo de Dios que les había sido dado a todos con su existencia. Esto no sucedió de la noche a la mañana, sino que lenta y paulatinamente fueron ganando terreno en el alma del muchacho este amor y la consiguiente comprensión. En la misma medida se fue apagando el amor por la madre, quien ya no significaba nada para él. Polidoro no le llevaba la contraria, pero la mujer podía percibir la indiferencia del hijo, y esto se le hacía más insoportable que si el muchacho la odiara.

Poco a poco Casandra se fue recuperando, y muy lentamente, tan lentamente que era como para espantarse, se fue aclarando también su atormentado espíritu. Finalmente reconocía al padre y sonreía cuando este entraba a la habitación. Pero cuando Hécuba entraba al cuarto de convalecencia de la niña, esta viraba la cabecita o cerraba los ojos.

«La enfermedad la ha vuelto más terca aún», decía Hécuba alterada, y sus visitas se hicieron cada vez menos frecuentes.

Un buen día Casandra preguntó por Astor.

«¿Dónde es que está? ¿Por qué no ha venido a verme?».

«Ya Polidoro te lo va a traer», le dijo contento el padre, a quien le había parecido una mala señal que la pequeña diera la impresión de haberse olvidado de su compañero.

«¿Polidoro?», dijo Casandra pensativa. «Astor no va a querer venir con él. Polidoro no le cae bien».

Pero acompañado de Polidoro entró a toda velocidad al cuarto Astor, y casi sofoca el can a su pequeña dueña con sus caricias. Casandra volvió por fin a mostrar esa alegría exultante que tanto la caracterizaba. De las heridas sufridas por el perro ya no quedaba ni rastro; lo que sí el animal se había puesto más flaco. La mirada de Casandra descansó en Polidoro, que, con lágrimas en los ojos, aguardaba junto al lecho.

«¿Me perdonas, hermanita?», preguntó este último con voz suave. Eso fue demasiado para el corazón de la niña, tan lleno de amor, y Casandra extendió sus manos hacia el hermano: «Pero si tú nada más que querías darme un gusto; solo que, en ese momento, yo no lo vi así».

El hermano estuvo a punto de contradecirla, pero la mirada de Príamo lo contuvo de reconocer abiertamente su culpa ante la niña y acabar espantándola de nuevo. Y Polidoro no dijo nada, pero, desde ese día, hizo todo lo posible por darle alegrías a su hermana.

Conjuntamente con Deífobo, sacaba al aire libre a la niña, que se había puesto alarmantemente delgada, y la acostaba bajo frondosos árboles. Le traía flores, frutas y caracoles y conchas, le tejió un collar para Astor y una canasta para ella. La relación entre los dos hermanos fue fuente de alegría para ambos. Por iniciativa propia y sin que nadie lo instara a ello, pasó Polidoro a formar parte del círculo de los hijos de la realeza que cerraban filas en torno a Casandra, círculo este al que hacía poco se habían sumado también Héctor y Paris.

Para la convaleciente niña se inició una época de felicidad, y con la recuperación de sus fuerzas volvió también la alegría desbordante y el carácter travieso que la distinguían. No pasaba un día sin que los hermanos tuvieran que contar alguna graciosa ocurrencia de la pequeña.

 

Cinco veranos había Casandra visto pasar. Pese a que, después de su enfermedad, su cuerpo había estirado, seguía siendo tanto exterior como interiormente la misma niña de carácter alegre. Todo en ella se mantenía en constante movimiento: los tupidos cabellos rizados no se estaban quietos en su cabecita, los ojos sonreían todo el tiempo y la sonrosada boca siempre estaba o bien chachareando o entonando alguna melodía. Cuando estaba de pie, solía balancearse una y otra vez sobre la punta de los dedos de los pies «como una avecilla a punto de emprender el vuelo», acostumbraba a decir Dinia.

«Avecilla» la llamaba también el padre, al que le encantaba escuchar la voz de la pequeña, y «avecilla» comenzaron a llamarla los hermanos, siguiendo el ejemplo de su progenitor. Todos ellos sin excepción se habían vuelto solícitos siervos de su traviesa hermanita.

Únicamente Creúsa y Laódice se mantenían fuera del círculo que los hermanos habían formado en torno a la pequeña. Tanto más se unieron aquellas a la madre, que, resentida, se mantenía al margen. ¿Qué era lo que tenía la chiquilla que todos caían rendidos a sus pies? Con el ánimo contrariado, se hacía la monarca a menudo esta pregunta; hasta que un buen día verbalizó su molestia ante Príamo.

El príncipe se quedó mirando pasmado a su mujer. Su vida transcurría en tan intensa actividad que apenas se había percatado de que en la familia se había dado una división.

«¿Que qué es lo que tiene Casandra?», preguntó él por su parte. «Nunca me he puesto a pensar sobre ello. Simplemente, me regocijo con el encanto de la pequeña como mismo disfruto la luz del Sol e inhalo con deleite el aire limpio y puro. ¿Cómo es posible que tú, siendo la madre, puedas cerrarte al encanto que emana de esta hija nuestra? Para mí, en el momento en que Casandra entra a alguna habitación, esta se llena de luz. ¿De verdad que tú no sientes nada de eso?».

«Lo que siento es que esta hija no deseada me está robando el cariño de todos vosotros. Casandra se ha convertido en el foco y centro de esta casa. ¡Todo se hace según su voluntad!».

Al decir esto último la princesa ya había alcanzado un elevado grado de alteración.

«¿Acaso Casandra no le muestra el debido respeto a su madre?», preguntó con expresión seria el príncipe. Si había algo que el monarca no soportaba era la rebeldía y la desobediencia. «Se me hace impensable que una criatura tan pequeña ya sea capaz de imponer a sabiendas su voluntad sobre la tuya».

«No creo que lo haga conscientemente», admitió la princesa. «Pero los demás cumplen absolutamente todo deseo que logran leer en sus ojos. En cuanto a su obediencia, no tengo de qué quejarme, pero bien que podría mostrar más deferencia y humildad. Cuando la comparo con Creúsa o Laódice, no logro entender cómo es que la gente la prefiere a estas dos. Creúsa en particular promete ser una belleza».

«A mí me basta con la gracia y el encanto de Casandra. No hay uno solo de nuestros vástagos que sea tan dulce y cariñoso como ella», dijo el príncipe con una calidez que no era usual en él.

La mujer consideró prudente el ponerle fin a la conversación. En eso irrumpió Laódice en la habitación trayendo consigo a Casandra casi a rastras. Al ver que la madre no estaba sola, la joven se asustó. A la muchacha le resultaba desafortunada la presencia del padre, que siempre tomaba partido a favor de la chicuela. Pero esta vez hasta él tendría que admitir que la niña se merecía un buen castigo.

«Pero ¡¿en qué andabas tú?!», preguntó la madre al ver a la niña. «¡Qué aspecto tienes!».

Y la niña, en verdad, se veía en condiciones nada usuales: sumamente desgreñado le caía el pelo a ambos lados del rostro ruborizado, el vestido le goteaba y tenía por todas partes los verdosos restos de algún tipo de planta. Y en la parte delantera de su falda la pequeña sostenía algo que goteaba también.

«Así como veis fue como me encontré a esta criatura buena para nada en el estanque del patio», anunció Laódice. «La agarré justo cuando salía de esa agua pestilente y cubierta de materia verde. ¡Verdaderamente inaudito!».

«La verdad es que el agua que suelta el vestido de Casandra va mejor con el patio que con los aposentos de vuestra madre», reconvino el padre. «Ve a que Dinia te cambie esa ropa, mi pequeña, y después puedes venir adonde tu madre y decirle cómo fue que acabaste metida en esa agua».

Obediente y, al mismo tiempo, llena de gratitud, Casandra se dio la vuelta para marcharse, pero la madre la detuvo.

«De todas formas, ya la habitación está mojada, así que mejor que se quede aquí para que me cuente de una vez qué fue lo que hizo», dispuso la madre. «A ver qué tienes ahí».

Hécuba quiso apoderarse de lo que Casandra sostenía en su falda, pero la pequeña la eludió con gran destreza y se viró hacia el padre.

«¡Mira lo que traigo aquí, Padre!», le dijo. «Los hombres cortaron el árbol junto al estanque y esto cayó al agua».

Al estirar la niña la falda un tanto, se podía ver un nido bastante grande, y en este, cuatro pichones desprovistos de plumaje que piaban y piaban, sus picos bien abiertos en señal de que tenían hambre. 

Príamo, que se había acercado para mirar, elogió con alegría a la pequeña: «Esos son pájaros de buen augurio, niña. Hiciste bien en rescatarlos».

Laódice intercambió una rápida mirada con la madre, y esta tomó la palabra.

«Alguien que tiene al príncipe por padre, y más si se trata de una hija, no debería estarse metiendo en el estanque por causa de unos pájaros pelones», increpó. «Jamás vas aprender a comportarte como debes. ¡Acaba de seguir el ejemplo de tus hermanas mayores!».

La pobre Casandra: daba pena verla con su cabecita gacha. La niña miraba con desconsuelo los cuatro picos bien abiertos que aguardaban en su regazo. En eso se oyó el zumbido de un escarabajo que entró volando en la habitación. Casandra dio un gritito de alegría y se puso a mirar de un lado a otro como quien busca algo. ¿A quién podría confiarle su valioso tesoro? Y el padre, que en absoluto estaba preparado para ello, se vio de repente con el nido en sus manos conjuntamente con sus ocupantes.

«¡Sosténmelos, por favor! Pero ¡con cuidado!», añadió enseguida la niña cuando vio el movimiento un tanto torpe que hizo el sorprendido príncipe.

Y sin pensar en sus ropas mojadas, comenzó la pequeña a darle caza al escarabajo, que buen trabajo le dio a su perseverante perseguidora hasta que por fin se dejó agarrar. La muchachita era la gracia personificada, y mostrando una pasmosa agilidad en sus intentos por conseguir algo de comer para sus hambrientos protegidos, lo mismo se agachaba que estiraba su cuerpecito, saltaba y corría como una loquilla, haciendo así las delicias del padre, que la miraba encantado.

Tras concluir exitosamente su caza, la pequeña, sin pensarlo dos veces, le metió la diminuta presa al primer pico abierto que se encontró, y con una sonrisa en su rostro, se quedó mirando cómo los otros tres pichones arrancaban del pico del favorecido pedacitos del escarabajo.

«¡Qué listos son!; ¡ahora todos tienen algo!», dijo Casandra, rebosante de alegría. Pero ahí sí que la madre se puso a increparla de verdad.

«¡Cómo es posible que le sueltes al rey semejante inmundicia!». Vaya que estaba indignada la monarca. «¡Y mira como está mi habitación! ¿Qué piensas hacer ahora?», preguntó en tono severo la mujer.

«Agarrar más escarabajos para que los otros también tengan algo», dijo la pequeña, convencida de haber dado en el clavo.

El padre tuvo que darse la vuelta para ocultar la risa. Hécuba, entretanto, seguía reconviniendo a la niña, y cuanto más hablaba, mas crecía su ira. Príamo le puso fin a todo esto mandando a buscar a Dinia y dejando en manos de la sirvienta a la empapada niña conjuntamente con su botín.

Cuando después los hermanos oyeron de este episodio, le hicieron a Casandra una armazón que podía usarse para poner el nido y tenerlo en el jardín. Con gran bondad la ayudaron a capturar escarabajos y lombrices para los insaciables y escandalosos pichones, hasta que un buen día Casandra anunció, radiante de alegría, que los padres de los pichones habían encontrado el nido.

«Así tenía que ser», dijo con precocidad la pequeña. «Yo a volar no hubiera podido enseñarles».

Dinia, por su parte, aseveró que jamás se había dado el caso que los padres de alguna camada de pichones lograran encontrar el nido habiendo pasado ya días desde la separación. Casandra, apuntó la mujer, debía ser una niña bendecida.

Ciertamente, Casandra les dejó a los padres el enseñarle a volar a sus pichones, pero todos los días se pasaba un buen tiempo junto al nido y observaba a los animalitos. Los pichones le tenían tanta confianza que se le posaban en la mano y en los hombros y, por ellos, los padres también se acostumbraron a la niña. Y no solo eso: otros pájaros comenzaron a acudir al lugar y, revoloteando alrededor de Casandra, trataban de conseguir puesto en sus hombros.

Al cabo de un corto tiempo, ya la niña había aprendido el canto de estas aves, y, trinando, gorjeando y piando, se ponía a competir con ellas. Astor, que siempre estaba presente, ya había aprendido que no debía espantar a los pájaros, y o bien se echaba o se acostaba tranquilo al lado de su ama mientras ésta estuviera jugando con las aves.  Cuando la pequeña, empero, sentía que ya se había divertido bastante, alzaba las manos, y Astor daba un salto, a la vez que soltaba un ladrido corto, con lo cual los pájaros se desperdigaban en todas las direcciones.

En una ocasión en que entraba corriendo al jardín del castillo para entregarse a su coloquio con las aves, se topó la niña con un pastor que llevaba en sus brazos un corderito que balaba lastimeramente.

«¿Por qué se queja? ¿Qué le pasa?», quiso saber Casandra.

«Se ha quebrado un hueso, pequeña princesa», dijo el pastor cordialmente.

«¡Oh, pobre animalito!», exclamó la niña, sintiendo pena por el corderito.

Con la misma, extendió la mano para tocar el miembro lastimado, pero el pastor trató de impedírselo.

«Un hueso fracturado no se debe tocar, princesa. Eso le causa dolor al animalito», le dijo a la pequeña a fin de detenerla.

«Si yo lo toco, se va a mejorar», dijo Casandra tranquila, y con esa misma ecuanimidad tomó la patica del cordero, la cual éste llevaba colgando, y cerró su mano de niña alrededor de aquella.

El corderito dejó de balar y, al cabo de unos minutos, frotó incluso su lanuda cabeza en el hombro de la niña, como queriendo expresar su gratitud. Atónito, contempló el pastor lo que ante sus ojos sucedía, y que a él le pareció cosa de milagro. No obstante, le buscó una explicación a lo que había visto.

Cuando, pasado un buen rato, Casandra soltó la patica del cordero, el pastor inspeccionó con sus manos el miembro del animal. Ni rastro había de una fractura; además de que el corderito lo dejaba que le tocara sin ningún problema.

«¡¿Cómo puedo haberme equivocado de semejante forma?!», dijo extrañado. «La pata no estaba fracturada después de todo; por eso es por lo que el animal se dejó tocar. En todo caso, es bueno que ya pueda saltar y correr: es de los mejores corderos que tenemos».

Casandra sonrió.

«Sí, puede que el hueso no estuviera roto. Pero yo estoy casi segura de que sentí el lugar en que los huesos estaban separados».

Con la misma, acarició suavemente al cordero y salió corriendo.

Ya varias veces la gente había sido testigo de cómo a las manitas de niña de Casandra les era dado el aliviar dolores. Las sirvientas murmuraban que la pequeña había sido particularmente bendecida por los dioses. A Casandra no le parecía nada especial; simplemente, se alegraba de poder ayudar. Y por todo ser desvalido e indefenso sentía un amor casi pasional; los animales y los niños pequeños eran su adoración.

«Cuando sea grande, voy a tener veinte hijos varones y cuarenta chicas», anunció un día.

Cuando le preguntaron por qué quería tener más hijas que hijos, respondió sin pensarlo dos veces:

«Los niños varones son tremenda carga».

Todo el mundo se echó a reír, pero esto ofendió a la pequeña.

«La gente grande no es tan buena que digamos tampoco», proclamó, y ello no hizo sino provocar más risas aún.

Práxedes consoló a la pequeña:

«Déjalos que se rían, Casandra. Es la ignorancia lo que los hace reaccionar así. Pero, a ver, explícame por qué quieres tener veinte hijos varones, cuando te parecen una carga».

«Dinia siempre dice que uno no debe buscar solo lo que le resulta grato, sino que debe aprender también a aguantar aquello que le es desagradable», manifestó.

«Eso sí no lo sabíamos, pequeña: que éramos tan desagradables para ti», le dijo en broma el hombrón de Héctor, a la vez que se inclinaba cariñosamente hacia la hermanita.

«¡Ustedes son mis hermanos!», declaró Casandra. «Los hermanos son buenos, pero los hijos son malos».

 

Dinia dormía siempre en la antecámara de la habitación de Casandra. Todas las noches, antes de retirarse a su lecho, la mujer iba a la cama de Casandra y contemplaba con gusto el sueño apacible de la pequeña. No pocas veces la fiel sirvienta tenía la impresión de ver flotar en torno al lecho velos rosáceos, o de que las manecillas de Casandra trataban de agarrar lo que a ella se le antojaba como rosas. Cuando trataba de mirar con más detenimiento, empero, desaparecía la excelsa imagen.

Una noche, al entrar, como siempre, al cuarto de dormir de la niña, el cual estaba bañado por los rayos plateados de la luna llena, la mujer se encontró con que el lecho estaba vacío. Las almohadas y cobijas estaban hechas un desorden, como si la ocupante del lecho se hubiera levantado de prisa.

«A lo mejor Casandra me quiere jugar una broma», se dijo la mujer y se puso a buscar bajo las cobijas y en los rincones de la habitación. No fue sino al terminar su infructuosa búsqueda que comenzó a inquietarse. ¿Dónde podría estar la niña?

La puerta que daba a la terraza estaba ligeramente entreabierta. Dinia salió y se puso a mirar a su alrededor. Con su tono plateado, la luz de la luna inundaba la ciudad, y a lo lejos en el horizonte rielaba el anchuroso mar, en el que de vez en vez se observaba el destellar de la cresta de sus olas. La noche estaba invadida de un silencio absoluto; ni siquiera desde los establos se dejaba escuchar sonido alguno.

Eh, ¡y eso! ¿De qué se trataría ese sonido que asemejaba un canto quedo entonado a lo lejos?... Pero ¡si era la voz de Casandra! Ni corta ni perezosa, Dinia se apresuró a entrar de nuevo a la habitación y de allí se dirigió a unas escaleras que conducían al jardín.

En este también era tal la claridad que reinaba que parecía de día. Con un sereno batir de alas, mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de algunos arbustos que despedían un dulce aroma, y a los oídos llegaba el canto de un ave. Las tonadas de su melodía se entremezclaban con sonidos que, si bien provenían de una garganta humana, eran de una armonía supraterrenal.

Allí entre los arbustos estaba Casandra, ligera de ropa y con pies descalzos. La cabeza inclinada hacia atrás, la niña cantaba ensimismada, como si compitiera con la avecilla que se balanceaba en una rama frente a ella. La arboleda toda estaba bañada de una luminosidad peculiar que Dinia jamás había visto.

En el lugar de donde parecían provenir estos rayos, se erguía una figura. Sin apenas moverse, Dinia se mantuvo contemplando por largo rato el grupo que tenía ante sus ojos; hasta que el viento sopló ligeramente, sacudiendo levemente la fina bata que Casandra llevaba. A la mucama le asaltó la preocupación por la niña, y, acercándose a ella con cuidado, la llamó. En un santiamén se esfumó toda luminosidad, quedando solo la luz de la luna, que casi daba la impresión de estar desprovista de toda calidez comparada con el resplandor que había habido hasta ese momento.

Lentamente, la niña se dio vuelta, los ojos bien abiertos. «¿Por qué  vienes a interrumpir?», preguntó en tono casi acusatorio.

«Una niña de tu edad debería estar durmiendo a estas horas. Ya es de noche, y el viento está empezando a soplar».

«El Luminoso me llamó», dijo Casandra, su voz aún sonando como si viniera de bien lejos. «Vino a enseñarnos una nueva canción».

«Dijiste "enseñarnos". ¿Quién estaba contigo, Casandra?».

«El pajarito estaba aprendiendo conmigo; ya casi nos sabíamos la hermosa tonada cuando llegaste tú y lo echaste a perder todo».

«¿Quién es el Luminoso?», insistió Dinia. Con cada respuesta que la pequeña daba, su espíritu regresaba cada vez más al cuerpo, cosa que se le hacía bien evidente a la sirvienta.

«El Luminoso es... el Luminoso. No sé qué otra cosa pueda decirte. Hace tiempo que viene al jardín a enseñarme a cantar. Es bello, amable y bueno».

Tras callar por un momento, la niña se echó en los brazos de Dinia con su acostumbrada impetuosidad.

«¡Que cansancio tengo! Quiero dormir».

Llevando a la niña en sus brazos con gran amor, la nodriza regresó al interior del palacio. No bien había acostado a la pequeña y ya esta estaba rendida del sueño.

Dinia, en cambio, no conseguía dormir. ¿Qué habría de ser de esta niña? ¿A quién podría ella abrirle su corazón sobre lo sucedido? A la reina había que ocultarle lo ocurrido tanto tiempo como fuera posible.

A la mañana siguiente, Dinia fue a ver al rey para contarle su vivencia de la noche anterior. Príamo era un hombre de acción al que toda ensoñación se le hacía ajena. Aun así, no era de los que solían juzgar apresuradamente sobre ese tipo de cosas.

«Déjame hablar con el Sumo Sacerdote, Dinia. No le hables a Casandra más del asunto. Quizás esas apariciones dejen de presentarse a medida que ella vaya creciendo».

El Sumo Sacerdote, un hombre majestuoso bien avanzado en años, le atribuyó suma importancia a la cuestión.

«La niña es una favorita de los dioses», dijo entusiasmado. «Basta con mirarla para darse cuenta de que en su alma mora lo divino. Quizás el Olimpo ha tenido a bien que baje a esta Tierra a traerles bendiciones a los hombres. Ahora los dioses deben estar inquietos por ella y por eso la visitan. Pienso que la figura luminosa debe de ser Apolo».

Ahí Príamo se acordó de las profecías del pastor al nacerle esta hija. El hombre también estuvo hablando de la bendición que la niña habría de suponer para Troya. Ahora sí que a Príamo no le resultaba improbable que los dioses se acercaran a su hija. ¡Ojalá que no le traigan sino bendiciones! Él, por su parte, no estaba dispuesto a privar de esta alegría a la pequeña.

Príamo habló con Dinia y le inculcó enfáticamente el afán de velar por la pequeña. No obstante, también habló con algunos de los hermanos y hermanas y les pidió que se aseguraran de que nada de ello llegara a oídos de la madre.

«Ella no entiende a nuestra avecilla», dijo con ternura. «Esa niña es un regalo de los dioses. No somos dignos de tenerla en nuestro seno».

Los hermanos estaban de acuerdo. Héctor contó cómo su caballo Áyax se había enterrado una espina y nadie de los presentes se había atrevido a sacársela.

«Si tú le aguantas la pata, Héctor, yo le saco la espina», le había dicho Casandra, y dicho y hecho.

«Todo lo que se pierde en Palacio o en los jardines, ella lo encuentra», la elogió Práxedes. «Cuando uno le dice de algo que se perdió, ella sale enseguida a buscarlo. Y nunca tarda en encontrar lo perdido. Tal parece como si hubiera sabido de antemano dónde estaba».

«A mí me pasó algo bien extraño con ella ayer», contó Deífobo. «Me disponía a salir de cacería cuando me encuentro con Casandra en el patio; su rostro tenía esa expresión velada que a veces muestra últimamente. Mirándome a los ojos con un gesto que rayaba en el espanto, me dijo: "Deífobo, hoy no deberías montar a caballo. Tu corcel tiene un andar inestable. Se va a caer y a partirse una pata. Si lo estás montando en ese momento, correrás peligro"».

«Yo me le eché a reír», continuó Deífobo. «¡Craso error! No llevaba mucho cabalgando cuando el caballo comenzó a trastabillar. Ahí me vino a la mente la advertencia de Casandra, y quise darme vuelta para regresar a casa. El caballo se resistió, de modo que desmonté de un salto y lo agarré por la cabeza para así obligarlo a darse vuelta. En ese mismo momento la bestia se desplomó y cayó tan mal que se quebró las dos patas delanteras. Aún no se si podré aguantarlo».

Tanto los hermanos como Príamo estaban atónitos. Este último preguntó:

«Y ¿cómo se comportó Casandra a tu regreso?».

«Diferente a lo que uno hubiera podido esperar de una niña de cinco años. Salió a mi encuentro y me dijo: "Ya ves, Deífobo. Eso es lo que pasa cuando uno no hace caso del consejo de los dioses. Para cuando decidiste regresar, ya era demasiado tarde".

»Que Casandra hablara así se me hizo raro. ¿Qué podía una niña tan pequeña saber del consejo de los dioses? A fin de probarla, le pregunté: "¿Dónde fue que emprendí el regreso?".

»Casandra me describió el lugar al detalle, como si hubiera estado ahí presente. Perplejo, le pregunté quién le había revelado todo eso. Mi interrogante pareció sacarla de su estado soñador.

»"No me hagas esas preguntas", me dijo suplicante, "que me lastimas"».

Profundamente sumido en sus pensamientos, Príamo dejó al grupo de hermanos. Un sinfín de asuntos que resolver, empero, le hicieron olvidar enseguida esa conversación y los pensamientos que la misma había desencadenado. Los demás, en cambio, siguieron hablando un buen rato más de su hermanita. Todos tenían algo en particular que contar sobre su forma de ser. Pero ninguno habló de ella en son de crítica; al contrario, la niña se volvió más preciada a los ojos de todos.

Cuando ya todos se disponían a ir cada uno a lo suyo, llegó Casandra corriendo a toda prisa.

«¡Qué bueno que os encuentro a todos juntos!», exclamó, prácticamente sin aliento. «¡Tenéis que ayudarme! ¡Os lo ruego!  En el corral donde las gallinas pintas andan con sus polluelos se ha colado un animal espantoso que quiere morder a las crías. Al verlo, le eché a Astor, que se puso a perseguir al animal por todo el corral. Ahora está tendido en el suelo, con Astor encima de él, pero se defiende ferozmente y va a terminar mordiendo a Astor».  

Los hermanos se armaron de palos y fueron a socorrer al bravo can. No podían haberlo hecho en un momento más oportuno. El chacal, que estaba bastante grande, había logrado soltarse y estaba atacando al perro. En lo que los hermanos mataban al animal a palos, las hermanas ayudaron a Casandra a arreglar el corral. En eso, Práxedes se percató de que Casandra sangraba de un brazo y una mano.

«No duele tanto», dijo la pequeña con valentía cuando los hermanos le preguntaron cómo se había lastimado. «Es que tuve que salir en defensa de Astor, y el animal me mordió».

«¡¿Le fuiste arriba al chacal sin un palo?!», le preguntó Paris, horrorizado.

«No tenía ninguno», fue la simple respuesta.

 

A Casandra nunca le faltaba el valor cuando se trataba de salir en defensa de otras personas. En una ocasión -tendría la niña unos siete años-, tomó un camino detrás del castillo que era poco transitado. Sonidos extraños acompañados de gritos de dolor le hicieron aguzar los oídos. Al momento, ya la pequeña enfilaba sus pasos presurosos en la dirección de donde provenían los sonidos. No fue la curiosidad de niña lo que la movió a reaccionar así.

Cruzando una puerta de madera, accedió a un patio apartado. El panorama con que se encontró poco menos que le heló la sangre. Esclavos de sonrisa macabra y aspecto bestial azotaban a sirvientas maniatadas y semidesnudas, los gritos de estas mezclándose con las carcajadas y palabras burlonas de aquellos.

Los ojos chispeantes de ira, Casandra se puso en el medio, recibiendo así en sus hombros el último latigazo. Haciendo caso omiso del intenso dolor, la niña le arrebató con mano firme el látigo al asustado hombre, al tiempo que le gritaba cómo se atrevía a vejar a una mujer de esa manera.

Los otros dos esclavos enseguida lanzaron sus palos y, cabizbajos, aguardaron ante la niña. El esclavo, empero, cuyo latigazo había alcanzado a Casandra, debió de haber pensado que más le valía negar toda culpa si no quería ser castigado duramente. En tono desafiante, se apresuró a decir que había actuado por órdenes de Hécuba. Casandra, sin embargo, no le creyó.

Con una firmeza que nadie le hubiera atribuido, esa niña que la mayor parte del tiempo se la pasaba riendo y cantando ordenó a los esclavos que desataran a las doncellas de inmediato y regresaran a su trabajo.

Ella sola y sin la ayuda de nadie les lavó las heridas a las llorosas muchachas. Estas olvidaron sus dolores bajo el balsámico toque de las manos de la niña. Ahora, a la moza a quien iba dirigido el golpe que alcanzó Casandra sí que no había quien la consolara. Roxana -así se llamaba la sirvienta-, una criatura de figura esbelta, piel morena y grandes ojos mansos, se echó a los pies de Casandra al tiempo que le rogaba que la perdonara.

La niña rio alegremente.

«¿Sabes qué, Roxana? Me alegra haber recibido ese golpe por ti. Al fin y al cabo, ya tu habías recibido más de lo que tu cuerpo es capaz de soportar».

Y ya más seria, añadió:

«Para mí es bueno saber cuánto duelen los golpes».

Tras cuidar de las muchachas, Casandra se apresuró a ir adonde su madre. Por el camino cobró mucha mayor conciencia de lo grave de lo vivido y ello se hizo el doble de pesado en su alma de niña. Si bien era abominable sobremanera que algo así pudiera ocurrir, más abominable aún era el hecho de que esa bestia se escudara tras su madre. Eso ya era demasiado para la pequeña.

La niña llegó llorando a los aposentos de su madre, donde esta se había tendido un rato, sumida en sus reflexiones. Al ver a la hija irrumpir en la habitación, la mujer se levantó indignada, pero las palabras de regaño murieron en sus labios al ver la expresión de gran consternación en el rostro de la pequeña.

Echándose impetuosamente junto a la madre, el rostro oculto en los pliegues de su vestido, la niña dijo entre sollozos:

«¡Madre, están hablando mal de ti!».

Estupefacta, Hécuba se quedó mirando a la niña sumida en llanto. Jamás se hubiera imaginado que a Casandra le pudiera afectar que alguien hablara de su madre, y mucho menos que Casandra no la creyera capaz de hacer algo malo.

Involuntariamente, apretó la cabeza de rizados cabellos contra su pecho y acarició los hombros de la niña, que no dejaban de estremecerse.

«¿Qué están diciendo de mí? ¿Quién está hablando de su princesa?», le preguntó con una suavidad con la que jamás uno había escuchado la aguda voz de la mujer. La muchachita contó lo que acababa de vivir, sus palabras preñadas de una ardiente indignación. Con ese mismo ardor cayeron cual chispas cada una de las palabras en el corazón de la madre y despertaron intuiciones que habían yacido dormidas toda su vida: ¡pureza, dignidad de mujer, justicia!

¿Qué habían significado para Hécuba semejantes términos sino palabrería vana y hueca? ¡Que se sirvieran de ellos poetas y visionarios! A gente normal como uno no podían más que hacerla sonreír, como cuando uno escucha las fantasías de un niño. Mas aquí, con su propia hija, dichas palabras adquirían relevancia y cobraban vida, cobraban significado, devenían en acusadores, devenían en jueces.

La madre estrechó a la hija contra su pecho. Por primera vez en sus siete años de vida se veía Casandra envuelta entre los brazos de la madre, sintiéndose una sola con ella.

Una peculiar sensación de felicidad colmaba a las dos. Para sus adentros, Hécuba se prometió a sí misma que pondría todo su empeño en hacer que su hija depositara su confianza en ese lado bueno suyo. Lo que debería haber hecho entonces era admitir que de hecho había sido ella la responsable de la paliza de castigo propinada a sus sirvientas, paliza a la que, en un arranque de ira, las había condenado por una falta menor. Pero de hacerlo, no conseguiría sino alejar a Casandra. Mejor que siga creyendo que el esclavo había mentido. Ello no perjudicaría al hombre, y ella quedaría bien ante los ojos de su hija. En ningún momento le pasó por la mente que con semejante falsedad no hacía sino rebajarse.

«¿No vas a ir a ver cómo están las pobres muchachas, Madre?», preguntó Casandra, que ya se había enderezado y secado las lágrimas, y no estaba dispuesta a seguir allí de brazos cruzados. La pequeña se sentía impelida a ir adonde las mozas víctimas del maltrato.

«Claro que iré a verlas, hija mía», le aseguró Hécuba.

«¡Voy contigo!», dijo con alegría la niña. «¡Llevémosles frutas, para que olviden sus penas!».

«No, hija mía. Ya tú hiciste lo que podías. Mejor voy sola. Tú ve a ver a Dinia para que te arregle ese vestido y ese pelo».

Una vez que la pequeña monitora abandonó la habitación, Hécuba se halló sumida en profundas reflexiones. ¡Quieran los dioses que Casandra no se dé cuenta de que la culpable de tan penoso suceso fue su madre! ¿Debería pedir a las mozas que guarden silencio? ¡No, qué va! No podía rebajarse tanto. Pero algo habría que hacer. La mujer caminaba daba paseítos de un lado a otro, y su agitación no hacía sino ir en aumento. ¡Quién se iba imaginar que el enfado de esta mañana fuera a traer semejantes consecuencias!

En eso entra Laódice toda radiante a la habitación. La joven venía con la intención de pedirle a la madre una diadema de oro que recién había visto en la cámara de tesoros. El padre se la había negado, cortante. Ahora la muchacha quería ver lo que un par de palabras lisonjeras podían reportarle con su madre.

El estado de su madre, alterada a ojos vistas, no pintaba bien para sus intenciones... o ¿quizás sí? Si averiguaba qué era lo que tenía a la madre tan preocupada y, de acuerdo a ello, escogía con inteligencia qué decir, puede que lograra conseguir algo para sí misma.

Pasándole un brazo por encima del hombro a la madre, la joven se unió a esta en sus paseítos por la habitación.

Con palabras lisonjeras, preguntó por el motivo de su estado de ánimo. Al principio, Hécuba no se mostró dispuesta a hablar de lo vivido; pero, finalmente, la costumbre pudo más, y la soberana le contó a la joven lo que ocupaba sus pensamientos. La hija no podía entender cómo una mujer madura y experimentada se podía dejar consternar por las tonterías que una niña tuviera que decir.

«No le des más importancia al asunto de la que en realidad merece», aconsejó. «Casandra, difícilmente, siga preguntando una vez que, gracias a tu silencio, se lleve la impresión de que el castigo no fue más que un atropello por parte de los esclavos. ¿Quién le podría decir otra cosa?».

«Las mozas. Bien poco conoces a Casandra si crees que ya ha dado el asunto por concluido. Esa niña va a ir diariamente adonde las muchachas a ver qué tal se recuperan de sus heridas. Y ahí es bien fácil que la cháchara de las sirvientas ponga al descubierto todo lo ocurrido».

«¿A qué viene ese miedo a la pequeña sabelotodo?», preguntó Laódice en tono burlón.

La mirada de reojo que le lanzó la madre le hizo ver a la joven que lo mejor era tomar el asunto más en serio.

«Hay que buscar la manera», dijo, «de eliminar toda posibilidad de que Casandra vea a las mozas. He oído que por la noche va a salir una procesión de esclavos inservibles que han de ser sacados de la ciudad. Ordena que los tres esclavos y las seis mozas sean incorporados al grupo».

«Buena idea», dijo Hécuba pensativa, «pero, desgraciadamente, las mozas no son esclavas».

«Y ¿quién va a estar averiguando si lo son o no?», dijo riendo Laódice, que ya ardía en deseos de hablar de lo que le interesaba. «Nadie te va a estar pidiendo cuentas. Las mozas cometieron una falta y se buscaron su castigo. Pues, bien, mándalas a paseo».

«Supongo que sabrás, Laódice, que esas procesiones jamás regresan. Es algo de lo que no se habla, pero, seguramente, habrás oído que a los esclavos inútiles y a aquellos que están enfermos o heridos se les da muerte».

«Lo sé», dijo Laódice con indiferencia. «¿Qué tiene de malo que las seis mozas acaben su vida más rápido de lo que tenían pensado?».

La idea de Laódice parecía, verdaderamente, la única salida, si es que Hécuba no quería ganarse el desprecio de Casandra. Después de cierta vacilación e indecisión, la princesa optó por seguir el consejo en el acto. Con premura, se dieron las órdenes pertinentes, y, una vez que ya no había marcha atrás, la mujer respiró aliviada. Ciertamente, le estaba agradecida a la hija, que la había sacado de sus infructuosas cavilaciones, y, llevada por este sentimiento de gratitud, le obsequió la diadema, de cuya existencia no había tenido la más mínima idea.

Una vez que trajeron la diadema, las dos mujeres se quedaron maravilladas con su belleza. Laódice se la colocó en su cabello negro, que, en contraste al de sus hermanas, le caía a los lados liso y feo. Cuando los hermanos querían molestarla, le decían que tenía serpientes negras por pelo. Con tal de no escuchar eso, la joven acostumbraba a llevar una cantidad excesiva de adornos.

 

Si Hécuba había creído que la muerte de las mozas y los esclavos le iba a traer paz, grande habría de ser su decepción. Casandra se le apareció al día siguiente implorándole que indagara por las muchachas. La niña había ido a verlas para atender a sus heridas y no había logrado encontrarlas. Todo parecía indicar que nadie sabía de ellas. La mayorala le había dicho que en la tarde dos de las mozas habían muerto de intensas fiebres. Y en la noche ya las seis habían desaparecido.

Hécuba le prometió hacer sus averiguaciones. A la mujer le parecía tan dulce que su hija confiara en ella de esa manera. Esa confianza la iba a tratar de preservar a toda costa. Ahora tenía que pensar en más mentiras. ¿Qué iba a decir? Una vez más, Laódice tenía la respuesta.

«Di que el doctor las despachó para que pudieran recuperarse de sus heridas y sanar del todo».

Hécuba mandó a buscar al doctor y le ordenó, bajo pena de muerte, que dijera lo que ella quería. Después le informó a Casandra. La alegría de la niña despertó cierta desazón en su alma.

Pasaron días sin que se volviera a hablar de lo ocurrido. Tal parecía que la pequeña pasaría a ocupar el lugar más preciado en el corazón de la madre. Ahora Hécuba se preocupaba por la niña tanto como antes la había desatendido y rechazado. Príamo se alegró al percatarse de ello, y los hermanos estaban encantados. Hasta que un buen día sucedió algo que le puso fin a todo eso.

 

Era una mañana hermosa y radiante, y Casandra y Astor correteaban entre los arrecifes. La niña se escondía, y el perro, ladrando, se ponía a buscarla. Después este último desaparecía como por arte de magia, y la pequeña buscaba detrás de cada saliente de roca. Grande era su alegría cuando lograba encontrarlo. Ahora, si tras larga búsqueda no daba con él, entonces lo llamaba por su nombre cariñosamente. El ladrido alegre del perro acababa delatando su escondite, y los dos amigos, reunidos de nuevo, continuaban corriendo y brincando.

De repente, Astor se pone a olfatear el aire y, tras soltar un ladrido corto, sale disparado. Casandra trató de seguirlo, pero la gruesa arena en la que se hundían sus pies le dificultaba sobremanera el avance. Tan solo un instante, y ya el perro se había esfumado. La pequeña comenzó a preocuparse, pero en eso llegó a sus oídos la voz del animal: Astor le estaba ladrando a algo; de eso no cabía duda. Probablemente, había descubierto algún animal y lo estaba reteniendo hasta que ella llegara.

La niña continuó su avance corajudamente, la arena engullendo sus pies cada vez más y dificultando aún más su andar. Hasta que por fin llegó al lugar. Astor estaba sentado con la cabeza echada hacia atrás, ante él una persona, una fémina que, agachada y temblando de miedo, se tapaba el rostro con las manos.

«¡Astor, ven aquí!», llamó Casandra con voz sonora. El perro obedeció al instante. La persona, empero, también alzó la cabeza al escuchar esa voz.

«¡Princesa!», suspiró la moza como liberada. «¡Alabados sean los dioses! ¡Ahora sí que nada me podrá pasar! Bajo tu protección, estoy a salvo».

«Roxana, ¿qué te podría suceder? Y ¿tus heridas?... Y dime, ¿qué haces aquí? ¡Deberías estar guardando reposo!». Agitada, soltó Casandra este tropel de preguntas, sin darle tiempo a Roxana a responder.

«¡Princesa, protégeme!».

Esa implorante súplica era lo único que la moza, evidentemente amedrentada en extremo, atinaba a decir una y otra vez.

«Yo te ayudo; no te preocupes», le aseguró la niña sin ningún asomo de presunción. «Tan solo dime de quién te debo proteger».

«¡De la princesa, de Hécuba! No puedo dejar que ella me vea».

«¿Por qué no?», indagó Casandra, que no entendía el porqué de la agitación de la moza.

«La princesa me mandó a matar, pero conseguí escaparme».

«¡Pobre Roxana! La fiebre te está haciendo delirar», le dijo bondadosamente la niña. «Mi madre no manda a matar a nadie».

«¡Que sí! En la noche vinieron a buscarnos para mandarnos con la procesión de esclavos a ser liquidados. Yo conseguí escabullirme entre los arrecifes, y por mucho que buscaron, no lograron encontrarme. Poco a poco fui tratando de acercarme a la ciudad para mandar a avisar a mis padres. Pero enseguida se me hizo evidente que iba a ser imposible. ¿Quién iba a pasar por estos lares? Al final me dije que hubiera sido mejor que me hubieran matado con los otros a sufrir una lenta muerte por inanición. Fue entonces que oí al perro y me entró miedo de que alertara al mayoral sobre mi presencia».

El rostro de la niña se había puesto rígido como una piedra. La pequeña no dudaba que la moza le estuviera diciendo la verdad. Y en ese caso, su madre... su madre había mentido. Esa madre a quien le había estado tomando cada vez más cariño. ¡Qué terrible!

Con todo lo pequeña que aún era, la niña se dio cuenta de que lo más importante ahora era estar clara respecto a lo sucedido. Así que le pidió a la moza que le contara desde el principio. Con ello quedó al descubierto todo lo que la madre se había empeñado en callar. De modo que la madre había sido la artífice de tan abominable maltrato. Todo lo que había dicho y hecho no había sido más que una mentira. En ningún momento había ido a ver a las muchachas para ayudarlas. Lo que hizo fue despacharlas para que las mataran. La gran confianza que la niña había depositado en su madre y que, pese a lo verde que aún era, hacía a la pequeña tan feliz se vino abajo completamente.

Temblando, la niña se echó en la arena. Necesitaba recobrar la compostura. Pero Roxana no debía darse cuenta de su estado. Astor se le acercó y le lamió las manos y el rostro. En un inicio, la niña tuvo ganas de apartarlo de sí, pero el animal nunca la había traicionado. La pequeña trajo el perro hacia sí y hundió sus temblorosas manos en el denso pelaje del animal.

Poco a poco fue recuperando la calma. Nadie hubiera creído a esta niña de siete años capaz de mostrar tanto autocontrol. De pie por fin, la pequeña, sirviéndose de ambas manos, apartó los cabellos de su rostro lloroso y preguntó:

«»«Roxana, ¿te daría miedo quedarte sola por un rato? Es que necesito primero hablar con mi padre para ver qué hacemos. Pero estoy segura de que nada te va a pasar. Eso lo puedes dar por descontado».

Pese a aterrarle la idea de quedarse sola, Roxana tenía absoluta confianza en esta niña, que tan solo unos días atrás había tomado un latigazo por ella. La pequeña no dejaría de ayudarla en esta ocasión tampoco.

Con gran prisa y, no obstante, sumida en sus reflexiones, Casandra fue abriéndose paso trabajosamente a través de la arena para regresar al camino transitado. Una vez allí, emprendió la carrera a palacio. Sin perder un segundo, se dirigió a los aposentos de su padre, donde encontró a este a solas.

Con todo el amor que sentía por su padre, con toda la confianza que de manera absoluta abrigaba hacia él, se le hizo difícil hablar y acusar a su madre. Puesto que, en un final, de eso se trataba, de una acusación, por mucho que Casandra se esforzara por describir el papel jugado por Hécuba del modo más benigno posible.

El padre escuchó en silencio lo referido por la niña, quien, repetidas veces a lo largo de su relato, tuvo que hacer un esfuerzo para no perder la serenidad. Los latigazos a las mozas le parecían al hombre algo terrible, pero ya se había acostumbrado a esa práctica y no había pensado más al respecto. Hacía mucho que le había dejado a su esposa el disciplinar a las sirvientas. No obstante, era capaz de comprender que a Casandra, quien era diferente de todos ellos y quien, con toda seguridad, tenía una conexión con el reino de los dioses, le fuera imposible entender semejante obrar.

Asimismo, su saber de la naturaleza humana le permitía comprender el hecho de que la madre callara cuando la niña vino a ella mostrándole tanta confianza. Lo que sí le resultaba completamente inconcebible era que Hécuba diera la orden de que se llevaran y les dieran muerte a las sirvientas y los esclavos. Esto era algo que le causaba estremecimiento a él, un hombre maduro y al que el sufrimiento y las penurias no le eran extraños. ¿Qué impresión entonces habría de causar algo así en el ánimo de la pequeña?

La niña había terminado su relato y contemplaba a su padre con una mirada llena de confianza.

«¿Qué hacemos, Padre?», preguntó con voz temblorosa. «No podemos dejar a Roxana morir de hambre en los arrecifes».

«Claro que no; hay que ir a buscarla», fue la respuesta firme y bondadosa del hombre. «Yo hablaré con ella personalmente. Mira, ahí viene Deífobo. Que él vaya contigo».

Príamo le dio rápidamente a su hijo las instrucciones más imprescindibles para que la joven pudiera entrar al palacio sin ser vista, y actos seguido partieron los hermanos.

Príamo, por su parte, no encontraba reposo y daba paseos por su habitación. Hacía mucho que Hécuba ya le daba igual. Con el paso de los años, la reina se había ido alejando cada vez más de aquello que él valoraba en ella. Pero ahora no era sino con gran esfuerzo que lograba no odiarla: muy hondo habían calado en él las penas y el sufrimiento de la niña. El hombre se había percatado de cómo, por su madre, la pequeña se había esforzado grandemente por ocultar sus preocupaciones.

Antes de que el hombre llegara a una decisión, ya tenía de regreso a sus hijos, quienes le trajeron a la pálida muchacha.

Sorprendido por los buenos modales y la buena dicción de la muchacha, Príamo le preguntó por su origen. La joven resultó ser hija de un noble troyano al que su estado achacoso y enfermizo le impedía desde hace mucho hacer acto de presencia en la corte. Con el fin de ayudar a los padres, Roxana había tomado un trabajo como sirvienta en el palacio. Hécuba jamás le había preguntado de qué familia venía.

Obedeciendo a la orden del rey, la muchacha refirió escueta y humildemente lo sucedido más recientemente. Al mencionar la ayuda prestada por Casandra y la herida sufrida por la pequeña, cosa de la cual el padre no tenía el más mínimo conocimiento, las palabras de la joven fueron tan elocuentes y sus ojos cobraron tal brillo que Príamo encontró la manera en que se podía ayudar a la moza.

«Pronto llegará el momento en que Dinia habrá de necesitar ayuda con sus tareas”, dijo el hombre en tono cordial. «¿Te gustaría, bajo la guía de Dinia, servir a Casandra y acompañarla en su trayectoria tan pronto hayas sanado?».

«¡Oh, me encantaría, Señor!», exclamó Roxana con genuina alegría y gratitud.

«En ese caso, yo me hago cargo de disponerlo todo. Dile a Dinia que venga a verme, Avecilla». Con gran cariño, el hombre acarició los ondeados cabellos de la pequeña. «¿Ya se te curaron las heridas?», le preguntó, su voz preñada de preocupación.

«Era una sola, Padre, y ya casi está al cerrarse».

 

Conjuntamente con Dinia, Príamo dispuso qué habría de hacerse para que la presencia de Roxana no fuera a reavivar la cólera de la princesa.

«Me alegra saber en la cercanía de Casandra a alguien tan devota a ella», dijo el hombre, «pero no quisiera que la presencia de Roxana fuera a perjudicar a la niña».

«No creo que la princesa esté pendiente de qué sirvientes atienden a su hija o incluso a ella misma. Mucho más le temo a la furia que habrá de invadirla cuando se dé cuenta de que Casandra trata de distanciarse de ella de nuevo. Y con lo honesta y sincera que es Casandra, otra cosa no puede esperarse».

«¿Hablo con Hécuba?», preguntó Príamo, que jamás había visto a Dinia como una sirvienta, sino como una confidente.

«Pienso que eso sería lo correcto», reflexionó la preguntada.

«Mañana hablo con ella», asintió el príncipe. «Hoy ya he perdido valiosísimas horas. Mi gente espera por mí».

Sin embargo, el día siguiente llegó y se fue sin que Príamo encontrara tiempo para hablar con su esposa. Y entretanto el acaecer siguió su curso.

Casandra podía evadir a su madre por un día sin que ello se hiciera llamativo. Y Roxana se recuperaba en una habitación retirada, bajo la fiel atención y cuidados de Dinia. De la presencia de la joven, Hécuba no tenía aún la más mínima idea. Pero ya al segundo día, la ausencia de la niña, que, como solía hacer antes, andaba con Astor por los arrecifes y se olvidaba de la hora de comer, le llamó la atención a la madre. Preguntada por la princesa, Dinia respondió con evasivas. Hécuba mandó entonces a buscar a la hija.

Modosa y bien serena, entró Casandra a la habitación de la madre y, en lugar de precipitarse sobre la mujer, como normalmente hacía, apenas pasó más allá del umbral.

«¿Te sientes mal?», preguntó preocupada Hécuba. «Estás pálida».

Casandra meneó la cabeza.

«¿Qué te pasa? ¿Por qué ya no vienes todos los días sin que se te llame, como solías hacer?».

La pequeña quiso responder, pero no halló las palabras para hacerlo.

«¿Es que ya no quieres a tu madre, Casandra?», lisonjeó Hécuba, que no lograba explicarse el comportamiento de la niña.

«No, Madre», dijo Casandra con voz queda, pero clara.

«¿Has dicho que no? ¿Acaso he escuchado bien? ¿Qué te he hecho para que me respondas así?».

Una vez más, la niña no conseguía que le salieran las palabras; era como si tuviera un nudo en la garganta.

«¡Habla!», le ordenó la mujer con acritud.

«¡Has mentido, Madre!».

La niña respondió esta vez alto y claro. Horrorizada, la madre se quedó mirando a esta hija que se erguía ante ella cual jueza.

Sin preguntar cómo la niña había llegado a esa conclusión, la princesa gritó iracunda y fuera de sí:

«¡Fuera! ¡No te atrevas a volver a poner un pie en mis aposentos!».

Con paso lento, Casandra abandonó la habitación tal como había venido, una niña seria y callada. Tuvo que pasar bastante tiempo para que la pequeña volviera a recuperar su alegría.

Por su parte, Hécuba, ahora un poco más calmada, se puso a pensar infructuosamente sobre cuál de sus tantas mentiras Casandra podía haber descubierto. La mujer no veía las mentiras como algo malo, pero estaba consciente de que la niña era la verdad personificada. Ella, empero, se había cuidado tanto desde que Casandra había empezado a confiar en ella.

Laódice puso fin a todas las dudas al informarle a la madre que una de las sirvientas había escapado a la muerte y se le había visto en el palacio en compañía de Casandra. ¡Así que era por una sirvienta que su hija la despreciaba! ¡Habrase visto cosa más inaudita! Todo asomo de arrepentimiento en el alma de Hécuba se esfumó por completo, dando paso a la ira y la indignación.

Cuando, al cuarto día, Príamo se acordó de su promesa y fue a ver a Hécuba, ya no había nada que hacer. La princesa solo tenía palabras insultantes y ofensivas para referirse a esta hija que se tomaba el atrevimiento de juzgar a su madre.

Con gran dignidad y decoro, el hombre sacó la cara por Casandra, haciendo caso omiso de la ira o las lágrimas de la princesa. Sin ningún miramiento, criticó severamente el proceder de Hécuba y le pidió que no se fuera a meter con Roxana.

«La muchacha le tiene devoción a Casandra y va a seguir con ella. Apenas se te cruzará en el camino, mucho menos ahora que le has prohibido a la niña la entrada a tus aposentos. Hécuba, un día te vas a arrepentir de haber tratado tan mal y con tanta falta de comprensión a esta hija en particular. Te voy a decir una cosa, mujer: Casandra es la mejor de todos mis hijos. Esa niña es un regalo de los dioses y una bendición para Troya. ¿Te acuerdas de lo que dijo el pastor? “Si no reconocéis esta luz, ¡seréis de la muerte!”. Casandra es una luz que se nos ha enviado por nuestro bien. ¿No es acaso prueba de ello el hecho de que detesta la mentira? La luz no soporta la oscuridad. Tú eres la oscuridad y ella es la luz».

Príamo calló, a la vez que tiraba de su peto para darle salida a su exaltación.

 «No tienes idea de cuánto acabas de perjudicar a tu niña predilecta, Príamo. A partir de ahora, para mí va a ser como si Casandra jamás hubiera nacido. Y tú, trata de no buscarme las cosquillas; ello podría resultar más peligroso para ti de lo que podrías esperar».

Sin dignarse a decir otra palabra, Príamo abandonó la habitación, a la cual jamás volvió a entrar sin que se le mandara a buscar. El hombre fue a ver a Casandra. El rostro pálido y sombrío que mostraba la pequeña le partió el corazón. Por largo tiempo estuvieron sentados padre e hija lado a lado sin decir palabra. Príamo era un hombre de acción, capaz de llevar a cabo empresas difíciles, pero la facilidad de palabras era algo con lo que no contaba. Cuánto le hubiera gustado consolar a su hija, mas no sabía qué decir.

Cuando el silencio comenzó a hacerse incómodo y opresivo, Casandra aventuró:

«Padre, ¿no debería una madre ser lo más puro que hay sobre la Tierra? ¿Por qué es que nuestra madre no es así?».

Príamo buscó palabras que fueran lo suficientemente simples como para que la niña las entendiera, pero terminó dándose por vencido y simplemente habló desde el corazón.

«Hija, tu madre no es como tú, ni como yo tampoco. No podemos esperar de ella lo que nos exigimos a nosotros mismos. ¿Has visto el pequeño árbol frutal allá atrás en el patio?».

Casandra asintió con la cabeza.

«Te refieres al que da frutos duros y agrios que no hay quien se los coma».

«Sí, hija; ese mismo. Ese árbol es un árbol frutal, pero no como los otros. No podemos esperar de él que dé frutos jugosos y sabrosos».

De repente, la niña entendió y, sonriendo, dijo:

«Pero mira que son desagradables los frutos que Madre da. Sería mejor que no diera ninguno; así uno no esperaría nada bonito de ella».

Las últimas palabras sonaron tristes. La sonrisa ya había desaparecido del rostro de la niña.

«¿Te molestarías con el arbolito, Casandra, cada vez que fueras a buscar frutos buenos en él?».

La niña estuvo pensando un buen rato. El padre contemplaba su rostro, en el que se reflejaban los pensamientos cambiantes de la pequeña. La frente de esta se mostraba clara y despejada; ni un solo pensamiento impuro se alojaba en esa cabecita, ni una sola impureza podía hallar cobijo en la joven alma.

Finalmente, Casandra dio la impresión de haber llevado sus pensamientos a término.

«Entiendo, Padre. Madre es de un suelo diferente al nuestro. De ahí que sus frutos tengan que ser diferentes también. Nos toca aceptarla como es y no dejarnos desalentar por las decepciones. Pero, Padre, por esa misma razón, nosotros tenemos que dar frutos aún mejores; de lo contrario, nuestra vida se haría insoportable».

«Así es, Avecilla. Veo que me has entendido. Tenemos que ser buenos por tu mamá. Y mi avecilla tiene que recuperar su alegría y volver a hacer las delicias de su padre con su canto», concluyó el hombre cariñosamente, al tiempo que se ponía de pie.

Casandra asintió con la cabeza y trató de sonreír. Una sonrisa sumamente triste fue el resultado.

Mientras caminaba por los pasillos del palacio, Príamo reflexionaba sobre las dos conversaciones. ¡Qué diferentes habían sido la una de la otra! ¿No sería acaso una imprudencia dejar a Roxana en el palacio? ¿Quizás la muchacha representaba un mayor peligro para Casandra de lo que él podía imaginar?

Al final, la cuestión no tuvo que ser resuelta por él. A la mañana siguiente, Dinia le informaba al príncipe que, pese a los mejores cuidados, Roxana había sucumbido a la enfermedad ocasionada por las heridas sufridas y por el frío y las privaciones que padeció durante la huida. El príncipe, prácticamente, respiró aliviado. El hombre sintió pena por la noble muchacha, y por su hija también, ya que le hubiera encantado saberla en la compañía de la joven. Pero tal desenlace era lo mejor para la paz de la casa. -

 

Poco a poco fue calmándose la agitación que, debido a todos estos acontecimientos, se había apoderado de los moradores del palacio. Atenazado por las preocupaciones nacidas de su afán por garantizar el bienestar de su pueblo, Príamo olvidó estar pendiente de las pequeñas señales; el leer en el alma de los suyos no era algo que el príncipe dominara. Hécuba, desde hacía mucho, había vuelto a concentrarse en su afición preferida. La princesa era una ama de casa excepcional y hallaba placer en aumentar las existencias de todo aquello de lo que ya disponían y en acumular cosas bellas y útiles. Sus sirvientas se habían acostumbrado a su carácter voluble y, si bien no la amaban, le rendían obediencia.

Los hijos varones le mostraban el respeto que les merecía como su madre y le prestaban todo servicio que se les pidiera. A la más pequeña de sus hermanas, en cambio, la rodeaban de amor y le servían incondicionalmente. Práxedes y Dinia se encargaban de la crianza y la instrucción de Casandra, que entraba a su octavo año de vida. Mientras más crecía, más encantadora se volvía la pequeña, y su alegría ―si bien ya no era tan imperturbable como una vez lo había sido― llenaba cada rincón del palacio. En los aposentos de su madre jamás había vuelto a poner un pie. Si se encontraba con esta en alguna otra parte, hacía un esfuerzo por mostrarse más educada y cortés que de costumbre. Hécuba, simplemente, la ignoraba.

Laódice había sido desposada por un príncipe del reino vecino en una boda celebrada con gran pompa. A Casandra el esposo de su hermana le parecía un hombre bruto y bárbaro, y sentía escalofríos en su presencia. La pequeña no conseguía entender a su hermana, a quien le parecía motivo de gran dicha el tener por esposo a alguien tan rico y poderoso. Ante las preguntas de Casandra, Dinia recurrió a una evasiva:

«Ninguna de las dos podemos entenderlo, Casandra. Y es que ninguna de las dos hemos conocido aún a un hombre que se digne a tomarnos por esposa».

«Dinia, ¡yo nunca me voy a casar!», aseguró la joven enfáticamente.

«La hija de un príncipe tiene que casarse, mi niña», suspiró Práxedes. Innumerables habían sido las veces que la madre le había dicho lo mismo a ella cuando la joven se negaba una y otra vez a irse con el esposo que le habían escogido al lejano reino del monarca.

«Y si yo prefiriera quedarme con Padre, Praxe», dijo lisonjera Casandra, usando con su hermana el apelativo de cariño de esta, «¿quién me lo va a impedir?».

«Ya tu corazón te avisará cuando llegue el momento, pues te llevará a buscar la compañía de un hombre», le informó Práxedes.

Casandra guardó silencio. La niña había recordado que, no hacía mucho, los hermanos habían estado hablando de que Práxedes se había enamorado de un general de su padre. “Porque para casarse uno debía estar enamorado”, supuso la pequeña.

«En todo caso, me queda bastante tiempo todavía», dijo Casandra, relajada. A fin de distraerla, Práxedes dijo con jocosidad:

«Y ¿quién era la que quería veinte hijos y cuarenta hijas, hermanita?».

«Cuando eso, yo era aún muy pequeña e ignorante. Ahora prefiero no tener hijos en lo absoluto. No quiero acabar como Madre».

«Mi niña, no sabes lo que estás diciendo. Como mujer hecha y derecha se puede seguir siendo la misma persona que una era cuando muchacha».

Y con ello las hermanas le pusieron punto final a la conversación.

 

En el palacio empezó a reinar mayor armonía después de que Laódice abandonara Troya con su esposo. Creúsa, la única de las hermanas que, a fin de que la madre la viera más favorablemente, les mostraba a los hermanos una actitud opositora con toda intención, no podía hacer mucho sin Laódice. Laódice siempre había sido el motor, especialmente cuando se trataba de hacerle daño a Casandra de alguna manera.

Era inevitable que Casandra volviera a aparecer con más frecuencia en el panorama de la madre. Eso era algo que las faenas hogareñas, en las cuales la niña había empezado a recibir instrucción a manos de Dinia, traían por sí solas.

Día tras día le era encargado a la princesita la atención y el cuidado de los tejidos puestos a blanquear. Las sirvientas se encargaban de traer el agua necesaria y de colocar las jarras y tinajas a una distancia prudencial las unas de las otras. Una vez hecho esto, empero, se retiraban y le dejaban a la pequeña el trabajo del humedecimiento oportuno de las telas.

Ella lo hacía de buen grado. A la niña le daba gusto ver cómo la intensidad de los rayos del sol iba eliminando toda coloración de las prendas de vestir hasta que, por último, estas yacían deslumbrantemente blancas sobre el verde lecho de hierbas.

Una vez que ya había remojado todo, Casandra se tendía bajo un frondoso árbol y se entregaba a sus reflexiones, mientras Castor, sumamente alerta, velaba porque nada malo se acercara al preciado tesoro.

Hécuba se daba una vuelta por el inmenso lugar dedicado al blanqueado de ropa dos veces al día, a fin de cerciorarse de que los tejidos no estuvieran siendo desatendidos. La mujer nunca encontraba motivo para criticar o corregir cuando era su hija más pequeña la que estaba a cargo del trabajo. Sin embargo, jamás tenía un elogio para la niña, y ello pese a que no podía menos que percatarse de que el blanqueado de las prendas que había recogido la tarde anterior jamás quedaba tan parejo como cuando Casandra estaba a cargo al día siguiente.

Las sirvientas que se encargaban de juntar los pesados tejidos por la tarde a fin de llevárselos conjuntamente con las tinajas de agua habían averiguado que Casandra era particularmente diestra en el blanqueado de tejidos. De modo que la gente buscaba llevarle a la niña prendas de vestir amarillentas y de mal aspecto, probablemente aquellas que otros ya habían tratado de blanquear en vano. Uno podía estar seguro de que, con su incansable diligencia, la pequeña, que por ese entonces debía contar unos nueve años, lograría eliminar todas las manchas.

Una tarde en que Dinia supervisaba, conjuntamente con Práxedes, el doblado de los tejidos, mientras Casandra se había retirado a los jardines, la primera reflexionó:

«Uno no puede menos que comparar estos tejidos con nuestros corazones. Allí donde la luz del sol les da, se vuelven claros y relucientes, y nos esforzamos por deshacernos de nuestras imperfecciones. Casandra, empero, es el rayo de sol que, sin estar consciente de ello, nos muestra todo lo oscuro que se adhiere a nosotros y a otros».

Práxedes estuvo de acuerdo y, por su parte, agregó: 

«Me gustaría, por el bien de ella misma, que Casandra fuera más como las demás niñas de su edad. Esa franqueza suya en particular y su clara mirada para todo aquello que está mal le van a ganar el odio de la gente. Del mismo modo que Casandra actúa como un reproche constante para Hécuba y Creúsa, tal habrá de ser el efecto que ejercerá sobre otras personas también. Siento pena por la pequeña».

Una de las cosas que más le gustaba hacer a Casandra era ayudar en el jardín. Ahí salía a relucir su gran amor por todo lo delicado, lo débil, lo necesitado de ayuda. La pequeña se movía incansablemente entre las tiernas plantas y, bajo la guía de Dinia, trataba de amarrar un zarcillo por aquí, reforzar un tallo por allá o trasplantar alguna plantita constreñida por un espacio muy reducido. A veces se le oía cantar mientras trabajaba. Ante la pregunta de Práxedes de por qué jamás se le escuchaba cantar en el lugar dedicado al blanqueado de los tejidos, la niña respondió:

«Las flores y el canto son dos cosas que van de la mano y que no se pueden separar. A la sombra del jardín cantan también las aves, así que al final nos ayudamos las unas a las otras. Sin embargo, bajo el sol ardiente del lugar para el blanqueado de la ropa, uno, simplemente, queda mudo».

Junto al palacio había un inmenso jardín en el que solo se cultivaban plantas medicinales. Algunas de estas plantas debían recogerse con la salida del sol exclusivamente; otras, en cambio, con el rocío nocturno. Esta era una tarea de la que siempre se encargaban Práxedes y Casandra, conjuntamente con Dinia; en raras ocasiones se recurría a la ayuda de una de las sirvientas. El poder asistir en dicha labor era siempre motivo de honor y orgullo. Tras la recogida, se procedía al secado y prensado de las hierbas, labor esta que Casandra hubo de aprender también; la pequeña, empero, lo hacía con gusto.

«Siempre siento pena por las plantas cuando las veo así de muertas y marchitas», acostumbraba a decir la niña.

 

Un buen día llegó visita: Arisbe, una de las hermanas mayores. Su esposo, el monarca de la región del Helesponto, región esta perteneciente al reino de Príamo, había emprendido una campaña militar de la cual, estimaba él, tardaría bastante en regresar. Ante semejante perspectiva, el hombre le había propuesto a Arisbe, que no tenía hijos, marchar a Troya para pasar allí unos meses, a fin de que la separación no se le hiciera tan larga.

La mujer se había casado antes de que naciera Casandra, y fue grande su sorpresa al encontrarse a esta hermanita. La pequeña, por su parte, la observaba con cierta reserva, pero no tardó en darse cuenta de que en muchas cosas Arisbe se parecía al padre. Con su conducta y su manera de conducirse, la mujer revelaba de manera inconsciente algo principesco y regio, y, en general, transmitía una impresión mucho más digna y excelsa que Hécuba, su madrastra.

Poseedora de gran perspicacia, su saber de la naturaleza humana raras veces le fallaba. Príamo se alegró de la oportunidad de disfrutar de las estimulantes conversaciones que podía tener con esta hija. Se notaba que esta mujer sin hijos había terminado convirtiéndose en la confidente y consejera de su esposo. Arisbe era alguien que sabía escuchar y que enseguida se formaba un criterio que raras veces resultaba desacertado.

Una tarde en la que el rey departía con Hécuba y Arisbe, su hija comenzó a hablar de Casandra:

«No entiendo cómo es posible que a una niña tan maravillosa y tan claramente bendecida por los dioses se le preste tan poca atención», preguntó asombrada. «Se me hace doloroso ver cómo a la pequeña se le pone a desempeñar labores que no son apropiadas para una futura princesa».

La interrupción de Hécuba no se hizo esperar.

«No veo nada de malo en que uno, en sus años mozos, aprenda a hacer todos los trabajos que más adelante habrá de supervisar», dijo la princesa con mayor acritud de lo que era su intención.

«Eso es cierto», reconoció Arisbe. «Y así hizo mi propia madre conmigo y con mis hermanas, pero tengo la impresión de que muchos de esos trabajos ya Casandra los sabe hacer estupendamente. Y aun así, sigue teniendo que bregar al sol en el lugar destinado al blanqueado de los tejidos. De hecho, no hace mucho me la encontré trabajando en la lavandería, y sus deditos le sangraban de tanto restregar la pesada ropa».

Príamo alzó la vista, sorprendido.

«Ya te he dicho, Hécuba», dijo en tono de reproche, «que no pongas a la niña a hacer ese tipo de trabajos. Teseiro, el antiguo Sumo Sacerdote y persona en cuya opinión confío de manera absoluta, me dijo, poco antes de morir, que guardara a Casandra del desempeño de labores propias de mozas. En aquel momento no entendí lo que me quería decir con eso, ya que no me imaginaba a Casandra teniendo que hacer trabajo de moza».

«Por ponerla a aprender a lavar no la estoy convirtiendo en una moza», porfió Hécuba con cierta irritación. «Y no tiene lógica que alguien que no tiene hijos se ponga a decirles a los demás cómo criar a los suyos».

Tras estas groseras palabras, la mujer se levantó, molesta, y se marchó a sus aposentos.

Pensativa, Aribe se le quedó mirando mientras la princesa se alejaba.

«Padre, déjame llevarme a Casandra cuando, dentro de poco, regrese a casa. Me gustaría hacerme cargo de su protección y su educación. Despertar y potenciar en ella sus preciosas facultades se convertirá en mi más noble empeño».

Alarmado, el padre preguntó:

«Prácticamente, acabas de llegar, y ¿ya estás pensando en marcharte de nuevo?».

La hija lo miró sonriente.

«Ya llevo 10 meses aquí en Troya. Hoy recibí noticias de que mi esposo ha tenido éxito en su campaña y ha logrado expulsar al enemigo más allá de nuestras fronteras. No debe faltar mucho para tenerlo de vuelta conmigo. Y quiero estar en casa para recibirle».

«En ese caso, está claro que no debo pedirte que te quedes, aun cuando siento que contigo se va un pedazo de mi juventud. Es como si contigo resucitara mi amada esposa, la bella Arisbe, quien fuera mi compañera y mi confidente en mis mejores años, cuando estaba en la flor de mi virilidad. Y ahora quieres robarte a mi sol, quieres llevarte a mi avecilla. Mi viejo corazón está completamente apegado a la pequeña».

«El que con ello te esté quitando algo me hace vacilar a la hora de darle a mi petición el énfasis necesario. Padre, ponte a pensar en cuán infeliz transcurre la infancia de Casandra en este lugar. A la pequeña le falta todo lo que puede hacer feliz a una niña, sobre todo el amor de madre. Jamás había visto una madre tan indiferente, me atrevería a decir, tan antagónica, con su hija. Y Casandra no es una niña común y corriente. ¿Os habéis percatado ya de que la niña posee el don de la clarividencia en grado sumo?».

Príamo asintió con cautela.

«Cierto es que en una o dos ocasiones la niña ha anunciado sucesos que se han cumplido puntualmente, pero yo no le daría gran importancia a esto. Algo así puede tratarse de una casualidad».

«¡No, Padre!; ¡en este caso, estamos ante algo que es mucho más que una simple casualidad!», exclamó Arisbe con pasión. «El mensaje que recibí hoy ya la pequeña me lo había comunicado fidedignamente dos meses atrás. Estábamos de pie en la terraza, contemplando la luna llena y en plena charla, cuando Casandra suspiró abruptamente y dijo: “No te vamos a tener mucho más tiempo con nosotros, Arisbe, Cuando vuelva a ser luna llena, tu esposo saldrá vencedor y te mandará a decir que lo esperes en vuestro palacio”. Yo no le di ninguna importancia a esas palabras, pero Práxedes me susurró al oído: “No olvides lo que acabas de oír; lo que Casandra dice se cumple sin falta”. Y fíjate que así ha sido, Padre.

»Y no solo eso; su don de la sanación borda en lo milagroso. Yo la he estado observando, y ella misma ve todo eso como lo más normal del mundo y no lo resalta en lo más mínimo. Pero ¿de qué otra manera se le puede tildar sino como un milagro cuando la niña sana un dedo fracturado con tan solo tocarlo, cuando le devuelve la movilidad a una extremidad inmovilizada y nadie puede sentir la parte donde la fractura soldó, cuando detiene una hemorragia con tan solo soplar en la zona afectada o cuando alivia los dolores poniendo sus manos sobre el lugar de donde provienen?

»¿No se han fijado en que, además del don del canto, con el que deja a todos embelesados, posee también el don de la poesía en sumo grado? Todo lo que canta brota de la inagotable fuente de su ser interior, y las palabras y la melodía se complementan mutuamente. Uno podría estarla escuchando toda una eternidad.

»¡Y a esta hija de los dioses la dejáis llevar una vida propia de la más despreciada hija de sirvientes! Padre, ¡no entiendo cómo puedes permitir algo así!».

Arisbe se había ido acalorando y había acabado diciendo más de lo que tenía pensado. No era su intención acusar a su padre de nada; sus palabras, empero, no podían interpretarse sino como eso, una franca acusación. Príamo, en cambio, no vio en ellas más que lo sincero del afecto que Arisbe sentía por su hija preferida, y le hizo bien escucharlas.

«Si estuvieras siempre aquí, Arisbe, no dudaría un instante en dejarte a Casandra. Pero separarme de ella no puedo, y ella tampoco estaría dispuesta a marcharse», terminó agregando, pero el tono de estas últimas palabras no revelaba gran convencimiento.

«Preguntémosle mañana, Padre. Pero si se queda aquí, debes asegurarte de que esté rodeada de amor y comprensión. La distante frialdad de la madre no puede menos que ejercer un efecto fatídico en una niña de su edad».

Al día siguiente, aprovechando que la pequeña vino a sus aposentos para traer flores y colocarlas en un jarrón, Príamo le preguntó:

«Avecilla, ¿te gustaría marcharte con Arisbe a su casa y quedarte por allá con ella unos años?».

Casandra se estremeció como alguien embargado por una alegría inesperada. Pero estas emociones se esfumaron enseguida:

«No, Padre, me quedo aquí contigo. El círculo de mi destino está ligado a Troya y debe cerrarse con ella».

Tras estas palabras, dichas por la niña con gran parsimonia, la pequeña volvió a concentrar su atención en las flores.

De una posible partida de Casandra no se volvió a hablar más. Y Arisbe no volvió a repetir sus admoniciones. La mujer se había dado cuenta de que el padre tenía poca influencia sobre su segunda esposa.

 

Llegó el momento del regreso de esta hija a su hogar, y el propio Príamo la condujo a la nave que habría de transportarla a su patria. Soplaban vientos favorables, de modo que uno podía albergar las esperanzas de que el viaje transcurriría sin contratiempos. ¿La volverían a ver de nuevo? Casandra respondió a la pregunta del padre sacudiendo la cabeza con tristeza.

«No, ninguno de nosotros volverá a ver a nuestra preciosa hermana».

«¿Por qué llamas preciosa a Arisbe?», preguntó Creúsa, que se encontraba entre los allí reunidos.

«¿Acaso no es preciosa en cuanto a pureza de corazón y honestidad de carácter?», preguntó por su parte Casandra.

«Bonita no es», manifestó Creúsa con cierto desdén.

«Todos nosotros los que somos hijos de Hécuba somos mejor parecidos que los demás hijos de Padre».

«¿De qué nos sirve si no somos igual de buenos que ellos?», dijo Casandra con seriedad. «Ninguno de nosotros puede compararse con los hijos que Padre tuvo con su primera mujer. Todos ellos, sin excepción, son puros y buenos».

«¿Y tú, avecilla mía?», preguntó el padre. «¿Acaso no eres tú alguien de alma clara y luminosa?».

«Me encantaría serlo», respondió soñadoramente Casandra, «para así ser digna de mi esposo».

Pese a la evidente seriedad con la que la pequeña había dicho estas palabras, todos los presentes prorrumpieron en carcajadas. Se les hacía demasiado gracioso el oír a una niña hablar de su esposo como si fuera lo más natural del mundo.

«Pero si hace dos años dijiste que tenías pensado quedarte soltera», la molestó Práxedes. «¿Acaso en el tiempo que ha pasado desde entonces has conocido a alguien merecedor de tu amor?».

Casandra apretó los labios y su rostro se ensombreció.

«¡Déjenla tranquila!», ordenó el padre. «¡No la fastidien, que ella no sabe lo que ha dicho!».

Con su amor a la verdad, Casandra no admitió semejante escapatoria. Con todo lo difícil que le resultaba el hablar de algo que atesoraba en lo más hondo de su corazón, no estaba dispuesta a comprar ese silencio con una falsedad. Suspirando, la niña dijo:

«Yo sí sé lo que dije, y es verdad. Mi esposo mora muy por encima de todo, y es sublime y puro. Nunca podría ser digna de él».

La presencia del padre les impidió a los hermanos y hermanas de la pequeña el hacerle más preguntas, y más tarde estos acabaron olvidando las palabras de la niña. Únicamente Práxedes las guardó en su corazón, abrigando a la vez el deseo de que a la hermana le aguardara un destino luminoso. Príamo, por su parte, asumió que uno de los dioses se le había acercado a su hija; lo ocurrido no le resultó asombroso.

 

La partida de Arisbe había dejado un vacío en la existencia de todos. Héctor y Paris habían emprendido largos viajes, «en busca de alguien a quien desposar», rumoreaba la gente. Poco a poco, Déifobo había devenido en el representante y el hombre de confianza del padre, mientras que Polidoro hacía su vida, vida esta de la cual no le hablaba al padre y que le creaba a este último no pocas preocupaciones.

Llegó el momento en que Casandra oyó algo al respecto, y su corazón se volvió un hervidero de emociones. La pena por el padre y la indignación hacia el amado hermano luchaban en el seno de su alma. La niña estaba consciente de que era aún muy pequeña como para hablar de esas cosas, de las cuales había oído de pura casualidad. Mas una mañana en que Casandra estaba en el jardín regando las plantas, Polidoro venía de regreso de sus andanzas nocturnas. Al tratar el joven de ingresar al palacio de manera furtiva, la niña lo llamó.

«No te da pena, hermano, el darle un tan mal ejemplo a tu hermana menor», le espetó la pequeña al joven en una mezcla de picardía y enojo que surtió un mucho mejor efecto en este que el más largo de los sermones que el padre podría haberle dado.

«Por supuesto que me da pena, pequeña», dijo el muchacho, avergonzado. «Es por eso que, en lugar de entrar por el frente, a través del gran portón, lo hago por detrás, a escondidas».

«¡No lo vuelvas a hacer, Polidoro!», le rogó la niña, sus grandes ojos lanzándole al joven una mirada implorante.

El semblante de la pequeña adquirió de repente un matiz diferente. Con asombro, el muchacho observó cómo el rostro de su pequeña hermana se transformaba de tal manera que terminó asemejándose al de una persona adulta. Las facciones y los ojos de Casandra se transformaron en los de una adivina, y la niña, en un aparente estado de plena conciencia, dijo:

«Es necesario que todos nos mantengamos lo más puros y gratos a Dios que sea posible. Sobre Troya se agolpan las borrascosas nubes de un destino fatídico. Uno de los hijos de Príamo va a ser el causante. ¡Que no resultes ser tú, Polidoro!».

El hermano no se atrevió a interrumpir a Casandra en ningún momento para hacerle preguntas. Como hechizado, permaneció frente a ella a la espera de que la niña siguiera hablando. Y así lo hizo esta:

«El terrible acontecer se acerca cada vez más. Las nubes soltarán su contenido cuando reine la mayor alegría… ¡El miedo me embarga!».

Soltando un lamento, la pequeña agorera se desplomó sin conocimiento a los pies de su hermano. Este la cargó en sus brazos y la llevó a su habitación, encomendándola al cuidado de Dinia sin contarle a esta nada de lo sucedido. De hecho, a nadie le contó sobre lo ocurrido. Al joven le daba vergüenza haber sido la causa de la profecía. Sin embargo, al día siguiente Casandra daba la impresión de haberlo olvidado todo. Ese era siempre el caso cada vez que la niña anunciaba algo sin volición consciente.

Mas lo acaecido no dejó de tener sus consecuencias. Polidoro, espantado en lo más profundo de su ser, hizo un serio esfuerzo por encauzar su vida por un mejor camino. El padre, regocijado por ello, le confió a este, su hijo más joven, todo tipo de encomiendas que, en calidad de enviado del rey, lo llevaron a otras tierras y le valieron grandes honores.

Así, llegó el día en que Creúsa decidió aceptar la propuesta de matrimonio de Eneas. Si bien quien habría de ser su esposo era bastante mayor que ella, el hombre era el único disponible, y Creúsa no estaba dispuesta a quedarse soltera.

Casi al mismo tiempo, Héctor vino a casa con la encantadora Andrómaca, hija de Eetión, el rey de Tebas, de modo que el lugar de la hija que partía fue enseguida ocupado por una nueva. Este trueque fue de gran repercusión para la vida de Casandra. Andrómaca cayó rendida a los pies de la encantadora niña y no dejaba de asombrarse ante las facultades de Casandra, dándole así el verdadero valor que la pequeña merecía.

Su afable naturaleza le ganó el corazón de Hécuba, con lo cual Andrómaca, de manera lenta, pero segura, acabó logrando que la princesa comenzara a aceptar a su hija más pequeña más de lo que lo había hecho hasta entonces. Cada vez que se daban desacuerdos o malentendidos, Andrómaca intervenía y dirimía las diferencias.

Casandra se encariñó grandemente con la joven. A esta liga se sumaba Práxedes, a quien su amor por el médico Hipomarcos le había traído gran sufrimiento. Príamo no quería saber nada de un casamiento de su bella hija con un hombre que había nacido esclavo, de modo que acabó desterrando a Hipomarcos. Bajo los embates de una tormenta, el barco que había de llevar al hombre a Grecia, su tierra natal, acabó zozobrando y muchos de los que se encontraban en él terminaron ahogados, entre ellos el médico. 

Desde ese momento fue como si Práxedes se transformara en otra persona. La joven cayó presa de una melancolía que la fue atenazando cada vez más. Marchitándose poco a poco cual flor deshojada, acabó exhalando el último aliento en lo que fue una muerte prematura.

El círculo de hermanos fue reduciéndose cada vez más, y Hécuba tuvo que resignarse a permitir que Casandra cobrara más protagonismo a fin de no terminar excluyéndose a sí misma de su propia familia. Sin embargo, el corazón puro de esta su hija más joven le hizo más fácil todo.

Casandra no mostraba sino respeto y obediencia para con su madre y terminó convirtiéndose en alguien prácticamente indispensable para la princesa. La pequeña sustituyó a Dinia en la supervisión de las sirvientas, y en el desempeño de esta labor la niña tenía la habilidad de vencer cualquier oposición o resistencia con palabras afables o recurriendo a alguna chanza. Dinia se había ido a vivir con Andrómaca, quien estaba enfrascada en los preparativos para darle la bienvenida al futuro rey de Troya. Ni por un instante le pasó por la cabeza a esta o a Héctor que el hijo que esperaban pudiera ser una chica. La pareja le había preguntado a Casandra al respecto, y como respuesta, esta se limitó a decir:

«Pónganle Astianacte al pequeño».

Ahora ambos estaban seguros de que iban a tener la alegría de poder darle la bienvenida a su futuro heredero.

En una noche de tormenta, el pequeño Astianacte abrió los ojos a este mundo, bajo el cuidado de Dinia. Andrómaca cayó gravemente enferma, y la fiel sirvienta no podía separarse de ella por un solo momento, de modo que Casandra asumió el cuidado de su pequeño sobrino. Pese a su preocupación por Andrómaca, la niña se sentía inefablemente feliz cuando sostenía al bebé en sus brazos y no fue sino a regañadientes que se lo entregó a su madre una vez que esta había sanado.   

A cambio llegó otro sobrino a acaparar el amor y la entrega de la niña: Ascanio, el hijo de Creúsa y de Eneas, no quería desarrollarse como debía en casa. Su madre no tenía tiempo para él, ocupada como estaba con fruslerías y baratijas, salidas y eventos sociales. Ascanio fue llevado adonde los abuelos, y el pequeño, bajo el atento cuidado de Casandra, comenzó a crecer sano y fuerte.

«Es evidente», dijo maravillada Andrómaca, «que bajo el cuidado de tus benditas manos todo crece y prospera, ya se trate de una flor, un animalito o una personita».

Casandra rio:

«Bueno, por lo menos, para algo sirvo después de todo».

El amor por su sobrinito la llevó a comenzar a aprender a cocer. De todas las labores propiamente femeninas, el corte y costura era la que más detestaba.

«Es que uno tiene que estar sentado tan quieto, haciendo una pasada de aguja tras otra, esta idéntica a la anterior. Si uno pudiera cocer como mejor le pareciera, ahí sí que lo haría con gusto. Eso sí, no me imagino qué creaciones habrían de cubrir nuestros cuerpos en ese caso».

La niña no pudo menos que reír de tan solo pensar en ello.

 

Hacía bastante tiempo ya, una parte de las tropas troyanas habían sido enviadas a expulsar del reino a fuerzas del pueblo vecino que habían cruzado la frontera. Habiendo resultado victoriosas, las tropas podían ahora regresar a casa; en sus filas, empero, traían a gran cantidad de heridos y enfermos.

La bárbara tribu a la que se habían enfrentado usaba flechas envenenadas, las cuales, si bien no resultaban letales en el caso de lesiones leves, traían consigo, producto del veneno que llevaban, que las heridas no pudieran sanar, trayendo así el brote de enfermedades difíciles de tratar que invadían todo el cuerpo.

Los médicos no sabían qué hacer. Los galenos lamentaban la muerte de Hipomarcos, quien poseía un gran conocimiento sobre venenos. Con el fin de alojar a los enfermos y achacosos, se prepararon y acondicionaron grandes pabellones en los que aquellos yacían gimoteando y quejándose, a la vez que maldecían su suerte por haberlos condenado a esa existencia martirizante en lugar de regalarles una muerte rápida y honrosa.

Conmocionado por el panorama que halló al recorrer los pabellones, Príamo tocó el tema en casa. Héctor propuso liberar de su sufrimiento a los más enfermos con una muerte rápida, envenenando la comida que se les habría de dar al día siguiente. Con ello se le podía poner fin a todos sus martirios.

Hécuba soltó una risa burlona.

«¿Para qué devanarse los sesos por cuestiones que nos son ajenas? Si se tratara de alguno de los nuestros, ahí sí que tendría sentido el buscar la manera de cómo ayudar. En mi opinión deberíamos dejar de gastar energías pensando en el asunto».

Andrómaca se levantó de su asiento y, pidiendo silencio, señaló a Casandra, quien se encontraba de pie junto a la ventana, su rostro, pálido en extremo, alzado hacia el cielo.

«¿Y a ella qué le pasa?», preguntó Hécuba, quien nunca antes había visto a su hija en semejante estado.

Nadie respondió. En eso, Casandra se puso a hablar en el tono que los otros ya conocían:

«¿Quiénes os creéis que sois para acortar una vida cuya duración solo Dios puede determinar? ¿Quién sabe si esos martirios físicos no tienen por propósito ayudar a la sanación del alma en cuestión?».

La joven adivina guardó silencio por largo rato, y ni siquiera Hécuba podía sustraerse del encanto que emanaba de ella.

Momentos así siempre resultaban sagrados. Casandra volvió a hablar:

«Asclepio me está mostrando una hierba que debéis machacar y ponerla, con su jugo, sobre las heridas. La planta absorbe el veneno; de ahí que debéis cambiar la cura varias veces al día y quemar las hierbas ya usadas. En cuanto a aquellos que no presentan heridas y, aun así, yacen martirizados por su condición, deben consumir la hierba como té».

La voz de la muchacha se fue apagando hasta que, finalmente, dejó de escucharse. Andrómaca, quien sabía que la niña ya no volvería a hablar, fue adonde ella y la abrazó amorosamente.

«Casandra, ¿qué aspecto tiene la hierba?», preguntó la mujer con insistencia.

Muchas habían sido las veces en que le había tocado ver cómo, al despertar, Casandra ya no recordaba nada de lo que acababa de anunciar. Esta vez quería al menos retener una idea del aspecto de la hierba. Mas Casandra, ya de vuelta a la realidad, meneó la cabeza.

«¿Qué hierba?».

Los presentes se miraron alarmados. ¿De qué servía saber que había un medio de curación cuando no se conocía la hierba?

Una vez más fue Andrómaca quien decidió al menos hacer un intento.

«Vayamos de inmediato al bosque a buscar hierbas medicinales», propuso la mujer. «Quizás alguno de los dioses nos sea propicio».

Armadas de cestas, salieron las tres, habiendo sido Dinia la última en sumarse a la cuadrilla, instada por Andrómaca. El grupo se desplazaba evitando decir palabras innecesarias hasta que, de repente, Andrómaca exclamó:

«Asclepio tiene que ayudarnos».

Casandra se quedó mirando a la mujer.

«Asclepio», dijo como en un sueño. «¿Asclepio? ¿Quién es ese?».

Nadie respondió. Andrómaca les rogó fervientemente a los dioses que, por el bien de muchos cuya vida se había convertido en un suplicio, enviaran ayuda. Dinia también inundó su corazón de una plegaria. En eso las tres vieron una figura luminosa. La misma era tan sutil y delicada que daba la impresión de ser transparente, mas, aun así, era claramente reconocible.

«¡Asclepio!», exclamó jubilosa Casandra sin darse cuenta. «¿Vienes a traerme la hierba?».

La figura levantó el brazo derecho; en su mano sostenía una plantita de hojas rizadas y color verde oscuro. Casandra se apresuró a agarrar la planta, y la figura desapareció.

Despertando de su estado, la niña les dijo a las otras:

«Miren qué planta más rara he encontrado».

Las mujeres mostraron su asombro y no hicieron ningún comentario sobre lo que habían acabado de vivir. Nunca antes habían visto semejante planta; sin embargo, ahora parecía crecer por todas partes. Con alegría cada una de ellas llamaba la atención de sus compañeras sobre ello. Las jóvenes se pusieron a recoger la hierba sin permitirse una pausa, y al poco rato ya las cestas estaban llenas.

«¿Y qué vamos a hacer con la plantita?», preguntó Casandra.

Andrómaca le explicó que la iban a usar para curar a los guerreros enfermos. Una vez de vuelta en casa, ella y Dinia se dieron a la tarea de machacar las hierbas y hacer el té. Después permitieron que Casandra las acompañara para ayudarles a cambiarles la venda a los guerreros y proporcionarles refrigerio.

En los grandes pabellones para enfermos reinaba un aire opresivo, y ello pese a que todas las ventanas estaban abiertas.

«Cubrid los techos y poned cortinas de lino a lo largo de todas las paredes como protección contra los rayos del sol», dispuso Casandra. Esta recomendación fue del agrado de los demás, que se apresuraron a implementarla.

Allí donde se hacía uso de las hierbas curativas, comenzó a propagarse un magnífico olor que parecía llevar consigo la promesa de la sanación. Los dolores comenzaron a amainar y las distorsionadas expresiones faciales se relajaron. 

«¡Gracias, Asclepio!», murmuraba Andrómaca.

La mujer instruyó a las cuidadoras para que hicieran un uso adecuado de las hierbas, las cuales prometió conseguir en gran cantidad. Después las tres jóvenes se fueron de nuevo al bosque, y como la vez anterior, no tuvieron problema alguno para encontrar las hierbas.

Mientras participaba en la recogida con las otras, el espíritu de Andrómaca se puso a reflexionar sobre el enigma que era Casandra. ¿Cómo era posible que a esta muchachita tan joven aún se le otorgara el honor de anunciar semejantes profecías y que la niña después no se acordara en absoluto de lo que había presagiado? Si Casandra no fuera un ser tan puro e impoluto, uno no tendría más remedio que pensar en la posibilidad de que se tratara de un artificio para conseguir algo. Esa posibilidad, empero, quedaba descartada en el caso de la niña. En la noche, la mujer tocó el tema con Héctor. Este se echó a reír:

«No te rompas tu bella cabecita con semejantes cuestiones», dijo de buen humor el hombre. «Casandra siempre ha sido así. Y, seguramente, así debe ser».

Mas Andrómaca no podía dejar de pensar en ello. ¿A quién podría preguntarle? A Déifobo, claro. El joven, si bien no era particularmente sabio, tenía una conexión sumamente estrecha con Casandra. Quizás él sabía. Así fue como la mujer acudió a Déifobo en busca de una respuesta a su interrogante. El jovenzuelo, por su parte, quedó atónito ante la pregunta de Andrómaca:

«Con lo inteligente que eres, Andrómaca, y ¿me vas a decir que tú no sabes la respuesta a esa pregunta?», dijo Déifobo en un tono casi de reproche. «Ponte a pensar en lo seguido que Casandra se ve obligada a ver y a anunciar cuestiones graves y sombrías. ¿Cuántas veces no tiene ella que llamar a abandonar un derrotero marcado por el pecado, cuando ella misma no sabe nada de pecados? Si Casandra se acordara de todo cuanto debe decir por encargo de los dioses, cuál no sería la carga que habría de arrastrar su alma. Es por eso que los dioses, en su bondad, le han puesto una venda sobre los ojos. Casandra anuncia, pero no ve nada; habla, pero no sabe nada. Ahí está la respuesta», cerró Déifobo con un suspiro de alivio lo que había sido un discurso inusualmente largo tratándose de él. –

Fue como un milagro el tremendo efecto que tuvo la hierba en los pabellones de los adoloridos guerreros. Uno tras otro, estos pudieron, ya curados, ir abandonando los salones del martirio. Y lo hacían sintiéndose rejuvenecidos y dotados de nuevos bríos. Dondequiera que se aparecían las tres jóvenes, estas eran recibidas con exclamaciones de júbilo y gratitud.

Hacía bastante que habían dejado de ir a buscar hierbas. Como medida de precaución, habían considerado el acumular una reserva. Sin embargo, a partir del día en que se acabó la necesidad inmediata de las plantas, se les hizo imposible a las mujeres encontrar más, buscaran donde buscaran. Era como si la tierra se las hubiera tragado.

«Debe de ser que ya pasó la temporada», aventuró Andrómaca. Regresemos el año que viene en el momento justo, para así acumular una reserva».

Casandra, sin embargo, sonrió.

«Los pequeños espíritus de las plantas y la tierra no quieren que eso que nos han dado en una situación particularmente difícil acabe convirtiéndose en algo ordinario. Cada vez que nos haga falta, debemos volver a pedirlo y dar las gracias por ello. Si siempre tuviéramos la hierba a mano, nos olvidaríamos de la necesaria gratitud. El milagro dejaría de serlo para nosotros».

«Puede que tengas razón, Casandra. Pero ¿a qué te refieres cuando hablas de pequeños espíritus? Esos espíritus, ¿puedes verlos?», preguntó Andrómaca con gran interés.

«Siempre, desde que tengo uso de razón. De hecho, se me hace raro que vosotros no los veáis también. Los hay de muchos tipos diferentes. Pero… no les gusta que hablan de ellos». –

 

Por órdenes del padre, Héctor se dispuso a partir hacia la frontera occidental del reino. Desde allá llegaban todo tipo de rumores sobre saqueos y pillaje, hurto de ganado y secuestro de mujeres, y Héctor debía restaurar el orden a filo de espada. Andrómaca había decidido acompañar a su esposo, de modo que Dinia quedó a cargo del cuidado de Astianacte, responsabilidad esta que la mantenía totalmente ocupada.

Ello trajo consigo que Casandra permaneciera bastante tiempo sola y teniendo que agenciárselas por sí misma, mas esto no era algo que le incomodara. Casandra le tenía apego a Andrómaca y a Dinia, leales como estas eran, pero cuando se quedaba sola, venían entonces a ella otros seres que, normalmente, rehuían la presencia de los hombres. Y estos seres le traían alimento para el alma.

Hasta entonces no lo había percibido de esa manera; o en todo caso, no se había detenido a pensar sobre ello. Mas ahora buscaba con toda intención la soledad, a fin de abrirse a todas las corrientes que corrían a su encuentro en momentos así.

A menudo, se sentía como permeada por los rayos del Sol, los cuales siempre dejaban su ser interior bañado de claridad y luz, dejaban su alma rebosante de calor y vida. O si no, era entonces el viento que se le acercaba en soplos ligeros a fin de transmitirle algún mensaje que hacía entonces surgir en su alma imágenes de cosas supraterrenales. En otras ocasiones era como si las flores y las piedras, los animales y las olas le hablaran. Siempre era diferente cada vez; y siempre igual de bello. Y cuando Casandra trataba de hacer memoria, no podía menos que concluir que, en realidad, siempre había sido así; no más se había hecho más latente con el paso de los años. Ahora sabía que lo que había percibido como rayos de sol venía de otras fuentes que aún le eran desconocidas.

Casandra no era dada a cavilar. La muchachita recibía lo que le llegaba con sencillez y gratitud, y sentía que con ello iba creciendo interiormente, sentía que de esa forma maduraba en ella un entendimiento de todas las cosas. Y esto la hacía enormemente feliz.

Como la muchachita había abandonado sus largos paseos y ahora pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de Andrómaca o de Dinia, Astor se había vuelto prescindible como su acompañante, de modo que su padre dio la orden de que lo usaran como perro guardián en el atrio del palacio. Al principio, le resultó difícil separarse de su fiel amigo. Mas ahora se sentía agradecida de no verse abruptamente interrumpida en sus ensoñaciones por un hocico húmedo tocándola y de no sentirse constantemente observada por los grandes ojos del vigilante perro.

Su lugar predilecto era un bosquete en el que se sabía protegida de toda mirada curiosa. En este bosquecillo había un banco de césped en el que era un verdadero placer descansar. Allí solía la muchachita tenderse a todo lo largo, las manos detrás de la cabeza y el alma abierta a todas las corrientes que a ella afluían.

Fue así como un día en que la fragancia de las flores que le rodeaban se le antojó exquisita como nunca antes, la muchachita cerró los ojos para así concentrarse mejor en el cúmulo de sensaciones que la invadían. A la fragancia se le fueron sumando sonidos oscilantes de delicada y encantadora naturaleza que parecían embargar su alma de tal suerte que esta acabó vibrando en armonía con ellos, elevándose así cada vez más alto. Casandra se sintió transportada y una indescriptible sensación de bienestar invadió todo su ser. 

«¡Ojalá nunca acabara!», pensó en su estado semiconsciente.

Pero sí que acabó; al menos la sensación ondulante y de ser transportada. Casandra tuvo la impresión de ser depositada suavemente en medio de las fragancias y los sonidos, allí adonde parecían converger todas estas corrientes supraterrenales.

De su cuerpo Casandra ya se había olvidado por completo; su alma, empero, tenía los ojos bien abiertos. Receptiva y llena de confianza, la misma se vio rodeada de la más exuberante abundancia de rosas de múltiples pétalos y cabezas inclinadas, cargadas como estaban éstas de su delicioso aroma. Pequeñas criaturas que se asemejaban a niños la rodeaban cual nubecilla vaporosa; blancas avecillas revoloteaban a su alrededor, abanicando su rostro, y todo su entorno estaba permeado de maravillosas tonadas.

Llena de dicha, Casandra miró en torno suyo: este era su hogar. Todo, absolutamente todo le resultaba familiar. Esta era su patria, este era el lugar al que pertenecía. Invadida de un júbilo sin igual, su alma bebió a grandes tragos la fragancia de la patria y absorbió en su interior el resplandor proveniente de lo alto.

No fue sino al cabo de horas que Casandra despertó de ese sueño, que no fue tal. La muchachita se sentía fortalecida y rejuvenecida, se sentía como sostenida por una sensación de estar protegida. No tenía ni idea de lo que había vivido. Lo único que sabía era que la había hecho inefablemente feliz. Su alma era todo un mosaico de sonidos y tonadas.

Cuando Casandra se sumó a los suyos para la comida, era como si la muchachita estuviera rodeada de una aureola dorada, obligando así a los demás a alzar la vista.

«¿Dónde estabas, Casandra?», quiso saber Hécuba.

«En el jardín, Madre», dijo la hija, a lo que, a fin de evitar más preguntas, añadió:

«Hay que poblar más el jardín por el lado norte del palacio. La sombra ha vuelto a matar lo que habíamos sembrado».

Acto seguido, la muchachita se entregó de lleno a la discusión sobre lo que habrían de plantar. Responder a preguntas sobre su vivencia hubiera sido insufrible para ella.

No era todos los días, sin embargo, que Casandra podía acceder a lo que le pedía el corazón y retirarse al banco de césped. A menudo eran las labores hogareñas que se lo impedían; otras veces le retenía el deber de ayudar a una de las hermanas. Tanto mayor, empero, era la alegría con que, tan pronto se desocupaba, corría al encuentro de lo bello que la soledad le deparaba.

Llegó el momento en que ya eran tantas las veces que había tenido la hermosa vivencia que le era posible retenerla con conocimiento de causa para entonces poder disfrutarla en los momentos de plena conciencia. La experiencia resultaba más bella cada vez; las figuras angelicales, cada vez más encantadoras; las tonadas, cada vez más completas. La última vez había incluso llegado a oír el sonido de una voz encantadora. ¿Qué era lo que le había dicho la voz? Casandra ya no se acordaba, pero de lo que sí estaba segura era de que la escucharía de nuevo. 

El estar tendida sobre el banco cubierto de vegetación comenzó a resultarle incómodo, así que se sentó con la cabeza apoyada contra el tronco de una palma. Ahí comenzó su alma de nuevo a vibrar en armonía con el Universo hasta sentir la niña cómo se elevaba al reino florido de las beatitudes. Así le llamaba ella a su patria en las alturas cuando pensaba en ella.

Las impresiones eran más intensas y abundantes que nunca, y en eso se escuchó la voz desconocida y tan querida y familiar al mismo tiempo:

«¡María!».

¡Qué nombre más raro! ¿Sería a ella a quien estaban llamando así?

«¡María!».

En eso, la pequeña prorrumpió en exclamaciones de júbilo:

«¡¿Madre, madre, acaso eres tú quien me llama?!».

«Sí, querida hija».

Ante Casandra se alzaba una figura femenina inefablemente bella, lo más espléndido que su ojo jamás había visto. A través de las vaporosas vestiduras se observaban miembros de exquisita blancura, y la figura toda estaba cubierta de un manto azul, dando al mismo tiempo la impresión de atravesar esta envoltura con su resplandor interior. Casandra se acercó en silencio al arquetipo de la feminidad.

«¡Madre!».

Una corona cuyas piedras parecían atravesar el Universo con su resplandor rutilaba sobre la cabeza de la Reina, que ahora ponía sus manos en bendición sobre la cabeza de María.

«Sigue madurando, hija mía, para que ocupes el puesto que habrás de desempeñar a fin de que se cumpla tu destino. Difícil habrá de ser este, pero la ayuda no te faltará jamás. Que en lo adelante te acompañe el saber de tu patria, para que así cuentes con un firme sostén en medio de las batallas e inseguridades terrenales».

Casandra se vio sola en medio de sus flores, llena como estaba de lo contemplado y lo vivido en su interior.

 

Gritos a viva voz la sacaron de su sueño, y al abrir los ojos, Casandra tenía ante sí a Hécuba, que la miraba molesta de que su hija se la pasara durmiendo aquí en pleno día. La niña aguantó con paciencia y afabilidad la lluvia de insultos que le vino encima. Después de todo, visto desde su perspectiva, la madre tenía razón.

«Dame la oportunidad de recuperar lo perdido poniendo el doble de esfuerzo», dijo con humildad. «Muéstrame el trabajo que se tenía que hacer».

«¿Trabajo?», dijo Hécuba alargando la palabra. «Trabajo no hay ninguno. Pero no está bien que estés durmiendo aquí afuera en pleno día».

Fue como si en eso despertara lo de traviesa que aún le quedaba a la pequeña, que, mirando a la madre con una sonrisa pícara, dijo:

«Creo que más mal hubiera estado si lo hubiera hecho de noche».

Hécuba estuvo a punto de explotar enojada, pero al ver los ojos sonrientes de su hija, se unió a la risa alegre de Casandra, y ambas caminaron juntas hacia el palacio como si nada hubiera sucedido.

Casandra, empero, se quedó reflexionando sobre lo ocurrido. ¿Qué le habría ayudado a transformar el enfado de la madre en lo contrario? El saber de su patria luminosa; ello la había fortalecido de tal modo que los insultos no lograron causarle dolor. Por primera vez, su corazón no se le había estrujado al pensar: «¡Así es Madre!».

Casandra sabía que su Madre, maravillosamente bella y bondadosa como era, moraba en otro reino. ¿Quién era Hécuba entonces? Semejante interrogante trajo que todo un alud de pensamientos le sobreviniera a la pequeña. Ella le llamaba madre; Hécuba le había dado a luz. O ¿sería así en realidad? ¿Había Hécuba verdaderamente dado a luz a su yo? ¡No, para nada! A lo que Hécuba había dado a luz era a su cuerpo terrenal, que siempre quedaba atrás cuando ella entraba a su patria luminosa.

Ahora todo le quedaba claro: ella era María, y su patria estaba en un reino de paz y de luz. Pero para poder cumplir esa función suya de la que había hablado la madre celestial, era también Casandra, cuyo cuerpo terrenal tenía una madre terrenal también, y esa madre era Hécuba. ¡Eso mismo era! Y ¿cuál era su función? ¿Qué debía hacer María en la Tierra como Casandra? No podía dejar de preguntarle eso a su verdadera madre.

Ese día la niña se transformó en doncella, se transformó en una muchachita cuyo ser interior aspiraba a las alturas sin que por ello dejara de esmerarse por cumplir fielmente sus deberes aquí en la Tierra. Su manera de ser se volvió cambiante. En un momento hacía las delicias de su entorno con la candidez de su desenfado y su alegría desbordante para de repente verse presa de una seriedad demasiado profunda para alguien de su edad.

De manera igual de súbita volvía entonces a irradiar algo que la gente no sabía cómo llamarle. Andrómaca le llamaba divinidad. Con su sensible intuición, la mujer era la que mejor entendía a Casandra, y la relación entre ambas se fue haciendo cada vez más estrecha.

La jovenzuela florecía maravillosamente en cuanto a su apariencia externa también. Su belleza opacaba por mucho la de sus bellas hermanas. Todos y cada uno de sus movimientos eran una expresión de elegancia y donaire. Su manera de vestirse respondía a su propio gusto, el cual se apartaba de lo que había sido costumbre hasta entonces. Las joyas no le llamaban la atención, y era más de su agrado el lucir una simple cinta que la más costosa diadema; llevar una flor en alguna parte del vestido le daba más gozo que lucir una fastuosa horquilla. Las manillas que tanto les gustaba lucir a sus hermanas no provocaban sino rechazo en ella.

«No quiero andar por ahí sonando como si llevara grilletes», respondía siempre a las exhortaciones de los demás para que llevara en sus níveos y hermosos brazos manillas y brazaletes de oro o de plata.

Siempre vestía prendas de mangas largas y anchas. Los vestidos sin mangas que con sus abundantes pliegues se sujetaban con cintillos a la altura de los hombros le parecían horribles. Los aretes también le causaban rechazo.

«¡Ojalá pudierais ver cómo lucís con toda esa quincalla bamboleante encima!», les recriminaba a las demás que esperaban admiración por su abundancia de adornos. «Que las esclavas lleven en la oreja la marca de sus dueños no es bonito, pero cumple un objetivo, y es algo que uno puede entender. Vosotras, en cambio, no sois esclavas; ¿por qué entonces os rebajáis con algo que en realidad debería ser una vergüenza para vosotras?».

Sus vestidos le llegaban hasta los dedos de los pies, y la jovenzuela se negaba a dejar al descubierto sus hermosos pies, ni que decir tiene llevar algo que le llegara apenas a la pantorrilla, exponiendo prácticamente media pierna como se había vuelto moda con los vestidos acanalados por la parte delantera.

«¡Cómo es posible que no os de vergüenza! Vais a acabar convirtiéndoos en objeto de burla».

Andrómaca terminó avergonzándose y comenzó a imitar la vestimenta de la jovencita. No fue sino entonces que se dieron cuenta de la maravillosa forma que cobraba su figura. Hubo incluso quien se percató de que con los vestidos acanalados solo lograban afear su figura y hacerla lucir más corta.  

Una tras otra fueran las mujeres cambiando su vestimenta, lo cual favoreció en grado sumo su apariencia. No solo a lo exterior, empero, le resultó beneficioso aquello, sino que también trajo un provecho interior, de lo cual las mujeres, sin embargo, no se percataron. A sus prendas, eso sí, no estuvieron dispuestas a renunciar, y solían reírse de la miseria de Casandra. Ni las palabras benignas de Príamo, que le decía que no quería quedar como un padre desamorado que le niega a su hija más joven el gusto de llevar joyas, ni las ocasionales críticas de Hécuba consiguieron que Casandra cambiara de parecer en este sentido.

«Quizás comience a usar joyas cuando ya esté vieja y fea», solía decir entre risas, lo cual, empero, no hacía sino provocar una ola de indignación entre los demás, que para nada se consideraban a sí mismos viejos y feos.

 

 

A menudo regresaba Casandra a su patria luminosa, lo cual ahora le era posible en las noches también. A su madre, empero, no la había vuelto a ver. La imagen de esta permanecía radiante ante el ojo de su alma, y esto era motivo de tanta felicidad para la doncella que la jovenzuela se sentía totalmente satisfecha y ningún anhelo malsano la consumía.

Acababa de completar su decimocuarto año de vida y toda Troya había recibido de manera festiva este día, que significaba su entrada formal al mundo de las jovencitas. Muchas fueron las bromas que se vio obligada a oír la muchacha, bromas dando entender de que ya estaba lista para el matrimonio, y de que solo era cuestión de escoger un marido. Que de todas partes vendrían príncipes a pedirle su mano a Príamo, ya que la fama de su belleza había llegado a los más lejanos confines. Casandra no hacía sino taparse los oídos, sonriente.

«Yo no me voy a casar», dijo alzando la voz.

«Eso es lo que dicen todas las doncellas, hasta que llega el hombre indicado», recibió por respuesta.

«El indicado», dijo pensativa, y se dio a reflexionar cómo tendría que ser este “indicado”.

En eso, se alzó ante su alma una figura radiante y victoriosa. Esta figura ya la había visto antes, este ser masculino se le había acercado con anterioridad, pero no aquí abajo. Debía, seguramente, venir de su patria luminosa. Y ella le pertenecía; de eso estaba totalmente convencida.

Como símbolo de su entrada al mundo de los adultos, Príamo le había dado dos habitaciones y su propia servidumbre. Las habitaciones las podía amueblar como mejor le placiera, y las sirvientas las podía escoger ella misma.

¡Qué bueno era su padre! ¡Mira que complacerla hasta tal grado! Casandra le dio las gracias al rey, rebosante de felicidad. Pocas cosas le dieron tanta alegría como recopilar los objetos que habrían de adornar sus aposentos y darles el lugar que les correspondía según su función estética.

Cuando ya estaba todo listo, la jovencita exhortó a los suyos a inspeccionar el «reino de Casandra». Los invitados contaban con ver algo especial, y no quedaron defraudados. Pero lo especial no lo encontraron donde ellos esperaban. No había nada que resultara llamativo, mucho menos feo. Todo respiraba belleza y armonía. A menudo era tan solo la manera en que dos objetos estaban colocados uno al lado del otro lo que les daba un nuevo sello.

Polidoro, que hacía apenas unos días había regresado de un viaje a tierras lejanas y hacía gran alarde de su conocimiento de costumbres y creaciones foráneas, no se cansaba de elogiar lo mucho que las habitaciones de su hermana más pequeña sobrepasaban en belleza lo que él había visto.

«Ya verás cómo terminas haciéndote famosa por tu buen gusto, hermanita», exclamó con entusiasmo. «¿Podéis acaso imaginaros algo más espléndido que el marco plateado de este espejo engastado como está con piedras preciosas de color rojo que brillan cual pétalos? Y cuando te colocas justo delante de él, la belleza resulta insuperable».

Hécuba reconvino en tono algo avinagrado:

«Lo que Casandra le ha negado a su persona en adornos lo ha derrochado a manos llenas en sus habitaciones. ¡Mírala, Polidoro, no lleva ni una sola joya, ni una sola piedra preciosa!».

«Eso me parece maravilloso», aseguró el hermano cálidamente. «Alguien tan bella como Casandra no tiene necesidad de resaltar su belleza usando joyas; al contrario, ello no haría más que restarle brillo a esta belleza natural».

A fin de darle al día de la más joven de las hijas del rey un carácter lo más festivo posible, los nobles de Troya habían preparado un festival; en el jardín se hicieron presentaciones artísticas consistentes en todo tipo de escenas que pretendían recrear la vida de los dioses. El colofón lo constituyó la coronación de Afrodita, la diosa de la belleza, escena esta en la que los versos contenían, implícita y no tan implícitamente, varios homenajes a Casandra.

Todos los espectadores se deshacían en elogios para lo presenciado; Casandra era la única a la que el espectáculo se le antojaba aburrido. «Pero si los dioses no son así. La gente no debe hacerse semejante idea de lo divino». En eso, apareció ante los espectadores la figura de Apolo seguida de las musas, las cuales se le hacían reconocibles al público por medio de sus atributos.

«Ay, tú, Luminoso», suspiró Casandra para sus adentros. En eso, empero, pensó en cómo sería si Apolo se colocara al lado de esta imagen suya y se les hiciera visible a todos, y ello le causó tanta risa que no fue sino con gran trabajo que la jovenzuela logró contenerse. Sin embargo, apenas logró suprimir las ganas de soltar la carcajada, apareció algo más que la movió a la risa de nuevo. Y ya ahí Casandra no pudo controlarse más. La muchacha reía tanto que las lágrimas le corrían por las mejillas.

Resulta que en el espectáculo había llegado el momento de que aparecieran los angelotes celestiales, y para hacer este papel habían escogido, en lugar de niños, a muchachitas ya bastante creciditas a cuyos pulcros vestidos les habían cosido alas de tela y plumas. Bonitas no se veían las muchachas, pero a ellas, personalmente, les agradaba su improvisado vestuario.

Fue al comparar a estas criaturas con los angelitos que había visto en lo alto que a Casandra se le activaron los músculos de la risa. Ahí la muchacha se puso un pañuelo en la cara, ya que no quería ofender a gente que estaba dando lo mejor de sí. Los actores y actrices, empero, asumieron que, ante tanta belleza, la emoción sentida se había vuelto demasiado para la joven princesa, que veía un espectáculo dramático por primera vez, y ello los hizo sentirse honrados y recompensados con creces. ―

Ya después de concluido el festival, la gente siguió hablando en el círculo familiar de lo que había traído el día.

«¡Cuánto no daría por saber qué fue lo que te causó tanta risa!», dijo Príamo afablemente. «Menos mal que nadie notó lo mucho que te estabas riendo. Todos creían que era la emoción o que te estabas ahogando».

«Bueno, para que me ahogara, en realidad, faltó poco», dijo la homenajeada, sonriente y sin pena ninguna. «Imaginaros cómo sería si los dioses se aparecieran al lado de esas caricaturas que los representaban».

«A mí Afrodita y Apolo me parecieron fantásticos. Ni los propios dioses los pudieran haber superado», reconvino Hécuba.

«¡Madre, que ni te oigan los dioses!», exclamó Casandra con la alegría desenfadada que la caracterizaba. «Apolo es más bello que lo que podría serlo cualquier hombre, y en cuanto a Afrodita, aunque aún no la he visto, me imagino que también supera por mucho a la figura que la representó en el festival de hoy. ¡No, y qué decir de los ángeles!».

Casandra no pudo evitar volver a prorrumpir en fuertes carcajadas que acabaron sacándole las lágrimas.

«Debe ser que aún eres demasiado niña para disfrutar algo así», reconvino la madre. «Vamos a tener que dejar pasar algunos años antes de que puedas volver a tomar parte».

Si pretendía que esto fuera un castigo para Casandra, la reina se equivocaba. Su hija sintió alivio de no verse obligada en el futuro a aburrirse con semejantes espectáculos. Cosas no le faltaban con las que emplear el tiempo de una mejor manera.

Ante sus insistentes pedidos, el padre le había permitido recibir instrucción, y un griego que había naufragado en las costas de Troya se había convertido en su maestro de lectura y escritura. La asignatura preferida de la jovencita era la astrología, que le era impartida por un viejo egipcio que llevaba ya tiempo viviendo en la corte del padre. El hombre le mostraba a la muchacha la trayectoria de los astros y, sirviéndose de la posición relativa de estos, era capaz de leer muchas cosas. Asimismo, podía incluso interpretar el destino de algunas personas partiendo de estos flamígeros signos.

Un día Casandra le pidió que le leyera lo que había escrito en las estrellas para ella también. Su Madre le había hablado de «completar su destino», y a Casandra le hubiera gustado saber a qué se refería la Eterna. Quizás lo podía averiguar a través de los astros.

El viejo accedió ingenuo, y, tras disponer sus instrumentos, hizo sus anotaciones y realizó los cálculos necesarios. De repente, su semblante se ensombreció.

«¿Qué te sucede, Akkore?», preguntó preocupada su discípula. «¿Acaso has visto algo malo escrito en las estrellas para mí?».

Akkore juntó las hojas de cálculo de un golpe.

«Hoy no se me está dando bien este tipo de trabajo. Vamos a tener que dejarlo para otra ocasión».

Casandra se despidió y descendió el torreón en cuya habitación superior se encontraban los instrumentos del astrólogo.

Al día siguiente en la ciudad corría como la pólvora la noticia de que al pie de la torre habían encontrado el cuerpo hecho añicos del viejo Akkore. El viejo debe de haberse despeñado en la noche, no sin antes destruir sus calculaciones y hacer trizas sus instrumentos. «Debe de haber perdido la razón», pensaba la gente. Quizás había leído en las estrellas algo desfavorable.

A Casandra le dolió en el alma la pérdida de su viejo maestro, pero no se le ocurrió relacionar la muerte del astrólogo con su futuro destino. Manos luminosas tuvieron la bondad de poner una venda ante sus ojos.

 

Ya era esta la segunda vez que Paris regresaba a casa de un viaje, pero, como en la primera, no había logrado encontrar a alguien que le pareciera digna de ser su futura esposa. Cuando se le preguntaba al respecto, su respuesta solía ser que la mismísima Afrodita le había prometido como consorte la más bella de las mujeres, y que él prefería esperar a que se cumpliera la promesa de la diosa. 

«Así nunca te vas a casar», le advirtió Príamo. «Te vas a pasar la vida buscando por gusto».

«¿Qué le encuentras de malo a Políxena, la hija del príncipe vecino?», preguntó Hécuba. «Es bonita, lozana y de buen aspecto, y su padre es el monarca de un gran reino».

«¿Que qué le encuentro de malo? Que es tonta y lerda. Además, su belleza no es de mi gusto», repuso Paris, malhumorado.

Casandra también probó a dar un consejo.

«Hermano, ¿no te gustaría cortejar a Andrómeda, la hermana menor de Andrómaca?», preguntó con seriedad. «Es difícil imaginarse a alguien más encantadora que Andrómaca».

«¿Y ya por eso crees que su hermana menor tiene que ser como ella? Piensa en cuán diferentes son Práxedes y Laódice. Te aseguro que quien ame a Práxedes quedaría amargamente decepcionado con Laódice. No, hemanita, no pierdas tu tiempo; ya Afrodita me traerá a quien habrá de ser mi esposa».

Paris ya no lograba acostumbrarse a la vida en la corte del rey de Troya. No había lugar para él allí ni ocupación que le trajera satisfacción. Producto de sus prolongadas ausencias, la gente se había habituado a vivir sin él, y si bien el padre y el hermano ahora buscaban la manera de que participara en todo, él necesitaba independencia y el poder desarrollar su personalidad sin el impedimento que otros pudieran representar para ello.

En cambio, la madre, orgullosa como se sentía al ver a este hijo de especial belleza, quería consentirlo y tenerlo constantemente a su lado, cosa que el apuesto joven detestaba. De ahí que fuera un alivio para todos cuando Paris anunció que quería salir de viaje por el mundo de nuevo, en esta ocasión por última vez. Su intención era no regresar hasta que hubiera encontrado a la esposa que se merecía.

La noche antes de su partida, se encontraban reunidos Príamo, Hécuba, Héctor, Andrómaca y Deífobo. Polidoro se encontraba en uno de sus viajes, y Creúsa y Eneas llevaban ya unos meses en las islas griegas, adonde los habían llevado los estudios del erudito.

Eneas era más un héroe de la palabra que de la espada, y Príamo le dejaba hacer, ya que todos estaban felices siempre y cuando Creúsa no se apareciera a perturbar la paz. El carácter irritable y malhumorado que la mujer había puesto de manifiesto cuando niña había empeorado con los años. Creúsa siempre se sentía de alguna manera perjudicada, ignorada, pasada por alto o incluso injuriada intencionalmente. Hasta de su matrimonio les echaba la culpa a los padres, y ello pese a que Eneas era un esposo amoroso. Pero los padres deberían haber sabido que un hombre tan mayor para ella jamás le ofrecería las distracciones que tan de su gusto eran.

Héctor le acababa de recomendar al hermano que buscara con más cuidado en Grecia esta vez, ya que en el lugar abundaban los héroes de noble carácter; sobre todo de Aquiles se oía muchísimo. En eso, Casandra se puso de pie y, caminando hasta la ventana, corrió hacia un lado el tapiz que la cubría y se quedó contemplando la noche. En ese momento, a todos les quedó claro que la joven vidente se disponía a hablar, y un silencio expectante invadió la habitación.

La voz de Casandra se dejó escuchar como si viniera de muy lejos, y le acompañaba un timbre más misterioso que el que jamás había tenido:

«¡Ay, qué calamidad! Ya se pone en marcha el sombrío destino de Troya. Los hijos traerán el sufrimiento dentro de sus muros, y el pelo de Hécuba habrá de encanecer bajo el peso del dolor y las penas. Príamo volverá a ver a sus hijos en el Jardín de Perséfone, adonde él mismo habrá de ir a parar, desesperado por la suerte de Troya. El más joven marchará a la cabeza y el padre cerrará la sombría procesión. ¡Ay, qué calamidad!».

El horror se apoderó de todos los presentes. ¿Cuándo habría de suceder eso de lo que hablaba la joven? ¿Sería para dentro de poco? En eso, Casandra comenzó a hablar de nuevo, su voz temblando de dolor:

«Los hijos están para levantar un reino. A Troya, empero, sus hijos le traerán sufrimiento. Troya se tira de los cabellos y se retuerce de dolor. Un hijo habrá de transformar la alegría en angustia, y el otro será el causante de la desaparición de la soberbia Troya».

Casandra permaneció un buen rato junto a la ventana, pero no habló más. Finalmente, Andrómaca condujo a la exhausta joven de vuelta a su asiento, donde esta fue poco a poco volviendo en sí. Todos perdieron las ganas de seguir hablando tras escuchar algo tan espantoso, y en silencio cada uno de los presentes acabó retirándose a sus aposentos.

«¡Mi última noche!», le dijo Paris con enojo a la madre. «Perfectamente, ella podría haber esperado a mañana para soltar sus lamentos de pájaro de mal agüero».

«Así mismo es, Paris. No se trata sino de lamentos de pájaro de mal agüero», le dio la razón Hécuba, y con ello logró la mujer librarse de la lobreguez que se había apoderado de su alma. «Casandra jamás tiene algo alegre que anunciar. Cada vez que habla es para hacer predicciones siniestras».

«Tampoco se puede ser injusto, Madre», terció Paris, que amaba a su hermana y que ya empezaba a arrepentirse de su enfado. «Hace poco me enteré de cómo los dones de Casandra les habían salvado la vida a los guerreros». –

 

Paris emprendió su viaje, y la vida en el palacio real de Troya siguió su acostumbrada marcha. Se recibieron noticias de Creúsa, que le había regalado a su esposo un segundo hijo, el cual, sin embargo, había abandonado este mundo poco después de su nacimiento. Príamo vio esta muerte como el comienzo de la aciaga suerte que Casandra había predicho. ¿No había dicho la joven que el menor sería el primero en partir?

Sirviéndose de una broma, Héctor trató de disipar los turbios pensamientos del padre.

«Casandra habló de hijos, no de sobrinos. Ya verás cómo no te van a faltar sobrinos, quienes podrán seguir edificando tu reino, Padre.».

Personalmente, Casandra, como de costumbre, no tenía ni idea de sus propias palabras; aun así, desde la partida de Paris, la joven sentía su alma lastrada por un fardo indefinido. Cantar se le hacía imposible, y parecía haber olvidado cómo reír, ella, a quien siempre se le había hecho bien fácil reír a carcajadas.

Hécuba increpaba a su hija.

«Ahora que es un buen momento para que les levantes el ánimo a tus padres con tu alegría, ¿dónde está ese desenfado que te caracteriza? Andas de un lado para otro como la viva imagen de la tristeza. ¡Deja ya esa congoja, hija!».

Con más frecuencia que de costumbre, la muchacha escapaba a lugares donde pudiera estar sola, acudía al bosquecillo para absorber la fuerza de su patria luminosa. De allí siempre regresaba reconfortada, pero el peso que lastraba su corazón no se aligeraba en lo más mínimo. Y si bien era capaz de realizar su trabajo mostrando aplomo, paciencia y amabilidad para con todos, sin jamás llegar a dar la impresión de estar de mal humor, su felicidad interior parecía haber terminado ahuyentada por esa presión indefinida que sentía.

 

Hasta que un buen día, Príamo se dirigió con solemnidad a la más pequeña de su prole. Había llegado la hora de que la joven recibiera instrucción en el servicio del templo si quería ocupar el puesto de sacerdotisa de Apolo. El horror invadió a Casandra al escuchar estas palabras. ¿Qué podía responder?

El padre le presentó los dos caminos que podía tomar: o dedicaba su vida a Dios, caso este en que habría de sumarse a las novicias del templo, bailar las danzas en rueda, aprender bailes y canciones y servir a las sacerdotisas, hasta que ella misma pudiera ascender poco a poco de rango.

En su caso, lo más seguro era que, al cabo de los años, llegara a alcanzar la dignidad de Suma Sacerdotisa. Su don de profetisa se desarrollaría aún más, y la joven encontraría satisfacción con creces para toda la vida. Cierto era que no podría casarse, pero, al fin y al cabo, ella misma siempre había dicho que no tenía pensado contraer nupcias jamás.

El otro camino era el de sierva del templo. De tomar este, jamás pasaría de los dos rangos más bajos, pero, por otro lado, sería libre de abandonar el servicio en el templo en cualquier momento con el fin de casarse.

«Y si no escogiera ninguno de esos dos caminos, Padre, ¿te pondrías triste? Después de todo, ninguna de mis hermanas tuvo que pasar por el templo de Apolo. ¿Por qué yo sí?».

Casandra hizo esta pregunta en un tono que rayaba en lo melancólico, y Príamo se quedó mirándola con ojos llenos de bondad.

«Yo no pretendo obligarte a nada, hija mía. Siempre ha sido costumbre que al menos una de las hijas del rey se consagrara al servicio de Apolo, y tú eres la última que queda. Como ninguna de las otras dos sentía inclinación por ello, te propuse a ti para ocupar ese puesto. Además de que Apolo te ha conferido dones en abundancia, lo cual también me hizo pensar que puede que él espere que hagas uso de ellos sirviéndole a él».  

«Yo todavía no estoy muy segura de que haya sido Apolo en realidad quien me ha dado esos dones», declaró Casandra. «A cantar sí que me ha enseñado él, pero hasta ahí. Todo lo demás que domino y que sé hacer se lo debo a una guía más excelsa».

El padre sonrió complaciente.

«Todavía eres muy joven y, seguramente, ello hace que apenas puedas distinguir qué dones se te han conferido y de dónde han venido. Yo, tu padre, te digo que todo se lo debes a Apolo, quien te ha colmado de bendiciones y ha hecho que todas sus musas te dejen algo de sus dones. Seguro estoy de que él se molestaría si tú no quisieras servirle. Hija, sin estar consciente de ello, le has presagiado un destino ominoso a nuestra tierra. ¡Apacigua a los dioses consagrándote a su servicio! Si Apolo no es lo suficientemente sublime para ti, escoge entonces a Artemisa la Casta, que te quiere bien y se alegrará de contarte entre sus sacerdotisas. De construirle un templo a la diosa me encargo yo. No vayas a enfadar a los dioses con tu negativa.».

Príamo se había ido acalorando durante su discurso. No era en absoluto su intención el presionar a su hija a que optara por el servicio en el templo, sino que pretendía dejarla escoger libremente lo que quisiera hacer. No fue sino mientras hablaba que le vinieron a la mente todas esas nuevas ideas, las cuales él tomó como enviadas por Apolo, con lo que se redobló el ahínco puesto en lo dicho.

Casandra se frotó las manos nerviosamente.

«¿Tengo que decidir hoy mismo, Padre?», preguntó con voz temblorosa. «Es que soy tan joven aún. Permíteme un par de años más de libertad; quizás después termine optando voluntariamente por eso que ahora mismo no puedo ver aún como lo más indicado».

«Si tan solo supiera que es lo que tienes en contra del servicio en el templo. Si lo que pasa es que te causa rechazo el hacerte sacerdotisa, incorpórate entonces a las filas de las novicias como joven sierva. Con tu belleza y tu encanto, es seguro que ahí también alcances una posición cimera».

«Padre, ¿acaso en el templo se sirve por cuestión de belleza?». Príamo quedó desconcertado por la pregunta. ¿Qué le podía responder a su hija? Esta, por su parte, volvió a preguntar:

«¿No es acaso lo más importante para servir a los dioses el ser casto y puro? ¿Y acaso no son muchas de estas muchachas objeto de rumores y murmuraciones? ¿Llamas a eso ser una verdadera sierva del templo?».

«Bueno, entonces sirve con ellas, y verás cómo mejoran», repuso el rey, creyendo que con ello ponía fin a la conversación de una manera favorable.

A Casandra, empero, le sobrevino tal firmeza que encontró el valor para hablar:

«Padre, si he de servir y dedicar mi vida, tiene que ser por lo más excelso. Apolo y Artemisa, empero, no son lo más excelso, sino que son tan solo siervos de Aquel que gobierna los mundos».

«¿Qué manera de hablar es esa, hija mía? ¿Quién te ha enseñado a hablar así? ¿Acaso no sabes que con ello no haces sino retar a los dioses y blasfemar de ellos? La desdicha le sobrevendrá a Troya contigo haciendo tan mal uso del don de la clarividencia que Apolo te ha conferido».

Fue en tono de enojo que Príamo dijo estas palabras, pero Casandra no se dejó intimidar.

«Padre, vuelvo y te repito: no fue Apolo quien me dio el don de la clarividencia. Todas las facultades que tengo las traigo de mi patria luminosa. Allá arriba por encima de las nubes se encuentra mi hogar, allí se encuentra mi madre y se encuentra Dios, que está por encima de todos los dioses. Allí está Aquel a quien pertenezco».

La voz de la joven había adquirido una sonoridad especial, sus ojos una luminosidad inusual. El padre se cubrió los ojos con la mano.

«Puedes retirarte, hija mía. No voy a obligarte a hacer algo que no quieres. No se hable más de servicio en el templo entre nosotros. Trata de ayudar a Madre en la casa lo más que puedas y no te entregues demasiado a tus reflexiones. Eso es todo lo que te voy a pedir».

Al marcharse Casandra, que estaba como aturdida por el modo tan inesperado en que esta peligrosa conversación había terminado, Príamo mandó a buscar a Dinia. El rey quería preguntarle a su fiel sirvienta si esta había percibido señales de trastornos psíquicos en Casandra. La mujer negó esto decididamente e invocó a Andrómaca, quien solía pasar mucho más tiempo con Casandra.

Andrómaca no pudo contener la carcajada. A la mujer le parecía inconcebible que un padre pudiera tomar por locura aquello que ponía a su hija muy por encima del resto de los seres humanos. La risa de Andrómaca exasperó a Príamo, que quería que se le tomara en serio y que no soportaba que se bromeara sobre cosas importantes.

Así que se fue con sus preocupaciones adonde Hécuba, en quien por fin encontró alguien dispuesto a escucharle, alguien que no trató de convencerlo de lo errado de sus pensamientos, sino que, al contrario, buscó innumerables ejemplos para reforzarlos.

¡Qué necedad la del rey! Príamo no sospechaba el daño que le acababa de hacer a su hija. Hécuba les comunicó su nuevo saber a las sirvientas y, en su chismorreo, les advirtió que tuvieran cuidado con esta su hija más pequeña, que, cuando estaba mal psíquicamente, solía decir muchas cosas que podían resultar peligrosas. Y las murmuraciones fueron aumentando, propagándose como pólvora.

Casandra no lograba entender por qué las mozas en los pabellones de trabajo ahora guardaban un silencio mohíno o comenzaban a murmurar en voz baja al entrar ella, cuando siempre la habían saludado con alegría al verla. No comprendía por qué se apartaban de ella como para evitar que las tocara. Y ahora este extraño comportamiento comenzaba a observarse entre los peones también.

En los establos y en la corte, entre los guerreros, desapareció rápidamente la deferencia y el respeto que la hija del rey siempre les había merecido. Cuando decía algo o daba una orden, no podía estar segura de que se iba a llevar a cabo. Y cuando llamaba a contar al negligente, la respuesta era un indiferente encoger de hombros.

Casandra le dio a la madre las quejas sobre las sirvientas, a lo que Hécuba respondió para tranquilizarla que a ella siempre se le había mimado con mucho amor, pero que no podía ser así toda una vida, pues, a fin de cuentas, ya ella no era una niña. Casandra, empero, podía percibir que eso no era lo que la madre estaba pensando en realidad.

La joven acudió a Dinia, quien llamó a las sirvientas a contar sin que Casandra estuviera presente. Mas las sirvientas estaban conscientes de la estrecha relación entre Dinia y la princesa, de modo que tuvieron cuidado de no manifestar la verdadera razón de su comportamiento, y prometieron mejorar, cosa que en verdad hicieron por un tiempo en el que se mostraron más respetuosas y dispuestas a servir a Casandra. Estos esfuerzos, empero, eran tan evidentes que le dieron a la princesa que pensar.

Casandra se sentía sumamente infeliz. A su padre no podía acudir con sus preocupaciones, ya que no sabía si al rey le daría por atribuírselo todo a su negativa a servir en el templo y verlo como un castigo de los dioses.

Si tan siquiera pudiera ver a su madre celestial para preguntarle. En el pecho de la joven cobró vida el abrumador anhelo de ver a la Sublime. Si bien entre sus flores jamás dejaba de encontrar la fuerza que deseaba, no importa cuántas veces ansiara de ella, la respuesta a sus preguntas y el necesario consuelo en medio de su sufrimiento se le hacían elusivos.

Consciente estaba la joven de solo querer lo bueno y de su disposición de ayudar con gozo a todo el mundo. Tanto mayor fue su afán en luchar por recuperar el amor perdido.

 

Hasta que llegó un día en el que Casandra tuvo la impresión de haber perdido lo último que le quedaba: la conexión con su patria luminosa. Ya varias veces con anterioridad, la muchacha, tan pronto se adentraba en el jardín para buscar el camino a las alturas, se había sentido como rodeada de sustancialidades que ella percibía como perturbadoras.

Una tarde tórrida y bochornosa en la que Casandra, como tantas otras veces, buscó refugiarse en el jardín a fin de tratar de abrirse con total entrega, la moza se sintió de repente rodeada de una luz y envuelta en melodías que nada tenían que ver con la luminosidad y las tonadas provenientes de lo alto.

Pese a ser aquellas también de naturaleza supraterrenal, se distinguían de estas por su carácter más basto, el cual tenía un efecto seductor sobre los sentidos y hacía latir el corazón impetuosamente. Inquietud y ansiedad era lo que traían, en lugar de paz y armonía.

Y ahora tenía la joven ante sí a la tan conocida figura luminosa de su infancia, Apolo, el más bello de todos los dioses. Involuntariamente, Casandra cerró los ojos para no verlo, pero, al fin y al cabo, no era con sus ojos terrenales que lo estaba viendo, de modo que, por mucho que los cerrara, de nada le serviría. Cautivadora era la figura del dios, que se erguía emanando amor y exigiendo otro tanto. Y caluroso se volvió el entorno de Casandra, que no estaba acostumbrada a algo así, y solo podía sentir rechazo por ello.

Fue entonces que sopló en torno cuyo, cual saludo de otros planos, una brisa fresca y deliciosa.

«¡Madre!», exclamó feliz la joven. «¡Madre, ayúdame, que yo no quiero eso que está tratando de acercárseme!»

Y la madre ayudó. Velos rosáceos descendieron en torno a la joven, envolviéndola, y los hombros de esta se vieron cubiertos por el manto protector de la Madre. En eso se dejó escuchar una voz severa e imperiosa que le resultaba sumamente familiar, pese a no haberla oído en la Tierra jamás. Esta voz, retumbando cual eco proveniente de todas partes, exclamó:

«¡Apártate de ella, so impertinente! ¡María es mía!».

Sintiéndose protegida por esta potente voz, Casandra se sumió en un sueño bienhechor mientras su rostro irradiaba una sonrisa de felicidad. Al despertar, la joven se halló a solas. Ni rastro del dios cuya presencia tanto la había martirizado; ni rastro de las envolturas que la Madre le había enviado. Extendiendo los brazos al cielo, la moza murmuró efusivamente:

«¡Madre, te doy las gracias! ¡A ti también te doy las gracias, poderoso auxiliador en medio del sufrimiento cuya voz vengo a oír en la Tierra por primera vez! Es a ti a quien pertenezco; de ello no me cabe duda».

Llena de su vivencia, la cual no podía compartir con nadie, regresó Casandra al palacio, donde encontró a los suyos intranquilos y consternados. Mientras ella, aparentemente, había estado durmiendo en el jardín, el Sol se había opacado. Esto no podía sino significar mala suerte para Troya.

De nuevo se vio la joven obligada a soportar pesquisas y acusaciones veladas. Si los dioses están enojados ―y sí que lo están, pues así lo dicen los propios sacerdotes―, la culpa la tiene Casandra con su negativa a servir en el templo. Andrómaca les recordó que Casandra ya había anunciado desde hacía bastante tiempo la desgracia que habría de sobrevenir por causa de uno de los hijos. Nadie le hizo caso. Del miedo que sentían, todos se habían vuelto inaccesibles a aquello que los podía ayudar a pensar con claridad.

Perturbada, la muchacha se retiró a sus aposentos. Hécuba la siguió para, sin la presencia de su esposo, convencer a la hija de que se reconciliara con Apolo. Pisándole los talones a la reina entró a la habitación Andrómaca, quien buscaba proteger a Casandra del descomedimiento de la madre. Ambas llegaron justo cuando la joven vidente comenzaba a profetizar lo que le era dado ver en esos momentos.

La moza se había recostado contra la pared, la cual destacaba el contraste de ese rostro cuyas bellas facciones se encontraban ahora desencajadas por un profundo dolor. Casandra parecía haber envejecido varias décadas en tan solo un instante, e incluso Hécuba se detuvo en seco al ver a su hija de esa manera.

Casandra, por su parte, empezó a hablar:

«¡Ay de ti, pobre madre! Tus ojos habrán de ser testigos de las más amargas vivencias. ¡Acera tu corazón, como le corresponde a una madre de héroes!».

Esta lamentación tenía un tono diferente al acostumbrado; estaba como preñada de dolor y de compasión. En eso, guardó silencio la boca que hasta ahora mismo había estado compadeciendo a la madre. Por su parte, esta, con su manera impetuosa de ser, ya se disponía a abordar a Casandra con sus preguntas cuando, con mucho trabajo, Andrómaca logró detenerla, indicándole que el espíritu de Casandra se encontraba bien lejos.

«Las olas vienen y van en su constante vaivén, transportando y cargando aquello que reposa sobre su cresta. Un barco batalla con ellas, un barco que transporta culpa e injusticia. Las olas se abalanzan sobre él, arrastrándolo a las profundidades. Vidas que se pierden y seres humanos que se hunden en las aguas. A los culpables aún no les es dado descender al reino de Perséfone, y logran emerger de las aguas, siendo rescatados para que así puedan expiar y hacer enmiendas».

En eso, la voz de Casandra se tornó estridente, desapareciendo así todo rastro de su usual armonía, y tambaleándose tanto que Andrómaca tuvo que abrazarla para evitar que se cayera, la moza comenzó a hablar de nuevo:

«El segundo hijo le traerá la maldición a Troya como no vuelva sobre sus pasos. El más joven marchará a la cabeza, y atrás irán los demás».

«¿Y Héctor?», murmuró Andrómaca en contra de su voluntad. Contrario a toda costumbre, Casandra pareció haber entendido lo murmurado, su espíritu dio la impresión de haber percibido lo dicho.

«Héctor, el magnífico Héctor habrá de caer víctima de su hermano. ¡Ay de Troya! ¡Ay de los hijos de Príamo!».

Hécuba se desplomó fustigada por el miedo, y el sonido sordo de su caída despertó a Casandra, que, ayudada por Andrómaca, fue en busca de su lecho, donde la joven enseguida quedó sumida en un profundo sueño.

Solo entonces fue Andrómaca a asistir a la princesa. La mujer contempló por un momento ese rostro desencajado por el horror y a la vez marcado por una sombría palidez. Ni un atisbo de belleza quedaba en él. A una Megera se le parecía la mujer de Príamo. Y esta misma mujer quería mandar a Casandra. Esta misma mujer pretendía controlar a la muchacha a su antojo.

Si Hécuba muriera ahora mismo, cuánto no mejorarían las cosas para la hija, y quizás para toda Troya incluso. Y ya Andrómaca se estaba dando la vuelta, asqueada, para marcharse y dejar a la princesa ahí tirada hasta que esta recuperara el conocimiento por sí sola o no despertara jamás cuando pudo más en ella la idea de que los dioses sabrían porque, pese a todo, dejaban que personas así siguieran sobre la faz de la Tierra, y que ella, Andrómaca, no era nadie para decidir al respecto.

Así que la mujer se dio la vuelta para atender a la princesa sin conocimiento. Eso sí, una vez que Hécuba abrió los ojos, Andrómaca llamó a las sirvientas para que siguieran ocupándose de ella, pues no tenía deseo alguno de ponerse ahora a hablar con la princesa sobre lo que acababan de oír.

¡Si tan solo lo hubiera hecho! Para Hécuba era una necesidad impostergable expresar inmediatamente en palabras todo lo que le sucedía. Cuanto más pronto le fuera posible banalizar con su parloteo todas las impresiones vividas, tanto mejor para ella. Así, la princesa les contó a las sirvientas sobre la causa de su desmayo.

El asombro mostrado por las oyentes, sus conjeturas y sus lamentos le hicieron bien a la mujer, en cuya alma cayó como un bálsamo el oír cómo una de las mozas comenzó a poner en tela de juicio las palabras de Casandra:

«Princesa, tú ya sabes que a tu hija más joven los dioses la han abandonado, así que lo que habla viene de su locura. No se trata más que de las formas oscuras de su confuso pensar, que, en momentos así, hallan expresión en palabras».

Estas palabras le sirvieron de gran consuelo al espíritu de Hécuba, quien, apoyándose en ellas, halló el valor suficiente para, por su parte, desprestigiar lo que había escuchado. Lo que pudiera haber sido una bendición lo convirtió en maldición.

Mientras tanto, Andrómaca se encontraba sentada en el lecho de su pequeño y reflexionaba sobre lo sucedido. El miedo se había apoderado de su alma también. Si Troya había de correr una suerte tan espantosa, ello implicaba que Héctor también estaba condenado a una muerte temprana.

Gruesas lágrimas corrían por el rostro serio de la silenciosa mujer, hasta que, sobreponiéndose al miedo que la invadía, encontró Andrómaca las fuerzas necesarias para componer su alma y lanzar una plegaria en la que les suplicó a los dioses que se compadecieran de Héctor y apartaran la maldición de su amada testa, implorando también y con más fervor aún que le dieran la fuerza para soportar todo lo que les sobrevenía.

 

Príamo regresó de su campaña con noticias de que los pescadores asentados en las islas que se extendían ante la costa de Troya habían recogido restos de un barco. Al rey le preocupaba que estas tablas, que resultaban reconocibles por sus muchos dibujos, pudieran ser del barco de Paris. ¿Qué podría haber pasado? Ya Paris llevaba bastante tiempo fuera, y en Troya aún no se habían recibido noticias de él. ¿Habría naufragado su nave en la travesía de vuelta a casa? ¿Habría él logrado salvar la vida?

Hécuba no quería que se le hablara de nada de eso.

«Son tantas las cosas sombrías que he tenido que escuchar mientras tú estabas lejos, esposo mío», exclamó disgustada la mujer. «Ahórrame el tener que escuchar conjeturas y suposiciones que, probablemente, no son acertadas».

El rey se alarmó. ¿Qué sería lo que Hécuba había tenido que escuchar? ¿Habría Casandra pronosticado desgracias? Príamo fue a ver a Andrómaca, encontrando a la tan equilibrada mujer totalmente cambiada. Al preguntarle, la esposa de Héctor rompió a llorar y fue incapaz de responder por un buen rato, hasta que por fin le contó lo mejor que pudo lo que Casandra había presagiado.

El rey solo oyó aquello que le podía servir de consuelo. Paris, probablemente, había naufragado, pero había logrado salvar la vida. Si el joven había incurrido en alguna culpa, ya tendría la oportunidad de expiarla. La cuestión es que su hijo iba a estar de vuelta con él.

El rey mandó centinelas a la playa para que estuvieran pendientes de la llegada de cualquier bote o barco, y los centinelas de la torre, habiendo recibido órdenes de que redoblaran la vigilancia, examinaban el lugar con mirada aguzada buscando cualquier cosa que pudiera resultar inusual.

Hécuba, por su parte, trató de ahogar el pesar de su corazón sumergiéndose en trabajo. Las sirvientas suspiraban bajo el peso de las faenas que se les asignaban y por la premura que se les exigía en la realización de las mismas. Apenas terminaban con una labor, ya estaban empezando con otra, y, por si fuera poco, tenían Hécuba arriba de ellas reprendiéndolas por no haber terminado ya el trabajo que acababan de comenzar. Hécuba, por su parte, se mantenía tan ocupada como jamás lo había estado en su vida. La intranquilidad de su alma la llevaba a mantener sus manos en actividad.

Un grupo grande de mujeres y mozas habían coincidido en la única parte llana de la costa para encargarse del lavado y secado de la ropa. El viento batía y secaba las húmedas prendas, pero al mismo tiempo arrojaba agua en los ojos de las lavanderas. Una que otra vez se desanudaba un pañuelo de cabeza, flotando entonces cual banderín en torno al cabello de su portadora, o volando hacia el mar, provocando con ello las risas de las muchachas. La reina apareció en el lugar personalmente, a fin de asegurarse de que se estaba haciendo bien el trabajo.  

«¿De qué se ríen, muchachas? ¡A trabajar! Antes de que se ponga el sol, ya toda esa ropa tiene que estar lista».

Nadie le llevó la contraria a Hécuba, pero las risas, una vez desatadas, ya se hacían difíciles de controlar, de modo que aquí y allá se seguían escuchando risitas contenidas. Molesta, la reina siguió su camino con ese andar apresurado que se le había hecho costumbre y la vista clavada en el suelo. Ni el anchuroso mar con sus olas rompiendo juguetonamente en la orilla ni el cielo azul y despejado de nubes lograban apartarla de sus pensamientos preñados de preocupación.

Fue entonces que vio algo a lo lejos, tirado en el suelo. Parecía tratarse de una viga dejada ahí por el mar. En eso le vino a la mente lo que Príamo había dicho de un naufragio. Quizás la viga le permitiría averiguar algo más. La mujer se acercó presurosa al lugar. Eso no era ninguna viga, sino un ser humano. Se trataría de alguna de las mozas que se había tendido ahí a descansar. La reina apresuró el paso aún más, y resultó que se trataba de… un muerto.

Las olas lo habían transportado a la orilla como quien lleva a un durmiente en sus brazos, y ahora el cuerpo inerme yacía a todo lo largo en la blanca arena. Parte de sus preciosas vestiduras le habían sido arrancadas por el embate de las olas, y los ensortijados cabellos, ahora de hirsuta textura, enmarcaban el rostro amarillento cuyos ojos abiertos mostraban una expresión de horror.

Profiriendo un lamento, Hécuba se echó de rodillas junto al cadáver.

«¡Polidoro, Polidoro!», gritaba desesperada la reina, y las olas parecían recoger este «Polidoro» y llevárselo consigo. De todas partes le llegaba a Hécuba el eco de este clamor.

«¡Polidoro, mi querido hijo!».

La mujer tiraba de sus cabellos, se arrancaba las vestiduras, y palpaba el cuerpo inmóvil. ¡Oh, una herida! ¡Y aquí otra! ¡A puñaladas había muerto su hijo más pequeño, su preferido!

Ya los lamentos de la reina hacía mucho que habían cesado cuando a las mozas se les ocurrió buscarla. Entre gritos y alaridos, las mozas salieron corriendo de allí para decirles a las demás, y se mandó un mensaje a palacio.

El propio Príamo acompañó en persona a quienes se encargarían de transportar el cadáver de vuelta a su casa paterna. El monarca había esperado encontrar al hijo náufrago, Paris. Y resulta que a quien tenía ante sí era a su hijo más joven, su cuerpo sin vida, víctima de un asesinato. ¿Quién habría sido el asesino? ¿Quién podría haber hecho cosa así?

Polidoro había partido hacia Tracia hacía unos meses para cerrar una alianza con el rey Poliméstor. Príamo buscaba expandir su territorio a orillas del Helesponto con el fin de tener mejor acceso desde el otro lado del estrecho. La región en cuestión era propiedad de Poliméstor, que podía prescindir de ella conjuntamente con su propio territorio.

A cambio, Príamo le había ofrecido abundantes tesoros; el trueque tenía que resultar tentador. Nada se había oído de Polidoro, cuyo regreso, sin embargo, debería haber tenido lugar desde hacía mucho. Y ahora lo tenían por fin de vuelta, arrojado a tierra por el mar como si se tratara de un trozo de madera inservible.

Grande fue el luto en toda Troya. Todos habían querido al bello joven. Las conjeturas sobre la naturaleza de su muerte competían en inverosimilitud, llegando a lo monstruoso. Príamo se resistía a sepultar al difunto sin tratar de averiguar más sobre su muerte. Pero, alegando que a fin de cuentas no se iba lograr averiguar más nada, el sacerdote Laocoonte le estuvo insistiendo al monarca hasta que este dio su aprobación para el sepelio.

Casandra lloró a su hermano profundamente. La joven sabía que su muerte representaba el inicio del terrible destino de Troya. Al recibir la noticia del terrible hallazgo de Hécuba, fue como si una venda cayera de sus ojos. Consciente estaba ella de que el joven partiría a la cabeza, pero que los demás le seguirían al poco tiempo. El inminente regreso de Paris la llenaba de zozobra. 

 

Unas pocas semanas después del entierro de Polidoro, un barco mercante proveniente de Grecia ancló en la costa trayendo consigo a comerciantes de artículos raros que buscaban hacer trueque. Los mercaderes traían la noticia de que Helena, la esposa de Menelao, el rey espartano, había sido raptada. Sobre la identidad del atrevido raptor no tenían idea, pero de lo que sí estaban totalmente seguros era que todos los príncipes griegos acabarían formando una alianza para castigar al culpable.

En ese mismo barco había venido una moza que, tras llegar al palacio real profusamente velada, había pedido hablar con Hécuba. La joven resultó ser la hija de un noble fenicio que había caído en cautiverio y vivido en la corte de Poliméstor como esclava.

Polidoro se había aparecido en esta corte y ambos habían quedado perdidamente enamorados el uno del otro. El joven le había prometido secuestrarla cuando llegara la hora de su regreso a casa con la idea de llevarla a su patria y, en caso de que el padre de la muchacha aún viviera, pedirle a este que le permitiera desposarla.

Pocos días antes de la partida del hijo del rey, las negociaciones se habían ido al traste. En su mezquindad y su codicia, el monarca no había estado dispuesto a renunciar al territorio ni tampoco al tesoro, de modo que acabó asesinando a su huésped con sus propias manos y, tras robarle el tesoro, mandó a lanzar su cadáver al mar. La joven había huido a fin de traerles la terrible noticia a los padres de Polidoro.

Grande fue el asombro de la muchacha al enterarse de que el muerto ya había sido enterrado en Troya, y no fue menos su horror al escuchar que había sido la propia madre quien había hallado a su hijo querido.

«Te quedas con nosotros, Fenicia, que te trataremos como a una hija», dispuso Príamo, que quería hacer una buena acción en memoria de su hijo.

A Hécuba también le pareció buena la idea, y fue así como, por lo pronto, Fenicia permaneció en el palacio. Cuando uno la conocía un poco más, se hacía difícil no notar que la joven debía de ser de buena cuna. Pero Fenicia le rehuía a todo tipo de trato y no hacía sino entregarse de lleno a su luto.

Conjuntamente con Hécuba, la joven presentaba ofrendas y entonaba cantos para el difunto. Las mujeres solían pasar tiempo juntas hablando de Polidoro, y en ellas comenzó a arder con cada vez más fuerza el deseo de venganza. Este deseo acabó convirtiéndose en una gran ansia, un ansia desenfrenada que no conocía obstáculos.

Ambas estaban conscientes de que de Príamo no podían esperar ayuda alguna, así que tomaron la decisión de ejecutar solas el plan concebido por Hécuba. Fenicia habría de regresar a Tracia en secreto y en condición de anonimato.

La antigua esclava, que conocía como la palma de su mano cada habitación y cada pasillo, habría de colarse en el palacio y, aprovechando la oscuridad de la noche, asesinar al rey. Ninguna de las dos mujeres se arredró ante la idea de confiarle el arma asesina a la mano de una mujer. Su odio las había cegado, las había vuelto inmunes a mociones más nobles del ánimo. Ahora, una cosa sí que tenían muy claro: ni Príamo ni Casandra podían enterarse de nada acerca del plan hasta que este se hubiera llevado a cabo.

«De Troya has de marcharte en secreto, Fenicia», le murmuró Hécuba. «Y tan pronto Poliméstor haya pagado su culpa, regresas acá».

«No, Madre», repuso Fenicia con tristeza. «Jamás podré regresar; es algo que puedo sentir. Así que mejor nos despedimos ya desde ahora. Tú tampoco puedes saber cuándo he de partir, para que así puedas decir con toda honestidad que no sabes dónde estoy».

Las dos mujeres en luto se abrazaron de manera sentida, y en esos momentos salió a relucir en ambas la verdadera feminidad, pero el odio no tardó en eliminar toda moción de ternura.

A la mañana siguiente ya Fenicia no estaba. Se le comenzó a buscar incansablemente, pero nadie la había visto. Para Hécuba, la falta de la joven llegó de manera demasiado inesperada. La reina se mostró genuinamente desconcertada; de ahí que nadie le preguntara si ella había sabido de los planes de Fenicia.  

A Príamo le preocupaba grandemente la suerte que podía haber corrido su huésped, así que le pidió a Casandra que tratara de ver si podía recibir noticias sobre su desaparición. La vidente prometió hacerlo, pero pasaron los días sin que tuviera ninguna visión.

 

En las costas de Troya volvió a atracar otro barco. Esta vez se trataba de una enorme embarcación de remos de color oscuro que nadie había visto antes. Nadie en Troya entendía el idioma de la tripulación, y lo que esa gente buscaba allí les resultaba igual de indescifrable. Peo pronto se resolvió el misterio.

Al poco tiempo de haber anclado el barco, descendió de este el hijo del príncipe, Paris, que con mirada radiante se quedó contemplando el suelo patrio, el cual apenas esperaba volver a ver. Entre los troyanos que se encontraban en la orilla estallaron expresiones de júbilo, y unos cuantos corrieron al palacio real a llevar la noticia, la cual se propagó como la pólvora.

«¡Paris ha regresado sano y salvo!».

Y por qué no se dirige de una buena vez a la ciudad, al palacio. Algo hacía vacilar al joven, que caminaba inquieto de un lugar a otro y miraba al barco, hasta que finalmente regresó al interior de la embarcación. La multitud, que crecía cada vez más, comenzó a impacientarse. Todos querían ver a quien había salvado la vida y logrado regresar felizmente a casa.

Por fin, Paris volvió a salir del barco, no sin antes despedirse de su tripulación efusivamente, tras lo cual la embarcación volvió enseguida a levar anclas. Esta vez, empero, el joven no venía solo. Tres mujeres profusamente veladas le acompañaban; una de ellas marchaba a su lado, mientras las otras dos le seguían. Así, llegaron al palacio, cuyas puertas ya estaba abiertas de par en par para darle la bienvenida al recién llegado.

Congregados aguardaban todos en el amplio salón: Príamo, Hécuba, Héctor, Andrómaca y Casandra. Jubilosos saludaron al hijo y hermano. Era como si les hubieran regalado al joven una segunda vez. Este último se encontraba ahora ante ellos con su aspecto gallardo, más hermoso aún de lo que lo recordaban, sus nobles facciones transfiguradas por la luminosidad propia de la felicidad. Dándose la vuelta hacia su acompañante, Paris levantó el velo de esta a la vez que decía:

«Aquí tienen a mi prometida, a mi mujer, que, proveniente de las soleadas tierras griegas, me ha seguido hasta aquí, ya que los lazos del amor nos unen indisolublemente».

Gran orgullo denotaba su voz, que estuvo a punto de quebrarse de la emoción.  

Los troyanos, empero, tenían ante sus ojos escudriñadores a la más bella mujer que jamás habían visto. A primera vista, la belleza de Casandra palidecía ante semejante esplendor victorioso. Sin embargo, aquel que miraba con detenimiento podía percibir que a esta belleza le faltaba algo. Ese algo que rodeaba a Casandra de un manto de encanto y que incluso a las facciones de Andrómaca, que tan seria se había vuelto, le daban un no sé qué de gran atractivo.

Si tan solo uno supiera qué era. En este primer encuentro nadie se podía explicar a qué se debía esa sensación. Todos saludaron con júbilo a esta imagen de diosa que se les presentó a todos con mirada amable para entonces regresar aliviada junto a Paris.

«Helena es de la más noble cuna. Por madre tiene a la princesa Leda», informó Paris.

Ninguno de los presentes había oído de esta princesa. No dejó de llamarles la atención también que Paris mencionara a la madre en lugar del padre. ¿Estaría muerto este último? Tampoco para reflexionar al respecto había tiempo ahora. Había que encargarse de alojar y proveer de ropa a los náufragos, que, fuera de su propia vida, no habían salvado nada más.   

En intenso ajetreo, las mujeres iban con prisa de un lado a otro afanándose por crearle a Helena las mejores condiciones posibles. Así, se le preparó un baño y se le acondicionó el lecho, como también se le dejó listas ropas, prendas y flores. París se había retirado a sus aposentos. Era como si el joven estuviera evitando quedarse a solas con el padre.

Con motivo de la cena volvieron a reunirse todos los miembros del hogar, incluyendo a los cortesanos y a las mujeres al servicio de Hécuba, a quienes también les fue dado participar. El lugar de honor lo ocuparon Paris y Helena; sobre esta última se le dijo al resto que habría de ser vista en lo adelante como una hija más de la pareja real. Durante la comida se le pidió a Paris que les contara sobre el peligroso viaje, que tan gozoso comienzo había tenido.

Cuando partieron, el sol brillaba en un cielo azul y despejado, y la embarcación danzaba sobre las olas, impulsada por la suave brisa que batía sus velas. Pero, súbitamente, empezó a soplar un viento frío y hostil, y las olas, fustigadas por aquel, comenzaron a comportarse como corceles encabritados que movían la embarcación a su antojo, con lo que, al final, se hizo imposible mantener el curso.

El vendaval se convirtió en tormenta, y la tormenta en bramante huracán. Los corceles de Poseidón, ahora con blancas crestas, abordaban el barco de un salto y barrían consigo a las personas en cubierta, arrastrándolas a las profundidades. En acudir en auxilio de los demás no había quien pensara; cada cual tenía que velar por salvar su propio pellejo.

Los presentes, que hacía rato habían dejado de comer, escuchaban horrorizados y en suspenso lo relatado. Las preguntas se agolpaban en sus labios, preguntas sobre este o aquel acompañante de Paris que no había regresado. El hijo real atajó todas las preguntas lacónicamente y se limitó a continuar con su relato.

En la madrugada el barco fue arrojado contra un islote, a lo que le siguió el crujiente estallido del vientre de la embarcación. La nave comenzó a hacer aguas, y todos se vieron sufriendo una muerte segura. En eso, la luna se abrió paso entre las nubes, y tanto la playa como los restos del navío quedaron bañados de su luz plateada, lo cual ayudó a los sobrevivientes a buscar la manera de mantenerse con vida.  

Ya al final Paris había envuelto a Helena en su manto y la había apretado contra sí. Ambos estaban decididos a enfrentar su destino juntos, ya fuera la muerte o una nueva vida. Paris logró llevar a Helena a tierra firme, donde cayó rendido junto al cuerpo de la sumamente exhausta mujer, quedando sumido en un sueño ligero. Además de ellos se habían salvado otros hombres de la tripulación, así como dos mujeres al servicio de Helena y dos acompañantes de Paris. A todos los demás se les debía dar por muertos.

Todo lo referido sonaba horroroso, y ello pese a que a ojos vistas Paris había hecho un gran esfuerzo por quitarles a sus palabras aquello que pudiera resultarles agobiante a sus oyentes. Su relato lo había hecho con un tono de voz indiferente, pero aun así todos podían sentir el miedo sepulcral que aún le perturbaba el ánimo.

Helena no había dicho una sola palabra durante todo el relato, y ello pese a que Paris, por consideración a ella, había usado la lengua griega en lugar del dialecto troyano. Al terminar el joven, la mujer, tras dirigirle una sonrisa, dijo:

«¿Para qué hablar de todo eso, amor? Sí que fue terrible mientras duró, pero ahora es cosa del pasado, y al pasado es mejor dejarlo en paz. Con un nuevo día vienen también nuevas alegrías».

Esas fueron las primeras frases que se le escucharon decir a la hermosa forastera en el palacio de Príamo, y las mismas tuvieron un efecto particular en cada uno de los oyentes.

Andrómaca y Héctor intercambiaron miradas de preocupación, mientras que Hécuba se apresuró por manifestar su concordia con la opinión de Helena. La reina buscaba el favor de la recién llegada; la mujer madura trataba de ganarse la aprobación de la joven. Helena se dio cuenta de ello, y lo halló despreciable. Príamo, por su parte, no había entendido las palabras bien. Su espíritu todavía estaba considerando los horrores recién descritos.

Casandra, en cambio, se puso de pie y caminó hacia la bella mujer, la cual quedó aterrada. ¿Qué le pasaba a la muchacha? Su andar era el de una vidente, y su rostro estaba bañado de luz interior. Involuntariamente, Helena se acurrucó contra Paris, como buscando su protección.

Casandra cerró los ojos y comenzó a hablar:

«¡Con un nuevo día vienen nuevos horrores! ¡Ay de ti, Helena, que te has atrevido a poner los pies en el palacio! ¡Ay de ti, hijo de Príamo, que habrás de traerle a Troya el más amargo de los destinos! Todos tendrán que partir, todos aquellos que ahora disfrutan de la luz del sol. ¡El propio Zeus está enfadado con su hija! Has abandonado a un rey, y ahora habrás de dejar sin hijos a otro. ¡Helena, mujer bella de corazón frío, qué es lo que buscas aquí!».

Al guardar Casandra silencio, Andrómaca se le acercó y la sacó con cuidado del salón, pues temía la ira que habría de desatarse por parte de todos. Nadie movería un dedo para proteger a la doncella de los insultos de la madre. Los maravillosos dones que los dioses le habían conferido se habían convertido en una maldición para Casandra, cosa que a Andrómaca jamás se le había hecho tan evidente como hoy. La solícita mujer acostó con cuidado a la exhausta doncella y mandó a buscar a Dinia para que le velara el sueño. Mientras el amor leal estuviera en guardia, nada habría de perturbar a la moza.

Acto seguido, Andrómaca se apresuró en regresar al salón, donde encontró a los allí reunidos en el estado que esperaba verlos. Príamo estaba totalmente ensimismado en sus cavilaciones, y los cortesanos y las mujeres habían abandonado la habitación.

Deshecha en llanto, Helena, por su parte, recibía el consuelo de Hécuba, quien la reconfortaba insultando a Casandra de la peor manera y señalando que una loca como ella debería estar encerrada.

«Se ha opuesto a Apolo, quien la quería de sirvienta en el templo dedicado a él», contaba la madre. «Ahora los dioses, enfadados como están con ella, le han retirado el don de la profecía. Todo lo que ahora dice lo saca de los más profundos abismos».

Enojado, Héctor le salió al paso a la madre.

«¡Así no, Madre!», exclamó. «Si nadie es capaz de interceder por mi hermana, yo, tu hijo, voy a tener que pedirte que midas tus palabras. Casandra está tan cuerda como tú y como yo. Lastimosamente, todas sus profecías acaban haciéndose realidad, y me temo que ese será el caso también con las palabras que acabamos de oír. ¡Habla, Paris! ¿Quién es tu prometida? ¿De dónde viene?  ¿Quién es su padre? ¿Es ella digna de vivir bajo nuestro techo?».

Paris se levantó iracundo.

«Hermano, ¿cómo puedes dejar a un lado todo vestigio de buenos modales y en presencia de la más encantadora mujer preguntar por su linaje?».

«Si ya escuchó las palabras de Casandra y los insultos de Hécuba, lo justo es que también escuche lo que tú tienes que decirnos de ella. Te repito la pregunta, hermano mío: ¿Quién es Helena? ¿Quién es su padre?».

Antes de que Paris pudiera responder, Helena exclamó impetuosamente:

«¡Díselo ya, Paris!; ¡díselo, amado mío, para que todos lo sepan! ¡Mi padre es Zeus!».

«¡¿Zeus?!». Todos repitieron al unísono esta palabra de tanta envergadura. «¡¿Zeus?!».

«Sí», tomó la palabra Paris. «Zeus es el padre de Helena. Helena es la más bella hija del más bello de los dioses. Y yo me considero honrado de que ella haya aceptado ser mi mujer».

«¿Por qué fue entonces que Zeus no protegió a su hija?», expresó Andrómaca sus dudas. ¿Acaso tendría el dios razón para estar molesto con ella? ¿Querría él impedir su viaje?».

De repente, fue como si le arrancaran un velo de los ojos, y, con un grito de exclamación, dijo:

«¡No será ella la esposa de Menelao! ¿Acaso te has robado a la mujer del rey de Esparta, hermano?».

Paris levantó la cabeza ante esta pregunta. Que supieran entonces lo que, de todas maneras, ya no se podía ocultar.

«Estás en lo cierto, Andrómaca», dijo con lentitud el joven. «Menelao no era el esposo adecuado para esta hija de los dioses. Helena, en su amor, se inclinó por mí, y al entregárseme, yo decidí tomarla. Así que ahora es mi mujer, y ello para toda la eternidad».

Hécuba se le acercó a Helena. La reina encontraba halagador que la hija de Zeus se hubiera entregado a su hijo. Poco le importaba que esa entrega estuviera cimentada sobre la base del pecado y la culpa. Con tono amoroso, le habló a la bella mujer, pidiéndole que se olvidara del agravio infligido, pues ya Andrómaca entraría en razones.

Al notar que al menos Hécuba estaba de su parte, Helena respiró aliviada. El ser objeto de humillaciones no era algo que la soberbia mujer pudiera soportar. A los halagos, en cambio, sí que estaba bien receptiva. Recostándose contra Hécuba, la joven llamó madre a esta y le pidió que la apoyara.

«Llévame a mis aposentos, Madre. El amor de mis fieles sirvientas me ayudará a recuperar la calma».

Ambas mujeres abandonaron la sala, dejando a los demás sumidos en un silencio opresivo. Héctor esperaba que el padre dijera algo, pero al persistir el monarca en su silencio, el gallardo joven tomó la palabra. En eso, Andrómaca se puso de pie para marcharse y dejar a los hombres a solas.

Héctor, sin embargo, extendió su mano para retener a su esposa.

«No, no te vayas, esposa mía», le dijo con voz amable, pero firme. «Hoy has actuado como corresponde a una mujer de verdad, poniendo al descubierto la injusticia y la deshonra ocultas bajo el manto de la belleza y del amor. Tu sí que no te has dejado deslumbrar como nos pasó a todos nosotros.

»Y a ti, hermano, te pregunto una cosa: ¿estás de verdad dispuesto a traer como tu mujer a la casa de nuestro padre a la mujer de otro hombre?».

Paris tenía cara de pocos amigos.

«Padre, oh, padre mío, ¿vas a permitir algo así? ¿Estás dispuesto a condenar a la perdición a Troya entera por causa de un hijo que ha errado el camino?».

 Príamo alzó la cabeza, y su rostro mostraba un aire de irritación.

«Hubiera sido mejor si esta», dijo señalando a Andrómaca «no hubiera abierto su boca. ¿De qué sirve saber de cosas que uno ya no puede cambiar? Eso es problema de Paris, y de Helena. ¡Que sean ellos los que invoquen el veredicto de los jueces! Yo no quiero saber nada de esas cuestiones».

El monarca se puso de pie y, con pasos de trueno, abandonó la sala. Cara a cara quedaron los dos hermanos, entre los que jamás se había dado una desavenencia. Paris le ofreció su diestra a Héctor, quien se la estrechó en cálido gesto, pero sin cambiar la expresión de seriedad dibujada en su rostro.

«Hermano, tú verás qué vas a hacer. Pero no olvides que lo que hagas no solo decidirá tu destino. Ahora, cualquiera que sea la decisión que acabes tomando, podrás contar conmigo como tu hermano. Es preferible que me arrastres contigo a la muerte y la perdición a que yo rompa la lealtad que te debo como hermano tuyo que soy. Reflexiona bien, hermano mío, y que los dioses te ayuden en tu decisión».

 

Las mozas al servicio de Helena no se habían guardado el secreto, y a las pocas horas ya todos los habitantes del palacio sabían a quién tenían bajo el mismo techo en la persona de la forastera. Cuánto no habían condenado al atrevido raptor de la reina cuando los comerciantes les informaron de lo sucedido. Y ahora resulta que se trataba del hijo de su propio rey, cosa que cambió el concepto de lo malo y lo bueno en el caso de muchos. No tardaron en ponerse de manifiesto opiniones encontradas, e incluso entre la muchedumbre reinaba la discordia.

Llegó el momento en que se hizo imposible que a Casandra le permaneciera oculto lo que ya todos sabían. Estrujándose las manos con nerviosismo, la joven lloraba amargamente. Ante sus ojos se alzaba claramente la ruina de Troya y la muerte de todos aquellos a quienes ella quería.

Llevada por su sufrimiento, Casandra fue a ver a Helena. Una persona tan bella tenía que ser buena también. Al entrar a los aposentos suntuosamente adornados de la reina, la joven fue recibida con una expresión de júbilo por parte de aquella. Helena se aburría. Ganas de salir a caminar no tenía, pues por doquier se encontraba con miradas curiosas, miradas inquisidoras, condenatorias, lo cual no resultaba de su agrado. Y distracciones como las que tenía en Esparta brillaban por su ausencia aquí.

Paris había prometido hacer algo al respecto, pero de ahí a que todo estuviera listo habría de pasar un buen tiempo. Mientras tanto, toda visita le resultaba bienvenida. Eso además de que Casandra ejercía una particular atracción sobre ella.

«¿Vienes a mí, pequeña, para charlar un poco? ¿Quieres que te cuente sobre mi bella patria? ¿O quizás quieres contarme a quién le has entregado tu corazón? A ver, dime, ¿cómo se llama el afortunado? ¿Ya tiene él planes de secuestrarte para llevarte a su patria?».

Semejantes preguntas contrastaban tanto con la razón por la que había ido allí que Casandra le dio a sus palabras un tono más impaciente de lo que era su intención:

«¡Déjate de fruslerías, Helena, que no es el momento! Lo que tengo que hablar contigo es serio. Los dioses me han mostrado que en tus manos están la gracia y la desgracia de Troya. ¡Deja libre a Paris! ¿O es que quieres que él muera por tu causa?».

«¡No, mi pequeña, Paris va a vivir, va a vivir para mí! ¿Cómo puedo dejar libre a quien está indisolublemente ligado a mí?».

«¡Tienes que dejarlo libre!», se acaloró Casandra. «¿Acaso no crees que tu esposo movilizaría todas las fuerzas a su disposición para caer sobre Troya con un ejército descomunal? ¿Quién eres tú como para que se derrame la sangre de tantos héroes por tu causa?».

«¿Cómo te atreves a hablarme de esa forma? Si tienes miedo por tu amorcito, escóndelo bajo tu falda durante los combates. Yo no temo por Paris, pues siendo él el héroe radiante que es, no le faltará la ayuda de los dioses».

Casandra se vio presa de la indignación, pero aun así quiso hacer un último intento:

«Debería servirte de advertencia que los dioses se opusieron a tu viaje aquí, pues los corceles de Poseidón hicieron trizas vuestro barco, llevándose vuestros tesoros a las profundidades».

«Y esos mismos dioses nos rescataron de las aguas. No, mi pequeña, tus pruebas hablan en tu contra. Mejor no pierdas tu tiempo. No dudo que tus intenciones sean buenas, pero yo lo que tengo en mi poder no lo vuelvo a soltar».

 

Casandra, entonces, fue a ver a Paris. Su hermano la recibió amablemente y con cierta condescendencia, como quien está tratando con un niño enfermo. El hombre estaba plenamente consciente de que lo que Casandra decía no eran locuras, y de que los dioses mismos le mostraban lo que ella anunciaba.

Pero ¿qué sentido tenía el estar pensando en eso ahora? Que pasara lo que tenía que pasar. Él prefería disfrutar el presente y la compañía de Helena. Y para que los encantos que el presente le mostraba no se vieran enturbiados de ninguna manera, Paris optó por considerar a la vidente una orate y burlarse de sus profecías. 

«Cuando ya seas más madura, pequeña», le dijo riéndose «verás que uno no puede renunciar a lo que su corazón desea por consideración a su hermanita. No pienses tanto en el futuro, no te la pases cavilando y evítanos así el quedar expuestos a todo lo que tu espíritu enfermo pone ante tus ojos. Vas a acabar convirtiéndote en la sembradora de discordia en el palacio de Príamo. Y me imagino que tú no quieres eso».

Completamente desmoralizada se retiró Casandra a sus aposentos, y nunca más volvió la joven a hablarle a nadie de lo que oprimía su corazón. La vidente se volvió delgada y pálida, y sus grandes ojos adquirieron un aspecto febril en el blanquecino rostro.

La gente la miraba con miedo. ¿Se suponía que esa fuera una doncella de apenas diecisiete primaveras? ¡Qué va! Esa era una mujer hecha y derecha, una mujer curtida en el sufrimiento, una vidente, una sibila. Fueran muchas las personas que, en situaciones de aprieto, comenzaron a ir a la ciudad de Troya para verse con ella. Y Casandra, siempre mostrando la misma disposición amable, ayudaba allí donde le era posible. Pero a ella en particular esto no le hacía sentirse feliz.

Así, llegaron de nuevo las noches de luna llena, que siempre le traían visiones e imágenes. De nuevo, comenzó la tortura. ¿Qué podía hacer, guardar para sí lo que viera? De todos modos, los demás no hacían sino reírse de ella o insultarla.

«¡Tienes que decir lo que veas! Esa es tu misión. Que los demás, en su ignorancia, hagan con ello lo que estimen conveniente. Ya eso no es problema tuyo».

Su ser interior era un murmurar constante, y a Casandra le quedó claro que esa voz interior cuyo origen desconocía tenía razón.

A Andrómaca también le angustiaba la llegada de esas noches, pues ella también estaba consciente de lo que implicaban para la joven vidente, y a la mujer le hubiera gustado evitarle a Casandra todos los problemas y la ingratitud que de ahí derivaban. Fue así como se decidió a hablar con Héctor.

«Si Creúsa no fuera el tipo de persona que es, podríamos mandarle a Casandra por unos meses», le dijo entre suspiros al esposo. «Arisbe está demasiado lejos, y otro lugar de refugio no se me ocurre para nuestra hermana».

«Bueno, podríamos pedirle que venga a vivir con nosotros», acabó proponiendo Andrómaca. «A nadie le llamaría la atención, y así yo podría resguardarla de los demás en esos días y noches».

Héctor se le quedó mirando de hito en hito.

«Andrómaca, ¿crees tú que lo que Casandra dice viene de los dioses? ¿Crees que lo que ella dice es la pura verdad?».

«Sí, esposo mío. Estoy completamente segura de que lo es», respondió Andrómaca un poco extrañada.

«En ese caso, no entiendo cómo puedes proponer que contribuyamos a suprimir las profecías. Lo que Casandra dice es para todos nosotros, y tiene por fin ayudarnos a todos, alertar a toda Troya. Así que tiene ser pregonado a los cuatro vientos, da igual si los necios de los hombres lo entienden o no».

 

Al día siguiente se recibió noticia de las islas de que Grecia se estaba preparando para salir a buscar a Helena y hacerle pagar al culpable por su criminal rapto. Todos los príncipes se habían unido y estaban dispuestos a ponerse bajo las órdenes de uno de ellos. Según las informaciones recibidas, ya se estaban acondicionando los barcos y a los guerreros se les estaba pertrechando con todo lo necesario.

Con cada nuevo día, llegaban nuevas noticias, las cuales, en esencia, eran una repetición de las que ya se tenían. Lo único que cambiaba era el número de guerreros, que, con nuevos nombres de héroes sumándoseles a los que ya formaban parte del contingente, crecía sin parar.

Helena reía y se mostraba feliz.

«Paris, amado mío, mira lo valiosa que soy para ellos. Todos piensan participar en la campaña. Aquiles siempre me ha tenido ganas. En una ocasión, me llamó coqueta sin corazón. Pienso que lo que lo tenía así era su vanidad herida, pues nunca le presté mucha atención».

Una vez más, la mujer volvió a soltar esa risa fea y provocadora que la caracterizaba. A Paris no le gustaba para nada escucharla. Acto seguido, añadió la mujer:

«Prométeme algo: cuando sea el momento de pelear, vas a combatir contra Aquiles para lavar mi honra. No puedo permitir que semejante escarnio quede impune».

En gesto lisonjero, Helena le agarró la mano al príncipe y se la acarició con la otra.

«Esta mano tuya habrá de traerme como trofeo la cabeza de Aquiles. Ya yo sabré recompensarla».

Paris se estremeció.

«¡Helena, te comportas como si no fueras una mujer! ¿Dónde está tu sensibilidad femenina? ¿Pretendes que por un juicio hecho a la ligera sufra una muerte deshonrosa uno de los héroes más distinguidos de Grecia? ¿Acaso no te bastaría con que lo matara? ¡Solo a los rivales carentes de honra se les corta la cabeza!».

De nuevo, se volvieron a escuchar las frívolas carcajadas de la mujer.

«¡Qué gracioso te ves, cariño, cuando te da por encarnar el papel de educador severo! Alégrate de tenerme y acéptame como soy nomás. Lo que pasa simplemente es que yo soy diferente a todas las mujeres que has conocido hasta ahora».

«Sí que eres diferente, Helena», se le escapó al hombre, que dijo esto en un tono que le hizo prestar atención a la mujer. Enseguida, empero, logró controlar sus emociones, y añadió, esta vez con amabilidad:

«Voy a tener que aprender a entender tus bromas. Nosotros los troyanos somos más lentos para esas cosas que ustedes, los alegres aqueos. Te ruego tengas paciencia conmigo, Helena».

«Lo que dije no fue una broma», quiso reponer la mujer, pero ya Paris había abandonado la habitación.

Helena se quedó mirando al vacío con cara de pocos amigos. ¿No sería mejor regresar a la corte de Menelao, donde la gente no se limitaba a tolerarla, sino que veían en ella a la venerada princesa? Allá todo era maravilloso, y el trato entre la gente se caracterizaba por la alegría y el desenfado.

Aquí la gente era tan monótona como los arrecifes de esta tierra. La verdad es que, prácticamente, no valía la pena buscarse la maldición de los dioses por tan poca cosa. Hasta el propio Paris le parecía diferente aquí a cómo lo había visto en Esparta, donde el príncipe mostró gran ardor y pasión al cortejarla. A Hécuba la despreciaba con el alma. ¿Qué tipo de madre era esa? Helena sintió escalofríos. ¡Increíble que una mujer tan intemperante fuera la princesa! No en balde Príamo se había vuelto tan parco y reacio a actuar a su lado.

A Casandra Helena le tenía miedo. Los grandes ojos de la muchacha parecían capaces de leerle a uno el alma, y Helena estaba bien consciente de que en su alma se escondían muchas cosas que le huían a la luz. El único por el que valía la pena permanecer en Troya era Héctor. Eso sí que era lo que se dice un héroe, digno de ser comparado con los más gallardos héroes aqueos. Era una pena que por mujer tuviera a alguien tan callada y llorona. ¿Sería feliz con ella? Helena decidió averiguarlo. Valía la pena indagar al respecto.

Quizás podría ella convertirse en el paño de lágrimas de este héroe. Quizás podría darle al hombre el amor del que, seguramente, carecía. Ahí sí que cobraría sentido ―un sentido maravilloso, de hecho― que ella permaneciera en Troya. Así decidió la mujer que sí, que se quedaba.  

Y mientras semejantes pensamientos ocupaban a la frívola alma de Helena, Paris daba paseítos por el litoral sumido en sus reflexiones. Las pocas semanas que habían transcurrido desde su llegada habían bastado para abrirle los ojos sobre el verdadero valor de Helena.

Al comparar a la mujer con Casandra o Andrómaca, no podía menos que preguntarse una y otra vez cómo había sido posible que se dejara deslumbrar por semejante belleza vacía. ¿Y por causa de semejante mujer habría de verse Troya arrastrada a una guerra donde estaría en juego su existencia misma? ¿Acaso no podría hacerse algo para evitarlo? ¿Qué tal si llevaba a Helena de vuelta y aceptaba de buen grado cualquier penitencia que Menelao le impusiese? ¿No serviría ello acaso para remediar todo lo ocurrido?

Era preferible perder la vida a manos del enfadado rey que la perspectiva de pasarla junto a alguien como Helena. «Pero ¿y qué hay con Helena, que me ama?», se dijo Paris entonces. A esa mujer que se había entregado a él de buen grado no podía hacerla sufrir rechazándola de semejante forma. Ello no era digno del hijo de un príncipe, no era digno de un héroe.

Así, el aciago destino continuó su curso. Ciegos estaban todos aquellos que tejían los hilos conectados a la suerte de Troya. Todos excepto Casandra, y la vidente tenía las manos atadas.

En su desespero, la muchacha se estrujaba las manos nerviosamente a la vez que imploraba la ayuda de los dioses. Fue entonces que creyó escuchar los tonos vibrantes que hacía mucho no oía, teniendo al mismo tiempo la sensación de recibir un hálito de la fragancia de las flores que poblaban su jardín. El alma de la joven se abrió a sus anchas, y, allí donde hasta hace un momento había cundido la desesperación, hicieron su entrada el júbilo y el regocijo.

«¡Madre, te has acordado de tu hija!».

Así era: la madre se había acordado de su hija, que se encontraba en una situación de apuro. Los velos rosados envolvieron a la joven cual suave bálsamo, y sobre la cabeza inclinada descendieron bendiciones cual mansas corrientes de agua.

«¡Resiste; ¡María, que la fase final acaba de comenzar! Tan solo un corto tiempo más, y ya podrás regresar a casa, donde te esperamos».

«Cual calmante cayeron estas palabras en el corazón herido».

«¡No te desanimes, María! Así todos en la Tierra te dieran la espalda, no olvides jamás que tu patria está aquí en lo alto. La fuerza no te habrá de faltar, para que no vaciles ni te desanimes. Fuerza de la luz proveniente de lo alto habrá de estar a tu disponibilidad en todo momento. Si te sintieras agobiada, no tienes más que estirar la mano y agarrar la diestra de Aquel a quien perteneces».

 

Paris, después de todo, se presentó ante el padre, con el que quería hablar sin la presencia de nadie más. El joven se abrió del todo ante el indignado anciano, y reconoció hasta el último ápice de culpa con toda honestidad y sin ninguna consideración para consigo mismo. En la noche el joven había tenido la súbita revelación de que la decisión no le correspondía a él tomarla, sino que tenía que dejarla en las manos del rey de los troyanos. Ello, empero, era lo más difícil que el hijo le podía pedir a su padre. Una vez que lo había oído todo, Príamo no sabía qué responder.

Aunque Helena regresara adonde su esposo, aunque Paris muriera a manos de Menelao, la guerra le parecía inevitable, con lo que el pedir la reconciliación a estas alturas se le antojaba como un acto de cobardía. Pero, por otro lado, ¿habría de ser Troya arrastrada a la perdición por causa de Paris?  

«Preguntémosle a Casandra», propuso el monarca, feliz de así no tener que decidir él.

Paris, empero, no quería saber nada de eso.

«Pero ¿qué va decir ella, cuando desde el principio me ha estado hostigando para que devolviera a Helena, a lo cual yo dije que no?».

«¡Preguntémosles a los sacerdotes entonces! Que Laocoonte nos dé una respuesta interpretando el humo de la ofrenda».

Esta idea tampoco le entusiasmaba mucho a Paris. El joven no tenía ganas de estar poniendo sus sentimientos al descubierto ante otros. Pero el padre le insinuó que no tenían que decirle al sacerdote cuál era el sentir de Paris sobre la cuestión. La pregunta se podía hacer de tal manera que Laocoonte no pudiera entrever de qué se trataba en realidad.

Ahí sí que Paris dio su consentimiento. Así, mandaron a buscar al sumo sacerdote, que, con rostro serio, se personó ante ellos. Príamo entonces le encargó al hombre que hiciera ofrendas ese mismo día para averiguar la respuesta a la pregunta:

«¿Qué resulta más del agrado de los dioses: que un héroe dé marcha atrás para evitar un derramamiento de sangre o que continúe por el camino tomado sin prestar atención a cómo pueda acabar?».

Y la respuesta que Laocoonte trajo a la mañana siguiente…

«Solo un cobarde abandona su camino».

Tanto al padre como al hijo la respuesta les pareció clara. Ambos hombres mandaron entonces a buscar a Héctor, y entre todos decidieron iniciar de inmediato los preparativos para la guerra. Así, se empezaron a construir barcos y a reparar los existentes, y se forjaron armas, escudos y armaduras, que, una vez listos, fueron pulidos y puestos en condiciones. Por todas partes reinaba la más ajetreada actividad, y por doquier se veían rostros de felicidad entre los hombres y jóvenes.

El marchar al combate tras un período de paz que de tan largo les parecía eterno se les antojaba como lo más glorioso que se podían imaginar. Ganar renombre y cosechar coronas de laurel: eso querían. Los hombres ya se veían haciendo su entrada triunfal a Troya entre los vítores de la multitud. ¡Cuál no sería la alegría de las mujeres y las mozas al recibirlos! ¡Con cuánta efusividad por medio de la palabra y los hechos les expresarían su gratitud!

Al instante, empero, los rostros de las mujeres de Troya estaban llenos de lágrimas e hinchados y enrojecidos de tanto llorar. Horrible les parecía la idea de tener que privarse de sus esposos, hijos y hermanos. Hécuba, sobre todo, se comportaba como una furia.

«¡No podéis iros a la guerra!», gritaba. «¡Prometedme que os quedaréis en casa y dejaréis que sean los demás quienes peleen!».

Nadie le respondía. Con rostro serio se quedaban los hijos mirando a su madre, a la que, en su alboroto, jamás habían sentido tan lejana como ahora.

Casandra ya no se quejaba, sino que, mostrando gran aplomo, ayudaba allí donde hacía falta y daba consuelo allí donde este era aceptado. Una gran seguridad llena de gozo se había apoderado de ella, lo cual no dejaba de maravillar a su padre y sus hermanos.

Andrómaca se sentía tremendamente aliviada y solo buscaba dedicarse a su esposo por completo y no desperdiciar ni un minuto de su tiempo con él mientras aún lo tuviera consigo.

Por fin, llegó la hora. Tras meses de preparativos la primera flota ya estaba lista para abandonar las costas de Troya. Deífobo era el único de los hijos de la realeza que se encontraba en uno de los barcos. Por el momento, Héctor y París habrían de quedarse con el padre y acudir en ayuda de quienes ahora partían en caso de alguna emergencia. Príamo, por su parte, quería fortificar la ciudad por si, contra toda expectativa, la batalla en el mar tenía un desenlace desfavorable. La gente hacía ofrendas sin cesar y las mujeres no dejaban de suplicarles a los dioses por su generoso apoyo.

Los barcos emprendieron su travesía. En eso, se desató una tormenta, y la preocupación por los navegantes en aprietos invadió a quienes quedaron atrás. El temporal, empero, se calmó al poco tiempo.

Apostada en las almenas de la más alta atalaya, su vestido flotando en la brisa y su bella cabellera ahora suelta y ondeando cual estandarte en el viento, Casandra se pasaba horas recorriendo la vastedad del mar con su mirada. Su ojo físico no veía nada más que las olas muriendo en la costa, ora coronadas por la espuma, ora desprovistas de su blanca crin.

Pero en espíritu podía ver soberbias naves que, más grandes y más fuertes que las que habían salido de Troya, seguían su curso de manera imperturbable y totalmente ajenas a la fuerza del viento. Y en estas naves se erguían las figuras de héroes alegres y luminosos, que, luciendo una abundante cabellera rizada, iban ataviados de magníficas armaduras. Por allá se veían las naves troyanas bamboleándose en el mar. Casandra podía verlas en espíritu tan claramente como a las otras. Pero ¡qué pequeñas e insignificantes se le antojaban en comparación con las griegas! Y cuando ya Casandra comenzaba a desanimarse nuevo, en eso se acordó de las palabras consoladoras de la Madre. Pedir fuerza, la fuerza luminosa de lo alto: eso tenía que hacer. Y alzando las manos al cielo, en el que comenzaban a asomar las estrellas, la vidente imploró:

«Madre, dale a tu hija la fuerza que necesita. Y tú, Excelso al que pertenezco, ¡confórtame, te lo ruego!».

Con paso seguro y la frente en alto regresó entonces al palacio, donde se vio asaltada por preguntas sobre lo que había visto. La joven respondió con evasivas, alegando que los barcos habían estado muy lejos como para que el más aguzado ojo humano hubiera podido reconocerlos, y todos se dieron por satisfechos con esta respuesta.

Así, llegaron los mensajes de las primeras victorias: se había logrado incendiar un barco griego y destruirlo conjuntamente con toda su tripulación. El júbilo que estalló en Troya no conocía límites. Nadie se detuvo a pensar en los muertos. Todo el mundo celebraba la victoria y se deshacía en elogios para los héroes troyanos.

A Casandra, que desde su vigía había observado en espíritu el suceso y lo había anunciado de antemano, la pusieron por los cielos. Ahora, de la noche a la mañana, todo el mundo le creía de nuevo. Ya la vidente no era para ellos la loca, la despreciada. A la joven, empero, esta confianza que le habían devuelto le causaba casi tanta tristeza como el previo desprecio que le habían mostrado.

A la muchacha le dolía ver a su padre siendo bueno y amoroso con ella de nuevo, cuando el hombre llevaba meses sin apenas prestarle atención. Hasta Hécuba se tomó la molestia de decirle unas palabras de reconocimiento, eso sí, siempre mezcladas con cierta sorna.

Llegó el momento, empero, en que Casandra vio cosas difíciles: barcos troyanos hundiéndose y sus guerreros perdiendo la vida. Cuando anunciaba de antemano cuestiones así, la gente, prácticamente, la lapidaba. Aun así, llegó el día en que la joven no tuvo más remedio que decirle a su padre:

«Mándales refuerzos a los nuestros. De lo contrario, la flota entera va a acabar aniquilada y no volveremos a ver ni a los barcos ni a la tripulación».

Príamo quedó espantado.

«¿Así de mala está la situación?», preguntó con voz temblorosa.

El monarca entonces dio órdenes de que Héctor saliera con la segunda flota que entretanto se había armado. Andrómaca estaba desesperada.

«¡Que vaya Paris! Al fin y al cabo, todo esto es culpa suya».

Pese a lo mucho que le dolía separarse de su esposa y su hijo, Héctor, por su parte, estaba contento de poder abandonar la ociosa espera, y, seguro de la victoria, salió con su tropa a encarar la muerte.

 

Así, pasaron los años. De vez en cuando llegaban noticias de alguna batalla naval. Unas veces, la mayoría, ganaban los griegos; otras, ciertamente, muy pocas, les sonreía la victoria a los troyanos. No eran raras las ocasiones en que las olas arrastraban hasta la playa restos de embarcaciones, así como cadáveres: un terrible recordatorio de la lucha que se libraba allá en alta mar.

Casandra no se cansaba de llamar a ser frugales en el uso de las provisiones y a guardar todo lo que se pudiera para cuando llegaran los tiempos de carencias. Sus admoniciones, empero, eran vistas por todos como un fastidio, como una molestia. Como si no tuvieran bastante ya con verse obligadas a estar privadas de sus esposos, hermanos e hijos, ¿ahora iban a tener que pasar hambre y vivir en la miseria también?

El tiempo devino en pesado lastre para Troya. Todos andaban como en una nebulosa, y tan solo aguardaban el día en que los guerreros habrían de regresar a casa. Y ese día llegó. Fueron pocos los barcos que retornaron.

Casandra, que había vuelto a ocupar su puesto en la atalaya, contaba las embarcaciones una y otra vez. A la joven le costaba dar crédito a lo que veían sus ojos. Más de cien embarcaciones habían abandonado el puerto a lo largo de los últimos años, pero el número de las que ahora atracaban en la costa apenas llegaba a veintitrés. Y los guerreros que descendían de ellas eran hombres achacosos, exhaustos y cansados de tanto guerrear. ¿Dónde habían quedado los alegres héroes? En el fondo del mar: ahí estaba la gran mayoría. Y los que retornaban eran tan solo una sombra de los hombres que habían partido.

Alarmado, recibió Príamo al hombre canoso en que se había vuelto su hijo Héctor. Deífobo no regresó: en la misma primera batalla había caído por la borda tras ser atravesado por una flecha. Y las noticias que Héctor traía no eran nada buenas: detrás de ellos venían los barcos de Odiseo, el rey de Ítaca, quien se había unido a Menelao.

Las batallas navales habían llegado a su fin; los troyanos habían tenido que huir. Ciertamente, habían logrado salvar el pellejo al alcanzar tierra firme, pero solo para ahora tener que plantarle cara al enemigo aquí.

¡¿Cuándo se iría a acabar la maldita guerra?!

Los barcos griegos asomaron en el horizonte más rápido de lo esperado, y, tras atracar en la costa, las tropas aqueas ocuparon caletas, ensenadas y farallones. Los invasores llegaron a acercarse peligrosamente a la ciudad, y los troyanos hubieron de salir una y otra vez para rechazarlos a fin de que no le prendieran fuego a la ciudad y al palacio con ella.

Pese a que tanto los vencedores como los vencidos anhelaban la llegada del fin de las hostilidades, la guerra se prolongó por años. De buenas a primeras, todos comenzaron a hacerle caso a Casandra, pues ahora se daban cuenta de por qué debían haber acumulado provisiones. Ahora la hija del rey no solo debía servirle de paño de lágrimas a su anciano padre, para el que era además su consejera de confianza, sino que todos comenzaron a exigir de ella que les aconsejara.

Entre los completamente exhaustos guerreros comenzaron a desatarse epidemias. Ahí la gente se acordó de que Casandra una vez… ¿cómo había sido? Ah, hacía tantos años de eso… Pues, claro: Casandra había mandado a preparar salas para enfermos donde había atendido a los dolientes conjuntamente con Dinia. Así, fueron a pedirle que hiciera lo mismo esta vez, a lo cual la joven accedió de buena gana. De ese modo, Casandra dispuso que se acondicionaran salas con camas para darles acogida a los heridos, e incluso en el palacio se prepararon salas de este tipo.

Al llenar las salas, la gente lo hacía indiscriminadamente y no entendían que Casandra no quería a enfermos en esas salas. A los heridos y moribundos sí se les daba acogida en ellas, pero a los demás había que llevarlos a edificaciones bien alejadas. A espaldas de Casandra se alzó más de una voz fomentando cizaña:

«Claro, lo que pasa es que ni este ni aquel son lo suficientemente distinguidos para el palacio».

Pero cuando el propio Paris contrajo la misma epidemia y fue ubicado fuera del palacio, la gente debe de haberse dado cuenta de que las medidas de Casandra obedecían a una sabia providencia. 

Dinia se mantenía fiel al lado de Casandra, aun cuando, por su edad, ya no podía hacer tanto como antes. Hasta Andrómaca logró olvidarse de su desasosiego y sus preocupaciones y, cual ángel caído del cielo, iba de una cama a otra brindando consuelo a los moribundos.

Casandra trató de incorporar a Hécuba incluso, para ver si así sacaba a la mujer de sus infructuosas cavilaciones, pero todos los intentos fueron en vano. La princesa no quería saber de otra cosa mientras tuviera de qué quejarse por lo que le había deparado el destino.

Fue entonces que Casandra encontró una ayudante inesperada en la persona de una moza troyana a quien la guerra la había dejado sin nadie más y que ahora tenía todo el tiempo del mundo para dedicarse a los enfermos. Alejandra era el nombre de esta moza que, acercándose a Casandra, le suplicó:

«¡Acepta mis servicios, princesa!; ¡permíteme servirte de ayudante, para que así mi vida vuelva a cobrar sentido!».

Casandra la aceptó con amabilidad y de buen grado. Unos pocos días de prácticas bastaron para poner en evidencia la gran destreza de la muchacha. Las delicadas manos de la joven tenían un efecto balsámico, pero lo más importante era que Alejandra no se arredraba ante nada; la moza pidió que la pusieran allí donde peor era la epidemia. Casandra podía confiar en ella con los ojos cerrados.

Y ello resultaba necesario, pues ya se acercaban de nuevo las noches de luna llena, trayendo consigo la consiguiente intensificación de las visiones.

 

Una noche estaban reunidos Príamo, Hécuba y los hijos varones, a los que se les había podido sumar también Andrómaca, quien se había tomado una pausa del cuidado de los enfermos para poder disfrutar de la rara compañía de su esposo, cuando Casandra entró en la sala, su rostro bañado en la luz de la luna llena. El paso un tanto tambaleante de la joven les dio a entender a los demás que el espíritu de profecía se había apoderado de ella. Casandra era la viva imagen de la tristeza, y las facciones de su rostro alzado hacia el cielo expresaban un gran dolor.

«Pobre de la persona», dijo con lentitud, «que busca la venganza. Amargos serán los frutos que habrá de cosechar. Por un hijo te has llevado a dos, Hécuba. Has mandado a dos jóvenes héroes prematuramente al Jardín de Perséfone. E hiciste que los ojos que se gozaban en la codiciosa contemplación del tesoro enceguecieran para siempre. ¡Ay de ti, Hécuba!».

Los presentes se miraban los unos a los otros sin lograr entender el significado de las palabras. Hécuba se dio cuenta de que su plan de venganza había salido bien, y ello fue motivo de alegría para su espíritu, sumido como estaba este ya en las tinieblas y la oscuridad. Pero ojalá la joven no siguiera hablando ni diera nombre alguno. Casandra, empero, comenzó a hablar de nuevo.

«¡Ay de quien devino en herramienta de Hécuba! ¡Ay de ti, Fenicia! Tú, moza encantadora que ahora chorreas sangre. Jamás llegarás a encontrarte con tu amado allá arriba, pues tus pasos habrán de conducirte a otro lugar. De nada te servirá que hayas virado el arma asesina contra ti misma, hundiéndola en tu pecho; no te volverás a reunir con Polidoro».

«¡Fenicia!», murmuraron los demás, impactados.

Con todo lo bajas que fueron sus voces, Casandra debe de haberlas oído, pues la vidente respondió:

«Sí, Fenicia; la princesa foránea ya no está en el mundo de los vivos. Se ha quitado la vida tras haber asesinado a los dos hijos de Poliméstor. ¡Ay de ella! ¡Ay de quien urdió el plan asesino! ¡Ay de ti, Hécuba! ¡Ya no volverás a encontrar paz en esta Tierra!».

En ese mismo momento, entró a la sala Helena con gran ímpetu.

«¿Dónde está Paris?», exclamó con voz chillona antes de que pudieran detenerla.

Soltando un clamor, Casandra se desplomó, y, en su caída, rozó con la cabeza una de las columnas de mármol. Su blanco vestido comenzó a cubrirse de sangre. Andrómaca corrió a atender a la joven. Entretanto, Paris le había salido al encuentro a Helena.

«¿Para qué me necesitas?», preguntó el hombre con más aspereza de lo que era su intención. Paris temía por su hermana y estaba molesto con Helena, por cuya causa aquella se había lastimado.

«¿Qué para qué te necesito? ¡Vaya pregunta esa! Estoy buscando a mi esposo, que, en lugar de dedicarme su tiempo libre, prefiere pasarlo con un par de viejos y una vidente medio loca».

Paris agarró con firmeza el brazo desnudo de la bella mujer y, empujándola hacia la puerta, abandonó la habitación detrás de ella. Atrás quedaron los demás presentes, paralizados del horror. Conque así estaba el alma de Helena. Y pensar que por causa de una mujer como ella se libraba una guerra de varios años ya. ¡Qué terrible destino!

Andrómaca, que había acostado a Casandra en un canapé, se dirigió al padre de la familia.

«No te enfades con Helena. Ella está sufriendo lo indecible bajo el peso de las consecuencias de su culpa, y no logra encontrar cómo salvarse de las acusaciones de su alma. Ello es lo que la ha vuelto así de injusta y amargada».

Héctor se quedó contemplando a su esposa con una mirada llena de amor. Su mujer siempre encontraba una palabra intercesora, siempre tenía algo que decir para dirimir diferencias.

En eso, Casandra abrió los ojos y, enderezándose un poco en el lecho, dijo:

«¡Troya, cuídate de la astucia de los griegos! Estos son taimados y mañosos. No en balde se ufanan de sus artimañas. No será la espada lo que nos pasará la cuenta, no será su valentía lo que nos vencerá; será la astucia griega lo que nos hará tropezar y traerá nuestro hundimiento».

Acto seguido, Casandra quedó sumida en el sueño que casi siempre le sobrevenía después de semejantes profecías. En silencio, Andrómaca le limpió la sangre de la sien. A la fiel mujer le preocupaba la herida sufrida por la joven, pues si bien la misma no era grande, sí que tenía cierta profundidad. Así, Andrómaca mandó a buscar a Dinia, quien se encargó de recoger todo tipo de plantas medicinales, en cuyo uso ella era bien ducha. Entre las dos, entonces, procedieron a vendar la herida, y tan profundo era el sueño de Casandra que la joven ni se dio por enterada de todo esto.

Paris regresó a la sala. Su rostro mostraba una expresión triste y sombría.

«¡Perdonadme, queridos, por todo lo que mi necedad ha traído sobre vuestras cabezas! Si te hubiera hecho casa, hermana, las cosas serían muy diferentes. Por amor a una mujer indigna he desatado esta guerra siniestra. ¡Ay de mí!».

«¡Ay de todos nosotros!», tomó la palabra Príamo. «Ciegos es lo que estábamos. Nos dejamos llevar por la respuesta de los dioses, que hicieron gala de su hipocresía, como siempre».

«No son los dioses los culpables», terció Héctor. «Nosotros fuimos quienes no formulamos la pregunta de forma clara. Nosotros mismos teníamos que haber sabido que para aquel que se ha enmarañado de culpa existe un solo camino a fin de evitar una desgracia: regresar sobre sus pasos. Así Paris hubiera tenido que pagar por su vida, ello hubiese sido mejor para él, para todos nosotros».

«Para mí hubiera sido mil veces mejor, pues ahora tengo que vivir con la conciencia martirizándome sin que el tener a Helena me traiga alegría alguna», lamentó Paris. «Es imposible que en Tártaro se pueda estar peor que como estoy yo ahora».

Hécuba se levantó como ausente en espíritu y, trastabillando, abandonó la sala. La salida de la soberana le recordó algo a Héctor.

«¿Qué fue lo que dijo Casandra de Fenicia?», preguntó el hombre. «Algo me dio la impresión de que sus palabras explicaban la desaparición de nuestra huésped».

«Me temo que Hécuba ha incurrido en una gran culpa», suspiró Príamo. «Su luto por Polidoro lo ha transformado en venganza. Mejor ni hablemos de ello, pues tenemos otras cosas en las que pensar».

Pese a esta determinación, el viejo agregó tras unos instantes.

«Sería de lamentar que ahora también nos ganáramos a Tracia de enemiga. Pero, bueno, quizás Poliméstor no tiene idea de la implicación de Hécuba en ese acto tan infame».

Los hijos del hombre no dijeron palabra. ―

 

La batalla se volvió a reanudar. Ya Troya a duras penas podía evitar que el enemigo llegara a las mismas puertas de la ciudad, lo cual de por sí le costaba un enorme sacrificio. Una y otra vez se vio Casandra obligada a anunciar cosas sombrías, las cuales, sin excepción, se cumplían de inmediato. La gente volvió a dar crédito a sus palabras, pero comenzaron a odiarla, como si fuera ella la culpable de todo lo espantoso que su boca profetizaba.

Muchas veces la joven ascendía a la atalaya para tener así un mejor panorama. El viejo atalayero la veneraba como a una diosa y le era completamente fiel. Desde allí Casandra podía ver con el ojo de su espíritu a los héroes griegos. La profetisa, después, les contaba a los suyos de aquellos, con lo cual la gente empezó a reprocharle diciéndole que se había puesto de parte del enemigo.

Al principio, la joven optaba por defenderse:

«¿Por qué me insultáis? Yo solo quería mostraros lo bien conservada que está la fuerza de esos héroes y con cuánta seguridad en la victoria marchan estos hacia el combate. Como no logréis tener esa misma disposición alegre, estaréis perdidos».

Ya después, empero, Casandra se limitó a callar ante todas las acusaciones, pero no lo hacía con mala cara. Era como si todas las ofensas ya no pudieran tocarla. Su alma andaba por prados luminosos, y no era sino de forma mecánica que su cuerpo llevaba a cabo todo lo que se exigía de ella.

 

Fue así como un buen día se escucharon los toques de cuerno del atalayero anunciando la retirada del enemigo. Pensando que quizás a su viejo amigo las preocupaciones le habían hecho perder la razón; Casandra se dirigió con prisa hacia la torre. Pero hasta donde la vista llegaba no se veía ni rastro de los griegos o de sus barcos.

La playa estaba cubierta de todo tipo de trastos y cachivaches, lo cual daba la impresión de que la retirada se había hecho a toda prisa. ¿Cuál habría sido la razón? No bien se había hecho Casandra esta pregunta, y ya su espíritu le estaba dando la respuesta: se trataba de un ardid; no era más que una treta bien ingeniosa.

Horrorizada, corrió la joven hacia el palacio, donde encontró a los suyos presa del mismo arrebato de alegría que colmaba a toda la ciudad.

«¡No os dejéis engañar!», exclamó a voz en cuello. Los griegos no se han retirado. Sus barcos deben estar por algún lado en la mar. Deben de estar escondidos en alguna parte, a la espera de poder agarraros mansitos».

Las advertencias de Casandra adquirían un timbre cada vez más alto y desesperado. Tanto mayor, empero, era la incredulidad que encontraban. Todos querían creer que había sucedido un milagro. Demasiado tiempo llevaban ya aguantando penas y sufrimiento. Así que ahora solo querían que se les dejara alegrarse por algo.

Presurosa, atravesó Casandra la ciudad embriagada de regocijo con el fin de llegar al templo de Apolo, en cuyos escalones se topó con Laocoonte, quien había salido a su encuentro. Al ver la desesperación reflejada en el bello rostro de la joven, el sacerdote condujo con amabilidad a la hija del rey a su aposento, donde buscó la manera de que la profetisa recuperara la calma.

Casandra, entonces, le contó lo que ya había anunciado, que Troya habría de sucumbir a la astucia de los griegos y que ella creía que ese momento ya había llegado.

«No me quieren creer, Laocoonte», dijo la joven estrujándose las manos con desesperación. «Pero a ti, en tu condición de Sumo Sacerdote, sí te van a creer. ¡Adviértele al rey; adviértele al pueblo en su necedad! ¡Toma mi lugar, en vista de que ya yo no tengo ningún poder!».

Impactado, escuchó el anciano las palabras de la joven. El hombre sabía que lo que ella anunciaba era la verdad. Él mismo había sentido algo parecido. Y de buen grado prometió el sacerdote hacer uso de todo el poder de su cargo con el fin de lograr de que Troya se mantuviera en guardia. Acto seguido, indujo a Casandra a regresar al palacio por el camino más corto.

Allí la joven encontró a todo el mundo sumido en una efervescencia aún mayor. Ya no había quien hiciera caso a una orden, y, en su regocijo embriagador, cada cual hacía lo que le viniera en gana. Al aparecer Casandra, la moza se vio rodeada de guerreros, y manos inmundas se extendieron en su dirección buscando tocar a la pura doncella.

«¡Atrás!», gritó indignada la muchacha. «¿Qué queréis de mí? Yo no soy el enemigo».

El tono de su voz despertó a Astor, que dormía la siesta al sol después de una noche de guardia. En un dos por tres el perro ya estaba junto a la joven mostrando los colmillos.

«¡Astor, mi buen animal!», exclamó Casandra con júbilo y alivio al mismo tiempo.

En eso, se acercó otro guerrero, pero antes de que el hombre pudiera tocar a Casandra, Astor, irguiéndose en todo su tamaño, embistió al atrevido soldado. El bárbaro sujeto, empero, echó mano de su arma y le cortó la garganta al fiel perro. Desplomándose, el animal quedó tendido en el suelo emitiendo estertores.

Con los ojos llenos de lágrimas, Casandra dejó de resistirse a las manos toscas y brutas que ahora la agarraban y empujaban.

«Actuamos por órdenes de Hécuba», se justificó uno de los miembros de la cuadrilla. «Se te quiere impedir que nos amargues nuestra alegría con tus llamados de pájaro de mal agüero».

Fue así como Casandra terminó encerrada; ella, la hija real, condenada al encierro en una habitación normalmente destinada a criminales que aguardaban juicio. Con la muerte de su perro, sin embargo, era como si a Casandra le hubieran puesto una venda en los ojos. La profetisa estaba como paralizada. Lo que ocurriera con ella le daba igual, y de lo demás no veía nada ya. Su espíritu, en cambio, había sido transportado a las alturas. Ante sus ojos se extendían los jardines de su patria y las fragancias del lugar acariciaban sus sentidos. Solo su cuerpo terrenal había quedado atrás en el humillante encierro.

 

Entretanto, Laocoonte, seguido de sus dos hijos, quienes se desempeñaban como sacerdotes en el templo de Apolo, había llegado a la playa, allí donde mayor concentración de personas había. En el lugar se alzaba una figura peculiar. De tamaño descomunal, la imagen de tosca confección a base de madera y de hierro se asemejaba a un caballo.

¿Se trataría acaso de la imagen de un dios que los griegos adoraban para que les concediera el triunfo y que habían dejado atrás en su apresurada partida?

Laocoonte se había subido a un peñasco para dirigirse al pueblo. Pero la gente apenas le hacía caso. La peculiar bestia-ídolo les resultaba más interesante que las advertencias del Sumo Sacerdote. Nadie se atrevía a acercarse a la figura. El temor se los impedía. No cabía dudas, empero, de que la imagen acaparaba los pensamientos de todos.

Al expresar Laocoonte sus sospechas de que se trataba de una trampa tendida por los griegos, un coro de estridentes carcajadas fue la única respuesta. El sacerdote se acaloró.

«¡Creedme, amigos! Yo viví en Grecia mucho tiempo y conozco las majestuosas imágenes de los dioses que ellos hacen y adoran, y semejante monstruosidad solo puede tener una finalidad maligna».

Todo en vano; la multitud comenzó a bramar y ulular:

«¡Este se está burlando de los dioses!».

Desapercibido a los demás, Príamo, conjuntamente con sus hijos, había llegado al anillo exterior de la masa formada por la multitud. Los recién llegados tampoco sabían qué pensar de este «regalo dejado por los griegos». En eso, Héctor, alzando la voz, dijo:

«¡Amigos, troyanos, hacedle caso a Laocoonte! Comprobemos primero qué hay con esta figura».

Envalentonado por la ayuda que vio en Héctor, Laocoonte decidió tomar una medida atrevida. El hombre se lanzó del peñasco y, corriendo en dirección del cabello de madera, le arrancó de las manos a un guerrero su larga lanza para entonces arrojarla con gran destreza al vientre de la bestia. La respuesta fue un raro tintineo que parecía venir del interior del monstruo, de allí donde la lanza había quedado enterrada.

La multitud quedó enmudecida, y las miradas atónitas de todos reposaban ora en Laocoonte, ora en el enorme corcel. Antes de que atinaran a salir de su estupor, empero, sucedió algo terrible. Debajo del caballo, entre sus rígidas patas que se alzaban cual columnas, había una cesta cubierta con harapos a la cual nadie había prestado atención. En esta cesta, empero, comenzó a moverse algo, y de su boca emergieron serpientes silbantes que, desenroscando sus enormes cuerpos, empezaron a arrastrarse a gran velocidad en la dirección de donde había venido la lanza. Los pocos entre la multitud que alcanzaron a ver esto quedaron enmudecidos del horror.

Laocoonte todavía estaba parado en el lugar desde el cual había lanzado el proyectil. Habiendo escuchado el tintineo con claridad, el hombre se preguntaba sobre la naturaleza del mismo. Y mientras aún cavilaba al respecto, llegaron a él los reptiles y comenzaron a enroscarse en torno a su cuerpo. Ante los gritos de dolor del hombre, sus hijos acudieron en su ayuda, y, sirviéndose de dagas y de sus propias manos, trataron de librar los miembros del padre de los amarres de las serpientes. ¡Todo en balde! Ahora los reptiles comenzaban a enroscarse alrededor de ellos también, envolviéndolos en un terrible abrazo. Se empezó a escuchar el crujir de huesos…  

No fue sino ahora que todos se percataron de la terrible suerte de la que eran testigos. Héctor acudió en auxilio de los hombres, y a él se le unieron varios troyanos más. Entre todos lograron cortar los anillos formados por los reptiles, y los cuerpos de estos cayeron contrayéndose al suelo, dejando así libres a sus víctimas.  Laocconte y sus dos hijos, empero, ya no respiraban más.

«¡Ahí tenéis la astucia de los griegos!», exclamó Héctor. «La intención era que cualquier curioso que se acercara al caballo cayera víctima de las serpientes. ¿Quién sabe cuántas serpientes quedarán escondidas por ahí?».

«¡No, no es así!», repusieron a gritos algunos. «Laocoonte atacó la imagen del dios y los dioses se vengaron. Y esa es la suerte que le espera a todo aquel que no crea en la figura. ¡Hagamos coronas de flores para adornar la imagen y así apaciguar a los dioses!».

El sacrificio de Laocoonte, que, sin quererlo, había dado su vida, resultó ser en vano. Ya no había quien detuviera a los troyanos, quienes, llevados por su entusiasmo desaforado, acabaron sucumbiendo a semejante estratagema. Con indecible esfuerzo, la multitud llevó el caballo al interior de la ciudad amurallada y con él a un número de enemigos suficiente como para que estos, llegada la noche, pudieran abrirle las puertas al ejército griego, el cual se había mantenido oculto en los farallones y arrecifes.

Así cayó Troya, la soberbia ciudad, y con ella perdieron la vida todos sus héroes.

A Casandra se la llevaron cautiva y le dieron muerte a su cuerpo; su espíritu, empero, moraba hacía mucho en su hogar, en su patria. Así llegó a su fin una vida terrenal llena de sacrificio, amor servicial y pureza divina, y a la cuenta de débito de la humanidad terrenal se le agregó otra culpa de inconmensurable magnitud contra la Luz.

Los hombres no entendieron lo que recibieron con Casandra, el amor y la pureza proveniente de Dios, y lo recibido lo convirtieron en una maldición para ellos.

Solo generaciones venideras entenderán, asombradas y llenas de devoción, el amor que se inclinó a los hombres de esa manera, y entonces al trono de Dios ascenderán, provenientes de corazones purificados, oraciones de sentida gratitud.

 

FIN

 

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