“Con mi palabra, os conduzco nuevamente a Dios, del que, poco a poco os habéis alejado, a causa de todos los que ponen ese pretendido saber humano por encima de la sabiduría divina.”
2. El clamor por el Remediador
Observemos más de cerca
a todos aquellos hombres
que hoy día buscan con especialísimo ardor
un guía espiritual, a aquellos que, interiormente encumbrados, esperan su
venida. En su opinión, poseen ya preparación espiritual sólida y suficiente
para reconocerle y oír su palabra.
Mirando detenidamente, notamos una pluralidad de
divergencias. La Misión de Cristo, por ejemplo, ha producido en gran número de
hombres un efecto singular. Se han formado una falsa imagen de ella. La causa,
como de costumbre, fue la equívoca apreciación de sí mismos, la presunción.
En lugar del respeto de antaño y del mantenimiento de un
abismo natural y una bien definida delimitación con respecto a su Dios, ha
surgido, de una parte, una mendicidad plañidera que sólo quiere recibir de
continuo y no hacer nada bajo ningún concepto. Muy gustosos han admitido el
“ora”, pero que al mismo tiempo se diga también “y labora”, es decir, “labora
en tí mismo”, de eso no quieren saber nada.
De otra parte, a su vez, se creen lo suficientemente
autónomos e independientes para poder hacerlo todo por sí mismos, e incluso,
con un poco de esfuerzo, lograr alcanzar la divinidad.
Existen asimismo muchos hombres que no hacen otra cosa que
exigir y esperar que Dios corra tras ellos: ¡El hecho mismo de haber enviado ya
una vez a su Hijo, señala cuán grande llega a ser Su interés de que la
humanidad se acerque a Él, más aún, la necesidad que probablemente tiene de
ella!
Adondequiera que se mire no se encuentra más que
arrogancia, ni un atisbo de humildad. Falta la justa apreciación del propio
valer. – En primer lugar, será preciso que el hombre descienda de su
encumbramiento artificial a fin de que pueda convertirse, real y verdaderamente, en hombre y, como tal, pueda iniciar su ascensión.
Actualmente se halla al pie de la montaña, henchido de
orgullo espiritual, sentado en un árbol en lugar de mantenerse firme y seguro
con ambos pies en el suelo. Es por ello que jamás podrá ascender a la montaña,
a menos que antes baje o caiga del árbol.
Pero, entre tanto, probablemente hayan llegado ya a la
cumbre aquellos que, serenos y sensatos, pasaron recorriendo su camino al pie
del árbol desde donde él los contemplaba altanero.
Los acontecimientos, sin embargo, vendrán en su ayuda; pues
el árbol ha de venirse abajo en un
futuro muy próximo. Tal vez el hombre reflexione más cuerdamente cuando caiga a
tierra bruscamente desde su tambaleante encumbramiento. El momento crítico
habrá llegado entonces para él, ni una sola hora le quedará que perder.
Piensan ahora muchos que esta desidia podrá continuar como
ha venido ocurriendo desde hace miles de años. Sentados a sus anchas en sus
poltronas, aguardan la venida de un guía poderoso.
Más, ¡qué idea
tienen de ese guía! En verdad que inspiran compasión. En primer lugar esperan
de él o, mejor dicho, exigen de él
que prepare a cada uno de ellos el camino de ascensión hacia la Luz. ¡Él es quien ha de esforzarse en tender
para los adeptos de cada religión
puentes que conduzcan al camino de la Verdad! Él ha de hacerlo todo tan sencillo y comprensible, que cualquiera
pueda entenderlo con facilidad. Sus palabras han de ser elegidas de tal suerte
que su precisión convenza de igual modo a grandes y chicos de toda condición.
En cuanto el hombre tenga que esforzarse personalmente y
pensar por sí mismo, aquél ya no será más el verdadero guía. Pues, si fue
llamado a mostrar con su palabra el buen camino, se sobreentiende que también
ha de preocuparse por los hombres. Su
misión es convencerlos, despertarlos, ¡también Cristo ofrendó su vida!
Quienes así piensan actualmente, y son muchos, no necesitan
ya esforzarse; pues, a semejanza de las vírgenes necias, van al encuentro de un
“demasiado tarde”.
El guía, por cierto, no
los despertará, sino que dejará que sigan durmiendo confiados hasta que se
cierre la puerta y no puedan ya encontrar acceso a la Luz, por no haber sabido
liberarse a tiempo del dominio de la materia, para cuyo logro la palabra del
guía les mostraba el camino.
Pues el hombre no es tan valioso como se imagina. ¡Dios no
lo necesita, él en cambio necesita de su Dios!
Ya que la humanidad en su pretendido progreso ya no sabe
hoy día lo que realmente quiere,
tendrá que enterarse al fin de lo que debe.
Este género de hombres pasará de largo buscando y
criticando con aire de superioridad, como tantos otros que lo hicieron antaño
ante Aquél para cuya venida ya todo
estaba preparado por las revelaciones.
¿Cómo puede uno imaginarse así a un guía espiritual? ¡Él no hará concesión alguna a la
humanidad, ni aún la más mínima, y
exigirá allí donde se espera que dé!
Pero el hombre capaz de pensar con seriedad reconocerá bien
pronto que precisamente en la exigencia
rigurosa e implacable de una reflexión detenida reside la mejor ayuda para
la salvación de la humanidad, tan enmarañada ya en su pereza espiritual. Por el
hecho mismo de que un guía exija de antemano actividad espiritual para la
comprensión de sus palabras, voluntad sincera
y esfuerzo personal, estará desde un principio en situación de separar
fácilmente el trigo de la paja. Hay en ello una actividad autónoma como la que
existe en las Leyes divinas. En este punto también el hombre recibirá
exactamente lo que haya deseado en realidad. –
También existe, empero, otra categoría de hombres: ¡los que
se creen particularmente despiertos!
La imagen que éstos se han forjado de un guía es, por
descontado, muy distinta, como puede leerse en ciertas exposiciones. Su idea,
sin embargo, no es menos grotesca; pues esperan de él que sea… ¡un acróbata
espiritual!
En todo caso millares de personas creen que la
clarividencia, la superdotación auditiva y sensitiva, constituirían un
progreso, cuando en realidad no es
así. Una facultad de tal índole aprendida, desarrollada o incluso innata nunca
podrá remontarse por encima del aprisionamiento terrenal, siendo ejercida sólo
dentro de límites inferiores que jamás podrán reclamar derecho alguno a las
alturas y, por consiguiente, su valor es harto exiguo.
¿Se pretende acaso contribuir así a la ascensión de la humanidad, mostrándole o enseñándole a ver
y oír las cosas de la materialidad etérea que se encuentran a su mismo nivel?
Todo esto no tiene que ver lo más mínimo con la verdadera
ascensión del espíritu. Incluso para los eventos terrenales su utilidad es
nula. Se trata meramente de malabarismos espirituales, y no de otra cosa;
interesantes para algunos, más para la totalidad de la humanidad carentes de todo valor.
Que todos esos individuos deseen también un salvador que se
les asemeje y que, en definitiva, sepa más que ellos, es muy fácil de
comprender.
Elevado es, empero, el número de aquellos que en tales
consideraciones van aún más lejos, hasta lo ridículo. Y que, no obstante, toman
el asunto muy en serio.
Consideran éstos también como requisito fundamental para
probar la autenticidad del guía, que por ejemplo… ¡no pueda resfriarse! Quien
puede resfriarse queda ya descartado; puesto que, eso no corresponde a la idea
que ellos tienen de un guía ideal. Un ser poderoso ha de estar en todo caso, y
en primer lugar en cuanto a su espíritu, muy por encima de tales futilezas.
Todo esto puede parecer tal vez artificioso y ridículo; sin
embargo, se ha tomado sólo de hechos y no significa otra cosa que una atenuada
repetición de la exclamación de antaño: “Si eres el Hijo de Dios, sálvate a ti
mismo y baja de la cruz”. ¡Esto se dice ya hoy día, cuando ni siquiera se
vislumbra un guía semejante!
¡Pobres hombres ignorantes! El que entrena su cuerpo de
manera tan unilateral que
momentáneamente puede hacerse insensible utilizando la fuerza de su espíritu,
no es de ninguna manera un ser superior extraordinario. Quienes le admiran se
asemejan a los niños de siglos pasados que, boquiabiertos y con los ojos
brillantes, seguían las contorsiones de los saltimbanquis al tiempo que iba
despertándose en ellos el ardiente deseo de poder llegar a imitarlos.
Y muchísimos de los que hoy día se llaman buscadores de
Dios o buscadores en el campo del espíritu no han adelantado más en el plano espiritual que los niños de entonces en
aquel sector enteramente terrenal.
Sigamos en nuestras reflexiones: los volatineros ambulantes
de antaño, a que acabo de referirme, fueron perfeccionándose más y más,
llegando a convertirse en acróbatas por circos y teatros de varietés. Sus
capacidades han tomado proporciones gigantescas, y actualmente millares de
personas, difíciles de contentar, siguen mirando sus exhibiciones con renovado
asombro y, no pocas veces, con estremecimiento interior.
Ahora bien: ¿Qué
provecho sacan de ello para sí mismos,
qué se llevan de esas horas? Aun cuando más de uno de esos acróbatas arriesgue
su vida en sus exhibiciones: nada en absoluto; pues, incluso en su máxima
perfección, todas estas cosas siempre
habrán de permanecer dentro del marco de las varietés y de los circos. Siempre
seguirán sirviendo de mera diversión, más nunca llegarán a constituir un beneficio
para la humanidad.
Y, no obstante, ¡semejante
acrobatismo en el sector espiritual
sirve actualmente de criterio para reconocer al gran guía!
¡Dejad a tales hombres sus payasos del espíritu! ¡Pronto
verán adónde conduce tal postura! En el fondo ellos ignoran también aquello que quieren alcanzar. Viven en
la ilusión de que sólo es grande aquél cuyo espíritu domina el cuerpo de tal
suerte que ya no conoce la enfermedad.
Toda formación de tal género es unilateral, y todo lo
unilateral sólo puede traer consigo lo malsano, lo enfermo. ¡Con estas
prácticas no se fortalece el espíritu
sino que el cuerpo se debilita! La
proporción necesaria para la sana armonía entre el cuerpo y el espíritu se
disloca, y el final es, que un espíritu tal acaba desprendiéndose mucho más
pronto del cuerpo maltratado que ya no puede garantizarle la resonancia
vigorosa y sana, necesaria para las experiencias de la vida terrenal. Pero, faltándole al espíritu esa resonancia,
éste pasa al más allá sin la suficiente
madurez, teniendo que volver a vivir, nuevamente,
su existencia terrenal.
No se trata, pues, de otra cosa que de acrobacias
espirituales a costa del cuerpo terrenal que, en realidad, debiera ayudar al espíritu. El cuerpo forma
parte de un periodo de evolución del espíritu. Más si se debilita y reprime, de
poco puede servirle al espíritu, pues sus irradiaciones son entonces demasiado
débiles para transmitirle la fuerza integral que le es necesaria en la
materialidad.
Cuando una persona desea reprimir una enfermedad, ha de provocar
espiritualmente sobre su cuerpo una presión extática. De modo semejante, en
pequeña escala, el miedo al dentista es capaz de eliminar el dolor.
Un cuerpo puede soportar sin peligro, una o quizás varias
veces, tales estados de alta excitación, pero no puede hacerlo de continuo sin
sufrir serios daños.
Y si un guía lo hace o lo aconseja, no es digno de serlo;
pues con ello contraviene las leyes naturales de la Creación. El hombre
terrenal debe conservar su cuerpo como un bien que le ha sido confiado y tratar
de establecer una sana armonía entre el espíritu y el cuerpo. Si esa armonía se
perturba por una supresión unilateral, ello no supone progreso ni ascensión
alguna, sino un obstáculo decisivo en el cumplimiento de su misión en la Tierra
y, en suma, en la materialidad. La
fuerza integral del espíritu, a razón de su efecto en la materialidad, se pierde, porque para ello el hombre necesita,
en todo caso, la fuerza de un cuerpo físico no subyugado, sino en armonía con
el espíritu.
¡Aquél a quién se le dé, basándose en tales procederes, el
título de maestro es menos que un alumno ignorante de las tareas del espíritu
humano y sus necesidades evolutivas; es un elemento nocivo para el espíritu!
Quienes así actúan pronto reconocerán dolorosamente su
insensatez.
Mas todo guía falso tendrá que pasar por amargas experiencias. Su ascensión en el
más allá no podrá iniciarse sino cuando hasta el último de todos los que detuvo – o incluso extravió – con sus
futilezas espirituales haya llegado al verdadero conocimiento. Mientras sus
libros y sus escritos continúen surtiendo sus efectos aquí en la Tierra,
permanecerá retenido aún cuando entretanto haya reconocido allá su error.
Quien aconseja una formación ocultista da piedras a los
hombres en lugar de pan, y muestra a su vez, que ni siquiera tiene la menor
idea de lo que realmente ocurre en el
más allá y menos aún de todo el mecanismo universal.
* * *
Esta
conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* *
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Traducido de la
edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta
obra está disponible en 15 idiomas:
español,
inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco,
polaco, húngaro, árabe y estonio
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