36. ¡PEDID Y RECIBIRÉIS!
TODAVÍA ESTÁ en
duda el hombre sobre la forma de la oración. Quiere hacer lo que procede sin
desperdiciar nada. Con la voluntad más sincera, cavila sin encontrar una
solución que le dé certeza de que no va por falsos caminos.
Pero ese cavilar no tiene ningún sentido; sólo demuestra
que el hombre sigue intentando acercarse a Dios con su intelecto; y eso no lo conseguirá nunca, porque, así, se mantiene siempre alejado del Altísimo.
Quien haya acogido en sí mi Mensaje como es debido, sabrá que las palabras tienen límites demasiado
reducidos para poder remontarse hacia las alturas luminosas de acuerdo con su
naturaleza. Únicamente los sentimientos encerrados
en las palabras se elevan, según su intensidad y pureza, más allá de los
límites de las palabras formadas.
Las palabras sólo sirven, en parte, como indicadores que
muestran la dirección a seguir por las irradiaciones de los sentimientos. La
otra parte de las palabras desencadena la
especie de las irradiaciones dentro del mismo hombre que empleó las
palabras formadas como apoyo y envoltura. Las palabras pensadas al orar vibran inversamente en el ser humano, si
éste las vive dentro de sí o se esfuerza en darles viva forma en sí mismo.
De las mismas explicaciones podéis deducir que existen dos
clases de oraciones: una de ellas surge espontáneamente en vosotros a partir
del sentimiento, a partir de la propia experiencia vivida. Es, pues, el intenso
sentimiento de un instante dado, sentimiento que no se rodea de palabras más
que después de haber brotado. La otra piensa antes las palabras, las forma y, por medio de ellas, trata de
suscitar retroactivamente sentimientos correspondientes; es decir, pretende
llenar de sentimiento las palabras ya formadas.
No hará falta decir cuál de las dos clases de oraciones
cuenta como la más intensa; pues vosotros mismos sabéis que lo más natural siempre es, también, lo más justo: en este caso, pues, la oración que surge al brotar un
sentimiento repentino y que, después, procura comprimirse en palabras.
Suponed que el destino os depara repentinamente un duro
golpe que os hace estremecer hasta en lo más íntimo de vuestro ser. La angustia
por algo que os es querido atenaza vuestro corazón. Después, al veros en tan
precaria situación, brota de vosotros un grito de socorro tan intenso, que
causa conmoción en el cuerpo.
Ahí podéis ver lo
intenso que es el sentimiento capaz de elevarse hasta las alturas luminosas si
… si ese sentimiento lleva en sí una
pureza llena de humildad; pues sin ésta, ya está impuesta una barrera muy
determinada en el camino ascensional de ese sentimiento, por muy intenso y
poderoso que sea. Sin humildad, la ascensión le resulta absolutamente
imposible; nunca podrá abrirse paso hasta la Pureza que rodea a todo lo divino
según un arco inconmensurable.
Asimismo, un sentimiento tan intenso llevará siempre
consigo meros balbuceos, porque su
fuerza no se deja reducir a la estrechez de las palabras. La intensidad rebasa
en mucho los límites de todas las palabras, se encrespa y arranca las barreras
que las palabras pretenden poner con la restringida actividad del cerebro
terrenal.
Seguro que cada uno de vosotros ya ha experimentado algo
parecido durante su existencia. Podéis comprender, por tanto, lo que quiero
decir con eso. Y ese es el
sentimiento que debéis de poner en la oración si esperáis que sea capaz de
ascender hasta las cumbres de la pura Luz, de donde os llegan todas las
gracias.
Pero no debéis dirigir vuestra mirada a la cumbre en los
momentos de angustia solamente, sino que también la pura alegría, la felicidad
y el agradecimiento pueden emanar de vosotros con la misma potencia y
remontarse hacia lo alto. Y esa gozosa forma
de ser vibra y asciende con mucha más rapidez, porque se conserva límpida. La
angustia turba muy ligeramente vuestra pureza de sentimientos y da lugar a un falso
estado. Demasiado frecuentemente, se mezcla ahí un silencioso reproche o un
cierto rencor de que haya tenido que pasaros a vosotros precisamente eso que tan duramente ha afectado a vuestra
alma; y eso no es, evidentemente, lo justo. Eso tiene que reprimir
necesariamente vuestro grito.
Para orar no es preciso que forméis palabras. Las palabras os sirven para proporcionar apoyo a
vuestro sentimiento, a fin de que se mantenga concentrado y no se pierda en
numerosas ramificaciones.
Tampoco estáis acostumbrados a pensar claramente sin
palabras, ni a sumiros en profunda meditación sin perder la recta dirección, ya
que, por mucho hablar, os habéis vuelto demasiado superficiales y distraídos.
Todavía necesitáis palabras como
indicadores y, también, como envolturas para mantener reunidos ciertos
sentimientos, a fin de que, por medio de ellas, podáis presentar más claramente
lo que queréis expresar en la oración.
Tal es la forma de orar cuando el impulso a ello nace de
los sentimientos, es decir, cuando es voluntad de vuestro espíritu. Pero eso suele darse muy raramente en los hombres
actuales. Unicamente cuando un choque violento les obliga a ello de un modo u
otro: un pesar, una alegría o, también, un sufrimiento físico. Voluntariamente,
sin un impulso externo, nadie se toma la molestia de pensar alguna vez en Dios,
en el Dispensador de todas las gracias.
Ocupémonos ahora de la segunda clase de oración. Son
oraciones pronunciadas en momentos muy determinados, sin que exista ninguno de
los motivos que acabamos de indicar. En esas ocasiones, el hombre se propone
rezar. Es una oración premeditada, una oración expresamente intencionada.
Con eso, también se modifica el proceso. El hombre piensa o
pronuncia determinadas palabras de la oración que él mismo ha compuesto o que
ha aprendido. Generalmente, esas oraciones son pobres de sentimiento. El hombre
piensa demasiado en colocar las
palabras debidamente, y eso solo ya
le distrae de sentir verdaderamente lo que dice o piensa.
Reconoceréis sin dificultad, en vosotros mismos, la
exactitud de esta explicación si reflexionáis retrospectivamente y os examináis
cuidadosamente. No es fácil imponer en esa clase de oraciones la pura facultad
sensitiva. La menor coacción ya exige para sí una parte de concentración y
debilita.
En este caso, es preciso, en primer lugar, que las palabras
formadas adquieran vida en vosotros mismos; es decir: las palabras tienen que suscitar en vosotros la clase de sentimiento que ellas expresan en su forma. El proceso
no se verifica, pues, de dentro a fuera, pasando del cerebelo al cerebro
anterior, que da forma inmediatamente a las palabras en correspondencia con las
impresiones, sino que, en este caso, el cerebro anterior empieza primeramente por formar las palabras,
que, entonces, han de ser recogidas retroactivamente y elaboradas por el
cerebelo para, desde allí, ejercer una presión conveniente sobre el sistema
nervioso del plexo solar, el cual, después de sucesivos procesos, puede
suscitar, entonces, un sentimiento correspondiente
a las palabras.
Cierto que todo eso se sucede ordenadamente con prodigiosa
rapidez, de suerte que al observador le parece como si se hubiera realizado simultáneamente, pero, no obstante,
semejantes creaciones no son tan vigorosas ni tan originales como las que
surgen por el camino inverso. Por consiguiente, tampoco pueden surtir los
mismos efectos y, en la mayoría de los casos, permanecen desprovistas de
sentimiento. Por el mero hecho de repetir una
y otra vez las mismas palabras a diario, ya pierden, para vosotros, la
fuerza: se convierten en una costumbre y, por tanto, carecen de significado.
¡Sed, pues, naturales
en la oración, oh hombres! ¡No seáis afectados ni artificiales! Lo
aprendido se convierte con facilidad en una especie de declamación. Con eso, no
hacéis más que ponéroslo difícil. Si empezáis y termináis vuestra jornada con
un verdadero sentimiento de gratitud hacia Dios, y si no hay más que
agradecimiento por las enseñanzas contenidas en las experiencias vividas
durante esa jornada, entonces, viviréis como es debido. ¡Haced que cada una de
vuestras obras sea como una acción de
gracias por vuestro celo y aplicación! ¡Haced que cada palabra pronunciada sea
reflejo del Amor que Dios os profesa! Si así lo hacéis, la existencia en la
Tierra se convertirá, muy pronto, en alegría de todos aquellos a quienes les
sea dado vivir en ella.
Eso no es tan difícil ni tampoco os lleva tiempo. Un
pequeño instante de sincero sentimiento de gratitud es mucho mejor que horas
enteras recitando oraciones aprendidas que no podéis seguir con vuestro
sentimiento de ningún modo. Además, esas oraciones superficiales no hacen sino
robar tiempo al verdadero agradecimiento que supone una actividad gozosa.
El hijo que ama realmente a sus padres demuestra ese amor
con su forma de ser, con hechos, y no
con lisonjeras palabras que, en muchos casos, no son sino la manifestación de
una satisfacción personal en el acercamiento o, incluso, la expresión de un
egoísmo.
Los llamados “zalameros” pocas veces valen algo, y sólo
piensan en sí mismos y en la satisfacción de sus propios deseos.
¡No os halláis ante vuestro Dios de otro modo! ¡Demostrad
con hechos lo que queréis decirle!
Ahora que ya sabéis cómo
habéis de orar, os inquieta nuevamente la pregunta de qué debéis orar.
Si queréis reconocer la verdadera manera de orar, tenéis
que separar, ante todo, la oración de
vuestros ruegos. ¡Haced distinción entre la oración y la rogativa! No intentéis
continuamente dar a vuestros ruegos el carácter de oración.
La oración y la rogativa tienen que significar dos cosas distintas para vosotros; pues
la oración forma parte de la adoración, mientras que la rogativa no. Tenedlo
presente si queréis regiros realmente por el concepto.
Es necesario que os rijáis por ello y no lo mezcléis todo.
¡Entregaos en la
oración! Eso es todo lo que os pido; y en las palabras mismas tenéis también la
explicación. ¡Entregaos al Señor en
vuestras oraciones! ¡Entregaos a El por entero y sin reservas! La oración debe
consistir, para vosotros, en desplegar vuestro espíritu a los pies de Dios como
testimonio de veneración, de alabanza y de agradecimiento por todo lo que os ha
concedido por Su gran Amor.
Es tanto lo que Él os ha concedido, que resulta inagotable;
sólo que, hasta ahora, vosotros no lo habéis comprendido todavía; habéis
perdido el camino que os puede permitir disfrutar con plena consciencia de
todas las facultades de vuestro espíritu.
Una vez que encontréis ese
camino reconociendo todos los valores de mi Mensaje, ya no tendrá cabida ningún ruego más. No habrá en vosotros más que
alabanza y agradecimiento en cuanto alcéis vuestras manos y miradas hacia el
Altísimo, que se os da a conocer por Su Amor. Entonces, estaréis en continua oración, tal como el Señor
tiene derecho a esperar de vosotros, puesto que podéis tomar de la creación
todo cuanto necesitáis. Ahí está puesta la mesa en todo instante.
Y, por las facultades de vuestro espíritu, os es permitido
elegir. La mesa os ofrece siempre todo lo
que os es necesario, sin tener que pedirlo, a condición de que os molestéis
debidamente en moveros dentro de las
leyes de Dios.
Todo eso se ha dicho ya, también, en las palabras que
vosotros bien conocéis: “¡Buscad y encontraréis! ¡Pedid y recibiréis! ¡Llamad y
se os abrirá!”
Esas palabras os enseñan la indispensable actividad del espíritu humano en la creación y, sobre
todo, el justo modo de emplear sus
facultades. Le muestran con precisión cómo
ha de adaptarse a la creación y, también, el camino que le hace progresar en ella.
Las palabras no deben ser tomadas solamente en un sentido
propio de la vida diaria, sino que su sentido es más profundo: abarca la
existencia del espíritu humano en la creación según la ley del necesario
movimiento.
La expresión: “¡Pedid y recibiréis!” describe muy
claramente la facultad del espíritu humano expuesta en mi conferencia “El ciclo
de las irradiaciones”, facultad que le incita siempre, por un impulso muy
definido que no puede eludir, a querer o desear algo, lo cual, en su
irradiación, atrae inmediatamente a las afinidades,
que le proporcionan automáticamente
lo deseado.
Ahora bien, el impulso que mueve a desear debe conservar
siempre el carácter de un ruego, no
debe convertirse en una exigencia unilateral, como, desgraciadamente, está
acostumbrado a hacer el hombre de hoy. En efecto, si el deseo sigue siendo un
ruego, la humildad también está
arraigada en él y, por consiguiente, sólo contendrá cosas buenas y atraerá
también lo bueno.
Con esas palabras, Jesús mostró claramente la postura que el hombre ha de adoptar
para dirigir todas las facultades innatas en el espíritu por el buen camino.
Así han de entenderse siempre todas sus palabras. Pero, por
desgracia, han sido reducidas al estrecho círculo del terrenal intelecto humano
y han sufrido, por tanto, una enorme deformación, por lo que nunca más han sido
comprendidas ni interpretadas debidamente.
Pues que esas palabras no se referían al trato con los
hombres, es un hecho que creo resultará fácilmente comprensible para todo el
mundo, dado que la postura adoptada por los hombres no era entonces, ni es
ahora, tal, que se pudiera esperar de ellos el cumplimiento de semejantes
indicaciones.
Dirigíos a los hombres y pedid: no se os dará nada. Llamad: no se os abrirá. Buscad entre ellos y sus obras, y no encontraréis lo que buscáis.
Jesús tampoco se refirió a la posición del hombre ante la
presencia de Dios, prescindiendo de todos los gigantescos universos intermedios
imposibles de ser echados a un lado como si no existieran. Tampoco se refirió
exclusivamente a la palabra viva, sino que Jesús hablaba siempre tomando como
base la sabiduría originaria, sin reducirla nunca a los estrechos límites del
pensamiento o circunstancias terrenales. Cuando hablaba, veía ante sí al hombre
en la creación y elegía sus palabras en sentido universal.
Pero todas las transmisiones, traducciones e
interpretaciones adolecen de la omisión de pensar en ello. Han sido realizadas y mezcladas con mezquinos pensamientos
humanos terrenales, siendo, por tanto, deformadas y adulteradas. Y allí donde
faltaba comprensión, se añadieron elementos personales que, pese a toda la
buena intención, nunca podían cumplir el fin buscado.
Lo humano siguió siendo humanamente pequeño, mientras que
lo divino siempre tiene un carácter universal. El vino fue aguado fuertemente y
de ahí resultó algo muy distinto de lo que había sido inicialmente. No debéis
olvidar esto nunca.
Con el “Padrenuestro”, Jesús tampoco persiguió otro fin que
dirigir de la forma más sencilla, mediante las peticiones ahí contenidas, la
voluntad del espíritu humano hacia la dirección
que no le dejara desear más que lo que favoreciera la ascensión, a fin de
obtenerlo de la creación.
No hay ahí ninguna contradicción, sino que constituyó el
mejor indicador del camino a seguir, el indefectible apoyo para todo espíritu humano de aquel entonces.
Pero el hombre actual precisa de todo el vocabulario que se
ha creado entretanto, así como del empleo de todo concepto que de ahí ha
surgido, para poder abrirse camino a través de la confusión de sus argucias
intelectuales.
Por eso, hombres de la época actual, me veo obligado a dar explicaciones más extensas que, en
realidad, vuelven a decir exactamente lo mismo, solo que conforme a vuestra forma de ser.
Aprender todo eso es, ahora,
vuestro deber; pues para eso poseéis mayores conocimientos de la creación.
Mientras no cumpláis, provistos de ese saber, los deberes que os impone el
desarrollo de las facultades de vuestro espíritu, tampoco tendréis derecho
alguno a pedir.
Más con el fiel cumplimiento del deber en la creación, se
os dará todo por el efecto recíproco
y, entonces, ya no habrá ninguna razón para formular una petición; pues, en
vuestra alma, sólo se abrirá paso el agradecimiento
a Aquel que, en Su suprema sabiduría y en Su Amor, os colma a diario de
nuevos y copiosos dones.
¡Ah sí vosotros, hombres, supierais orar, por fin, debidamente! ¡Orar
realmente! Cuán rica sería, entonces, vuestra existencia; pues en la
oración reside la mayor felicidad que os es dado alcanzar. Os elevaría hasta
alturas inconmensurables, de suerte que quedarais embriagados beatíficamente
del sentimiento de felicidad. ¡Ojalá aprendáis a orar, oh hombres! Ese es mi deseo para vosotros.
Entonces, ya no preguntaréis, en la pequeñez de vuestro
modo de pensar, a quién debéis y podéis
dirigir vuestras oraciones. Sólo hay Uno,
Uno solo, a Quien debéis consagrar vuestras oraciones: ¡DIOS!
En los momentos solemnes, acercaos a Él con sagrado
sentimiento y volcad ante El toda la gratitud que vuestro espíritu sea capaz de
experimentar. Dirigíos exclusivamente a
El mismo en vuestras oraciones; pues sólo Él tiene derecho a agradecimiento
y a Él solo perteneces tú mismo, hombre, que también pudiste nacer por Su gran
Amor.
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EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
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