sábado, 31 de diciembre de 2022

36. ¡PEDID Y RECIBIRÉIS!

 

36. ¡PEDID Y RECIBIRÉIS!

TODAVÍA ESTÁ en duda el hombre sobre la forma de la oración. Quiere hacer lo que procede sin desperdiciar nada. Con la voluntad más sincera, cavila sin encontrar una solución que le dé certeza de que no va por falsos caminos.

Pero ese cavilar no tiene ningún sentido; sólo demuestra que el hombre sigue intentando acercarse a Dios con su intelecto; y eso no lo conseguirá nunca, porque, así, se mantiene siempre alejado del Altísimo.

Quien haya acogido en sí mi Mensaje como es debido, sabrá que las palabras tienen límites demasiado reducidos para poder remontarse hacia las alturas luminosas de acuerdo con su naturaleza. Únicamente los sentimientos encerrados en las palabras se elevan, según su intensidad y pureza, más allá de los límites de las palabras formadas.

Las palabras sólo sirven, en parte, como indicadores que muestran la dirección a seguir por las irradiaciones de los sentimientos. La otra parte de las palabras desencadena la especie de las irradiaciones dentro del mismo hombre que empleó las palabras formadas como apoyo y envoltura. Las palabras pensadas al orar vibran inversamente en el ser humano, si éste las vive dentro de sí o se esfuerza en darles viva forma en sí mismo.

De las mismas explicaciones podéis deducir que existen dos clases de oraciones: una de ellas surge espontáneamente en vosotros a partir del sentimiento, a partir de la propia experiencia vivida. Es, pues, el intenso sentimiento de un instante dado, sentimiento que no se rodea de palabras más que después de haber brotado. La otra piensa antes las palabras, las forma y, por medio de ellas, trata de suscitar retroactivamente sentimientos correspondientes; es decir, pretende llenar de sentimiento las palabras ya formadas.

No hará falta decir cuál de las dos clases de oraciones cuenta como la más intensa; pues vosotros mismos sabéis que lo más natural siempre es, también, lo más justo: en este caso, pues, la oración que surge al brotar un sentimiento repentino y que, después, procura comprimirse en palabras.

Suponed que el destino os depara repentinamente un duro golpe que os hace estremecer hasta en lo más íntimo de vuestro ser. La angustia por algo que os es querido atenaza vuestro corazón. Después, al veros en tan precaria situación, brota de vosotros un grito de socorro tan intenso, que causa conmoción en el cuerpo.

Ahí podéis ver lo intenso que es el sentimiento capaz de elevarse hasta las alturas luminosas si … si ese sentimiento lleva en sí una pureza llena de humildad; pues sin ésta, ya está impuesta una barrera muy determinada en el camino ascensional de ese sentimiento, por muy intenso y poderoso que sea. Sin humildad, la ascensión le resulta absolutamente imposible; nunca podrá abrirse paso hasta la Pureza que rodea a todo lo divino según un arco inconmensurable.

Asimismo, un sentimiento tan intenso llevará siempre consigo meros balbuceos, porque su fuerza no se deja reducir a la estrechez de las palabras. La intensidad rebasa en mucho los límites de todas las palabras, se encrespa y arranca las barreras que las palabras pretenden poner con la restringida actividad del cerebro terrenal.

Seguro que cada uno de vosotros ya ha experimentado algo parecido durante su existencia. Podéis comprender, por tanto, lo que quiero decir con eso. Y ese es el sentimiento que debéis de poner en la oración si esperáis que sea capaz de ascender hasta las cumbres de la pura Luz, de donde os llegan todas las gracias.

Pero no debéis dirigir vuestra mirada a la cumbre en los momentos de angustia solamente, sino que también la pura alegría, la felicidad y el agradecimiento pueden emanar de vosotros con la misma potencia y remontarse hacia lo alto. Y esa gozosa forma de ser vibra y asciende con mucha más rapidez, porque se conserva límpida. La angustia turba muy ligeramente vuestra pureza de sentimientos y da lugar a un falso estado. Demasiado frecuentemente, se mezcla ahí un silencioso reproche o un cierto rencor de que haya tenido que pasaros a vosotros precisamente eso que tan duramente ha afectado a vuestra alma; y eso no es, evidentemente, lo justo. Eso tiene que reprimir necesariamente vuestro grito.

Para orar no es preciso que forméis palabras. Las palabras os sirven para proporcionar apoyo a vuestro sentimiento, a fin de que se mantenga concentrado y no se pierda en numerosas ramificaciones.

Tampoco estáis acostumbrados a pensar claramente sin palabras, ni a sumiros en profunda meditación sin perder la recta dirección, ya que, por mucho hablar, os habéis vuelto demasiado superficiales y distraídos. Todavía necesitáis palabras como indicadores y, también, como envolturas para mantener reunidos ciertos sentimientos, a fin de que, por medio de ellas, podáis presentar más claramente lo que queréis expresar en la oración.

Tal es la forma de orar cuando el impulso a ello nace de los sentimientos, es decir, cuando es voluntad de vuestro espíritu. Pero eso suele darse muy raramente en los hombres actuales. Unicamente cuando un choque violento les obliga a ello de un modo u otro: un pesar, una alegría o, también, un sufrimiento físico. Voluntariamente, sin un impulso externo, nadie se toma la molestia de pensar alguna vez en Dios, en el Dispensador de todas las gracias.

Ocupémonos ahora de la segunda clase de oración. Son oraciones pronunciadas en momentos muy determinados, sin que exista ninguno de los motivos que acabamos de indicar. En esas ocasiones, el hombre se propone rezar. Es una oración premeditada, una oración expresamente intencionada.

Con eso, también se modifica el proceso. El hombre piensa o pronuncia determinadas palabras de la oración que él mismo ha compuesto o que ha aprendido. Generalmente, esas oraciones son pobres de sentimiento. El hombre piensa demasiado en colocar las palabras debidamente, y eso solo ya le distrae de sentir verdaderamente lo que dice o piensa.

Reconoceréis sin dificultad, en vosotros mismos, la exactitud de esta explicación si reflexionáis retrospectivamente y os examináis cuidadosamente. No es fácil imponer en esa clase de oraciones la pura facultad sensitiva. La menor coacción ya exige para sí una parte de concentración y debilita.

En este caso, es preciso, en primer lugar, que las palabras formadas adquieran vida en vosotros mismos; es decir: las palabras tienen que suscitar en vosotros la clase de sentimiento que ellas expresan en su forma. El proceso no se verifica, pues, de dentro a fuera, pasando del cerebelo al cerebro anterior, que da forma inmediatamente a las palabras en correspondencia con las impresiones, sino que, en este caso, el cerebro anterior empieza primeramente por formar las palabras, que, entonces, han de ser recogidas retroactivamente y elaboradas por el cerebelo para, desde allí, ejercer una presión conveniente sobre el sistema nervioso del plexo solar, el cual, después de sucesivos procesos, puede suscitar, entonces, un sentimiento correspondiente a las palabras.

Cierto que todo eso se sucede ordenadamente con prodigiosa rapidez, de suerte que al observador le parece como si se hubiera realizado simultáneamente, pero, no obstante, semejantes creaciones no son tan vigorosas ni tan originales como las que surgen por el camino inverso. Por consiguiente, tampoco pueden surtir los mismos efectos y, en la mayoría de los casos, permanecen desprovistas de sentimiento. Por el mero hecho de repetir una y otra vez las mismas palabras a diario, ya pierden, para vosotros, la fuerza: se convierten en una costumbre y, por tanto, carecen de significado.

¡Sed, pues, naturales en la oración, oh hombres! ¡No seáis afectados ni artificiales! Lo aprendido se convierte con facilidad en una especie de declamación. Con eso, no hacéis más que ponéroslo difícil. Si empezáis y termináis vuestra jornada con un verdadero sentimiento de gratitud hacia Dios, y si no hay más que agradecimiento por las enseñanzas contenidas en las experiencias vividas durante esa jornada, entonces, viviréis como es debido. ¡Haced que cada una de vuestras obras sea como una acción de gracias por vuestro celo y aplicación! ¡Haced que cada palabra pronunciada sea reflejo del Amor que Dios os profesa! Si así lo hacéis, la existencia en la Tierra se convertirá, muy pronto, en alegría de todos aquellos a quienes les sea dado vivir en ella.

Eso no es tan difícil ni tampoco os lleva tiempo. Un pequeño instante de sincero sentimiento de gratitud es mucho mejor que horas enteras recitando oraciones aprendidas que no podéis seguir con vuestro sentimiento de ningún modo. Además, esas oraciones superficiales no hacen sino robar tiempo al verdadero agradecimiento que supone una actividad gozosa.

El hijo que ama realmente a sus padres demuestra ese amor con su forma de ser, con hechos, y no con lisonjeras palabras que, en muchos casos, no son sino la manifestación de una satisfacción personal en el acercamiento o, incluso, la expresión de un egoísmo.

Los llamados “zalameros” pocas veces valen algo, y sólo piensan en sí mismos y en la satisfacción de sus propios deseos.

¡No os halláis ante vuestro Dios de otro modo! ¡Demostrad con hechos lo que queréis decirle!

Ahora que ya sabéis cómo habéis de orar, os inquieta nuevamente la pregunta de qué debéis orar.

Si queréis reconocer la verdadera manera de orar, tenéis que separar, ante todo, la oración de vuestros ruegos. ¡Haced distinción entre la oración y la rogativa! No intentéis continuamente dar a vuestros ruegos el carácter de oración.

La oración y la rogativa tienen que significar dos cosas distintas para vosotros; pues la oración forma parte de la adoración, mientras que la rogativa no. Tenedlo presente si queréis regiros realmente por el concepto.

Es necesario que os rijáis por ello y no lo mezcléis todo.

¡Entregaos en la oración! Eso es todo lo que os pido; y en las palabras mismas tenéis también la explicación. ¡Entregaos al Señor en vuestras oraciones! ¡Entregaos a El por entero y sin reservas! La oración debe consistir, para vosotros, en desplegar vuestro espíritu a los pies de Dios como testimonio de veneración, de alabanza y de agradecimiento por todo lo que os ha concedido por Su gran Amor.

Es tanto lo que Él os ha concedido, que resulta inagotable; sólo que, hasta ahora, vosotros no lo habéis comprendido todavía; habéis perdido el camino que os puede permitir disfrutar con plena consciencia de todas las facultades de vuestro espíritu.

Una vez que encontréis ese camino reconociendo todos los valores de mi Mensaje, ya no tendrá cabida ningún ruego más. No habrá en vosotros más que alabanza y agradecimiento en cuanto alcéis vuestras manos y miradas hacia el Altísimo, que se os da a conocer por Su Amor. Entonces, estaréis en continua oración, tal como el Señor tiene derecho a esperar de vosotros, puesto que podéis tomar de la creación todo cuanto necesitáis. Ahí está puesta la mesa en todo instante.

Y, por las facultades de vuestro espíritu, os es permitido elegir. La mesa os ofrece siempre todo lo que os es necesario, sin tener que pedirlo, a condición de que os molestéis debidamente en moveros dentro de las leyes de Dios.

Todo eso se ha dicho ya, también, en las palabras que vosotros bien conocéis: “¡Buscad y encontraréis! ¡Pedid y recibiréis! ¡Llamad y se os abrirá!”

Esas palabras os enseñan la indispensable actividad del espíritu humano en la creación y, sobre todo, el justo modo de emplear sus facultades. Le muestran con precisión cómo ha de adaptarse a la creación y, también, el camino que le hace progresar en ella.

Las palabras no deben ser tomadas solamente en un sentido propio de la vida diaria, sino que su sentido es más profundo: abarca la existencia del espíritu humano en la creación según la ley del necesario movimiento.

La expresión: “¡Pedid y recibiréis!” describe muy claramente la facultad del espíritu humano expuesta en mi conferencia “El ciclo de las irradiaciones”, facultad que le incita siempre, por un impulso muy definido que no puede eludir, a querer o desear algo, lo cual, en su irradiación, atrae inmediatamente a las afinidades, que le proporcionan automáticamente lo deseado.

Ahora bien, el impulso que mueve a desear debe conservar siempre el carácter de un ruego, no debe convertirse en una exigencia unilateral, como, desgraciadamente, está acostumbrado a hacer el hombre de hoy. En efecto, si el deseo sigue siendo un ruego, la humildad también está arraigada en él y, por consiguiente, sólo contendrá cosas buenas y atraerá también lo bueno.

Con esas palabras, Jesús mostró claramente la postura que el hombre ha de adoptar para dirigir todas las facultades innatas en el espíritu por el buen camino.

Así han de entenderse siempre todas sus palabras. Pero, por desgracia, han sido reducidas al estrecho círculo del terrenal intelecto humano y han sufrido, por tanto, una enorme deformación, por lo que nunca más han sido comprendidas ni interpretadas debidamente.

Pues que esas palabras no se referían al trato con los hombres, es un hecho que creo resultará fácilmente comprensible para todo el mundo, dado que la postura adoptada por los hombres no era entonces, ni es ahora, tal, que se pudiera esperar de ellos el cumplimiento de semejantes indicaciones.

Dirigíos a los hombres y pedid: no se os dará nada. Llamad: no se os abrirá. Buscad entre ellos y sus obras, y no encontraréis lo que buscáis.

Jesús tampoco se refirió a la posición del hombre ante la presencia de Dios, prescindiendo de todos los gigantescos universos intermedios imposibles de ser echados a un lado como si no existieran. Tampoco se refirió exclusivamente a la palabra viva, sino que Jesús hablaba siempre tomando como base la sabiduría originaria, sin reducirla nunca a los estrechos límites del pensamiento o circunstancias terrenales. Cuando hablaba, veía ante sí al hombre en la creación y elegía sus palabras en sentido universal.

Pero todas las transmisiones, traducciones e interpretaciones adolecen de la omisión de pensar en ello. Han sido realizadas y mezcladas con mezquinos pensamientos humanos terrenales, siendo, por tanto, deformadas y adulteradas. Y allí donde faltaba comprensión, se añadieron elementos personales que, pese a toda la buena intención, nunca podían cumplir el fin buscado.

Lo humano siguió siendo humanamente pequeño, mientras que lo divino siempre tiene un carácter universal. El vino fue aguado fuertemente y de ahí resultó algo muy distinto de lo que había sido inicialmente. No debéis olvidar esto nunca.

Con el “Padrenuestro”, Jesús tampoco persiguió otro fin que dirigir de la forma más sencilla, mediante las peticiones ahí contenidas, la voluntad del espíritu humano hacia la dirección que no le dejara desear más que lo que favoreciera la ascensión, a fin de obtenerlo de la creación.

No hay ahí ninguna contradicción, sino que constituyó el mejor indicador del camino a seguir, el indefectible apoyo para todo espíritu humano de aquel entonces.

Pero el hombre actual precisa de todo el vocabulario que se ha creado entretanto, así como del empleo de todo concepto que de ahí ha surgido, para poder abrirse camino a través de la confusión de sus argucias intelectuales.

Por eso, hombres de la época actual, me veo obligado a dar explicaciones más extensas que, en realidad, vuelven a decir exactamente lo mismo, solo que conforme a vuestra forma de ser.

Aprender todo eso es, ahora, vuestro deber; pues para eso poseéis mayores conocimientos de la creación. Mientras no cumpláis, provistos de ese saber, los deberes que os impone el desarrollo de las facultades de vuestro espíritu, tampoco tendréis derecho alguno a pedir.

Más con el fiel cumplimiento del deber en la creación, se os dará todo por el efecto recíproco y, entonces, ya no habrá ninguna razón para formular una petición; pues, en vuestra alma, sólo se abrirá paso el agradecimiento a Aquel que, en Su suprema sabiduría y en Su Amor, os colma a diario de nuevos y copiosos dones.

¡Ah sí vosotros, hombres, supierais orar, por fin, debidamente! ¡Orar realmente! Cuán rica sería, entonces, vuestra existencia; pues en la oración reside la mayor felicidad que os es dado alcanzar. Os elevaría hasta alturas inconmensurables, de suerte que quedarais embriagados beatíficamente del sentimiento de felicidad. ¡Ojalá aprendáis a orar, oh hombres! Ese es mi deseo para vosotros.

Entonces, ya no preguntaréis, en la pequeñez de vuestro modo de pensar, a quién debéis y podéis dirigir vuestras oraciones. Sólo hay Uno, Uno solo, a Quien debéis consagrar vuestras oraciones: ¡DIOS!

En los momentos solemnes, acercaos a Él con sagrado sentimiento y volcad ante El toda la gratitud que vuestro espíritu sea capaz de experimentar. Dirigíos exclusivamente a El mismo en vuestras oraciones; pues sólo Él tiene derecho a agradecimiento y a Él solo perteneces tú mismo, hombre, que también pudiste nacer por Su gran Amor.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

viernes, 30 de diciembre de 2022

35. POSESOS

 

35. POSESOS

LOS HOMBRES están dispuestos en seguida a dar una opinión sobre cosas que no comprenden. La cosa en sí no sería tan grave si, como sucede muy frecuentemente, esa opinión no se propagara hasta convertirse repentinamente en un juicio firme que es aceptado como un conocimiento preciso por numerosos círculos de perezosos espirituales.

Aparece ahí sencillamente y se mantiene firme con sorprendente tenacidad, a pesar de que nadie sabe decir cómo se ha implantado.

Cuán a menudo, los juicios emitidos a la ligera son causa, también, de graves daños. Pero eso les da igual a los hombres: ellos siguen charlando porque así les place. Charlan incesantemente, por capricho, por obstinación, por indiferencia, por falta de reflexión, para pasar el rato y, no pocas veces, por el afán de ser escuchados, o bien por un deliberado deseo de hacer el mal. Siempre se encuentra ahí un fondo de malevolencia. Sólo en raras ocasiones se encuentra uno con hombres que se entregan verdaderamente a ese vicio destructor por el simple placer de charlar.

Esa epidemia dialéctica también ha sobrevenido a consecuencia solamente de la devastadora dominación del intelecto. Ahora bien, el hablar mucho oprime la facultad sensitiva, que siempre exige una mayor concentración en sí mismo.

No sin razón, al charlatán, aun siendo inofensivo, no se le dispensa confianza alguna, sino solamente al que sabe callar. Se encierran tantas cosas en ese recelo instintivo frente a los charlatanes, que todo ser humano debería estar atento para sacar de ahí enseñanzas aplicables al propio trato con su prójimo.

Pero charlatanes en el sentido más verdadero son, sobre todo, los que en seguida tienen a mano palabras, cuando se trata de cosas que no comprenden.

Esos tales son, por su ligereza, seres nocivos causantes de muchos daños y de indecibles sufrimientos.

Consideremos solamente un caso cualquiera: en los periódicos suelen aparecer frecuentemente reportajes sobre las llamadas apariciones de fantasmas en casas donde nunca, hasta entonces, había sucedido cosa parecida: objetos que se elevan o cambian de lugar; recipientes que son lanzados violentamente, y cosas semejantes.

De diferentes regiones y países provienen esas noticias. En todos los casos, los fenómenos se concentran siempre alrededor de una persona muy determinada.

Adondequiera que ella se encuentra, allí se producen los incidentes. En seguida se propagará, aquí y allá, la opinión de que esa persona ha de estar “poseída”, necesariamente. Otra cosa no pasa siquiera por la imaginación, sino que se habla sencillamente de “estar poseído” sin reflexionar y sin escrúpulo ninguno.

A menudo, han sido consultadas las autoridades y las iglesias de los distintos países, y cuando se hubo comprobado que no había engaño por ninguna parte, se procedió, algunas veces, a los exorcismos eclesiásticos. Pero éstos no podían servir de gran ayuda, porque eran ajenos a los hechos mismos.

En otros tiempos, se sometía a esas personas — en la mayor parte de los casos, niños o jóvenes muchachas — a un penosísimo interrogatorio, en toda regla, sobre hechicería, hasta que la atormentada persona declaraba todo tal como querían los jueces y los siervos de la iglesia. Entonces, se procedía, como remate, a un repugnante espectáculo, a fin de que, con la muerte en la hoguera del martirizado, la humanidad devota quedara libre de él.

Pero, en realidad, todo eso se verificó únicamente para entregarse a la criminal pasión de poder terrenal y para asegurarse mayor influencia sobre los hombres de aquel tiempo, tan ingenuamente crédulos.

Esa influencia fue aumentando, así, cada vez más. La razón de ello no residía en la pura convicción de servir a Dios procediendo así. Además, ese sacrílego proceder no hizo más que suscitar el temor humano, que oprimió toda confianza en Dios y dió rienda suelta al vicio de calumniar de la manera más ignominiosa.

En todo caso, el sombrío final ya era de prever con seguridad desde un principio, y se habría podido asesinar en seguida, sin más, a todos los acusados a la ligera. En verdad que la culpabilidad de los asesinos hubiera sido mucho más pequeña que la de aquellos monstruos con librea de siervos de Dios y vestiduras de juez.

No quiero hacer comparaciones entre la época antigua y el tiempo actual. Tampoco quiero tender ningún puente mediante comentarios especiales; pero espiritualmente, el proceso ocasionado por las habladurías irreflexivas sigue siendo exactamente el mismo hoy día. Sólo que está más atenuado físico-terrenalmente por las nuevas leyes. Y sin embargo, ahora como entonces, los ignorantes siguen pensando erróneamente en ese sentido y obrarían en consecuencia si las leyes no lo impidiesen.

En las tribus negras menos evolucionadas, todavía se persigue fanáticamente a esos hombres, se les mata o, también … se les venera. Los dos extremos aparecen siempre, muy cerca uno del otro, en todo comportamiento humano.

Y en las tribus primitivas e ignorantes, sus hechiceros tratan de expulsar a esos malos espíritus de la choza, martirizando al “poseso” a su manera.

Semejantes analogías podemos hallarlas por toda la Tierra y entre todos los pueblos. Son hechos que yo cito solamente para una mejor posibilidad de comprensión.

¡Pero, en todos esos casos, los hombres considerados como “posesos” son completamente inocentes! No hay el menor vestigio de posesión, ni, mucho menos, de esos demonios que se pretende expulsar. Todo eso son habladurías pueriles y superstición medieval, son los últimos residuos de la época de las hechicerías. En realidad, sólo se hacen culpables quienes, en su ignorancia, tratan de ayudar en virtud de falsos puntos de vista y superficiales enjuiciamientos.

En los manicomios hay más posesos de los que los hombres se imaginan. ¡Y ésos pueden ser curados!

Pero hoy, esos hombres dignos de lástima son considerados simplemente como dementes, y no se hace distinción ninguna entre los posesos y los verdaderamente enfermos, porque todavía no se entiende nada de eso.

Pero esa falta de comprensión proviene solamente del desconocimiento de la creación. Falta el conocimiento de la creación, que puede dar la base para conocer todos los procesos y modificaciones acaecidos en el hombre y a su alrededor, y que, por tanto, conduce hasta el verdadero saber, hacia esa ciencia futura que no necesitará ir tanteando con lamentables experimentos para, entonces, establecer una teoría que, en muchos casos, se revela como falsa una y otra vez en el curso de décadas.

¡Hombres! ¡Aprended a conocer la creación con las leyes que actúan en ella! Entonces, ya no necesitaréis tantear ni buscar; pues poseeréis todo cuanto necesitáis para ayudaron en todas las circunstancias de vuestra vida terrenal y, en sentido mucho más amplio, de vuestra existencia entera.

Entonces, ya no habrá ningún seudocientífico, sino que todos ellos serán hombres versados, para los que no podrá haber nada en la existencia humana que les resulte extraño.

Una parte sorprendentemente grande de los considerados actualmente como dementes incurables que han de pasar su vida encerrados en manicomios, no son tales dementes, sino posesos. Pasa aquí lo mismo que en tantas otras cosas: no se busca ahí y, por tanto, tampoco se puede encontrar nada, como se deduce de las palabras de Cristo, que dicen inequívocamente y exigen sin lugar a dudas: “¡Buscad y encontraréis!”

Esas palabras de Verdad tienen aplicación en todo lo de la Vida, en todas las formas. Por eso, ya he hecho alusión varias veces al hecho de que sólo encontrará valores en mi Mensaje el hombre que busque con toda sinceridad los valores contenidos en él.

Ninguno otro: porque la Palabra viva no “da” más que cuando entra en contacto con ella una sincera búsqueda salida del alma. Sólo entonces se abre en abundante generosidad.

La palabra “poseso” nunca se ha escuchado ni empleado hasta ahora — hoy tampoco — más que cuando no viene al caso en absoluto.

Y cuando procede emplearla, nadie piensa en ello siquiera.

Pero, también aquí, el carácter peculiar de la palabra humana ya ha acertado a expresar justamente, sin quererlo, el justo sentido; pues encontraréis en los manicomios a muchos seres, de quienes se dice con encogimiento de hombros: “Por lo demás, se comporta normalmente; sólo que está poseído de una idea fija”.

Sin querer, los hombres aciertan en lo justo, pero sin reflexionar más sobre ello.

Pero no solamente han de ser llamados posesos esos tales, sino que también pueden ser conceptuados así los que, además de tener una idea fija y momentos u horas de lucidez, divagan continuamente. Esos no siempre están enfermos realmente.

Tomemos como ejemplo uno de los muchos casos en que una joven es considerada como posesa por su medio ambiente o, al menos, es sospechosa de serlo, porque en su presencia suceden de repente cosas extrañas de cuya causa no se sabe nada.

A tal respecto, existen numerosas posibilidades de explicación que responden a la realidad; pero ni una sola es compatible con el caso de posesión.

Puede tratarse de un espíritu humano que se encuentre en la casa en cuestión atado a la Tierra por alguna razón; pues en todos los casos sólo puede tratarse de espíritus humanos que han pasado al más allá. Demonios o cosas parecidas no entran en consideración aquí bajo ningún aspecto.

Ese espíritu humano acaso esté atado a la casa o solamente al lugar, a ese punto, por una acción cualquiera. Por tanto, no es absolutamente necesario que haya hecho algo en el tiempo en que ya existía la casa, sino que también pudo haber sido hecho anteriormente en ese lugar o en las inmediaciones de donde se alza la casa actualmente.

A veces, ese espíritu está atado a ese lugar, desde hace décadas o siglos, por un crimen o por alguna negligencia de funestas consecuencias, por haber causado daños a otra persona o por cualquiera otra circunstancia de las muchas que pueden provocar una ligazón semejante.

No es obligado, pues, de ningún modo, que él esté relacionado con las personas que moran hoy en la casa. A pesar de su continua presencia en la casa, nunca, hasta entonces, había tenido oportunidad de manifestar su presencia en el plano físico-terrenal, cosa que ha sucedido ahora, mediante esa joven de manera de ser un tanto especial pero, también, momentánea solamente.

Esa forma de ser de la joven es una cuestión de por sí que no hace más que dar al espíritu la ocasión de una cierta materialización de su voluntad. Aparte de eso, no tiene absolutamente nada que ver con el espíritu.

La razón de esa singular forma de ser reside en la irradiación de la sangre en un momento dado, tan pronto como posee una composición muy determinada. De ahí saca el espíritu humano desprovisto de envoltura terrenal, la fuerza para la realización de su deseo de manifestarse, lo que, a menudo, degenera en molestas impertinencias.

Cada ser humano tiene una irradiación sanguínea diferente — como ya he indicado en otra ocasión — y esa composición se modifica varias veces durante la vida terrenal, con lo que también se modifica la naturaleza de la irradiación de esa sangre. Por esta razón, esa especial influencia de ciertas personas para desencadenar extraños acontecimientos, se mantiene, en la mayoría de los casos, sólo por un tiempo muy preciso; es, pues, temporal. Apenas sí habrá un solo caso en que haya persistido durante una vida terrenal entera. A veces, dura solamente semanas o meses; raramente años.

Así pues, el hecho de que semejantes acontecimientos cesen de repente no es prueba ninguna de que el espíritu en cuestión ya no esté presente o se haya liberado, sino que, en la mayoría de los casos, significa que ya no tiene ninguna posibilidad más de manifestarse tan palpablemente.

Por tanto, no es que haya sido “expulsado” o que haya desaparecido, sino que sigue ahí lo mismo que antes, cuando se mantuvo atado a ese lugar por mucho tiempo sin que los hombres se percataran de su presencia. Lo que sucede es que permanece tan imperceptible para ellos como lo es su constante ambiente espiritual. En realidad, los humanos nunca están solos.

Pero no he expuesto aquí sino una posibilidad, cuando se trata de un espíritu atado al lugar.

Sin embargo, también puede ser un espíritu humano que esté encadenado a una persona que vive en la casa, por uno cualquiera de los procesos que tan frecuentemente he mencionado en mi Mensaje. No tiene por qué ser precisamente el niño que, por su composición sanguínea, sólo ofrece la posibilidad pasajera de una manifestación visible terrenalmente. El causante propiamente dicho puede ser el padre, la madre, el hermano, la hermana o cualquiera otra persona que viva en la misma casa o frecuente la misma.

Y también ahí existe, a su vez, otra diferencia; pues una culpa, ya sea de esta vida terrenal actual, ya sea de otra anterior, puede adherirse al espíritu humano ya fallecido, tanto como a una persona que viva en la casa.

Las probabilidades son tan numerosas y, al mismo tiempo, presentan tal diversidad, que no es posible en absoluto dar una forma fija sin correr el peligro de suscitar, en cada caso particular, falsos pensamientos en los hombres y dar pie a un precipitado e irreflexivo enjuiciamiento.

Menciono todas estas razones posibles con el único fin de mostrar su gran variedad y advertir de que no se debe proceder demasiado deprisa a emitir una opinión a la ligera; pues, obrando así, es frecuente expresar una sospecha que no está justificada.

Por consiguiente, sed prudentes al hablar de cosas que no comprendéis. Sobre vosotros recae toda la responsabilidad, y puede ser que una sola palabra os ate igualmente durante años y décadas.

En semejantes casos, también puede ser que el espíritu en cuestión haya sido maligno y esté atado por alguna de sus culpas. Como no le resulta fácil cambiar en ese sentido, tan pronto como obtiene de algún sitio la fuerza necesaria para manifestarse en el plano físico-terrenal, descarga su odio sobre las personas cuya naturaleza se corresponde con la suya. Acaso haya sido él mismo el perjudicado y se ciña espiritualmente a la persona que, en otro tiempo, fue la causante de esos daños y que, ahora, vive en esa casa. Pero en todos los casos, cada una de sus malévolas y molestas acciones le ata de nuevo, por lo que no hace sino enredarse cada vez más; mientras que, con buena voluntad, podría liberarse y proseguir su ascensión. Con tal proceder, esos espíritus pendencieros no consiguen otra cosa que ocasionarse a sí mismos el daño más grande.

Pero la persona que, por su irradiación sanguínea, ofrece momentáneamente la posibilidad de tales manifestaciones, no tiene por qué estar relacionada de algún modo con el asunto en cuestión, si bien, como es natural, puede estar atada al espíritu o el espíritu a ella por una culpa anterior. Todo eso no está excluido. Pero una posesión no entra en consideración en ningún caso.

Si un hombre estuviera poseído de otro espíritu; es decir, si un espíritu extraño empleara momentáneamente o de continuo un cuerpo que no le pertenece, con el fin de manifestarse en el plano físico-terrenal, entonces, el mismo cuerpo terrenal afectado se vería obligado a llevar a cabo todos los incidentes: arrojar cosas, golpear, arañar, destruir o cualquiera otra manifestación.

En cuanto alguien está poseído, el espíritu extraño en cuestión actúa continuamente por mediación directa del cuerpo físico al que se ha unido y del que se ha apoderado parcialmente, utilizándolo para sus propios fines. De ahí proviene, en realidad, el término “poseído”, porque el espíritu extraño toma posesión del cuerpo de un hombre terrenal, se apodera de él con el fin de actuar en el plano físico-terrenal. Se toma el derecho de posesionarse del cuerpo físico que le es ajeno. Y entonces, ese cuerpo está “poseído” de él o, podríamos decir también, está “ocupado” por él. Se instaura allí, lo posee o lo ha poseído temporalmente.

Es muy natural que ese proceso de tomar posesión se realice, ante todo, en los cerebros. Entonces, esos hombres terrenales a los que les pasa eso son considerados como anormales espiritualmente o dementes, porque sucede a menudo que dos espíritus humanos distintos se disputan la utilización de un mismo cerebro y luchan por conseguirlo.

Por eso, suele tomar expresión una serie desordenada e incomprensible de pensamientos, palabras y obras que es contradicen mutuamente, puesto que son dos espíritus distintos los que tratan de imponer su voluntad: el propietario legítimo y el intruso. Naturalmente, eso también ocasiona una sobretensión de los nervios cerebrales, que se desquician y son sacudidos literalmente, con lo que, considerándolo desde fuera, el hombre sólo puede constatar perturbaciones mentales, a pesar de que el cerebro en sí puede estar sano. Sólo la lucha y la disputa de los espíritus distintos ponen en evidencia la confusión.

También sucede de cuando en cuando, que el espíritu extraño que se ha apoderado por la fuerza de un cuerpo terrenal no se conforma con servirse por completo del cerebro, sino que sus pretensiones son mucho más amplias y subyuga, también, a otras partes del cuerpo para sus fines, llegando incluso a expulsar al alma, que es la legítima poseedora del cuerpo, no dejándole más que una pequeña parte, que él no puede robar sin poner en peligro la vida del propio cuerpo.

En casos de tal gravedad aparece esa doble vida de un persona — frecuentemente mencionada en los relatos judiciales — que tantos quebraderos de cabeza ha dado a los sabios y que ha llegado a arrastrar al suicidio a la persona afectada, desesperada por su estado.

Pero también esos procesos tienen una explicación conforme a las leyes de la creación. Siempre están estrictamente supeditados a condiciones que han de ser cumplidas previamente por ambas partes. El ser humano no queda, sin más, a merced de la voluntad de intrusión de un espíritu extraño.

Así tenemos, por ejemplo, que el espíritu del hombre cuyo cuerpo ofrece la posibilidad de semejante abuso por parte de otro espíritu extraño, dejándolo, más o menos, a su disposición, siempre es un espíritu perezoso o débil; pues, si no lo fuera, sus propios medios naturales de defensa serían suficientemente eficaces para impedirlo.

La pereza o debilidad de espíritu es causada por culpa propia, pero no puede ser apreciada por la humanidad. Ese estado es igualmente una consecuencia de la dominación del intelecto, que limita y amuralla al espíritu, le oprime. Es, pues, una consecuencia de ese pecado original que he descrito exactamente en mi Mensaje junto con todos sus perniciosos efectos, entre los que también se cuenta la posibilidad de llegar a ser poseído.

Sin embargo, un hombre de espíritu cansado puede ser extraordinariamente vivaz en sus pensamientos, así como en aprender porque la pereza espiritual no tiene nada que ver con la agudeza del intelecto, como ya saben los lectores de mi Mensaje.

En realidad, precisamente el espíritu de los sabios prominentes suele ser muy limitado y estar fuertemente atado a lo terrenal. Como expresión apropiada al caso, se podría emplear el término: “alicaídos espiritualmente”, porque eso es lo que da mejor forma al concepto. El espíritu de más de un gran sabio intelectual ya está sumido, en realidad, en un sueño que se acerca a la muerte espiritual, mientras que, en la Tierra, esos hombres son honrados, por los demás seres humanos, como lumbreras de especial realce.

Así pues, un hombre así afectado puede ser de inteligencia extraordinariamente despierta y ágil, y, no obstante, poseer un espíritu cansado que se deja disputar, en parte, su cuerpo físico por otro espíritu humano incorpóreo.

¡Volveos, pues, versados en las originarias leyes de Dios en la creación, oh hombres, y podréis evitaros muchos males! ¡Arrancad de vosotros esa vacía pretensión de saber, que sólo es capaz de crear una obra fragmentaria apenas utilizable en la más pequeña necesidad!

Para reconocer estas cosas, falta saber a la ciencia actual; pues lo que ella ha enseñado y ha creído saber hasta hoy, no hace sino probar clara y evidentemente que, en realidad, no sabe absolutamente nada de la creación. Le falta el conocimiento de la gran relación de las cosas entre sí y, por tanto, la idea fundamental del evento real. Su visión es muy corta, muy limitada, y pasa por alto todas las grandes verdades: ¡Pero nos hallamos en el punto crucial de una nueva época en la que todo volverá a renacer!

Por consiguiente, no siempre se ha de sospechar de un niño o un adulto cuando provoca cosas tales como arrastrar ruidosamente objetos o arrojarlos. La base de tales fenómenos es tan diversa, que sólo puede ser determinada por verdaderos versados, en cada caso particular y sobre el propio terreno.

Con lo dicho aquí no han quedado apuradas todas las posibilidades; pero una cosa queda en pie: la posesión no entra en consideración aquí.

Como es natural, en el caso de las personas que, por la momentánea irradiación de su sangre, hacen posible semejantes manifestaciones de un espíritu extraño atado a lo terrenal, también pueden sobrevenir, en el curso de tales acontecimientos, convulsiones físicas, accesos de fiebre e incluso pérdida del sentido.

Pero todo eso proviene solamente de que el espíritu extraño, atrayendo hacia sí bruscamente las irradiaciones que le sirven de ayuda, las retira literalmente del cuerpo por la fuerza, provocando perturbaciones en la armonía de la normal irradiación del cuerpo, lo que, naturalmente, en seguida se hace patente en él.

Sin embargo, todo eso no es más que una serie de acontecimientos sencillos por demás, que pueden ser explicados lógicamente mediante una buena observación, tan solo con conocer las justas relaciones.

Inútiles habladurías y sospechas a tal efecto no tienen ningún sentido; sólo pueden servir para dañar a personas que no tienen absolutamente ninguna relación con todo ese asunto.

¡Cuidad, pues, oh hombres, vuestras palabras! Pues también éstas os arrastrarán hacia abajo, ya que todo lo innecesario estorba en la creación, y todo lo que estorba se hunde conforme a la ley de la pesadez.

Mas si habláis bien y verazmente, os impulsaréis a vosotros mismos y, por la claridad de vuestras palabras, os volveréis más ligeros y os elevaréis; porque también aquí se tienden hilos y se anudan lo mismo que cuando pensáis y obráis. Y entonces, cuando ya no queráis hablar en vano, os volveréis más callados, más reservados, y se acumularán en vosotros las fuerzas que yo he denominado: el poder del silencio.

Se convertirá en algo natural en cuanto estéis dispuestos a no hablar más que lo que sea útil, tal como debiera haber procedido siempre el hombre desde un principio. Entonces, ya no llenará con sus conversaciones ni la tercera parte del tiempo que ha empleado hasta ahora en hablar.

Pero, por desgracia, prefiere hablar ligeramente a callar, por lo que es arrastrado cada vez más profundamente según la ley de la pesadez, que empuja hacia abajo y obliga a hundirse a todo lo inútil de la creación por ser inservible.

¡Cuidad, pues, vuestras palabras, oh hombres! ¡No toméis tan a la ligera la mala costumbre de hablar irreflexivamente!

* * *




EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

34. ¡DESECHAD A LOS FARISEOS!

 

34. ¡DESECHAD A LOS FARISEOS!

LA EXPRESIÓN “FARISEOS” ha llegado a ser un concepto que no encierra en sí nada bueno, sino que constituye un compendio de orgullo espiritual, hipocresía, disimulo y, a veces, perfidia también.

Hombres merecedores de tal designación podéis hallarlos actualmente por doquier, en todos los países y en todos los círculos. Eso no guarda relación ninguna ni con la raza ni con la nación y, hoy día, son más numerosos que nunca. Pero, en la actualidad, la mayor parte de ellos siguen encontrándose allí donde han sido hallados en mayor número en todas las épocas: entre los servidores y representantes de templos e iglesias.

Y cosa extraña: dondequiera que un mensajero de la Luz ha venido a anunciar la Verdad conforme a la Voluntad de Dios, ha sido atacado, vilipendiado, calumniado y perseguido ante todo por los representantes y servidores de las tendencias religiosas imperantes en las respectivas épocas; es decir, por quienes pretendían servir a Dios y por los hombres que, incluso, se atribuían el derecho de representar la Voluntad divina.

Eso ha sido así desde tiempos inmemoriables: desde el más sencillo curandero y hechicero hasta los sacerdotes de más alta jerarquía. Todos, sin excepción, se han sentido siempre amenazados por la Verdad, de aquí que intrigaran solapadamente o instigaran abiertamente contra todo ser humano elegido, predestinado o enviado por Dios para traer la Luz a los hombres terrenales.

Contra la irrefutabilidad de este hecho no sirve de nada negarlo, tergiversarlo o tratar de justificarlo: ¡La historia universal da testimonio de ello! Testimonia claramente, evidentemente e imborrablemente de que nunca ha sido de otro modo y de que no se ha dado ni una excepción en ninguno de los muchos casos. Siempre, absolutamente siempre, los sacerdotes han sido, precisamente, los más declarados adversarios de la Luz y, por tanto, los enemigos de Dios, cuya Voluntad no han querido respetar, sino que, por el contrario, la combatieron y opusieron a ella su propia voluntad.

De qué sirve que, más tarde, haya llegado alguna vez el reconocimiento, si, entonces, ya era demasiado tarde para muchas cosas.

Eso sólo demuestra, por el contrario, que los sacerdotes son precisamente quienes nunca han estado en condiciones de reconocer la Verdad y la Luz a su debido tiempo.

El conocimiento ha residido siempre en algunos de entre el pueblo, pero no en los sacerdotes o en aquellos que, por razones puramente profesionales, se ocupan en querer reconocer a Dios.

Y esos pocos del pueblo se mantuvieron tan firmemente en sus convicciones que, más tarde, hasta los mismos sacerdotes juzgaron más prudente seguir el movimiento a su manera, para no perder la supremacía. Los servidores y representantes de una tendencia teológica no han acogido nunca, con alegría y buena voluntad, a un mensajero divino. Es una cosa manifiesta que ni esos enviados de Dios, ni Su propio Hijo, podían salir de entre sus filas. Resulta extraño que nadie piense en que Dios mismo pronunció, así, Su sentencia y que, de esa suerte, expuso claramente Su Voluntad.

Las experiencias de muchos miles de años confirman siempre, una y otra vez, que los sacerdotes nunca han sido capaces de reconocer la Verdad divina, sino que, en su presunción, se cerraron a ella constantemente: algunas veces, también por temor o por indolente comodidad. Ellos mismos han venido aportando continuamente nuevas pruebas de ello, ya que siempre han atacado a cada mensajero divino con los medios más indecentes que un ser humano puede emplear. No se puede discutir esto en modo alguno; pues las mismas épocas pasadas dan la prueba irrefutable.

En todos los casos. Incluso cuando se trató del Hijo de Dios. Tampoco fue el amor a la humanidad lo que incitó a los sacerdotes a obrar de esa suerte, sino la envidia profesional: nada más que eso. La Verdad les molestaba porque nunca la habían enseñado fielmente, ya que ellos mismos no la conocían.

Y para reconocer que aún no sabían muchas cosas y que, por tanto, extendían falsas ideas respecto a ciertas cosas, eran demasiado débiles humanamente, y tampoco eran capaces de ello por la preocupación de que, de ese modo, se tambalearía el prestigio de que gozaban.

Profundizad seriamente en la historia universal con espíritu investigador: encontraréis que nunca ha sido de otro modo. Pero todavía falta el primero que quiera sacar una enseñanza de ahí. Nadie lo ha tomado como advertencia, porque el hecho en sí, si bien permanece siempre el mismo, aparece continuamente bajo nuevas formas: de ahí que el ser humano, buscando siempre su comodidad, piense que es precisamente en su época cuando las cosas son de otro modo. Pero todo sigue siendo hoy tal como era antes. El presente no acusa diferencia ninguna con el pasado. Ahí no ha cambiado nada: todo lo más, se ha agravado.

Id y preguntad a los hombres sinceros que sirven a la Iglesia y que, a pesar de ello, aún tienen el valor de confesar abiertamente sus inquietudes más íntimas y no temen ser sinceros consigo… Todos ellos se verán obligados a admitir que, aún hoy día, la Iglesia hace la vida imposible y persigue con intrigas a todo el que puede poner en peligro la firmeza de los rígidos dogmas que la sostienen. ¡Lo mismo sucedería si Cristo Jesús volviera a aparecer ahora repentinamente, como ser humano, en medio de ellos, bajo la misma forma que en aquel entonces! Si no admitiese que, en su dominio, ellos son los únicos que poseen el justo concepto de la Verdad, le tratarían sin más, como enemigo y no vacilarían en modo alguno en acusarle otra vez de blasfemo. Le cubrirían de fango y no faltarían horrendas calumnias.

¡Así es y no de otro modo! Ahora bien, la razón de esta falsa manera de obrar no es el ardiente deseo de honrar al Dios Todopoderoso, sino la lucha por la influencia humana, por el poder terrenal y por el pan material.

Sin embargo, vosotros, hombres, no sacáis de estos hechos numerosos ninguna consecuencia provechosa para vosotros mismos y para vuestras búsquedas, a pesar de que esos hechos son fácilmente reconocibles por la misma razón de la lucha de todas las iglesias entre sí. Vosotros os hacéis a ello con suma facilidad.

¡Pero no creáis que Dios, en Sus sagradas leyes, también lo dará por bueno! Seréis despertados de esa irresponsable pereza de manera súbita y brusca.

El segundo círculo de enemigos de la Verdad está constituido por los orgullosos de espíritu que no se cuentan entre la casta sacerdotal.

Son los que, por alguna razón, están poseídos de sí mismos. Puede tratarse de un hombre que haya vivido, según su forma de ser, una íntima experiencia, sin importar cual haya sido la causa. No tiene por qué ser necesariamente un sufrimiento. A veces, es una alegría, una imagen cualquiera, una solemnidad; en suma: motivos no faltan.

Entonces, ese hombre se aferra al acontecimiento único que tanto le ha conmovido, sin pensar en que, muy probablemente, esa experiencia ha surgido de sí mismo y, por tanto no es una experiencia propiamente dicha. Sin embargo, en seguida tratará de ponerse por encima de sus semejantes, alegando, para su propia tranquilidad: “¡Yo he tenido mi experiencia y sé, por consiguiente, que poseo el verdadero conocimiento de Dios!”

¡Pobre hombre! La experiencia de un espíritu humano tiene que ser múltiple si éste quiere madurar verdaderamente con vistas a un conocimiento más elevado. iY ese espíritu humano terrenal, tan perezoso y tan engreído, conserva en sí apretadamente, como en un joyero, una sola experiencia y procura no deshacerse de ella nunca más, porque piensa que, con ello, ya se ha realizado todo y ya ha hecho bastante para toda su vida. Los insensatos que así obran serán despertados ahora, para que vean que estaban dormidos.

Bien está que, alguna vez, el hombre tenga una experiencia interior; pero con eso no está hecho todo. No debe contentarse con ello, sino que ha de proseguir imperturbablemente su camino, ha de mantenerse activo espiritualmente. Siguiendo ese camino, se daría cuenta muy pronto de que su experiencia no ha sido más que una transición para mantenerle despierto a fin de poder alcanzar el conocimiento real.

Pero así, florece en él el orgullo espiritual de imaginarse más que quienes no van por su camino y tienen otras creencias.

El hombre tiene que seguir adelante, siempre adelante, por el camino a través de la creación. También debe progresar continuamente en el conocimiento de todo lo que encuentre en ella. Nunca debe sentirse seguro ni complacerse en una única experiencia que haya tenido alguna vez. Debe avanzar, avanzar ininterrumpidamente con todas sus fuerzas. Detenerse es retrasarse, y a los retrasados les amenaza el peligro. Ahora bien, por el camino ascendente, los peligros siempre quedan atrás, nunca delante, del espíritu humano: que éste tenga conciencia de ello.

Por eso, dad de lado tranquilamente a esos hombres que tan engreídamente tratan de hablar de sí mismos. Considerad sus acciones, su forma de ser, y pronto sabréis a qué ateneros respecto a ellos. Muchos, muchísimos son los que pertenecen a ese círculo. Son frutos vacíos que han de ser desechados; pues no reciben nada, ya que, en su presunción, se imaginan poseerlo todo.

El tercer gran círculo de ineptos lo constituyen los fantasiosos y los exaltados, que se apasionan fácilmente con lo nuevo y son nocivos para todo lo verdaderamente bueno. Esos tales siempre quieren conquistar el mundo inmediatamente, pero se desmoronan interiormente en cuanto se trata de dar prueba de fuerza en la perseverancia y de influir constantemente sobre sí mismos.

En ocasiones, estarían dispuestos a dar el asalto si la resistencia no se prolongara demasiado y si se tratase de abalanzarse sobre el prójimo con intención de enseñarle, sin que ellos mismos posean una base sólida para ello. Fuegos artificiales que se inflaman rápidamente y se desvanecen en seguida. Forman parte de los superficiales, que no poseen gran valor.

A este círculo se agrega todavía otro, compuesto por esos hombres que no pueden menos de adaptar sus propios pensamientos a lo que se les ha dado, a fin de que, al difundir la pequeña gota de Verdad que ellos han tenido oportunidad de recoger, puedan rodearse de una cierta gloria. No pueden abstenerse de entretejer sus propias opiniones con lo leído o escuchado, y de continuar hilando todo tal como nace de su imaginación.

Por suerte, esos hombres no son numerosos, pero tanto más peligrosos, porque, de un grano de Verdad, crean y propagan herejías. Por las variables formas de su actividad, son seres nocivos, no sólo para sí mismos, sino también para muchos de sus contemporáneos. A tal efecto, tomemos un pequeño ejemplo que todos conocen: las novelas y cuentos fantásticos. ¡A qué criminales acciones no habrá conducido todo eso por razón de un aparente grano de Verdad, o, mejor dicho, de qué no será capaz, a la vista de esas cosas, un hombre de imaginación un tanto excesiva!

No siempre se admite como razón, que el escritor sólo quiere ganar dinero lisonjeando la mórbida inclinación de sus semejantes hacia lo extravagante y ofreciéndoles los relatos más increíbles, en los que puedan recrearse a sus anchas contemplativamente. En la mayoría de los casos, la razón es mucho más profunda. Tales hombres quieren principalmente brillar por sus obras y por sus revelaciones. Pretenden hacer ostentación de su ingenio ante los demás y piensan que, con ello, dan nuevas perspectivas para las investigaciones y estimulan a emprender obras extraordinarias.

¡Pero cuánta insensatez suele ponerse en evidencia ahí! Consideremos solamente algunos de los fantásticos relatos escritos y publicados sobre los Marcianos. Cada línea denota una incomprensión absoluta frente a las leyes de Dios en la creación. Al fin y al cabo, Marte también ha de ser contado, lo mismo que todo el resto, como perteneciente a la creación.

Se describen ahí criaturas que, efectivamente, sólo pueden proceder de una imaginación enfermiza arraigada en la idea de que, allí, los hombres tienen que ser de una constitución completamente distinta de la de los hombres de la Tierra, ya que Marte es otro planeta.

Las aclaraciones a tal efecto se harán por el estudio del conocimiento de las leyes de la creación. Ese conocimiento de las leyes abrirá, entonces, a los sabios y a los técnicos, perspectivas muy distintas con fundamentos precisos, y, de este modo, aportará progresos y éxitos también distintos en todos los dominios.

Ya he dicho repetidas veces que no hay ninguna razón para imaginar que, en la creación, lo que se encuentre más alejado de la Tierra o no pueda ser percibido con los ojos físicos haya de ser distinto. La creación ha surgido a partir de leyes uniformes, es uniforme igualmente en su evolución y seguirá siendo mantenida en su uniformidad. Es erróneo dar rienda suelta a una imaginación calenturienta o tomarla simplemente en consideración a tal respecto.

Todo hombre de la poscreación es una reproducción de las criaturas hechas a imagen de Dios. En toda la creación, los hombres llevan, por tanto, la forma más o menos ennoblecida que se les ha asignado como tales seres humanos. Pero la forma en sí siempre puede ser reconocida y no puede tener, por ejemplo, tres piernas o un ojo en medio de la frente, a no ser que se trate de un monstruo como los que se dan alguna vez que otra aisladamente. Pero eso no debe ser tomado como base.

Lo que no tenga la forma humana fundamental, tampoco puede ser conceptuado como ser humano. Así tenemos, por ejemplo, que un germen espiritual, en sus diferentes grados evolutivos, no es todavía un ser humano, pero, no obstante, no tendría las anormales formas que describen los perniciosos fantasiosos.

En las esferas oscuras y más sombrías de la materialidad física media y sutil, pueden encontrarse formas fantásticas con rostros humanos, semejantes a animales, que corresponden siempre a la manera en que un espíritu humano ha pensado y obrado en la Tierra. Sin embargo, en la mayoría de los casos, esas formas sólo son productos del pensamiento humano. Llevan temporalmente el rostro del hombre que las engendró, porque, siendo hijos de sus pensamientos, han procedido de él.

Y si un ser humano ha llegado a ser tal que se consume literalmente en odio, envidia o en una cualquiera de las malas pasiones, sucede que, fuera de la pesadez terrenal, se forma un cuerpo de esa especie alrededor de su espíritu. Ahora bien, con ello ha perdido, también, todo derecho a ser hombre, por lo que no debe ni puede tener ningún parecido más con la forma de las reproducciones de los seres creados a imagen de Dios. Entonces, deja de ser realmente hombre para convertirse en un ser degenerado que aún es desconocido de los hombres terrenales y que, por tanto, no ha podido ser designado, todavía, por ellos con un nombre.

Pero esas quimeras propias de hombres fantasiosos pronto dejarán de ser propagadas, porque se aproxima el tiempo en que ya será suficientemente amplio el conocimiento de las leyes divinas en la creación, por lo que tales asertos desprovistos de veracidad desaparecerán por sí solos. Entonces, los hombres se reirán al echar una mirada retrospectiva a la época actual, que da a conocer claramente su ignorancia en muchas cosas.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

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