viernes, 30 de diciembre de 2022

34. ¡DESECHAD A LOS FARISEOS!

 

34. ¡DESECHAD A LOS FARISEOS!

LA EXPRESIÓN “FARISEOS” ha llegado a ser un concepto que no encierra en sí nada bueno, sino que constituye un compendio de orgullo espiritual, hipocresía, disimulo y, a veces, perfidia también.

Hombres merecedores de tal designación podéis hallarlos actualmente por doquier, en todos los países y en todos los círculos. Eso no guarda relación ninguna ni con la raza ni con la nación y, hoy día, son más numerosos que nunca. Pero, en la actualidad, la mayor parte de ellos siguen encontrándose allí donde han sido hallados en mayor número en todas las épocas: entre los servidores y representantes de templos e iglesias.

Y cosa extraña: dondequiera que un mensajero de la Luz ha venido a anunciar la Verdad conforme a la Voluntad de Dios, ha sido atacado, vilipendiado, calumniado y perseguido ante todo por los representantes y servidores de las tendencias religiosas imperantes en las respectivas épocas; es decir, por quienes pretendían servir a Dios y por los hombres que, incluso, se atribuían el derecho de representar la Voluntad divina.

Eso ha sido así desde tiempos inmemoriables: desde el más sencillo curandero y hechicero hasta los sacerdotes de más alta jerarquía. Todos, sin excepción, se han sentido siempre amenazados por la Verdad, de aquí que intrigaran solapadamente o instigaran abiertamente contra todo ser humano elegido, predestinado o enviado por Dios para traer la Luz a los hombres terrenales.

Contra la irrefutabilidad de este hecho no sirve de nada negarlo, tergiversarlo o tratar de justificarlo: ¡La historia universal da testimonio de ello! Testimonia claramente, evidentemente e imborrablemente de que nunca ha sido de otro modo y de que no se ha dado ni una excepción en ninguno de los muchos casos. Siempre, absolutamente siempre, los sacerdotes han sido, precisamente, los más declarados adversarios de la Luz y, por tanto, los enemigos de Dios, cuya Voluntad no han querido respetar, sino que, por el contrario, la combatieron y opusieron a ella su propia voluntad.

De qué sirve que, más tarde, haya llegado alguna vez el reconocimiento, si, entonces, ya era demasiado tarde para muchas cosas.

Eso sólo demuestra, por el contrario, que los sacerdotes son precisamente quienes nunca han estado en condiciones de reconocer la Verdad y la Luz a su debido tiempo.

El conocimiento ha residido siempre en algunos de entre el pueblo, pero no en los sacerdotes o en aquellos que, por razones puramente profesionales, se ocupan en querer reconocer a Dios.

Y esos pocos del pueblo se mantuvieron tan firmemente en sus convicciones que, más tarde, hasta los mismos sacerdotes juzgaron más prudente seguir el movimiento a su manera, para no perder la supremacía. Los servidores y representantes de una tendencia teológica no han acogido nunca, con alegría y buena voluntad, a un mensajero divino. Es una cosa manifiesta que ni esos enviados de Dios, ni Su propio Hijo, podían salir de entre sus filas. Resulta extraño que nadie piense en que Dios mismo pronunció, así, Su sentencia y que, de esa suerte, expuso claramente Su Voluntad.

Las experiencias de muchos miles de años confirman siempre, una y otra vez, que los sacerdotes nunca han sido capaces de reconocer la Verdad divina, sino que, en su presunción, se cerraron a ella constantemente: algunas veces, también por temor o por indolente comodidad. Ellos mismos han venido aportando continuamente nuevas pruebas de ello, ya que siempre han atacado a cada mensajero divino con los medios más indecentes que un ser humano puede emplear. No se puede discutir esto en modo alguno; pues las mismas épocas pasadas dan la prueba irrefutable.

En todos los casos. Incluso cuando se trató del Hijo de Dios. Tampoco fue el amor a la humanidad lo que incitó a los sacerdotes a obrar de esa suerte, sino la envidia profesional: nada más que eso. La Verdad les molestaba porque nunca la habían enseñado fielmente, ya que ellos mismos no la conocían.

Y para reconocer que aún no sabían muchas cosas y que, por tanto, extendían falsas ideas respecto a ciertas cosas, eran demasiado débiles humanamente, y tampoco eran capaces de ello por la preocupación de que, de ese modo, se tambalearía el prestigio de que gozaban.

Profundizad seriamente en la historia universal con espíritu investigador: encontraréis que nunca ha sido de otro modo. Pero todavía falta el primero que quiera sacar una enseñanza de ahí. Nadie lo ha tomado como advertencia, porque el hecho en sí, si bien permanece siempre el mismo, aparece continuamente bajo nuevas formas: de ahí que el ser humano, buscando siempre su comodidad, piense que es precisamente en su época cuando las cosas son de otro modo. Pero todo sigue siendo hoy tal como era antes. El presente no acusa diferencia ninguna con el pasado. Ahí no ha cambiado nada: todo lo más, se ha agravado.

Id y preguntad a los hombres sinceros que sirven a la Iglesia y que, a pesar de ello, aún tienen el valor de confesar abiertamente sus inquietudes más íntimas y no temen ser sinceros consigo… Todos ellos se verán obligados a admitir que, aún hoy día, la Iglesia hace la vida imposible y persigue con intrigas a todo el que puede poner en peligro la firmeza de los rígidos dogmas que la sostienen. ¡Lo mismo sucedería si Cristo Jesús volviera a aparecer ahora repentinamente, como ser humano, en medio de ellos, bajo la misma forma que en aquel entonces! Si no admitiese que, en su dominio, ellos son los únicos que poseen el justo concepto de la Verdad, le tratarían sin más, como enemigo y no vacilarían en modo alguno en acusarle otra vez de blasfemo. Le cubrirían de fango y no faltarían horrendas calumnias.

¡Así es y no de otro modo! Ahora bien, la razón de esta falsa manera de obrar no es el ardiente deseo de honrar al Dios Todopoderoso, sino la lucha por la influencia humana, por el poder terrenal y por el pan material.

Sin embargo, vosotros, hombres, no sacáis de estos hechos numerosos ninguna consecuencia provechosa para vosotros mismos y para vuestras búsquedas, a pesar de que esos hechos son fácilmente reconocibles por la misma razón de la lucha de todas las iglesias entre sí. Vosotros os hacéis a ello con suma facilidad.

¡Pero no creáis que Dios, en Sus sagradas leyes, también lo dará por bueno! Seréis despertados de esa irresponsable pereza de manera súbita y brusca.

El segundo círculo de enemigos de la Verdad está constituido por los orgullosos de espíritu que no se cuentan entre la casta sacerdotal.

Son los que, por alguna razón, están poseídos de sí mismos. Puede tratarse de un hombre que haya vivido, según su forma de ser, una íntima experiencia, sin importar cual haya sido la causa. No tiene por qué ser necesariamente un sufrimiento. A veces, es una alegría, una imagen cualquiera, una solemnidad; en suma: motivos no faltan.

Entonces, ese hombre se aferra al acontecimiento único que tanto le ha conmovido, sin pensar en que, muy probablemente, esa experiencia ha surgido de sí mismo y, por tanto no es una experiencia propiamente dicha. Sin embargo, en seguida tratará de ponerse por encima de sus semejantes, alegando, para su propia tranquilidad: “¡Yo he tenido mi experiencia y sé, por consiguiente, que poseo el verdadero conocimiento de Dios!”

¡Pobre hombre! La experiencia de un espíritu humano tiene que ser múltiple si éste quiere madurar verdaderamente con vistas a un conocimiento más elevado. iY ese espíritu humano terrenal, tan perezoso y tan engreído, conserva en sí apretadamente, como en un joyero, una sola experiencia y procura no deshacerse de ella nunca más, porque piensa que, con ello, ya se ha realizado todo y ya ha hecho bastante para toda su vida. Los insensatos que así obran serán despertados ahora, para que vean que estaban dormidos.

Bien está que, alguna vez, el hombre tenga una experiencia interior; pero con eso no está hecho todo. No debe contentarse con ello, sino que ha de proseguir imperturbablemente su camino, ha de mantenerse activo espiritualmente. Siguiendo ese camino, se daría cuenta muy pronto de que su experiencia no ha sido más que una transición para mantenerle despierto a fin de poder alcanzar el conocimiento real.

Pero así, florece en él el orgullo espiritual de imaginarse más que quienes no van por su camino y tienen otras creencias.

El hombre tiene que seguir adelante, siempre adelante, por el camino a través de la creación. También debe progresar continuamente en el conocimiento de todo lo que encuentre en ella. Nunca debe sentirse seguro ni complacerse en una única experiencia que haya tenido alguna vez. Debe avanzar, avanzar ininterrumpidamente con todas sus fuerzas. Detenerse es retrasarse, y a los retrasados les amenaza el peligro. Ahora bien, por el camino ascendente, los peligros siempre quedan atrás, nunca delante, del espíritu humano: que éste tenga conciencia de ello.

Por eso, dad de lado tranquilamente a esos hombres que tan engreídamente tratan de hablar de sí mismos. Considerad sus acciones, su forma de ser, y pronto sabréis a qué ateneros respecto a ellos. Muchos, muchísimos son los que pertenecen a ese círculo. Son frutos vacíos que han de ser desechados; pues no reciben nada, ya que, en su presunción, se imaginan poseerlo todo.

El tercer gran círculo de ineptos lo constituyen los fantasiosos y los exaltados, que se apasionan fácilmente con lo nuevo y son nocivos para todo lo verdaderamente bueno. Esos tales siempre quieren conquistar el mundo inmediatamente, pero se desmoronan interiormente en cuanto se trata de dar prueba de fuerza en la perseverancia y de influir constantemente sobre sí mismos.

En ocasiones, estarían dispuestos a dar el asalto si la resistencia no se prolongara demasiado y si se tratase de abalanzarse sobre el prójimo con intención de enseñarle, sin que ellos mismos posean una base sólida para ello. Fuegos artificiales que se inflaman rápidamente y se desvanecen en seguida. Forman parte de los superficiales, que no poseen gran valor.

A este círculo se agrega todavía otro, compuesto por esos hombres que no pueden menos de adaptar sus propios pensamientos a lo que se les ha dado, a fin de que, al difundir la pequeña gota de Verdad que ellos han tenido oportunidad de recoger, puedan rodearse de una cierta gloria. No pueden abstenerse de entretejer sus propias opiniones con lo leído o escuchado, y de continuar hilando todo tal como nace de su imaginación.

Por suerte, esos hombres no son numerosos, pero tanto más peligrosos, porque, de un grano de Verdad, crean y propagan herejías. Por las variables formas de su actividad, son seres nocivos, no sólo para sí mismos, sino también para muchos de sus contemporáneos. A tal efecto, tomemos un pequeño ejemplo que todos conocen: las novelas y cuentos fantásticos. ¡A qué criminales acciones no habrá conducido todo eso por razón de un aparente grano de Verdad, o, mejor dicho, de qué no será capaz, a la vista de esas cosas, un hombre de imaginación un tanto excesiva!

No siempre se admite como razón, que el escritor sólo quiere ganar dinero lisonjeando la mórbida inclinación de sus semejantes hacia lo extravagante y ofreciéndoles los relatos más increíbles, en los que puedan recrearse a sus anchas contemplativamente. En la mayoría de los casos, la razón es mucho más profunda. Tales hombres quieren principalmente brillar por sus obras y por sus revelaciones. Pretenden hacer ostentación de su ingenio ante los demás y piensan que, con ello, dan nuevas perspectivas para las investigaciones y estimulan a emprender obras extraordinarias.

¡Pero cuánta insensatez suele ponerse en evidencia ahí! Consideremos solamente algunos de los fantásticos relatos escritos y publicados sobre los Marcianos. Cada línea denota una incomprensión absoluta frente a las leyes de Dios en la creación. Al fin y al cabo, Marte también ha de ser contado, lo mismo que todo el resto, como perteneciente a la creación.

Se describen ahí criaturas que, efectivamente, sólo pueden proceder de una imaginación enfermiza arraigada en la idea de que, allí, los hombres tienen que ser de una constitución completamente distinta de la de los hombres de la Tierra, ya que Marte es otro planeta.

Las aclaraciones a tal efecto se harán por el estudio del conocimiento de las leyes de la creación. Ese conocimiento de las leyes abrirá, entonces, a los sabios y a los técnicos, perspectivas muy distintas con fundamentos precisos, y, de este modo, aportará progresos y éxitos también distintos en todos los dominios.

Ya he dicho repetidas veces que no hay ninguna razón para imaginar que, en la creación, lo que se encuentre más alejado de la Tierra o no pueda ser percibido con los ojos físicos haya de ser distinto. La creación ha surgido a partir de leyes uniformes, es uniforme igualmente en su evolución y seguirá siendo mantenida en su uniformidad. Es erróneo dar rienda suelta a una imaginación calenturienta o tomarla simplemente en consideración a tal respecto.

Todo hombre de la poscreación es una reproducción de las criaturas hechas a imagen de Dios. En toda la creación, los hombres llevan, por tanto, la forma más o menos ennoblecida que se les ha asignado como tales seres humanos. Pero la forma en sí siempre puede ser reconocida y no puede tener, por ejemplo, tres piernas o un ojo en medio de la frente, a no ser que se trate de un monstruo como los que se dan alguna vez que otra aisladamente. Pero eso no debe ser tomado como base.

Lo que no tenga la forma humana fundamental, tampoco puede ser conceptuado como ser humano. Así tenemos, por ejemplo, que un germen espiritual, en sus diferentes grados evolutivos, no es todavía un ser humano, pero, no obstante, no tendría las anormales formas que describen los perniciosos fantasiosos.

En las esferas oscuras y más sombrías de la materialidad física media y sutil, pueden encontrarse formas fantásticas con rostros humanos, semejantes a animales, que corresponden siempre a la manera en que un espíritu humano ha pensado y obrado en la Tierra. Sin embargo, en la mayoría de los casos, esas formas sólo son productos del pensamiento humano. Llevan temporalmente el rostro del hombre que las engendró, porque, siendo hijos de sus pensamientos, han procedido de él.

Y si un ser humano ha llegado a ser tal que se consume literalmente en odio, envidia o en una cualquiera de las malas pasiones, sucede que, fuera de la pesadez terrenal, se forma un cuerpo de esa especie alrededor de su espíritu. Ahora bien, con ello ha perdido, también, todo derecho a ser hombre, por lo que no debe ni puede tener ningún parecido más con la forma de las reproducciones de los seres creados a imagen de Dios. Entonces, deja de ser realmente hombre para convertirse en un ser degenerado que aún es desconocido de los hombres terrenales y que, por tanto, no ha podido ser designado, todavía, por ellos con un nombre.

Pero esas quimeras propias de hombres fantasiosos pronto dejarán de ser propagadas, porque se aproxima el tiempo en que ya será suficientemente amplio el conocimiento de las leyes divinas en la creación, por lo que tales asertos desprovistos de veracidad desaparecerán por sí solos. Entonces, los hombres se reirán al echar una mirada retrospectiva a la época actual, que da a conocer claramente su ignorancia en muchas cosas.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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