34. ¡DESECHAD A LOS FARISEOS!
LA EXPRESIÓN “FARISEOS” ha llegado a ser
un concepto que no encierra en sí nada bueno, sino que constituye un compendio
de orgullo espiritual, hipocresía, disimulo y, a veces, perfidia también.
Hombres merecedores de tal designación podéis hallarlos
actualmente por doquier, en todos los países y en todos los círculos. Eso no
guarda relación ninguna ni con la raza ni con la nación y, hoy día, son más
numerosos que nunca. Pero, en la actualidad, la mayor parte de ellos siguen
encontrándose allí donde han sido hallados en mayor número en todas las épocas:
entre los servidores y representantes de templos e iglesias.
Y cosa extraña: dondequiera que un mensajero de la Luz ha
venido a anunciar la Verdad conforme a la Voluntad de Dios, ha sido atacado,
vilipendiado, calumniado y perseguido ante todo por los representantes y
servidores de las tendencias religiosas imperantes en las respectivas épocas;
es decir, por quienes pretendían servir a Dios y por los hombres que, incluso,
se atribuían el derecho de representar la Voluntad divina.
Eso ha sido así desde tiempos inmemoriables: desde el más
sencillo curandero y hechicero hasta los sacerdotes de más alta jerarquía.
Todos, sin excepción, se han sentido siempre amenazados por la Verdad, de aquí
que intrigaran solapadamente o instigaran abiertamente contra todo ser humano
elegido, predestinado o enviado por Dios para traer la Luz a los hombres
terrenales.
Contra la irrefutabilidad de este hecho no sirve de nada
negarlo, tergiversarlo o tratar de justificarlo: ¡La historia universal da testimonio de ello! Testimonia
claramente, evidentemente e imborrablemente de que nunca ha sido de otro modo y
de que no se ha dado ni una excepción en ninguno de los muchos casos. Siempre,
absolutamente siempre, los sacerdotes han sido, precisamente, los más
declarados adversarios de la Luz y, por tanto, los enemigos de Dios, cuya
Voluntad no han querido respetar, sino que, por el contrario, la combatieron y
opusieron a ella su propia voluntad.
De qué sirve que, más
tarde, haya llegado alguna vez el reconocimiento, si, entonces, ya era
demasiado tarde para muchas cosas.
Eso sólo demuestra, por el contrario, que los sacerdotes
son precisamente quienes nunca han estado en condiciones de reconocer la Verdad
y la Luz a su debido tiempo.
El conocimiento ha residido siempre en algunos de entre el
pueblo, pero no en los sacerdotes o en aquellos que, por razones puramente
profesionales, se ocupan en querer reconocer a Dios.
Y esos pocos del pueblo se mantuvieron tan firmemente en
sus convicciones que, más tarde, hasta los mismos sacerdotes juzgaron más
prudente seguir el movimiento a su manera,
para no perder la supremacía. Los servidores y representantes de una tendencia
teológica no han acogido nunca, con alegría y buena voluntad, a un mensajero
divino. Es una cosa manifiesta que ni esos enviados de Dios, ni Su propio Hijo,
podían salir de entre sus filas. Resulta extraño que nadie piense en que Dios
mismo pronunció, así, Su sentencia y
que, de esa suerte, expuso claramente Su Voluntad.
Las experiencias de muchos miles de años confirman siempre,
una y otra vez, que los sacerdotes nunca han sido capaces de reconocer la
Verdad divina, sino que, en su presunción, se cerraron a ella constantemente:
algunas veces, también por temor o por indolente comodidad. Ellos mismos han
venido aportando continuamente nuevas pruebas de ello, ya que siempre han atacado a cada mensajero divino con los medios más
indecentes que un ser humano puede emplear. No se puede discutir esto en modo
alguno; pues las mismas épocas pasadas dan la prueba irrefutable.
En todos los casos. Incluso cuando se trató del Hijo de
Dios. Tampoco fue el amor a la humanidad lo que incitó a los sacerdotes a obrar
de esa suerte, sino la envidia profesional: nada más que eso. La Verdad les molestaba porque nunca la habían
enseñado fielmente, ya que ellos mismos no la conocían.
Y para reconocer que aún no sabían muchas cosas y que, por
tanto, extendían falsas ideas respecto a ciertas cosas, eran demasiado débiles
humanamente, y tampoco eran capaces de ello por la preocupación de que, de ese
modo, se tambalearía el prestigio de que gozaban.
Profundizad seriamente en la historia universal con
espíritu investigador: encontraréis que nunca ha sido de otro modo. Pero
todavía falta el primero que quiera sacar una enseñanza de ahí. Nadie lo ha
tomado como advertencia, porque el hecho en sí, si bien permanece siempre el mismo,
aparece continuamente bajo nuevas formas: de ahí que el ser humano, buscando
siempre su comodidad, piense que es precisamente en su época cuando las cosas son de otro modo. Pero todo sigue siendo
hoy tal como era antes. El presente no acusa diferencia ninguna con el pasado. Ahí no ha cambiado nada: todo lo
más, se ha agravado.
Id y preguntad a los hombres sinceros que sirven a la
Iglesia y que, a pesar de ello, aún tienen el valor de confesar abiertamente
sus inquietudes más íntimas y no temen ser sinceros consigo… Todos ellos se
verán obligados a admitir que, aún hoy día, la Iglesia hace la vida imposible y
persigue con intrigas a todo el que puede poner en peligro la firmeza de los
rígidos dogmas que la sostienen. ¡Lo mismo sucedería si Cristo Jesús volviera a
aparecer ahora repentinamente, como ser humano, en medio de ellos, bajo la
misma forma que en aquel entonces! Si no admitiese que, en su dominio, ellos
son los únicos que poseen el justo concepto de la Verdad, le tratarían sin más,
como enemigo y no vacilarían en modo
alguno en acusarle otra vez de blasfemo. Le cubrirían de fango y no faltarían
horrendas calumnias.
¡Así es y no de
otro modo! Ahora bien, la razón de esta falsa manera de obrar no es el ardiente
deseo de honrar al Dios Todopoderoso, sino la lucha por la influencia humana,
por el poder terrenal y por el pan material.
Sin embargo, vosotros, hombres, no sacáis de estos hechos
numerosos ninguna consecuencia provechosa para vosotros mismos y para vuestras
búsquedas, a pesar de que esos hechos son fácilmente reconocibles por la misma
razón de la lucha de todas las iglesias entre sí. Vosotros os hacéis a ello con
suma facilidad.
¡Pero no creáis que Dios, en Sus sagradas leyes, también lo
dará por bueno! Seréis despertados de esa irresponsable pereza de manera súbita
y brusca.
El segundo círculo de enemigos de la Verdad está
constituido por los orgullosos de espíritu que no se cuentan entre la casta
sacerdotal.
Son los que, por alguna razón, están poseídos de sí mismos.
Puede tratarse de un hombre que haya vivido, según su forma de ser, una íntima
experiencia, sin importar cual haya sido la causa. No tiene por qué ser
necesariamente un sufrimiento. A veces, es una alegría, una imagen cualquiera,
una solemnidad; en suma: motivos no faltan.
Entonces, ese hombre se aferra al acontecimiento único que
tanto le ha conmovido, sin pensar en que, muy probablemente, esa experiencia ha
surgido de sí mismo y, por tanto no es una experiencia propiamente dicha. Sin
embargo, en seguida tratará de ponerse por encima de sus semejantes, alegando,
para su propia tranquilidad: “¡Yo he tenido mi experiencia y sé, por
consiguiente, que poseo el verdadero conocimiento de Dios!”
¡Pobre hombre! La experiencia de un espíritu humano tiene
que ser múltiple si éste quiere madurar verdaderamente con vistas a un
conocimiento más elevado. iY ese espíritu humano terrenal, tan perezoso y tan
engreído, conserva en sí apretadamente, como en un joyero, una sola experiencia y procura no deshacerse
de ella nunca más, porque piensa que, con ello, ya se ha realizado todo y ya ha hecho bastante para toda su
vida. Los insensatos que así obran serán despertados ahora, para que vean que
estaban dormidos.
Bien está que, alguna vez, el hombre tenga una experiencia
interior; pero con eso no está hecho todo. No debe contentarse con ello, sino
que ha de proseguir imperturbablemente su camino, ha de mantenerse activo
espiritualmente. Siguiendo ese camino, se daría cuenta muy pronto de que su
experiencia no ha sido más que una transición para mantenerle despierto a fin
de poder alcanzar el conocimiento real.
Pero así, florece en él el orgullo espiritual de imaginarse
más que quienes no van por su camino y tienen otras creencias.
El hombre tiene que seguir adelante, siempre adelante, por el camino a través de la creación. También
debe progresar continuamente en el conocimiento de todo lo que encuentre en
ella. Nunca debe sentirse seguro ni complacerse en una única experiencia que haya tenido alguna vez. Debe avanzar, avanzar
ininterrumpidamente con todas sus fuerzas. Detenerse es retrasarse, y a los
retrasados les amenaza el peligro. Ahora bien, por el camino ascendente, los
peligros siempre quedan atrás, nunca delante, del espíritu humano: que éste
tenga conciencia de ello.
Por eso, dad de lado tranquilamente a esos hombres que tan engreídamente tratan de hablar de sí mismos. Considerad sus acciones, su forma de ser, y pronto sabréis a qué ateneros respecto
a ellos. Muchos, muchísimos son los que pertenecen a ese círculo. Son frutos
vacíos que han de ser desechados; pues no reciben nada, ya que, en su
presunción, se imaginan poseerlo todo.
El tercer gran círculo de ineptos lo constituyen los
fantasiosos y los exaltados, que se apasionan fácilmente con lo nuevo y son
nocivos para todo lo verdaderamente bueno. Esos tales siempre quieren
conquistar el mundo inmediatamente, pero se desmoronan interiormente en cuanto
se trata de dar prueba de fuerza en la perseverancia
y de influir constantemente sobre sí
mismos.
En ocasiones, estarían dispuestos a dar el asalto si la
resistencia no se prolongara demasiado y si se tratase de abalanzarse sobre el
prójimo con intención de enseñarle, sin que ellos mismos posean una base sólida
para ello. Fuegos artificiales que se inflaman rápidamente y se desvanecen en
seguida. Forman parte de los superficiales, que no poseen gran valor.
A este círculo se agrega todavía otro, compuesto por esos hombres que no pueden menos de
adaptar sus propios pensamientos a lo que se les ha dado, a fin de que, al
difundir la pequeña gota de Verdad que ellos han tenido oportunidad de recoger,
puedan rodearse de una cierta gloria. No pueden abstenerse de entretejer sus
propias opiniones con lo leído o escuchado, y de continuar hilando todo tal
como nace de su imaginación.
Por suerte, esos hombres no son numerosos, pero tanto más
peligrosos, porque, de un grano de Verdad, crean y propagan herejías. Por las
variables formas de su actividad, son seres nocivos, no sólo para sí mismos,
sino también para muchos de sus contemporáneos. A tal efecto, tomemos un
pequeño ejemplo que todos conocen: las novelas y cuentos fantásticos. ¡A qué
criminales acciones no habrá conducido todo eso por razón de un aparente grano
de Verdad, o, mejor dicho, de qué no será capaz, a la vista de esas cosas, un
hombre de imaginación un tanto excesiva!
No siempre se admite como razón, que el escritor sólo
quiere ganar dinero lisonjeando la mórbida inclinación de sus semejantes hacia
lo extravagante y ofreciéndoles los relatos más increíbles, en los que puedan
recrearse a sus anchas contemplativamente. En la mayoría de los casos, la razón
es mucho más profunda. Tales hombres quieren principalmente brillar por sus
obras y por sus revelaciones. Pretenden hacer ostentación de su ingenio ante
los demás y piensan que, con ello, dan nuevas perspectivas para las
investigaciones y estimulan a emprender obras extraordinarias.
¡Pero cuánta insensatez suele ponerse en evidencia ahí!
Consideremos solamente algunos de los fantásticos relatos escritos y publicados
sobre los Marcianos. Cada línea denota una incomprensión absoluta frente a las
leyes de Dios en la creación. Al fin y al cabo, Marte también ha de ser
contado, lo mismo que todo el resto, como perteneciente a la creación.
Se describen ahí criaturas que, efectivamente, sólo pueden
proceder de una imaginación enfermiza arraigada
en la idea de que, allí, los hombres tienen que ser de una constitución
completamente distinta de la de los hombres de la Tierra, ya que Marte es otro planeta.
Las aclaraciones a tal efecto se harán por el estudio del
conocimiento de las leyes de la creación. Ese conocimiento de las leyes abrirá,
entonces, a los sabios y a los técnicos, perspectivas muy distintas con
fundamentos precisos, y, de este modo, aportará progresos y éxitos también
distintos en todos los dominios.
Ya he dicho repetidas veces que no hay ninguna razón para
imaginar que, en la creación, lo que se encuentre más alejado de la Tierra o no
pueda ser percibido con los ojos físicos haya de ser distinto. La creación ha
surgido a partir de leyes uniformes, es
uniforme igualmente en su evolución y seguirá siendo mantenida en su
uniformidad. Es erróneo dar rienda suelta a una imaginación calenturienta o
tomarla simplemente en consideración a tal respecto.
Todo hombre de la
poscreación es una reproducción de las criaturas hechas a imagen de Dios. En
toda la creación, los hombres llevan, por tanto, la forma más o menos
ennoblecida que se les ha asignado como tales seres humanos. Pero la forma en
sí siempre puede ser reconocida y no puede tener, por ejemplo, tres piernas o
un ojo en medio de la frente, a no ser que se trate de un monstruo como los que
se dan alguna vez que otra aisladamente. Pero eso no debe ser tomado como base.
Lo que no tenga
la forma humana fundamental, tampoco puede ser conceptuado como ser humano. Así
tenemos, por ejemplo, que un germen espiritual, en sus diferentes grados
evolutivos, no es todavía un ser humano, pero, no obstante, no tendría las
anormales formas que describen los perniciosos fantasiosos.
En las esferas oscuras y más sombrías de la materialidad
física media y sutil, pueden encontrarse formas fantásticas con rostros humanos,
semejantes a animales, que corresponden siempre a la manera en que un espíritu
humano ha pensado y obrado en la Tierra. Sin embargo, en la mayoría de los
casos, esas formas sólo son productos del pensamiento
humano. Llevan temporalmente el rostro del
hombre que las engendró, porque, siendo hijos de sus pensamientos, han
procedido de él.
Y si un ser humano ha llegado a ser tal que se consume literalmente en odio, envidia o en una
cualquiera de las malas pasiones, sucede que, fuera de la pesadez terrenal, se
forma un cuerpo de esa especie alrededor de su espíritu. Ahora bien, con ello
ha perdido, también, todo derecho a ser hombre, por lo que no debe ni puede
tener ningún parecido más con la forma de las reproducciones de los seres
creados a imagen de Dios. Entonces, deja de ser realmente hombre para
convertirse en un ser degenerado que aún es desconocido de los hombres
terrenales y que, por tanto, no ha podido ser designado, todavía, por ellos con
un nombre.
Pero esas quimeras propias de hombres fantasiosos pronto
dejarán de ser propagadas, porque se aproxima el tiempo en que ya será
suficientemente amplio el conocimiento de las leyes divinas en la creación, por
lo que tales asertos desprovistos de veracidad desaparecerán por sí solos.
Entonces, los hombres se reirán al echar una mirada retrospectiva a la época
actual, que da a conocer claramente su ignorancia en muchas cosas.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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