9. EL REDENTOR
¡EL
SALVADOR en la cruz! Miles y miles de esas cruces se erigen como
testimonio de que Cristo sufrió y murió por la humanidad. En todas partes
exhortan a los creyentes: “¡Pensad en ello!”
En la soledad campestre, en las concurridas calles de las
ciudades, en el silencioso aposento, en las iglesias, en las tumbas y en las
fiestas nupciales, en todas partes sirve esa cruz de consuelo, de
confortamiento y de advertencia. ¡Pensad en ello! A causa de vuestros pecados
fue por lo que el Hijo de Dios, que vino a la Tierra para proporcionaros la
salvación, padeció y murió en la cruz.
Con un íntimo estremecimiento, el creyente se acerca a la
Cruz poseído de profunda veneración y lleno de gratitud. Con un sentimiento de
bienaventuranza, abandona después el lugar, convencido de que, por el
sacrificio de la cruz, ha quedado libre de sus pecados.
Pero tú, buscador serio, ¡vete allí, acércate a ese signo
de sagrada gravedad, y esfuérzate en comprender a tu Redentor! ¡Despójate del
suave abrigo de la indolencia, ese abrigo que tan agradablemente te calienta y
produce en ti esa sensación de
bienestar y esa apacible seguridad,
que te harán dormitar hasta la última hora terrenal! Entonces, serás sacado
repentinamente de tu sopor, quedarás libre de las prevenciones terrenales y, de
pronto, te hallarás cara a cara con la Verdad desnuda. Rápidamente cesará ese
sueño en el que estás sumido y mediante el cual te has hundido en la más
completa inactividad.
¡Despierta, pues! ¡Tu tiempo sobre la Tierra es precioso!
Es absolutamente cierto e intangible que el Salvador vino a causa de vuestros
pecados. También es verdad que murió a causa de la culpa de la humanidad.
¡Pero no por eso has
quedado libre de tus pecados! La obra redentora del Salvador consistió en
entablar lucha contra las Tinieblas, a fin de que la Luz pudiera llegar a la
humanidad para abrirle el camino de la
remisión de todos sus pecados.
Cada uno por sí solo tiene que recorrer ese camino, de
acuerdo con las irrefutables leyes del Creador. Tampoco Cristo vino a refutar
esas leyes, sino a cumplirlas. ¡Que no sea para ti un extraño el que debe ser
tu mejor amigo! ¡No des a las veraces palabras un sentido erróneo!
Cuando se afirma muy justamente: todo esto sucedió a causa
de los pecados de la humanidad, quiere decirse que la venida de Jesús se hizo
necesaria por el mero hecho de que la humanidad ya no era capaz de encontrar
por sí misma la salida de las Tinieblas que ella había creado y de cuyas garras
ya no podía liberarse.
Cristo era el que había de mostrar a la humanidad ese
camino. Si ésta no se hubiera enredado tan profundamente en sus pecados, es
decir, si el género humano no hubiera seguido el falso camino, tampoco hubiera sido necesaria la venida de Jesús, y
se habría evitado tener que recorrer la senda de Su calvario.
Así, pues, es absolutamente cierto que El tenía que venir
sólo a causa de los pecados de la humanidad, a fin de que ésta, en su caminar
por el falso camino, no se hundiera por completo en el abismo y en las
Tinieblas.
Pero eso no quiere decir que sea suficiente creer en las
palabras de Jesús y vivir de acuerdo con ellas, para que cada uno de los
hombres, en un abrir y cerrar de ojos, quede
libre de su culpa personal. Pero si obra según las palabras de Jesús, sus
pecados llegarán a ser perdonados.
Bien entendido: eso sucederá poco a poco, en el transcurso del tiempo, cuando
se hagan sentir las consecuencias del efecto recíproco derivado de la opuesta
labor de la buena voluntad. ¡Ello no se realizará de otra manera! En
contraposición de lo dicho, para los que no vivan de acuerdo con las palabras
de Jesús toda remisión será
imposible.
No significa esto que sólo los miembros de las iglesias
cristianas podrán alcanzar el perdón de sus pecados.
Jesús anunció la Verdad.
Sus palabras han de contener, pues, todas las verdades de otras religiones.
El no pretendió fundar una iglesia, sino mostrar a la humanidad el verdadero
camino, el cual también puede pasar a través de las verdades de otras
religiones. He ahí por qué Sus palabras tienen tanto en común con las
religiones ya existentes en aquel tiempo.
Cristo no las tomó de ellas, sino que, al ser portador de
la Verdad, Sus palabras tenían que reflejar en sí todas las verdades contenidas
en otras religiones.
Es así que todo el que tiende seriamente a la Verdad y al
ennoblecimiento, aun cuando desconozca las propias palabras de Jesús, muchas
veces vive de acuerdo por completo con el sentido de esas palabras, de aquí que
también él vaya con paso seguro hacia una fe pura y hacia una remisión de sus
pecados. Guárdate, pues, de subjetivos puntos de vista. Eso es denigrar la obra
del Redentor.
Al que aspire sinceramente a la Verdad y a la Pureza, nunca
le faltará el Amor. Será conducido, paso a paso, a la cima de su encumbramiento
espiritual, aun cuando a veces tenga que enconarse en dura lucha y se apodere
de él la duda. Sea cual fuere la religión
a que pertenezca, llegará a encontrarse, en este mundo o en el otro, con el
Espíritu de Cristo, el cual, en una
última fase, le llevará aún más lejos, al conocimiento de Dios Padre, con
lo que se cumplirá la palabra: “Nadie viene al Padre, si no por mí”.
Esa “última fase” no comienza con la última hora terrenal,
sino a partir de un cierto grado de desarrollo del hombre espiritual, para el
cual el pasar del mundo físico al mundo etéreo no es más que una metamorfosis.
Tratemos ahora del evento, propiamente dicho, de la gran
obra redentora: la humanidad andaba errante en medio de las tinieblas
espirituales. Ella misma las creó al someterse más y más al intelecto, el cual
había sido cultivado con gran esmero. Con ello, los hombres fueron estrechando
también, cada vez más, los límites de su facultad comprensiva, hasta quedar, lo
mismo que su cerebro, incondicionalmente subyugados al espacio y al tiempo, por
lo que ya no podían hallar el camino hacia lo infinito y eterno.
Quedaron así completamente atados a lo terrenal, limitados
por el espacio y el tiempo. Todo contacto con la Luz, con lo puro y espiritual,
quedó interrumpido. La voluntad de los hombres ya sólo podía regirse por lo
terrenal, a excepción de unos pocos, que, en calidad de profetas, no poseían
fuerza suficiente para imponerse y dejar libre el camino hacia la Luz.
En ese estado de cosas, quedaron abiertas al Mal todas las
puertas. Las Tinieblas emanaron de lo más profundo e inundaron la Tierra con
sus perniciosas corrientes. Eso no podía tener más que un fin: la muerte espiritual. Lo más terrible que puede suceder al
ser humano.
Los propios hombres fueron culpables de todas esas
miserias. Ellos fueron los que lo provocaron, puesto que escogieron esa
dirección voluntariamente. Ellos lo quisieron y lo fomentaron, e incluso, en su
ceguera sin límites, estaban orgullosos de haberlo conseguido, sin percatarse
de las terribles consecuencias que se derivarían de esa estrechez a que había
quedado reducida la facultad intelectiva, estrechez que ellos mismos tan
afanosamente se impusieron. Por parte de la humanidad, ya no era posible crear
un camino hacia la Luz. La voluntaria angostura se había hecho demasiado
grande.
Para que la salvación aún pudiera tener lugar, era menester
que la ayuda proviniera de la Luz. De lo contrario, el hundimiento de la
humanidad en las Tinieblas seria inevitable.
Las Tinieblas propiamente dichas poseen una mayor densidad,
a causa de su impureza; son, pues, más pesadas. Por ello, no podrán alcanzar
más que un cierto grado ascensional, correspondiente a su peso, a no ser que,
del otro lado, venga en su ayuda una fuerza atractiva. La Luz, en cambio, posee
una ligereza proporcional a su pureza, por lo que no puede descender hasta la
oscuridad.
Así, pues, entre ambos elementos existe un abismo
infranqueable, en el cual se halla el
hombre con su mundo terrenal.
Ahora bien: en manos del hombre está, según el género de su
voluntad, ir al encuentro de la Luz o de la Oscuridad, abriendo las puertas y
allanando los caminos para que una u otra inunde la Tierra. El hombre mismo,
mediante la fuerza de su voluntad, constituye el pedestal capaz de dar apoyo a
la Luz o a las Tinieblas para, desde allí, actuar más o menos intensamente.
Cuanto mayor sea el poder que la Luz o la Oscuridad
adquieran sobre la Tierra, tanto más será colmada la humanidad de lo que una u
otra aporta: el bien o el mal, salud o miseria, bienaventuranza o desgracia,
paz paradisiaca o infernales tormentos.
La pura voluntad de los hombres se había debilitado de tal
manera, que ya no podía proporcionar a la Luz un punto en el que poder
apoyarse, dada la gran densidad alcanzada por la Oscuridad sobre la Tierra, esa
oscuridad que todo lo sofoca. Por medio de ese
punto de apoyo, la Luz habría podido unirse al hombre, de tal suerte que,
por su inalterable pureza y por su fuerza integral, las Tinieblas serían
disipadas y la humanidad quedaría liberada, pudiendo beber de la fuente de
Fuerza que emana de la Luz y siéndole posible hallar el camino ascendente que
conduce a las cimas luminosas.
Pero la Luz no podía, por sí misma, descender hasta las
profundidades del fango. Precisaba para ello de una base consistente. Por eso
tuvo que venir un mediador. Sólo un enviado de las cumbres luminosas podía, encarnándose, destruir la sombría
muralla erigida por voluntad de los hombres, y sólo él podía constituir, en
medio del mal, ese pedestal físico,
punto de apoyo de la Luz divina, que se yergue sólidamente en el seno de las
pesadas Tinieblas.
Tomando dicho pedestal como punto de apoyo, los puros rayos
luminosos podían rasgar y dispersar esa tenebrosa masa, a fin de que la
humanidad no se hundiese hasta lo más profundo de las Tinieblas, ni se ahogara.
Así fue como Jesús vino
a causa de la humanidad y de sus pecados.
Esa unión nueva establecida con la Luz no podía, por razón
de la pureza y fuerza del enviado de la Luz, ser rota por la Oscuridad. Ante la
humanidad quedó abierto un nuevo camino hacia las alturas espirituales.
Las irradiaciones emanadas de Jesús, pedestal de la Luz
erigido en lo terrenal, llegaron a las Tinieblas por medio, de la viva Palabra,
portadora de la Verdad. El podía transmitir esa Verdad inalterada, pues El
mismo era la personificación de la Palabra y de la Verdad.
Los hombres fueron sacados de su somnolencia espiritual
mediante los milagros que tuvieron lugar simultáneamente. Al presenciarlos,
encontraron la Verdad. Pero al escuchar la Verdad aportada por Jesús y
reflexionar sobre ella, fue despertándose en cientos de miles el deseo de
seguirla y de conocerla mejor. Así fueron acercándose a la Luz, poco a poco.
Por efecto de ese anhelo,
las Tinieblas que los rodeaban fueron perdiendo firmeza. Una serie
ininterrumpida de rayos luminosos iban atravesándolas victoriosamente, a medida
que los hombres reflexionaban sobre la Palabra y se convencían de la veracidad
de la misma. Alrededor de ellos fue haciéndose todo cada vez más claro; la
Oscuridad no podía ya asirse fuertemente a éstos, y acabó desprendiéndose,
perdiendo cada vez más terreno. La Palabra de Verdad surtió sus efectos en las
Tinieblas como si fuera un grano de mostaza en germinación, tal como la
levadura en la masa de pan.
En eso consistió
la obra redentora de Jesús, Hijo de Dios, portador de Luz y Verdad.
La Oscuridad, que ya creía dominar sobre la humanidad,
entabló una lucha salvaje, tratando de impedir que se realizara la obra
redentora. En Jesús no podía hacer mella, ya que, por razón de la pureza de Su
sentimiento, no podía asirse a El. Era natural que en la lucha se valiera de
los solícitos instrumentos que tenía a su disposición.
Esos instrumentos no eran otros que los hombres
denominados, muy acertadamente, “racionalistas”, que se sometieron al intelecto
y se ataron, con ello, fuertemente al espacio y al tiempo, incapacitándose así
para comprender los conceptos espirituales, más elevados y libres de toda
limitación temporal y espacial. Por eso, resultó también imposible, para ellos,
seguir las enseñanzas de la Verdad.
Según sus propias convicciones, ellos eran los que pisaban
sobre el suelo firme de la “realidad”, tal como piensan tantos otros hoy día.
Pero lo que ellos consideraban como terreno de la realidad, no era, en verdad,
más que un espacio muy reducido. La mayoría de esos hombres eran, precisamente,
los que estaban en el poder, es decir, los que poseían autoridad civil y
religiosa.
Las Tinieblas, en un contra-ataque furioso, fustigaron a
esos seres humanos hasta hacerles impetrar contra Jesús el más brutal de los
delitos, haciendo así abuso del poder temporal de que disponían.
La Oscuridad esperaba poder destruir de esa forma la obra
del Redentor. Que ella pudiera ejercer un poder tal sobre la Tierra, se debió
exclusivamente a la humanidad, la cual, a consecuencia de la falsa orientación
que ella misma escogió, redujo el horizonte de su capacidad comprensiva, y dio
así la supremacía a las Tinieblas.
Y a causa de ese
pecado de la humanidad fue por lo que Jesús tuvo que padecer. La Oscuridad
continuó fustigando en extremo: Jesús
sería condenado a muerte de cruz si se mantenía firme en su aseveración de que
El era el portador de la Luz y de la Verdad. Se trataba, pues, de una última
decisión. La huida, el abandono de todo, podía salvarle de la crucifixión. Pero
ello significaría una victoria de las Tinieblas en el momento definitivo, porque,
entonces, todas las obras de Jesús habrían resultado estériles y las Tinieblas
podrían aprisionar, triunfantes, todo lo existente. Jesús no habría cumplido Su
misión; la comenzada obra redentora habría quedado inacabada.
La lucha interior en Getsemaní fue dura, pero corta. Jesús
no temía la muerte física, sino que, por el contrario, aceptó con serenidad
morir en loor de la Verdad que El había traído. Con Su sangre derramada en la
cruz, dejó sellado todo cuanto había dicho y hecho.
Mediante ese acto, se sobrepuso por entero a la Oscuridad,
la cual había jugado su última carta. Jesús quedó vencedor. Triunfó por amor a
la humanidad, para la que permaneció abierto el camino hacia la libertad y la
Luz, pues en esa muerte halló confirmación a la veracidad de Sus palabras.
Un renunciamiento mediante la huída, con el correspondiente
abandono de Su obra, habría sido motivo de duda en los hombres.
Jesús murió, pues,
por los pecados de la humanidad. Si ésta no hubiera incurrido en culpa,
apartándose de Dios mediante la limitación producida por el intelecto, Jesús no
hubiera necesitado venir, y se habría evitado Sus sufrimientos y Su
crucifixión. Por eso, es muy justo decir que, por nuestros pecados, Jesús vino,
padeció y murió en la cruz.
Pero eso no implica que
tú no tengas que liberarte a ti mismo de tus propios pecados.
Lo que sucede es que ahora puedes hacerlo fácilmente,
puesto que Jesús te ha mostrado el camino mediante la transmisión de la Verdad contenida en Sus palabras.
La crucifixión de Jesús tampoco basta para lavar tus
pecados sin más ni más. Para que tal sucediera, primero tendrían que quedar
trastornadas todas las leyes del universo. Pero eso no acontecerá. El mismo
Jesús se refirió, con bastante frecuencia, a todo lo que “está escrito”, es
decir, a lo que siempre ha estado en vigor. El nuevo Evangelio del Amor tampoco
pretende trasponer o desechar la antigua Justicia, sino completarla. Permanence, por tanto, supeditado a ella.
Por consiguiente, no echéis en olvido la Justicia del gran
Creador de todas las cosas, la cual no sufrirá ni la más mínima desviación,
sino que, impuesta férreamente desde los orígenes del mundo, permanecerá en
vigor hasta la consumación de los siglos. No puede permitir que alguien eche
sobre sí la culpa de otro para expiarla.
A Jesús le fue permitido venir, sufrir y morir por la culpa
de otros, es decir, a causa de esa culpa, y pudo erigirse como paladín de la
Verdad. Pero El mismo quedó siempre puro e inmaculado, exento de toda culpa, ya
que, por no afectarle en absoluto, tampoco podía cargarla sobre Sí.
Su obra redentora no es, por eso, menos grande, sino que
constituyó el mayor sacrificio que nadie es capaz de hacer. Jesús descendió de
las cumbres luminosas y se hundió en el fango por ti; padeció y murió por ti,
para proporcionarte la Luz que alumbrara el verdadero camino hacia las alturas
espirituales y no te perdieses en las Tinieblas ni fueses devorado por ellas.
Así es como se
presenta ante ti tu Redentor. Esa fue
la inconmensurable obra de Su Amor.
La Justicia de Dios, severa e inmutable, siguió en vigor en
las leyes universales; pues lo que el hombre sembrare, eso cosechará. El mismo
Jesús lo dijo en Su mensaje. Por razón de esa Justicia divina, tendrá que dar
cuentas hasta del último centavo.
Piensa en ello cuando te encuentres ante ese símbolo de una gravedad sagrada.
Agradece de todo corazón que el Redentor te haya abierto, con Su Palabra, el
camino del perdón de tus pecados, y abandona el lugar con el firme propósito de
seguir el camino que se te ha mostrado, a fin de que puedas obtener remisión.
Seguir ese camino no significa solamente aprender la
Palabra y creer en ella, sino, sobre todo, vivirla.
Creer en ella, considerarla como justa, y no obrar de acuerdo con la misma,
no te servirá de nada. Al contrario, serás condenado por ello más que los que
nunca han oído hablar de ella.
¡Despierta, pues! El tiempo sobre la Tierra es precioso
para ti.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
No hay comentarios.:
Publicar un comentario