10. EL MISTERIO DEL NACIMIENTO
CUANDO LOS HOMBRES afirman que en la manera de estar repartidos los nacimientos yace una gran injusticia, ¡no saben lo que dicen!
Con gran insistencia dicen unos: “Si existe una justicia, ¡cómo es que permite nacer a un niño tarado con una enfermedad hereditaria! ¡La inocente criatura tiene que sufrir por los pecados de sus padres!”
Otros: “Unos niños nacen en la
riqueza, otros en la necesidad y miseria más extremas. No se puede creer en una
justicia”.
Y por último: “Suponiendo que los
padres deban ser castigados, no es justo que ello suceda mediante la enfermedad
y muerte de un niño. Este se vería obligado a padecer inocentemente”.
Estas y parecidas formas de
hablar corren a millares entre la humanidad. Los mismos buscadores sinceros
suelen romperse la cabeza pensando en ello.
Simplemente con hacer mención a
“los inescrutables caminos de Dios, que llevan todo a buen fin”, no queda satisfecho
ese afán de saber el “por qué” de las
cosas. El que se conforme con eso, tendrá que someterse a ello estúpidamente o habrá de reprimir
inmediatamente todo pensamiento interrogativo, por considerarlo una sinrazón.
¡No es eso lo que se pretende!
Preguntando se encuentra el recto sendero. Ciega sumisión o un violento
refrenamiento hace pensar en la esclavitud. ¡Pero Dios no quiere esclavos! No
desea un conformismo incondicional, sino una libre y consciente manera de mirar
hacia arriba.
Sus esplendorosas y sabias
disposiciones no necesitan revestirse de un oscuro misticismo, sino que ganan
en sublime e intangible grandeza y perfección cuando se presentan ante nosotros
tal como son.
Invariables e insobornables, con
serenidad y seguridad siempre parejas, cumplen ininterrumpidamente su eterno
cometido.
No les importa la repulsa o
aceptación por parte de los hombres, ni tampoco su ignorancia, sino que
restituirán a cada uno, hasta en los matices más extremadamente finos, los
maduros frutos de lo que ellos hayan sembrado.
“Los molinos de Dios muelen
despacio, pero seguros”, dice el proverbio, expresando así, muy acertadamente,
la actividad del efecto recíproco que reina en toda la creación, cuyas leyes
inviolables son portadoras de la Justicia de Dios y la hacen cumplir. Esa
actividad se extiende, emana, discurre y se vierte torrencialmente sobre todos
los hombres. Nada importa que ellos lo deseen o no, que se sometan a ello o se
rebelen en contra suya. Tendrán que aceptarlo como justa punición expiatoria o
como recompensa en la salvación.
Si uno de los que protestan o
dudan pudiese arrojar una sola mirada en ese
movimiento ondulante etéreo que, impregnado y sostenido por un espíritu
severo, penetra y abarca toda la creación, en la cual reposa y de la cual es parte
constituyente, una parte llena de vida, tal como un telar divino en eterna acción, ese hombre enmudecería
en seguida, lleno de vergüenza, y reconocería, consternado, la arrogancia que
encierran sus palabras.
La serena majestad y la seguridad
que descubriría le obligarían a postrarse en el polvo, implorando perdón.
¡Cuán mezquino se había imaginado
a Dios! ¡Qué monstruosa grandeza hallaría en Sus leyes! Se percataría de que,
aun habiendo alcanzado las más elevadas esferas terrenales, ni siquiera podría
intentar superar a Dios ni hacer de menos a la perfección de la obra sublime,
esforzándose en vano por reducirla a la nimia estrechez creada por el culto del
intelecto, el cual nunca puede elevarse por encima del espacio y del tiempo.
El hombre no debe olvidar que se
encuentra dentro de la obra de Dios,
que es una parte de la misma y que, por lo tanto, está sometido
incondicionalmente a sus leyes.
Pero esa obra no sólo abarca
aquello que se presenta ante los ojos terrenales, sino también el mundo
materialmente etéreo, en el cual transcurre la mayor parte de la propia
existencia humana y de su actividad. Las actuales vidas terrenales son meras
secuencias pequeñas, pero constituyen
siempre grandes etapas decisivas.
El nacimiento terrenal marca el
comienzo de una fase particular en la existencia global de un hombre, pero no
es un comienzo absoluto.
En el momento en que el hombre,
como tal, inicia su periplo por la creación, está libre, sin hilos que le aten
al destino, los cuales, a partir de ese instante, empezarán a emanar de él por
efecto de su voluntad, penetrarán el mundo de lo etéreo y, durante su caminar,
se reforzarán mediante la fuerza atractiva de las afinidades, se cruzarán y
entrelazarán con otros y actuarán retroactivamente sobre su autor, al cual permanecerán
atados, constituyendo su destino o karma.
Los efectos correspondientes a
los hilos que refluyan simultáneamente se mezclarán entre sí, de donde los
colores originales, intensamente estampados, adquirirán tonalidades diversas y
formarán nuevas combinaciones plásticas.*
Cada uno de esos hilos seguirá
sirviendo de camino para las retroacciones hasta que el hombre que fue su
promotor ya no pueda ofrecer, por la naturaleza de su vida interior, un punto
de apoyo para las especies afines, es decir, cuando por sí mismo no mantenga el
camino limpio y despejado, por lo que los hilos no podrán ni sujetarse ni
engancharse, se ajarán y tendrán que desprenderse de él, tanto para el bien
como para el mal.
Así, pues, mediante la voluntad impuesta en el momento de la
resolución, todos los hilos del destino adquieren una forma etérea, alejándose
de su promotor y, no obstante, permaneciendo anclados en él, constituyendo así
un camino seguro para las especies idénticas,
* Conferencia II–2: “El destino”
reforzándolas y siendo reforzados
por ellas, las cuales volverán a recorrer ese camino para llegar al punto de
partida.
En ese proceso reposa la ayuda
que, según la profecía, habrá de recibir el que se inclina hacia el bien; pero
también es la causa por la que “el mal continúa engendrando el mal”.*
El hombre se ata a esos hilos
nuevamente cada día. Sus efectos retroactivos hacen llegar a él el destino que
se forjó y al cual se sometió. Toda arbitrariedad está excluida; por
consiguiente, también toda injusticia. El karma, que cada hombre lleva consigo
y que tiene la apariencia de una predestinación unilateral, no es, en realidad,
más que la consecuencia estricta de su pasado, en tanto éste no haya causado el
efecto recíproco correspondiente.
El comienzo, propiamente dicho,
de la existencia de un hombre es siempre
bueno, y también lo es para muchos el final, a excepción de quienes se pierden
por sí mismos, tendiendo la mano al mal espontáneamente y por sus propias resoluciones, para ser
arrastrados por él a la más completa perdición. Las vicisitudes se sitúan
siempre en el intervalo de tiempo que va desde el principio del desarrollo
interior hasta la madurez espiritual. Por lo tanto, el hombre es quien forma
siempre su vida futura. El suministra los hilos, y determina así el color y el
modelo del ropaje que el telar de Dios tejerá para él conforme a la ley del
efecto recíproco.
A menudo, se remontan mucho más
lejos las causas que determinan las condiciones en que un alma habrá de
encarnarse y las influencias de la época en la que el niño hará su entrada en
el mundo terrenal; esas influencias surtirán sus efectos en él constantemente y
proporcionarán a su alma todo aquello que precisa para expiar, pulirse y
depurarse, y para poder continuar su evolución.
Pero eso tampoco se cumple unilateralmente, sólo para el
niño, sino que los hilos se traman automáticamente, de manera que en lo terrenal
esté también presente un efecto recíproco.
Los padres proporcionan a su hijo
lo que necesita para su desarrollo progresivo, y el niño obra recíprocamente
respecto a sus padres, tanto para bien como para mal; pues, como es natural,
para continuar el desarrollo y conseguir un impulso, hace falta también liberarse
de un mal experimentándolo personalmente hasta en sus más pequeños detalles, a
fin de que sea reconocido como tal mal y desechado. La ocasión propicia la
ofrece siempre el efecto recíproco. Sin éste, el hombre nunca podría quedar
completamente libre de su pasado.
Así, pues, en las leyes del
efecto recíproco reside, como un don maravilloso, el camino de la libertad y de
la ascensión. Por consiguiente, no se debería hablar en absoluto de un castigo.
Castigo es un falso concepto, pues en el efecto recíproco se pone de
manifiesto, precisamente, el más inmenso amor; es la mano del Creador tendida
para el perdón y la liberación.
La venida del hombre a la tierra
es un proceso que comprende la procreación, la encarnación y el nacimiento. En
la encarnación es, en realidad, cuando el hombre entra en la vida terrenal.*
Innumerables son los hilos que
contribuyen a determinar una encarnación. Pero también en ese acontecimiento de
la creación está presente una justicia matizada en extremo, la cual surte sus
efectos sobre todos los
participantes, fomentando su desarrollo.
He aquí que el nacimiento de un
niño es algo más importante y precioso que lo comúnmente supuesto. Pues,
efectivamente, al venir el niño al mundo terrenal, recae sobre él, sobre sus
padres e incluso sobre sus hermanos, si los hubiese, y sobre todos los hombres
que, de una forma u otra, se relacionan con él, una gracia nueva y especial
procedente del Creador, por medio de la cual todos tendrán oportunidad de
progresar de alguna manera.
Los padres hallarán ocasión de beneficiarse espiritualmente
en los
* Conferencia II–3: “La creación del hombre”
cuidados necesarios que exige un
niño enfermo, en los disgustos y en las grandes preocupaciones, ya sea como
simple medio para lograr un fin o como verdadera redención de una antigua
culpa, tal vez, incluso, como anticipada expiación de un karma amenazador.
Sucede muy a menudo que, a
consecuencia de una buena voluntad ya impuesta, el hombre puede ser liberado por anticipado de una grave
enfermedad que habría de apoderarse de él
como karma derivado de las leyes del efecto recíproco. Esta gracia es una
consecuencia de la buena voluntad con que él, por propia iniciativa, se
sacrificó a cuidar a su propio hijo o al de otro.
Un rescate verdadero sólo puede
realizarse mediante el sentimiento, por una experiencia intensamente vivida. La
acción de prodigar cuidados a alguien con sincero amor, suele ser una prueba
más dura que la propia enfermedad. Son mucho más profundos los dolores y la
angustia que se sienten durante la enfermedad del hijo o de otro cualquiera al
que se le considera verdaderamente como prójimo. Tanto más profunda será
también la alegría de su curación.
Esta sola experiencia, tan
intensamente vivida, deja profundas huellas en el sentimiento, en el ser
espiritual; le da una forma distinta y, por la transformación sufrida, quedan
cortados los hilos del destino que, de otro modo, le habrían alcanzado.
Una vez cortados o dejados caer,
esos hilos se contraerán, como una goma estirada, hacia el lado opuesto, hacia
la central de las especies idénticas situada en el mundo de lo etéreo, atraídos
por la fuerza que ellas desarrollan. Quedará eliminado con ello todo efecto
posterior sobre el hombre así transformado, pues ya no existirá medio de
comunicación ninguno.
Miles y miles son los rescates
así conseguidos cuando un hombre, de buen grado y por amor, cumple
voluntariamente sus deberes para con otro.
Jesús expuso en Sus parábolas los
mejores ejemplos. Tanto en el sermón de la montaña como en otras predicaciones,
hizo destacar muy claramente los buenos resultados de tales prácticas. Siempre
hacía referencia al “prójimo”, y mostró así, de la forma más sencilla y
realista, el camino que conduce a la liberación del karma y a la ascensión
espiritual.
“Ama a tu prójimo como a ti
mismo”, exhortaba; y con ello proporcionó la llave que abriría las puertas de
la ascensión. No siempre tiene que tratarse de una enfermedad. Los niños, los
cuidados y la educación que requieren, ofrecen, de la manera más natural,
tantas y tantas oportunidades, que contienen en sí todo lo que puede ser considerado como expiatorio. He aquí por qué
los niños son una bendición, sea cual fuere su nacimiento y su desarrollo.
Lo que a los padres se refiere es
también válido para los hermanos y hermanas y para todos los que se relacionan
con niños. También ellos podrán beneficiarse mediante esos nuevos ciudadanos
del mundo, esforzándose en ser pacientes, prestando los cuidados más diversos,
no teniendo en cuenta sus defectos u otras imperfecciones semejantes.
Pero no será menor la ayuda
proporcionada al niño mismo. Con el nacimiento se hace posible, para cada uno,
avanzar un gran trecho en el camino ascensional. Si eso no tiene lugar, el
propio interesado será culpable. Significa que no ha querido hacerlo.
Por eso, todo nacimiento debe ser
considerado como un bondadoso regalo del cielo, que se reparte
proporcionalmente entre todos. Para aquel que, no teniendo hijos propios,
adopta un niño de otro, la bendición no será menor, sino, al contrario, la
recibirá con mayor profusión, a consecuencia, precisamente, de la adopción, si
es que ésta ha sido hecha por amor al niño y no para satisfacción personal.
En una encarnación ordinaria, la
fuerza de atracción de las especies espirituales idénticas juega un papel
primordial en cooperación con el efecto recíproco. Las cualidades consideradas
como hereditarias, en realidad, no son tales, sino que se deben únicamente a
esa fuerza de atracción. No existe herencia espiritual por parte de la madre o
del padre, pues el niño, lo mismo que ellos, posee una personalidad propia, si
bien lleva en sí especies idénticas, por las cuales se siente atraído.
Pero esa fuerza de atracción de
las afinidades no es lo único que actúa decisivamente en la encarnación, sino
que también toman parte en ella un sinfín de hilos del destino, a los que está
atada el alma que va a encarnarse, los cuales pudiera ser que, de alguna
manera, estuvieran anudados a los miembros de la familia. Todo ello coopera
conjuntamente, se atrae mutuamente y, por último, da lugar a la encarnación.
Pero muy distinto es cuando un
alma toma sobre sí, voluntariamente, una misión, ya sea para ayudar a
determinados hombres terrenales o para colaborar en una obra remediadora
dirigida a toda la humanidad. En este caso, el alma tomará sobre sí, también,
todo lo que anteriormente fue deseado, todo lo que es capaz de herirla sobre la
Tierra, por cuanto tampoco se puede hablar aquí de una injusticia. Pero hallará
la recompensa en las consecuencias del efecto recíproco, siempre y cuando lo
haya hecho por amor desinteresado, el cual, por su parte, no pretende ser
recompensado.
En las familias en que existen
enfermedades hereditarias se encarnan las almas que necesitan de tales
enfermedades para conseguir, por medio del efecto recíproco, la liberación, la
purificación y su progreso evolutivo.
Los hilos sostenedores y
conductores no permiten absolutamente ninguna encarnación errónea, es decir,
injusta. En ellos queda excluido todo error. Sería pretender nadar contra una
corriente que, con ímpetu arrollador e inflexiblemente, sigue su curso normal,
haciendo imposible de antemano toda resistencia, de manera que ni siquiera sea
factible intentarlo. Pero ateniéndose meticulosamente a su carácter particular,
esa corriente no prodiga más que bendiciones.
Y eso es precisamente lo que se
cumple en todas esas encarnaciones voluntarias, que toman sobre sí, por propia
voluntad, las enfermedades que servirán para alcanzar un fin determinado. Si
esa enfermedad hubiera sido contraída a causa de una falta cometida por el
padre o por la madre, falta que puede consistir en el mero incumplimiento de
las leyes naturales, que exigen ciertos cuidados imperiosos para el
mantenimiento de la salud del cuerpo que se nos ha confiado, al verla
reproducida en el hijo, el dolor que sentirán servirá también de expiación, la
cual conducirá a una purificación, siempre y cuando ese dolor haya sido
sincero.
Apenas si tendría interés poner
ejemplos particulares, pues cada nacimiento posee aspectos nuevos y muy
distintos de los demás, debido al múltiple entrelazamiento de los hilos del
destino, y cada una de las especies afines presenta las apariencias más
diversas, a causa de las sutiles tonalidades que adquiere el efecto reciproco
al mezclarse aquéllas entre si.
Pero pongamos un ejemplo
sencillo: una madre ama a su hijo de tal manera que procura, por todos los
medios, que éste no se case, a fin de que no se aleje de ella. Le mantiene
atado a ella constantemente. Ese amor es falso, puramente egoísta, aun cuando
la madre crea proporcionar al hijo todo cuanto él necesita para poder llevar
una vida lo más agradable posible. Con su amor egoísta se ha interpuesto
injustamente en la vida de su hijo.
El verdadero Amor no piensa nunca
en sí mismo, sino solamente en la felicidad del ser amado, y obra siempre en
ese sentido, aunque para ello sea preciso un renunciamiento personal.
Cuando llegue para esa madre el
momento de morir, el hijo quedará solo. Será demasiado tarde para recobrar el
alegre ímpetu que proporciona la juventud, ese ímpetu que le permitiría
satisfacer sus propios deseos. Pero, no obstante, habrá salido ganando; pues,
por el renunciamiento impuesto, habrá quedado redimido de algo. Puede tratarse
de una especie afín procedente de su vida anterior, quedando, al mismo tiempo,
privado del aislamiento interior que sobrevendría con el matrimonio, o de
muchas otras cosas. Pero, de una forma u otra, obtendrá beneficios.
Pero la madre llevará consigo al
más allá su amor egoísta. La fuerza de atracción de las especies idénticas
espirituales la arrastrará irresistiblemente hacia los seres humanos que posean
cualidades análogas, pues sólo en las proximidades de los mismos tendrá ocasión
de participar de su vida sentimental, experimentando una pequeña parte de su
propia pasión cuando esos hombres manifiesten su amor egoísta para con otros.
Permanecerá, por ello, atada a lo terrenal.
Pero si en esos hombres, en cuyas
cercanías ella se encuentra, tiene lugar una procreación, esa madre se
encarnará también, como consecuencia del vínculo que la mantiene encadenada
espiritualmente a ellos.
Entonces, se habrán cambiado los
papeles. A causa de los mismos defectos del padre o de la madre, se verá
obligada a sufrir, bajo la forma de niño, todo cuanto ella hizo padecer a su
hijo. No podrá desligarse de la casa paterna, a pesar de sus deseos y de las
ocasiones que pudieran presentarse. Expiará su culpa cuando, por haberlo vivido
personalmente, reconozca que su forma de proceder fue injusta, quedando,
entonces, liberada.
Al tener lugar la unión con el
cuerpo físico, es decir, mediante la encarnación, se pone ante los ojos de cada
hombre una venda, la cual impide que pueda echar una mirada retrospectiva hacia
su vida anterior. Esto, al igual que todo lo que acontece en la creación,
también es una ventaja para él. También ahí se patentiza la Sabiduría y el Amor
del Creador.
Si le fuera dado a cada uno tener
presente todos los detalles de su pasada vida, durante su existencia terrenal
actual sería un mero espectador pasivo, permanecería fuera de la realidad,
consciente de que esa vida le proporcionará un progreso beneficioso o una
expiación. Pero, precisamente por eso, no tendría lugar progreso alguno, sino
que, antes bien, ello constituiría eminente peligro de caer hacia atrás.
La vida terrenal ha de ser
plenamente vivida si es que debe ser
provechosa. Sólo aquello que se ha experimentado personalmente en sus altos y
bajos puede ser considerado como cosa propia. Si un hombre pudiera prever
siempre, con toda claridad y exactitud, la dirección a seguir para obtener
beneficios, no existiría en él reflexión ni decisión alguna. Pero, por otro
lado, tampoco podría obtener la fuerza y la independencia de que él tiene
necesidad absoluta.
De esta manera, en cambio, considerará
cada una de las situaciones de su vida terrenal con mucho más realismo. Toda
experiencia vivida dejará grabado en el sentimiento, en lo imperecedero, un
sello indeleble, el cual, al tener lugar la metamorfosis, será llevado por el
hombre al más allá como una cosa propia, como una parte de sí mismo, nuevamente
formado según esas impresiones. Pero sólo
llevará consigo sus experiencias personales, todo lo demás se extinguirá
con la muerte física, mientras que lo
vivido por uno mismo permanecerá en calidad de extracto purificado de la
vida terrenal, y constituirá el beneficio propiamente dicho.
A la experiencia vivida no
pertenece todo lo aprendido, sino sólo aquello que se ha convertido en algo
propio por haber sido vivido personalmente. Los restantes conocimientos
adquiridos, en pro de los cuales muchas personas sacrifican toda su vida
terrenal, no son más que un montón de desechos. De aquí que nunca sea
suficiente la seriedad con que se tome cada instante de la vida, a fin de que
los pensamientos, palabras y obras no queden reducidos a meras costumbres
vacías, sino que sean impulsados por un intenso calor vital.
El niño recién nacido llega al
mundo en la ignorancia más absoluta, ya que lleva ante sus ojos la venda
impuesta en la encarnación, razón por la que se le considera erróneamente como
inocente. Pero, en realidad, suele venir acompañado de un enorme karma, el cual
le ofrece la oportunidad de enmendar errores pasados viviéndolos personalmente
hasta en sus últimos detalles. En lo que a la predestinación se refiere, el
karma no es otra cosa que una inevitable consecuencia del pasado. En las
misiones se le acepta voluntariamente con el fin de adquirir la comprensión y
la madurez terrenales necesarias para el cumplimiento de la propia misión, a
menos que no sea parte inherente a la misma.
Por esta razón, el hombre no debería lamentarse de la
injusticia en los nacimientos, sino que debería alzar su mirada agradecida
hacia el Creador, el cual no prodiga más que bendiciones con cada nacimiento.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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