15. LA LUCHA
HASTA EL PRESENTE
no podía hablarse de una oposición auténtica entre dos concepciones del mundo y
de la vida. La palabra lucha es, por consiguiente, una expresión mal escogida
para calificar lo que ocurre efectivamente entre los hombres saturados de
intelectualidad y los que buscan la Verdad con sinceridad.
Todo cuanto hasta ahora ha ocurrido se caracteriza por un
ataque unilateral por parte de los hombres de intelecto, que para cualquier
observador desapasionado por necesidad ha de resultar visiblemente
injustificado y, con frecuencia, ridículo. Enemistad y burla, incluso las más
graves persecuciones esperan a todos aquellos que buscan progresar en su
evolución puramente espiritual, aun cuando se mantengan en discreta reserva.
Siempre se encuentran personas dispuestas a retener, con ironía o por la
violencia, a quienes tratan de elevarse y a arrastrarlos hasta que caigan en la
somnolencia lúgubre o en la hipocresía de las masas.
Muchos de ellos terminaron siendo realmente mártires,
porque no sólo el vulgo, sino también los poderes terrenales eran partidarios
de los hombres de intelecto. Lo que tales personas pueden aportar se pone ya de
manifiesto en la palabra “intelecto”. A saber: la facultad de comprensión,
limitada en su estrechez a lo puramente terrenal, es decir, a la más mínima
fracción de la existencia propiamente dicha.
Es fácil de comprender que de esto no puede resultar nada
perfecto, es más, ni siquiera nada bueno para una humanidad cuya existencia se
desarrolla principalmente en regiones que los hombres de intelecto han vedado
para sí mismos. Sobre todo considerando que el ínfimo lapso de tiempo de una
vida terrena es precisamente lo que debe llegar a constituir un punto esencial
de viraje para toda la existencia y entrañar consecuencias decisivas en esas
otras regiones completamente inconcebibles para los hombres de intelecto.
Gigantescas son las proporciones que va adquiriendo la
responsabilidad del hombre de intelecto, el cual ha llegado a situarse ya en un
plano sumamente bajo. La presión aplastante de esta responsabilidad contribuirá
a empujarlo cada vez más deprisa hacia el objetivo elegido, hasta que, al fin,
tenga que saborear los frutos de aquello que defendió mediante su palabra con
tanta obstinación y arrogancia.
La expresión “hombres de intelecto” ha de interpretarse
como designación de aquellos hombres sometidos incondicionalmente a su propio
razonamiento intelectual. Lo curioso es que éstos vienen creyendo, desde hace
miles de años, que tienen un derecho absoluto a imponer, por la ley y la
fuerza, sus limitadas convicciones a aquellos que desean vivir conforme a
convicciones diferentes a las suyas. Esta pretensión completamente ilógica
tiene su origen, a su vez, en esa estrechez de entendimiento que, incapaz de
remontarse a planos superiores, caracteriza al hombre intelectual. Es
precisamente esta limitación la que engendra en su imaginación tales
pretensiones, pues trae consigo una así llamada culminación en cuanto a la
comprensión, culminación que hace creer al hombre intelectual que ha llegado a
la más alta cumbre del saber. Para ellos mismos, en realidad, es así, pues han
llegado realmente al límite infranqueable de sus estrechas posibilidades.
Mas al examinar detenidamente sus ataques contra los que
buscan la Verdad, se descubre, en el odio muchas veces incomprensible, que
están acuciados por el látigo de las tinieblas. Rara vez se encuentra en estas
animosidades vestigios de una voluntad sincera que podría, en cierta medida,
excusar esa manera de obrar, con frecuencia insolente y fuera de lugar. En la
mayor parte de los casos, trátase de un ciego ataque de rabia exento de toda
verdadera lógica. Consideremos por un momento y en toda calma sus ataques.
¡Cuán raro encontrar un artículo cuyo contenido demuestre el intento de tratar
de una manera realmente objetiva los
discursos o escritos de un buscador de la Verdad!
La mediocridad e inconsecuencia de sus ataques se revela
precisamente, con toda claridad, por esa falta
de auténtica objetividad. Siempre contienen encubiertas o manifiestas
difamaciones dirigidas contra la persona que
busca la Verdad. Sólo puede obrar así
quien no es capaz de una réplica objetiva. En efecto, un buscador o un
mensajero de la Verdad jamás se muestra personal,
sino que se limita a manifestar lo que
tiene que decir.
¡La palabra es lo que es preciso examinar, no la persona! Ocuparse con preferencia de la
persona y considerar a continuación si se puede prestar oído a sus palabras es
cosa común entre los hombres entregados a su intelecto. Por razón de los
estrechos límites de su comprensión, precisan
de un apoyo externo; necesitan aferrarse a tales exterioridades para no caer en
confusión. He aquí, precisamente, en qué consiste el edificio hueco que erigen,
edificio, a todas luces, insuficiente para los hombres, además de constituir un
serio obstáculo para su progreso.
Si tuviesen una base sólida en su interior, no tendrían
inconveniente en oponer simplemente hechos contra hechos, sin ocuparse de las
personas. Pero son incapaces de hacerlo. Es más, lo evitan intencionadamente
porque sienten, o saben en parte, que en un torneo reglamentado no tardarían en
caer de la silla. La expresión irónica tan frecuentemente empleada de
“predicador laico” o “comentario profano” revela, ya de por sí, tal ridícula
pretensión, que cualquier hombre sincero no puede menos que intuir: “¡He aquí
un escudo para ocultar tras él, desesperadamente, la carencia de argumentos y
cubrir con una vistosa insignia la propia vacuidad!”
Esta es una torpe táctica que no puede mantenerse mucho
tiempo. Tiene como finalidad desplazar a priori a los buscadores de la Verdad,
que podrían resultar molestos, situándolos en un plano de “inferioridad” ante
los ojos de sus contemporáneos, pretende incluso ridiculizarlos o, al menos,
hacer que se los catalogue dentro de la categoría de los “charlatanes”, a fin
de que nadie pueda tomarlos en serio.
Mediante tal proceder, se pretende evitar que alguien se
ocupe seriamente de sus palabras. Con todo, el motivo de este modo de obrar no
es la preocupación de que el prójimo pueda ser retenido en su camino hacia la
evolución interior mediante la influencia de doctrinas falsas, sino un vago
temor de que su influencia resulte mermada y ellos mismos tengan entonces que
profundizar más en sus lucubraciones, viéndose obligados a modificar no pocos conceptos
admitidos hasta ahora como intangibles y que, por otra parte, resultaban harto
cómodos.
Precisamente estas alusiones frecuentes a los “laicos”,
esta singular manera de mirar por encima del hombro a aquellos que, por su
intuición más viva y más independiente, se hallan más próximos a la Verdad y no
viven encerrados entre los muros erigidos por las rígidas concepciones
intelectuales; todo esto, revela una debilidad oculta, cuyos peligros no pueden
escapar a ninguno que reflexione. Quien
profesa semejantes opiniones queda excluido de antemano de la posibilidad de
ser un instructor y un guía independiente, pues con ello se halla más
alejado de Dios y de Su actividad que cualquier otro.
El conocimiento de la evolución de las religiones, con
todos sus errores y faltas, no aproxima al hombre a su Dios, como tampoco la
interpretación intelectual de la Biblia o de cualquier otra valiosa escritura
de las diversas religiones.
El intelecto está y estará siempre ligado al espacio y al
tiempo, es decir, a la Tierra, mientras que la Divinidad, y por consecuencia el
reconocimiento de Dios y de Su Voluntad, se hallan por encima del espacio y del
tiempo, por encima de todo lo efímero, por lo cual jamás podrán ser
aprehendidos por la estrechez de una intelectualidad limitada.
Por esta sencilla razón, no es misión del intelecto el
aportar esclarecimientos en lo que concierne a valores eternos. De otro modo,
la contradicción sería evidente. Por eso el que en estas cuestiones hace alarde
de sus títulos académicos y mira de lado a los seres que no han sido
influenciados, no hace sino evidenciar su propia incapacidad y sus
limitaciones. Los hombres reflexivos advertirán al instante la tendencia
unilateral, y se mostrarán precavidos frente a quienes de tal modo los exhorten
a la prudencia.
Solamente los llamados pueden ser verdaderos instructores.
Y los llamados no son otros que los que portan ya, en sí, la aptitud requerida
para serlo. Tal aptitud no exige de ningún modo una instrucción superior, sino
las vibraciones de una fina facultad intuitiva, capaz de elevarse por encima
del espacio y del tiempo, es decir, por encima de los límites de las
concepciones del cerebralismo terrestre.
Por otra parte, todo hombre interiormente libre juzgará
siempre una cosa o una enseñanza en función
de lo que aporte y no en función de la persona de la que provenga. Proceder
de esta última manera es un certificado de pobreza tal, que no cabe imaginarse
otra mayor. El oro es oro, ya se encuentre en manos de un príncipe, ya de un
mendigo.
Sin embargo, este hecho irrefutable es lo que se intenta
ignorar o falsear con la mayor obstinación, cuando precisamente se trata de lo
más precioso que existe para el hombre espiritual. Naturalmente, el éxito no es
otro que en el caso del oro. Pues aquellos que buscan realmente y con
sinceridad, no se dejan disuadir por tales distracciones y examinan por cuenta
propia la cuestión. Los que, por el contrario, se dejan disuadir, es que no
están aún maduros para recibir la Verdad; tampoco está destinada a ellos.
Sin embargo, no está lejana la hora en que habrá de
iniciarse una lucha hasta hoy jamás emprendida. La parcialidad llegará a su
fin, seguida de una rigurosa confrontación que aniquilará toda falsa
pretensión.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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