03. LA CREACIÓN DEL HOMBRE
DIOS CREÓ AL HOMBRE
a Su imagen y semejanza, y sopló en él Su aliento”. Dos procesos en sí: la
creación y la animación.
Ambos eventos, lo mismo que todo, se sometieron
estrictamente a las leyes divinas establecidas. Nada puede salirse del margen
de las mismas. Ningún acto volitivo divino se opondrá a esas leyes inmutables,
portadoras de la propia Voluntad de Dios. Igualmente, toda revelación y toda
promesa se harán atendiendo a ellas y tendrán que cumplirse dentro de ellas, no
de otra forma.
Tal aconteció también con la aparición del hombre sobre la
tierra, lo cual constituyó un progreso de la inmensa creación: la transición de
lo materialmente físico a un estado completamente nuevo y más elevado.
Hablar de la encarnación del hombre implica tener
conocimiento del mundo de la materialidad etérea; pues el ser humano de carne y
hueso fue puesto como elemento activante y unificador entre la parte etérea y
la parte física de la creación, si bien sus raíces permanecieron en lo
espiritual.
“Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza”.
Esa acción o creación fue una larga cadena de evoluciones
que tuvieron lugar de riguroso acuerdo con las leyes tejidas por el mismo Dios
en la creación. Impuestas por al Altísimo, esas leyes se afanan férrea e
ininterrumpidamente en el cumplimiento de Su Voluntad, tendiendo
espontáneamente a la Perfección como una parte de El mismo.
Así se cumplió igualmente en la creación del hombre como
colofón de toda la obra, en el cual debían recopilarse todas las especies
presentes en la creación. Por eso, en el mundo de lo físico, en el mundo de la
materia terrenal visible, fue formándose poco a poco, en evoluciones sucesivas,
el receptáculo en el que pudiera encarnarse una chispa inmortal procedente de
lo espiritual.
Al cabo de un perfeccionamiento continuo de su forma,
surgió, con el tiempo, el animal superdesarrollado que, usando de su facultad
de pensar, utilizaba ya medios diversos para cubrir sus necesidades vitales y
para su defensa. Hoy día, también podemos observar especies animales que se
sirven de ciertos recursos para el adquirimiento y conservación de lo necesario
para su subsistencia y que, a menudo, dan muestras de una sorprendente astucia
para la defensa.
Esos animales superdesarrollados, anteriormente citados,
que se extinguieron a causa de los trastornos geológicos habidos, son
designados actualmente con el nombre de “antropoides”. Pero considerarlos como antepasados del hombre es un grave
error. Por la misma razón, se podría denominar a las vacas las “amas de cría”
de la humanidad, ya que la inmensa mayoría de los niños, durante los primeros
meses de su vida, necesitan la leche de vaca para la formación de su cuerpo; es
decir, con su ayuda se mantienen viables y crecen. Mucho más no es lo que ese
animal superior, ese “antropoide”, tiene en común con el hombre verdadero, pues
el cuerpo físico del ser humano no es otra cosa que el medio imprescindible que
él necesita para poder actuar en todos los sentidos y hacerse entender dentro
del plano terrenal y físico.
Afirmar que el hombre procede del mono es, tomándolo al pie
de la letra, “ir demasiado lejos”. Con ello se rebasa en mucho la meta
perseguida. Un proceso parcial es elevado a la categoría de hecho consumado. En
todo eso falta lo fundamental.
Tal afirmación sería cierta si el cuerpo humano fuera
verdaderamente “el hombre”; pero el cuerpo físico no es más que su envoltura,
de la cual se desprenderá en cuanto regrese al mundo de la materialidad etérea.
Entonces, ¿cómo se efectuó la primera encarnación del hombre?
Una vez que el mundo físico hubo alcanzado su punto
culminante con la aparición del más perfecto de los animales, era preciso que
se produjera un cambio, a fin de que continuara el proceso evolutivo y no
tuviera lugar una estagnación, la cual traería consigo el peligro de una
regresión. Ese cambio, en efecto, estaba previsto y se dió:
Habiendo partido como chispa espiritual y después de
atravesar de arriba a abajo el mundo de lo etéreo, elevando todo en su caída,
se hallaba en los confines del mismo, en el preciso instante en que el
receptáculo físico-terrenal había llegado al punto más alto de su desarrollo,
el hombre etéreo-espiritual también perfeccionado y dispuesto a unirse a lo
materialmente físico, para impulsarlo y encumbrarlo.
Es decir: al mismo tiempo que, en el mundo de la
materialidad física, el receptáculo había logrado su madurez, el alma había
evolucionado de tal manera, en el mundo de la materialidad etérea, que poseía
fuerzas suficientes para conservar su independencia al introducirse en aquél.
La unión de ambos elementos tuvo, pues, el carácter de un
íntimo enlace entre el mundo etéreo y el mundo físico, enlace que se extendió
hasta las elevadas esferas de lo espiritual.
Esa unión fue lo que
constituyó el nacimiento del hombre.
La procreación propiamente dicha sigue siendo hoy un acto
puramente animal. Elevados o bajos sentimientos no tienen nada que ver con el
acto en sí, pero producen desprendimientos espirituales que juegan un papel muy
importante en la atracción de las
especies rigurosamente idénticas.
También de orden puramente animal es el desarrollo del
cuerpo hasta la mitad del embarazo. Puramente animal no es, en realidad, la
expresión adecuada; por el momento lo denominaré “puramente físico”, y en
conferencias posteriores volveré a tratar del asunto más detenidamente.
A la mitad del embarazo, cuando el feto ha alcanzado una
cierta madurez, se encarna el espíritu previsto para ese nacimiento, el cual, hasta entonces, permanecerá muy próximo a
la que va a ser madre, provocando, al entrar en funciones, las primeras
contracciones del pequeño cuerpo en gestación, es decir, los primeros
movimientos del niño.
En ese momento es cuando surge en la mujer embarazada esa
sensación tan sublime y singular, y a partir de entonces experimentará
sentimientos de muy diferente índole, suscitados por la consciencia del segundo
espíritu en ella, al sentirlo dentro de sí. Según sea el género del mismo, así
serán también sus propios sentimientos.
Tal es el proceso que sigue toda encarnación humana. Pero
volvamos otra vez a la primera encarnación del hombre.
Había llegado, pues, el momento crucial en la evolución de
la creación: de una parte, en el mundo físico, se hallaba el animal
superdesarrollado, que debía ceder su cuerpo material como receptáculo para el
hombre futuro. De otra parte, en el mundo etéreo, se encontraba el alma humana,
en la plenitud de su forma, esperando la ocasión de poder unirse con el
receptáculo físico, para dar así a todo lo material un nuevo impulso hacia la
espiritualidad.
Al efectuarse un acto generador entre la pareja más noble
de esos animales superiores, en el
momento de la concepción no se encarnó un alma animal*, como había sucedido
hasta entonces, sino que quedó encarnada el alma humana dispuesta para tal fin,
la que llevaba en sí la inmortal chispa espiritual. Las almas humanas etéreas
con facultades desarrolladas en sentido preponderantemente positivo se encarnaron
en animales machos, en correspondencia con su afinidad, mientras que las de
facultades eminentemente negativas, más finas y delicadas, se encarnaron en
cuerpos animales hembras, por ser los que más se aproximaban a su naturaleza.**
* Conferencia II–39: “La diferencia entre el origen del
hombre y el del animal”
** Conferencia II–64: “El
sexo”
Este hecho no es razón para afirmar que el hombre, cuyo
verdadero origen se halla en lo espiritual, procede del animal denominado
“antropoide”, el cual sólo pudo suministrarle la transitoria envoltura
terrenal. Ni a los materialistas más recalcitrantes se les ocurriría hoy día
considerarse directamente emparentados con un animal; y, sin embargo, antes
como ahora, sigue existiendo un estrecho parentesco corporal, es decir, una
analogía física. Pero el hombre real, el hombre “vivo”, el proprio “Yo”
espiritual humano, no guarda ni relación ni afinidad alguna con el animal.
El primer hombre, al nacer, se encontró verdaderamente
solo, sin padres; ya que no podía considerar como tales a los animales, a pesar
del gran desarrollo de los mismos, ni podía tener nada en común con ellos.
Pero tampoco lo necesitaba; pues era hombre eminentemente
sensitivo y, como tal, participaba de la vida del mundo etéreo, el cual le
ofrecía valores capaces de compensarle de todo lo demás.
La disociación de la mujer del primer hombre tuvo un
carácter etéreo-espiritual. No se realizó en el plano físico-terrenal, como ya
se indica en la Biblia y demás escrituras religiosas antiguas, las cuales se
refieren exclusivamente a procesos espirituales y etéreos. El hombre, pues,
estaba solo; y a medida que iba creciendo utilizaba preferentemente sus sentimientos
más rudos y severos para su subsistencia, mientras que los más suaves y
delicados fueron relegados a segundo término, quedando cada vez más aislados y
acabando por separarse de él por completo, constituyendo la parte más sublime
del hombre espiritual.
Esa parte, a fin de no permanecer inactiva dentro de lo
físico, ya que era elemento imprescindible para la ascensión de la materia, se
encarnó en un segundo receptáculo de sexo femenino, por ser el que se
correspondía con su sutilidad. Los sentimientos más rudos, por su parte,
permanecieron en el ser humano masculino, físicamente más fuerte. Tales hechos
tuvieron lugar de riguroso acuerdo con las leyes del mundo etéreo, en el cual,
cobrando todo una forma repentina, lo delicado y débil adquiere aspecto femenino,
y lo severo y fuerte presenta un carácter masculino.
La mujer debía ser, en realidad, más perfecta que el
hombre, por poseer cualidades espirituales mucho más valiosas, y podría haberlo
sido sólo con que se hubiera molestado un poco en ir depurando sus
sentimientos, haciéndolos cada vez más armoniosos, con lo cual habría llegado a
ser un elemento tan poderoso que necesariamente actuaría sobre toda la creación
física, revolucionándola y activándola intensamente.
Pero, por desgracia, precisamente ella fue la primera en no
cumplir con su cometido, convirtiéndose en juguete de la intensa fuerza
sensitiva que le había sido concedida, empañándola y emponzoñándola, además,
con sus sensaciones y su fantasía.
¡Qué sentido tan profundo encierra el relato bíblico sobre
el probar del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal! La mujer,
instigada por la Serpiente, tiende la manzana al hombre. La materialidad de ese
hecho no podía ser expresada de forma más plástica.
La ofrenda de la manzana puso en evidencia que la mujer
había llegado a ser consciente del efecto de sus encantos frente al hombre y
que quería sacar provecho de ello. El
acto de tomar el fruto y comer de él simboliza la condescendencia por parte del
hombre al despertarse en él el afán de atraer hacia sí toda la atención de la
mujer, comenzando a acaparar tesoros y a apropiarse de bienes diversos, para
hacerse así más codiciable.
Tales fueron los comienzos del desarrollo del intelecto y
de sus concomitancias la codicia, la mentira y la tiranía. Los hombres acabaron
por someterse a él por completo, convirtiéndose así, voluntariamente, en
esclavos de su propio instrumento.
Pero al poner a la inteligencia como soberana absoluta,
dada la naturaleza de la misma, se encadenaron también, férreamente, al espacio
y al tiempo, perdiendo con ello la facultad de experimentar o percibir lo que
está por encima de esos conceptos, como es lo espiritual y lo etéreo.
Eso produjo su desmembramiento
total del verdadero Paraíso y del mundo de la materialidad etérea. Ellos
mismos fueron los causantes, pues era inevitable que, al quedar tan vinculados
a lo terrenal por el intelecto, el horizonte de su facultad comprensiva se
limitara también considerablemente, siendo incapaces de “entender” con él nada
de lo etéreo, lo cual no conoce limitaciones espaciales ni temporales.
De esta manera, todo lo que los hombres sensitivos
experimentaban y contemplaban, y todas las incomprendidas tradiciones, se
convirtieron, para los intelectuales, en “cuentos fabulosos”. Los
materialistas, esos seres humanos incapaces de reconocer nada fuera de lo
físico y terrenal, y cuyo número aumentaba constantemente, terminaron riéndose
sarcásticamente de los idealistas — para quienes aún no estaba cerrado del todo
el camino hacia el mundo etéreo, debido a su vida interior mucho más intensa y
amplia — tachándolos de soñadores, de locos y hasta de impostores.
Todo eso aconteció a lo largo de un período evolutivo de
gran duración, que abarcó millones de años.
Pero hoy nos hallamos, por fin, muy próximos al instante en
que habrá de llegar la siguiente gran era de la creación, la que dará a todo el
necesario impulso y aportará lo que ya debía haberse aportado durante la
primera era con la encarnación del primer ser humano: el nacimiento del hombre
integral espiritualizado, el cual dará un poderoso empuje a toda la creación
materialmente física y la ennoblecerá, cumpliendo así la verdadera misión del
hombre sobre la Tierra.
Entonces, apenas sí quedará sitio para el oprimido materialista, encadenado a los conceptos terrenales de espacio y tiempo. Será un extranjero en todos los países, un apátrida. Se marchitará y sucumbirá como el tamo que se separa del trigo. ¡Estad alerta! para que, en tal separación, no se os halle excesivamente ligeros.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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