viernes, 16 de diciembre de 2022

3. LA CREACIÓN DEL HOMBRE

 

03. LA CREACIÓN DEL HOMBRE

DIOS CREÓ AL HOMBRE a Su imagen y semejanza, y sopló en él Su aliento”. Dos procesos en sí: la creación y la animación.


Ambos eventos, lo mismo que todo, se sometieron estrictamente a las leyes divinas establecidas. Nada puede salirse del margen de las mismas. Ningún acto volitivo divino se opondrá a esas leyes inmutables, portadoras de la propia Voluntad de Dios. Igualmente, toda revelación y toda promesa se harán atendiendo a ellas y tendrán que cumplirse dentro de ellas, no de otra forma.

Tal aconteció también con la aparición del hombre sobre la tierra, lo cual constituyó un progreso de la inmensa creación: la transición de lo materialmente físico a un estado completamente nuevo y más elevado.

Hablar de la encarnación del hombre implica tener conocimiento del mundo de la materialidad etérea; pues el ser humano de carne y hueso fue puesto como elemento activante y unificador entre la parte etérea y la parte física de la creación, si bien sus raíces permanecieron en lo espiritual.

“Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza”.

Esa acción o creación fue una larga cadena de evoluciones que tuvieron lugar de riguroso acuerdo con las leyes tejidas por el mismo Dios en la creación. Impuestas por al Altísimo, esas leyes se afanan férrea e ininterrumpidamente en el cumplimiento de Su Voluntad, tendiendo espontáneamente a la Perfección como una parte de El mismo.

Así se cumplió igualmente en la creación del hombre como colofón de toda la obra, en el cual debían recopilarse todas las especies presentes en la creación. Por eso, en el mundo de lo físico, en el mundo de la materia terrenal visible, fue formándose poco a poco, en evoluciones sucesivas, el receptáculo en el que pudiera encarnarse una chispa inmortal procedente de lo espiritual.

Al cabo de un perfeccionamiento continuo de su forma, surgió, con el tiempo, el animal superdesarrollado que, usando de su facultad de pensar, utilizaba ya medios diversos para cubrir sus necesidades vitales y para su defensa. Hoy día, también podemos observar especies animales que se sirven de ciertos recursos para el adquirimiento y conservación de lo necesario para su subsistencia y que, a menudo, dan muestras de una sorprendente astucia para la defensa.

Esos animales superdesarrollados, anteriormente citados, que se extinguieron a causa de los trastornos geológicos habidos, son designados actualmente con el nombre de “antropoides”. Pero considerarlos como antepasados del hombre es un grave error. Por la misma razón, se podría denominar a las vacas las “amas de cría” de la humanidad, ya que la inmensa mayoría de los niños, durante los primeros meses de su vida, necesitan la leche de vaca para la formación de su cuerpo; es decir, con su ayuda se mantienen viables y crecen. Mucho más no es lo que ese animal superior, ese “antropoide”, tiene en común con el hombre verdadero, pues el cuerpo físico del ser humano no es otra cosa que el medio imprescindible que él necesita para poder actuar en todos los sentidos y hacerse entender dentro del plano terrenal y físico.

Afirmar que el hombre procede del mono es, tomándolo al pie de la letra, “ir demasiado lejos”. Con ello se rebasa en mucho la meta perseguida. Un proceso parcial es elevado a la categoría de hecho consumado. En todo eso falta lo fundamental.

Tal afirmación sería cierta si el cuerpo humano fuera verdaderamente “el hombre”; pero el cuerpo físico no es más que su envoltura, de la cual se desprenderá en cuanto regrese al mundo de la materialidad etérea. Entonces, ¿cómo se efectuó la primera encarnación del hombre?

Una vez que el mundo físico hubo alcanzado su punto culminante con la aparición del más perfecto de los animales, era preciso que se produjera un cambio, a fin de que continuara el proceso evolutivo y no tuviera lugar una estagnación, la cual traería consigo el peligro de una regresión. Ese cambio, en efecto, estaba previsto y se dió:

Habiendo partido como chispa espiritual y después de atravesar de arriba a abajo el mundo de lo etéreo, elevando todo en su caída, se hallaba en los confines del mismo, en el preciso instante en que el receptáculo físico-terrenal había llegado al punto más alto de su desarrollo, el hombre etéreo-espiritual también perfeccionado y dispuesto a unirse a lo materialmente físico, para impulsarlo y encumbrarlo.

Es decir: al mismo tiempo que, en el mundo de la materialidad física, el receptáculo había logrado su madurez, el alma había evolucionado de tal manera, en el mundo de la materialidad etérea, que poseía fuerzas suficientes para conservar su independencia al introducirse en aquél.

La unión de ambos elementos tuvo, pues, el carácter de un íntimo enlace entre el mundo etéreo y el mundo físico, enlace que se extendió hasta las elevadas esferas de lo espiritual.

Esa unión fue lo que constituyó el nacimiento del hombre.

La procreación propiamente dicha sigue siendo hoy un acto puramente animal. Elevados o bajos sentimientos no tienen nada que ver con el acto en sí, pero producen desprendimientos espirituales que juegan un papel muy importante en la atracción de las especies rigurosamente idénticas.

También de orden puramente animal es el desarrollo del cuerpo hasta la mitad del embarazo. Puramente animal no es, en realidad, la expresión adecuada; por el momento lo denominaré “puramente físico”, y en conferencias posteriores volveré a tratar del asunto más detenidamente.

A la mitad del embarazo, cuando el feto ha alcanzado una cierta madurez, se encarna el espíritu previsto para ese nacimiento, el cual, hasta entonces, permanecerá muy próximo a la que va a ser madre, provocando, al entrar en funciones, las primeras contracciones del pequeño cuerpo en gestación, es decir, los primeros movimientos del niño.

En ese momento es cuando surge en la mujer embarazada esa sensación tan sublime y singular, y a partir de entonces experimentará sentimientos de muy diferente índole, suscitados por la consciencia del segundo espíritu en ella, al sentirlo dentro de sí. Según sea el género del mismo, así serán también sus propios sentimientos.

Tal es el proceso que sigue toda encarnación humana. Pero volvamos otra vez a la primera encarnación del hombre.

Había llegado, pues, el momento crucial en la evolución de la creación: de una parte, en el mundo físico, se hallaba el animal superdesarrollado, que debía ceder su cuerpo material como receptáculo para el hombre futuro. De otra parte, en el mundo etéreo, se encontraba el alma humana, en la plenitud de su forma, esperando la ocasión de poder unirse con el receptáculo físico, para dar así a todo lo material un nuevo impulso hacia la espiritualidad.

Al efectuarse un acto generador entre la pareja más noble de esos animales superiores, en el momento de la concepción no se encarnó un alma animal*, como había sucedido hasta entonces, sino que quedó encarnada el alma humana dispuesta para tal fin, la que llevaba en sí la inmortal chispa espiritual. Las almas humanas etéreas con facultades desarrolladas en sentido preponderantemente positivo se encarnaron en animales machos, en correspondencia con su afinidad, mientras que las de facultades eminentemente negativas, más finas y delicadas, se encarnaron en cuerpos animales hembras, por ser los que más se aproximaban a su naturaleza.**

* Conferencia II–39: “La diferencia entre el origen del hombre y el del animal”

** Conferencia II–64: “El sexo

Este hecho no es razón para afirmar que el hombre, cuyo verdadero origen se halla en lo espiritual, procede del animal denominado “antropoide”, el cual sólo pudo suministrarle la transitoria envoltura terrenal. Ni a los materialistas más recalcitrantes se les ocurriría hoy día considerarse directamente emparentados con un animal; y, sin embargo, antes como ahora, sigue existiendo un estrecho parentesco corporal, es decir, una analogía física. Pero el hombre real, el hombre “vivo”, el proprio “Yo” espiritual humano, no guarda ni relación ni afinidad alguna con el animal.

El primer hombre, al nacer, se encontró verdaderamente solo, sin padres; ya que no podía considerar como tales a los animales, a pesar del gran desarrollo de los mismos, ni podía tener nada en común con ellos.

Pero tampoco lo necesitaba; pues era hombre eminentemente sensitivo y, como tal, participaba de la vida del mundo etéreo, el cual le ofrecía valores capaces de compensarle de todo lo demás.

La disociación de la mujer del primer hombre tuvo un carácter etéreo-espiritual. No se realizó en el plano físico-terrenal, como ya se indica en la Biblia y demás escrituras religiosas antiguas, las cuales se refieren exclusivamente a procesos espirituales y etéreos. El hombre, pues, estaba solo; y a medida que iba creciendo utilizaba preferentemente sus sentimientos más rudos y severos para su subsistencia, mientras que los más suaves y delicados fueron relegados a segundo término, quedando cada vez más aislados y acabando por separarse de él por completo, constituyendo la parte más sublime del hombre espiritual.

Esa parte, a fin de no permanecer inactiva dentro de lo físico, ya que era elemento imprescindible para la ascensión de la materia, se encarnó en un segundo receptáculo de sexo femenino, por ser el que se correspondía con su sutilidad. Los sentimientos más rudos, por su parte, permanecieron en el ser humano masculino, físicamente más fuerte. Tales hechos tuvieron lugar de riguroso acuerdo con las leyes del mundo etéreo, en el cual, cobrando todo una forma repentina, lo delicado y débil adquiere aspecto femenino, y lo severo y fuerte presenta un carácter masculino.

La mujer debía ser, en realidad, más perfecta que el hombre, por poseer cualidades espirituales mucho más valiosas, y podría haberlo sido sólo con que se hubiera molestado un poco en ir depurando sus sentimientos, haciéndolos cada vez más armoniosos, con lo cual habría llegado a ser un elemento tan poderoso que necesariamente actuaría sobre toda la creación física, revolucionándola y activándola intensamente.

Pero, por desgracia, precisamente ella fue la primera en no cumplir con su cometido, convirtiéndose en juguete de la intensa fuerza sensitiva que le había sido concedida, empañándola y emponzoñándola, además, con sus sensaciones y su fantasía.

¡Qué sentido tan profundo encierra el relato bíblico sobre el probar del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal! La mujer, instigada por la Serpiente, tiende la manzana al hombre. La materialidad de ese hecho no podía ser expresada de forma más plástica.

La ofrenda de la manzana puso en evidencia que la mujer había llegado a ser consciente del efecto de sus encantos frente al hombre y que quería sacar provecho de ello. El acto de tomar el fruto y comer de él simboliza la condescendencia por parte del hombre al despertarse en él el afán de atraer hacia sí toda la atención de la mujer, comenzando a acaparar tesoros y a apropiarse de bienes diversos, para hacerse así más codiciable.

Tales fueron los comienzos del desarrollo del intelecto y de sus concomitancias la codicia, la mentira y la tiranía. Los hombres acabaron por someterse a él por completo, convirtiéndose así, voluntariamente, en esclavos de su propio instrumento.

Pero al poner a la inteligencia como soberana absoluta, dada la naturaleza de la misma, se encadenaron también, férreamente, al espacio y al tiempo, perdiendo con ello la facultad de experimentar o percibir lo que está por encima de esos conceptos, como es lo espiritual y lo etéreo.

Eso produjo su desmembramiento total del verdadero Paraíso y del mundo de la materialidad etérea. Ellos mismos fueron los causantes, pues era inevitable que, al quedar tan vinculados a lo terrenal por el intelecto, el horizonte de su facultad comprensiva se limitara también considerablemente, siendo incapaces de “entender” con él nada de lo etéreo, lo cual no conoce limitaciones espaciales ni temporales.

De esta manera, todo lo que los hombres sensitivos experimentaban y contemplaban, y todas las incomprendidas tradiciones, se convirtieron, para los intelectuales, en “cuentos fabulosos”. Los materialistas, esos seres humanos incapaces de reconocer nada fuera de lo físico y terrenal, y cuyo número aumentaba constantemente, terminaron riéndose sarcásticamente de los idealistas — para quienes aún no estaba cerrado del todo el camino hacia el mundo etéreo, debido a su vida interior mucho más intensa y amplia — tachándolos de soñadores, de locos y hasta de impostores.

Todo eso aconteció a lo largo de un período evolutivo de gran duración, que abarcó millones de años.

Pero hoy nos hallamos, por fin, muy próximos al instante en que habrá de llegar la siguiente gran era de la creación, la que dará a todo el necesario impulso y aportará lo que ya debía haberse aportado durante la primera era con la encarnación del primer ser humano: el nacimiento del hombre integral espiritualizado, el cual dará un poderoso empuje a toda la creación materialmente física y la ennoblecerá, cumpliendo así la verdadera misión del hombre sobre la Tierra.

Entonces, apenas sí quedará sitio para el oprimido materialista, encadenado a los conceptos terrenales de espacio y tiempo. Será un extranjero en todos los países, un apátrida. Se marchitará y sucumbirá como el tamo que se separa del trigo. ¡Estad alerta! para que, en tal separación, no se os halle excesivamente ligeros. 


* * *

Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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