sábado, 17 de diciembre de 2022

30. LA MUERTE

 

30. LA MUERTE

¡LA MUERTE!: he aquí algo en lo que creen todos los hombres sin excepción. Cada uno de ellos está convencido de que habrá de llegar. Es éste uno de los pocos hechos reales que no admite discusión alguna, ni puede ser ignorado por nadie.

A pesar de que, desde su infancia, todos los hombres cuentan con que, un día, han de morir, la mayoría de ellos, no obstante, procura alejar de sí todo pensamiento sobre el particular. Muchos hasta se enfurecen cuando se habla de ello en su presencia. Otros, a su vez, evitan cuidadosamente visitar cementerios y asistir a entierros, y, si alguna vez se topan inevitablemente con un cortejo fúnebre, procuran borrar, lo más rápidamente posible, toda impresión que se hubiera producido en ellos.

Sin embargo, se sienten oprimidos incesantemente por el oculto temor de que la Muerte pudiera, un día, sorprenderlos repentinamente. Esa angustiosa incertidumbre les impide ocuparse seriamente en reflexionar sobre ese hecho tan ineluctable.

Apenas si habrá otro evento que, a despecho de su fatalidad, sea desechado del pensamiento con tanta insistencia como la Muerte. Pero, a excepción del nacimiento, tampoco existirá apenas un acontecimiento más importante en la Vida. Es sorprendente que el hombre no quiera ocuparse casi del principio y del fin de su existencia terrenal, mientras que da una gran importancia a todos los demás procesos, aun siendo las cosas más baladíes.

Los acontecimientos intermedios son objeto de una mayor investigación y reflexión que aquello capaz de proporcionarle la explicación de todo: el principio y el fin de su peregrinación sobre la Tierra. Muerte y nacimiento: dos eventos íntimamente relacionados entre sí, por ser uno consecuencia del otro.

Y, sin embargo, ¡qué poca seriedad se pone en el acto de la procreación! En muy pocos casos se puede descubrir ahí un algo de dignidad humana. En este proceso, precisamente, es cuando los hombres gustan de ponerse al nivel de los animales, pero sin poder conservar la inocencia natural de éstos. Quedan, así, situados por debajo del animal, puesto que éste obra según el rango que le ha sido asignado en la creación.

Pero el ser humano no es capaz, o no quiere, mantenerse en la categoría que le corresponde. Se rebaja más y más: y luego se admira de que, en muchos aspectos, la humanidad entera vaya de mal en peor.

Hasta las mismas costumbres de las bodas están orientadas en el sentido de considerar el enlace matrimonial como un simple acto puramente material. En muchas ocasiones, se llega a un extremo tal que las personas de naturaleza seria se sienten inclinadas a apartar los ojos, con repugnancia, de esos detalles que dan a entender inequívocamente unas relaciones puramente terrenales. Las fiestas nupciales no consisten, en muchos casos, más que en verdaderas orgías de alcahuetes, y los padres conscientes de su responsabilidad tan grande tendrían que prohibir, con todo rigor, que sus hijos asistieran a las mismas.

Por otra parte, los jóvenes y las jóvenes que no sientan repulsa alguna ante esas costumbres e insinuaciones durante tales fiestas y que, por tal razón, no se abstengan de asistir a ellas, tomando sobre sí la responsabilidad de sus actos y concesiones, esos tales pertenecen, ya, a la misma categoría de seres indignos, por lo que no merecen ser tenidos en cuenta para emitir un juicio. Parece como si los hombres trataran de olvidar, bajo el efecto de un soporífero venenoso, algo en lo que no quieren pensar.

Puesto que la vida terrenal ya está edificada sobre una base frívola, como ha llegado a ser uso y costumbre, se comprenderá que los seres humanos intenten igualmente olvidarse de la Muerte, esforzándose desesperadamente en no pensar sobre ello. Esa tendencia a desechar todo grave pensamiento está íntimamente relacionada con la indigna actitud personal frente a la procreación. Los vagos temores que, como una sombra, acompañan al hombre a lo largo de toda su vida terrenal, provienen, en su mayor parte, de la plena consciencia de lo reprobable de todos esos actos absurdos y denigrantes para el ser humano.

No pudiendo conseguir la tranquilidad de otra manera, optan por aferrarse febrilmente al artificial engaño de sí mismos, bien sea haciéndose a la idea de que después de la muerte acaba todo, lo cual patentiza por completo la consciencia del poco valer y la cobardía ante una posible responsabilidad, bien sea abrigando la esperanza de no ser mucho peores que los demás hombres.

Pero todas esas presuntuosas ilusiones no modifican en un solo corpúsculo el hecho de que su muerte terrenal se está aproximando. Cada día, cada hora, está más cerca.

A veces, resulta lastimoso ver, en las últimas horas de la mayoría de los que intentaban negar obstinadamente toda responsabilidad en una vida después de la muerte, cómo se suscita esta grande y angustiosa cuestión, prueba evidente de que, de repente, han quedado desconcertados de su convicción. Pero eso no les servirá de mucha utilidad; también en este caso, no será más que una cobardía que se apodera de ellos poco antes de dar el gran paso de abandonar este mundo, al dejarse entrever de pronto la posibilidad de otra vida y la responsabilidad que ello implica.

Pero la angustia, el temor y la cobardía, no podrán, lo mismo que la obstinación, reducir o extinguir el ineludible efecto recíproco de todas sus acciones. Darse cuenta del error, es decir, reconocerlo, tampoco puede tener lugar en esas condiciones. Excitada por el temor de las últimas horas, la sagacidad intelectual, tantas veces probada en el transcurso de su vida, juega una última mala pasada al moribundo. Con su habitual prudencia, procurará inducir de repente al hombre a una rápida piedad ficticia, lo que tendrá lugar cuando el proceso de separación entre el hombre etéreo superviviente y el cuerpo físico haya llegado a un grado tan alto que la vida sensitiva se iguale en intensidad al intelecto, al cual estuvo forzosamente subordinada hasta ese momento.

Ello no les proporcionará beneficio alguno. Tendrán que cosechar los pensamientos y obras que hayan sembrado durante su vida terrenal. Nada habrá sufrido la más mínima mejoría, ni siquiera la, más mínima modificación. Irresistiblemente, serán empujados hacia el rodaje de las rigurosas leyes del efecto recíproco y, sometidos a ellas, habrán de vivir, en el mundo de la materialidad etérea, todos sus errores, es decir, todo lo que pensaron y obraron movidos por una falsa convicción.

Tienen toda razón para temer la hora de la separación del cuerpo físico, que, durante largo tiempo, sirvió de muralla infranqueable para muchos eventos etéreos. Esa muralla les fue encomendada en calidad de escudo y para que sirviera de cobijo, en el que, sin ser molestados, pudiesen proceder a mejorar muchas cosas o, incluso, a redimirse por entero, lo cual difícilmente podrían conseguirlo sin tal protección.

Doble, qué digo, diez veces más triste será para aquel que haya disipado el tiempo de gracia de su vida terrenal entregándose a la embriaguez de un insensato engañarse a sí mismo. El temor y la angustia están, pues, muy justificados en muchos.

Qué diferente de aquellos que no hayan dilapidado su vida terrenal, aquellos que, sin temor ni angustias, a su debido tiempo, aun a última hora, hayan emprendido el camino de la ascensión espiritual. Esos llevarán consigo al mundo etéreo, como báculo y sostén, su afanosa búsqueda. Sin miedo ni recelo, podrán dar el paso del mundo físico al mundo de la materialidad etérea, ese paso que nadie puede evitar, ya que todo lo perecedero, como lo es el cuerpo físico, también habrá de perecer un día. Esos hombres podrán celebrar la hora de la separación, pues supondrá para ellos un progreso cierto, independientemente de lo que les espere en la vida etérea. Lo bueno los llenará de felicidad, y lo pesado les resultará sorprendentemente ligero; pues la buena voluntad les ayudará mucho más eficazmente que lo que nunca pudieron imaginar.

Morir no es, en sí, más que nacer a la vida en el mundo etéreo, un proceso similar al nacimiento en el mundo físico. Mediante una especie de cordón umbilical, el cuerpo etéreo y el cuerpo físico permanecerán unidos durante cierto tiempo después de su separación. Cuanto más frágil sea ese cordón, tanto más alto será el grado de desarrollo que el alma de ese recién nacido en el mundo etéreo habrá alcanzado, con vistas a la vida etérea, durante la misma existencia terrenal.

Cuanto más se haya encadenado a la Tierra, es decir, a lo material, por su propia voluntad, y cuanto mayor haya sido su afán de no querer saber nada de la otra vida en el mundo materialmente etéreo, tanto más fuerte será el cordón que, por efecto de esa misma voluntad, le mantendrá atado a su cuerpo físico y atará también, por consiguiente, al cuerpo etéreo, ese cuerpo que él necesita como vestidura del espíritu en el mundo materialmente etéreo.

Pero, cuanto más denso sea su cuerpo físico, tanto más pesado será también, según las leyes establecidas, y mucho más tenebrosa será, asimismo, su apariencia. Debido a esa gran afinidad y a ese estrecho parentesco con todo lo físico, le costará mucho separarse del cuerpo material, por lo que ese hombre tendrá que experimentar hasta el último dolor físico-corporal así como todo el proceso de desintegración y descomposición. Tampoco será insensible a la incineración.

Una vez que se rompa definitivamente ese cordón de unión, se hundirá en el mundo de lo etéreo hasta la profundidad que corresponda a la misma densidad y pesadez de su medio ambiente. Allí encontrará también un gran número de seres semejantes a él en su pesadez. Se comprenderá que la estancia en ese ambiente sea mucho más dura que en la Tierra, dentro del cuerpo físico, pues en el mundo de la materialidad etérea todos los sentimientos son vividos íntegramente y sin impedimento ninguno.

Muy distinto será lo que acontecerá a los hombres que ya hayan iniciado en la Tierra la ascensión hacia lo más noble. Como quiera que éstos mantienen vivo dentro de sí el convencimiento de ese paso al mundo etéreo, la separación les resultará mucho más fácil. Tanto el cuerpo etéreo como el cordón de unión serán poco densos, y esa diferencia con el cuerpo físico, esa extrañeza mutua, contribuirá a hacer más rápida la separación, de forma que, durante la agonía — si es que puede hablarse de agonía en la muerte natural de un hombre semejante — cuando aparezcan las últimas contracciones musculares, ya hará tiempo que el cuerpo etéreo estará junto al cuerpo físico. El estado de relajamiento y la poca densidad del cordón de unión impedirá que ese ser humano sufra dolor alguno, pues dicho cordón será tan tenue que no podrá dejar pasar a su través dolores corporales físicos para hacerlos llegar hasta el cuerpo etéreo.

Dado lo extraordinario de su sutilidad, esa ligazón también se romperá más rápidamente, de suerte que el cuerpo etéreo alcanzará su independencia en un espacio de tiempo muy corto, elevándose entonces hasta la región situada a la altura que corresponda a su sutil y ligera naturaleza. Tampoco allí hallará otra cosa que seres de su misma especie, y esa vida sensitiva mejor y más sublime le hará sentir paz y alegría. Ese cuerpo tan ligero y tan poco denso aparecerá cada vez más claro y luminoso, llegando a ser de una sutilidad tan extrema, que el espíritu latente en él empezará a surgir radiante, hasta que, resplandeciente de luz, pueda entrar por fin en la esfera espiritual.

A los que permanezcan al lado del moribundo se les advertirá de que no prorrumpan en ruidosas lamentaciones, pues ese dolor tan intensamente manifestado puede impresionar, esto es, puede ser oído o sentido por ese hombre etéreo en trance de separarse del cuerpo físico o, tal vez, ya puesto junto a él. Si ello despertara en él un sentimiento de compasión o el deseo de pronunciar unas últimas palabras de consuelo, ese anhelo le volvería a atar fuertemente a la necesidad material de manifestarse de manera comprensible a aquellos que tan dolorosamente se lamentan.

Para poder hacerse comprender en el plano terrenal se precisa la ayuda del cerebro, y eso implica una íntima unión con el cuerpo físico. El afán de manifestarse comprensiblemente establecerá esa unión, por lo que el cuerpo etéreo, si está en trance de liberarse, se unirá más estrechamente a su envoltura terrenal; y si ya se hubiera liberado, será obligado a introducirse nuevamente en ella, lo que dará como resultado volver a sufrir los dolores de que ya se había librado.

La segunda separación será mucho más penosa, pudiendo durar incluso varios días. Es entonces cuando se produce esa agonía prolongada, verdaderamente dolorosa y difícil para el que trata de liberarse. La culpa recaerá sobre los que, por su dolor egoísta, le hicieron revivir, interrumpiendo así el proceso natural.

A causa de esa interrupción del curso normal, se producirá una nueva y más íntima unión, aun cuando solamente haya tenido lugar un ligero esfuerzo de concentración encaminado a hacerse comprender. Y volver a romper ese vínculo antinatural no será cosa fácil para quien no está versado en la materia. Ayuda no podrá serle proporcionada, pues él mismo la quiso.

Una ligazón semejante puede producirse fácilmente mientras el cuerpo físico no se haya enfriado del todo y el cordón de enlace siga estando presente, el cual, a veces, se rompe al cabo de varias semanas. Así, pues, es un sufrimiento innecesario para el que fallece, una desconsideración y una crueldad por parte de los presentes.

Por tanto, en una cámara mortuoria debe reinar el silencio más absoluto, tal como debe ser guardado en atención a la gravedad de una de las horas más decisivas. Las personas que no puedan dominarse, deberán se echadas fuera por la fuerza, aunque se trate de los parientes más próximos.


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Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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