30. LA MUERTE
¡LA
MUERTE!: he aquí algo en lo que creen todos los hombres sin excepción.
Cada uno de ellos está convencido de que habrá de llegar. Es éste uno de los
pocos hechos reales que no admite discusión alguna, ni puede ser ignorado por
nadie.
A pesar de que, desde su infancia, todos los hombres
cuentan con que, un día, han de morir, la mayoría de ellos, no obstante,
procura alejar de sí todo pensamiento sobre el particular. Muchos hasta se
enfurecen cuando se habla de ello en su presencia. Otros, a su vez, evitan
cuidadosamente visitar cementerios y asistir a entierros, y, si alguna vez se
topan inevitablemente con un cortejo fúnebre, procuran borrar, lo más
rápidamente posible, toda impresión que se hubiera producido en ellos.
Sin embargo, se sienten oprimidos incesantemente por el
oculto temor de que la Muerte pudiera, un día, sorprenderlos repentinamente.
Esa angustiosa incertidumbre les impide ocuparse seriamente en reflexionar
sobre ese hecho tan ineluctable.
Apenas si habrá otro evento que, a despecho de su
fatalidad, sea desechado del pensamiento con tanta insistencia como la Muerte.
Pero, a excepción del nacimiento, tampoco existirá apenas un acontecimiento más
importante en la Vida. Es
sorprendente que el hombre no quiera ocuparse casi del principio y del fin de
su existencia terrenal, mientras que da una gran importancia a todos los demás
procesos, aun siendo las cosas más baladíes.
Los acontecimientos intermedios son objeto de una mayor
investigación y reflexión que aquello capaz de proporcionarle la explicación de
todo: el principio y el fin de su peregrinación sobre la Tierra. Muerte y
nacimiento: dos eventos íntimamente relacionados entre sí, por ser uno
consecuencia del otro.
Y, sin embargo, ¡qué poca seriedad se pone en el acto de la
procreación! En muy pocos casos se puede descubrir ahí un algo de dignidad
humana. En este proceso, precisamente, es cuando los hombres gustan de ponerse
al nivel de los animales, pero sin poder conservar la inocencia natural de
éstos. Quedan, así, situados por debajo del
animal, puesto que éste obra según el rango que le ha sido asignado en la
creación.
Pero el ser humano no es capaz, o no quiere, mantenerse en
la categoría que le corresponde. Se rebaja más y más: y luego se admira de que,
en muchos aspectos, la humanidad entera vaya de mal en peor.
Hasta las mismas costumbres de las bodas están orientadas
en el sentido de considerar el enlace
matrimonial como un simple acto puramente material. En muchas ocasiones, se
llega a un extremo tal que las personas de naturaleza seria se sienten
inclinadas a apartar los ojos, con repugnancia, de esos detalles que dan a
entender inequívocamente unas relaciones puramente terrenales. Las fiestas
nupciales no consisten, en muchos casos, más que en verdaderas orgías de alcahuetes,
y los padres conscientes de su responsabilidad tan grande tendrían que
prohibir, con todo rigor, que sus hijos asistieran a las mismas.
Por otra parte, los jóvenes y las jóvenes que no sientan
repulsa alguna ante esas costumbres e insinuaciones durante tales fiestas y
que, por tal razón, no se abstengan de asistir a ellas, tomando sobre sí la
responsabilidad de sus actos y concesiones, esos tales pertenecen, ya, a la
misma categoría de seres indignos, por lo que no merecen ser tenidos en cuenta para
emitir un juicio. Parece como si los hombres trataran de olvidar, bajo el
efecto de un soporífero venenoso, algo en lo que no quieren pensar.
Puesto que la vida terrenal ya está edificada sobre una
base frívola, como ha llegado a ser uso y costumbre, se comprenderá que los
seres humanos intenten igualmente olvidarse de la Muerte, esforzándose
desesperadamente en no pensar sobre ello. Esa tendencia a desechar todo grave
pensamiento está íntimamente relacionada con la indigna actitud personal frente
a la procreación. Los vagos temores que, como una sombra, acompañan al hombre a
lo largo de toda su vida terrenal, provienen, en su mayor parte, de la plena consciencia de lo reprobable de
todos esos actos absurdos y denigrantes para el ser humano.
No pudiendo conseguir la tranquilidad de otra manera, optan
por aferrarse febrilmente al artificial engaño de sí mismos, bien sea
haciéndose a la idea de que después de la muerte acaba todo, lo cual patentiza
por completo la consciencia del poco valer y la cobardía ante una posible
responsabilidad, bien sea abrigando la esperanza de no ser mucho peores que los
demás hombres.
Pero todas esas presuntuosas ilusiones no modifican en un
solo corpúsculo el hecho de que su muerte terrenal se está aproximando. Cada
día, cada hora, está más cerca.
A veces, resulta lastimoso ver, en las últimas horas de la
mayoría de los que intentaban negar obstinadamente toda responsabilidad en una
vida después de la muerte, cómo se suscita esta grande y angustiosa cuestión,
prueba evidente de que, de repente, han quedado desconcertados de su
convicción. Pero eso no les servirá de mucha utilidad; también en este caso, no
será más que una cobardía que se apodera de ellos poco antes de dar el gran
paso de abandonar este mundo, al dejarse entrever de pronto la posibilidad de
otra vida y la responsabilidad que ello implica.
Pero la angustia, el temor y la cobardía, no podrán, lo
mismo que la obstinación, reducir o extinguir el ineludible efecto recíproco de
todas sus acciones. Darse cuenta del error, es decir, reconocerlo, tampoco
puede tener lugar en esas condiciones. Excitada por el temor de las últimas
horas, la sagacidad intelectual, tantas veces probada en el transcurso de su
vida, juega una última mala pasada al moribundo. Con su habitual prudencia,
procurará inducir de repente al hombre a una rápida piedad ficticia, lo que
tendrá lugar cuando el proceso de separación entre el hombre etéreo
superviviente y el cuerpo físico haya llegado a un grado tan alto que la vida
sensitiva se iguale en intensidad al intelecto, al cual estuvo forzosamente
subordinada hasta ese momento.
Ello no les proporcionará beneficio alguno. Tendrán que
cosechar los pensamientos y obras que hayan sembrado durante su vida terrenal.
Nada habrá sufrido la más mínima mejoría, ni siquiera la, más mínima
modificación. Irresistiblemente, serán empujados hacia el rodaje de las
rigurosas leyes del efecto recíproco y, sometidos a ellas, habrán de vivir, en
el mundo de la materialidad etérea, todos sus errores, es decir, todo lo que pensaron
y obraron movidos por una falsa convicción.
Tienen toda razón para temer la hora de la separación del
cuerpo físico, que, durante largo tiempo, sirvió de muralla infranqueable para
muchos eventos etéreos. Esa muralla les fue encomendada en calidad de escudo y
para que sirviera de cobijo, en el que, sin ser molestados, pudiesen proceder a
mejorar muchas cosas o, incluso, a redimirse por entero, lo cual difícilmente
podrían conseguirlo sin tal protección.
Doble, qué digo, diez veces más triste será para aquel que
haya disipado el tiempo de gracia de su vida terrenal entregándose a la
embriaguez de un insensato engañarse a sí mismo. El temor y la angustia están,
pues, muy justificados en muchos.
Qué diferente de aquellos que no hayan dilapidado su vida terrenal,
aquellos que, sin temor ni angustias, a su debido tiempo, aun a última hora,
hayan emprendido el camino de la ascensión espiritual. Esos llevarán consigo al
mundo etéreo, como báculo y sostén, su afanosa búsqueda. Sin miedo ni recelo,
podrán dar el paso del mundo físico al mundo de la materialidad etérea, ese
paso que nadie puede evitar, ya que todo lo perecedero, como lo es el cuerpo
físico, también habrá de perecer un día. Esos hombres podrán celebrar la hora
de la separación, pues supondrá para ellos un progreso cierto,
independientemente de lo que les espere en la vida etérea. Lo bueno los llenará
de felicidad, y lo pesado les resultará sorprendentemente ligero; pues la buena
voluntad les ayudará mucho más eficazmente que lo que nunca pudieron imaginar.
Morir no es, en sí, más que nacer a la vida en el mundo
etéreo, un proceso similar al nacimiento en el mundo físico. Mediante una
especie de cordón umbilical, el cuerpo etéreo y el cuerpo físico permanecerán
unidos durante cierto tiempo después de su separación. Cuanto más frágil sea
ese cordón, tanto más alto será el grado de desarrollo que el alma de ese
recién nacido en el mundo etéreo habrá alcanzado, con vistas a la vida etérea,
durante la misma existencia terrenal.
Cuanto más se haya encadenado a la Tierra, es decir, a lo
material, por su propia voluntad, y cuanto mayor haya sido su afán de no querer
saber nada de la otra vida en el mundo materialmente etéreo, tanto más fuerte
será el cordón que, por efecto de esa misma voluntad, le mantendrá atado a su
cuerpo físico y atará también, por consiguiente, al cuerpo etéreo, ese cuerpo
que él necesita como vestidura del espíritu en el mundo materialmente etéreo.
Pero, cuanto más denso sea su cuerpo físico, tanto más
pesado será también, según las leyes establecidas, y mucho más tenebrosa será,
asimismo, su apariencia. Debido a esa gran afinidad y a ese estrecho parentesco
con todo lo físico, le costará mucho separarse del cuerpo material, por lo que
ese hombre tendrá que experimentar hasta el último dolor físico-corporal así
como todo el proceso de desintegración y descomposición. Tampoco será
insensible a la incineración.
Una vez que se rompa definitivamente ese cordón de unión,
se hundirá en el mundo de lo etéreo hasta la profundidad que corresponda a la
misma densidad y pesadez de su medio ambiente. Allí encontrará también un gran
número de seres semejantes a él en su pesadez. Se comprenderá que la estancia
en ese ambiente sea mucho más dura que en la Tierra, dentro del cuerpo físico,
pues en el mundo de la materialidad etérea todos los sentimientos son vividos íntegramente y sin impedimento ninguno.
Muy distinto será lo que acontecerá a los hombres que ya
hayan iniciado en la Tierra la ascensión hacia lo más noble. Como quiera que
éstos mantienen vivo dentro de sí el convencimiento de ese paso al mundo
etéreo, la separación les resultará mucho más fácil. Tanto el cuerpo etéreo
como el cordón de unión serán poco densos, y esa diferencia con el cuerpo
físico, esa extrañeza mutua, contribuirá a hacer más rápida la separación, de
forma que, durante la agonía — si es que puede hablarse de agonía en la muerte
natural de un hombre semejante — cuando aparezcan las últimas contracciones
musculares, ya hará tiempo que el cuerpo etéreo estará junto al cuerpo físico. El estado de relajamiento y la poca
densidad del cordón de unión impedirá que ese ser humano sufra dolor alguno,
pues dicho cordón será tan tenue que no podrá dejar pasar a su través dolores
corporales físicos para hacerlos llegar hasta el cuerpo etéreo.
Dado lo extraordinario de su sutilidad, esa ligazón también
se romperá más rápidamente, de suerte que el cuerpo etéreo alcanzará su
independencia en un espacio de tiempo muy corto, elevándose entonces hasta la región situada a la altura que
corresponda a su sutil y ligera naturaleza. Tampoco allí hallará otra cosa que
seres de su misma especie, y esa vida sensitiva mejor y más sublime le hará
sentir paz y alegría. Ese cuerpo tan ligero y tan poco denso aparecerá cada vez
más claro y luminoso, llegando a ser de una sutilidad tan extrema, que el
espíritu latente en él empezará a surgir radiante, hasta que, resplandeciente
de luz, pueda entrar por fin en la esfera espiritual.
A los que permanezcan al lado del moribundo se les
advertirá de que no prorrumpan en ruidosas lamentaciones, pues ese dolor tan
intensamente manifestado puede impresionar, esto es, puede ser oído o sentido
por ese hombre etéreo en trance de separarse del cuerpo físico o, tal vez, ya
puesto junto a él. Si ello despertara en él un sentimiento de compasión o el
deseo de pronunciar unas últimas palabras de consuelo, ese anhelo le volvería a
atar fuertemente a la necesidad material de manifestarse de manera comprensible a aquellos que tan
dolorosamente se lamentan.
Para poder hacerse comprender en el plano terrenal se
precisa la ayuda del cerebro, y eso implica una íntima unión con el cuerpo
físico. El afán de manifestarse comprensiblemente establecerá esa unión, por lo
que el cuerpo etéreo, si está en trance de liberarse, se unirá más
estrechamente a su envoltura terrenal; y si ya se hubiera liberado, será
obligado a introducirse nuevamente en ella, lo que dará como resultado volver a
sufrir los dolores de que ya se había librado.
La segunda separación será mucho más penosa, pudiendo durar
incluso varios días. Es entonces cuando se produce esa agonía prolongada,
verdaderamente dolorosa y difícil para el que trata de liberarse. La culpa
recaerá sobre los que, por su dolor egoísta, le hicieron revivir,
interrumpiendo así el proceso natural.
A causa de esa interrupción del curso normal, se producirá
una nueva y más íntima unión, aun cuando solamente haya tenido lugar un ligero
esfuerzo de concentración encaminado a hacerse comprender. Y volver a romper
ese vínculo antinatural no será cosa fácil para quien no está versado en la
materia. Ayuda no podrá serle proporcionada, pues él mismo la quiso.
Una ligazón semejante puede producirse fácilmente mientras
el cuerpo físico no se haya enfriado del todo y el cordón de enlace siga
estando presente, el cual, a veces, se rompe al cabo de varias semanas. Así,
pues, es un sufrimiento innecesario para el que fallece, una desconsideración y
una crueldad por parte de los presentes.
Por tanto, en una cámara mortuoria debe reinar el silencio
más absoluto, tal como debe ser guardado en atención a la gravedad de una de
las horas más decisivas. Las personas que no puedan dominarse, deberán se
echadas fuera por la fuerza, aunque se trate de los parientes más próximos.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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