31. FALLECIDO
HE AHÍ, en esa
cámara mortuoria, un alma solitaria incapaz de comprender. Y no puede
comprender, porque el hombre que yace en ese lecho se negó rotundamente,
durante su vida terrenal, a creer en una supervivencia después de la muerte del
cuerpo físico y, debido a eso, nunca se ocupó seriamente de ese pensamiento,
burlándose siempre de cuantos hablaban de ello.
Desconcertado, mira a su alrededor. Se ve a sí mismo en su
lecho de muerte, ve a personas conocidas que lloran por él, oye las palabras
que pronuncian, siente perfectamente, por sus lamentaciones, el dolor que
experimentan porque él ha fallecido. Le dan ganas de reír y gritar que vive
todavía. Los llama… y, estupefacto, se percata de que no le oyen. Llama una y
otra vez, grita más y más… pero los hombres siguen sin oírle, continúan
lamentándose. La angustia empieza a hacer presa en él. Y, sin embargo, él
escucha claramente su propia voz, siente perfectamente su cuerpo.
Oprimido, vuelve a llamar a gritos: nadie se da por
aludido. Todos contemplan llorosos el cuerpo inerte que él reconoce como el
suyo propio, pero que, de repente, se presenta como algo extraño, algo que ya
no le pertenece; pues, efectivamente, se halla junto a su cuerpo, libre de
todos los sufrimientos que había padecido hasta entonces.
Con ternura, pronuncia el nombre de su esposa, arrodillada
junto al que fue su lecho. Pero el llanto no cesa; ni una sola palabra, ni un
solo gesto da a entender que le ha oído. Desesperado, se acerca a ella y la
sacude vigorosamente por los hombros: ella no nota nada. Ese hombre no se da
cuenta de que toca y sacude el cuerpo etéreo de su esposa, no el cuerpo físico.
Y su mujer, que, como él, nunca ha pensado en que existe algo más que el cuerpo
terrenal, tampoco puede sentir su contacto con el cuerpo etéreo.
Un inefable sentimiento de angustia le hace estremecer. Una
desoladora sensación de abandono le aprisiona contra el suelo, su consciencia
se desvanece.
Lentamente, vuelve en sí, despertado por una voz que le es
conocida. Contempla cómo el cuerpo que él poseyó en la Tierra está tendido
entre flores. Quiere huir, pero le resulta imposible alejarse de ese cuerpo
inerte y frío. Siente claramente que aún está atado a él. Pero otra vez se deja
oír la voz que le sacó de su sopor. Es su amigo, que está hablando con otro.
Ambos han traído una corona de flores y conversan entre sí mientras la
depositan. Nadie más se encuentra allí.
¡El amigo! ¡Tiene que llamar su atención y la del otro,
ellos que tantas veces fueron sus queridos huéspedes! Tiene que decirles que,
por extraño que parezca, aún hay vida en él, que puede oír todavía lo que
hablan los hombres! ¡Grita! Pero su amigo sigue hablando tranquilamente con su
compañero. Más lo que dice recorre
sus miembros como un escalofrío. ¿Es ese su
amigo? ¡Así es como habla de él ahora!
Estupefacto, presta atención a las palabras de esos hombres
con los que ha tomado tantas copas, con los que tanto ha reído, que tanto bueno
dijeron de él cuando estaban sentados a su mesa, cuando frecuentaban su
hospitalaria casa.
Marchan esos y vienen otros. ¡Qué fácil le resulta ahora conocer a los hombres! Muchos de los que
tenía en gran estima le causan ahora repugnancia e indignación; mientras que
daría muy gustosamente un agradecido apretón de manos a otros a los que nunca
había prestado la menor atención. Pero, a pesar de que gesticulaba y gritaba
desaforadamente para demostrar que vivía, nadie le escuchaba, nadie notaba su
presencia.
Un gran cortejo acompaña al cuerpo
hacia la tumba, y él va sentado a horcajadas sobre el ataúd. Lleno de amargura
y desesperación, no puede hacer otra cosa más que reír, reír hasta más no
poder. Pero esas risas dan paso rápidamente a un profundo decaimiento; una gran
soledad se abate sobre él. Se siente cansado… se queda dormido.
— —
Al despertar, todo está oscuro a su alrededor. No puede
determinar cuánto tiempo ha dormido, pero nota que ya no puede estar atado a su
cuerpo terrenal como hasta entonces. Está libre, libre en medio de una
oscuridad que pesa sobre él oprimiéndole extrañamente.
Grita… ¡ni un solo ruido! No oye ni su propia voz.
Gimiendo, se deja caer hacia atrás. Pero se golpea duramente la cabeza contra
una afilada piedra. Pasado un largo tiempo, vuelve en sí y descubre las mismas
tinieblas, el mismo lúgubre silencio. Intenta levantarse de un salto, pero sus
miembros le pesan, se niegan a prestar sus servicios. Con toda la fuerza de la
desesperación más angustiosa, consigue ponerse en pie, y, vacilante, va
tanteando aquí y allá. Una y otra vez, se cae al suelo, se hiere, se golpea a
derecha e izquierda, contra las esquinas, contra los salientes, pero no
consigue sosegarse: un impulso irresistible le obliga incesantemente a tantear
y buscar. ¡Buscar! Pero, ¿qué? Sus pensamientos son confusos, decaídos,
desesperados. No acierta a comprender lo que busca, pero sigue buscando, y ese
afán va empujándole hacia adelante, siempre adelante, hasta caer desfallecido,
para volver a levantarse a fin de proseguir su peregrinación. Pasan, así, años,
decenas de años, y, por fin, bañado en lágrimas, con el pecho jadeante de congoja…
surge un pensamiento, un ruego: el grito desgarrador de un alma extenuada que
desea el fin de su sombría desesperación.
Ese grito de infinita desesperación y de desesperanzado
dolor, ese deseo de salir
definitivamente de tal estado, da lugar al nacimiento del primer pensamiento.
Trata de averiguar lo que le ha arrastrado a tan terrible situación, lo que le
ha obligado a andar errante en medio de tinieblas. Toca a un lado, toca al otro…
¡áridas rocas! ¿Será esto la tierra? ¿No será, más bien, ese otro mundo en el
que nunca pudo creer?
¡El otro mundo! Entonces, quiere decir que ha muerto y que,
no obstante, sigue viviendo, si se puede llamar vivir a este estado. Pensar le
resulta extremadamente difícil. Vacilante, prosigue la búsqueda… Vuelven a
pasar años. ¡Hay que salir de aquí! ¡Hay que salir de esta oscuridad! Ese deseo
se convierte en una violenta pasión y acaba por transformarse en un anhelo, es
decir, en un sentimiento más puro desligado de la burda pasión; y de este
sentimiento nace tímidamente una plegaria.
Finalmente, la plegaria así nacida brota de lo íntimo de su
ser como si fuera un manantial, y su alma queda invadida de paz serena y
bienhechora, de humildad y resignación. Al levantarse para proseguir su
peregrinación, una corriente de viva emoción recorre todo su cuerpo: ¡Está
rodeado de una luz crepuscular! ¡Puede ver!
Allá lejos, muy lejos, se distingue una luz, una antorcha
que le saluda. Rebosante de júbilo, extiende sus brazos hacia ella, cae de
rodillas poseído de profunda felicidad, y da gracias a Aquel que le ha
concedido la luz, le da gracias de todo corazón. Con nuevas energías, emprende
el camino hacia esa luz. A pesar de que ella no se acerca, lo que acaba de
experimentar le hace abrigar la esperanza de llegar a alcanzarla, aunque sea al
cabo de varios siglos. Eso que le ha acontecido ahora puede repetirse, y, si lo
pide humildemente, es posible que, por fin, sea conducido fuera de estas
regiones pedregosas, para pasar a un país más cálido y resplandeciente de luz.
“¡Dios mío, ayúdame a conseguirlo!” sale apretadamente de
su pecho rebosante de esperanza. Y, entonces, ¡qué alegría!, vuelve a oír su
voz, muy débilmente todavía, pero la oye. La felicidad que experimenta le da
nuevas fuerzas, y, lleno de esperanza, se pone otra vez en camino.
Tal es el principio de la historia de un alma en el mundo
etéreo. Esa alma no podía ser calificada de mala. Sobre la Tierra, ese hombre
pasó, incluso, por muy buena persona. Un industrial importante, muy ocupado,
considerado como fiel cumplidor de todas las leyes terrenales.
Y, ahora, un comentario de lo anteriormente expuesto: el
hombre que, en el transcurso de su existencia terrenal, no quiera saber nada de
que hay vida después de la muerte y de que, un día, habrá de rendir cuentas de
su comportamiento, ese hombre se quedará sordo y ciego en cuanto pase al mundo
de la materialidad etérea. Una vez despojado de su cuerpo físico, podrá
percibir temporalmente lo que pasa a su alrededor, pero sólo mientras
permanezca atado a su cuerpo terrenal, es decir, durante unos días o semanas.
Pero en cuanto quede libre de su cuerpo físico en
descomposición, tal posibilidad desaparecerá. Y no oirá ni verá nada. Pero eso
no será un castigo, sino algo completamente natural, ya que él mismo no quería ver ni oír nada del mundo etéreo.
Su propia voluntad, que es capaz de dar rápidamente a lo etéreo una forma
adecuada, no permitirá que ese cuerpo etéreo vea ni oiga. Ese estado durará
hasta que, poco a poco, tenga lugar un cambio en esa alma. Que ello requiera
años, decenios, y hasta siglos, es una cuestión que depende de cada hombre en
particular. La libre voluntad del ser humano está estrictamente salvaguardada.
Asimismo, sólo recibirá ayuda si la desea vehementemente, y sólo entonces.
Nunca será obligado a ello.
La luz que esa alma, al cobrar la vista, acogió con tanto
júbilo, había estado siempre allí, sólo que no había podido ser vista hasta ese
momento. Por otro lado, esa luz es más diáfana y más intensa que como era
percibida por ese alma, ciega hasta entonces. Cómo la verá, que le parezca débil o intensa, eso depende sólo de
ella. La luz no dará ni un solo paso para ir a su encuentro, pero permanecerá
ahí. El alma podrá disfrutar de ella en todo momento; basta que sea humilde y
lo desee verdaderamente.
Pero lo que acabo de explicar no es válido más que para esa particular categoría de almas humanas.
Para otras, eso no se cumple. En las Tinieblas y en sus distintos planos no
puede haber luz. Allí no acontecerá que un hombre, progresando en su evolución
interior, llegue a percibir repentinamente la luz. Para ello, es preciso, en
primer lugar, que sea conducido fuera de ese ambiente que le retiene.
Ciertamente, se puede calificar de tormento el estado de un
alma tal corno acaba de ser expuesto, máxime si se siente invadida de una gran
angustia y no abriga ninguna esperanza; pero ella ha sido la que no ha querido
que fuera de otro modo. Sólo obtiene lo que ella misma se ha buscado, puesto
que no quiso saber nada de una vida consciente después de abandonar este mundo.
Pero no por eso esa alma puede suprimir su propia supervivencia, pues no le es
dado disponer de ella. Sin embargo, se prepara un plano estéril en el más allá,
atrofia los órganos sensitivos de su cuerpo etéreo y, de ese modo, al pasar a
la materialidad etérea, no podrá ver ni oír hasta que… hasta que, por fin, ella misma cambie de opinión.
Almas así pueden ser halladas, hoy día, a millones sobre la
Tierra; almas que, a pesar de no querer saber nada de la eternidad ni de Dios,
aún pueden ser calificadas de honradas. Los
malévolos, naturalmente, lo pasarán mucho peor; pero no se hable de ellos
ahora, sino sólo de los llamados hombres honrados.
Cuando se dice que Dios tiene Su mano prodigando ayuda, quiere decirse que lo hace por medio de la Palabra, trasmitiéndosela
a los hombres para indicarles cómo pueden liberarse de las culpas en que están
enredados. La Gracia divina reside, desde un principio, en las inmensas
posibilidades que se presentan al hombre en la creación, posibilidades que
están a su entera disposición. Esto es de una magnitud tan enorme que no puede
ser concebido por el ser humano; y no puede hacerlo porque nunca se ha ocupado
de ello o, por lo menos, nunca con la debida seriedad, pues siempre que lo ha
hecho, ha sido caprichosamente o con el fin de satisfacer su propia vanidad
dándose más importancia.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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