domingo, 18 de diciembre de 2022

31. FALLECIDO

 

31. FALLECIDO

HE AHÍ, en esa cámara mortuoria, un alma solitaria incapaz de comprender. Y no puede comprender, porque el hombre que yace en ese lecho se negó rotundamente, durante su vida terrenal, a creer en una supervivencia después de la muerte del cuerpo físico y, debido a eso, nunca se ocupó seriamente de ese pensamiento, burlándose siempre de cuantos hablaban de ello.

Desconcertado, mira a su alrededor. Se ve a sí mismo en su lecho de muerte, ve a personas conocidas que lloran por él, oye las palabras que pronuncian, siente perfectamente, por sus lamentaciones, el dolor que experimentan porque él ha fallecido. Le dan ganas de reír y gritar que vive todavía. Los llama… y, estupefacto, se percata de que no le oyen. Llama una y otra vez, grita más y más… pero los hombres siguen sin oírle, continúan lamentándose. La angustia empieza a hacer presa en él. Y, sin embargo, él escucha claramente su propia voz, siente perfectamente su cuerpo.

Oprimido, vuelve a llamar a gritos: nadie se da por aludido. Todos contemplan llorosos el cuerpo inerte que él reconoce como el suyo propio, pero que, de repente, se presenta como algo extraño, algo que ya no le pertenece; pues, efectivamente, se halla junto a su cuerpo, libre de todos los sufrimientos que había padecido hasta entonces.

Con ternura, pronuncia el nombre de su esposa, arrodillada junto al que fue su lecho. Pero el llanto no cesa; ni una sola palabra, ni un solo gesto da a entender que le ha oído. Desesperado, se acerca a ella y la sacude vigorosamente por los hombros: ella no nota nada. Ese hombre no se da cuenta de que toca y sacude el cuerpo etéreo de su esposa, no el cuerpo físico. Y su mujer, que, como él, nunca ha pensado en que existe algo más que el cuerpo terrenal, tampoco puede sentir su contacto con el cuerpo etéreo.

Un inefable sentimiento de angustia le hace estremecer. Una desoladora sensación de abandono le aprisiona contra el suelo, su consciencia se desvanece.

Lentamente, vuelve en sí, despertado por una voz que le es conocida. Contempla cómo el cuerpo que él poseyó en la Tierra está tendido entre flores. Quiere huir, pero le resulta imposible alejarse de ese cuerpo inerte y frío. Siente claramente que aún está atado a él. Pero otra vez se deja oír la voz que le sacó de su sopor. Es su amigo, que está hablando con otro. Ambos han traído una corona de flores y conversan entre sí mientras la depositan. Nadie más se encuentra allí.

¡El amigo! ¡Tiene que llamar su atención y la del otro, ellos que tantas veces fueron sus queridos huéspedes! Tiene que decirles que, por extraño que parezca, aún hay vida en él, que puede oír todavía lo que hablan los hombres! ¡Grita! Pero su amigo sigue hablando tranquilamente con su compañero. Más lo que dice recorre sus miembros como un escalofrío. ¿Es ese su amigo? ¡Así es como habla de él ahora!

Estupefacto, presta atención a las palabras de esos hombres con los que ha tomado tantas copas, con los que tanto ha reído, que tanto bueno dijeron de él cuando estaban sentados a su mesa, cuando frecuentaban su hospitalaria casa.

Marchan esos y vienen otros. ¡Qué fácil le resulta ahora conocer a los hombres! Muchos de los que tenía en gran estima le causan ahora repugnancia e indignación; mientras que daría muy gustosamente un agradecido apretón de manos a otros a los que nunca había prestado la menor atención. Pero, a pesar de que gesticulaba y gritaba desaforadamente para demostrar que vivía, nadie le escuchaba, nadie notaba su presencia.

Un gran cortejo acompaña al cuerpo hacia la tumba, y él va sentado a horcajadas sobre el ataúd. Lleno de amargura y desesperación, no puede hacer otra cosa más que reír, reír hasta más no poder. Pero esas risas dan paso rápidamente a un profundo decaimiento; una gran soledad se abate sobre él. Se siente cansado… se queda dormido.

— —

Al despertar, todo está oscuro a su alrededor. No puede determinar cuánto tiempo ha dormido, pero nota que ya no puede estar atado a su cuerpo terrenal como hasta entonces. Está libre, libre en medio de una oscuridad que pesa sobre él oprimiéndole extrañamente.

Grita… ¡ni un solo ruido! No oye ni su propia voz. Gimiendo, se deja caer hacia atrás. Pero se golpea duramente la cabeza contra una afilada piedra. Pasado un largo tiempo, vuelve en sí y descubre las mismas tinieblas, el mismo lúgubre silencio. Intenta levantarse de un salto, pero sus miembros le pesan, se niegan a prestar sus servicios. Con toda la fuerza de la desesperación más angustiosa, consigue ponerse en pie, y, vacilante, va tanteando aquí y allá. Una y otra vez, se cae al suelo, se hiere, se golpea a derecha e izquierda, contra las esquinas, contra los salientes, pero no consigue sosegarse: un impulso irresistible le obliga incesantemente a tantear y buscar. ¡Buscar! Pero, ¿qué? Sus pensamientos son confusos, decaídos, desesperados. No acierta a comprender lo que busca, pero sigue buscando, y ese afán va empujándole hacia adelante, siempre adelante, hasta caer desfallecido, para volver a levantarse a fin de proseguir su peregrinación. Pasan, así, años, decenas de años, y, por fin, bañado en lágrimas, con el pecho jadeante de congoja… surge un pensamiento, un ruego: el grito desgarrador de un alma extenuada que desea el fin de su sombría desesperación.

Ese grito de infinita desesperación y de desesperanzado dolor, ese deseo de salir definitivamente de tal estado, da lugar al nacimiento del primer pensamiento. Trata de averiguar lo que le ha arrastrado a tan terrible situación, lo que le ha obligado a andar errante en medio de tinieblas. Toca a un lado, toca al otro… ¡áridas rocas! ¿Será esto la tierra? ¿No será, más bien, ese otro mundo en el que nunca pudo creer?

¡El otro mundo! Entonces, quiere decir que ha muerto y que, no obstante, sigue viviendo, si se puede llamar vivir a este estado. Pensar le resulta extremadamente difícil. Vacilante, prosigue la búsqueda… Vuelven a pasar años. ¡Hay que salir de aquí! ¡Hay que salir de esta oscuridad! Ese deseo se convierte en una violenta pasión y acaba por transformarse en un anhelo, es decir, en un sentimiento más puro desligado de la burda pasión; y de este sentimiento nace tímidamente una plegaria.

Finalmente, la plegaria así nacida brota de lo íntimo de su ser como si fuera un manantial, y su alma queda invadida de paz serena y bienhechora, de humildad y resignación. Al levantarse para proseguir su peregrinación, una corriente de viva emoción recorre todo su cuerpo: ¡Está rodeado de una luz crepuscular! ¡Puede ver!

Allá lejos, muy lejos, se distingue una luz, una antorcha que le saluda. Rebosante de júbilo, extiende sus brazos hacia ella, cae de rodillas poseído de profunda felicidad, y da gracias a Aquel que le ha concedido la luz, le da gracias de todo corazón. Con nuevas energías, emprende el camino hacia esa luz. A pesar de que ella no se acerca, lo que acaba de experimentar le hace abrigar la esperanza de llegar a alcanzarla, aunque sea al cabo de varios siglos. Eso que le ha acontecido ahora puede repetirse, y, si lo pide humildemente, es posible que, por fin, sea conducido fuera de estas regiones pedregosas, para pasar a un país más cálido y resplandeciente de luz.

“¡Dios mío, ayúdame a conseguirlo!” sale apretadamente de su pecho rebosante de esperanza. Y, entonces, ¡qué alegría!, vuelve a oír su voz, muy débilmente todavía, pero la oye. La felicidad que experimenta le da nuevas fuerzas, y, lleno de esperanza, se pone otra vez en camino.

Tal es el principio de la historia de un alma en el mundo etéreo. Esa alma no podía ser calificada de mala. Sobre la Tierra, ese hombre pasó, incluso, por muy buena persona. Un industrial importante, muy ocupado, considerado como fiel cumplidor de todas las leyes terrenales.

Y, ahora, un comentario de lo anteriormente expuesto: el hombre que, en el transcurso de su existencia terrenal, no quiera saber nada de que hay vida después de la muerte y de que, un día, habrá de rendir cuentas de su comportamiento, ese hombre se quedará sordo y ciego en cuanto pase al mundo de la materialidad etérea. Una vez despojado de su cuerpo físico, podrá percibir temporalmente lo que pasa a su alrededor, pero sólo mientras permanezca atado a su cuerpo terrenal, es decir, durante unos días o semanas.

Pero en cuanto quede libre de su cuerpo físico en descomposición, tal posibilidad desaparecerá. Y no oirá ni verá nada. Pero eso no será un castigo, sino algo completamente natural, ya que él mismo no quería ver ni oír nada del mundo etéreo. Su propia voluntad, que es capaz de dar rápidamente a lo etéreo una forma adecuada, no permitirá que ese cuerpo etéreo vea ni oiga. Ese estado durará hasta que, poco a poco, tenga lugar un cambio en esa alma. Que ello requiera años, decenios, y hasta siglos, es una cuestión que depende de cada hombre en particular. La libre voluntad del ser humano está estrictamente salvaguardada. Asimismo, sólo recibirá ayuda si la desea vehementemente, y sólo entonces. Nunca será obligado a ello.

La luz que esa alma, al cobrar la vista, acogió con tanto júbilo, había estado siempre allí, sólo que no había podido ser vista hasta ese momento. Por otro lado, esa luz es más diáfana y más intensa que como era percibida por ese alma, ciega hasta entonces. Cómo la verá, que le parezca débil o intensa, eso depende sólo de ella. La luz no dará ni un solo paso para ir a su encuentro, pero permanecerá ahí. El alma podrá disfrutar de ella en todo momento; basta que sea humilde y lo desee verdaderamente.

Pero lo que acabo de explicar no es válido más que para esa particular categoría de almas humanas. Para otras, eso no se cumple. En las Tinieblas y en sus distintos planos no puede haber luz. Allí no acontecerá que un hombre, progresando en su evolución interior, llegue a percibir repentinamente la luz. Para ello, es preciso, en primer lugar, que sea conducido fuera de ese ambiente que le retiene.

Ciertamente, se puede calificar de tormento el estado de un alma tal corno acaba de ser expuesto, máxime si se siente invadida de una gran angustia y no abriga ninguna esperanza; pero ella ha sido la que no ha querido que fuera de otro modo. Sólo obtiene lo que ella misma se ha buscado, puesto que no quiso saber nada de una vida consciente después de abandonar este mundo. Pero no por eso esa alma puede suprimir su propia supervivencia, pues no le es dado disponer de ella. Sin embargo, se prepara un plano estéril en el más allá, atrofia los órganos sensitivos de su cuerpo etéreo y, de ese modo, al pasar a la materialidad etérea, no podrá ver ni oír hasta que… hasta que, por fin, ella misma cambie de opinión.

Almas así pueden ser halladas, hoy día, a millones sobre la Tierra; almas que, a pesar de no querer saber nada de la eternidad ni de Dios, aún pueden ser calificadas de honradas. Los malévolos, naturalmente, lo pasarán mucho peor; pero no se hable de ellos ahora, sino sólo de los llamados hombres honrados.

Cuando se dice que Dios tiene Su mano prodigando ayuda, quiere decirse que lo hace por medio de la Palabra, trasmitiéndosela a los hombres para indicarles cómo pueden liberarse de las culpas en que están enredados. La Gracia divina reside, desde un principio, en las inmensas posibilidades que se presentan al hombre en la creación, posibilidades que están a su entera disposición. Esto es de una magnitud tan enorme que no puede ser concebido por el ser humano; y no puede hacerlo porque nunca se ha ocupado de ello o, por lo menos, nunca con la debida seriedad, pues siempre que lo ha hecho, ha sido caprichosamente o con el fin de satisfacer su propia vanidad dándose más importancia.

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Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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