51. LA FUERZA SEXUAL Y SU
IMPORTANCIA PARA LA ASCENSIÓN
ESPIRITUAL
UNA
VEZ MÁS, llamo la atención sobre el hecho de que todo lo que vive en la creación se compone de dos
especies: consciente e inconsciente. Únicamente después de haber adquirido la
consciencia, cobra forma la imagen y semejanza de Dios, lo que llamamos forma
humana. Esta formación corre parejas con el desarrollo de la consciencia.
Ahora bien, en la creación primera, la creación propiamente dicha,
que es la más próxima al Espíritu creador y sólo puede ser espiritual, existe
también, junto con el hombre espiritual creado anteriormente, el espíritu aún inconsciente. Como es natural, ese
elemento inconsciente, portador de las mismas cualidades que el consciente,
lleva en sí la tendencia a evolucionar, lo cual, a su vez, sólo puede
efectuarse mediante el progresivo desarrollo hacia la consciencia de sí mismo.
Una vez que el afán de llegar a
ser consciente, propio de ese elemento espiritual inconsciente, ha llegado a un
cierto grado de ascensión, tiene lugar, siguiendo el desarrollo más natural, un
proceso similar a un nacimiento terrenal. Basta con prestar atención al medio
ambiente que nos rodea: vemos cómo el cuerpo físico expulsa espontáneamente su
fruto maduro. Esto sucede tanto en el hombre como en el animal. También el
árbol se desprende de sus frutos. Este proceso es la repetición de una continua
evolución cuyo principio fundamental reposa en la creación primera.
Otro tanto sucede allí cuando las criaturas inconscientes
afanosas de alcanzar la consciencia llegan a una cierta madurez. Entonces, se
produce automáticamente una repulsión, una separación de los demás seres que aún
no aspiran a ser conscientes, es decir, se produce lo que se llama una
expulsión. Esas partículas espirituales
inconscientes así expulsadas constituyen los gérmenes espirituales de los que
se forman seres humanos.
Ese proceso se cumple obligatoriamente, pues el ser
inconsciente no tiene sentido de la responsabilidad, ya que ésta es
proporcional al grado de desarrollo de la consciencia.
Por tanto, la separación de esos
gérmenes inconscientes en trance de madurar es necesaria para el espíritu que,
conforme a sus naturales inclinaciones, desea llegar a ser consciente. Eso es,
pues, un progreso, no una regresión.
Comoquiera que esos gérmenes no
pueden ser expulsados hacia arriba, hacia la Perfección, sólo les queda tomar
el camino hacia abajo. Pero entonces, entran en el reino de la sustancialidad,
más denso y pesado, y en ese reino no existe elemento espiritual ninguno.
De aquí que ese germen espiritual
ávido de consciencia se encuentre repentinamente en un medio ambiente de
naturaleza distinta a la suya, es decir, en un medio ambiente extraño, por lo que se sentirá como desvestido.
Como ser espiritual que es, se
sentirá desnudo y en situación embarazosa. Tanto si quiere quedarse allí como
si pretende seguir adelante, experimentará la necesidad natural de cubrirse con
una envoltura sustancial de la misma
especie que su medio ambiente, pues sin ella no podrá ni actuar ni mantenerse
allí. Por consiguiente, puesto sobre el camino del conocimiento, cubrir su
desnudez es no sólo una necesidad personal, como se expone simbólicamente en la
Biblia, sino que constituye también un requisito indispensable para la
evolución.
De este modo, el germen del
futuro espíritu humano es conducido hacia la materialidad siguiendo caminos
naturales.
Allí se rodeará igualmente de una
nueva e imprescindible envoltura de la misma naturaleza que su nuevo ambiente
material.
Hele ahí, en el extremo límite de
la materialidad etérea.
Ahora bien, la Tierra es el punto físico adonde converge todo lo que existe en la creación. Todo
lo que emana de todos los planos, que
normalmente están rigurosamente separados entre sí por sus características
propias, se vierte en la Tierra. Todos los hilos, todos los caminos inciden en
ella como si fuera el punto de concentración universal. De esa concentración
surgen también nuevos efectos y se alza una intensa llama que proyecta en el
universo poderosas corrientes de fuerza, como no es posible hallar en ningún
otro lugar de la materialidad.
En la Tierra es donde, gracias a
la reunión de todas las especies de
la creación, las experiencias vividas son las más intensas, a lo cual
contribuye también la materialidad. Pero se trata aquí solamente de una reunión
de todas las especies de la creación, sin
que se mezcle entre ellas nada divino, nada propio del Espíritu Santo, lo cual
está por encima y fuera de la
creación.
Las últimas emanaciones de esas
experiencias vividas sobre la Tierra fluyen al encuentro del germen espiritual
en cuanto éste entra en la materialidad etérea. Queda como bañado de esos
efectos, que son los que le incitan y ayudan a despertar y desarrollar su
consciencia.
Ese germen situado en el umbral
de la materialidad y desprovisto de toda ligadura, es decir, sin llevar sobre
sí culpa ninguna, siente las radiaciones vibrantes emanadas de las intensas
experiencias vividas a lo largo de los ciclos de la formación y de la
descomposición de todo lo material.
De este modo, nace en él el afán
de conocerlas más ampliamente, y en el momento de formular tal deseo,
precisamente por haberlo formulado, se pone voluntariamente en contacto con una
irradiación determinada, buena o mala. Inmediatamente después, por la acción de
las leyes de la atracción de las afinidades, será atraído por una especie
análoga más fuerte que la suya, arrastrándole a un lugar donde se entregará a
la especie elegida con una intensidad mayor que la de su propio deseo.
Impulsado por ese intimo deseo,
su envoltura material adquiere inmediatamente la densidad que corresponde a la
naturaleza de tal deseo, y la ley de la pesadez le hace descender más
profundamente.
Pero la posibilidad de vivir realmente el deseo latente en él, sólo se la ofrece la Tierra física. De
aquí que se sienta impulsado constantemente a encarnarse sobre la Tierra, ya
que quiere llegar a disfrutar plenamente lo que ya ha probado en parte. Cuanto
más intensos sean los deseos de goces terrenales,
nacidos en el espíritu por efecto de haber probado de ellos, tanto más densa
será la envoltura material que lleva puesta. Pero al mismo tiempo se hará más
pesada, por lo que irá hundiéndose lentamente, aproximándose cada vez más al
plano terrestre, donde tendrá ocasión de satisfacer sus deseos. Una vez que
haya llegado a dicho plano terrestre, habrá adquirido también la madurez
requerida para la encarnación sobre la Tierra.
Entonces, la ley de la atracción
entre las especies de la misma naturaleza se pone de manifiesto de manera más clara. Cada uno de esos espíritus en
formación será atraído como por una fuerza magnética hacia el lugar que
corresponde a la especie de sus deseos o inclinaciones, allí donde los hombres
terrenales se entregan a la satisfacción de su propio deseo. Si, por ejemplo,
siente el deseo de dominar, no se encarnará en un medio ambiente donde él solo
pueda experimentar el cumplimiento de su deseo, sino que será atraído por un
ser humano que lleve en sí una gran ambición de poder, es decir, que posea los
mismos sentimientos que él. Lo mismo sucede en todos los demás casos. De este
modo, al mismo tiempo expía lo falso, o encuentra felicidad en lo justo. Por lo
menos tendrá ocasión de ello.
A partir de esta circunstancia,
se ha sacado la errónea consecuencia de que existe una herencia de
características o facultades espirituales. ¡Eso
es falso! Exteriormente, puede parecerlo, pero, en realidad, el hombre no
puede transmitir a sus hijos nada de
su espíritu vivo.
¡La
herencia espiritual no existe!
Ningún ser humano está en
situación de transmitir ni siquiera una partícula de su espíritu viviente.
Un error ha surgido a tal
respecto, cuyas sombras se extienden sobre muchas cosas causando confusión y
dificultades. Ningún hijo tiene por qué agradecer a sus padres una determinada
facultad espiritual; pero por lo mismo, tampoco tiene derecho a echarles en
cara una deficiencia. ¡Tal proceder sería equivocado e injusto!
La maravillosa obra de la
creación nunca puede contener lagunas e imperfecciones tales como permitir una
herencia arbitraria, es decir, al azar.
Esa importante fuerza de
atracción entre las afinidades, fuerza que entra en funciones en el nacimiento,
puede emanar tanto del padre como de la madre, así como también de cualquier
persona que se encuentre en las cercanías de la futura madre. Por eso es que toda mujer que vaya a ser
madre debiera poner especial cuidado en elegir las personas que pueden
permanecer a su lado. Es preciso tener en cuenta que la fuerza interior
reside sobre todo en las flaquezas del
espíritu, y no en los rasgos externos del carácter. Las flaquezas provocan
decisivos momentos de íntimas experiencias vividas, las cuales ejercen una gran
fuerza de atracción.
La venida del ser humano a la
Tierra consta de tres fases: procreación, encarnación y nacimiento. La
encarnación, es decir, la introducción del alma en el cuerpo, se efectúa a mitad del embarazo. El creciente
estado de madurez tanto de la futura madre como del alma en trance de
encarnarse, conduce también a una unión física
más pronunciada. Es un fenómeno de irradiaciones provocado por la
maduración recíproca de los dos elementos, lo que contribuye a que tienda el
uno hacia el otro movido por un impulso natural e irresistible. Esa irradiación
va haciéndose más y más intensa, y el encadenamiento entre el alma y la futura
madre va haciéndose cada vez más íntimo como consecuencia de la mutua
atracción, hasta que, por último, al llegar a una cierta madurez el cuerpo que
se desarrolló en el seno de la madre, el alma es absorbida literalmente. Como
es natural, en el momento de la introducción o absorción del alma tienen lugar
las primeras convulsiones del pequeño cuerpo, que se manifiestan en forma de
contracciones y constituyen lo que se llama movimientos del niño. En ese
instante, suele efectuarse muy corrientemente una transformación en la vida
sensitiva de la futura madre, sintiéndose feliz u oprimida según sea la
naturaleza del alma que acaba de encarnarse.
Al llegar a ese grado de desarrollo, el alma humana toma posesión del pequeño
cuerpo y se rodea, así, de la envoltura física imprescindible para poder vivir,
ver, oír y sentir por entero todo lo que tenga lugar en la materialidad física,
lo cual sólo es posible mediante una envoltura de la misma materialidad, de la misma especie, es decir, mediante
el instrumento adecuado. Sólo entonces es cuando el alma puede pasar del probar
al disfrute propiamente dicho, y de éste a
la facultad de juzgar. Es evidente que el alma habrá de aprender primeramente
a emplear ese instrumento, es decir, a tener pleno dominio sobre su cuerpo.
Tal es, en resumen, el proceso
evolutivo del ser humano hasta llegar a su primer nacimiento terrenal.
Pero hace ya mucho tiempo que,
siguiendo el proceso natural de los acontecimientos, ningún alma puede
encarnarse en la Tierra por primera vez, sino
que los nacimientos han venido trayendo al mundo almas que ya han recorrido una
existencia terrenal por lo menos. De
aquí que, desde su nacimiento, esas almas estén intensamente enredadas en las
mallas de un complejo karma. La
posibilidad de librarse de él es ofrecida por la fuerza sexual.
Durante los años de la infancia,
el alma humana revestida de su cuerpo físico se encuentra al abrigo de las
corrientes que tratan de alcanzarla desde
el exterior. Todo lo tenebroso y maléfico que se agita en el plano terrenal
encuentra cortado, por el cuerpo físico, el camino de acceso al alma, y no
podrá, por tanto, ejercer influencia alguna sobre el niño ni causarle ningún
daño. Pero, naturalmente, el mal que el alma reencarnada traiga consigo de una
vida anterior permanecerá adherido a ella durante la infancia.
El cuerpo hace las veces de
muralla protectora mientras esté inacabado y no haya llegado a su madurez. Es
como si el alma estuviera recluida en una fortaleza cuyo puente levadizo
estuviera levantado. Durante esos años, existe un abismo infranqueable entre el
alma infantil y la creación etérea, donde cobran vida las etéreas vibraciones
de culpa y castigo.
De este modo, el alma encuentra
seguro en su envoltura terrenal, va madurando con vistas a la responsabilidad,
y se mantiene a la expectativa del momento en que sea bajado el puente
levadizo, a fin de iniciar su verdadera existencia en el seno de la
materialidad.
Por medio de leyes naturales, el
Creador ha puesto en cada criatura el instinto de imitación, que sustituye
al libre albedrío mientras éste no entre en funciones. Ese instinto es lo que
comúnmente se denomina “la sensibilidad de la juventud”, y tiene como fin
preparar la evolución con miras a la existencia terrenal. En el animal, el
instinto de imitación es mantenido y enriquecido por la experiencia adquirida,
mientras que en el hombre es elevado por el espíritu a la categoría de libre
albedrío y se convierte en una actividad consciente.
Al espíritu encarnado en un
cuerpo infantil le falta, pues, un puente de irradiaciones, el cual sólo puede
ser erigido por la fuerza sexual en el momento de la madurez corporal. Mientras
falte ese puente, el espíritu no podrá ejercer una actividad plenamente eficaz
y realmente constructiva en la creación. Dicha actividad sólo es posible
mediante el ininterrumpido flujo de irradiaciones a través de todas las
especies de la creación, pues la Vida consta únicamente de irradiaciones, y no
puede ponerse en movimiento más que a partir de ellas y mediante ellas.
Durante el período de tiempo en
que el niño no puede influir plenamente en el medio ambiente más que con sus
elementos sustanciales, y no por
medio de su germen espiritual, ese niño posee, frente a las leyes de la
creación, una responsabilidad algo mayor que la del animal más desarrollado.
Entretanto, el joven cuerpo va
madurando, y poco a poco va despertándose en él la fuerza sexual, que es propia exclusivamente de la materialidad física. Esa fuerza es lo más sutil y noble de todo cuanto florece en
la materialidad física, lo más sublime que puede ofrecer la creación
física. Por su finura, constituye la cumbre de todo lo físico, es decir, de
todo lo terrenal, y es la que más próxima está al plano de la sustancialidad,
pues es la más externa ramificación viviente del plano material. La fuerza
sexual es la vida que pulsa en la materialidad, y puede erigir por sí sola el puente que conduce a la sustancialidad
que, a su vez, asegura la continuidad hacia el mundo de la espiritualidad.
Por esta razón, el despertar de
la fuerza sexual en el cuerpo físico es comparable a la acción de bajar el
puente levadizo de una fortaleza cerrada hasta entonces, permitiendo a su
morador, es decir, al alma humana, salir perfectamente equipado y presto para
el combate, si bien ello da lugar también a que puedan entrar en la fortaleza
los amigos o enemigos que la sitiaban. Estos amigos o enemigos son, en primer
lugar, las corrientes etéreas, buenas o malas, pero también los seres del más
allá, que sólo esperan a que se les tienda la mano mediante un deseo
cualquiera, estando así en condiciones de aferrarse sólidamente para poder
ejercer una influencia de la misma especie que dicho deseo.
Pero según una progresión
absolutamente natural, las leyes de la creación sólo permiten que entren en el
alma influencias iguales en intensidad a las que pueden ser opuestas desde
dentro, de forma que queda descartado por completo un combate desigual, siempre
y cuando no se cometa falta ninguna. Pues todo impulso sexual no natural
provocado por una excitación artificial, abre prematuramente esa sólida
fortaleza, por lo que esa alma, que aún no está suficientemente vigorizada, quedará
expuesta a los ataques del exterior. Entonces, habrá de sucumbir fatalmente a
los asaltos de las perniciosas corrientes etéreas, asaltos que, de otro modo
habría podido resistir.
Según el orden natural, una
madurez normal implica fuerzas absolutamente iguales en intensidad por parte de
ambos contendientes. Lo único que decide es la voluntad del morador de la
fortaleza, no la de los sitiadores. Por tanto, con buena voluntad siempre
saldrá vencedor en la materialidad etérea, es decir, en los acontecimientos del
mundo del más allá, que el hombre medio no puede percibir mientras viva en la
Tierra, pero que, no obstante, está relacionado con él más estrecha y vivamente
que su visible medio ambiente físico.
Ahora bien, otra cosa es,
naturalmente, si el morador de la fortaleza tiende su mano voluntariamente, es decir, por propio deseo o libre decisión, a uno
de esos amigos o enemigos del más allá, o toma contacto con corrientes
exteriores. Comoquiera que opta así por una determinada especie de esos
sitiadores que esperan afuera, éstos podrán desplegar fácilmente contra él una
fuerza diez o incluso cien veces mayor. Si esa fuerza es de buena condición,
recibirá ayuda y bendiciones; pero si es maléfica, cosechará la perdición.
Esa libre elección es la manifestación
del propio libre albedrío. Una vez tomada tal decisión, tendrá que atenerse
ineludiblemente a las consecuencias. En lo que a éstas se refiere, su libre
albedrío no puede intervenir para nada. Según la naturaleza de lo escogido por
sí mismo, así se atará a él un karma bueno o malo, al cual, como es natural,
quedará sometido en tanto no se transforme interiormente.
La fuerza sexual tiene la misión
y la facultad de “poner al rojo vivo” todos
los sentimientos espirituales del
alma. Sólo así podrá mantener el espíritu una unión directa con la materialidad
etérea, y así es también como adquirirá todo su valor terrenal. Sólo así estará
en condiciones de adquirir todo lo necesario para alcanzar el máximo valor
dentro de la materialidad y poder mantenerse allí firmemente, actuando con toda
eficacia, quedando protegido y perfectamente equipado para defenderse
victoriosamente.
Hay algo inmenso en esa unión, y eso es el fin fundamental de ese enigmático e inconmensurable impulso
natural. Debe contribuir a que lo espiritual desarrolle en la materialidad todo
su poder de acción, lo cual resultaría imposible sin esa fuerza sexual, pues
faltaría el elemento de transición para llegar a la vivificación y dominación
de toda la materialidad. El espíritu se sentiría en ella demasiado extraño como
para poder actuar con toda efectividad.
Pero mediante esa unión, el
espíritu humano adquiere también todo su poder, todo su calor y vitalidad, y es
entonces únicamente cuando está debidamente pertrechado para el combate.
¡He
aquí por qué a partir de ese momento entra en funciones la responsabilidad!
Un instante crucial que es decisivo para la existencia de todo ser humano.
Ahora bien, la sabia Justicia del
Creador ha dispuesto que el hombre, al llegar ese importante capítulo de su vida,
tenga no sólo la posibilidad, sino también el impulso natural requerido para
liberarse con toda facilidad y sin
esfuerzo alguno de cualquier karma con que haya cargado hasta entonces a su
libre albedrío.
Si el hombre desperdicia el
tiempo, ¡suya será la culpa!
Reflexionad sobre esto: con la aparición de la fuerza sexual, se manifiesta,
ante todo, un inmenso impulso hacia arriba, hacia todo lo que es ideal, bello y
puro. Esto puede observarse claramente en los jóvenes de ambos sexos cuando no
están pervertidos. A eso se debe la exaltación propia de los años juveniles,
que, desgraciadamente, suele ser objeto de burla por parte de las personas
adultas. A eso se debe también los inexplicables sentimientos, ligeramente
melancólicos, que son característicos de esa edad.
Esos momentos en que parece como
si un adolescente o una doncella tuvieran que soportar los sufrimientos de todo
el mundo, al invadirlos el presentimiento de una profunda gravedad, no son
injustificados.
Asimismo, el sentimiento tan
frecuente de no ser comprendidos encierra en sí mucha verdad. Es darse cuenta
por un momento de toda la falsedad del mundo que los rodea, el cual no quiere
ni puede comprender el sagrado ímpetu que los lleva a remontar un puro vuelo,
ni queda conforme hasta que esa intensa exhortación del sentimiento en el alma
de los jóvenes sea reducida a la categoría de la “prosaica realidad”, que le es
más accesible y que él, en la
estrechez de miras de su intelecto, considera como lo único normal y lo más
apropiado para la humanidad.
El misterioso encanto que irradia
una joven o un adolescente no pervertidos, ese encanto percibido sensitivamente
por su medio ambiente, no es otra cosa que el puro ímpetu de la fuerza sexual naciente que, unida a la fuerza
espiritual, tiende a alcanzar lo más noble y sublime.
Con gran esmero, el Creador tuvo
cuidado de hacer coincidir ese estado de evolución con la edad en que el ser
humano puede ser plenamente consciente de sus deseos y acciones. Llegado ese momento,
el hombre puede y debe liberarse con suma facilidad del peso de todo su pasado,
valiéndose de la fuerza integral de que está poseído. Ese peso caería por sí
solo sin más que persistir en desear el bien, tal como se insta constantemente
durante ese período de la vida. Entonces, el ser humano podría, como muy bien
dan a entender sus sentimientos, encumbrarse sin esfuerzo hasta el puesto que
le corresponde como hombre.
¡Mirad el aspecto soñador de la
juventud no pervertida! No es otra cosa que sentirse transportado hacia las
alturas, querer desprenderse de toda ponzoña, anhelar ardientemente un ideal. Y
esa inquietud pujante es señal de que no se debe perder el tiempo, sino que es
preciso proponerse enérgicamente
quitarse de encima el karma y emprender
la ascensión espiritual.
Es algo maravilloso vivir en esa
fuerza integrante, actuando en ella y con
ella. Pero sólo mientras sea buena la dirección elegida por el hombre; pues
no hay tampoco nada más lamentable que desperdiciar esa fuerza exclusivamente
en una ciega pasión sensual, paralizando con ella a su espíritu.
Pero desgraciadamente, en la
mayoría de los casos, el hombre desperdicia ese preciso tiempo de transición,
se deja influenciar por los “sabios” de su medio ambiente, y va por caminos
falsos que le detienen en su evolución y luego le hacen descender. No es así como podrá desprenderse de los
turbios hilos que penden de él. Al contrario, esos hilos recibirán nuevas
fuerzas procedentes de las especies afines, con lo que el libre albedrío del
hombre irá enredándose más y más hasta no poder ser reconocido a causa de las
inútiles proliferaciones que le cubren por completo. Tal como lianas, a las que
un vigoroso tronco les sirve de apoyo en un principio, y acaban por hacerlo
morir sofocado por la espesa vegetación.
Si el hombre se ocupara más de si
mismo y de los acontecimientos de toda la creación, ningún karma podría ser más
intenso que la fuerza integral adquirida por el espíritu en el instante de
establecer, mediante la fuerza sexual, una perfecta unión con la materialidad,
a la cual también pertenece el karma.
Aun cuando el hombre desperdicie
el tiempo; aun cuando se enrede más y más, llegando, incluso, a hundirse
profundamente, a pesar de todo, se le seguirá ofreciendo una posibilidad de
ascender: el Amor.
No el amor egoísta propio de la
materialidad física, sino el noble y puro Amor, que no conoce ni quiere otra
cosa que el bienestar de la persona querida. También él pertenece a la
materialidad y no exige renuncia ninguna ni ascetismo de ninguna clase, sino
que sólo quiere lo mejor para el otro. Y ese querer que nunca piensa en sí mismo es, a su vez, la mejor protección contra
todo abuso.
Incluso en la edad más avanzada,
el Amor tiene siempre como base los mismos sentimientos, ideales y aspiraciones
que la juventud no pervertida cuando se despierta en ella la fuerza sexual. Y,
sin embargo, se manifiesta de manera diferente: instiga al hombre maduro a
alcanzar el máximo desarrollo de sus facultades, le incita incluso al heroísmo.
A tal respecto, la edad no supone límite alguno. La fuerza sexual se mantiene
después de quedar excluido el bajo instinto sexual, pues la fuerza y el
instinto sexuales no son una misma cosa. En cuanto el ser humano haya dado
cobijo al puro Amor, ya sea el amor del hombre a la mujer o viceversa, ya sea
el amor a un amigo, a una amiga, a los padres, al niño, ya sea el amor que sea,
si es puro, la primera gracia que de él se derivará será la posibilidad de
librarse del karma, el cual se extinguirá “simbólicamente” con gran rapidez. Se
“marchitará” al no encontrar ninguna resonancia afín, al no ser sustentado
dentro del ser humano, con lo que éste quedará liberado, comenzando así su
ascensión, es decir, la liberación de las indignas cadenas que le retenían.
El primer sentimiento que se
despertará será el de la propia indignidad frente al ser amado. Ese estado
equivale al nacimiento de dos grandes virtudes: la humildad y la modestia. A
ellas hay que añadir el afán de tender las manos sobre el otro para que no
sufra daño alguno. La expresión “tratar con sumo cuidado” no es un proverbio
vacío, sino que caracteriza muy bien ese sentimiento
naciente. Esa forma de ser constituye una entrega absoluta de la propia
personalidad, un deseo de ser útil, que bastaría por sí solo para extinguir
todo karma en poco tiempo, siempre y cuando se mantenga esa volición y no se dé
cabida al instinto puramente sexual.
Finalmente, el puro Amor
despierta el ardiente deseo de realizar, para el ser amado, algo verdaderamente
grande en el sentido más noble; el deseo de no herirle ni ofenderle con gestos,
pensamientos, palabras y, mucho menos, con acciones desordenadas. La
consideración más afectuosa cobrará vida.
Se trata entonces de conservar la
pureza de esos sentimientos y de anteponerlos a todo. Puestas así las cosas,
nadie querrá jamás hacer o desear algo malo: le resultará sencillamente
imposible, pues encontrará en los sentimientos la mejor protección, la mayor
fuerza, el consejero y la ayuda más seguros.
En Su Sabiduría, el Creador
ofreció así un salvavidas que todo hombre
encuentra más de una vez en el curso de su existencia, y que sirve para asirse
de él y elevarse hacia la cumbre.
Esa ayuda está ahí para todos, sin distinción de edad ni sexo,
para pobres y ricos, para aristócratas y plebeyos. ¡He aquí por qué el Amor es
también la gracia más insigne de Dios! El que así lo comprenda tendrá asegurada
la salvación de todo peligro y de todo abismo.
Con la fuerza de un huracán, el
Amor es capaz de elevarle hacia la Luz, hacia Dios, que es la personificación
del Amor.
Tan pronto como se despierte en
el hombre el amor que no aspira más que a proporcionar al otro luz y alegría, a
no rebajarle con impuras pretensiones, sino a protegerle para ayudarle a
elevarse, entonces, ese ser se pone al
servicio del otro sin ser consciente de ello, convirtiéndose así en un
donante desinteresado y gozoso. Esa acción de servir constituye su liberación.
Para encontrar el verdadero
camino a tal respecto, es preciso que el hombre tenga presente una cosa: un
deseo grande y vehemente se cierne sobre todos los hombres de la Tierra. Es el
deseo de poder ser realmente ante sus
propios ojos lo que ellos valen ante
los ojos de los que los aman. Este
deseo es el buen camino, el que conduce directamente a la cumbre.
Muchas oportunidades de
reaccionar y de emprender la ascensión son ofrecidas a los hombres; pero ellos
no las aprovechan.
El hombre de hoy es semejante a
aquel que habiéndosele ofrecido un reino prefiere perder el tiempo con juegos
infantiles.
Resulta evidente — y no podía
esperarse otra cosa — que las prodigiosas fuerzas que están a disposición de
los hombres habrán de aniquilarlos si
no aciertan a dirigirlas convenientemente.
También la fuerza sexual
destruirá al individuo y a pueblos enteros allí donde se abuse de su principal cometido. El fin procreativo
ocupa un lugar secundario.
Qué poderosos son, sin embargo,
los medios que la fuerza sexual ofrece a todo hombre para que pueda reconocer
ese fin primordial y vivir conforme
al mismo.
Uno de esos medios es el pudor
corporal, el cual se despierta al mismo tiempo que la fuerza sexual y es dado
al hombre para su protección.
También en esto puede reconocerse
la perfecta concordancia que reina en toda la creación, así como el hecho de
que todo descenso implica una mayor densidad. El sentimiento del pudor, la
primera consecuencia del despertar de la fuerza sexual, debe ser una especie de
freno, un elemento transitorio entre
la fuerza y el instinto sexuales, a fin de que el hombre, consciente de su alta
posición, no se entregue irracionalmente a las prácticas sexuales. ¡Ay del pueblo que no lo tenga en cuenta!
Un intenso pudor cuida de que el
hombre no sucumba nunca al delirio sexual, le protege contra la pasión, porque
sabrá evitar naturalmente las ocasiones de descomedirse aunque no sea más que
por una fracción de segundo.
La violencia es el único medio por el que el ser humano puede echar
a un lado voluntariamente ese don maravilloso, dejándose arrastrar así por sus instintos animales. Pero ese violento
atentado contra el orden universal instaurado por el Creador habrá de servirle de maldición, pues el
despliegue de la fuerza desencadenada en aquél por el instinto sexual no es nada
natural para el hombre.
Si falta el pudor, el hombre pasa
de amo a esclavo, queda desprovisto de su condición humana, y es reducido a una
categoría inferior al animal.
Considere el hombre que sólo el
intenso pudor puede evitar la ocasión de caer. Es, pues, el mejor medio de
defensa que se le ha dado.
Cuanto mayor sea el pudor, tanto
más noble será el impulso y, por
consiguiente, tanto más alto será el nivel espiritual del hombre. Es ésta la mejor medida de su valor
espiritual intrínseco. Esta medida es infalible y puede ser fácilmente
reconocida por cada uno. Ahora bien, extinguiendo o desechando el pudor externo
se extinguen también simultáneamente las cualidades síquicas más sutiles y
preciosas, con lo que el intimo ser del hombre queda desprovisto de todo valor.
Un signo infalible de profunda caída y de decadencia segura es que
la humanidad, so pretexto de un falaz progreso, comience a intentar
“sobreponerse” a esa preciosa joya del pudor, que da impulso a todo en todos
los aspectos. Poco importa que ese proceder
se encubra bajo la capa del deporte, de la higiene, de la moda, de la infancia,
o de tantos otros pretextos que vienen bien al caso: la decadencia y el
hundimiento no podrán ser detenidos, y sólo un espantoso pánico podrá hacer
entrar en razón a alguno que otro.
Y, sin embargo, ¡cuán fácil
resulta para el hombre terrenal seguir el camino hacia la cumbre!
Es suficiente con ser “más
natural”. Pero ser natural no significa andar medio desnudo o deambular
descalzo con extravagantes vestimentas. Ser natural significa prestar cuidadosa
atención a los íntimos sentimientos, y no sustraerse por la fuerza a las
advertencias de los mismos.
Pero, por desgracia, más de la
mitad de los hombres actuales han llegado ya a tal extremo, que son demasiado
apáticos para poder comprender aún los sentimientos naturales. Asimismo, ya han
reducido demasiado el horizonte de su capacidad comprensiva. Un grito de terror
y espanto marcará el final de ese estado.
¡Bienaventurado aquel que consiga
dar vida nuevamente al pudor! Pues éste le servirá de escudo y sostén cuando
todos los demás queden reducidos a escombros.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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