viernes, 23 de diciembre de 2022

51. LA FUERZA SEXUAL Y SU IMPORTANCIA PARA LA ASCENSIÓN ESPIRITUAL

 

51. LA FUERZA SEXUAL Y SU
IMPORTANCIA PARA LA ASCENSIÓN
ESPIRITUAL

UNA VEZ MÁS, llamo la atención sobre el hecho de que todo lo que vive en la creación se compone de dos especies: consciente e inconsciente. Únicamente después de haber adquirido la consciencia, cobra forma la imagen y semejanza de Dios, lo que llamamos forma humana. Esta formación corre parejas con el desarrollo de la consciencia.

Ahora bien, en la creación primera, la creación propiamente dicha, que es la más próxima al Espíritu creador y sólo puede ser espiritual, existe también, junto con el hombre espiritual creado anteriormente, el espíritu aún inconsciente. Como es natural, ese elemento inconsciente, portador de las mismas cualidades que el consciente, lleva en sí la tendencia a evolucionar, lo cual, a su vez, sólo puede efectuarse mediante el progresivo desarrollo hacia la consciencia de sí mismo.

Una vez que el afán de llegar a ser consciente, propio de ese elemento espiritual inconsciente, ha llegado a un cierto grado de ascensión, tiene lugar, siguiendo el desarrollo más natural, un proceso similar a un nacimiento terrenal. Basta con prestar atención al medio ambiente que nos rodea: vemos cómo el cuerpo físico expulsa espontáneamente su fruto maduro. Esto sucede tanto en el hombre como en el animal. También el árbol se desprende de sus frutos. Este proceso es la repetición de una continua evolución cuyo principio fundamental reposa en la creación primera.

Otro tanto sucede allí cuando las criaturas inconscientes afanosas de alcanzar la consciencia llegan a una cierta madurez. Entonces, se produce automáticamente una repulsión, una separación de los demás seres que aún no aspiran a ser conscientes, es decir, se produce lo que se llama una expulsión. Esas partículas espirituales inconscientes así expulsadas constituyen los gérmenes espirituales de los que se forman seres humanos.

Ese proceso se cumple obligatoriamente, pues el ser inconsciente no tiene sentido de la responsabilidad, ya que ésta es proporcional al grado de desarrollo de la consciencia.

Por tanto, la separación de esos gérmenes inconscientes en trance de madurar es necesaria para el espíritu que, conforme a sus naturales inclinaciones, desea llegar a ser consciente. Eso es, pues, un progreso, no una regresión.

Comoquiera que esos gérmenes no pueden ser expulsados hacia arriba, hacia la Perfección, sólo les queda tomar el camino hacia abajo. Pero entonces, entran en el reino de la sustancialidad, más denso y pesado, y en ese reino no existe elemento espiritual ninguno.

De aquí que ese germen espiritual ávido de consciencia se encuentre repentinamente en un medio ambiente de naturaleza distinta a la suya, es decir, en un medio ambiente extraño, por lo que se sentirá como desvestido.

Como ser espiritual que es, se sentirá desnudo y en situación embarazosa. Tanto si quiere quedarse allí como si pretende seguir adelante, experimentará la necesidad natural de cubrirse con una envoltura sustancial de la misma especie que su medio ambiente, pues sin ella no podrá ni actuar ni mantenerse allí. Por consiguiente, puesto sobre el camino del conocimiento, cubrir su desnudez es no sólo una necesidad personal, como se expone simbólicamente en la Biblia, sino que constituye también un requisito indispensable para la evolución.

De este modo, el germen del futuro espíritu humano es conducido hacia la materialidad siguiendo caminos naturales.

Allí se rodeará igualmente de una nueva e imprescindible envoltura de la misma naturaleza que su nuevo ambiente material.

Hele ahí, en el extremo límite de la materialidad etérea.

Ahora bien, la Tierra es el punto físico adonde converge todo lo que existe en la creación. Todo lo que emana de todos los planos, que normalmente están rigurosamente separados entre sí por sus características propias, se vierte en la Tierra. Todos los hilos, todos los caminos inciden en ella como si fuera el punto de concentración universal. De esa concentración surgen también nuevos efectos y se alza una intensa llama que proyecta en el universo poderosas corrientes de fuerza, como no es posible hallar en ningún otro lugar de la materialidad.

En la Tierra es donde, gracias a la reunión de todas las especies de la creación, las experiencias vividas son las más intensas, a lo cual contribuye también la materialidad. Pero se trata aquí solamente de una reunión de todas las especies de la creación, sin que se mezcle entre ellas nada divino, nada propio del Espíritu Santo, lo cual está por encima y fuera de la creación.

Las últimas emanaciones de esas experiencias vividas sobre la Tierra fluyen al encuentro del germen espiritual en cuanto éste entra en la materialidad etérea. Queda como bañado de esos efectos, que son los que le incitan y ayudan a despertar y desarrollar su consciencia.

Ese germen situado en el umbral de la materialidad y desprovisto de toda ligadura, es decir, sin llevar sobre sí culpa ninguna, siente las radiaciones vibrantes emanadas de las intensas experiencias vividas a lo largo de los ciclos de la formación y de la descomposición de todo lo material.

De este modo, nace en él el afán de conocerlas más ampliamente, y en el momento de formular tal deseo, precisamente por haberlo formulado, se pone voluntariamente en contacto con una irradiación determinada, buena o mala. Inmediatamente después, por la acción de las leyes de la atracción de las afinidades, será atraído por una especie análoga más fuerte que la suya, arrastrándole a un lugar donde se entregará a la especie elegida con una intensidad mayor que la de su propio deseo.

Impulsado por ese intimo deseo, su envoltura material adquiere inmediatamente la densidad que corresponde a la naturaleza de tal deseo, y la ley de la pesadez le hace descender más profundamente.

Pero la posibilidad de vivir realmente el deseo latente en él, sólo se la ofrece la Tierra física. De aquí que se sienta impulsado constantemente a encarnarse sobre la Tierra, ya que quiere llegar a disfrutar plenamente lo que ya ha probado en parte. Cuanto más intensos sean los deseos de goces terrenales, nacidos en el espíritu por efecto de haber probado de ellos, tanto más densa será la envoltura material que lleva puesta. Pero al mismo tiempo se hará más pesada, por lo que irá hundiéndose lentamente, aproximándose cada vez más al plano terrestre, donde tendrá ocasión de satisfacer sus deseos. Una vez que haya llegado a dicho plano terrestre, habrá adquirido también la madurez requerida para la encarnación sobre la Tierra.

Entonces, la ley de la atracción entre las especies de la misma naturaleza se pone de manifiesto de manera más clara. Cada uno de esos espíritus en formación será atraído como por una fuerza magnética hacia el lugar que corresponde a la especie de sus deseos o inclinaciones, allí donde los hombres terrenales se entregan a la satisfacción de su propio deseo. Si, por ejemplo, siente el deseo de dominar, no se encarnará en un medio ambiente donde él solo pueda experimentar el cumplimiento de su deseo, sino que será atraído por un ser humano que lleve en sí una gran ambición de poder, es decir, que posea los mismos sentimientos que él. Lo mismo sucede en todos los demás casos. De este modo, al mismo tiempo expía lo falso, o encuentra felicidad en lo justo. Por lo menos tendrá ocasión de ello.

A partir de esta circunstancia, se ha sacado la errónea consecuencia de que existe una herencia de características o facultades espirituales. ¡Eso es falso! Exteriormente, puede parecerlo, pero, en realidad, el hombre no puede transmitir a sus hijos nada de su espíritu vivo.

¡La herencia espiritual no existe!

Ningún ser humano está en situación de transmitir ni siquiera una partícula de su espíritu viviente.

Un error ha surgido a tal respecto, cuyas sombras se extienden sobre muchas cosas causando confusión y dificultades. Ningún hijo tiene por qué agradecer a sus padres una determinada facultad espiritual; pero por lo mismo, tampoco tiene derecho a echarles en cara una deficiencia. ¡Tal proceder sería equivocado e injusto!

La maravillosa obra de la creación nunca puede contener lagunas e imperfecciones tales como permitir una herencia arbitraria, es decir, al azar.

Esa importante fuerza de atracción entre las afinidades, fuerza que entra en funciones en el nacimiento, puede emanar tanto del padre como de la madre, así como también de cualquier persona que se encuentre en las cercanías de la futura madre. Por eso es que toda mujer que vaya a ser madre debiera poner especial cuidado en elegir las personas que pueden permanecer a su lado. Es preciso tener en cuenta que la fuerza interior reside sobre todo en las flaquezas del espíritu, y no en los rasgos externos del carácter. Las flaquezas provocan decisivos momentos de íntimas experiencias vividas, las cuales ejercen una gran fuerza de atracción.

La venida del ser humano a la Tierra consta de tres fases: procreación, encarnación y nacimiento. La encarnación, es decir, la introducción del alma en el cuerpo, se efectúa a mitad del embarazo. El creciente estado de madurez tanto de la futura madre como del alma en trance de encarnarse, conduce también a una unión física más pronunciada. Es un fenómeno de irradiaciones provocado por la maduración recíproca de los dos elementos, lo que contribuye a que tienda el uno hacia el otro movido por un impulso natural e irresistible. Esa irradiación va haciéndose más y más intensa, y el encadenamiento entre el alma y la futura madre va haciéndose cada vez más íntimo como consecuencia de la mutua atracción, hasta que, por último, al llegar a una cierta madurez el cuerpo que se desarrolló en el seno de la madre, el alma es absorbida literalmente. Como es natural, en el momento de la introducción o absorción del alma tienen lugar las primeras convulsiones del pequeño cuerpo, que se manifiestan en forma de contracciones y constituyen lo que se llama movimientos del niño. En ese instante, suele efectuarse muy corrientemente una transformación en la vida sensitiva de la futura madre, sintiéndose feliz u oprimida según sea la naturaleza del alma que acaba de encarnarse.

Al llegar a ese grado de desarrollo, el alma humana toma posesión del pequeño cuerpo y se rodea, así, de la envoltura física imprescindible para poder vivir, ver, oír y sentir por entero todo lo que tenga lugar en la materialidad física, lo cual sólo es posible mediante una envoltura de la misma materialidad, de la misma especie, es decir, mediante el instrumento adecuado. Sólo entonces es cuando el alma puede pasar del probar al disfrute propiamente dicho, y de éste a la facultad de juzgar. Es evidente que el alma habrá de aprender primeramente a emplear ese instrumento, es decir, a tener pleno dominio sobre su cuerpo.

Tal es, en resumen, el proceso evolutivo del ser humano hasta llegar a su primer nacimiento terrenal.

Pero hace ya mucho tiempo que, siguiendo el proceso natural de los acontecimientos, ningún alma puede encarnarse en la Tierra por primera vez, sino que los nacimientos han venido trayendo al mundo almas que ya han recorrido una existencia terrenal por lo menos. De aquí que, desde su nacimiento, esas almas estén intensamente enredadas en las mallas de un complejo karma. La posibilidad de librarse de él es ofrecida por la fuerza sexual.

Durante los años de la infancia, el alma humana revestida de su cuerpo físico se encuentra al abrigo de las corrientes que tratan de alcanzarla desde el exterior. Todo lo tenebroso y maléfico que se agita en el plano terrenal encuentra cortado, por el cuerpo físico, el camino de acceso al alma, y no podrá, por tanto, ejercer influencia alguna sobre el niño ni causarle ningún daño. Pero, naturalmente, el mal que el alma reencarnada traiga consigo de una vida anterior permanecerá adherido a ella durante la infancia.

El cuerpo hace las veces de muralla protectora mientras esté inacabado y no haya llegado a su madurez. Es como si el alma estuviera recluida en una fortaleza cuyo puente levadizo estuviera levantado. Durante esos años, existe un abismo infranqueable entre el alma infantil y la creación etérea, donde cobran vida las etéreas vibraciones de culpa y castigo.

De este modo, el alma encuentra seguro en su envoltura terrenal, va madurando con vistas a la responsabilidad, y se mantiene a la expectativa del momento en que sea bajado el puente levadizo, a fin de iniciar su verdadera existencia en el seno de la materialidad.

Por medio de leyes naturales, el Creador ha puesto en cada criatura el instinto de imitación, que sustituye al libre albedrío mientras éste no entre en funciones. Ese instinto es lo que comúnmente se denomina “la sensibilidad de la juventud”, y tiene como fin preparar la evolución con miras a la existencia terrenal. En el animal, el instinto de imitación es mantenido y enriquecido por la experiencia adquirida, mientras que en el hombre es elevado por el espíritu a la categoría de libre albedrío y se convierte en una actividad consciente.

Al espíritu encarnado en un cuerpo infantil le falta, pues, un puente de irradiaciones, el cual sólo puede ser erigido por la fuerza sexual en el momento de la madurez corporal. Mientras falte ese puente, el espíritu no podrá ejercer una actividad plenamente eficaz y realmente constructiva en la creación. Dicha actividad sólo es posible mediante el ininterrumpido flujo de irradiaciones a través de todas las especies de la creación, pues la Vida consta únicamente de irradiaciones, y no puede ponerse en movimiento más que a partir de ellas y mediante ellas.

Durante el período de tiempo en que el niño no puede influir plenamente en el medio ambiente más que con sus elementos sustanciales, y no por medio de su germen espiritual, ese niño posee, frente a las leyes de la creación, una responsabilidad algo mayor que la del animal más desarrollado.

Entretanto, el joven cuerpo va madurando, y poco a poco va despertándose en él la fuerza sexual, que es propia exclusivamente de la materialidad física. Esa fuerza es lo más sutil y noble de todo cuanto florece en la materialidad física, lo más sublime que puede ofrecer la creación física. Por su finura, constituye la cumbre de todo lo físico, es decir, de todo lo terrenal, y es la que más próxima está al plano de la sustancialidad, pues es la más externa ramificación viviente del plano material. La fuerza sexual es la vida que pulsa en la materialidad, y puede erigir por sí sola el puente que conduce a la sustancialidad que, a su vez, asegura la continuidad hacia el mundo de la espiritualidad.

Por esta razón, el despertar de la fuerza sexual en el cuerpo físico es comparable a la acción de bajar el puente levadizo de una fortaleza cerrada hasta entonces, permitiendo a su morador, es decir, al alma humana, salir perfectamente equipado y presto para el combate, si bien ello da lugar también a que puedan entrar en la fortaleza los amigos o enemigos que la sitiaban. Estos amigos o enemigos son, en primer lugar, las corrientes etéreas, buenas o malas, pero también los seres del más allá, que sólo esperan a que se les tienda la mano mediante un deseo cualquiera, estando así en condiciones de aferrarse sólidamente para poder ejercer una influencia de la misma especie que dicho deseo.

Pero según una progresión absolutamente natural, las leyes de la creación sólo permiten que entren en el alma influencias iguales en intensidad a las que pueden ser opuestas desde dentro, de forma que queda descartado por completo un combate desigual, siempre y cuando no se cometa falta ninguna. Pues todo impulso sexual no natural provocado por una excitación artificial, abre prematuramente esa sólida fortaleza, por lo que esa alma, que aún no está suficientemente vigorizada, quedará expuesta a los ataques del exterior. Entonces, habrá de sucumbir fatalmente a los asaltos de las perniciosas corrientes etéreas, asaltos que, de otro modo habría podido resistir.

Según el orden natural, una madurez normal implica fuerzas absolutamente iguales en intensidad por parte de ambos contendientes. Lo único que decide es la voluntad del morador de la fortaleza, no la de los sitiadores. Por tanto, con buena voluntad siempre saldrá vencedor en la materialidad etérea, es decir, en los acontecimientos del mundo del más allá, que el hombre medio no puede percibir mientras viva en la Tierra, pero que, no obstante, está relacionado con él más estrecha y vivamente que su visible medio ambiente físico.

Ahora bien, otra cosa es, naturalmente, si el morador de la fortaleza tiende su mano voluntariamente, es decir, por propio deseo o libre decisión, a uno de esos amigos o enemigos del más allá, o toma contacto con corrientes exteriores. Comoquiera que opta así por una determinada especie de esos sitiadores que esperan afuera, éstos podrán desplegar fácilmente contra él una fuerza diez o incluso cien veces mayor. Si esa fuerza es de buena condición, recibirá ayuda y bendiciones; pero si es maléfica, cosechará la perdición.

Esa libre elección es la manifestación del propio libre albedrío. Una vez tomada tal decisión, tendrá que atenerse ineludiblemente a las consecuencias. En lo que a éstas se refiere, su libre albedrío no puede intervenir para nada. Según la naturaleza de lo escogido por sí mismo, así se atará a él un karma bueno o malo, al cual, como es natural, quedará sometido en tanto no se transforme interiormente.

La fuerza sexual tiene la misión y la facultad de “poner al rojo vivo” todos los sentimientos espirituales del alma. Sólo así podrá mantener el espíritu una unión directa con la materialidad etérea, y así es también como adquirirá todo su valor terrenal. Sólo así estará en condiciones de adquirir todo lo necesario para alcanzar el máximo valor dentro de la materialidad y poder mantenerse allí firmemente, actuando con toda eficacia, quedando protegido y perfectamente equipado para defenderse victoriosamente.

Hay algo inmenso en esa unión, y eso es el fin fundamental de ese enigmático e inconmensurable impulso natural. Debe contribuir a que lo espiritual desarrolle en la materialidad todo su poder de acción, lo cual resultaría imposible sin esa fuerza sexual, pues faltaría el elemento de transición para llegar a la vivificación y dominación de toda la materialidad. El espíritu se sentiría en ella demasiado extraño como para poder actuar con toda efectividad.

Pero mediante esa unión, el espíritu humano adquiere también todo su poder, todo su calor y vitalidad, y es entonces únicamente cuando está debidamente pertrechado para el combate.

¡He aquí por qué a partir de ese momento entra en funciones la responsabilidad! Un instante crucial que es decisivo para la existencia de todo ser humano.

Ahora bien, la sabia Justicia del Creador ha dispuesto que el hombre, al llegar ese importante capítulo de su vida, tenga no sólo la posibilidad, sino también el impulso natural requerido para liberarse con toda facilidad y sin esfuerzo alguno de cualquier karma con que haya cargado hasta entonces a su libre albedrío.

Si el hombre desperdicia el tiempo, ¡suya será la culpa! Reflexionad sobre esto: con la aparición de la fuerza sexual, se manifiesta, ante todo, un inmenso impulso hacia arriba, hacia todo lo que es ideal, bello y puro. Esto puede observarse claramente en los jóvenes de ambos sexos cuando no están pervertidos. A eso se debe la exaltación propia de los años juveniles, que, desgraciadamente, suele ser objeto de burla por parte de las personas adultas. A eso se debe también los inexplicables sentimientos, ligeramente melancólicos, que son característicos de esa edad.

Esos momentos en que parece como si un adolescente o una doncella tuvieran que soportar los sufrimientos de todo el mundo, al invadirlos el presentimiento de una profunda gravedad, no son injustificados.

Asimismo, el sentimiento tan frecuente de no ser comprendidos encierra en sí mucha verdad. Es darse cuenta por un momento de toda la falsedad del mundo que los rodea, el cual no quiere ni puede comprender el sagrado ímpetu que los lleva a remontar un puro vuelo, ni queda conforme hasta que esa intensa exhortación del sentimiento en el alma de los jóvenes sea reducida a la categoría de la “prosaica realidad”, que le es más accesible y que él, en la estrechez de miras de su intelecto, considera como lo único normal y lo más apropiado para la humanidad.

El misterioso encanto que irradia una joven o un adolescente no pervertidos, ese encanto percibido sensitivamente por su medio ambiente, no es otra cosa que el puro ímpetu de la fuerza sexual naciente que, unida a la fuerza espiritual, tiende a alcanzar lo más noble y sublime.

Con gran esmero, el Creador tuvo cuidado de hacer coincidir ese estado de evolución con la edad en que el ser humano puede ser plenamente consciente de sus deseos y acciones. Llegado ese momento, el hombre puede y debe liberarse con suma facilidad del peso de todo su pasado, valiéndose de la fuerza integral de que está poseído. Ese peso caería por sí solo sin más que persistir en desear el bien, tal como se insta constantemente durante ese período de la vida. Entonces, el ser humano podría, como muy bien dan a entender sus sentimientos, encumbrarse sin esfuerzo hasta el puesto que le corresponde como hombre.

¡Mirad el aspecto soñador de la juventud no pervertida! No es otra cosa que sentirse transportado hacia las alturas, querer desprenderse de toda ponzoña, anhelar ardientemente un ideal. Y esa inquietud pujante es señal de que no se debe perder el tiempo, sino que es preciso proponerse enérgicamente quitarse de encima el karma y emprender la ascensión espiritual.

Es algo maravilloso vivir en esa fuerza integrante, actuando en ella y con ella. Pero sólo mientras sea buena la dirección elegida por el hombre; pues no hay tampoco nada más lamentable que desperdiciar esa fuerza exclusivamente en una ciega pasión sensual, paralizando con ella a su espíritu.

Pero desgraciadamente, en la mayoría de los casos, el hombre desperdicia ese preciso tiempo de transición, se deja influenciar por los “sabios” de su medio ambiente, y va por caminos falsos que le detienen en su evolución y luego le hacen descender. No es así como podrá desprenderse de los turbios hilos que penden de él. Al contrario, esos hilos recibirán nuevas fuerzas procedentes de las especies afines, con lo que el libre albedrío del hombre irá enredándose más y más hasta no poder ser reconocido a causa de las inútiles proliferaciones que le cubren por completo. Tal como lianas, a las que un vigoroso tronco les sirve de apoyo en un principio, y acaban por hacerlo morir sofocado por la espesa vegetación.

Si el hombre se ocupara más de si mismo y de los acontecimientos de toda la creación, ningún karma podría ser más intenso que la fuerza integral adquirida por el espíritu en el instante de establecer, mediante la fuerza sexual, una perfecta unión con la materialidad, a la cual también pertenece el karma.

Aun cuando el hombre desperdicie el tiempo; aun cuando se enrede más y más, llegando, incluso, a hundirse profundamente, a pesar de todo, se le seguirá ofreciendo una posibilidad de ascender: el Amor.

No el amor egoísta propio de la materialidad física, sino el noble y puro Amor, que no conoce ni quiere otra cosa que el bienestar de la persona querida. También él pertenece a la materialidad y no exige renuncia ninguna ni ascetismo de ninguna clase, sino que sólo quiere lo mejor para el otro. Y ese querer que nunca piensa en sí mismo es, a su vez, la mejor protección contra todo abuso.

Incluso en la edad más avanzada, el Amor tiene siempre como base los mismos sentimientos, ideales y aspiraciones que la juventud no pervertida cuando se despierta en ella la fuerza sexual. Y, sin embargo, se manifiesta de manera diferente: instiga al hombre maduro a alcanzar el máximo desarrollo de sus facultades, le incita incluso al heroísmo. A tal respecto, la edad no supone límite alguno. La fuerza sexual se mantiene después de quedar excluido el bajo instinto sexual, pues la fuerza y el instinto sexuales no son una misma cosa. En cuanto el ser humano haya dado cobijo al puro Amor, ya sea el amor del hombre a la mujer o viceversa, ya sea el amor a un amigo, a una amiga, a los padres, al niño, ya sea el amor que sea, si es puro, la primera gracia que de él se derivará será la posibilidad de librarse del karma, el cual se extinguirá “simbólicamente” con gran rapidez. Se “marchitará” al no encontrar ninguna resonancia afín, al no ser sustentado dentro del ser humano, con lo que éste quedará liberado, comenzando así su ascensión, es decir, la liberación de las indignas cadenas que le retenían.

El primer sentimiento que se despertará será el de la propia indignidad frente al ser amado. Ese estado equivale al nacimiento de dos grandes virtudes: la humildad y la modestia. A ellas hay que añadir el afán de tender las manos sobre el otro para que no sufra daño alguno. La expresión “tratar con sumo cuidado” no es un proverbio vacío, sino que caracteriza muy bien ese sentimiento naciente. Esa forma de ser constituye una entrega absoluta de la propia personalidad, un deseo de ser útil, que bastaría por sí solo para extinguir todo karma en poco tiempo, siempre y cuando se mantenga esa volición y no se dé cabida al instinto puramente sexual.

Finalmente, el puro Amor despierta el ardiente deseo de realizar, para el ser amado, algo verdaderamente grande en el sentido más noble; el deseo de no herirle ni ofenderle con gestos, pensamientos, palabras y, mucho menos, con acciones desordenadas. La consideración más afectuosa cobrará vida.

Se trata entonces de conservar la pureza de esos sentimientos y de anteponerlos a todo. Puestas así las cosas, nadie querrá jamás hacer o desear algo malo: le resultará sencillamente imposible, pues encontrará en los sentimientos la mejor protección, la mayor fuerza, el consejero y la ayuda más seguros.

En Su Sabiduría, el Creador ofreció así un salvavidas que todo hombre encuentra más de una vez en el curso de su existencia, y que sirve para asirse de él y elevarse hacia la cumbre.

Esa ayuda está ahí para todos, sin distinción de edad ni sexo, para pobres y ricos, para aristócratas y plebeyos. ¡He aquí por qué el Amor es también la gracia más insigne de Dios! El que así lo comprenda tendrá asegurada la salvación de todo peligro y de todo abismo.

Con la fuerza de un huracán, el Amor es capaz de elevarle hacia la Luz, hacia Dios, que es la personificación del Amor.

Tan pronto como se despierte en el hombre el amor que no aspira más que a proporcionar al otro luz y alegría, a no rebajarle con impuras pretensiones, sino a protegerle para ayudarle a elevarse, entonces, ese ser se pone al servicio del otro sin ser consciente de ello, convirtiéndose así en un donante desinteresado y gozoso. Esa acción de servir constituye su liberación.

Para encontrar el verdadero camino a tal respecto, es preciso que el hombre tenga presente una cosa: un deseo grande y vehemente se cierne sobre todos los hombres de la Tierra. Es el deseo de poder ser realmente ante sus propios ojos lo que ellos valen ante los ojos de los que los aman. Este deseo es el buen camino, el que conduce directamente a la cumbre.

Muchas oportunidades de reaccionar y de emprender la ascensión son ofrecidas a los hombres; pero ellos no las aprovechan.

El hombre de hoy es semejante a aquel que habiéndosele ofrecido un reino prefiere perder el tiempo con juegos infantiles.

Resulta evidente — y no podía esperarse otra cosa — que las prodigiosas fuerzas que están a disposición de los hombres habrán de aniquilarlos si no aciertan a dirigirlas convenientemente.

También la fuerza sexual destruirá al individuo y a pueblos enteros allí donde se abuse de su principal cometido. El fin procreativo ocupa un lugar secundario.

Qué poderosos son, sin embargo, los medios que la fuerza sexual ofrece a todo hombre para que pueda reconocer ese fin primordial y vivir conforme al mismo.

Uno de esos medios es el pudor corporal, el cual se despierta al mismo tiempo que la fuerza sexual y es dado al hombre para su protección.

También en esto puede reconocerse la perfecta concordancia que reina en toda la creación, así como el hecho de que todo descenso implica una mayor densidad. El sentimiento del pudor, la primera consecuencia del despertar de la fuerza sexual, debe ser una especie de freno, un elemento transitorio entre la fuerza y el instinto sexuales, a fin de que el hombre, consciente de su alta posición, no se entregue irracionalmente a las prácticas sexuales. ¡Ay del pueblo que no lo tenga en cuenta!

Un intenso pudor cuida de que el hombre no sucumba nunca al delirio sexual, le protege contra la pasión, porque sabrá evitar naturalmente las ocasiones de descomedirse aunque no sea más que por una fracción de segundo.

La violencia es el único medio por el que el ser humano puede echar a un lado voluntariamente ese don maravilloso, dejándose arrastrar así por sus instintos animales. Pero ese violento atentado contra el orden universal instaurado por el Creador habrá de servirle de maldición, pues el despliegue de la fuerza desencadenada en aquél por el instinto sexual no es nada natural para el hombre.

Si falta el pudor, el hombre pasa de amo a esclavo, queda desprovisto de su condición humana, y es reducido a una categoría inferior al animal.

Considere el hombre que sólo el intenso pudor puede evitar la ocasión de caer. Es, pues, el mejor medio de defensa que se le ha dado.

Cuanto mayor sea el pudor, tanto más noble será el impulso y, por consiguiente, tanto más alto será el nivel espiritual del hombre. Es ésta la mejor medida de su valor espiritual intrínseco. Esta medida es infalible y puede ser fácilmente reconocida por cada uno. Ahora bien, extinguiendo o desechando el pudor externo se extinguen también simultáneamente las cualidades síquicas más sutiles y preciosas, con lo que el intimo ser del hombre queda desprovisto de todo valor.

Un signo infalible de profunda caída y de decadencia segura es que la humanidad, so pretexto de un falaz progreso, comience a intentar “sobreponerse” a esa preciosa joya del pudor, que da impulso a todo en todos los aspectos. Poco importa que ese proceder se encubra bajo la capa del deporte, de la higiene, de la moda, de la infancia, o de tantos otros pretextos que vienen bien al caso: la decadencia y el hundimiento no podrán ser detenidos, y sólo un espantoso pánico podrá hacer entrar en razón a alguno que otro.

Y, sin embargo, ¡cuán fácil resulta para el hombre terrenal seguir el camino hacia la cumbre!

Es suficiente con ser “más natural”. Pero ser natural no significa andar medio desnudo o deambular descalzo con extravagantes vestimentas. Ser natural significa prestar cuidadosa atención a los íntimos sentimientos, y no sustraerse por la fuerza a las advertencias de los mismos.

Pero, por desgracia, más de la mitad de los hombres actuales han llegado ya a tal extremo, que son demasiado apáticos para poder comprender aún los sentimientos naturales. Asimismo, ya han reducido demasiado el horizonte de su capacidad comprensiva. Un grito de terror y espanto marcará el final de ese estado.

¡Bienaventurado aquel que consiga dar vida nuevamente al pudor! Pues éste le servirá de escudo y sostén cuando todos los demás queden reducidos a escombros.

* * *


EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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