viernes, 23 de diciembre de 2022

66. ¡PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN!

 

66. ¡PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN!

¡QUIÉN NO CONOCE estas palabras, tan significativas, pronunciadas por el Hijo de Dios pendiente de la cruz! Fue una de las más hermosas plegarias intercesoras que jamás haya sido pronunciada. Precisa y clara. Y, a pesar de todo, al cabo de dos mil años, el hombre sigue sin comprenderlas. Se les ha dado una interpretación unilateral, únicamente en la dirección que más agradable les parecía a los hombres. Ni uno solo ha habido que haya alzado su voz en pro del verdadero sentido, para lanzarlo abiertamente a la cara de la humanidad, especialmente a los cristianos.

Pero no es eso solamente. Todos los impresionantes acontecimientos habidos durante la existencia terrenal del Hijo de Dios, han salido a la luz cargados de errores, a consecuencia del carácter unilateral de las transmisiones. Ahora bien, esos defectos no son propios exclusivamente del cristianismo, sino que se encuentran en todas las religiones.

Es comprensible que los discípulos pusieran en primer plano, destacándolo sobre todo lo demás, la personalidad de su maestro e instructor, máximo cuando fue sacado de entre ellos de modo tan brutal como inesperado, para quedar expuesto a los peores sufrimientos, así como a los sarcasmos más groseros y, por último, al martirio más cruel, El que era la inocencia misma.

Semejantes cosas se grabaron profundamente en aquellas almas, que tuvieron ocasión de conocer a su maestro en su forma más ideal durante su vida en comunidad con El, y contribuyeron a que los rasgos personales fueran antepuestos a cualquier otro pensamiento. El hecho en sí es perfectamente comprensible. Pero la sagrada misión del Hijo de Dios era Su Palabra, portadora de la Verdad emanada de las alturas luminosas, y ella debía mostrar a la humanidad su camino hacia la Luz, ese camino cerrado hasta entonces, porque el estado espiritual alcanzado por los hombres en el curso de su evolución no permitía seguirlo.

Los sufrimientos infligidos por los hombres a ese gran mensajero de la Verdad constituyen un hecho completamente aislado.

Ahora bien, eso que era tan natural y admisible para los discípulos, fue origen de graves errores en la religión ulterior. El objeto del mensaje divino quedó relegado a un plano muy secundario, quedando en primer término el culto a la persona del mensajero de la Verdad, culto que Cristo nunca quiso.

A eso se deben, pues, las lagunas que se ponen en evidencia en el cristianismo, las cuales amenazan arrastrar todo al hundimiento total, si esos errores no son reconocidos a tiempo, rectificándolos con valentía y confesándolos abiertamente.

Esas lagunas no podrán menos que salir a la luz en cuanto se consiga un progreso real, por pequeño que sea. Entonces, mejor que tratar de eludirlas será atacarlas intrépidamente. ¡Por qué no ha de ser iniciada la purificación por los mismos líderes, animosos y alegres, con la mirada puesta en la inmensa Divinidad! Con profundo agradecimiento, liberados de una opresión ciertamente experimentada pero nunca reconocida hasta el momento, masas ingentes de seres humanos obedecerían a la llamada que conduce a la luz de la gozosa convicción.

Siguiendo la costumbre de aquellos hombres que se sometieron ciegamente al ilimitado poder dominador de su propio intelecto, reduciendo así considerablemente su capacidad de comprensión, se atribuyó a la vida terrenal de Cristo el mismo valor que a Su misión. Los hombres se ocupan de las relaciones familiares y de los acontecimientos terrenales con mayor interés incluso que del fin fundamental de Su venida, que consistió en dar a los seres humanos maduros la explicación de todos los sucesos que tienen lugar realmente en la creación, la única en que está contenida la Voluntad divina, entretejida en ella y proclamada para ella.

La aportación de esa Verdad, desconocida hasta entonces, hizo necesaria por sí sola la venida de Cristo a la Tierra. Ninguna otra cosa lo motivó, pues sin conocer debidamente la Voluntad de Dios impuesta en la creación, nadie puede encontrar — y mucho menos seguir — el camino de la ascensión al reino luminoso.

En lugar de aceptar simplemente estos hechos tal como son, en lugar de profundizar en el mensaje y vivir de acuerdo con él, como el mensajero de la Verdad repitió y exigió insistentemente, los fundadores de las religiones e iglesias cristianas pusieron como base más fundamental un culto personal, que obligaba a dar a los padecimientos de Cristo un significado completamente distinto de la realidad.

¡Lo necesitaban para ese culto! De ahí que, siguiendo el curso natural de su desarrollo posterior, acabara por surgir un error tras de otro, lo que constituiría, para muchos hombres, un obstáculo que haría imposible, en absoluto, llegar a descubrir aún el verdadero camino.

Por sí sola, la falsa estructura fundamentada en la falta de objetividad trajo consigo el comienzo de la tergiversación de todos los eventos. La imparcialidad puramente objetiva hubo de sucumbir en el mismo instante en que el culto principal adquirió un carácter netamente personal. De ahí nació la tendencia a considerar la misión del Hijo de Dios como reducida fundamentalmente a la vida terrenal. En realidad, ese concepto llegó, incluso, a ser una necesidad.

Que tal proceder era equivocado, lo demostró el mismo Cristo a lo largo de toda Su actividad. Más de una vez rechazó, clara y tajantemente, todo cuanto hacía referencia a Su persona. En todas Sus palabras y obras mencionaba a Dios Padre, cuya Voluntad El cumplía, y en cuya fuerza El se encontraba y actuaba. Enseñó que los hombres debían aprender ante todo a elevar su mirada a Dios Padre; pero nunca habló de Si mismo en tales ocasiones.

Y, dado que Sus palabras no fueron atendidas, no pudo evitarse que se acabara por conceptuar los sufrimientos de Cristo como algo indispensable y querido por Dios, llegándose incluso a tildarlos de ser la razón fundamental de Su venida a la Tierra. Así, pues, según esos puntos de vista, resulta que Cristo descendió de las alturas luminosas con el único fin de padecer en la Tierra.

Ahora bien, comoquiera que El no echó sobre Sí culpa ninguna, no quedaba más que una solución para justificar Sus sufrimientos: había que cargarle con los pecados de otros para que los expiara en su lugar.

¿Qué otra cosa quedaba hacer que no fuera seguir edificando así sobre los cimientos construidos?

Además, el afán de valorarse a sí mismo en más de lo que se es verdaderamente — mal que ya no nos es desconocido y del cual adolece toda la humanidad — proporcionó la fuerza sustentadora y el terreno propicio para tales doctrinas. Ese mal es consecuencia de aquel gran pecado contra el Espíritu, pecado del que ya he hablado muchas veces con gran amplitud. Mediante la exagerada valoración del intelecto, el hombre no puede llegar a conocer más que a sí mismo, pero no a su Dios, pues con su proceder ha cortado todos los puentes que conducían a Él. Sólo alguno que otro ha conseguido mantener en pie, aquí y allá, ruinosas pasarelas hacia la espiritualidad; pero esas pasarelas dejan entrever muy poco solamente, nunca pueden llevar hasta el conocimiento. Por eso es que nadie puede concebir el acertado y natural pensamiento de considerar los padecimientos terrenales de Cristo como un hecho aislado, independiente por completo del mensaje divino. Por eso nadie reconoce que esos insultos, persecuciones (y martirios fueron efectivamente delitos graves y monstruosos. Es una nueva y gran sinrazón presentarlos bajo el tendencioso aspecto de una necesidad.

Cierto que esos sufrimientos y la muerte en la cruz merecen la radiante aureola de una gloria sin par, ya que el Hijo de Dios, a pesar de la mala acogida prestada por los hombres ávidos de poder y de venganza — acogida que ya era de prever desde el momento de la profunda caída en el pecado original —, no se arredró, sino que, pese a todo, por amor a los hombres justos — muy pocos por cierto —, trajo a la Tierra el mensaje de la Verdad, que tan necesario era.

Esa acción es tanto más de apreciar cuanto que, en realidad, sólo una pequeña parte de la humanidad estaba deseosa de salvarse gracias a Él.

Pero es un nuevo sacrilegio contra Dios querer justificar, mediante falsas hipótesis, los crímenes cometidos en aquel entonces por la humanidad, pretendiendo que los hombres no eran más que instrumentos de unos hechos que habían de cumplirse necesariamente.

A causa de esta inexactitud, ha surgido en muchos pensadores la incertidumbre respecto a las consecuencias de la forma de obrar de Judas Iscariote. Tienen toda la razón para pensar así, pues si la crucifixión fuera una necesidad para la humanidad, Judas no habría hecho, con su traición, más que facilitar el instrumento apropiado, por lo que, en realidad, no debería ser considerado como culpable desde el punto de vista espiritual. Pero la realidad de los sucesos que tuvieron lugar echa por tierra todas esas divergencias de ideas, cuya existencia no demuestra otra cosa que la necesaria falsedad de las hipótesis mantenidas hasta ahora. Pues donde reina la Verdad no tienen cabida esas cuestiones inexplicables, ya que los acontecimientos absolutamente naturales pueden ser examinados por todos los lados sin tropezar con ningún obstáculo.

Ya es hora de tener el valor de reconocer que ese afán de disculparse no es más que una cobardía encubierta por la astucia del intelecto atado a la Tierra — el peor enemigo de todo lo que pueda alzarse sobre él, como claramente se manifiesta siempre en los seres serviles — o bajo la capa de una sobrevaloración personal brotada de la misma fuente. Verdad es que resulta muy hermoso imaginarse ser tan altamente estimado, que todo un Dios luche a nuestro favor, tomando sobre Sí todos los padecimientos, con el único fin de ofrecer al hombre, ese ser insignificante, un puesto de honor en el divino reino de la alegría.

Tal es, sin rodeos y escuetamente dicho, la realidad del punto de vista fundamental. Ese es el aspecto que presenta cuando, con mano firme, se deja su forma al desnudo despojándola de todas sus apariencias.

No creo necesario mencionar que semejante concepción sólo pudo provenir de la más reducida limitación de la facultad de comprender los eventos supraterrenos. Como siempre, se trata de una de las graves consecuencias de la glorificación del intelecto terrenal, el cual impide toda visión amplia y libre. La idolatrización del intelecto ha ido extendiéndose de manera natural y continua después de la primera caída en pecado, llegando a convertirse en el poderoso Anticristo terrenal, o, dicho más claramente aún, en la fuente de todo lo antiespiritual. Puede verse esto hoy día con toda claridad adondequiera que se mire. No se requiere a tal respecto una vista muy perspicaz.

Y, comoquiera que lo espiritual constituye por sí solo el puente que conduce al acercamiento y a la comprensión de todo lo divino, resulta que la imposición de la soberanía del intelecto terrenal, de que tanto se enorgullecen todas las ciencias actuales, no es más que una declaración de guerra contra Dios, hecha abiertamente.

Pero no sólo las ciencias, sino también toda la humanidad, se mueven hoy bajo el mismo signo. Incluso el que se denomina “buscador serio” lleva consigo esa ponzoña.

Por lo tanto, no es nada inconsecuente que también la Iglesia posea una buena dosis de ese veneno. De aquí que, en las interpretaciones y transmisiones de las palabras del Salvador, se hayan infiltrado muchas cosas cuyo origen reside únicamente en la astucia terrenal del intelecto.

Esa es también la serpiente siempre dispuesta a seducir a los hombres, contra la cual advierte la Biblia en sus relatos. Esa serpiente de la astucia intelectual — sólo ella — es la que pone a cada uno de los hombres ante la engañadora alternativa: “¿Habrá dicho Dios…?”

Tan pronto como se deje a la serpiente, es decir, al intelecto solo, la facultad de decidir en todo momento elegirá, como muy bien se indica en, la Biblia, todo lo que sea contrario o esté alejado de Dios: lo puramente terrenal, lo de muy baja condición, a lo cual pertenece, como su flor más preciada, el mismo intelecto. Por eso es incapaz de comprender lo que corresponde a un plano superior.

El hombre fue dotado de intelecto para que hiciera de contrapeso durante cada existencia terrenal, y tirara hacia abajo del elemento espiritual, tan inclinado a elevarse, a fin de no dejarle flotar exclusivamente en alturas espirituales, desatendiendo así sus deberes en la Tierra. El intelecto debía servir también para facilitar toda existencia terrenal, pero, sobre todo, para infundir en las pequeñeces de la Tierra ese poderoso impulso hacia lo elevado, hacia lo puro y perfecto, que está inherente en el espíritu desde sus primeros orígenes como su característica más personal, y que debía manifestarse visiblemente en los sucesos propios de la materialidad física. El intelecto estaba llamado a ser el ayudante del espíritu, o sea, su servidor, y no el encargado de decidir y dirigir todo. Debía contribuir a crear posibilidades físicas, es decir, materiales, para la realización de las tendencias espirituales. Debía ser el instrumento y el lacayo del espíritu.

Pero, si se le encomienda a él solo toda decisión, como es el caso hoy día, deja de ser ese contrapeso, esa ayuda, y, en cada decisión, pone en los platillos de la balanza únicamente su propio peso, lo que, naturalmente, tiene que dar como resultado una tendencia exclusivamente descendente, puesto que tira hacia abajo. No podía suceder otra cosa, ya que pertenece a la materialidad y se mantiene fuertemente ligado a ella, mientras que lo espiritual procede de arriba. Así, pues, en vez de ayudar al espíritu tendiéndole una mano para confortarlo y engrandecerlo, rechaza la vigorosa mano que le tiende el espíritu, y prescinde de ella en cuanto todo queda a merced suya. No podía ser de otro modo, ya que se comporta de acuerdo con las leyes de su propia constitución.

Pero, bien entendido, el intelecto terrenal se convierte en enemigo del espíritu sólo cuando es puesto por encima de él, y no antes. Pues si, conforme a lo dispuesto por la Voluntad del Creador, permanece bajo el dominio del espíritu, continúa siendo un fiel servidor digno de ser muy apreciado como tal. Pero si, en contra de las leyes naturales, se le asigna un puesto que no le corresponde, la consecuencia inmediata será oprimir a todo cuanto pueda hacer peligrar su mantenimiento en el trono usurpado. Cerrará automáticamente las puertas que, de permanecer abiertas, arrojarían luz sobre sus defectos y sobre su reducida capacidad comprensiva.

Tal es la imagen de las acciones de los hombres, los cuales, en condiciones ordenadas y bajo la dirección de un ser competente, ven aumentar su poder, lo sobreestiman y, al sobrevenir la decadencia a causa de su incapacidad para alcanzar lo elevado, sumen a un pueblo en la necesidad y en la miseria. Y si esos tales nunca reconocen sus errores y procuran siempre echar al pasado las culpas de su propia insuficiencia, en vez de echárselas a sí mismos o a otros, cuánto más imposible será que el intelecto humano llegue a reconocer que nunca podrá actuar en lugar del elevado espíritu, sin ocasionar los daños más graves y, por último, el hundimiento total. Este es el panorama que se presenta siempre en todo. Son los mismos acontecimientos en eterna repetición.

¡Ah si el hombre reflexionara sobre esto con tranquilidad y lucidez! Muy pronto le resultaría todo comprensible, y lo consideraría también como la cosa más natural.

Esta circunstancia hizo que, en el caso de los fundadores de iglesias y religiones, se corriera como una cortina sobre la gran simplicidad de la Palabra divina y se echara un tupido velo sobre toda posibilidad de comprender debidamente.

La humanidad no podía cargar con un lastre más terrible que esa limitación voluntaria, esa incapacidad de comprender cuanto se halla fuera de los límites terrenales, lo cual constituye la parte más extensa de cada acontecimiento. De hecho, todos los sucesos se encuentran literalmente por encima de su restringido horizonte.

¡Que el hombre intente luchar contra la impenetrabilidad de ese muro! Pronto se convencerá de la veracidad de las palabras del poeta: “Contra la estupidez, los mismos dioses luchan en vano”.

Ese espeso muro no puede ser traspasado más que por el mismo individuo y solo. Ha de hacerlo desde dentro, ya que desde dentro fue construido por los hombres. ¡Pero ellos no quieren!

A eso se debe que, hoy día, el fracaso sea general. Se mire adonde se mire, no se distingue más que un cuadro de desoladora confusión y de mucha miseria.

Y en la cúspide de ese montón de ruinas se halla, henchido de orgullo, petulante y vacío, el causante de ese inextricable caos: el “hombre moderno”, como gusta especialmente de denominarse a sí mismo, el “partidario del progreso”, que no ha hecho en realidad más que retroceder de continuo. En su afán de ser admirado, llega al extremo de asignarse el nombre de “materialista de ideas claras”. —

A todo esto hay que agregar también las muchas divergencias, el odio mutuo, cada vez más encarnizado, a pesar de la voluntaria esclavitud, que es común a todos. Ni los obreros, ni los patronos; ni el dinero, ni la falta de él; ni la Iglesia, ni el Estado, ni las distintas naciones tienen la culpa, sino que se ha llegado a este extremo únicamente por la equivocada actitud del mismo individuo.

Actualmente, hasta los llamados buscadores de la Verdad se encuentran muy raras veces sobre el verdadero camino. Nueve de cada diez no son sino fariseos que miran a sus semejantes con mirada altanera impregnada de crítica, al mismo tiempo que se atacan furiosamente entre sí. ¡Todo es falsedad! Llegará todavía el ineludible cumplimento de un terrible final, antes de que a algunos les sea dado despertar de ese sueño.

¡Aún es posible la enmienda para cada uno! Pero pronto será “demasiado tarde”, de una vez y para siempre, pese a todas las esperanzas de tantos creyentes, que viven en la falsa creencia de que será necesario un tiempo más o menos largo, según el estado del hombre mismo, para que se opere la indispensable depuración, pero que, finalmente, su camino habrá de volver a conducirlos a la Luz, a la eterna alegría, a la felicidad de la presencia de Dios.

Ese pensamiento es un agradable consuelo, pero es inexacto y no corresponde a la Verdad. —

Una vez más, abarquemos, con mirada clara y serena, los rasgos fundamentales de la creación y de los hombres, parte integrante de ella. Observad con todo detalle la ley originaria de las especies afines, tantas veces explicado por mí, junto con todas las consecuencias ineludibles y necesarias propias de los distintos acontecimientos:

La materialidad, que es semejante a un inmenso campo de siembra, describe un gigantesco ciclo en los límites más bajos de toda la creación, por ser el plano más pesado de todos. Habiendo partido como semilla originaria, fue evolucionando en continuo movimiento, condensándose más y más hasta constituir los astros que nos son visibles, entre los que se cuenta la Tierra. Dicho de otro modo: ha ido madurando hasta alcanzar el máximo florecimiento y fructuación propios de nuestra época, para después, al llegar a su sobremadurez, volver a desintegrarse por sí misma, según las leyes de la creación, y regresar al estado de semilla originaria, la cual, siguiendo su ciclo evolutivo, tendrá ocasión de crear nuevas combinaciones y dar lugar a nuevas formas.

Tal es la idea general vista tranquilamente desde las alturas.

De hecho, lo material no es otra cosa que materia destinada a ser moldeada y a formar envolturas, no pudiendo cobrar vida más que cuando queda impregnada de los elementos sustanciales inmateriales, más elevados que ella, la cual, al fundirse con éstos, se pone incandescente.

Esa fusión entre los elementos materiales y los elementos sustanciales inmateriales constituye la base de la evolución ulterior. Las almas animales también se forman de la sustancialidad.

Por encima de ambas subdivisiones fundamentales: la materialidad y la sustancialidad, se encuentra el plano más elevado de la creación: la espiritualidad, que constituye por sí sola una estructura única y exclusiva, como ya es sabido de mis auditores. De ella parten los gérmenes que quieren llegar a ser espíritus humanos conscientes.

Únicamente en el campo de siembra de la materialidad puede madurar ese germen espiritual hasta convertirse en espíritu humano consciente, del mismo modo que el trigo se transforma en madura espiga al germinar en el trigal.

No obstante, su introducción en el campo de siembra de la materialidad sólo es posible cuando ésta ha alcanzado un cierto grado de desarrollo, cuya constitución es lo que determina la capacidad de admisión de elementos espirituales, emplazados en el plano más elevado de la creación.

Ese estado fue alcanzado en la época en que apareció en la creación el cuerpo animal superdesarrollado, el cual ya no podía progresar más manteniéndose unido al alma animal procedente de la sustancialidad.

Una reproducción a escala reducida, una repetición de este gran acontecimiento cósmico, tiene lugar también, más tarde, de forma continua, en el nacimiento terrenal del alma humana, pues es precisamente en el hombre, colofón de la creación, es decir, el ser más sublime de todo lo creado, donde se reflejan todos los sucesos universales. Tampoco el alma humana puede introducirse en el cuerpo del niño en gestación hasta que éste alcance un estado de madurez perfectamente definido, y no antes. Ese necesario estado es el que deja libre el camino al alma para su introducción, la cual se realiza a la mitad de cada embarazo.

En los grandes acontecimientos cósmicos, ese tiempo de máximo desarrollo cae también en medio del ciclo evolutivo de la materialidad, es decir, a la mitad del mismo. Que el auditor considere esto con todo detalle.

Comoquiera que, una vez alcanzado ese punto, la sustancialidad del alma animal había dado también, en aquel entonces, el máximo rendimiento en lo referente al desarrollo del cuerpo material, ese estado fue precisamente el que dejó libre, automáticamente, el camino para la introducción del elemento espiritual, más elevado que lo sustancial.

Entonces, el germen espiritual, el más insignificante de entre todas las afinidades espirituales, pudo introducirse a su vez en la obra maestra más perfecta salida de las manos de la sustancialidad, correspondiente a un plano más inferior. Esa obra maestra fue el cuerpo animal en su máximo grado de desarrollo, alcanzado por la acción de dicha sustancialidad.

En el momento de realizarse su introducción, se hace cargo inmediatamente de la dirección, cosa natural por su elevada constitución, pudiendo así conducir al cuerpo en que habita y a todo su medio ambiente terrenal, a una evolución más avanzada, imposible de ser alcanzada por la sustancialidad. Como es lógico, al mismo tiempo va desarrollándose también el elemento espiritual.

Tal es, muy someramente expuesto, la idea general de todos los sucesos que tienen lugar en la creación. En conferencias posteriores hablaré de esto más detalladamente, especificando hasta lo más insignificante.

Retrocedamos hasta el instante de la introducción del germen espiritual humano en esta materialidad, es decir, hasta la mitad del ciclo evolutivo de la materialidad. Los animales superdesarrollados de aquel entonces, a los que se les designa hoy erróneamente “hombres primitivos”, se extinguieron. Solamente se ennoblecieron aquellos de sus cuerpos en los que se encarnaron gérmenes espirituales en lugar de almas animales sustanciales. Esos gérmenes espirituales fueron madurando mediante múltiples experiencias vividas, hicieron evolucionar al cuerpo animal hasta convertirlo en el cuerpo humano que hoy conocemos, y se extendieron por la Tierra formando razas y pueblos.

Vino, después, la gran caída en pecado. Fue la primera manifestación de la libre facultad de decidir propia de los gérmenes espirituales conscientes de sí mismos, y consistió en investir al intelecto de la supremacía sobre el espíritu, lo cual favoreció el desarrollo del pecado original, tan cargado de consecuencias, que muy pronto hizo brotar los inconfundibles frutos secos de la dominación del intelecto. El pecado original no fue más que el desarrollo unilateral del cerebro — consecuencia de la actividad unilateral del intelecto — que se trasmite continuamente, tal como es, por vía hereditaria. Ya he mencionado esta circunstancia repetidas veces, y con el tiempo, me referiré a ella de manera mucho más detallada. Seguro que también habrá hombres que, con ayuda de la dirección indicada, colaborarán gozosamente en la gran obra de esclarecer los hechos.

El ciclo evolutivo prosiguió ininterrumpidamente su trayectoria. Pero la descarriada humanidad provocó estancamiento y confusión en el indispensable progreso. En medio de ese caos, el pueblo de Israel cayó bajo la conocida y cruel dominación de los egipcios. La miseria y el ardiente deseo de libertad hicieron madurar más rápidamente a sus almas. Se adelantaron espiritualmente a todos los demás, porque, profundamente conmovidos interiormente, aprendieron a ver debidamente en su interior y en las almas de sus opresores.

Al darse perfecta cuenta de que ni lo terrenal ni la más viva sagacidad del intelecto podían servir de ayuda — con lo que también se percataron del vacío de sus almas — los ojos espirituales aprendieron a ver más profundamente, y, por último, poco a poco, fue surgiendo un concepto de la verdadera Divinidad más real y más sublime que todo lo concebido hasta entonces, y sus oraciones, impregnadas de dolor, volvieron a elevarse mucho más fervientes.

Por eso, el pueblo de Israel, que se había adelantado espiritualmente a todos los de su tiempo, pudo ser el escogido, ya que, en aquel tiempo, era el que poseía la visión más pura del concepto de la Divinidad, teniendo en cuenta, naturalmente, el estado de madurez que el alma humana poseía en aquella época.

La madurez espiritual no debe ser confundida con la ciencia adquirida, sino que habéis de tener siempre presente que una gran madurez espiritual es sinónimo de gran bondad de corazón.

La mayor madurez espiritual de los judíos de entonces los facultó para recibir, por medio de Moisés, la clara Voluntad de Dios expuesta en forma de leyes, las cuales constituyeron el tesoro más preciado, el mejor y más poderoso apoyo para la evolución ulterior.

Dado que los sucesos cósmicos se concentran siempre, con toda naturalidad, en el punto de máxima madurez, esa concentración se verificó entonces, poco a poco, en el seno de aquel pueblo humano — los Judíos — cada vez más maduro espiritualmente.

Ahora bien, tampoco deben confundirse aquí los sucesos cósmicos con los hechos terrenales de la historia universal, la cual tiene como campo de acción un plano muy alejado de los sucesos cósmicos propiamente dichos y, la mayoría de las veces, sólo refleja las consecuencias del mal uso que suele hacerse del libre albedrío del espíritu humano, el cual no hace más que arrojar muchas piedras sobre los sucesos reales, provocando así a menudo desviaciones pasajeras y confusiones terrenales.

El pueblo judío de aquel entonces iba a la cabeza de todos en cuanto a sus cultos religiosos, y, por razón de sus conceptos, era también el más próximo a la Verdad.

La consecuencia natural fue que, por la acción del efecto recíproco, la anunciación de una encarnación procedente de la Luz tuvo que llegar también por ese camino, porque, siendo el más justo, era también el que más cercano estaba. Los demás caminos, más alejados de la Verdad, no podían quedar libres para tales posibilidades, pues se perdían en un laberinto de errores.

Por otro lado, de acuerdo con la ley de atracción de las afinidades, indispensable para toda acción eficaz, era inevitable que un mensajero de la Verdad, procedente de la Luz, tomara, en el momento de su encarnación, el camino que más próximo estuviera a dicha Verdad, el que más lejos hubiera llegado en su semejanza con ella. Sólo esto ofrece el imprescindible apoyo y ejerce la correspondiente atracción, mientras que los equivocados puntos de vista repelen y obstruyen sistemáticamente el camino de acceso y venida de la Luz.

También aquí han de manifestarse, en toda su eficacia, la ley del efecto recíproco y la de las afinidades. Las leyes originarias abren o cierran un camino mediante sus efectos uniformes e ineludibles.

Pero, entretanto, al imponerse también en la religión de los Judíos el dominio del intelecto, y al desarrollarse un desmedido afán de bienes materiales, el pesado puño del Romano contribuyó de nuevo a que un reducido grupo conservara el verdadero conocimiento, a fin de que la Palabra pudiera cumplirse.

El germen espiritual sólo puede penetrar en una parte cósmica que guarde la debida relación con su naturaleza espiritual, que es superior aun cuando esté inacabada. Pero nunca podrá entrar en una parte cósmica aún demasiado inmadura, ni en otra madura en exceso, como lo es actualmente nuestro universo, en el que únicamente pueden vivir almas encarnadas ya varia veces. No otro es el proceso que siguió la encarnación de un mensajero de la Verdad procedente de la Luz. Su venida no podía efectuarse más que en el seno de la parte de la humanidad que presentase el mayor grado de madurez. Las condiciones de todas las leyes debían de cumplirse del modo más estricto tratándose de un mensajero de la divinidad. Así, pues, no podía nacer más que en un medio donde los conceptos reinantes fueran los más próximos a la Verdad.

Así como el germen espiritual no pudo entrar en la materialidad más que cuando la actividad de la sustancialidad hubo llegado a su punto máximo, donde había de imponerse una estagnación y, con ello, un retroceso si el germen espiritual no entrara en funciones, del mismo modo, antes de la venida de Cristo, la materialidad se encontraba en un estado tal que la espiritualidad no podía seguir adelante en medio de la confusión nacida del pecado original. El libre albedrío, inherente en lo espiritual, en lugar de fomentar el desarrollo de todo lo existente, había impedido que la creación evolucionara con vistas a la ascensión, tal como era deseado, orientando todas sus facultades exclusivamente hacia lo material a causa del culto rendido al intelecto.

Sin poseer libre albedrío, la sustancialidad había realizado a la perfección la evolución de la creación, de acuerdo por completo con las leyes naturales, es decir, conforme a la divina Voluntad del Creador. Lo espiritual, en cambio, dotado de libre albedrío, resultó inepto para ello, a causa del pecado original, y no produjo más que confusión y detenimiento en la evolución progresiva de la materialidad. El mal uso dado al poder que se le había confiado como cosa propia, para dirigir la divina fuerza creadora, imprescindible para la intensificación del proceso evolutivo de la materialidad madura, había de llevar a la decadencia en lugar de conseguir el máximo desarrollo. Por efecto del pecado original, el espíritu humano se opuso por la fuerza a toda evolución progresiva real, pues los descubrimientos terrenales hechos en el campo de la técnica no son, en realidad, un progreso en el sentido dado por Dios a los sucesos cósmicos. Por eso se hizo urgente la ayuda más rápida: la intervención del mismo Creador.

Cada siglo que pasara agravaría aún más ese infortunio, y, con el tiempo, se llegaría al extremo de quedar excluida toda posibilidad de un camino de acceso a la ayuda divina, ya que el dominio del intelecto habría ido atrofiando cada vez más la facultad de comprender las cosas espirituales y, no digamos, las divinas, hasta hacerlo completamente imposible. Habría faltado, entonces, la requerida base de anclaje para una encarnación procedente de la Luz.

De esa necesidad surgió el grandioso misterio divino de que Dios, por amor a la creación, hiciera el sacrificio de enviar a la Tierra una parte de la Divinidad para que se hiciera la luz entre los descarriados.

En la materialidad, lo sustancial cumplió su misión de fomentar el desarrollo de la creación, mientras que lo espiritual fracasó rotundamente a causa de los hombres. Peor aún: empleó con fines completamente distintos el poder de decidir que se le había confiado, convirtiéndose así en enemigo de la Voluntad divina mediante la propia fuerza de ésta, concedida a lo espiritual para hacer uso de ella. El hombre mismo puede imaginarse la magnitud de semejante culpa.

El nacimiento de Cristo fue un acto de amor divino hacia la creación entera, que corría el peligro de ser aniquilada por el descarriado espíritu humano.

Eso trajo también consigo que la parte divina encarnada entonces en Jesús de Nazaret hubiera de regresar íntegramente al Padre, como tantas veces insistió el mismo Cristo. Tenía que volver a ser uno con El.

Sólo por el mensaje de Cristo quedaron abiertas las puertas del Paraíso para los espíritus humanos maduros. La posibilidad de divisar claramente el camino hacia allí no se había dado hasta entonces. Ese mensaje, como todo mensaje divino y toda palabra de la Verdad luminosa, iba dirigido tanto a los hombres terrenales como a los moradores del más allá.

Entonces fue cuando los hombres oyeron hablar no sólo de la rigurosidad de las leyes, sino también de un amor que, hasta ese momento, no habían sido capaces de comprender, pero que, a partir de entonces, debía ser cultivado dentro de ellos. Bien entendido, mediante ese mensaje de amor no quedaron derogadas las leyes, sino que fueron completadas. Debían permanecer en vigor como sólida base, pues sus efectos estaban inherentes en ese amor.

Más tarde, también se intentó edificar sobre esas palabras del Hijo de Dios, pero ya quedaron expuestos, al principio de mi conferencia, los errores nacidos a raíz de las múltiples y falsas suposiciones.

Pongámonos a considerar, una vez más, los hechos de la historia de la cristiandad. Se puede sacar de ahí las mejores enseñanzas y, al mismo tiempo, arrojar rayos de luz sobre todas las religiones. En todas partes encontramos los mismos defectos.

Sin excepción ninguna, todo mensajero de la Verdad — grande o pequeño — ha tenido que sufrir los sarcasmos, el menosprecio, las persecuciones y ataques de sus “queridos” contemporáneos, los cuales, como viene sucediendo actualmente, se consideraban demasiado inteligentes y sabios como para aceptar la explicación de la Voluntad del Creador dada a través de Sus mensajeros, máxime teniendo en cuenta que éstos nunca han procedido de las altas escuelas de la humanidad.

Explicar en qué consiste la Voluntad divina no es, en el fondo, más que exponer la marcha de los acontecimientos en el seno de la creación, en la cual viven los hombres como parte integrante de la misma. Pero conocer la creación es el todo, y el que la conozca podrá beneficiarse, con toda facilidad, de cuanto ella ofrece y encierra. A su vez, esa facultad de utilización le proporcionará toda clase de ventajas. De este modo, pronto se percatará del verdadero fin de la existencia, lo cumplirá y, dando impulso a todo, ascenderá hacia la Luz para su propia alegría y para bendición de su medio ambiente.

Sin embargo, los hombres se burlaron despóticamente de todo mensajero y, con ello, del propio mensaje. Ni una sola vez fue bien acogido, por mucho bueno que haya hecho. Siempre fue motivo de escándalo, lo que se explica natural y sencillamente por la hostilidad del intelecto frente a todo lo divino, hostilidad que queda demostrada por los mismos hechos. Cristo resumió claramente esta circunstancia en el relato del viñador que envió a sus criados para que los arrendatarios les diesen los frutos de la viña. En lugar de eso, sus criados fueron afrentados y golpeados, y, burlándose de ellos, fueron devueltos con las manos vacías.

Se pretende quitar valor a este relato diciendo que sólo se trata de una parábola. Con gran complacencia, los hombres gustan siempre de ponerse a sí mismos al margen de estos hechos, como si no se refiriesen a ellos, o bien sienten la necesidad de aclarar que Dios premia a Sus mensajeros por los sufrimientos padecidos, en lugar de ver en tal proceder un crimen por parte de la humanidad, crimen no deseado por Dios.

Comoquiera que el intelecto precisa de oropeles y fruslerías para encubrir la estrechez de su horizonte, que, de otro modo, resaltaría demasiado, se afana obsesionadamente en despreciar la simplicidad de la Verdad, ya que ésta puede resultarle peligrosa. Necesita tintineantes cascabeles para el gorro que lleva puesto: muchas palabras altisonantes para concentrar sobre él la atención general. Pero el desprecio de la estricta simplicidad de la Verdad ha tiempo que se ha convertido en una obsesión. Cascabeles más y más tintineantes son colgados de ese imprescindible y multicolor gorro de bufón, los cuales deben sonar cada vez más fuerte, mediante convulsivos saltos y contorsiones, para poder mantenerse algún tiempo más sobre el trono usurpado.

Pero semejantes saltos se han convertido ya, en los últimos tiempos, en una danza de desesperación, que muy pronto llegará a ser la última danza de la muerte. Los esfuerzos son cada vez más grandes, tienen que serlo, porque el vacío va trasluciéndose más y más a través de todo ese tintineo. Y al dar el formidable salto que se está preparando — el más grande de todos — el gorro multicolor caerá definitivamente de la cabeza.

Surgirá, entonces, radiante y tranquilizadora, la corona de la Verdad desnuda puesta en el sitio que sólo a ella le corresponde.

Los buscadores serios, completamente desorientados por todo ese grotesco verbalismo puesto a un nivel tan difícil de comprender, hallarán por fin un sólido punto de apoyo, un sostén al que dirigir su mirada. Sin ningún esfuerzo, podrán comprender toda la Verdad, mientras que, hasta el presente, sólo para descubrir una pequeña partícula se requiere un inmenso esfuerzo.

¡Volvamos a la simplicidad en el pensar! Pues de no ser así, nadie podrá comprender lo grande en su totalidad, por lo que tampoco podrá alcanzarlo nunca. ¡Pensad sencillamente como niños! Ese es el sentido de las grandes palabras: “Si no os volvéis como niños, no podréis entrar en el reino de Dios”.

El camino que lleva hasta allí no podrá ser descubierto nunca con la complicada mentalidad de hoy día. Tampoco las iglesias y las religiones son, por el momento, de otra índole. Cuando se dice allí que los sufrimientos ayudan a la ascensión y que, por consiguiente, son gracias de Dios, se admite una brizna de Verdad, pero gravemente deformada por un cierto eufemismo, ¡pues Dios no desea sufrimientos para Su pueblo! ¡Sólo quiere alegría, amor, felicidad! El camino que discurre dentro de la Luz no puede ser de ningún otro modo. El camino que lleva a la Luz tampoco está sembrado de piedras, a no ser que sean puestas por el hombre.

La brizna de Verdad contenida en la doctrina de los sufrimientos es que mediante éstos puede ser expiada alguna que otra culpa. Pero esto no tiene validez más que si el hombre reconoce conscientemente ser merecedor de tales sufrimientos. Ese fue el caso del buen ladrón implorando junto a la cruz.

Actualmente, todo el mundo lleva una vida absurda, incluso aquellos que tan competentemente hablan de la redención kármica. Incurren en errores por el hecho de que tales cuestiones son mucho más complejas de lo que creen esos que pretenden ser sabios. Pues las repercusiones de un karma no siempre equivalen también a redenciones, hecho este que cada uno debe tener siempre en cuenta. En casos semejantes, puede suceder, por el contrario, que la caída sea aún más profunda.

Pese al efecto retroactivo de la culpa, la ascensión depende exclusivamente de la postura interior adoptada por cada hombre. Según sea la_ dirección dada al gran timón que lleva dentro de sí — ya sea hacia arriba, en línea horizontal, o hacia abajo — así será también — y no de otra manera — el rumbo que seguirá a pesar de todas las experiencias vividas.

Aquí se muestra que el hombre no es, ni puede ser, un juguete, sino que está obligado a trazarse el camino a seguir, por la sola acción de la fuerza de su libre albedrío. En lo que a esto se refiere, ese albedrío permanece siempre libre hasta el último momento. Ahí sí que cada hombre es verdaderamente dueño de sí mismo, si bien ha de contar también con las ineludibles consecuencias de su proceder, las cuales serán de la misma condición que las direcciones tomadas y le conducirán hacia arriba o hacia abajo.

Si orienta su timón hacia arriba, con conocimiento de causa y firme voluntad, los perniciosos efectos retroactivos llegarán a él cada vez en menor cantidad, hasta el extremo de influir en él sólo simbólicamente, pues sus elevadas aspiraciones le habrán alejado ya de los bajos fondos de las repercusiones nefastas, aun cuando todavía se encuentre en la Tierra. No es absolutamente necesario que un hombre tenga que sufrir si aspira a la Luz.

Quitad, pues, la venda de vuestros ojos, que fue puesta para evitaros temblar ante el abismo abierto desde hace ya mucho tiempo. Una tranquilidad provisoria no supone un fortalecimiento, sino que es tan solo pérdida de un tiempo que nunca más podrá ser recuperado.

Nunca se había dado la debida explicación y la razón de ser de los sufrimientos terrenales. Por eso han venido empleándose como narcótico eufemismos trasmitidos irreflexivamente y de continuo a los afligidos, mediante palabras más o menos acertadas. ¡Inmensa falta esta debida a la estrechez de miras de todas las religiones!

Y si alguna vez un buscador, en el colmo de la desesperación, exige una respuesta demasiado concreta, entonces, todo lo no comprensible es relegado, sin más ni más, al dominio de los misterios divinos. Ese es el puerto de salvación al que tienen que concurrir todos los caminos de las cuestiones no resueltas. Pero con eso revelan inconfundiblemente que son caminos falsos.

Todo camino justo posee también un final claramente definido, no puede ir a parar a impenetrables espesuras. Valerse de los “inescrutables caminos de Dios” para dar una explicación, es encubrir una ignorancia manifiesta. Para los hombres, no tiene por qué existir ningún misterio en la creación; no debiera existir ninguno, pues Dios quiere que Sus leyes, que ejercen su actividad en la creación, sean bien conocidas de la humanidad, para que, rigiéndose por ellas, pueda completar más fácilmente su periplo a través del universo y cumplir su misión sin perderse por los caminos de la ignorancia.

Pero uno de los conceptos más fatales sigue siendo el considerar que el monstruoso crimen cometido contra el Hijo de Dios fue un sacrificio expiatorio necesario para la humanidad.

¡Cómo es posible pensar que ese brutal asesinato del Hijo podría desenojar a un Dios!

Al no poderse encontrar una explicación lógica para puntos de vista tan extraños, se recurrió de nuevo, para salir del apuro, al ardid de esconderse detrás del muro protector — tantas veces empleado — del misterio divino, es decir, considerándolo como un suceso que nunca puede llegar a ser comprendido por el hombre.

Y, sin embargo, ¡cuán claro es Dios en todo lo que hace! ¡Es la claridad misma! Ahora bien, El creó la naturaleza por propia Voluntad, de donde se deduce que lo natural ha de ser también lo justo, puesto que la Voluntad de Dios es perfecta en todos los aspectos.

Para todo hombre sensato, el sacrificio expiatorio de la cruz debe ser considerado como contrario a la naturaleza, porque también es injusto a los ojos del inocente Hijo de Dios. En este caso, no hay escapatoria posible. Lo mejor es que el hombre se limite a confesar abiertamente que semejante cosa es efectivamente inconcebible. Ya puede hacer todos los intentos que quiera: nunca llegará a una conclusión, y, en tal caso, ya no podrá comprender a Su Dios. ¡Pero Dios quiere ser comprendido! Y puede serlo también, pues la expresión de Su Voluntad reposa notoriamente en la creación y no se contradice jamás. Sólo el hombre se esfuerza en introducir cosas incomprensibles en sus investigaciones religiosas.

El edificio tan penosamente erigido como sostén de esa errónea idea fundamental de que la crucifixión fue un necesario sacrificio expiatorio, se viene abajo por las palabras del mismo Salvador, pronunciadas en aquel entonces mientras Le crucificaban: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!”.

¿Habría sido necesaria esa rogativa, si la crucifixión debiera ser un sacrificio indispensable para la reconciliación? “¡No saben lo que hacen!” : estas palabras son una acusación de las más graves, una clara indicación de que era erróneo lo que hacían, y de que ese acto no era más que un vulgar crimen.

¿Habría orado Cristo en Getsemaní para que fuera alejado de El el cáliz del sufrimiento, si Su muerte en la cruz hubiera sido un sacrificio necesario? ¡Nunca! ¡Cristo no lo habría hecho jamás! Pero El sabía que esos tormentos que Le esperaban eran únicamente una consecuencia del libre albedrío de los hombres, y de ahí Su plegaria.

En el curso de dos mil años, se ha venido pasando por alto ciegamente este hecho, aceptando sin reflexión la versión más inverosímil.

Es penoso tener que escuchar, una y otra vez, la opinión de que los preferidos de entre los actuales discípulos de Jesús — hombres y mujeres adolezcan, como gracia especial, de sufrimientos corporales tales como, por ejemplo, los “estigmas”.*

Naturalmente que todo eso procede de la falsa interpretación dada a los padecimientos terrenales de Cristo. No podía esperarse de ahí otra cosa. Pero aún he de mencionar las graves consecuencias que pueden derivarse de ello.

¡Cuánta falta de reflexión y qué ruin servilismo son necesarios para imaginarse al Creador todopoderoso obrando de tal suerte! No cabe duda de que es la más punible denigración de la sublime Divinidad, para cuya representación esencial lo más hermoso no es suficientemente bello, y lo mejor no es bastante bueno para acercarse en algo a la realidad. ¿Y a ese Dios tan grande se Le cree capaz de exigir que el ser humano, creado por El, se retuerza de dolor ante El cuándo le colme de gracias?

* Llagas

¡Cómo va a resultar de eso una ascensión!

Los hombres se imaginan a su Dios tal como ellos quieren que sea, Le imponen la dirección que debe seguir Su Voluntad. ¡Y, ay, si no es tal como ellos pretenden! Será vituperado sin más, como se vitupera y combate a los que osan considerar a Dios mucho más grande y sublime. No existe grandeza ninguna en los actuales conceptos humanos. Al contrario: sólo dan testimonio de una fe inquebrantable en su propio valer. Para obtener el favor humano, todo un Dios ha de mendigarlo y hubo de permitir que Su Hijo, enviado por El en aquel tiempo para proporcionar ayuda mediante el mensaje salvador, Le fuera devuelto, de las manos ensangrentadas de los hombres, cubierto de escarnios e insultos, martirizado y atormentado.

¿Y todavía se pretende afirmar actualmente, que todo eso fue un sacrificio que Dios tuvo que hacer necesariamente, siendo así que el mismo Cristo, en medio de Sus sufrimientos y desesperado por completo ante tanta ceguera, gritó: ¡No saben lo que hacen!?

¿Pero es que existe aún una posibilidad de conducir a la humanidad por el recto sendero? Los más terribles sucesos siguen siendo todavía demasiado ineficaces para tal fin. ¿Cuándo se dará cuenta el hombre, por fin, de cuán profundamente se ha hundido? ¡Qué vacías y vanas son las ilusiones que se ha forjado!

Pero basta profundizar un poco más, para descubrir el incrustado egoísmo en su forma más pura. Si bien se habla hoy por doquier, con palabras altisonantes, de buscar a Dios, no se trata más que de una nueva gran hipocresía revestida de la habitual vanidad, en la que falta absolutamente un sincero deseo de alcanzar la pura Verdad. Sólo se busca el propio endiosamiento: nada más que eso, Nadie se molesta formalmente en tratar de comprender a Dios.

Con sonrisas imbuidas de superioridad, echan a un lado la simplicidad de la Verdad sin prestarle atención, pues se estiman demasiado sabios, demasiado importantes y grandes como para que su Dios pueda ocuparse de cosas sencillas. Debe hacerles el honor de ser mucho más complicado; pues, de lo contrario, no merecería la pena de creer en El. Según su punto de vista, ¿cómo puede apreciarse algo que es fácilmente comprensible para cualquier iletrado? Eso no merece ser considerado como grande. Uno ya no puede ocuparse de ello hoy sin correr el peligro de hacer el ridículo. Esas cosas sólo son para los niños, las viejas y los incultos; no tienen valor ninguno para los hombres de un intelecto tan desarrollado y de una inteligencia como la que poseen actualmente los seres cultivados. ¡Que el pueblo se ocupe de ello! La ciencia y la cultura sólo pueden medir la importancia de una materia por la dificultad de comprensión que ella presente.

¡Pero ignorantes son los que así piensan! Ya no son dignos ni de recibir una sola gota de agua de manos del Creador por mediación de la creación.

Por la restricción de su entendimiento, se han privado de la posibilidad de reconocer la cegadora grandeza que reside en la simplicidad de las leyes divinas. Son literalmente incapaces de ello. Dicho en buen castellano: están demasiado idiotizados por la atrofia parcial de su cerebro, que llevan consigo desde el momento de su nacimiento hasta nuestros días, como trofeo de su más grande conquista.

Es un acto de gracia del Creador que les deje perecer en el edificio que ellos erigieron, pues adondequiera que se mire no se descubre más que hostilidad contra Dios; todo está adulterado por la enfermiza locura de grandeza de los hombres intelectuales, cuya ineptitud se manifiesta en todas partes.

¡Y esta situación viene acentuándose desde milenios! Trajo consigo el inevitable envenenamiento de iglesias y religiones, pues es el corrosivo emanado de las ineluctables consecuencias del pecado original, por el que el hombre eligió sin reservas la hegemonía del intelecto.

Y esa falaz hegemonía engañó continuamente a sus esclavizados seres humanos en todo lo referente a lo divino e incluso a lo espiritual.

¡El que no consiga liberarse derrocando ese trono erigido dentro de sí, habrá de perecer con él!

Ya no se puede hablar de la pobre humanidad, pues es conscientemente culpable, tanto como jamás criatura alguna lo ha sido. Las palabras: “¡Perdónalos porque no saben lo que hacen!” ya no tienen validez para la generación actual. Los hombres ya han tenido más de una ocasión de abrir ojos y oídos. Obran con plena conciencia de sus actos y, por tal razón, todos los efectos retroactivos habrán de alcanzarlos plenamente y sin restricción.

Cuando se cierre el círculo de todos los acontecimientos pasados y presentes, habrá llegado, para esta parte cósmica, el tiempo de la siega, de la cosecha y de la selección. A lo largo de la existencia de toda la materialidad, nunca, hasta ahora, ha tenido lugar un acontecimiento semejante.

* * *








EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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