66. ¡PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN!
¡QUIÉN
NO CONOCE estas palabras, tan significativas, pronunciadas por el Hijo
de Dios pendiente de la cruz! Fue una de las más hermosas plegarias
intercesoras que jamás haya sido pronunciada. Precisa y clara. Y, a pesar de
todo, al cabo de dos mil años, el hombre sigue sin comprenderlas. Se les ha
dado una interpretación unilateral,
únicamente en la dirección que más
agradable les parecía a los hombres. Ni uno solo ha habido que haya alzado su
voz en pro del verdadero sentido, para lanzarlo abiertamente a la cara de la
humanidad, especialmente a los cristianos.
Pero no es eso solamente. Todos los impresionantes acontecimientos habidos durante la
existencia terrenal del Hijo de Dios, han salido a la luz cargados de errores,
a consecuencia del carácter unilateral de las transmisiones. Ahora bien, esos
defectos no son propios exclusivamente del cristianismo, sino que se encuentran
en todas las religiones.
Es comprensible que los discípulos pusieran en primer
plano, destacándolo sobre todo lo demás, la personalidad de su maestro e
instructor, máximo cuando fue sacado de entre ellos de modo tan brutal como
inesperado, para quedar expuesto a los peores sufrimientos, así como a los
sarcasmos más groseros y, por último, al martirio más cruel, El que era la
inocencia misma.
Semejantes cosas se grabaron profundamente en aquellas
almas, que tuvieron ocasión de conocer a su maestro en su forma más ideal
durante su vida en comunidad con El, y contribuyeron a que los rasgos
personales fueran antepuestos a cualquier otro pensamiento. El hecho en sí es
perfectamente comprensible. Pero la sagrada misión
del Hijo de Dios era Su Palabra, portadora de la Verdad emanada de las
alturas luminosas, y ella debía mostrar a la humanidad su camino hacia la Luz,
ese camino cerrado hasta entonces, porque el estado espiritual alcanzado por
los hombres en el curso de su evolución no permitía seguirlo.
Los sufrimientos infligidos por los hombres a ese gran
mensajero de la Verdad constituyen un hecho completamente aislado.
Ahora bien, eso que era tan natural y admisible para los
discípulos, fue origen de graves errores en la religión ulterior. El objeto del mensaje divino quedó relegado
a un plano muy secundario, quedando en primer término el culto a la persona del
mensajero de la Verdad, culto que Cristo nunca quiso.
A eso se deben, pues, las lagunas que se ponen en evidencia
en el cristianismo, las cuales amenazan arrastrar todo al hundimiento total, si
esos errores no son reconocidos a tiempo, rectificándolos con valentía y
confesándolos abiertamente.
Esas lagunas no podrán menos que salir a la luz en cuanto
se consiga un progreso real, por pequeño que sea. Entonces, mejor que tratar de
eludirlas será atacarlas intrépidamente. ¡Por qué no ha de ser iniciada la
purificación por los mismos líderes, animosos y alegres, con la mirada puesta
en la inmensa Divinidad! Con profundo agradecimiento, liberados de una opresión
ciertamente experimentada pero nunca reconocida hasta el momento, masas
ingentes de seres humanos obedecerían a la llamada que conduce a la luz de la
gozosa convicción.
Siguiendo la costumbre de aquellos hombres que se sometieron ciegamente al ilimitado poder
dominador de su propio intelecto, reduciendo así considerablemente su capacidad
de comprensión, se atribuyó a la vida terrenal de Cristo el mismo valor que a
Su misión. Los hombres se ocupan de las relaciones familiares y de los
acontecimientos terrenales con mayor interés incluso que del fin fundamental de
Su venida, que consistió en dar a los seres humanos maduros la explicación de
todos los sucesos que tienen lugar realmente
en la creación, la única en que está contenida la Voluntad divina,
entretejida en ella y proclamada para ella.
La aportación de esa Verdad, desconocida hasta entonces,
hizo necesaria por sí sola la venida
de Cristo a la Tierra. Ninguna otra cosa lo motivó, pues sin conocer
debidamente la Voluntad de Dios impuesta en la creación, nadie puede encontrar
— y mucho menos seguir — el camino de la ascensión al reino luminoso.
En lugar de aceptar simplemente estos hechos tal como son,
en lugar de profundizar en el mensaje y
vivir de acuerdo con él, como el
mensajero de la Verdad repitió y exigió insistentemente, los fundadores de las
religiones e iglesias cristianas pusieron como base más fundamental un culto personal, que obligaba a dar a los
padecimientos de Cristo un significado completamente distinto de la realidad.
¡Lo necesitaban para
ese culto! De ahí que, siguiendo el curso natural de su desarrollo
posterior, acabara por surgir un error tras de otro, lo que constituiría, para
muchos hombres, un obstáculo que haría imposible, en absoluto, llegar a
descubrir aún el verdadero camino.
Por sí sola, la falsa estructura fundamentada en la falta de objetividad trajo consigo el comienzo de la tergiversación
de todos los eventos. La imparcialidad puramente objetiva hubo de sucumbir en
el mismo instante en que el culto principal adquirió un carácter netamente
personal. De ahí nació la tendencia a considerar la misión del Hijo de Dios
como reducida fundamentalmente a la vida
terrenal. En realidad, ese concepto llegó, incluso, a ser una necesidad.
Que tal proceder era equivocado,
lo demostró el mismo Cristo a lo largo de toda Su actividad. Más de una vez
rechazó, clara y tajantemente, todo cuanto hacía referencia a Su persona. En
todas Sus palabras y obras mencionaba a Dios Padre, cuya Voluntad El cumplía, y
en cuya fuerza El se encontraba y actuaba. Enseñó que los hombres debían
aprender ante todo a elevar su mirada a Dios
Padre; pero nunca habló de Si mismo en tales ocasiones.
Y, dado que Sus palabras no fueron atendidas, no pudo
evitarse que se acabara por
conceptuar los sufrimientos de Cristo como
algo indispensable y querido por
Dios, llegándose incluso a tildarlos de ser
la razón fundamental de Su venida a
la Tierra. Así, pues, según esos puntos de vista, resulta que Cristo descendió
de las alturas luminosas con el único fin de padecer en la Tierra.
Ahora bien, comoquiera que El no echó sobre Sí culpa ninguna, no quedaba más que una solución
para justificar Sus sufrimientos: había que cargarle con los pecados de otros
para que los expiara en su lugar.
¿Qué otra cosa quedaba hacer que no fuera seguir edificando
así sobre los cimientos construidos?
Además, el afán de valorarse a sí mismo en más de lo que se
es verdaderamente — mal que ya no nos es desconocido y del cual adolece toda la
humanidad — proporcionó la fuerza sustentadora y el terreno propicio para tales
doctrinas. Ese mal es consecuencia de aquel gran pecado contra el Espíritu,
pecado del que ya he hablado muchas veces con gran amplitud. Mediante la
exagerada valoración del intelecto, el hombre no puede llegar a conocer más que
a sí mismo, pero no a su Dios, pues con su proceder ha cortado todos los
puentes que conducían a Él. Sólo alguno que otro ha conseguido mantener en pie,
aquí y allá, ruinosas pasarelas hacia la espiritualidad; pero esas pasarelas
dejan entrever muy poco solamente, nunca pueden
llevar hasta el conocimiento. Por eso
es que nadie puede concebir el acertado y natural pensamiento de considerar los padecimientos terrenales de
Cristo como un hecho aislado, independiente por completo del mensaje divino. Por
eso nadie reconoce que esos insultos, persecuciones (y martirios fueron
efectivamente delitos graves y monstruosos. Es una nueva y gran sinrazón presentarlos
bajo el tendencioso aspecto de una necesidad.
Cierto que esos sufrimientos y la muerte en la cruz merecen
la radiante aureola de una gloria sin par, ya que el Hijo de Dios, a pesar de
la mala acogida prestada por los hombres ávidos de poder y de venganza —
acogida que ya era de prever desde el momento de la profunda caída en el pecado
original —, no se arredró, sino que, pese a todo, por amor a los hombres justos
— muy pocos por cierto —, trajo a la Tierra el mensaje de la Verdad, que tan
necesario era.
Esa acción es tanto más de apreciar cuanto que, en
realidad, sólo una pequeña parte de la humanidad estaba deseosa de salvarse
gracias a Él.
Pero es un nuevo sacrilegio contra Dios querer justificar,
mediante falsas hipótesis, los crímenes cometidos en aquel entonces por la
humanidad, pretendiendo que los hombres no eran más que instrumentos de unos
hechos que habían de cumplirse necesariamente.
A causa de esta inexactitud,
ha surgido en muchos pensadores la
incertidumbre respecto a las consecuencias de la forma de obrar de Judas
Iscariote. Tienen toda la razón para pensar así, pues si la crucifixión fuera
una necesidad para la humanidad, Judas no habría hecho, con su traición, más
que facilitar el instrumento apropiado, por lo que, en realidad, no debería ser
considerado como culpable desde el punto de vista espiritual. Pero la realidad
de los sucesos que tuvieron lugar echa por tierra todas esas divergencias de
ideas, cuya existencia no demuestra otra cosa que la necesaria falsedad de las
hipótesis mantenidas hasta ahora. Pues donde reina la Verdad no tienen cabida esas cuestiones inexplicables, ya que los
acontecimientos absolutamente naturales pueden ser examinados por todos los lados sin tropezar con ningún
obstáculo.
Ya es hora de tener el valor de reconocer que ese afán de
disculparse no es más que una cobardía encubierta por la astucia del intelecto
atado a la Tierra — el peor enemigo de todo lo que pueda alzarse sobre él, como claramente se manifiesta
siempre en los seres serviles — o bajo la capa de una sobrevaloración personal
brotada de la misma fuente. Verdad es que resulta muy hermoso imaginarse ser
tan altamente estimado, que todo un Dios luche a nuestro favor, tomando sobre
Sí todos los padecimientos, con el único fin de ofrecer al hombre, ese ser
insignificante, un puesto de honor en el divino reino de la alegría.
Tal es, sin rodeos y escuetamente dicho, la realidad del punto de vista fundamental.
Ese es el aspecto que presenta cuando, con mano firme, se deja su forma al
desnudo despojándola de todas sus apariencias.
No creo necesario mencionar que semejante concepción sólo
pudo provenir de la más reducida limitación de la facultad de comprender los
eventos supraterrenos. Como siempre, se trata de una de las graves
consecuencias de la glorificación del intelecto terrenal, el cual impide toda
visión amplia y libre. La idolatrización del intelecto ha ido extendiéndose de
manera natural y continua después de la primera caída en pecado, llegando a
convertirse en el poderoso Anticristo terrenal, o, dicho más claramente aún, en
la fuente de todo lo antiespiritual. Puede
verse esto hoy día con toda claridad adondequiera que se mire. No se requiere a
tal respecto una vista muy perspicaz.
Y, comoquiera que lo espiritual constituye por sí solo el puente que conduce al
acercamiento y a la comprensión de todo lo divino, resulta que la imposición de
la soberanía del intelecto terrenal, de que tanto se enorgullecen todas las
ciencias actuales, no es más que una declaración
de guerra contra Dios, hecha abiertamente.
Pero no sólo las ciencias, sino también toda la humanidad, se mueven hoy bajo el
mismo signo. Incluso el que se denomina “buscador serio” lleva consigo esa
ponzoña.
Por lo tanto, no es nada inconsecuente que también la
Iglesia posea una buena dosis de ese veneno. De aquí que, en las
interpretaciones y transmisiones de las palabras del Salvador, se hayan
infiltrado muchas cosas cuyo origen reside únicamente en la astucia terrenal
del intelecto.
Esa es también la serpiente siempre dispuesta a seducir a los hombres,
contra la cual advierte la Biblia en sus relatos. Esa serpiente de la
astucia intelectual — sólo ella — es la que pone a cada uno de los hombres ante
la engañadora alternativa: “¿Habrá dicho Dios…?”
Tan pronto como se deje a la serpiente, es decir, al
intelecto solo, la facultad de decidir en todo momento elegirá, como muy bien
se indica en, la Biblia, todo lo que sea
contrario o esté alejado de Dios: lo
puramente terrenal, lo de muy baja condición, a lo cual pertenece, como su flor
más preciada, el mismo intelecto. Por eso es incapaz de comprender lo que
corresponde a un plano superior.
El hombre fue dotado de intelecto para que hiciera de contrapeso durante cada
existencia terrenal, y tirara hacia abajo del elemento
espiritual, tan inclinado a elevarse, a fin de no dejarle flotar exclusivamente
en alturas espirituales, desatendiendo así sus deberes en la Tierra. El
intelecto debía servir también para facilitar toda existencia terrenal, pero,
sobre todo, para infundir en las pequeñeces de la Tierra ese poderoso impulso
hacia lo elevado, hacia lo puro y perfecto, que está inherente en el espíritu desde sus primeros orígenes como su
característica más personal, y que debía manifestarse visiblemente en los
sucesos propios de la materialidad física. El intelecto estaba llamado a ser el
ayudante del espíritu, o sea, su servidor, y no el encargado de decidir y
dirigir todo. Debía contribuir a crear posibilidades físicas, es decir,
materiales, para la realización de las tendencias espirituales. Debía ser el
instrumento y el lacayo del espíritu.
Pero, si se le encomienda a él solo toda decisión, como es el caso hoy día, deja de ser ese
contrapeso, esa ayuda, y, en cada decisión, pone en los platillos de la balanza
únicamente su propio peso, lo que,
naturalmente, tiene que dar como resultado una tendencia exclusivamente descendente, puesto que tira hacia abajo.
No podía suceder otra cosa, ya que pertenece a la materialidad y se mantiene
fuertemente ligado a ella, mientras que lo espiritual procede de arriba. Así,
pues, en vez de ayudar al espíritu tendiéndole una mano para confortarlo y
engrandecerlo, rechaza la vigorosa mano que le tiende el espíritu, y prescinde
de ella en cuanto todo queda a merced suya. No podía ser de otro modo, ya que
se comporta de acuerdo con las leyes de su propia constitución.
Pero, bien entendido, el intelecto terrenal se convierte en
enemigo del espíritu sólo cuando es
puesto por encima de él, y no antes.
Pues si, conforme a lo dispuesto por la Voluntad del Creador, permanece bajo el dominio del espíritu, continúa
siendo un fiel servidor digno de ser muy apreciado
como tal. Pero si, en contra de las leyes naturales, se le asigna un puesto
que no le corresponde, la consecuencia inmediata será oprimir a todo cuanto
pueda hacer peligrar su mantenimiento en el trono usurpado. Cerrará
automáticamente las puertas que, de permanecer abiertas, arrojarían luz sobre
sus defectos y sobre su reducida capacidad comprensiva.
Tal es la imagen de las acciones de los hombres, los cuales, en condiciones ordenadas y bajo la
dirección de un ser competente, ven aumentar su poder, lo sobreestiman y, al
sobrevenir la decadencia a causa de su incapacidad para alcanzar lo elevado,
sumen a un pueblo en la necesidad y en la miseria. Y si esos tales nunca
reconocen sus errores y procuran siempre echar al pasado las culpas de su
propia insuficiencia, en vez de echárselas a sí mismos o a otros, cuánto más
imposible será que el intelecto humano llegue a reconocer que nunca podrá
actuar en lugar del elevado espíritu, sin ocasionar los daños más graves y, por
último, el hundimiento total. Este es el panorama que se presenta siempre en
todo. Son los mismos acontecimientos en eterna repetición.
¡Ah si el hombre reflexionara sobre esto con tranquilidad y
lucidez! Muy pronto le resultaría todo comprensible, y lo consideraría también
como la cosa más natural.
Esta circunstancia hizo que, en el caso de los fundadores
de iglesias y religiones, se corriera como una cortina sobre la gran
simplicidad de la Palabra divina y se echara un tupido velo sobre toda
posibilidad de comprender debidamente.
La humanidad no podía cargar con un lastre más terrible que
esa limitación voluntaria, esa incapacidad de comprender cuanto se halla fuera
de los límites terrenales, lo cual constituye la parte más extensa de cada
acontecimiento. De hecho, todos los sucesos se encuentran literalmente por encima de su restringido horizonte.
¡Que el hombre intente luchar contra la impenetrabilidad de
ese muro! Pronto se convencerá de la veracidad de las palabras del poeta:
“Contra la estupidez, los mismos dioses luchan en vano”.
Ese espeso muro no puede ser traspasado más que por el
mismo individuo y solo. Ha de hacerlo desde dentro, ya que desde dentro fue
construido por los hombres. ¡Pero ellos
no quieren!
A eso se debe que, hoy día, el fracaso sea general. Se mire
adonde se mire, no se distingue más que un cuadro de desoladora confusión y de
mucha miseria.
Y en la cúspide de ese montón de ruinas se halla, henchido
de orgullo, petulante y vacío, el causante de ese inextricable caos: el “hombre
moderno”, como gusta especialmente de denominarse a sí mismo, el “partidario
del progreso”, que no ha hecho en realidad más que retroceder de continuo. En
su afán de ser admirado, llega al extremo de asignarse el nombre de
“materialista de ideas claras”. —
A todo esto hay que agregar también las muchas
divergencias, el odio mutuo, cada vez más encarnizado, a pesar de la voluntaria
esclavitud, que es común a todos. Ni los obreros, ni los patronos; ni el
dinero, ni la falta de él; ni la Iglesia, ni el Estado, ni las distintas
naciones tienen la culpa, sino que se ha llegado a este extremo únicamente por
la equivocada actitud del mismo individuo.
Actualmente, hasta los llamados buscadores de la Verdad se
encuentran muy raras veces sobre el verdadero camino. Nueve de cada diez no son
sino fariseos que miran a sus semejantes con mirada altanera impregnada de
crítica, al mismo tiempo que se atacan furiosamente entre sí. ¡Todo es
falsedad! Llegará todavía el ineludible cumplimento de un terrible final, antes
de que a algunos les sea dado despertar de ese sueño.
¡Aún es posible la enmienda para cada uno! Pero pronto será
“demasiado tarde”, de una vez y para siempre, pese a todas las esperanzas de
tantos creyentes, que viven en la falsa creencia de que será necesario un
tiempo más o menos largo, según el estado del hombre mismo, para que se opere
la indispensable depuración, pero que, finalmente, su camino habrá de volver a
conducirlos a la Luz, a la eterna alegría, a la felicidad de la presencia de
Dios.
Ese pensamiento es un agradable consuelo, pero es inexacto
y no corresponde a la Verdad. —
Una vez más, abarquemos, con mirada clara y serena, los
rasgos fundamentales de la creación y de los hombres, parte integrante de ella.
Observad con todo detalle la ley
originaria de las especies afines, tantas veces explicado por mí, junto con
todas las consecuencias ineludibles y necesarias propias de los distintos
acontecimientos:
La materialidad, que es semejante a un inmenso campo de
siembra, describe un gigantesco ciclo en los límites más bajos de toda la creación, por ser el plano más pesado de
todos. Habiendo partido como semilla originaria, fue evolucionando en continuo
movimiento, condensándose más y más hasta constituir los astros que nos son
visibles, entre los que se cuenta la Tierra. Dicho de otro modo: ha ido
madurando hasta alcanzar el máximo florecimiento y fructuación propios de nuestra
época, para después, al llegar a su sobremadurez, volver a desintegrarse por sí
misma, según las leyes de la creación, y regresar al estado de semilla
originaria, la cual, siguiendo su ciclo evolutivo, tendrá ocasión de crear
nuevas combinaciones y dar lugar a nuevas formas.
Tal es la idea general vista tranquilamente desde las
alturas.
De hecho, lo material no es otra cosa que materia destinada
a ser moldeada y a formar envolturas,
no pudiendo cobrar vida más que cuando queda impregnada de los elementos sustanciales
inmateriales, más elevados que ella,
la cual, al fundirse con éstos, se pone incandescente.
Esa fusión entre los elementos materiales y los elementos
sustanciales inmateriales constituye la base de la evolución ulterior. Las
almas animales también se forman de la sustancialidad.
Por encima de
ambas subdivisiones fundamentales: la materialidad y la sustancialidad, se
encuentra el plano más elevado de la creación: la espiritualidad, que constituye por sí sola una estructura única y
exclusiva, como ya es sabido de mis auditores. De ella parten los gérmenes que
quieren llegar a ser espíritus humanos conscientes.
Únicamente en el
campo de siembra de la materialidad puede madurar ese germen espiritual hasta
convertirse en espíritu humano consciente, del mismo modo que el trigo se
transforma en madura espiga al germinar en el trigal.
No obstante, su introducción en el campo de siembra de la
materialidad sólo es posible cuando ésta ha alcanzado un cierto grado de
desarrollo, cuya constitución es lo que determina la capacidad de admisión de
elementos espirituales, emplazados en el plano más elevado de la creación.
Ese estado fue alcanzado en la época en que apareció en la creación el cuerpo animal
superdesarrollado, el cual ya no podía progresar más manteniéndose unido al
alma animal procedente de la sustancialidad.
Una reproducción a escala reducida, una repetición de este
gran acontecimiento cósmico, tiene lugar también, más tarde, de forma continua,
en el nacimiento terrenal del alma humana, pues es precisamente en el hombre,
colofón de la creación, es decir, el ser más sublime de todo lo creado, donde
se reflejan todos los sucesos universales. Tampoco el alma humana puede
introducirse en el cuerpo del niño en gestación hasta que éste alcance un
estado de madurez perfectamente definido, y no antes. Ese necesario estado es
el que deja libre el camino al alma para su introducción, la cual se realiza a la mitad de cada embarazo.
En los grandes acontecimientos cósmicos, ese tiempo de
máximo desarrollo cae también en medio del ciclo evolutivo de la materialidad,
es decir, a la mitad del mismo. Que el auditor considere esto con todo detalle.
Comoquiera que, una vez alcanzado ese punto, la sustancialidad del alma animal había
dado también, en aquel entonces, el máximo
rendimiento en lo referente al desarrollo del cuerpo material, ese estado
fue precisamente el que dejó libre, automáticamente, el camino para la
introducción del elemento espiritual, más
elevado que lo sustancial.
Entonces, el germen espiritual, el más insignificante de
entre todas las afinidades espirituales, pudo introducirse a su vez en la obra
maestra más perfecta salida de las manos de la sustancialidad, correspondiente
a un plano más inferior. Esa obra maestra fue el cuerpo animal en su máximo grado
de desarrollo, alcanzado por la acción de dicha sustancialidad.
En el momento de realizarse su introducción, se hace cargo
inmediatamente de la dirección, cosa natural por su elevada constitución,
pudiendo así conducir al cuerpo en que habita y a todo su medio ambiente
terrenal, a una evolución más avanzada, imposible de ser alcanzada por la
sustancialidad. Como es lógico, al mismo tiempo va desarrollándose también el
elemento espiritual.
Tal es, muy someramente expuesto, la idea general de todos
los sucesos que tienen lugar en la
creación. En conferencias posteriores hablaré de esto más detalladamente,
especificando hasta lo más insignificante.
Retrocedamos hasta el instante de la introducción del
germen espiritual humano en esta materialidad, es decir, hasta la mitad del
ciclo evolutivo de la materialidad. Los animales superdesarrollados de aquel
entonces, a los que se les designa hoy erróneamente “hombres primitivos”, se
extinguieron. Solamente se ennoblecieron aquellos
de sus cuerpos en los que se encarnaron gérmenes
espirituales en lugar de almas animales sustanciales. Esos gérmenes
espirituales fueron madurando mediante múltiples experiencias vividas, hicieron
evolucionar al cuerpo animal hasta convertirlo en el cuerpo humano que hoy
conocemos, y se extendieron por la Tierra formando razas y pueblos.
Vino, después, la gran caída en pecado. Fue la primera
manifestación de la libre facultad de decidir propia de los gérmenes
espirituales conscientes de sí mismos, y consistió en investir al intelecto de
la supremacía sobre el espíritu, lo
cual favoreció el desarrollo del pecado original, tan cargado de consecuencias,
que muy pronto hizo brotar los inconfundibles frutos secos de la dominación del
intelecto. El pecado original no fue más que el desarrollo unilateral del
cerebro — consecuencia de la actividad unilateral del intelecto — que se
trasmite continuamente, tal como es, por vía hereditaria. Ya he mencionado esta
circunstancia repetidas veces, y con el tiempo, me referiré a ella de manera
mucho más detallada. Seguro que también habrá hombres que, con ayuda de la
dirección indicada, colaborarán gozosamente en la gran obra de esclarecer los
hechos.
El ciclo evolutivo prosiguió ininterrumpidamente su
trayectoria. Pero la descarriada humanidad provocó estancamiento y confusión en
el indispensable progreso. En medio de ese caos, el pueblo de Israel cayó bajo
la conocida y cruel dominación de los egipcios. La miseria y el ardiente deseo
de libertad hicieron madurar más rápidamente a sus almas. Se adelantaron
espiritualmente a todos los demás, porque, profundamente conmovidos
interiormente, aprendieron a ver debidamente en su interior y en las almas de
sus opresores.
Al darse perfecta cuenta de que ni lo terrenal ni la más
viva sagacidad del intelecto podían servir de ayuda — con lo que también se
percataron del vacío de sus almas — los ojos espirituales aprendieron a ver más
profundamente, y, por último, poco a poco, fue surgiendo un concepto de la
verdadera Divinidad más real y más sublime que todo lo concebido hasta
entonces, y sus oraciones, impregnadas de dolor, volvieron a elevarse mucho más
fervientes.
Por eso, el
pueblo de Israel, que se había adelantado espiritualmente a todos los de su
tiempo, pudo ser el escogido, ya que, en aquel tiempo, era el que poseía la
visión más pura del concepto de la Divinidad, teniendo en cuenta, naturalmente,
el estado de madurez que el alma humana poseía en aquella época.
La madurez espiritual no debe ser confundida con la ciencia
adquirida, sino que habéis de tener siempre presente que una gran madurez espiritual es sinónimo de
gran bondad de corazón.
La mayor madurez espiritual de los judíos de entonces los
facultó para recibir, por medio de Moisés, la clara Voluntad de Dios expuesta
en forma de leyes, las cuales constituyeron el tesoro más preciado, el mejor y
más poderoso apoyo para la evolución ulterior.
Dado que los sucesos cósmicos se concentran siempre, con
toda naturalidad, en el punto de máxima madurez, esa concentración se verificó
entonces, poco a poco, en el seno de aquel pueblo humano — los Judíos — cada
vez más maduro espiritualmente.
Ahora bien, tampoco deben confundirse aquí los sucesos
cósmicos con los hechos terrenales de la historia universal, la cual tiene como
campo de acción un plano muy alejado de los sucesos cósmicos propiamente dichos
y, la mayoría de las veces, sólo refleja las consecuencias del mal uso que
suele hacerse del libre albedrío del
espíritu humano, el cual no hace más que arrojar muchas piedras sobre los sucesos
reales, provocando así a menudo desviaciones pasajeras y confusiones
terrenales.
El pueblo judío de aquel entonces iba a la cabeza de todos
en cuanto a sus cultos religiosos, y, por razón de sus conceptos, era también
el más próximo a la Verdad.
La consecuencia natural fue que, por la acción del efecto
recíproco, la anunciación de una encarnación procedente de la Luz tuvo que
llegar también por ese camino, porque, siendo el más justo, era también el que
más cercano estaba. Los demás caminos, más alejados de la Verdad, no podían
quedar libres para tales posibilidades, pues se perdían en un laberinto de
errores.
Por otro lado, de acuerdo con la ley de atracción de las
afinidades, indispensable para toda acción eficaz, era inevitable que un
mensajero de la Verdad, procedente de la Luz, tomara, en el momento de su
encarnación, el camino que más
próximo estuviera a dicha Verdad, el que más lejos hubiera llegado en su
semejanza con ella. Sólo esto ofrece el imprescindible apoyo y ejerce la
correspondiente atracción, mientras que los equivocados puntos de vista repelen
y obstruyen sistemáticamente el camino de acceso y venida de la Luz.
También aquí han de manifestarse, en toda su eficacia, la
ley del efecto recíproco y la de las afinidades. Las leyes originarias abren o
cierran un camino mediante sus efectos uniformes e ineludibles.
Pero, entretanto, al imponerse también en la religión de
los Judíos el dominio del intelecto, y al desarrollarse un desmedido afán de
bienes materiales, el pesado puño del Romano contribuyó de nuevo a que un
reducido grupo conservara el verdadero conocimiento, a fin de que la Palabra
pudiera cumplirse.
El germen espiritual sólo puede penetrar en una parte
cósmica que guarde la debida relación con su naturaleza espiritual, que es
superior aun cuando esté inacabada. Pero nunca podrá entrar en una parte
cósmica aún demasiado inmadura, ni en otra madura en exceso, como lo es
actualmente nuestro universo, en el que únicamente pueden vivir almas
encarnadas ya varia veces. No otro es el proceso que siguió la encarnación de
un mensajero de la Verdad procedente de la Luz. Su venida no podía efectuarse
más que en el seno de la parte de la humanidad que presentase el mayor grado de
madurez. Las condiciones de todas las leyes debían de cumplirse del modo más estricto tratándose de un
mensajero de la divinidad. Así, pues,
no podía nacer más que en un medio donde los
conceptos reinantes fueran los más próximos a la Verdad.
Así como el germen espiritual no pudo entrar en la
materialidad más que cuando la
actividad de la sustancialidad hubo llegado a su punto máximo, donde había de
imponerse una estagnación y, con ello, un retroceso si el germen espiritual no
entrara en funciones, del mismo modo, antes de la venida de Cristo, la
materialidad se encontraba en un estado tal que la espiritualidad no podía seguir adelante en medio de la confusión nacida del pecado
original. El libre albedrío, inherente en lo espiritual, en lugar de fomentar
el desarrollo de todo lo existente, había impedido
que la creación evolucionara con vistas a la ascensión, tal como era
deseado, orientando todas sus facultades exclusivamente
hacia lo material a causa del
culto rendido al intelecto.
Sin poseer libre
albedrío, la sustancialidad había realizado a la perfección la evolución de la creación, de acuerdo por completo
con las leyes naturales, es decir, conforme a la divina Voluntad del Creador.
Lo espiritual, en cambio, dotado de
libre albedrío, resultó inepto para ello, a causa del pecado original, y no
produjo más que confusión y detenimiento en la evolución progresiva de la
materialidad. El mal uso dado al poder que se le había confiado como cosa
propia, para dirigir la divina fuerza creadora, imprescindible para la
intensificación del proceso evolutivo de la materialidad madura, había de
llevar a la decadencia en lugar de
conseguir el máximo desarrollo. Por efecto del pecado original, el espíritu
humano se opuso por la fuerza a toda evolución progresiva real, pues los descubrimientos terrenales hechos en el campo de la
técnica no son, en realidad, un progreso en el sentido dado por Dios a los
sucesos cósmicos. Por eso se hizo urgente
la ayuda más rápida: la intervención del mismo Creador.
Cada siglo que pasara agravaría aún más ese infortunio, y,
con el tiempo, se llegaría al extremo de quedar excluida toda posibilidad de un
camino de acceso a la ayuda divina, ya que el dominio del intelecto habría ido
atrofiando cada vez más la facultad de comprender las cosas espirituales y, no
digamos, las divinas, hasta hacerlo completamente imposible. Habría faltado,
entonces, la requerida base de anclaje para una encarnación procedente de la
Luz.
De esa necesidad surgió el grandioso misterio divino de que
Dios, por amor a la creación, hiciera el sacrificio de enviar a la Tierra una
parte de la Divinidad para que se hiciera la luz entre los descarriados.
En la materialidad, lo sustancial
cumplió su misión de fomentar el desarrollo de la creación, mientras que lo
espiritual fracasó rotundamente a
causa de los hombres. Peor aún: empleó con fines completamente distintos el
poder de decidir que se le había confiado, convirtiéndose así en enemigo de la Voluntad divina mediante
la propia fuerza de ésta, concedida a lo espiritual para hacer uso de ella. El
hombre mismo puede imaginarse la magnitud de semejante culpa.
El nacimiento de Cristo fue un acto de amor divino hacia la creación entera, que corría el peligro
de ser aniquilada por el descarriado espíritu humano.
Eso trajo también consigo que la parte divina encarnada
entonces en Jesús de Nazaret hubiera de regresar íntegramente al Padre, como
tantas veces insistió el mismo Cristo. Tenía que volver a ser uno con El.
Sólo por el mensaje de Cristo quedaron abiertas las puertas
del Paraíso para los espíritus humanos maduros.
La posibilidad de divisar claramente el camino hacia allí no se había dado
hasta entonces. Ese mensaje, como todo mensaje
divino y toda palabra de la Verdad luminosa, iba dirigido tanto a los hombres
terrenales como a los moradores del más allá.
Entonces fue cuando los hombres oyeron hablar no sólo de la
rigurosidad de las leyes, sino también de un amor que, hasta ese momento, no habían sido capaces de
comprender, pero que, a partir de entonces, debía ser cultivado dentro de
ellos. Bien entendido, mediante ese mensaje de amor no quedaron derogadas las
leyes, sino que fueron completadas. Debían permanecer en vigor como sólida
base, pues sus efectos estaban inherentes en ese amor.
Más tarde, también se intentó edificar sobre esas palabras
del Hijo de Dios, pero ya quedaron expuestos, al principio de mi conferencia,
los errores nacidos a raíz de las múltiples y falsas suposiciones.
Pongámonos a considerar, una vez más, los hechos de la
historia de la cristiandad. Se puede sacar de ahí las mejores enseñanzas y, al
mismo tiempo, arrojar rayos de luz sobre todas
las religiones. En todas partes encontramos los mismos defectos.
Sin excepción ninguna, todo mensajero de la Verdad — grande
o pequeño — ha tenido que sufrir los sarcasmos, el menosprecio, las persecuciones
y ataques de sus “queridos” contemporáneos, los cuales, como viene sucediendo
actualmente, se consideraban demasiado inteligentes y sabios como para aceptar
la explicación de la Voluntad del Creador dada a través de Sus mensajeros,
máxime teniendo en cuenta que éstos nunca han procedido de las altas escuelas
de la humanidad.
Explicar en qué consiste la Voluntad divina no es, en el
fondo, más que exponer la marcha de los acontecimientos en el seno de la
creación, en la cual viven los hombres como parte integrante de la misma. Pero
conocer la creación es el todo, y el que la conozca podrá beneficiarse, con
toda facilidad, de cuanto ella ofrece y encierra. A su vez, esa facultad de
utilización le proporcionará toda clase de
ventajas. De este modo, pronto se percatará del verdadero fin de la existencia,
lo cumplirá y, dando impulso a todo, ascenderá hacia la Luz para su propia
alegría y para bendición de su medio ambiente.
Sin embargo, los hombres se burlaron despóticamente de todo
mensajero y, con ello, del propio mensaje. Ni una sola vez fue bien acogido,
por mucho bueno que haya hecho. Siempre fue motivo de escándalo, lo que se
explica natural y sencillamente por la hostilidad del intelecto frente a todo
lo divino, hostilidad que queda demostrada por los mismos hechos. Cristo
resumió claramente esta circunstancia en el relato del viñador que envió a sus
criados para que los arrendatarios les diesen los frutos de la viña. En lugar
de eso, sus criados fueron afrentados y golpeados, y, burlándose de ellos,
fueron devueltos con las manos vacías.
Se pretende quitar valor a este relato diciendo que sólo se
trata de una parábola. Con gran
complacencia, los hombres gustan siempre de ponerse a sí mismos al margen de estos hechos, como si no se
refiriesen a ellos, o bien sienten la necesidad de aclarar que Dios premia a Sus mensajeros por los
sufrimientos padecidos, en lugar de ver en tal proceder un crimen por parte de
la humanidad, crimen no deseado por Dios.
Comoquiera que el intelecto precisa de oropeles y fruslerías
para encubrir la estrechez de su horizonte, que, de otro modo, resaltaría
demasiado, se afana obsesionadamente en despreciar la simplicidad de la Verdad,
ya que ésta puede resultarle
peligrosa. Necesita tintineantes cascabeles para el gorro que lleva puesto:
muchas palabras altisonantes para concentrar sobre él la atención general. Pero
el desprecio de la estricta simplicidad de la Verdad ha tiempo que se ha
convertido en una obsesión. Cascabeles más y más tintineantes son colgados de
ese imprescindible y multicolor gorro de bufón, los cuales deben sonar cada vez
más fuerte, mediante convulsivos saltos y contorsiones, para poder mantenerse
algún tiempo más sobre el trono usurpado.
Pero semejantes saltos se han convertido ya, en los últimos
tiempos, en una danza de desesperación, que muy pronto llegará a ser la última
danza de la muerte. Los esfuerzos son cada vez más grandes, tienen que serlo, porque el vacío va
trasluciéndose más y más a través de todo ese tintineo. Y al dar el formidable
salto que se está preparando — el más grande de todos — el gorro multicolor
caerá definitivamente de la cabeza.
Surgirá, entonces, radiante y tranquilizadora, la corona de
la Verdad desnuda puesta en el sitio que sólo a ella le corresponde.
Los buscadores serios, completamente desorientados por todo
ese grotesco verbalismo puesto a un
nivel tan difícil de comprender, hallarán por fin un sólido punto de apoyo, un
sostén al que dirigir su mirada. Sin ningún esfuerzo, podrán comprender toda la Verdad, mientras que, hasta el
presente, sólo para descubrir una pequeña partícula se requiere un inmenso
esfuerzo.
¡Volvamos a la simplicidad en el pensar! Pues de no ser
así, nadie podrá comprender lo grande en
su totalidad, por lo que tampoco podrá alcanzarlo nunca. ¡Pensad sencillamente
como niños! Ese es el sentido de las grandes palabras: “Si no os volvéis como
niños, no podréis entrar en el reino de Dios”.
El camino que lleva hasta allí no podrá ser descubierto
nunca con la complicada mentalidad de hoy día. Tampoco las iglesias y las
religiones son, por el momento, de otra índole. Cuando se dice allí que los sufrimientos ayudan a la ascensión y que, por consiguiente, son gracias de Dios, se
admite una brizna de Verdad, pero gravemente deformada por un cierto eufemismo,
¡pues Dios no desea sufrimientos para Su
pueblo! ¡Sólo quiere alegría, amor, felicidad! El camino que discurre dentro de la Luz no puede ser de ningún
otro modo. El camino que lleva a la Luz
tampoco está sembrado de piedras, a no ser que sean puestas por el hombre.
La brizna de Verdad contenida en la doctrina de los
sufrimientos es que mediante éstos puede ser expiada alguna que otra culpa.
Pero esto no tiene validez más que si el hombre reconoce conscientemente ser merecedor de tales sufrimientos. Ese
fue el caso del buen ladrón implorando junto a la cruz.
Actualmente, todo el mundo lleva una vida absurda, incluso
aquellos que tan competentemente hablan de la redención kármica. Incurren en
errores por el hecho de que tales cuestiones son mucho más complejas de lo que
creen esos que pretenden ser sabios. Pues las repercusiones de un karma no siempre equivalen también a redenciones, hecho este que cada uno
debe tener siempre en cuenta. En casos semejantes, puede suceder, por el
contrario, que la caída sea aún más profunda.
Pese al efecto retroactivo de la culpa, la ascensión
depende exclusivamente de la postura interior adoptada por cada hombre. Según
sea la_ dirección dada al gran timón que lleva dentro de sí — ya sea hacia
arriba, en línea horizontal, o hacia abajo — así será también — y no de otra manera — el rumbo que seguirá a
pesar de todas las experiencias vividas.
Aquí se muestra que el hombre no es, ni puede ser, un
juguete, sino que está obligado a trazarse
el camino a seguir, por la sola acción de la fuerza de su libre albedrío. En lo que a esto se refiere, ese albedrío permanece siempre libre hasta
el último momento. Ahí sí que cada hombre es verdaderamente dueño de sí
mismo, si bien ha de contar también con las ineludibles consecuencias de su
proceder, las cuales serán de la misma condición que las direcciones tomadas y
le conducirán hacia arriba o hacia abajo.
Si orienta su timón hacia
arriba, con conocimiento de causa y firme voluntad, los perniciosos efectos
retroactivos llegarán a él cada vez en menor cantidad, hasta el extremo de
influir en él sólo simbólicamente, pues sus elevadas aspiraciones le habrán
alejado ya de los bajos fondos de las repercusiones nefastas, aun cuando
todavía se encuentre en la Tierra. No es absolutamente necesario que un hombre
tenga que sufrir si aspira a la Luz.
Quitad, pues, la venda de vuestros ojos, que fue puesta
para evitaros temblar ante el abismo abierto desde hace ya mucho tiempo. Una
tranquilidad provisoria no supone un fortalecimiento, sino que es tan solo
pérdida de un tiempo que nunca más podrá ser recuperado.
Nunca se había dado la debida explicación y la razón de ser
de los sufrimientos terrenales. Por eso han venido empleándose como narcótico
eufemismos trasmitidos irreflexivamente y de continuo a los afligidos, mediante
palabras más o menos acertadas. ¡Inmensa falta esta debida a la estrechez de
miras de todas las religiones!
Y si alguna vez un buscador, en el colmo de la
desesperación, exige una respuesta demasiado
concreta, entonces, todo lo no comprensible es relegado, sin más ni más, al
dominio de los misterios divinos. Ese es el puerto de salvación al que tienen
que concurrir todos los caminos de las cuestiones no resueltas. Pero con eso
revelan inconfundiblemente que son caminos falsos.
Todo camino justo posee también un final claramente
definido, no puede ir a parar a impenetrables espesuras. Valerse de los
“inescrutables caminos de Dios” para dar una explicación, es encubrir una
ignorancia manifiesta. Para los hombres, no tiene por qué existir ningún misterio en la creación; no debiera existir ninguno, pues Dios quiere que
Sus leyes, que ejercen su actividad en la creación, sean bien conocidas de la humanidad, para que, rigiéndose por ellas,
pueda completar más fácilmente su periplo a través del universo y cumplir su
misión sin perderse por los caminos de la ignorancia.
Pero uno de los conceptos más fatales sigue siendo el
considerar que el monstruoso crimen cometido contra el Hijo de Dios fue un sacrificio expiatorio necesario para
la humanidad.
¡Cómo es posible pensar que ese brutal asesinato del Hijo
podría desenojar a un Dios!
Al no poderse encontrar una explicación lógica para puntos
de vista tan extraños, se recurrió de nuevo, para salir del apuro, al ardid de
esconderse detrás del muro protector — tantas veces empleado — del misterio
divino, es decir, considerándolo como un suceso que nunca puede llegar a ser
comprendido por el hombre.
Y, sin embargo, ¡cuán claro es Dios en todo lo que hace!
¡Es la claridad misma! Ahora bien, El creó la naturaleza por propia Voluntad,
de donde se deduce que lo natural ha de ser también lo justo, puesto que la
Voluntad de Dios es perfecta en todos los aspectos.
Para todo hombre sensato, el sacrificio expiatorio de la
cruz debe ser considerado como contrario
a la naturaleza, porque también es injusto a los ojos del inocente Hijo de
Dios. En este caso, no hay escapatoria posible. Lo mejor es que el hombre se
limite a confesar abiertamente que semejante cosa es efectivamente
inconcebible. Ya puede hacer todos los intentos que quiera: nunca llegará a una
conclusión, y, en tal caso, ya no podrá comprender a Su Dios. ¡Pero Dios quiere ser comprendido! Y
puede serlo también, pues la expresión de Su Voluntad reposa notoriamente en la
creación y no se contradice jamás. Sólo el hombre se esfuerza en introducir
cosas incomprensibles en sus investigaciones religiosas.
El edificio tan penosamente erigido como sostén de esa
errónea idea fundamental de que la crucifixión fue un necesario sacrificio expiatorio, se viene abajo por las palabras
del mismo Salvador, pronunciadas en aquel entonces mientras Le crucificaban: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen!”.
¿Habría sido necesaria esa rogativa, si la crucifixión
debiera ser un sacrificio indispensable para la reconciliación? “¡No saben lo
que hacen!” : estas palabras son una acusación de las más graves, una clara
indicación de que era erróneo lo que
hacían, y de que ese acto no era más que un vulgar crimen.
¿Habría orado Cristo en Getsemaní para que fuera alejado de
El el cáliz del sufrimiento, si Su muerte en la cruz hubiera sido un sacrificio
necesario? ¡Nunca! ¡Cristo no lo habría hecho jamás! Pero El sabía que esos
tormentos que Le esperaban eran
únicamente una consecuencia del libre albedrío de los hombres, y de ahí Su plegaria.
En el curso de dos mil años, se ha venido
pasando por alto ciegamente este hecho, aceptando sin reflexión la versión más
inverosímil.
Es penoso tener que escuchar, una y otra vez, la opinión de
que los preferidos de entre los actuales discípulos de Jesús — hombres y
mujeres adolezcan, como gracia especial, de sufrimientos corporales tales como,
por ejemplo, los “estigmas”.*
Naturalmente que todo eso procede de la falsa
interpretación dada a los padecimientos terrenales de Cristo. No podía
esperarse de ahí otra cosa. Pero aún he de mencionar las graves consecuencias
que pueden derivarse de ello.
¡Cuánta falta de reflexión y qué ruin servilismo son
necesarios para imaginarse al Creador todopoderoso obrando de tal suerte! No
cabe duda de que es la más punible denigración de la sublime Divinidad, para
cuya representación esencial lo más hermoso no es suficientemente bello, y lo
mejor no es bastante bueno para acercarse en algo a la realidad. ¿Y a ese Dios
tan grande se Le cree capaz de exigir que el ser humano, creado por El, se
retuerza de dolor ante El cuándo le colme de gracias?
*
Llagas
¡Cómo va a resultar de eso una ascensión!
Los hombres se imaginan a su Dios tal como ellos quieren que sea, Le imponen la
dirección que debe seguir Su Voluntad. ¡Y, ay, si no es tal como ellos
pretenden! Será vituperado sin más, como se vitupera y combate a los que osan considerar a Dios mucho más
grande y sublime. No existe grandeza ninguna en los actuales conceptos humanos.
Al contrario: sólo dan testimonio de una fe inquebrantable en su propio valer. Para obtener el favor
humano, todo un Dios ha de mendigarlo y hubo de permitir que Su Hijo, enviado
por El en aquel tiempo para proporcionar ayuda mediante el mensaje salvador, Le
fuera devuelto, de las manos ensangrentadas de los hombres, cubierto de
escarnios e insultos, martirizado y atormentado.
¿Y todavía se pretende afirmar actualmente, que todo eso
fue un sacrificio que Dios tuvo que hacer necesariamente, siendo así que el
mismo Cristo, en medio de Sus sufrimientos y desesperado por completo ante
tanta ceguera, gritó: ¡No saben lo que hacen!?
¿Pero es que existe aún una posibilidad de conducir a la
humanidad por el recto sendero? Los más terribles sucesos siguen siendo todavía
demasiado ineficaces para tal fin. ¿Cuándo se dará cuenta el hombre, por fin,
de cuán profundamente se ha hundido? ¡Qué vacías y vanas son las ilusiones que
se ha forjado!
Pero basta profundizar un poco más, para descubrir el
incrustado egoísmo en su forma más pura. Si bien se habla hoy por doquier, con
palabras altisonantes, de buscar a Dios, no se trata más que de una nueva gran hipocresía revestida de la
habitual vanidad, en la que falta absolutamente un sincero deseo de alcanzar la
pura Verdad. Sólo se busca el propio endiosamiento: nada más que eso, Nadie se
molesta formalmente en tratar de comprender
a Dios.
Con sonrisas imbuidas de superioridad, echan a un lado la
simplicidad de la Verdad sin prestarle atención, pues se estiman demasiado
sabios, demasiado importantes y grandes como para que su Dios pueda ocuparse de cosas sencillas. Debe hacerles el honor
de ser mucho más complicado; pues, de lo contrario, no merecería la pena de
creer en El. Según su punto de vista, ¿cómo puede apreciarse algo que es
fácilmente comprensible para cualquier iletrado? Eso no merece ser considerado
como grande. Uno ya no puede ocuparse
de ello hoy sin correr el peligro de hacer el ridículo. Esas cosas sólo son
para los niños, las viejas y los incultos; no tienen valor ninguno para los
hombres de un intelecto tan desarrollado y de una inteligencia como la que
poseen actualmente los seres cultivados. ¡Que el pueblo se ocupe de ello! La ciencia y la cultura sólo pueden medir
la importancia de una materia por la
dificultad de comprensión que ella presente.
¡Pero ignorantes son los que así piensan! Ya no son dignos
ni de recibir una sola gota de agua de manos del Creador por mediación de la
creación.
Por la restricción de su entendimiento, se han privado de
la posibilidad de reconocer la cegadora grandeza que reside en la simplicidad
de las leyes divinas. Son literalmente incapaces de ello. Dicho en buen
castellano: están demasiado idiotizados por la atrofia parcial de su cerebro,
que llevan consigo desde el momento de su nacimiento hasta nuestros días, como
trofeo de su más grande conquista.
Es un acto de gracia del Creador que les deje perecer en el
edificio que ellos erigieron, pues adondequiera que se mire no se descubre más
que hostilidad contra Dios; todo está adulterado por la enfermiza locura de
grandeza de los hombres intelectuales, cuya ineptitud se manifiesta en todas
partes.
¡Y esta situación viene acentuándose desde milenios! Trajo
consigo el inevitable envenenamiento de iglesias y religiones, pues es el
corrosivo emanado de las ineluctables consecuencias del pecado original, por el
que el hombre eligió sin reservas la hegemonía del intelecto.
Y esa falaz hegemonía engañó continuamente a sus
esclavizados seres humanos en todo lo referente a lo divino e incluso a lo
espiritual.
¡El que no consiga liberarse derrocando ese trono erigido
dentro de sí, habrá de perecer con él!
Ya no se puede hablar de la pobre humanidad, pues es conscientemente
culpable, tanto como jamás criatura alguna lo ha sido. Las palabras:
“¡Perdónalos porque no saben lo que hacen!” ya no tienen validez para la generación actual. Los hombres ya han
tenido más de una ocasión de abrir ojos y oídos. Obran con plena conciencia de
sus actos y, por tal razón, todos los efectos retroactivos habrán de
alcanzarlos plenamente y sin restricción.
Cuando se cierre el círculo de todos los acontecimientos
pasados y presentes, habrá llegado, para esta parte cósmica, el tiempo de la
siega, de la cosecha y de la selección. A lo largo de la existencia de toda la
materialidad, nunca, hasta ahora, ha tenido lugar un acontecimiento semejante.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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