viernes, 23 de diciembre de 2022

67. DIOSES – OLIMPO – WALHALLA

 

67. DIOSES – OLIMPO – WALHALLA

¡CUÁNTO HA YA que se intenta conseguir una comprensión exacta de los conocidos dioses de tiempos pasados y su relación con la época actual! Personas competentes y eruditas buscan una solución que aporte un esclarecimiento total.

Pero eso sólo es posible si tal solución proporciona simultáneamente una visión completa de todas las épocas, desde los comienzos de la humanidad hasta nuestros días. De otro modo, se tratará nuevamente de una obra fragmentaria. No tiene ningún sentido limitarse sencillamente a la época en que tuvo su apogeo el culto rendido a los dioses por griegos, romanos e incluso germanos, culto bien conocido de todos. Mientras las explicaciones no engloben al mismo tiempo, como algo natural y espontáneo, todo lo acaecido desde el principio hasta el fin, seguirán siendo erróneas. A pesar de toda la sagacidad empleada, los intentos llevados a cabo hasta el momento han ido a parar, una y otra vez, al fracaso, no han podido subsistir ante lo profundo de los sentimientos, flotaban en el aire sin relación ninguna con los períodos anteriores y posteriores.

Tampoco era de esperar otra cosa, si se tiene bien presente el proceso evolutivo de la humanidad.

Los auditores y lectores de mi Mensaje del Grial deberían estar en condiciones de deducir por sí mismos cómo proceder verdaderamente en estas cuestiones, que, en su mayor parte, incluso han sido relegadas ya al dominio de los mitos y leyendas, o se ha intentado admitirlas como meros productos de la fantasía propia de los conceptos religiosos, formados e inventados a partir de las observaciones de la naturaleza en correlación con los acontecimientos cotidianos.

No le resultará difícil al investigador y pensador descubrir en las antiguas mitologías algo más que simples mitos. Más aún: ha de percibir claramente el evento real. El que quiera, que me siga.

Hago aquí referencia a mi conferencia: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!” Describí allí brevemente la historia de la humanidad sobre la Tierra, desde el principio hasta hoy. DI también una idea general de las consecuencias posteriores. Se vió cómo a la mitad del ciclo de la creación, la sustancialidad, situada por debajo de la espiritualidad, llegó al punto culminante de su actividad en la materialidad, más baja que ella, y cómo ese cumplimiento dejó abierto el camino para la introducción del elemento espiritual, de naturaleza más elevada, repitiéndose el proceso continuamente en la creación. Expliqué también cómo el cuerpo animal, desarrollado al máximo por la acción de la sustancialidad, — ese cuerpo que se ha dado en llamar hombre primitivo — ofreció, en el instante preciso de llegar al punto culminante de su evolución, la ocasión propicia para la introducción en él del germen espiritual, introducción que también tuvo lugar en ese punto de la evolución de la creación y seguirá efectuándose siempre. Así, pues, en aquel animal superdesarrollado penetró algo nuevo que había estado ausente de él hasta entonces: el elemento espiritual.

Ahora bien, no debemos apresurarnos nuevamente a sacar de este hecho la conclusión de que tal acontecimiento se repite continuamente en la misma parte cósmica, en el curso de su progresiva evolución. ¡Eso no es cierto! Ese evento acontece una vez solamente en la misma parte cósmica.

En el curso de la evolución progresiva, la ley de atracción de las afinidades echa también un cerrojo imposible de descorrer, que impide una repetición en la misma parte cósmica. La atracción de las afinidades es, en este caso, sinónimo de admisión durante un período evolutivo perfectamente determinado, en el que los gérmenes espirituales, surcando los límites de la materialidad cual si fueran meteoritos, pueden introducirse en esa materialidad una vez que ésta haya alcanzado un cierto grado de desarrollo y esté en condiciones de admitirlos, siendo absorbidos y cercados por los puntos de recepción; en este caso, los superdesarrollados cuerpos animales propios de la época, es decir, siendo incrustados y retenidos dentro de ellos.

Lo mismo sucede, a escala reducida, en el proceso de reacción química: la composición de un elemento extraño sólo es posible en condiciones perfectamente definidas, a un cierto grado de calor o temperatura de la masa absorbente, después que ese calor o temperatura haya provocado, a su vez, un estado especial de la masa, el cual únicamente puede ser conseguido a esa temperatura precisa. La menor variación a tal respecto imposibilita por completo la combinación, y los elementos se repelen, inaccesibles el uno al otro.

En este caso particular, la afinidad reside en un determinado estado de madurez recíproca que sólo presenta grandes divergencias en apariencia, pues está equilibrado por las diferencias de altura y profundidad de las dos partes componentes. El punto más bajo del elemento espiritual es, en cuanto a su madurez, similar al punto más alto de la sustancialidad, situada por debajo de aquél. Solamente en el punto preciso en que se verifica ese encuentro es posible una unión. Y, comoquiera que la materialidad evoluciona siempre según un gran ciclo: nacimiento, florecimiento, maduración y descomposición por exceso de madurez, mientras que lo espiritual se extiende por encima de él, una ardiente fusión no puede efectuarse más que en punto perfectamente determinado del proceso evolutivo de la materialidad. Es una fecundación espiritual de la materialidad, que, preparada por los elementos sustanciales, se abre ferviente para acoger al germen espiritual.

Después que ese punto de unión es sobrepasado por una parte cósmica en evolución progresiva, cesa para ella la posibilidad de una fecundación a cargo del germen espiritual, y viene a ocupar su sitio la parte cósmica más inmediata. Para aquella primera parte cósmica comienza una nueva fase, durante la cual los espíritus en trance de madurar podrán hallar acceso, y así sucesivamente. No dispongo de espacio suficiente para exponer en esta conferencia el cuadro completo del universo. Sin embargo, estoy seguro de que el investigador sincero podrá imaginarse perfectamente la continuación.

Tan pronto como el elemento espiritual hace su entrada en la materialidad, se deja sentir en seguida su viva influencia sobre todo lo demás, a consecuencia de su más elevada constitución y a pesar de encontrarse en el estado inconsciente de entonces, comenzando a dominar desde el principio. La manera en que ese germen espiritual va transformando poco a poco al cuerpo animal, hasta convertirlo en el cuerpo humano actual, ya no es incomprensible para ninguno de mis lectores.

No obstante, los cuerpos animales de aquella raza superdesarrollada en que no se introdujo ningún germen espiritual, quedaron paralizados en su evolución — puesto que los elementos sustanciales ya habían conseguido el máximo y faltaba el elemento espiritual como fuente de nuevas energías — y con esa paralización sobrevino rápidamente la sobremaduración, a la que siguió una regresión que condujo a la descomposición. Para esa raza no había más que dos posibilidades: una elevación por medio del espíritu, para convertirse en cuerpos humanos, o la extinción, la desintegración. Así fue cómo aquella especie animal madura dejó de existir.

Sigamos ahora el lento proceso según el cual ese germen espiritual, que empezó siendo inconsciente, llega a ser consciente y se convierte en espíritu humano. Participemos con él mentalmente de la gradual infiltración filtración a través de las envolturas y ambientes que le rodeaban.

No resultará nada difícil, pues el proceso evolutivo se muestra claramente en su forma exterior. Sólo se requiere observar las razas humanas que aún existen actualmente en la Tierra.

Los espíritus de los hombres más primitivos, por ejemplo, — entre los que se cuentan los llamados pueblos salvajes, y a los que también pertenecen los Bosquimanos y los Hotentotes — no es que hayan permanecido menos tiempo en la materialidad, sino que no han evolucionado con ella, o, después de haber alcanzado una cierta elevación en el más allá o en este mundo, han vuelto a retroceder hasta el extremo de no poder encarnarse más que en un medio ambiente tan bajo. Por una causa u otra, lo cierto es que se encuentran a un nivel mucho más bajo por culpa propia y de acuerdo con el proceso natural de las cosas, de suerte que las perspectivas que pueda ofrecerles su medio ambiente no físico tampoco serán muy halagüeñas.

La tendencia espiritual a ver más allá del nivel en que uno se encuentra, va inherente ya en el germen espiritual, constituye lo más personal de su esencia, y, debido a eso, se manifiesta marcadamente hasta en los planos más bajos de la evolución. Es el elemento vital propulsor en el espíritu, particularidad que falta en las demás esencias o especies de la creación. Pero la posibilidad de presentir o ver no es dada más que para un plano superior al que uno ocupa en un momento determinado, y no más allá. De aquí que esas almas humanas de un nivel inferior, tan retrasadas en su evolución a consecuencia de su negligencia o de las faltas cometidas, sólo puedan presentir o entrever por clarividencia seres de baja condición.

Talentos mediumísticos o clarividentes existen en todas las razas, cualquiera que sea el nivel en que se encuentren.

Quiero volver a insistir en esta ocasión sobre el hecho de que cuando, en mis explicaciones, hablo de “percibir” o “presentir”, me refiero siempre exclusivamente a lo que los clarividentes “perciben personalmente”.

Ahora bien, esa percepción personal es, para los “videntes” de todas las épocas, la cuarta parte, como máximo, de lo que ven, y no puede extenderse más allá del plano inmediato superior al que se corresponde con la propia madurez interior. No puede ser de otra manera. Pero esta circunstancia supone, al mismo tiempo, una protección natural del clarividente, como tantas veces he mencionado.

Por consiguiente, mis auditores no deben suponer que la madurez interior de los médiums y clarividentes sea necesariamente tan elevada como las “visiones” que describen, pues las puras y luminosas alturas, así como los sucesos y espíritus propios de esas elevadas esferas, les son mostrados únicamente en imágenes vivas por mediación de guías espirituales y seres superiores. Pero los clarividentes creen erróneamente haber experimentado todo eso realmente, engañándose de ese modo a sí mismos. De ahí proviene también la gran extrañeza de que sea tan frecuente la mediocridad del carácter de muchos médiums, que describen, como vividas y percibidas, cosas que no guardan relación ninguna o muy poca con su propia forma de ser.

Por tanto, me refiero aquí solamente al limitado alcance de la verdadera percepción personal de los médiums y clarividentes. Todo lo demás no entra en consideración.

En realidad, los clarividentes y médiums de todos los tiempos deben servir únicamente para, con sus dotes, ayudar a la humanidad a ascender continuamente, pero nunca para hacer de guías, sino, todo lo más, como intermediarios. Un hombre con dotes mediumísticas no puede ser nunca un guía, pues está demasiado sujeto a radiaciones y demás influencias. Los médiums deben ser puertas abiertas temporalmente con vistas a la evolución ulterior, deben ser los peldaños de la escalera de la ascensión.

Según esto, si se considera que a las razas inferiormente evolucionadas espiritualmente sólo les es dado percibir el medio ambiente del mismo bajo nivel, con muy poca amplitud hacia arriba, no será difícil comprender que, entre esas razas humanas inferiores, no descubramos, en principio, más que el temor y la adoración a los demonios: lo único que ellos son capaces de percibir y presentir.

Tal es la situación superficialmente considerada. Pero voy a profundizar más en mis explicaciones, aun cuando nos desviemos de la clara visión general.

Como es natural, el espíritu de esas razas humanas inferiores — insuficientemente desarrollado o que ha vuelto a atrofiarse — se encuentra también — todavía o de nuevo — espiritualmente sordo y ciego. Esos hombres no son capaces de ver con los ojos espirituales, aparte de que, desgraciadamente, ningún ser humano lo ha conseguido hasta ahora.

Pero el hombre que se encuentra aún en ese estado inferior no puede ver tampoco ni con los ojos sustanciales ni con los etéreos, sino exclusivamente con los ojos físicos, cada vez más penetrantes por efecto de la lucha personal que ha de sostener, en las regiones salvajes, contra los animales, contra sus semejantes y contra los elementos, con lo que, poco a poco, irá distinguiendo planos físicos más sutiles hasta llegar a percibir la más pura materialidad física.

Es entonces cuando descubre los fantasmas, seres imaginarios engendrados por el miedo y el temor de los hombres, en lo que también hallan el sostén para subsistir.

Esos fantasmas sin vida propia dependen por completo de los sentimientos humanos, son atraídos o repelidos por éstos. Aquí se manifiesta, en toda su efectividad, la ley de atracción de las afinidades. El temor atrae siempre a esos engendros del miedo y del temor, de modo que parecen precipitarse formalmente sobre los timoratos.

Como quiera que los fantasmas están atados a sus progenitores — hombres poseídos igualmente de grandes temores — por extensibles cordones de nutrición, resulta que todo medroso está también en indirecta comunicación con la multitud de miedosos y temerosos, recibiendo de ellos nuevas afluencias, las cuales no hacen otra cosa que aumentar su propio temor y su angustia hasta el punto de poder arrastrarle a la desesperación y a la locura.

La intrepidez, en cambio, es decir, el valor, repele tales fantasmas de manera natural y espontánea. De aquí que el intrépido tenga siempre la ventaja a su favor, como ya es harto sabido.

¿Es, pues, de extrañar que entre las razas inferiores surjan pretendidos curanderos y magos, cuya casta fue fundada por clarividentes que poseían efectivamente la facultad de observar cómo esos fantasmas, erróneamente considerados como seres con vida propia, podían ser “expulsados” mediante un cierto recogimiento interior, desechando el temor por medio de saltos y contorsiones, o también por la concentración, o con conjuros que infunden valor?

Y aunque todo esto pueda parecernos absurdo y ridículo, no por eso cambia algo el hecho de que, desde sus puntos de vista y según su capacidad intelectiva, obran muy acertadamente y juzgan que somos nosotros quienes estamos faltos de comprensión por ignorancia.

Dentro de toda esa serie de magos y curanderos, suele suceder, como es natural, que muchos de los sucesores ni poseen aptitudes mediumísticas ni clarividencia de ninguna clase, dado que ese cargo va acompañado también de un prestigio y de unos beneficios que los hombres de bajo nivel se esfuerzan en alcanzar con la misma falta de escrúpulos que los de raza blanca, más evolucionados que ellos. Los “no videntes” se reducen simplemente a imitar, sin comprenderlas, todas las ceremonias de sus predecesores, añadiendo incluso alguna que otra insensatez con el fin de causar más impresión y hacer ver que sólo les interesa el bienestar de sus semejantes, convirtiéndose así en astutos impostores, que no buscan más que su propia conveniencia sin tener la menor idea del verdadero significado de esos ritos, que, hoy día, son tomados como base para juzgar y condenar a toda la casta.

He aquí, por tanto, la razón de que entre esas razas humanas inferiores no podamos hallar, en principio, más que el temor y el culto a los demonios. Eso es cuanto son capaces de percibir, y les infunde temor por tratarse de seres de distinta naturaleza que la suya.

Pasemos ahora a considerar planos algo más elevados en cuanto a su evolución, cuyos moradores poseen una facultad perceptiva más amplia, ya sea por efecto de la clarividencia, ya sea inconscientemente, por presentimiento, que también es parte integrante de la percepción intrínseca. En el caso de esos hombres de evolución más elevada, diversas capas envolventes han sido atravesadas ya — de dentro a fuera — por el incrustado espíritu — cada vez más despierto — en su marcha hacia arriba.

A eso se debe que puedan ver seres más bondadosos o conozcan su existencia por presentimientos, de donde, poco a poco, surge un abandono del culto a los demonios. Así se continúa avanzando: cada vez más alto, cada vez más luminosidad. En su normal evolución, el espíritu siempre tiende a seguir adelante.

Según esto, los griegos, los romanos y los germanos, por ejemplo, debían poseer una visión aún más amplia. Su percepción intrínseca sobrepasaba los límites de la materialidad y se extendía hasta la sustancialidad, más elevada que aquélla. En el curso de su desarrollo posterior, llegaron hasta a ver a los líderes de los seres sustanciales y de los Elementos. Con sus dotes especiales, algunos médiums consiguieron, incluso, mantener estrecha relación con ellos, ya que, siendo éstos criaturas sustanciales conscientes, tienen un cierto parentesco con la sustancialidad, de la cual también lleva el hombre una parte dentro de sí además de la espiritualidad.

La facultad de ver, sentir y oír a los seres sustanciales, constituyó, dado el grado de desarrollo de aquellos pueblos, lo más que pudieron conseguir. Es, pues, natural que esos pueblos juzgaran a los líderes de los Elementos como lo más perfecto desde el punto de vista de su actividad y de su distinta naturaleza, y les dieran el título de dioses, cuya residencia, parecida a una mansión y existente en realidad, fue llamada Olimpo y Walhalla.

Pero la percepción intrínseca y la supersensibilidad auditiva de los hombres se mezclan siempre, al ser exteriorizadas, con la facultad de comprensión y de expresión personal del momento. A eso se debió que los griegos, los romanos y los germanos describiesen a los mismos líderes de los Elementos y de todos los seres sustanciales según los veía y entendía cada uno, de acuerdo con los respectivos conceptos del medio ambiente de su época. Sin embargo, a pesar de algunas diferencias de descripción, se trataba de las mismas entidades.

Si hoy, por ejemplo, cinco o más supersensibles auditivos se reunieran y escucharan simultáneamente una misma frase pronunciada en el más allá, al ser reproducida, sólo existiría unanimidad en el sentido de lo escuchado, pero no en las palabras. Cada uno las escucharía y las reproduciría a su modo, pues en la recepción intervienen muchos factores personales que también ponen su peso en el platillo de la balanza, exactamente igual que la música es sentida por los auditores de muy diferente manera, aun cuando, en el fondo, haya sido interpretada por igual para todos. Más adelante especificaré con más amplitud todas estas trascendentales concomitancias concernientes a las relaciones del hombre terrenal con el universo. Hacerlo hoy nos alejaría demasiado del tema. —

Posteriormente, cuando los pueblos escogidos, es decir, los más des arrollados interiormente, (el desarrollo del intelecto no cuenta), pudieron franquear los límites de la sustancialidad, por razón de la madurez alcanzada mediante las experiencias vividas, su facultad de percibir o presentir se extendió hasta el umbral del reino espiritual.

La consecuencia natural fue que aquellos dioses de entonces quedaran destronados como tales y, en su lugar, fuera puesto lo que era superior a ellos. Pero, por desgracia, a pesar de todo, no llegaron tan lejos como para poder percibir espiritualmente.

De ese modo, el reino espiritual quedó cerrado para ellos, pues en ese punto se interrumpió el curso normal de la evolución, obstaculizada por la petulancia del intelecto, cada vez más acentuada.

Muy pocas excepciones pudieron salvarse de esa estagnación, como, por ejemplo, Buda y otros más, cuya renunciación al mundo les permitió proseguir su evolución de manera normal, llegando también, hasta cierto punto, a ver espiritualmente.

Esa renunciación al mundo, ese alejamiento de los hombres con vistas al progresivo desarrollo del espíritu, se hizo necesario a causa solamente del unilateral cultivo del intelecto, enemigo de Dios, cuyo dominio iba haciéndose cada vez más absoluto. Fue una autodefensa natural contra la superficialidad espiritual, que iba ganando terreno, cosa que no habría sucedido nunca si la evolución hubiera sido normal en general. Al contrario: cuando el hombre alcanza un cierto grado de elevación en el curso de su desarrollo espiritual, se ve obligado a fortalecerse de continuo mediante la actividad, pues, si no, sobreviene una somnolencia que elimina en seguida toda posibilidad de seguir evolucionando. Surge una estagnación que fácilmente puede conducir a un retroceso.

A pesar de que el continuado desarrollo de Buda y también de otros no llegó más que hasta un grado muy determinado, es decir, no fue completo, se hizo tan grande la distancia entre ellos y los demás hombres, que éstos conceptuaron como enviados de Dios a esos seres normalmente evolucionados, cuando lo único que aconteció fue que, por el mayor progreso del espíritu, se abrieron, para ellos, de modo natural, nuevos horizontes.

No obstante, esos que sobresalieron de la masa humana, espiritualmente estacionada y, en parte, retrógrada, no pudieron pasar más allá de las abiertas puertas de acceso a la espiritualidad, si bien pudieron entrever vagamente algunas cosas, pero sin ver claramente. Sin embargo, vislumbraron y sintieron netamente la existencia de una inmensa, consciente y única dirección venida de arriba, de un mundo en el que no fueron capaces de mirar.

Atendiendo a ese sentimiento, concibieron la idea de un Dios único e invisible, sin saber más sobre el particular.

Resulta, pues, comprensible que se imaginaran a ese Dios, apenas presentido, como el ser espiritual más perfecto, puesto que la espiritualidad era la nueva región ante cuyo umbral se encontraban.

Así sucedió que esa nueva concepción de un Dios invisible fuera exacta en cuanto al hecho en sí, pero no en cuanto al concepto, pues el concepto que ellos tenían era falso. ¡Jamás el espíritu humano ha concebido el concepto de Dios tal como es realmente! Sólo se Le imagina como un supremo ser espiritual. Esta deficiencia, propia de la falta de continuidad en la evolución, aún se manifiesta actualmente en el hecho de que muchos hombres siguen aferrados a la opinión de que llevan dentro de sí analogía con Aquel a Quien ellos consideran como Dios.

La causa de tal error está en el detenimiento de la evolución espiritual.

Si ésta hubiera seguido progresando, los hombres en maduración no habrían pensado inmediatamente, al pasar de los antiguos dioses de la sustancialidad a un concepto más elevado, en ese Dios invisible, sino que su presentimiento les habría revelado desde un principio la existencia de espirituales criaturas originarias, superiores a los líderes de los Elementos — considerados como dioses — y cuya residencia es la Mansión del Grial, la más elevada de la espiritualidad. Al principio las habrían tomado por dioses, pero sólo hasta valorarlas dentro de sí de tal suerte, que esas criaturas originarias, los seres verdaderamente creados a imagen y semejanza de Dios, no solamente fueran presentidas, sino que también pudieran ser escuchadas, por intermediarios, espiritualmente. De éstos habrían recibido el anuncio de la existencia de “un Dios único que existe por Sí mismo”, cuya sede está fuera de la creación.

Entonces, orientando su sentimiento de esa índole, habrían alcanzado, por último, una madurez espiritual tal, que albergarían dentro de sí la facultad de acoger con alegría, como un paso más hacia el progreso, el mensaje divino aportado por un enviado de Dios procedente efectivamente de la esfera divina, situada más allá de los límites de la creación y, por tanto, fuera del campo de acción de su percepción.

¡Ese hubiera sido el camino normal!

Pero en lugar de eso, su evolución quedó detenida ante el umbral de la espiritualidad y volvió incluso a retrogradar rápidamente por culpa de los hombres.

Llegó así la época en que se impuso el acto urgente de la encarnación de un enviado divino en la persona de Jesús de Nazaret, a fin de trasmitir un mensaje divino a la humanidad, aun insuficientemente madura para recibir explicaciones, de modo que, con su ayuda, los que seguían buscando a pesar de su inmadurez, pudieran apoyarse en la fe aunque no fuera más que provisionalmente.

Por esta razón, el Hijo de Dios, enviado a socorrer a la humanidad en trance de perderse, no pudo hacer otra cosa que exigir, por el momento, sólo fe y confianza en Sus palabras.

Una misión francamente desesperada. Cristo no podía ni siquiera decir todo lo que hubiera querido. Por eso no habló de muchas cosas, como, por ejemplo, de las reencarnaciones terrenales y demás. La inmadurez espiritual ante la que El se encontraba era demasiado grande para estas cuestiones. Lleno de amargura, El mismo confió a sus discípulos: “¡Aún tendría que deciros muchas cosas, pero no las entenderíais!”

Así, pues, los discípulos tampoco: muchas cosas que El dijo fueron mal entendidas por ellos. Y, si el mismo Cristo fue incomprendido por sus discípulos durante Su existencia terrenal, es evidente que, al ser trasmitidas Sus palabras, habían de surgir numerosos errores, a los cuales, desgraciadamente, siguen aferrándose obstinadamente los hombres de la actualidad. A pesar de que Cristo sólo exigió, de aquella humanidad inmadura, fe en Su Palabra, requirió también de los hombres de voluntad sincera que esa fe inicial se mantuviera “viva” en ellos.

Es decir que esa fe debía convertirse en convicción. Porque quien siguiera Sus palabras confiadamente fomentaría nuevamente la evolución progresiva de su espíritu, y, por efecto de esa evolución, habría de pasar, poco a poco, de la fe a la convicción de lo dicho por El.

He aquí la razón de que el Hijo del Hombre haya de exigir convicción en lugar de fe. La exigirá también de aquellos que afirmen llevar en sí el mensaje de Cristo y estén dispuestos a seguirlo. Pues el que aún no haya reemplazado la fe por la convicción en la Verdad del divino mensaje de Cristo, que es uno con el Mensaje del Grial e inseparable de él, no habrá logrado todavía la madurez de su espíritu, imprescindible para tener acceso en el paraíso, ¡Ese tal será rechazado!

En ese caso, tampoco el más grande saber intelectual podrá conseguirle una escapatoria. Como es natural, habrá de quedarse atrás y se perderá para siempre. —

Ahora bien, el hecho de que la humanidad de esta parte cósmica se encuentre aún, en su evolución, en el umbral del reino espiritual, e incluso, en su mayor parte, por debajo de él, se debe únicamente a su propia falta de voluntad, al orgulloso afán de querer saberlo todo mejor, afán muy propio del intelecto. Por eso tenía que fracasar rotundamente el cumplimiento de la evolución normal, como se ha hecho ya evidente para muchos.

En su diversidad, los cultos religiosos de la humanidad no son, en modo alguno, productos de la fantasía, sino que representan diferentes fases de la vida en el llamado “más allá”. Incluso el curandero de una tribu de negros o de indios tiene también su justificación sobre el plano inferior de su pueblo. Y aunque se mezclen entre ellos timadores e impostores, no se puede arrojar al polvo la cuestión en sí.

Los demonios, las ninfas de los bosques, los silfos y también los denominados dioses de la antigüedad, continúan estando hoy en los mismos sitios y ejercen la misma actividad que antes. Incluso la más elevada mansión de esos grandes líderes de los elementos — el Olimpo o el Walhalla — no ha sido nunca una leyenda, sino que ha sido percibida realmente. Pero lo que los hombres detenidos en su evolución no han podido percibir ya, son las criaturas espirituales originarias, imagen y semejanza de Dios, que también poseen una mansión elevada denominada La Mansión del Grial, la más alta dentro de la espiritualidad y, por consiguiente, la más elevada de toda la creación.

La existencia de esa mansión sólo pudo ser anunciada a los hombres — situados en el umbral de todo lo espiritual — mediante inspiraciones, ya que aún no estaban suficientemente maduros para poder concebir esto por el presentimiento.

¡Todo es vida! Sólo los hombres, que pretenden ser progresistas, han doblado hacia un lado, en lugar de seguir hacia adelante, y han vuelto a tomar el camino hacia el abismo.

Pero no se vaya a creer que, en el curso de una evolución posterior, llegue a modificarse de nuevo el concepto de Dios enseñado por Cristo y por mi Mensaje del Grial. Ese concepto se mantendrá inmutable para siempre, pues no existe nada superior a él.

Con la entrada en la espiritualidad — que aún falta por conseguir actualmente — y con el perfeccionamiento dentro de ella, todo espíritu humano puede llegar tan alto en su ascensión, mediante las experiencias íntimamente vividas, que necesariamente ha de conseguir el convencimiento de esa realidad. Entonces, consciente de la Fuerza divina, podría cumplir el gran cometido que le estaba reservado desde el principio. Nunca más se engreiría de llevar divinidad dentro de sí. ¡Esa loca ilusión no es más que el cuño y el precinto de su actual inmadurez!

Sin embargo, en la consciencia de la realidad residiría la gran humildad, y nacería esa liberadora voluntad de servir que la pura doctrina de Cristo siempre puso como exigencia.

Sólo cuando los misioneros, los predicadores y los maestros basen su actividad en el conocimiento de la evolución natural de toda la creación y, por tanto, en el conocimiento exacto de las leyes de la Voluntad divina, sin dar saltos ni dejar lagunas, podrán registrar verdaderos éxitos espiritualmente vivos.

Actualmente, cada religión es, por desgracia, una mera estructura rígida que apenas si puede conservar un contenido inerte. Sin embargo, después de efectuada la necesaria transformación, ese contenido, hasta entonces inerte, quedará impregnado de vitalidad, rebasará las frías, muertas y rígidas estructuras, y se vertirá, rebosante de júbilo, sobre todos los mundos y entre todos los pueblos.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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