67. DIOSES – OLIMPO – WALHALLA
¡CUÁNTO HA YA que se intenta conseguir una comprensión exacta de los conocidos dioses de tiempos pasados y su relación con la época actual! Personas competentes y eruditas buscan una solución que aporte un esclarecimiento total.
Pero eso sólo es posible si tal solución proporciona
simultáneamente una visión completa de todas
las épocas, desde los comienzos de la humanidad hasta nuestros días. De
otro modo, se tratará nuevamente de una obra fragmentaria. No tiene ningún
sentido limitarse sencillamente a la época en que tuvo su apogeo el culto
rendido a los dioses por griegos, romanos e incluso germanos, culto bien conocido
de todos. Mientras las explicaciones no engloben al mismo tiempo, como algo
natural y espontáneo, todo lo acaecido desde el principio hasta el fin,
seguirán siendo erróneas. A pesar de toda la sagacidad empleada, los intentos
llevados a cabo hasta el momento han ido a parar, una y otra vez, al fracaso,
no han podido subsistir ante lo profundo de los sentimientos, flotaban en el
aire sin relación ninguna con los períodos anteriores y posteriores.
Tampoco era de esperar otra cosa, si se tiene bien presente
el proceso evolutivo de la humanidad.
Los auditores y lectores de mi Mensaje del Grial deberían
estar en condiciones de deducir por sí mismos cómo proceder verdaderamente en
estas cuestiones, que, en su mayor parte, incluso han sido relegadas ya al dominio
de los mitos y leyendas, o se ha intentado admitirlas como meros productos de
la fantasía propia de los conceptos religiosos, formados e inventados a partir
de las observaciones de la naturaleza en correlación con los acontecimientos
cotidianos.
No le resultará difícil al investigador y pensador
descubrir en las antiguas mitologías algo
más que simples mitos. Más aún:
ha de percibir claramente el evento real.
El que quiera, que me siga.
Hago aquí referencia a mi conferencia: “¡Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen!” Describí allí brevemente la historia de la
humanidad sobre la Tierra, desde el principio hasta hoy. DI también una idea
general de las consecuencias posteriores. Se vió cómo a la mitad del ciclo de
la creación, la sustancialidad, situada por debajo de la espiritualidad, llegó
al punto culminante de su actividad en la materialidad, más baja que ella, y
cómo ese cumplimiento dejó abierto el
camino para la introducción del elemento espiritual, de naturaleza más elevada,
repitiéndose el proceso continuamente en la creación. Expliqué también cómo el
cuerpo animal, desarrollado al máximo por la acción de la sustancialidad, — ese cuerpo que se ha dado en llamar
hombre primitivo — ofreció, en el
instante preciso de llegar al punto culminante de su evolución, la ocasión
propicia para la introducción en él del germen espiritual, introducción que
también tuvo lugar en ese punto de la evolución de la creación y seguirá
efectuándose siempre. Así, pues, en aquel animal superdesarrollado penetró algo
nuevo que había estado ausente de él hasta entonces: el elemento espiritual.
Ahora bien, no debemos apresurarnos nuevamente a sacar de
este hecho la conclusión de que tal acontecimiento se repite continuamente en
la misma parte cósmica, en el curso
de su progresiva evolución. ¡Eso no es cierto! Ese evento acontece una vez solamente en la misma parte cósmica.
En el curso de la evolución progresiva, la ley de atracción
de las afinidades echa también un cerrojo imposible de descorrer, que impide
una repetición en la misma parte cósmica. La atracción de las afinidades es, en
este caso, sinónimo de admisión durante
un período evolutivo perfectamente determinado, en el que los gérmenes
espirituales, surcando los límites de la materialidad cual si fueran meteoritos,
pueden introducirse en esa materialidad una vez que ésta haya alcanzado un
cierto grado de desarrollo y esté en condiciones de admitirlos, siendo
absorbidos y cercados por los puntos de recepción; en este caso, los
superdesarrollados cuerpos animales propios de la época, es decir, siendo
incrustados y retenidos dentro de ellos.
Lo mismo sucede, a escala reducida, en el proceso de
reacción química: la composición de un elemento extraño sólo es posible en
condiciones perfectamente definidas, a un cierto grado de calor o temperatura
de la masa absorbente, después que ese calor
o temperatura haya provocado, a su vez, un estado especial de la masa, el cual
únicamente puede ser conseguido a esa temperatura precisa. La menor variación a
tal respecto imposibilita por completo la combinación, y los elementos se
repelen, inaccesibles el uno al otro.
En este caso particular, la afinidad reside en un
determinado estado de madurez recíproca que sólo presenta grandes divergencias en apariencia, pues está equilibrado por
las diferencias de altura y profundidad de las dos partes componentes. El punto
más bajo del elemento espiritual es, en cuanto a su madurez, similar al punto
más alto de la sustancialidad, situada por debajo de aquél. Solamente en el
punto preciso en que se verifica ese encuentro es posible una unión. Y,
comoquiera que la materialidad evoluciona siempre según un gran ciclo:
nacimiento, florecimiento, maduración y descomposición por exceso de madurez,
mientras que lo espiritual se extiende por encima de él, una ardiente fusión no
puede efectuarse más que en punto perfectamente determinado del proceso
evolutivo de la materialidad. Es una fecundación espiritual de la materialidad,
que, preparada por los elementos sustanciales, se abre ferviente para acoger al
germen espiritual.
Después que ese punto
de unión es sobrepasado por una parte cósmica en evolución progresiva, cesa
para ella la posibilidad de una fecundación a
cargo del germen espiritual, y viene a ocupar su sitio la parte cósmica más
inmediata. Para aquella primera parte cósmica comienza una nueva fase, durante
la cual los espíritus en trance de madurar podrán hallar acceso, y así
sucesivamente. No dispongo de espacio suficiente para exponer en esta
conferencia el cuadro completo del universo. Sin embargo, estoy seguro de que
el investigador sincero podrá imaginarse perfectamente la continuación.
Tan pronto como el elemento espiritual hace su entrada en
la materialidad, se deja sentir en seguida su viva influencia sobre todo lo
demás, a consecuencia de su más elevada constitución y a pesar de encontrarse
en el estado inconsciente de
entonces, comenzando a dominar desde el principio. La manera en que ese germen
espiritual va transformando poco a poco al cuerpo animal, hasta convertirlo en
el cuerpo humano actual, ya no es incomprensible para ninguno de mis lectores.
No obstante, los cuerpos animales de aquella raza
superdesarrollada en que no se introdujo ningún germen espiritual, quedaron
paralizados en su evolución — puesto que los elementos sustanciales ya habían
conseguido el máximo y faltaba el elemento espiritual como fuente de nuevas
energías — y con esa paralización sobrevino rápidamente la sobremaduración, a
la que siguió una regresión que condujo a la descomposición. Para esa raza no
había más que dos posibilidades: una elevación por medio del espíritu, para
convertirse en cuerpos humanos, o la extinción, la desintegración. Así fue cómo
aquella especie animal madura dejó de existir.
Sigamos ahora el lento proceso según el
cual ese germen espiritual, que empezó siendo inconsciente, llega a ser consciente y se convierte en
espíritu humano. Participemos con él
mentalmente de la gradual infiltración filtración a través de las envolturas y
ambientes que le rodeaban.
No resultará nada difícil, pues el proceso evolutivo se
muestra claramente en su forma exterior. Sólo se requiere observar las razas
humanas que aún existen actualmente en la Tierra.
Los espíritus de los hombres más primitivos, por ejemplo, —
entre los que se cuentan los llamados pueblos salvajes, y a los que también
pertenecen los Bosquimanos y los Hotentotes — no es que hayan permanecido menos
tiempo en la materialidad, sino que no han evolucionado con ella, o, después de haber alcanzado una cierta
elevación en el más allá o en este mundo, han vuelto a retroceder hasta el
extremo de no poder encarnarse más
que en un medio ambiente tan bajo. Por
una causa u otra, lo cierto es que se
encuentran a un nivel mucho más bajo por culpa
propia y de acuerdo con el proceso natural de las cosas, de suerte que las
perspectivas que pueda ofrecerles su medio ambiente no físico tampoco serán muy halagüeñas.
La tendencia espiritual a ver más allá del nivel en que uno
se encuentra, va inherente ya en el germen espiritual, constituye lo más
personal de su esencia, y, debido a eso, se manifiesta marcadamente hasta en
los planos más bajos de la evolución. Es el elemento vital propulsor en el espíritu, particularidad que falta
en las demás esencias o especies de la creación. Pero la posibilidad de
presentir o ver no es dada más que
para un plano superior al que uno
ocupa en un momento determinado, y no más allá. De aquí que esas almas humanas
de un nivel inferior, tan retrasadas en su evolución a consecuencia de su
negligencia o de las faltas cometidas, sólo puedan presentir o entrever por
clarividencia seres de baja condición.
Talentos mediumísticos o clarividentes existen en todas las razas, cualquiera que sea el
nivel en que se encuentren.
Quiero volver a insistir en esta ocasión sobre el hecho de que cuando, en mis explicaciones,
hablo de “percibir” o “presentir”, me refiero siempre exclusivamente a lo que
los clarividentes “perciben personalmente”.
Ahora bien, esa percepción personal es, para los “videntes”
de todas las épocas, la cuarta parte, como
máximo, de lo que ven, y no puede extenderse más allá del plano inmediato
superior al que se corresponde con la propia madurez interior. No puede ser de
otra manera. Pero esta circunstancia supone, al mismo tiempo, una protección
natural del clarividente, como tantas veces he mencionado.
Por consiguiente, mis auditores no deben suponer que la
madurez interior de los médiums y clarividentes sea necesariamente tan elevada
como las “visiones” que describen, pues las puras y luminosas alturas, así como
los sucesos y espíritus propios de esas elevadas esferas, les son mostrados únicamente en imágenes vivas por
mediación de guías espirituales y seres superiores. Pero los clarividentes
creen erróneamente haber experimentado todo eso realmente, engañándose de ese modo a sí mismos. De ahí proviene
también la gran extrañeza de que sea tan frecuente la mediocridad del carácter
de muchos médiums, que describen, como vividas y percibidas, cosas que no
guardan relación ninguna o muy poca con su propia forma de ser.
Por tanto, me refiero aquí
solamente al limitado alcance de la verdadera
percepción personal de los médiums y clarividentes. Todo lo demás no entra
en consideración.
En realidad, los clarividentes y médiums de todos los tiempos deben servir
únicamente para, con sus dotes, ayudar a la humanidad a ascender continuamente,
pero nunca para hacer de guías, sino, todo lo más, como intermediarios. Un
hombre con dotes mediumísticas no puede ser nunca un guía, pues está demasiado
sujeto a radiaciones y demás influencias. Los médiums deben ser puertas
abiertas temporalmente con vistas a la evolución ulterior, deben ser los
peldaños de la escalera de la ascensión.
Según esto, si se considera que a las razas inferiormente
evolucionadas espiritualmente sólo les es dado percibir el medio ambiente del
mismo bajo nivel, con muy poca amplitud hacia arriba, no será difícil
comprender que, entre esas razas humanas inferiores,
no descubramos, en principio, más que el temor y la adoración a los
demonios: lo único que ellos son capaces de percibir y presentir.
Tal es la situación superficialmente considerada. Pero voy
a profundizar más en mis explicaciones, aun cuando nos desviemos de la clara
visión general.
Como es natural, el espíritu de esas razas humanas
inferiores — insuficientemente desarrollado o que ha vuelto a atrofiarse — se
encuentra también — todavía o de nuevo — espiritualmente
sordo y ciego. Esos hombres no son capaces de ver con los ojos
espirituales, aparte de que, desgraciadamente,
ningún ser humano lo ha conseguido hasta ahora.
Pero el hombre que se encuentra aún en ese estado inferior no puede ver tampoco ni con los ojos
sustanciales ni con los etéreos, sino exclusivamente con los ojos físicos, cada
vez más penetrantes por efecto de la lucha personal que ha de sostener, en las regiones salvajes, contra los
animales, contra sus semejantes y contra los elementos, con lo que, poco a
poco, irá distinguiendo planos físicos
más sutiles hasta llegar a percibir la
más pura materialidad física.
Es entonces cuando descubre los fantasmas, seres imaginarios engendrados
por el miedo y el temor de los hombres, en lo que también hallan el sostén
para subsistir.
Esos fantasmas sin
vida propia dependen por completo de los sentimientos humanos, son atraídos
o repelidos por éstos. Aquí se manifiesta, en toda su efectividad, la ley de
atracción de las afinidades. El temor atrae siempre a esos engendros del miedo
y del temor, de modo que parecen precipitarse formalmente sobre los timoratos.
Como quiera que los fantasmas están atados a sus
progenitores — hombres poseídos igualmente de grandes temores — por extensibles
cordones de nutrición, resulta que todo medroso está también en indirecta
comunicación con la multitud de miedosos y temerosos, recibiendo de ellos
nuevas afluencias, las cuales no hacen otra cosa que aumentar su propio temor y
su angustia hasta el punto de poder arrastrarle a la desesperación y a la
locura.
La intrepidez, en cambio, es decir, el valor, repele tales
fantasmas de manera natural y espontánea. De aquí que el intrépido tenga
siempre la ventaja a su favor, como ya es harto sabido.
¿Es, pues, de extrañar que entre las razas inferiores
surjan pretendidos curanderos y magos, cuya casta fue fundada por clarividentes que poseían efectivamente
la facultad de observar cómo esos fantasmas, erróneamente considerados como
seres con vida propia, podían ser “expulsados” mediante un cierto recogimiento
interior, desechando el temor por medio de saltos y contorsiones, o también por
la concentración, o con conjuros que infunden valor?
Y aunque todo esto pueda parecernos absurdo y ridículo, no
por eso cambia algo el hecho de que, desde
sus puntos de vista y según su capacidad intelectiva, obran muy acertadamente y juzgan que somos nosotros quienes estamos faltos de
comprensión por ignorancia.
Dentro de toda esa serie de magos y curanderos, suele
suceder, como es natural, que muchos de los sucesores ni poseen aptitudes
mediumísticas ni clarividencia de ninguna clase, dado que ese cargo va
acompañado también de un prestigio y de unos beneficios que los hombres de bajo
nivel se esfuerzan en alcanzar con la misma falta de escrúpulos que los de raza
blanca, más evolucionados que ellos. Los “no videntes” se reducen simplemente a
imitar, sin comprenderlas, todas las ceremonias de sus predecesores, añadiendo
incluso alguna que otra insensatez con el fin de causar más impresión y hacer
ver que sólo les interesa el bienestar de sus semejantes, convirtiéndose así en
astutos impostores, que no buscan más que su propia conveniencia sin tener la
menor idea del verdadero significado de esos ritos, que, hoy día, son tomados
como base para juzgar y condenar a toda la casta.
He aquí, por tanto, la razón de que entre esas razas
humanas inferiores no podamos hallar, en principio, más que el temor y el culto
a los demonios. Eso es cuanto son capaces de percibir, y les infunde temor por
tratarse de seres de distinta naturaleza que la suya.
Pasemos ahora a considerar planos algo más elevados en
cuanto a su evolución, cuyos moradores poseen una facultad perceptiva más
amplia, ya sea por efecto de la clarividencia, ya sea inconscientemente, por
presentimiento, que también es parte integrante de la percepción intrínseca. En
el caso de esos hombres de evolución más elevada, diversas capas envolventes
han sido atravesadas ya — de dentro a fuera — por el incrustado espíritu — cada
vez más despierto — en su marcha hacia arriba.
A eso se debe que puedan ver seres más bondadosos o
conozcan su existencia por presentimientos, de donde, poco a poco, surge un
abandono del culto a los demonios. Así se continúa avanzando: cada vez más
alto, cada vez más luminosidad. En su normal evolución, el espíritu siempre tiende
a seguir adelante.
Según esto, los griegos, los romanos y los germanos, por
ejemplo, debían poseer una visión aún más amplia. Su percepción intrínseca
sobrepasaba los límites de la materialidad y se extendía hasta la
sustancialidad, más elevada que aquélla. En el curso de su desarrollo
posterior, llegaron hasta a ver a los
líderes de los seres sustanciales y de los Elementos. Con sus dotes
especiales, algunos médiums consiguieron, incluso, mantener estrecha relación
con ellos, ya que, siendo éstos criaturas sustanciales conscientes, tienen un
cierto parentesco con la sustancialidad,
de la cual también lleva el hombre una parte dentro de sí además de la
espiritualidad.
La facultad de ver, sentir y oír a los seres sustanciales,
constituyó, dado el grado de desarrollo de aquellos
pueblos, lo más que pudieron conseguir. Es, pues, natural que esos pueblos
juzgaran a los líderes de los Elementos como lo más perfecto desde el punto de
vista de su actividad y de su distinta naturaleza, y les dieran el título de
dioses, cuya residencia, parecida a una mansión y existente en realidad, fue
llamada Olimpo y Walhalla.
Pero la percepción intrínseca y la supersensibilidad
auditiva de los hombres se mezclan siempre, al ser exteriorizadas, con la
facultad de comprensión y de expresión personal
del momento. A eso se debió que los griegos, los romanos y los germanos
describiesen a los mismos líderes de
los Elementos y de todos los seres sustanciales según los veía y entendía cada
uno, de acuerdo con los respectivos conceptos del medio ambiente de su época.
Sin embargo, a pesar de algunas diferencias de descripción, se trataba de las
mismas entidades.
Si hoy, por ejemplo, cinco o más supersensibles auditivos
se reunieran y escucharan simultáneamente una misma frase pronunciada en el más allá, al ser reproducida, sólo existiría
unanimidad en el sentido de lo
escuchado, pero no en las palabras. Cada uno las escucharía y las reproduciría
a su modo, pues en la recepción intervienen muchos factores personales que también ponen su peso en el platillo de la
balanza, exactamente igual que la música es sentida por los auditores de muy
diferente manera, aun cuando, en el fondo, haya sido interpretada por igual
para todos. Más adelante especificaré con más amplitud todas estas trascendentales
concomitancias concernientes a las relaciones del hombre terrenal con el
universo. Hacerlo hoy nos alejaría demasiado del tema. —
Posteriormente, cuando los pueblos escogidos, es decir, los más des arrollados interiormente, (el
desarrollo del intelecto no cuenta),
pudieron franquear los límites de la sustancialidad, por razón de la madurez
alcanzada mediante las experiencias vividas, su facultad de percibir o
presentir se extendió hasta el umbral del
reino espiritual.
La consecuencia natural fue que aquellos dioses de entonces
quedaran destronados como tales y, en su lugar, fuera puesto lo que era
superior a ellos. Pero, por desgracia, a pesar de todo, no llegaron tan lejos como para poder percibir espiritualmente.
De ese modo, el
reino espiritual quedó cerrado para
ellos, pues en ese punto se interrumpió el curso normal de la evolución,
obstaculizada por la petulancia del intelecto, cada vez más acentuada.
Muy pocas excepciones pudieron salvarse de esa estagnación,
como, por ejemplo, Buda y otros más, cuya renunciación al mundo les permitió
proseguir su evolución de manera normal, llegando también, hasta cierto punto,
a ver espiritualmente.
Esa renunciación al mundo, ese alejamiento de los hombres
con vistas al progresivo desarrollo del espíritu, se hizo necesario a causa
solamente del unilateral cultivo del intelecto, enemigo de Dios, cuyo dominio
iba haciéndose cada vez más absoluto. Fue una autodefensa natural contra la
superficialidad espiritual, que iba ganando terreno, cosa que no habría
sucedido nunca si la evolución hubiera sido normal en general. Al contrario: cuando el hombre alcanza un cierto grado
de elevación en el curso de su desarrollo espiritual, se ve obligado a
fortalecerse de continuo mediante la actividad, pues, si no, sobreviene una somnolencia
que elimina en seguida toda posibilidad de seguir evolucionando. Surge una
estagnación que fácilmente puede conducir a un retroceso.
A pesar de que el continuado desarrollo de Buda y también
de otros no llegó más que hasta un grado muy determinado, es decir, no fue
completo, se hizo tan grande la distancia entre ellos y los demás hombres, que
éstos conceptuaron como enviados de Dios a esos seres normalmente
evolucionados, cuando lo único que aconteció fue que, por el mayor progreso del
espíritu, se abrieron, para ellos, de modo natural, nuevos horizontes.
No obstante, esos que sobresalieron de la masa humana,
espiritualmente estacionada y, en parte, retrógrada, no pudieron pasar más allá
de las abiertas puertas de acceso a la espiritualidad, si bien pudieron
entrever vagamente algunas cosas, pero
sin ver claramente. Sin embargo, vislumbraron y sintieron netamente la
existencia de una inmensa, consciente y única
dirección venida de arriba, de un mundo en el que no fueron capaces de
mirar.
Atendiendo a ese sentimiento,
concibieron la idea de un Dios único e
invisible, sin saber más sobre el particular.
Resulta, pues, comprensible que se imaginaran a ese Dios,
apenas presentido, como el ser espiritual
más perfecto, puesto que la espiritualidad era la nueva región ante cuyo umbral se encontraban.
Así sucedió que esa nueva concepción de un Dios invisible
fuera exacta en cuanto al hecho en sí, pero
no en cuanto al concepto, pues el concepto que ellos tenían era falso.
¡Jamás el espíritu humano ha concebido el
concepto de Dios tal como es
realmente! Sólo se Le imagina
como un supremo ser espiritual. Esta
deficiencia, propia de la falta de continuidad en la evolución, aún se
manifiesta actualmente en el hecho de que muchos hombres siguen aferrados a la
opinión de que llevan dentro de sí analogía
con Aquel a Quien ellos consideran como Dios.
La causa de tal error está en el detenimiento de la evolución espiritual.
Si ésta hubiera seguido
progresando, los hombres en maduración no habrían pensado inmediatamente, al
pasar de los antiguos dioses de la sustancialidad a un concepto más elevado, en
ese Dios invisible, sino que su presentimiento les habría revelado desde un
principio la existencia de espirituales
criaturas originarias, superiores a los líderes de los Elementos —
considerados como dioses — y cuya
residencia es la Mansión del Grial, la más elevada de la espiritualidad. Al principio las habrían
tomado por dioses, pero sólo hasta valorarlas dentro de sí de tal suerte, que esas criaturas originarias, los
seres verdaderamente creados a imagen y
semejanza de Dios, no solamente fueran presentidas, sino que también
pudieran ser escuchadas, por
intermediarios, espiritualmente. De éstos habrían recibido el anuncio de la
existencia de “un Dios único que existe por
Sí mismo”, cuya sede está fuera de la
creación.
Entonces, orientando su sentimiento de esa índole, habrían
alcanzado, por último, una madurez espiritual tal, que albergarían dentro de sí
la facultad de acoger con alegría, como un paso más hacia el progreso, el mensaje divino aportado por un enviado
de Dios procedente efectivamente de la esfera divina, situada más allá de los
límites de la creación y, por tanto, fuera del campo de acción de su
percepción.
¡Ese
hubiera sido el camino normal!
Pero en lugar de eso, su evolución quedó detenida ante el
umbral de la espiritualidad y volvió incluso a retrogradar rápidamente por
culpa de los hombres.
Llegó así la época en que se impuso el acto urgente de la encarnación de un enviado divino en la persona
de Jesús de Nazaret, a fin de trasmitir un mensaje divino a la humanidad, aun
insuficientemente madura para recibir explicaciones, de modo que, con su ayuda,
los que seguían buscando a pesar de su inmadurez, pudieran apoyarse en la fe aunque no fuera más que
provisionalmente.
Por esta razón, el Hijo de Dios, enviado a socorrer a la
humanidad en trance de perderse, no pudo hacer otra cosa que exigir, por el
momento, sólo fe y confianza en Sus palabras.
Una misión francamente desesperada. Cristo no podía ni siquiera decir todo lo que hubiera querido. Por
eso no habló de muchas cosas, como,
por ejemplo, de las reencarnaciones terrenales y demás. La inmadurez espiritual
ante la que El se encontraba era demasiado grande para estas cuestiones. Lleno
de amargura, El mismo confió a sus discípulos: “¡Aún tendría que deciros muchas cosas, pero no las entenderíais!”
Así, pues, los discípulos tampoco: muchas cosas que El dijo
fueron mal entendidas por ellos. Y, si el mismo Cristo fue incomprendido por sus discípulos durante Su existencia
terrenal, es evidente que, al ser trasmitidas Sus palabras, habían de surgir
numerosos errores, a los cuales, desgraciadamente, siguen aferrándose
obstinadamente los hombres de la actualidad. A pesar de que Cristo sólo exigió,
de aquella humanidad inmadura, fe en
Su Palabra, requirió también de los hombres de voluntad sincera que esa fe
inicial se mantuviera “viva” en ellos.
Es decir que esa fe debía convertirse en convicción. Porque
quien siguiera Sus palabras confiadamente fomentaría nuevamente la evolución
progresiva de su espíritu, y, por efecto de esa evolución, habría de pasar,
poco a poco, de la fe a la convicción de lo dicho por El.
He aquí la razón de que el Hijo del Hombre haya de exigir convicción en lugar de fe. La exigirá también
de aquellos que afirmen llevar en sí el mensaje de Cristo y estén dispuestos a
seguirlo. Pues el que aún no haya reemplazado la fe por la convicción en la Verdad del divino mensaje de Cristo, que es uno con el Mensaje del Grial e
inseparable de él, no habrá logrado todavía la madurez de su espíritu,
imprescindible para tener acceso en el paraíso, ¡Ese tal será rechazado!
En ese caso, tampoco el más grande saber intelectual podrá
conseguirle una escapatoria. Como es natural, habrá de quedarse atrás y se
perderá para siempre. —
Ahora bien, el hecho de que la humanidad de esta parte
cósmica se encuentre aún, en su evolución, en el umbral del reino espiritual, e incluso, en su mayor parte, por debajo de él, se debe únicamente a
su propia falta de voluntad, al orgulloso afán de querer saberlo todo mejor,
afán muy propio del intelecto. Por eso tenía que fracasar rotundamente el
cumplimiento de la evolución normal, como se ha hecho ya evidente para muchos.
En su diversidad, los cultos religiosos de la humanidad no
son, en modo alguno, productos de la fantasía, sino que representan diferentes
fases de la vida en el llamado “más
allá”. Incluso el curandero de una tribu de negros o de indios tiene también su
justificación sobre el plano inferior de
su pueblo. Y aunque se mezclen entre ellos timadores e impostores, no se puede
arrojar al polvo la cuestión en sí.
Los demonios, las ninfas de los bosques, los silfos y
también los denominados dioses de la antigüedad, continúan estando hoy en los
mismos sitios y ejercen la misma actividad que antes. Incluso la más elevada
mansión de esos grandes líderes de los elementos — el Olimpo o el Walhalla — no
ha sido nunca una leyenda, sino que ha sido percibida realmente. Pero lo que
los hombres detenidos en su evolución no han
podido percibir ya, son las criaturas
espirituales originarias, imagen y semejanza de Dios, que también poseen una
mansión elevada denominada La Mansión del Grial, la más alta dentro de la
espiritualidad y, por consiguiente, la más elevada de toda la creación.
La existencia de esa mansión sólo pudo ser anunciada a los
hombres — situados en el umbral de todo lo espiritual — mediante inspiraciones,
ya que aún no estaban suficientemente maduros para poder concebir esto por el presentimiento.
¡Todo es vida! Sólo los hombres, que pretenden ser
progresistas, han doblado hacia un lado, en lugar de seguir hacia adelante, y
han vuelto a tomar el camino hacia el abismo.
Pero no se vaya a creer que, en el curso de una evolución
posterior, llegue a modificarse de nuevo el concepto de Dios enseñado por
Cristo y por mi Mensaje del Grial. Ese concepto se mantendrá inmutable para
siempre, pues no existe nada superior a él.
Con la entrada en la espiritualidad — que aún falta por
conseguir actualmente — y con el perfeccionamiento dentro de ella, todo
espíritu humano puede llegar tan alto en su ascensión, mediante las
experiencias íntimamente vividas, que necesariamente ha de conseguir el
convencimiento de esa realidad. Entonces, consciente de la Fuerza divina,
podría cumplir el gran cometido que le estaba reservado desde el principio.
Nunca más se engreiría de llevar divinidad dentro de sí. ¡Esa loca ilusión no
es más que el cuño y el precinto de su actual inmadurez!
Sin embargo, en la consciencia de la realidad residiría la gran humildad, y nacería esa liberadora
voluntad de servir que la pura doctrina de Cristo siempre puso como exigencia.
Sólo cuando los misioneros, los predicadores y los maestros
basen su actividad en el conocimiento
de la evolución natural de toda la creación y, por tanto, en el conocimiento
exacto de las leyes de la Voluntad divina, sin dar saltos ni dejar lagunas,
podrán registrar verdaderos éxitos espiritualmente
vivos.
Actualmente, cada religión es, por desgracia, una mera
estructura rígida que apenas si puede conservar un contenido inerte. Sin
embargo, después de efectuada la necesaria transformación, ese contenido, hasta
entonces inerte, quedará impregnado de vitalidad, rebasará las frías, muertas y
rígidas estructuras, y se vertirá, rebosante de júbilo, sobre todos los mundos
y entre todos los pueblos.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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