viernes, 23 de diciembre de 2022

68. LA CRIATURA HUMANA

 

68. LA CRIATURA HUMANA

NUEVAS OLAS de indignación se levantan de continuo y vierten su contenido sobre Estados y países, provocadas por mi declaración de que la humanidad no lleva en sí nada divino. Esto prueba cuán profundas raíces ha echado la vanidad en las almas humanas y cuán poco gustan de separarse de ella, a pesar de que, de cuando en cuando, su sentimiento se despierta advirtiendo de ello y haciéndoles reconocer que eso tiene que ser así efectivamente.
Pero esa obstinada resistencia no modifica en nada la realidad de los hechos. Cuando los espíritus humanos, después de grandes esfuerzos, lleguen al profundo convencimiento de que falta en ellos todo vestigio de divinidad, se darán cuenta de que son aún más pequeños, más insignificantes de lo que se imaginan.
Por eso, quiero ir más lejos de donde he llegado hasta ahora, y voy a desplegar algo más la creación, para mostrar el plano al que pertenece el hombre. Apenas si es posible ya que el ser humano inicie su ascensión sin antes conocer exactamente lo que él es y de lo que es capaz. Una vez que esté enterado de ello, sabrá también, por fin, lo que debe hacer.
Ahora bien, entre esto y lo que él desea actualmente existe una gran diferencia… ¡y qué diferencia!
Esto ya no inspira misericordia al que le es dado ver con claridad. Entiendo por “ver” no la visión de un vidente, sino la de un hombre de conocimientos. En la actualidad, en lugar de compasión y misericordia, sólo puede surgir cólera. Cólera y desprecio ante la monstruosa altanería frente a Dios, puesta de manifiesto continuamente, cada día, cada hora, en el orgulloso comportamiento de cientos de miles, en un orgullo que no alberga ni un hálito de sabiduría. No merece la pena gastar ni una sola palabra a tal respecto.
Lo que diga de aquí en adelante irá dirigido a esos pocos que, poseídos de pura humildad, aún pueden alcanzar un cierto conocimiento sin tener que ser quebrantados previamente, tal como pronto tendrá lugar de acuerdo con las leyes divinas, a fin de dar acceso definitivamente a la veraz Palabra y prepararle un terreno fértil.
Toda obra mal hecha, vacía y llena de palabrería, erigida por esos seudosabios terrenales, será reducida a escombros junto con el terreno actual, completamente árido.
Ya es hora también de que ese torrente de palabras vacías, que es como un veneno para todo lo que aspira a ascender, se desplome sobre sí mismo a causa de su total vaciedad.
Apenas establecida por mí la diferencia existente entre el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, definiéndolos como dos personalidades distintas, surgieron disertaciones que pretendían demostrar, por medio de complicados razonamientos teológico-filosóficos, que eso no es así. Sin abordar objetivamente mis indicaciones, se pretende mantener en pie a toda costa el antiguo error, incluso a expensas de una lógica objetividad, según los confusos métodos de los dogmas actuales. Se insiste obstinadamente en paisajes aislados de antiguas escrituras excluyendo todo pensamiento personal y, por tanto, poniendo como tácita condición que a los lectores y auditores no les sea dado igualmente ni pensar ni, mucho menos, sentir nada; pues, si no, se pondría en evidencia rápidamente que con todas esas palabras no se ha alegado prueba ninguna, ya que sigue siendo imposible sacar una consecuencia lógica si se mira hacia atrás y hacia adelante. Pero más evidente aún es la falta de relación entre esas muchas palabras y la realidad de los hechos.
El que llegue, por fin, a abrir sus oídos y ojos estará obligado a reconocer sin más la futilidad de semejantes “enseñanzas”. No se trata más que de un último intento de proseguir aferrados — ya no se puede hablar de asirse — a un punto de apoyo mantenido hasta ahora, que muy pronto dará pruebas de no ser nada.
El único argumento lo constituyen frases cuya exacta transmisión no puede ser demostrada; frases que, por el contrario, muestran con toda evidencia que, al ser trasmitidas, su sentido tuvo que quedar deformado por el cerebro humano, ya que no es posible incorporarlas lógicamente en el orden universal. Ni una sola de ellas concuerda con los sucesos cósmicos y con el sentimiento. Ahora bien, sólo allí donde todo se cierra según un círculo completo, sin fantasías ni palabras ciegamente creídas, puede explicarse exactamente todo acontecimiento.
¡Pero para qué molestarse, si el hombre no quiere desembarazarse de semejante testarudez! Dejemos tranquilamente, pues, que suceda lo que tiene que suceder dadas las circunstancias actuales.
Con indignación, vuelvo la espalda a los creyentes y a todos cuantos, en su falsa humildad, no admiten la simple Verdad nada más que por sabihondos, riéndose incluso de ella o pretendiendo rectificarla de buena intención. Esos tales son precisamente los que muy pronto se harán tan pequeños, pequeñísimos, y perderán todo punto de apoyo, pues ya no podrá proporcionárselo ni la fe ni su saber. Nada les impedirá recorrer el camino que ellos se obstinan en seguir, por el que nunca más podrán regresar a la Vida. El derecho de elegir no se les ha denegado jamás.
Los que me han seguido hasta aquí saben que el hombre procede de la esfera más elevada de la creación: la espiritualidad. El hombre terrenal, que se precia de ser grande, que no vacila en hacer de menos a su Dios considerándole como lo más sublime de ese plano a que él pertenece, que a veces se atreve a renegar de Él o incluso a blasfemar, no es, en realidad, ni siquiera lo que los más humildes — en el buen sentido de la palabra — se imaginan ser. El hombre terrenal no es un ser creado, sino un ser evolucionado. Hay ahí una diferencia tan grande, que el ser humano es incapaz de concebirla y nunca conseguirá abarcarla libremente en toda su magnitud.
Hermosas y muy bien acogidas por muchos son las palabras que tantos maestros llevan siempre a flor de labios para aumentar el número de adeptos. Pero esos ignorantes están convencidos verdaderamente de cuantos errores propagan, y no saben cuán grandes son los daños que, con ello, causan a la humanidad.
La ascensión sólo puede derivarse de la certeza de poder contestar la gran pregunta: “¿Qué soy yo?” Si esta cuestión no es contestada a priori, sin miramientos de ninguna especie y de manera que no deje lugar a dudas, la ascensión resultará extremadamente difícil, pues los hombres no acceden voluntariamente a una humillación semejante que les ayudaría a encontrar el recto camino, el cual también puede ser recorrido por ellos efectivamente. Todos los acontecimientos desarrollados hasta los tiempos actuales lo han demostrado claramente.
La misma humildad hizo a esos hombres esclavos — lo que es tan equivocado como el orgullo — o bien éstos trataron de conseguir lo que sobrepasaba el fin real de la misma y se pusieron sobre un camino cuyo final nunca podía ser alcanzado, ya que la preparación del espíritu era insuficiente. Por haber querido elevarse demasiado alto desde un principio, se precipitan en un abismo que los aniquilará.
Sólo los seres creados son imágenes de Dios. Son esas criaturas originarias de la creación propiamente dicha, a partir de las cuales se ha formado todo lo demás en evoluciones posteriores, y en cuyas manos está la suprema dirección de todo lo espiritual. Son los seres ideales, prototipos eternos para todas las generaciones humanas. El hombre terrenal, en cambio, no ha podido evolucionar más que partiendo de esa perfecta creación y tratando de imitarla, transformándose de germen espiritual insignificante e inconsciente, en una personalidad consciente de si misma.
Al alcanzar su perfección mediante la prosecución del recto camino dentro de la creación, se convierte — sólo entonces — en una reproducción de esas imágenes de Dios, pero sin llegar a ser jamás una imagen propiamente dicha. Entre ésta y el hombre medio un inmenso abismo.
Pero incluso partiendo de esas verdaderas imágenes, el paso siguiente está aún muy lejos de llevar hasta Dios. Por eso es que el hombre debe reconocer, por fin, lo mucho que le separa de la majestad de la Divinidad, con la cual pretende compararse. El hombre terrenal se imagina que, al completar su futura perfección, puede llegar a ser divino o, por lo menos, a participar de la Divinidad, cuando lo cierto es que, aun llegando al punto culminante de su ascensión, no puede pasar de ser una copia de una imagen de Dios. Sólo le está permitido llegar hasta el antepatio, hasta la antesala de una Mansión del Grial: la máxima distinción a que puede aspirar el espíritu humano.
¡Desechad de una vez esa vanidad! Sólo sirve para obstaculizar vuestra marcha y desviaros del camino luminoso. Los seres del más allá que, en las sesiones espiritistas, pretenden daros bienintencionadas enseñanzas, no están debidamente enterados de estas cuestiones, pues a ellos mismos les falta el conocimiento requerido. Se llenarían de júbilo si les fuera dado recibir información sobre el particular. Tampoco cesarán sus lamentaciones en tanto no reconozcan cuánto tiempo han perdido dedicándose obstinadamente a cosas baladíes.
Lo mismo que en el ámbito espiritual, sucede también en la sustancialidad. En ésta, los líderes de todos los Elementos son criaturas sustanciales originarias. Todos los demás seres sustanciales, como las ondinas, los elfos, los gnomos, los tritones, etc. no son seres creados, sino que han surgido por evolución en el seno de la creación. Es decir, partiendo de la sustancialidad en calidad de gérmenes sustanciales inconscientes, han ido evolucionando hasta convertirse en seres sustanciales conscientes, tomando también, en el curso de ese desarrollo, forma humana, cosa que siempre se efectúa simultáneamente con la adquisición de la consciencia. En la sustancialidad existe la misma gradación que en el dominio espiritual.
Las criaturas originarias de entre los Elementos de la sustancialidad, al igual que las criaturas originarias de la espiritualidad, toman, según la naturaleza de su actividad, formas masculinas y femeninas. De aquí el concepto de dioses y diosas mantenido en la antigüedad, hecho este ya mencionado en mi conferencia “Dioses – Olimpo – Walhalla”.
¡Un soplo inmenso y único recorre la creación y el universo!
Que el auditor o lector de mis conferencias profundice continuamente, que eche sondas y tienda puentes de una conferencia a otra, así como también hacia el exterior, hacia los pequeños y grandes acontecimientos universales. Sólo así podrá comprender el Mensaje del Grial y descubrir, con el tiempo, que constituye un Todo perfecto desprovisto de lagunas. En los eventos, el lector descubrirá continuamente los rasgos fundamentales. Podrá explicar y seguir todo sin tener que cambiar ni una sola frase. El que encuentre lagunas no habrá comprendido del todo. Quien no se percate de la gran profundidad y de la universalidad, es superficial y no ha intentado nunca penetrar vivamente en el espíritu de la Verdad aquí aportada.
Ese tal puede unirse a la multitud de los que, en su engreimiento y arrogancia, siguen el ancho camino en la creencia de poseer ya el máximo de conocimientos. Esa pretendida sabiduría impide a semejantes descarriados ver la vida contenida en lo dicho por otros, vida que todavía falta en su ficticio saber. Miren adonde miren y oigan lo que oigan, siempre se antepone su propia suficiencia respecto a lo que ellos creen tener firmemente en sus manos.
Más cuando lleguen a los límites donde es desechado implacablemente todo lo que no es verdadero, todo lo ficticio, reconocerán, al abrir su mano, que ésta no contiene nada capaz de posibilitar la prosecución del camino y, por tanto, la entrada en el reino espiritual. Pero, entonces, será demasiado tarde para volver a recorrer el camino; demasiado tarde para aceptar lo desestimado y desdeñado. El tiempo resultará insuficiente para ello. La puerta de acceso estará cerrada. La última posibilidad habrá sido desperdiciada.
Mientras el hombre no sea tal como debe, en lugar de estar pendiente de lo que desea, no puede hablar de verdadera humanidad. Ha de tener siempre presente que ha partido de la creación, pero no directamente de las manos del Creador.
“Todo eso son sofisterías. En el fondo, es lo mismo sólo que expresado de otra manera”, dirán los pretenciosos y negligentes, frutos podridos de esa humanidad; pues siempre serán incapaces de apreciar la gran diferencia que existe entre una cosa y otra. Una vez más, se dejan engañar por la simplicidad de las palabras.
Sólo aquel que se mantenga vivo interiormente no lo pasará por alto despreocupadamente, sino que se percatará de las inconmensurables distancias y de las precisas delimitaciones.
Si mostrara ahora mismo todas las gradaciones de la creación, muchos de esos hombres que, hoy día, “se consideran” grandes, caerían al suelo llenos de desesperación, al darse cuenta de la Verdad contenida en las palabras y ante la evidencia de su propia insignificancia y nulidad. La expresión “lombriz de tierra”, tan corrientemente usada, no viene mal para esas “eminencias espirituales”, que todavía se vanaglorian de su sagacidad y que, muy pronto, se convertirán en lo más bajo de toda la creación, a menos que no figuren ya entre los réprobos.
Tiempo es, pues, de ver al mundo tal como es en realidad. No sin razón se hace distinción entre lo temporal y lo espiritual en la vida terrenal. Sin duda, estos conceptos han nacido del justo presentimiento de algunos hombres, pues también reflejan fielmente las diferencias existentes en la creación entera. También podemos dividir a la creación en Paraíso y universo: lo espiritual y lo temporal. Tampoco ahí queda excluido lo espiritual de lo temporal, pero sí lo temporal de lo espiritual.
Llamemos al universo: materialidad, la cual también está animada por las pulsaciones de la espiritualidad, es decir, del reino espiritual de la creación: el Paraíso, del que está excluido todo lo material. Así, pues, existe un paraíso y un universo, es decir, espiritualidad y materialidad, o, lo que es igual, creación primera y evolución, que también puede denominarse: formación posterior autoactiva. La creación propiamente dicha está constituida solamente por el Paraíso: el actual reino espiritual. Todo lo demás es producto de la evolución, ya no ha sido creado. Y esos productos de la evolución constituyen lo que se llama universo. El universo es efímero. Se desarrolla bajo la influencia de las corrientes emanadas de la creación, tiende a asemejarse a ésta y es impulsado y sostenido por las corrientes espirituales. Alcanza su madurez para volver a descomponerse por exceso de maduración. Lo espiritual, sin embargo, no envejece con el universo, sino que se mantiene eternamente joven o, expresado de otro modo, eternamente igual a sí mismo.
Únicamente en el universo tienen cabida la culpa y el castigo. Esto es debido a las deficiencias propias de la evolución posterior. La culpabilidad, sea de la clase que sea, es completamente imposible en el reino del espíritu.
Para quien haya leído atentamente mis conferencias, todo esto resultará absolutamente claro, pues sabe que ninguno de cuantos elementos espirituales recorren el universo podrá regresar a su origen mientras permanezca adherida a lo espiritual una sola partícula de naturaleza distinta, procedente de la peregrinación. La partícula más pequeña hace imposible traspasar uno de los límites de la espiritualidad. Esa partícula detiene al espíritu, aun cuando éste haya conseguido llegar hasta el umbral. No puede entrar si lleva consigo esa última partícula; pues, por su distinta y más baja naturaleza, impide la entrada mientras se mantenga adherida a él.
Mas en el instante preciso en que tal partícula se desprenda y se hunda, el espíritu quedará completamente libre, y adquirirá así la misma ligereza que es propia de la región más baja de la espiritualidad y que constituye la ley en vigor dentro de ese plano, por lo que el espíritu en cuestión no sólo podrá traspasar el umbral ante el que estaba detenido por la última partícula, sino que se verá obligado a hacerlo.
Ya se puede considerar y describir el proceso bajo cuantos aspectos se quiera: en el fondo, seguirá siendo siempre exactamente el mismo, sean cuales fueren las palabras empleadas para reproducirlo en forma de imágenes. Podría adornarlo con los relatos más fabulosos y servirme de innumerables parábolas para hacerlo comprensible, pero el hecho en sí es simple, sin complicación ninguna, provocado por la acción de las tres leyes que tantas veces he mencionado.
En definitiva, puede decirse igualmente, con razón, que un pecado nunca puede surgir en el Paraíso: es intangible para cualquier culpa. Por consiguiente, sólo lo creado posee valor absoluto, si bien, más tarde, puede nacer la culpa dentro de lo evolucionado a imagen de la creación, lo cual ha sido puesto a entera disposición del espíritu humano, como campo de acción para su formación y vigorización. Esa culpa, surgida a causa de la errónea voluntad de los indolentes espíritus humanos, tendrá que ser eliminada mediante la expiación antes de que el espíritu pueda regresar a su origen.
Cuando, obedeciendo a un impulso libremente elegido, gérmenes espirituales salen de la creación, o sea, del Paraíso, para emprender un periplo a través del universo, puede decirse metafóricamente que se trata de niños que se alejan de su país natal para aprender y poder regresar plenamente maduros. La expresión tiene su justificación tomándola en sentido metafórico. Pero ha de quedar reducido todo a una metáfora, no debe ser trasformado en algo personal, como se intenta en todas partes.
Dado que es en el universo donde el ser humano se carga de culpas, puesto que en la espiritualidad resulta imposible, salta a la vista que tampoco podrá regresar a su patria, el reino espiritual, antes de liberarse de las culpas que pesen sobre él. A tal respecto, podría exponer miles de ejemplos, pero todos tendrían en común un sentido básico relativo al efecto de las tres sencillas leyes fundamentales, ya expuestas repetidas veces por mí.
A más de uno le resultará un tanto extraño el que describa yo el proceso objetivamente, porque lo metafórico halaga la vanidad y el egoísmo humanos. El hombre prefiere seguir en su mundo imaginario, pues en él se escuchan cosas más hermosas y uno parece ser mucho más de lo que es en realidad. De este modo, incurre en la falta de querer ignorar la objetividad de esta explicación, da rienda suelta a su imaginación, perdiendo así el camino y su apoyo, y se indigna, tal vez hasta se escandaliza, cuando yo le muestro, con toda sencillez y claridad, cómo es la creación y cuál es el verdadero papel que él representa dentro de ella.
Eso supone para él una transición similar a la de un niño que, bajo las caricias de su madre o abuela, con ojos refulgentes y mejillas encendidas por el entusiasmo, está escuchando gozosamente cuentos maravillosos, y luego tiene que ver al mundo y a los hombres tal como son en realidad. Cierto que esa realidad es muy distinta de los hermosos cuentos, y sin embargo, en el fondo, al fijarse en ella más detenidamente echando una mirada retrospectiva, se descubrirá que es muy similar a dichos cuentos. El momento es duro, pero necesario, ya que, de otro modo, el niño no podría seguir progresando y perecería, en medio de grandes padecimientos, como un ser “ajeno al mundo”.
Otro tanto sucede aquí. El que quiera progresar tiene que decidirse a conocer la creación entera en toda su realidad. Ha de poner bien los pies sobre el suelo, no debe dejarse arrebatar por sentimientos que, si bien pueden ser convenientes para un niño irresponsable, no corresponden a un ser humano cuya fuerza de voluntad atraviesa la creación fomentando o impidiendo su evolución y, por tanto, elevando o aniquilando al hombre mismo.
Las jóvenes que leen novelas cuyos fantásticos relatos no contribuyen más que a velar la realidad de la vida, pronto sufrirán amargas decepciones a causa de su exaltación, dándose el caso frecuente de quedar destrozadas para toda su vida terrenal, presas fáciles de una mixtificación sin escrúpulos a la que se acercaron confiadamente. No de otro modo acontece en el proceso evolutivo de un espíritu humano en la creación.
¡Acabemos, pues, con todo ese simbolismo que el hombre nunca ha sabido comprender por ser demasiado indolente para la seriedad de una justa interpretación! Hora es, ya, de que caigan los velos y de que el hombre vea claramente de dónde viene, qué deberes le impone su misión, y adónde ha de regresar. Para eso precisa de un camino. Y ese camino, claramente indicado en mi Mensaje del Grial, será descubierto si quiere verlo.
La Palabra del Mensaje del Grial es viva, de suerte que sólo a los hombres que llevan en el alma un anhelo verdaderamente honrado les es dado encontrar sobreabundantemente. Todo lo demás es repelido automáticamente por ella. Para los engreídos y los que sólo buscan superficialmente, el Mensaje seguirá siendo un libro cerrado con siete sellos.
Únicamente recibirá quien se abra de buen grado. Si, desde un principio, aborda la lectura con espíritu justo y sincero, todo lo que busca le dará como flor un maravilloso cumplimiento. Pero aquellos que no sean completamente puros de corazón, serán rechazados por esa Palabra, o ésta quedará oculta a las falsas miradas. ¡Esos tales no encontrarán absolutamente nada!
* * *


EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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