37. AGRADECIMIENTO
“¡GRACIAS!
¡Mil gracias!” Todo ser humano ha podido escuchar frecuentemente estas
palabras. Son pronunciadas con matices tan diversos, que no pueden ser
clasificadas sin más, dentro de una
categoría determinada, tal como exige, en realidad, el sentido de las palabras.
Precisamente, en este caso, el sentido de las palabras no entra en consideración más que en segundo o,
incluso, en tercer lugar. Es, más bien, el tono,
la entonación, lo que da valor a
las palabras o pone de manifiesto su futilidad.
En muchos casos — en la mayoría de ellos — no es más que la
expresión de una costumbre superficial dentro de las normas corrientes de la
cortesía social. Es, pues, lo mismo que si no hubieran sido pronunciadas en
absoluto; no pasan de ser frases vacías que, para aquellos a los que van
dirigidas, son más una ofensa que una señal de gratitud. Sólo alguna vez que
otra — muy raramente por cierto se deja oir en ellas una cierta vibración que
da testimonio de un sentimiento del alma.
No es preciso poseer un sentido auditivo demasiado
sensible, para reconocer la intención del que pronuncia esas palabras. No
siempre contiene algo bueno; pues idénticas palabras pueden dar lugar a muy
diferentes vibraciones del alma.
Pueden denotar descontento o decepción, incluso envidia,
odio, engaño y una cierta malevolencia. De todos los modos se abusa de estas
hermosas palabras de auténtico agradecimiento, con el fin de encubrir
cuidadosamente algo muy distinto, suponiendo que no sean absolutamente vanas y
que no hayan sido pronunciadas más que por decir, porque así se usa o por
costumbre.
En general, son la expresión de los que reciben rutinariamente,
los cuales tienen esas palabras continuamente a flor de labios, siempre
dispuestas para todo, sin pensar en ellas, algo así como la palabrería de esa
cadena interminable de rezos de toda clase que uno encuentra a menudo, rezos
que, por su monotonía desprovista de sentimiento, no son más que una ofensa a
la santidad y grandeza de Dios.
Pero, cual maravillosas flores en terreno árido,
resplandecen remarcadamente, en la creación, los casos en que las palabras son empleadas realmente según el sentido que quieren expresar; esto
es, cuando el alma vibra en el sentido real de las palabras, cuando las
palabras formadas siguen siendo la expresión de las puras vibraciones del alma,
tal como debe ser siempre que un ser humano forma palabras.
Si lo pensáis bien, tendréis que reconocer que todo lo
hablado sin sentimiento no puede ser sino palabrería vana con la que el hombre
pierde el tiempo que debía emplear de otro modo, o bien sólo puede contener una
falsa voluntad si las palabras pretenden aparentar ante el prójimo lo que no
siente el que habla. Algo sano o constructivo no puede surgir nunca de ahí. Las
leyes de la creación lo impiden.
Tal es la realidad por triste que sea; y ella muestra
claramente todo el fango que, con sus múltiples habladurías, los hombres han
amontonado en la materialidad física sutil, ese plano que repercute en la
existencia terrenal y que toda alma humana ha de recorrer antes de poder entrar
en regiones más ligeras.
No olvidéis jamás, que cada una de vuestras palabras da
nacimiento a una forma que pone en evidencia claramente la contradicción de
vuestro sentimiento, tanto si queréis como si no. No podéis cambiar nada a tal
respecto. Si, por suerte para vosotros, no son más que formas sin contenido que
vuelvan a disiparse rápidamente, no obstante, sigue existiendo el peligro de
que esas formas reciban repentinamente flujos de origen extraño que las
refuerce y condense en su misma especie, con lo que ejercerán una acción que
habrá de ser forzosamente una maldición para vosotros.
Por esta razón, procurad hablar solamente aquello en que vibre vuestra alma.
Os imagináis que eso es absolutamente imposible en la
Tierra dado que, por las condiciones de las costumbres actuales, sólo podríais
deciros muy pocas cosas, lo que amenazaría hacer de la Vida algo monótono y
aburrido, máxime durante las horas de convivencia social. En verdad que son
muchos los hombres que así piensan y tal temen.
Mas si el hombre llega alguna vez tan lejos con sus
pensamientos, verá, también, cuántas cosas de su época actual han sido, hasta
ahora, completamente vacías, sin valor, ni, por tanto, finalidad. Entonces, ya
no se lamentará de la futilidad de tantas horas, sino que por el contrario, las rehuirá temerosamente.
El hombre que trata de llenar su tiempo con palabras vacías,
con el único fin de mantener un trato social con el prójimo, es tan vacío como
su propio ambiente. Pero eso no se lo confesará nunca a sí mismo. Se consolará
diciendo que no puede hablar siempre de cosas serias, porque ello resultaría
aburrido para los demás, y que sólo los otros
tienen la culpa de que no pueda decir lo que, tal vez, se sienta impulsado
a hablar.
Pero, así, se engaña a sí mismo. Pues si los que le rodean
fueran efectivamente como él dice, eso sería prueba de que él mismo tampoco
tiene otra cosa que ofrecer, puesto que sólo la afinidad crea, por la atracción
que ella ejerce, el medio ambiente con el que él se relaciona. O bien su medio
ambiente le ha atraído por afinidad. Tanto en un caso como en otro, la cosa es
la misma. Ya se dice acertadamente en el lenguaje popular: “Dime con quién
andas y te diré quién eres”.
Los hombres vacíos que no aspiran a dar un contenido real a
su vida huirán de quienes llevan en sí valores espirituales.
Nadie puede ocultar los valores espirituales; pues, por la
ley del movimiento impuesta en la creación, el espíritu tiende poderosamente,
por su propia naturaleza, a la actividad, tan pronto como deja de estar
sepultado en el hombre; es decir, tan pronto como llega a ser vivo realmente.
Se siente irresistiblemente impulsado a exteriorizarse, y ese hombre
encontrará, a su vez, otros hombres a quienes poder ofrecer algo en
compensación mediante su actividad espiritual, con lo que él también recibirá
de ellos, aunque nada más sea un nuevo estímulo o mediante preguntas expuestas
con sinceridad.
Queda excluido por completo que el hastío pueda tener
cabida en esas vidas. Al contrario: los días se harán demasiado cortos; el
tiempo pasará mucho más deprisa y no bastará para llenarlo con todo lo que el
espíritu puede dar cuando se agita realmente.
Dirigíos a vuestros semejantes; escuchad las muchas
palabras que ellos pronuncian y ved qué contenido digno de mención tienen
éstas: pronto os percataréis, sin ningún esfuerzo, de cuán muerta
espiritualmente está la humanidad en la actualidad, esa humanidad que, por ser
de espíritu, debería obrar espiritualmente,
dando contenido y valor constructivo a cada palabra pronunciada. Por el erróneo
empleo dado a la última forma de expresión de vuestros pensamientos, vosotros
mismos habéis robado a vuestras palabras toda la gran fuerza que debían llevar
en sí conforme a la ley de la creación. El lenguaje debe de ser, para los
hombres, el poder y la espada para fomentar y proteger la armonía, pero no para
sembrar sufrimientos y discordias.
El que dice lo que sale del fondo del espíritu no puede formar muchas palabras; cada una
de ellas se traduce, también, en hechos, porque vibra en ellas, y ese vibrar
constituye el cumplimiento por la ley del efecto recíproco, que, a su vez, se
cumple en la ley de atracción de las especies afines.
Por eso, el ser humano tampoco debe pronunciar jamás
superficialmente las palabras de agradecimiento,
pues no son tal agradecimiento si no se ha puesto en ellas toda el alma.
¿No es cierto que las palabras: ¡Gracias! ¡Mil gracias!
resuenan como un himno de alegría cuando salen de la boca de un hombre
impregnadas de profundo sentimiento?
Pero eso es más, muchísimo más en realidad; pues ese
agradecimiento salido de un alma conmovida es, al mismo tiempo, una oración,
una acción de gracias a Dios.
En todos esos casos, los sentimientos contenidos en las
palabras se elevan infaliblemente hacia lo alto, y las bendiciones que de ahí
resultan descienden retroactivamente sobre el hombre o sobre quienes han
suscitado tales sentimientos; es decir, sobre el lugar en que esas palabras de
auténtica gratitud son aplicables a quienes van dirigidas.
Ahí reside la justa compensación que se cumple con la
bendición, esa compensación que también toma forma y se hace visible
necesariamente en la Tierra.
Pero… no en todas partes puede florecer visiblemente la
bendición; pues el proceso exige una cosa: sea cual fuere lo que haya hecho
aquel a quien van dirigidas las palabras de auténtica gratitud, ha debido de hacerlo con amor y con
intención de proporcionar una alegría al
otro, ya se trate de un don o de una acción cualquiera, ya sea solamente un
consejo bienintencionado dado con una buena palabra.
Si el donante no cumple esta condición preliminar, la
bendición surgida a partir de la ascensión del sentimiento de gratitud no
hallará en ese hombre, al descender por el efecto recíproco, un terreno en el
que poder echar el anda, y, en todos esos casos, la equitativa bendición habrá de quedar sin efecto, ya que el
que debería recibirla no estará capacitado para aceptarla o acogerla.
En eso se manifiesta una justicia desconocida del hombre
terrenal; una justicia que lleva en sí únicamente las vivas y autoactivas leyes
de la creación, inmutables y ajenas a toda influencia.
Según esto, si, por ejemplo, un hombre hace algo contando
con rodearse de gloria o crearse buena fama, nunca podrá recoger las verdaderas
bendiciones de sus buenas acciones, porque no ofrecerá en sí el terreno propicio para recibirlas, tal como
exigen las leyes. Todo lo más, podrá obtener ventajas terrenales efímeras, muertas y, por tanto, meramente pasajeras,
pero jamás la verdadera recompensa de Dios, que sólo puede recibirla el hombre
mismo que vive y actúa en la creación según el sentido dado por la Voluntad
divina.
Aunque un hombre repartiera millones entre los pobres o,
como tantas veces sucede, los dedicara para fomento de las ciencias, si el
móvil que le impulsara a ello no fuera el verdadero amor, el vehemente deseo
del alma de ayudar, entonces, ese tal tampoco recibiría ninguna recompensa
divina; pues ésta no podría tener
lugar, dado que ese hombre no sería apto para acogerla, para recibirla.
En realidad, la bendición ya se cierne sobre él — en plena
conformidad con las leyes — como consecuencia de algún sentimiento de auténtica
gratitud surgido en los círculos de los agraciados; ya ha descendido hasta él,
pero un hombre así no puede participar de ella por culpa propia, por no ofrecer
en sí el terreno necesario para acogerla.
Ante un sentimiento de auténtica gratitud, el
desencadenamiento se efectúa de todos los modos. Mas el grado de efectividad se
rige nuevamente, conforme a las leyes, por la naturaleza del estado anímico de
aquel para quien llega bendición por el efecto recíproco.
El que debe recibir es, pues, el único culpable de que esa
bendición no pueda tomar forma para él, puesto que, por faltarle el verdadero
calor del alma, tampoco posee la facultad de acogerla según las prescripciones
de las leyes originarias de la creación.
Ahora bien, el abuso de las hermosas palabras de gratitud
no es cometido solamente por una de las partes: por los que reciben, sino que
el concepto de agradecimiento también es deformado y adulterado absolutamente
por los donantes.
No son pocos los hombres que, aparentemente, hacen mucho
bien y proporcionan ayuda con el único fin de cosechar agradecimiento a su
favor.
Cuando dan, lo hacen solamente con frío egoísmo, movidos
únicamente por el intelecto calculador. Entre ellos también se cuentan algunos
que, si bien se prestan a ayudar espontáneamente en un momento dado, sin
embargo, más tarde, hacen valer continuamente sus derechos frente al favorecido
por esa acción, esperando de él agradecimiento durante toda la Vida.
Hombres de tal calaña son peores que los peores usureros.
No tienen reparo ninguno en esperar toda
una vida de esclavitud de quienes han recibido su ayuda alguna vez.
De ese modo, no sólo destruyen, ante sí y para sí, el valor
de esa ayuda, sino que también se encadenan y echan sobre sí una monstruosa
culpa. Son criaturas despreciables que no merecen seguir respirando una hora
más en la creación, ni disfrutar de las gracias que el Creador les depara en
ella continuamente. Son los más infieles de los siervos, que habrán de ser
rechazados por su propia culpa.
Pero esos tales son precisamente los que exigen moralidad
terrenal, apoyados por los moralistas de la Tierra, que, con palabras
altisonantes, tratan de favorecer las mismas falsas opiniones sobre el deber
del agradecimiento, cultivando así lo que, bajo el punto de vista de las leyes
originarias de la creación, constituye la mayor inmoralidad.
Actualmente, muchos son los que asignan a la gratitud un
carácter de virtud. Otros hacen de ella un deber de honor. Con estrechez de
miras y una falta absoluta de comprensión, son expuestas y propagadas
irreflexivamente ideas que ya han podido causar graves daños a muchos seres
humanos.
Por eso, el hombre debe adquirir, ahora, una clara idea de lo que es realmente la gratitud, de lo
que ella provoca y de cómo actúa.
Entonces, muchas cosas tomarán aspectos distintos, y caerán
todas las cadenas de esclavitud impuestas por los falsos conceptos respecto al
agradecimiento. Por fin, la humanidad quedará libre de ellos. No podéis
imaginar cuánto dolor ha recaído sobre la humanidad terrenal, a causa de la
mutilación del agradecimiento y de los falsos conceptos relativos a él
impuestos por la fuerza, que son como un sudario para la dignidad humana y para
la noble y gozosa voluntad de ayudar. Innumerables familias se han contaminado
con ello y son, desde hace milenios, las víctimas acusadoras.
¡Fuera con esa errónea creencia que, consciente y
premeditadamente, intenta hundir en profundo lodo toda noble acción que, para
la dignidad humana, es natural!
¡El agradecimiento no es ninguna virtud! No debe ni puede ser contado entre las virtudes.
Pues toda virtud es de Dios y, por consiguiente, ilimitada.
Asimismo, tampoco se debe imprimir en el auténtico
agradecimiento el sello de un deber. Pues, entonces, no puede desarrollar en sí
la Vida, ese calor que le es necesario para obtener la bendición de Dios, prodigada
por la creación mediante el efecto recíproco.
¡El agradecimiento está íntimamente relacionado con la
alegría! El mismo es una manifestación de la alegría más pura. Por
consiguiente, dondequiera que la alegría no constituya la base, dondequiera que
una gozosa emoción no sea la causa del agradecimiento, allí se emplea erróneamente la expresión de gratitud,
allí se usa de ella indebidamente.
En tales casos, ella tampoco es capaz, nunca, de accionar la palanca que el verdadero
agradecimiento acciona automáticamente conforme a las leyes de esta creación.
La bendición queda, pues, excluida. En su lugar, sobrevendrá forzosamente la
confusión.
Ahora bien, semejantes abusos se dan en casi todos los
sitios donde, hoy día, los hombres
hablan de agradecimiento, de gratitud.
El agradecimiento verdaderamente sentido es un factor de compensación — querido por
Dios — que proporciona el contravalor a aquel a quien va dirigido dicho
agradecimiento, cumpliéndose así la ley de la necesaria compensación impuesta
en esta creación, que sólo puede ser sostenida e impulsada por la armonía que
reside en el cumplimiento de todas las leyes originarias de la creación.
Pero vosotros, hombres, enredáis todos esos hilos de las
leyes a causa del mal empleo que hacéis de ellos, a causa de vuestros falsos
conceptos. Por eso os resulta tan difícil, también, alcanzar la verdadera
felicidad, la paz. En la mayor parte de los casos, vuestras palabras son
hipócritas. ¿Cómo podéis esperar, así, que florezca de ahí la verdad y la
felicidad? Siempre tendréis que cosechar lo que hayáis sembrado.
¡También todo lo que sembréis con vuestras palabras y por
el modo de expresarlas, por vuestra propia actitud frente a esas vuestras
palabras!
Ninguna otra cosa puede surgiros de ahí: ¡Tenedlo presente
en todo lo que habléis!
Todas las tardes, haced memoria vosotros mismos de todo
eso; tratad de reconocer el valor de las palabras que habéis cambiado con
vuestro prójimo en el curso de un día: ¡Os horrorizaréis ante tanta futilidad!
¡Y eso, solamente ante el vacío de las horas de un solo día! Haced ese intento
sin consideración ninguna para con vosotros. Con horror, veréis lo que habrá de
salir, para vosotros, de los talleres de la creación — que bien conocéis por mi
Mensaje — como resultado de los efectos espontáneos de todo lo que sale de
vosotros en forma de sentimientos, pensamientos, palabras y obras.
¡Examinaos con seriedad y reconoced sinceramente vuestras
faltas! A partir de ese instante, cambiaréis en muchas cosas.
Para seguir el buen camino, no hace falta, pues, ir por la
vida terrenal como seres taciturnos. Pero debéis eludir las superficialidades y
la falta de franqueza que se ocultan tras la parte más importante de todas las
conversaciones de los hombres terrenales actuales.
Pues obráis en todas vuestras conversaciones lo mismo que
hacéis con las expresiones de gratitud: ponéis muy alto en vosotros mismos esos
instantes serios, solemnes e importantes en que expresáis vuestros sentimientos
con vuestras palabras al mismo tiempo. Pero eso sucede solamente raras veces,
aun cuando debiera ser siempre así.
Cuántos hombres hay que se consideran muy inteligentes, sabios e, incluso,
altamente desarrollados espiritualmente porque saben disimular sus sentimientos
y la propia voluntad bajo la capa de sus palabras, no dejando nunca su
verdadera cara a la vista del prójimo, pese a lo animado de la conversación.
Diplomacia, se llama a esa forma de ser: una expresión
tranquilizadora dada a esa mezcla especial de habilidad para el engaño, hipocresía,
falsedad y un continuo estar al acecho codiciosamente para obtener el triunfo
de crearse ventajas a costa de flaquezas descubiertas en otros.
Pero, según la ley de la creación, no es ninguna diferencia
que todo eso sea emprendido por un hombre para beneficio propio o a favor de un
Estado. Una acción es una acción, y ha de hacer sentir los efectos de esas
leyes.
El que conoce las leyes y sus efectos no necesita ser un
profeta para reconocer atinadamente el fin de todo lo que encierra en sí el
destino de cada pueblo y de la humanidad terrenal; pues la humanidad entera es
incapaz de modificar o desviar algo a tal respecto.
Sólo con que hubiese cambiado a tiempo su forma de obrar, conociendo las leyes y observándolas
fielmente, la humanidad aún podría haber intentado atenuar muchas cosas, a fin
de hacer más llevaderas ciertas circunstancias dolorosas para ella. Pero, para
eso, ya es demasiado tarde. Pues todas las consecuencias de su conducta actual
ya están en movimiento.
Sin embargo, toda la gravedad de los acontecimientos no
sirve, en realidad, más que de bendición. Es una gracia. Trae la depuración
adonde reside el error, que provoca el hundimiento como última consecuencia, ya
sea en el Estado o en la familia, en el mismo pueblo o en el trato con los demás.
Nos hallamos ante la gran liquidación de cuentas que domina sobre el poder de
los recursos humanos. Nada puede excluirse de ella, ni ocultarse ante ella.
Sólo siguen teniendo la palabra las leyes de Dios, que se
cumplen automáticamente, con precisión e infalibilidad sobrehumanas, en todo lo
acontecido hasta hoy; pues se ha infundido en ellas, procedente de la Voluntad
de Dios, una nueva fuerza que las permite ceñirse alrededor de los hombres cual
férreas murallas, protegiendo o destruyendo, según la actitud que los mismos
seres humanos adopten frente a ellas.
En el futuro, continuarán haciendo las veces de murallas
por largo tiempo, a fin de mantener todo con la misma energía, de manera que no
pueda producirse otra vez una confusión como la habida hasta ahora. Muy pronto,
eso obligará a los hombres a moverse exclusivamente dentro de las normas
queridas por Dios, para su propia prosperidad, para su salvación dentro de lo
posible, hasta que ellos mismos vuelvan a ir conscientemente por los justos
caminos trazados según la Voluntad de Dios.
¡Mirad, pues, a vuestro alrededor, oh hombres! ¡Aprended a
vibrar en vuestras palabras de manera que no desperdiciéis nada!
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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