38. ¡HÁGASE LA LUZ!
¡HÁGASE
LA LUZ! ¡Cuán lejos está el hombre, aún, de la comprensión de estas
grandiosas palabras creadoras!
¡Cuán lejos, también, de la sincera voluntad de
aprender a entender ese proceso! Y sin embargo, viene ocupándose de ello
constantemente desde hace milenios. Pero a su
manera. Con humildad no quiere aceptar una sola chispa de conocimiento
procedente de la Verdad; no quiere recibirla puramente, sino que pretende
alcanzar todo por sí solo mediante las sutilezas del intelecto.
Siempre que expone una tesis sobre este particular,
quiere poder razonarla íntegramente según la especie y la necesidad de su
cerebro terrenal. Eso está muy bien tratándose de cosas terrenales y de todo lo que forma parte de la materialidad
física, a la que también pertenece el cerebro, del que nace el intelecto; pues
el intelecto no es otra cosa que la facultad de comprender físicamente. Por eso
es que todos los hombres que se someten exclusivamente al intelecto y no
admiten como justificado y acertado más que lo que puede ser razonado
íntegramente por el intelecto, también son muy
cortos de entendimiento y están atados inseparablemente a la materialidad
física.
Pero, con eso, también son los que más alejados están
del verdadero saber y del saber propiamente dicho, a pesar de que ellos,
precisamente ellos, alardean de sabios.
En esa indigencia se presenta ante nosotros, hoy día,
toda la ciencia si la consideramos como es debido: ella misma se restringe;
reprime convulsivamente y desecha temerosamente todo lo que no puede reducir a
los estrechos límites de esa comprensión suya, tan atada a lo terrenal. Lo
desecha con verdadero temor, porque los sabios, a pesar de su rigidez, no
pueden negar que existe más de lo que
ellos pueden clasificar en el registro cerebral físico, lo cual pertenece
exclusivamente al plano de la materialidad física, a las últimas ramificaciones
de los confines más bajos de esta gran creación.
En su inquietud, muchos de ellos se vuelven malignos
e incluso peligrosos frente a todos los que no se dejan envolver por esa
rigidez, sino que esperan más del
espíritu humano y, por esa razón, no investigan más allá de los procesos físicos
sólo con el intelecto atado a lo terrenal, sino con el espíritu, como corresponde a la dignidad de un espíritu humano sano
todavía, y como es su deber en la creación.
Los hombres intelectuales quieren oprimir a toda costa a los espíritus despiertos. Así ha sido siempre en el
curso de los milenios. Y las Tinieblas, al extenderse con mayor rapidez cada
vez, a causa principalmente de los hombres terrenales y como consecuencia de
esa estrechez física, formaron, con el tiempo, el terreno propicio para el despliegue
de poder terrenal por parte del intelecto.
Lo que no podía ser razonado intelectualmente, era
atacado, ridiculizado de cualquier manera posible, de modo que no encontrara
acogida y no pudiera intranquilizar a los hombres terrenales.
Preventivamente, se procuró extender, a título de
sabiduría, la idea de que todo lo que no puede ser razonado ni demostrado con
el intelecto, sólo puede constituir una teoría insostenible.
Ese principio así establecido por los hombres
intelectuales ha sido, durante milenios, su orgullo, su arma, su escudo e
incluso su trono, ese trono que, ahora, en los mismos comienzos del despertar espiritual, habrá de venirse abajo
ineludiblemente. El despertar espiritual muestra que ese principio era
absolutamente falso, y que ha sido tergiversado con una frescura sin límites,
con el único fin de proteger esa estrechez de miras atada a la Tierra, y
mantener al espíritu humano en ocioso sueño.
Nadie se dio cuenta de que, precisamente, ese
razonamiento aportó también, al mismo tiempo, la prueba de que el trabajo
intelectual ha de estar muy lejos del verdadero saber.
¡Romped los estrechos límites que se os han impuesto
por la astucia, para que no fueseis capaces de alzaros por encima de la
engreída erudición terrenal del intelecto humano! Pronto aprenderéis a sentir
que todo lo que puede ser razonado intelectualmente pertenece precisamente a la
teoría; porque sólo la teoría
edificada sobre el plano terrenal tiene justificación como edificio; el verdadero saber: ¡nunca!
Así pues, también aquí, eso es precisamente todo lo
contrario de lo que se ha venido afirmando hasta ahora. También aquí tiene que
renovarse todo, tal como el Señor anunció a los hombres.
Todo lo que puede ser razonado con el intelecto es teoría terrenal: nada más que eso. Y
en eso se basa la erudición actual; así se
muestra ante nosotros. Pero eso no tiene nada que ver con ciencia, con
verdadero saber. Hay sabios que, según las leyes originarias de la creación,
esto es, según la realidad, se cuentan entre los más limitados de los espíritus humanos, aun cuando gocen de
gran fama terrenal y sean altamente considerados por los hombres. En la
creación misma, hacen un papel ridículo.
Pero para los espíritus humanos de la Tierra, más de
uno de esos tales puede ser peligroso por demás, ya que los lleva por caminos
erróneos y estrechos en los que el espíritu nunca puede expansionarse. Les
reprime, trata de introducirles a la fuerza en la propia erudición, que, en el
fondo, no es más que la estrechez terrenal del intelecto cubierta de baratijas.
Despertad y expansionaros. Haced sitio para altos
vuelos, vosotros, espíritus humanos, que no habéis sido creados para quedaros
solamente en la materialidad física. Debéis utilizarla, pero no considerarla
como vuestra patria.
En esta época actual tan trastornada, algunos
campesinos están más despiertos espiritualmente
y, por tanto, son más valiosos en
la creación que el erudito en el que el sentimiento se ha perdido por completo.
Es muy significativo que se hable de un trabajo intelectual árido o de una seca erudición. Cuántas
veces, el hombre más sencillo acierta infaliblemente en lo justo mediante una
expresión salida del sentimiento. La expresión “árido” significa aquí “inerte”,
o sea, muerto. Ahí no hay vida. La sentencia lleva, pues, verdad en sí.
Por esta razón, el hombre no podrá comprender jamás,
con el intelecto, el elevado concepto de las sagradas palabras: “¡Hágase la
luz!” A pesar de todo o, tal vez, precisamente por eso, ese “hágase” no le deja
momento de reposo en sus pensamientos. Incesantemente, trata de forjarse una
idea de ello para, así, llegar al cómo. Pero
tan pronto como sabe algo de ese “cómo”, se suscita en él inmediatamente la
pregunta: ¿Por qué?
Por último, hasta quiere saber por qué Dios ha permitido que surja la creación. Esa es la forma de
ser del hombre. El querría poder averiguar
todo por sí solo. Sin embargo, no podrá averiguarlo
nunca. Pues, para averiguar, tendría que valerse de la actividad de su
propio espíritu, y éste, dado que, hoy día, el trabajo expresamente intelectual
es lo que prevalece, no podría entrar en funciones, ya que el intelecto le
mantiene poderosamente oprimido y atado exclusivamente
a lo físico, mientras que los comienzos de la creación se sitúan
infinitamente más arriba de la materialidad física, como parte constitutiva de
una especie completamente diferente.
Así pues, en su estado actual, el hombre no podría ni
esperar siquiera llegar a tener una idea de ello aunque estuviese facultado
para eso. Pero tampoco lo está. El
espíritu humano no puede averiguar absolutamente nada de los procesos
desarrollados a esa altura, porque están situados muy por encima del punto donde él puede “saber” algo, es decir, donde
él es capaz de asimilar algo conscientemente.
En este caso, no se puede hablar, por tanto, de
querer averiguar. De ahí que tampoco tenga ningún sentido que el hombre quiera
dedicarse a ello. Todo lo más, podrá recibir en imágenes si está dispuesto a
acoger, con verdadera humildad, una idea aproximada. Tener una “idea
aproximada” no es, naturalmente, el saber propiamente dicho, que él no podrá
conseguir jamás.
Represénteselo, pues, imaginativamente, quien sienta
el deseo sincero, pero humilde, de concebir algo de eso. Voy a describirle el
proceso de suerte que pueda asimilarlo. Desarrollarlo en toda su grandeza o,
simplemente, exponerlo en imágenes ante el espíritu humano, no es posible:
resultan insuficientes las formas de
expresión dadas al espíritu humano para comprender.
En mi conferencia: “La Vida”, ya explique cómo por el
acto de voluntad de Dios concretado en las palabras: “¡Hágase la luz!”, las
irradiaciones se proyectaron más allá de los límites de la esfera divina y,
después, descendiendo continuamente, fueron enfriándose de manera progresiva,
surtiendo, en cada caso, los correspondientes y obligados efectos, con lo que,
al ir reduciéndose más y más la fuerza de tensión o presión por efecto del
enfriamiento, diferentes entidades pudieron alcanzar, poco a poco, una
consciencia personal: primero, en el sentimiento; después, al ir adquiriendo más
vigor paulatinamente, también en su acción hacia el exterior. Dicho más
explícitamente, no se reduce la presión en el enfriamiento, sino que el
enfriamiento se produce por y en la disminución de la presión.
Ni qué decir tiene que cada proceso particular, cada
mínima modificación, abarca extensiones y distancias inmensas que, a su vez, no
pueden ser comprendidas ni concebidas por el espíritu humano.
En mi conferencia anterior me contenté con decir
sencillamente que las irradiaciones fueron proyectadas más allá de los límites
de la esfera divina por un acto de voluntad. Del acto de voluntad propiamente
dicho no me ocupé detenidamente.
Hoy, voy a proseguir con ese tema y explicar por qué
las irradiaciones tuvieron que salir
de los límites de la esfera divina; pues, en la evolución de la creación, todo
sucede así, simplemente porque no puede ser de otro modo, porque así lo exigen
las leyes.
Desde la eternidad, el Santo Grial era el polo
terminal de la irradiación inmediata de Dios, era un recipiente que constituía
el punto más externo donde se concentraban las irradiaciones, para refluyendo,
renovarse continuamente. A su alrededor, se
extendía la divina Mansión del Grial con sus puertas exteriores herméticamente
cerradas, de suerte que no pudiera entrar nada más en ella y no existiera la
posibilidad de un enfriamiento posterior. Todo estaba cuidado y vigilado por
los “Ancianos”: los eternos inmutables, que pueden llevar una existencia
consciente en los límites más externos de la divina región de las irradiaciones.
Si el hombre quiere seguirme debidamente en mis
descripciones, ha de considerar ahora, antes de nada, que, en la esfera divina, voluntad y acción es
siempre una y la misma cosa. A cada palabra sigue inmediatamente la acción o,
más exactamente, cada palabra es, ya,
en sí la acción propiamente dicha, porque la Palabra divina posee fuerza
creadora y se manifiesta, pues, inmediatamente en forma de acción. Así
aconteció con las grandiosas palabras: “¡Hágase la luz!”
¡Sólo Dios es
Luz! Y Su natural irradiación forma el círculo de la región divina,
inconmensurable para los sentidos humanos y cuyo anclaje más externo es, y ha
sido de toda la eternidad, la Mansión del Grial. Así pues, cuando Dios quiso
que también se hiciera la Luz más allá de los límites de la inmediata
irradiación divina, no pudo tratarse de una simple y arbitraria dilatación de la irradiación, sino que la Luz tenía que ser situada en los
puntos más alejados de los límites inmediatos de la irradiación de la
Perfección divina, para, desde allí, irradiar sobre lo que no había sido
iluminado hasta entonces.
Por consiguiente, Dios no pronunció las palabras:
“¡Hágase la luz!” solamente en el sentido humano, sino que eso constituyó
simultáneamente un proceso de acción. ¡Fue el gran acontecimiento de enviar o
engendrar fuera de la divinidad una parte de Emanuel! Fue imponer afuera una
parte de la Luz procedente de la Luz originaria, a fin de que brillara e
iluminara por sí misma fuera de la inmediata irradiación de Dios. El comienzo
del gran devenir de la creación fue, al mismo tiempo, la consecuencia del envío
de una parte de Emanuel.
Emanuel es, pues, la causa y el punto de partida de
la creación, por efecto del envío de una parte de sí mismo. El es la Voluntad
de Dios impuesta vivamente en las palabras: “¡Hágase la luz!”, esas palabras
que son él mismo, la Voluntad divina, la Cruz viviente de la creación,
alrededor de la cual la creación podía y debía de cobrar forma. Por eso, es él,
también, la Verdad, así como la Ley de la creación, que pudo formarse por él y
a partir de él.
El es el puente que parte de la divinidad; el camino
de la Verdad y de la Vida; la Fuente creadora y la Fuerza que procede de Dios.
Esto constituye una nueva imagen que se despliega
ante la humanidad y que no desvía nada, sino que, por el contrario, rectifica
lo que han desviado las opiniones humanas.
Queda, ahora, por aclarar el “por qué”. ¡Por qué Dios
ha hecho el envío de Emanuel! Aunque esta pregunta del espíritu humano es un
tanto singular y hasta pretenciosa, sin embargo, voy a aclarárosla, porque
muchos hombres terrenales se sienten víctimas de esta creación, en la creencia
de que Dios les ha creado con defectos, ya que pueden cometer faltas.
Esa pretensión llega al extremo de hacer de ello un reproche, disculpándose a sí mismos
diciendo que Dios no hubiera necesitado más que crear a los hombres de manera
que nunca pudieran pensar ni obrar injustamente, con lo que también se habría
evitado la caída del hombre.
¡Pero sólo la libre facultad de resolución del
espíritu humano ha ocasionado su decadencia y su caída! Si hubiera observado y
obedecido constantemente las leyes de la creación, no habría habido, para él, más que ascensión, felicidad y paz; pues
así lo quieren esas leyes. Pero, naturalmente, no observándolas, choca contra
ellas, se tambalea y cae.
En el círculo de la Perfección divina, sólo lo divino puede disfrutar de los goces de
la existencia consciente, prodigados
por la irradiación de Dios. Es lo más puro que se puede formar en la pureza de
las irradiaciones, como, por ejemplo, los Arcángeles, a los que siguen, a una
distancia mucho más grande, en el punto límite del dominio de la irradiación de
Dios, los Ancianos, que, a su vez, son los guardianes del Grial en la Mansión
del Grial dentro de la divinidad.
Se extrajo, así, lo más poderoso, lo más vigoroso de
la irradiación. Del resto se formaron paisajes, edificios y formas animales en
la esfera divina. De ese modo, la especie de los últimos residuos fue modificándose
más y más, pero manteniéndose éstos sometidos a la suprema tensión de la enorme
presión que la proximidad de Dios trae consigo, aun cuando la distancia siga
siendo inconmensurable e inconcebible para el espíritu humano.
Ahora bien, en esos residuos, en esas ramificaciones
y últimos despojos de las irradiaciones — los cuales ya no eran capaces de
cobrar forma en la divinidad, en
cuyos límites extremos se movían y flotaban cual simples nubecillas luminosas —
también se encontraba el elemento espiritual. Bajo esa alta presión, no podía
expansionarse ni lograr el estado de consciencia. Pero en todo lo espiritual
existe la intensa aspiración a
conseguirlo, y esa aspiración se elevó, como una gran plegaria, desde los
incesantes remolinos que, en los confines de la esfera divina, no podían
emprender ninguna actividad ni adquirir forma alguna.
Y esa plegaria nacida de la inconsciente aspiración
fue la que hizo que Dios, en Su Amor, accediera a permitir su cumplimiento;
pues únicamente fuera de los límites
de todo lo divino era dado a lo espiritual seguir sus inclinaciones,
expansionarse y, en parte, disfrutar conscientemente de las bendiciones de las
irradiaciones divinas, vivir en ellas gozosamente, crearse un reino que pudiera
prosperar y se erigiera en monumento a la gloria de Dios, como agradecimiento
por Su bondad de haber dado ocasión a todo lo espiritual para expansionarse con
plena libertad y, con ello, dar cumplimiento a todos sus deseos.
Según la naturaleza y las leyes de las irradiaciones
de Dios, para todo lo que, de ese modo, se volviera consciente, no habría más que felicidad y alegría. No podía
ser de otra manera, ya que todo lo tenebroso es absolutamente extraño e
incomprensible hasta para la misma Luz.
Ese grandioso acto fue una ofrenda de Amor por parte
de Dios, que separó de Emanuel una pequeña parte y la envió fuera de la
divinidad con el único fin de conceder a esa constante y suplicante aspiración
del elemento espiritual, la posibilidad de gozar conscientemente de la
existencia.
Para llegar a ese extremo, lo espiritual tuvo que
rebasar los límites de la esfera divina y alejarse de ella. Mas, para un
acontecimiento semejante, únicamente una parte de viva Luz podía abrir el
camino, porque la atracción ejercida por la Luz originaria es tan intensa que
todo lo demás quedaría retenido en los límites inmediatos de la irradiación y
no podría seguir adelante.
Para que la aspiración de lo espiritual pudiera tener
cumplimiento, no había, pues, más que una
posibilidad: el envío de una parte de la Luz misma. Sólo por esa fuerza
podía lo espiritual traspasar los límites que le permitieran alcanzar la
consciencia personal, empleando como puente el camino trazado por esa parte de
Luz.
Pero eso todavía no era suficiente, puesto que esa
pequeña parte de Luz también sería atraída hacia atrás por la Luz originaria,
como así lo exige la ley. Por eso es que dicha parte de Luz tuvo que anclarse fuera de los límites de la
esfera divina: si no, el elemento espiritual allí situado estaría perdido
irremisiblemente.
Después de haber franqueado los límites de la
inmediata irradiación de Dios — que sólo pudo realizarse con la ayuda de una
pequeña parte de Luz — el elemento espiritual dejó de estar sometido a la
atracción de la Fuerza originaria, por efecto del enfriamiento y, en parte, por
la progresiva consciencia adquirida a medida que la distancia fue haciéndose
más grande, con lo que también perdió ese gran apoyo, ya que, por el
enfriamiento, surgió una especie distinta y se abrió un abismo de separación.
Sólo la parte de Luz, por ser de igual especie que la Luz originaria,
permaneció siempre unida a ésta y directamente sometida a su ley de atracción.
En ese estado de cosas, la consecuencia ineludible
habría sido que esa parte de Luz enviada volviera a ser atraída por la Luz
originaria, lo que traería consigo necesariamente una continua repetición del
proceso de envío con las correspondientes interrupciones del acto salvador. Eso
debía ser evitado; porque si la parte de Luz regresara a la Luz originaria a
través de los límites de la región divina, el elemento espiritual, situado
fuera de esos límites, quedaría inmediatamente abandonado a sí mismo, sin apoyo
ninguno, sin flujo de fuerza, por lo que tampoco podría conservarse viable. Eso
significaría la destrucción de todo lo situado fuera de la esfera divina.
Por esa razón, la Luz originaria, Dios, hizo que la
parte de Emanuel por El enviada se uniera con una parte de la esencia más pura
de todo lo espiritual y la tomara como envoltura, quedando establecido, así, un
anclaje de esa parte de Luz en todo lo de fuera de los límites divinos. Eso
constituyó un sacrifico de Amor de Dios a favor del elemento espiritual, que,
de ese modo, podía llegar a ser consciente y permanecer allí.
La espiritualidad y todo lo surgido de ella encontró,
así, fuera de los límites de la divinidad, un apoyo y una eterna fuente de
vida, mediante la cual podía evolucionar constantemente. Al mismo tiempo, fue
echado el puente de la divinidad como si fuera un puente levadizo bajado, de
suerte que el elemento espiritual pudiera renovarse y extenderse continuamente.
Así fue como ese “hágase la luz”, esa parte de
Emanuel, se convirtió, para la creación, en punto de partida y torrente
inagotable de vida, en el núcleo alrededor del cual pudo formarse toda la
creación.
Lo primero en formarse fue la región de la
espiritualidad originaria en calidad de creación fundamental, para la que
Emanuel constituyó el puente. Se convirtió, así, en el Hijo de Dios engendrado, en cuya irradiación pudo
nacer a la consciencia de sí mismo el mundo de la espiritualidad originaria. Se
convirtió, pues, en el Hijo en cuya irradiación pudo evolucionar la humanidad;
de ahí el origen del sobrenombre: “Hijo del Hombre”. Es el Hijo que se encuentra inmediatamente por encima de los espíritus
humanos, puesto que éstos no podían evolucionar hacia la consciencia más que
por El.
Al realizarse el misterio de la separación y envío de
una parte de Emanuel, esta parte permaneció en la Mansión del Grial de la región
divina en calidad de Rey del Santo
Grial, como así correspondía por la ley y por razón de Su origen. El abrió las
puertas hacia el exterior y proporcionó, así, el puente para el paso de lo
espiritual. Personalmente, El no estuvo
fuera de esos límites. Sólo sus
irradiaciones se proyectaron fuera de esos límites, penetrando en el espacio
privado de Luz hasta entonces.
Así nació, en la espiritualidad originaria, Parsifal,
procedente de Emanuel y unido a él constantemente por un lazo o, dicho más
exactamente, por una irradiación inquebrantable. De ese modo puede imaginarse el ser humano esa ligazón. Son dos y, no
obstante, uno en su acción. Por un lado, en la parte divina de la Mansión del
Grial, en los últimos confines de la región divina, pero dentro de ella
todavía: Emanuel, mero puente hacia la espiritualidad originaria, que permanece
abierto por él y hasta en él mismo. Por otro lado, en la parte de la Mansión
del Grial situada en la espiritualidad originaria, parte que surgió al ir
haciéndose consciente el elemento espiritual y al formarse los paisajes y
edificios que ello trajo consigo: Parsifal. Ambas personas están unidas
inseparablemente, actúan como una sola
persona y son, por tanto, una unidad.
Parsifal está unido a Emanuel por un lazo irradiante.
Al mismo tiempo, también por un lazo irradiante, está unido a Isabel: su madre,
la reina de la feminidad en la región divina, constituyendo, pues, por esa
ligazón irradiante, el perpetuo anclaje. De las irradiaciones de su manto,
Isabel proporcionó la primera envoltura que dio forma al insustancial núcleo
irradiante de Parsifal.
Así pudo surgir la poscreación a partir de la actividad de las criaturas originarias espirituales. En
sentido descendente, el proceso consistió en una continua repetición — si bien más
débil — de la creación originaria, siguiendo las correspondientes leyes, siendo
natural que, con las respectivas transformaciones de las leyes, también se
modificara convenientemente la naturaleza del evento.
Entre Emanuel y la poscreación ya no había una
ligazón directa, puesto que ésta sólo se desarrolló por voluntad de las
criaturas originarias espirituales como consecuencia de la poscreación. Pero
este proceso también tuvo como base el amor al elemento espiritual, que,
hallándose inconsciente en el reino de espiritualidad originaria, desarrolló en
sí la misma aspiración que desarrollara anteriormente la espiritualidad
originaria en la región divina: la aspiración a ser consciente; solo que la
fuerza del elemento espiritual no era suficiente para poder tomar forma
inmediatamente y adquirir instantáneamente la consciencia en la poscreación,
tal como fue capaz la espiritualidad originaria, más potente.
En la poscreación, el último sedimento del elemento
espiritual tuvo que evolucionar lentamente al principio, bajo la influencia de
las criaturas de la espiritualidad originaria, por ser de esencia menos rica
que ésta.
Mas como la poscreación se hizo tenebrosa por efecto
de la lenta evolución de los espíritus humanos y a causa de su caída, provocada
por el intelecto cultivado preponderantemente, se hizo necesaria una
intervención. Para rectificar provechosamente todo lo deformado por la
humanidad, Parsifal fue ligado a la materialidad física en Abd-rushin.
Abd-ru-shin era, pues, Parsifal por la prolongación de la directa ligazón
irradiante, cuya realización exigió grandes preparativos y cuantiosas
molestias. Gracias a su existencia en la Tierra, se podía dar a la poscreación
una nueva y proporcionada Fuerza luminosa, para esclarecer, vigorizar y ayudar
a todo lo espiritual y, a través de éste, a toda la poscreación.
Sin embargo, los hombres de la poscreación se
opusieron a ello obstinadamente y, en su presunción, no lo aceptaron, porque no
se preocupaban de las leyes de la creación y querían mantener sus propias
afirmaciones sobre el particular. Tampoco tomaron en consideración la venida
del Hijo de Dios, que debía aportarles ayuda antes del Juicio Universal.
El Juicio Universal propiamente dicho es un proceso
natural consecuencia del establecimiento de una línea recta con la Luz, lo que
se verificó durante la peregrinación de Parsifal a través de las partes
cósmicas.
La Tierra, situada en los últimos confines de la
materialidad física, fue el punto crucial de esa peregrinación, puesto que aún
ofrecía un terreno propicio para el anclaje, gracias al estado espiritual de
unos pocos hombres, de ahí que sea el último planeta que aún puede salvarse, a
pesar de que ya pertenece al reino de las Tinieblas. Lo que se halle a más
profundidad todavía que la Tierra; es
decir, lo que esté más rodeado de Tinieblas, quedará abandonado a su suerte y
caerá inevitablemente en la descomposición que espera a todo lo tenebroso y a
lo que se mantiene aferrado a ello.
Así pues, la Tierra se ha convertido en el último bastión de la Luz en un terreno
hostil a ella. A eso se debe igualmente que, hoy día, el terminal de la Luz
esté anclado aquí. Cuanto mayor sea
la tensión alcanzada cada día por la línea directa de la unidad tripartita de
la acción de la Luz: Emanuel-Parsifal-Abd-ru-shin, tanto más palpable y
evidente se hará le actividad de la Fuerza de la Voluntad de Dios, que
establece el orden y endereza por la fuerza todo lo que la humanidad ha
deformado; es decir, todo lo que aún sea posible de enderezar. Lo que no puede ser enderezado, se quebrará
irremediablemente. La fuerza de la Luz no admite nunca un término medio.
Esa tensión directa
de la línea de la Luz será la que hará temblar al mundo por la Fuerza
divina; y entonces, la humanidad reconocerá a Emanuel en Abd-ru-shin.
Tal es el curso de los
acontecimientos en toda su sencillez. Por amor, se concedió a todas las
criaturas la realización del deseo que tanto les apremiaba: una vida
consciente. Pero, también por amor a quienes quieren alcanzar la felicidad y la
paz obedeciendo las leyes naturales de esta creación, será destruido todo
elemento perturbador de la paz, porque revela ser indigno del derecho a la
consciencia de sí mismo.
En eso consistirá ese Juicio Universal. Ese será el
gran viraje cósmico.
El espíritu humano no tiene derecho ninguno a
preguntar el “por qué” de la creación; pues eso constituye una exigencia a Dios
que él no ha de formular, ya que él mismo
se cerró a toda sabiduría y a la posibilidad de adquirir conocimientos
superiores, a causa de su voluntaria caída en pecado.
He dado estas explicaciones para salir al paso de las
insensatas maquinaciones de la imaginación del hombre terrenal, a fin de que
los espíritus humanos que aspiren sinceramente a la Verdad y estén dispuestos a
acogerla con humildad, no se dejen inducir a error por una presunción tan
criminal y sacrílega, en el instante en que toda criatura tome las últimas decisiones
sobre ser o no ser.
Esta idea aproximada servirá de mucho al buscador
sincero; pues ninguno de vosotros puede vivir de otro modo más que en la ley:
en la ley viva.
Que seáis capaces de concebirlo o no, eso es cosa
vuestra; pues yo tampoco puedo ayudaron en ese aspecto. La humanidad ha
preguntado, ha suplicado, y yo he respondido, en cosas que están muy por encima
de la facultad comprensiva de un espíritu humano y se cumplen a distancias
cósmicas, rodando por las férreas vías de la Justicia y de la Perfección
divinas. ¡Inclínese el hombre con humildad!
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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