40. NAVIDAD
¡NAVIDAD!
Cantos de alegría impregnados de jubilosa gratitud inundaron todas las esferas
de la creación el día en que Jesús, Hijo de Dios, nació en el establo de Belén,
al mismo tiempo que, en los prados, los pastores, a quienes, durante esa gran
conmoción del universo, les fue quitada la venda de los ojos espirituales para
que dieran testimonio del inmenso acontecimiento y llamaran la atención de los
hombres, caían de hinojos temerosamente,
abatidos por ese suceso nuevo e inconcebible.
Temor se apoderó de los pastores que adquirieron temporalmente la
clarividencia y la supersensibilidad auditiva para esa circunstancia. Temor
ante la grandeza del acontecimiento, ante la omnipotencia de Dios ahí mostrada.
Por esa razón, lo primero que el mensajero procedente de las alturas luminosas
les dijo, fueron las tranquilizadoras palabras: “¡No temáis!”
Esas son las palabras que
encontraréis siempre que un mensajero de las alturas luminosas hable a los
hombres; pues al contemplar o escuchar a grandes mensajeros, el temor es lo
primero que sienten los hombres terrenales, ocasionado por la presión de la Fuerza
a la que, en esos instantes, también se abren un poco. Pero sólo una parte
pequeñísima; pues un poco más de esa presión bastaría, ya, para aplastarles y
abrasarles irremisiblemente.
Y sin embargo, debería servir de
alegría, no de temor, cuando el espíritu del hombre aspira a las alturas
luminosas.
No a toda la humanidad le fue
revelado esto en la Nochebuena. A excepción de la estrella que se mostró
físicamente, ninguno de los hombres terrenales vió a ese mensajero luminoso, ni
las luminosas legiones que le acompañaban. Nadie vió ni oyó, salvo los pocos
pastores elegidos a tal fin, los cuales, por su sencillez y por estar
íntimamente relacionados con la naturaleza, eran los que podían abrirse a ello
con más facilidad.
Y revelaciones de esa magnitud
jamás pueden ser hechas, en la Tierra, de otro modo que a través de unos pocos
elegidos: tenedlo presente en todo instante; pues la legislación de la creación
no puede ser derogada por vuestra causa. No os forjéis, pues, quimeras respecto
a ciertos sucesos que no pueden ser tal como
vosotros os los imagináis. Todo eso
son exigencias secretas, que nunca pueden proceder de verdaderas convicciones,
sino que son señal de una incredulidad encubierta y de una pereza de espíritu
que no ha acogido las palabras de mi Mensaje como ellas exigen para poder cobrar vida en el espíritu humano.
En aquel entonces, se creyó a los pastores: al menos, por poco
tiempo. Hoy, esos hombres no serían sino objeto de risas: serían tomados por
exaltados o, incluso, por impostores que quieren sacar de ahí ventajas
terrenales; pues la humanidad se ha hundido demasiado profundamente para poder
estar en condiciones de aceptar como auténticas las exhortaciones procedentes
de las alturas luminosas, máxime cuando los mismos hombres no pueden, ni oir,
ni ver nada.
¿Pero es que creéis, hombres, que
Dios va a modificar las perfectas leyes de la creación a causa de vuestra
profunda caída, sólo para serviros, para reparar vuestras faltas, para
compensar vuestra pereza de espíritu? La perfección de Sus leyes en la creación
es, y será siempre, intangible, inmutable; pues esas leyes son portadoras de la
sagrada Voluntad de Dios.
Es así que las grandes
revelaciones que os esperan, jamás podrán efectuarse, en la Tierra, más que en
esa forma que ya conocéis hace tiempo y que también reconocéis en cuanto pertenece al pasado.
Todo el que se llama buen
cristiano calificaría de blasfemo y consideraría como un gran pecador al hombre que se atreviese a afirmar que
es un cuento la anunciación del nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, hecha a los
pastores.
Y sin embargo, esos mismos buenos
cristianos desechan las revelaciones de la época actual con vehemente
indignación, a pesar de que han sido hechas del
mismo modo por quienes han recibido semejante gracia. También califican, sin más, de blasfemos a los que las
transmitieron; en el caso más favorable, puede que les tachen de ilusos o
enfermos; muchas veces, de descarriados.
Pero reflexionad vosotros mismos:
¿dónde hay ahí un sano pensar, una rigurosa lógica, una justicia? Subjetivas,
enfermizas y restringidas son las opiniones de esos creyentes severos, como
ellos gustan de llamarse. Pero, en la mayoría de los casos, no hay ahí más que
pereza de espíritu y la fatuidad humana — consecuencia ineludible de esa pereza
— de los débiles de espíritu, que se esfuerzan en aferrarse convulsivamente —
por lo menos en apariencia — a un detalle determinado de un suceso que han
aprendido una vez, pero que nunca lo han vivido
realmente en sí mismos. Sin embargo, para fomentar la evolución de su
espíritu, están absolutamente incapacitados, por eso rechazan todas las nuevas revelaciones.
¡Pero quién de entre esos
creyentes ha presentido la grandeza de Dios que reside en el acontecimiento
desarrollado en aquella sagrada noche por el nacimiento del Hijo de Dios!
¡Quién presiente la gracia que se impartió en la Tierra, en aquel entonces,
como un regalo!
En aquel tiempo, reinaba alegría
en las esferas; hoy, aflicción. Sólo en la Tierra, algún que otro hombre trata
de proporcionarse alegría a sí mismo
o a otros. Pero todo eso no es en el sentido que debería ser si el conocimiento
o, incluso, el verdadero concepto de Dios estuviera vivo en el espíritu humano.
Por muy insignificante que fuera
el presentimiento de la realidad, a todos los hombres les sucedería lo mismo
que a los pastores. Más aún: dada la magnitud del acontecimiento, no podría ser
de otro modo: caerían inmediatamente de hinojos… por temor. Pues el presentimiento tendría que hacer surgir
poderosamente, antes de nada, el temor y habría de abatir a los hombres,
porque, con el presentimiento de Dios, se pone, también, en evidencia la gran
culpa que el hombre de la Tierra ha echado sobre sí, aunque nada más sea por la
indiferencia con que se aprovecha de los dones divinos sin poner nada de su parte
para servir a Dios.
¡Qué cosa tan singular!: todo
hombre que, excepcionalmente, quiere hacer renacer en sí los efectos de la
fiesta de Navidad, intenta remontarse a los años de su infancia.
Eso es señal suficientemente
clara de que, como adulto, es absolutamente
incapaz de vivir la fiesta de Navidad con el sentimiento. Es prueba de que ha perdido algo que poseía de
niño. ¡Por qué eso no da que pensar a los hombres!
Nuevamente, es la pereza de
espíritu lo que les impide ocuparse seriamente de esas cosas. “Eso es para
niños”, piensan ellos, y los adultos no tienen tiempo para ello. ¡Ellos tienen
que pensar en cosas más serias!
¡Cosas más serias! Por tal
entienden ellos solamente la caza de bienes materiales; es decir, la labor del
intelecto. El intelecto aleja inmediatamente los recuerdos, a fin de no perder
la preponderancia si se da cabida al sentimiento alguna vez.
En todos estos hechos, tan
insignificantes aparentemente, se reconocerían las cosas más importantes sólo con que el intelecto diera tiempo a ello. Pero
él tiene la supremacía y lucha por ella con toda su astucia y toda su perfidia.
Es decir, no él, sino, en realidad, lo que se vale de él como instrumento y se
oculta tras de él es lo que lucha: las Tinieblas.
Las Tinieblas no quieren que se
encuentre la Luz en los recuerdos. Y en el modo
en que el espíritu aspira a encontrar la Luz, a apurar nuevas fuerzas de
ella, reconoceréis que, con los recuerdos de la Navidad de la infancia, también
se despierta una cierta nostalgia, una melancolía casi dolorosa, capaz de
enternecer momentáneamente a muchos hombres.
Ese enternecimiento podría
constituir el mejor terreno para el despertar,
si fuera utilizado inmediatamente y con todas las fuerzas. Pero,
desgraciadamente, en esos casos, los adultos no hacen más que sumirse en
sueños, con lo que la fuerza naciente es desperdiciada, se pierde. Y con esos
sueños, desaparece, también, la oportunidad, sin poder proporcionar beneficio o
sin ser aprovechada.
Aun cuando, en esas ocasiones, a
algunos hombres se les escapan las lágrimas, se avergüenzan de ellas, procuran
ocultarlas, se sobreponen con un arranque físico en el que, a menudo, se
percibe una inconsciente obstinación.
¡Cuánto podrían aprender los
hombres de todo eso! No en vano está entretejida una dulce melancolía en los
recuerdos de la infancia. Es el sentimiento inconsciente de que se ha perdido
algo que ha dejado un vacío; es la incapacidad de seguir sintiendo cándidamente.
Seguro que vosotros ya habéis
notado frecuentemente qué maravilloso y reanimante es el efecto que causa la
sola presencia de un hombre sereno, cuando, alguna vez que otra, saltan de sus
ojos chispas de candor.
El adulto no debe olvidar que lo
cándido no es pueril. Pero es un hecho que vosotros no sabéis a qué se debe que
la candidez cause esos efectos; no sabéis lo que es realmente, ni por qué Jesús
dijo: “Volveos como niños”.
Para definir qué es el candor, se
requiere, en primer lugar, aclarar el hecho de que, en sí considerado, el
candor no va ligado a lo pueril. Seguro que vosotros mismos conocéis a niños en
los que falta el hermoso candor propiamente dicho. Hay, pues, niños sin candor.
Un niño malo nunca dará impresión de candoroso; tampoco un niño malcriado o,
por mejor decirlo, que no ha sido educado.
De ahí se deduce claramente, que
candor y niño son, de por sí, dos cosas independientes.
Lo que se llama candor en la
Tierra es una rama de la acción ejercida por la Pureza. La Pureza en el sentido más elevado, no solamente en el
sentido terrenal y humano. El hombre que vive en la irradiación de la Pureza
divina, el que hace sitio en sí al rayo de la Pureza, ese tal ya ha conquistado
también el candor, bien sea durante la misma infancia, bien sea como adulto.
La candidez es el resultado de la
pureza interior o la señal de que ese ser humano se ha entregado a la Pureza,
la sirve. Todo eso no son sino diferentes formas de expresión, pero, en
realidad, se reducen a una misma.
Por tanto, sólo el niño interiormente
puro puede dar la impresión de candor, y lo mismo el adulto que alberga en sí
la Pureza. Por eso causa un efecto reanimante
y vivificador; por eso, también, inspira confianza.
Y donde reside verdadera Pureza,
allí también puede penetrar el verdadero Amor; pues el Amor de Dios se
manifiesta en el rayo de la Pureza. El rayo de la Pureza es el camino por el
que El discurre: no estaría capacitado para emprender otro.
A quien no acoja en sí el rayo de
la Pureza, nunca podrá alcanzarle el rayo del Amor de Dios.
Tened esto siempre presente y,
como ofrenda de Navidad, tomad la firme resolución de abriros a la Pureza a fin
de que, en la festividad de la Estrella Radiante, que es la fiesta de la Rosa
en el Amor de Dios, el rayo del Amor pueda penetrar en vosotros por el camino
de la Pureza.
Entonces, celebraréis esa fiesta de Navidad debidamente, tal como es voluntad de Dios. Ofrendaréis así el
verdadero agradecimiento por esa inconcebible gracia de Dios que El prodiga una
y otra vez sobre la Tierra en la Navidad.
Numerosos servicios divinos se
celebran, hoy día, en conmemoración del nacimiento del Hijo de Dios. Recorred
en espíritu — o por medio del recuerdo — las iglesias de toda clase, y dejad
hablar a vuestro sentimiento: ¡Os apartaréis decididamente de esas reuniones
llamadas servicios divinos!
Al primer momento, el hombre se
asombrará de que yo hable de este modo, y no sabrá lo que quiero decir con eso.
Pero todo ello se debe solamente a que, hasta ahora, no se ha tomado la
molestia de reflexionar sobre el término “servicio divino”, para, después,
establecer una comparación con los actos designados como tal servicio divino.
Lo habéis aceptado sencillamente, como tantas otras cosas que se mantienen en
pie desde hace siglos por la fuerza de la costumbre.
Y sin embargo, el término:
servicio divino, es tan claro que no puede
ser empleado absolutamente en sentido erróneo, si el ser humano no acepta
ni propaga indiferentemente y sin
resistencia las costumbres seculares. Lo que actualmente se designa como servicio divino es, en el caso más
favorable, una plegaria unida a la tentativa humana de interpretar aquellas
palabras dichas por el Hijo de Dios y que no fueron escritas por la mano del
hombre hasta más tarde.
A tal respecto, no hay nada que
cambiar: nadie puede contradecir semejantes afirmaciones, si es que quiere ser
sincero consigo mismo y con los sucesos que tuvieron lugar efectivamente. Sobre
todo, si no es demasiado perezoso para reflexionar sobre eso profundamente y no
se disculpa a sí mismo empleando slogans que le fueron dados por otros.
Y no obstante, el término
“servicio divino” es, precisamente, demasiado vivo en su especie y habla por sí
mismo a los hombres tan claramente,
que a poco sentimiento que se tenga, apenas sí podrá ser empleado para lo que
hoy se designa con él, a pesar de que el hombre terrenal se crea tan
evolucionado.
Así pues, el servicio divino ha
de adquirir una forma viva, si la
locución debe nacer a la realidad con todo lo que encierra en sí.
Ha de manifestarse en la Vida. Si yo preguntase qué entendéis
vosotros, hombres, por servicio, es decir, por servir, ni uno solo daría como respuesta otra palabra que: ¡Trabajar! Eso va implícito, ya, con
toda claridad, en la palabra “servicio”, y no se puede pensar otra cosa a tal
respecto.
Como es natural, el servicio divino en la Tierra tampoco es
otra cosa que trabajar en la Tierra
según las leyes de Dios, actuar terrenalmente vibrando en ellas, traducir en
actos la Voluntad de Dios en la Tierra.
¡Y eso es lo que se echa de menos
en todas partes!
¡Quién es el que trata de servir
a Dios en sus actividades terrenales! Cada uno piensa solamente en sí mismo y,
en parte, también en sus allegados terrenales. ¡Pero cree servir a Dios cuando Le reza!
¡Pero reflexionad vosotros
mismos!: ¿Dónde puede residir ahí el servicio de Dios propiamente dicho? ¡Se
trata más bien de algo muy distinto a servir!
Esa es una parte de lo que hoy se llama servicio divino y que engloba a la oración. La otra parte: la interpretación
de la Palabra escrita por mano del hombre, no puede ser considerada, a su vez,
más que como un estudio para quienes se molestan realmente en adquirir
comprensión. Por descontado que los indiferentes y los superficiales no entran
en consideración.
No sin razón se habla de “asistir” a un servicio divino, o de
“estar presente” en él: son expresiones muy
exactas que hablan por sí mismas.
El hombre mismo debe llevar a cabo el
servicio divino y no quedarse a un lado. “Rogar” no es servir; pues al
rogar, el hombre acostumbra a desear algo de Dios: Dios debe hacer algo por él,
lo que, al fin y al cabo, está muy lejos del concepto “servir”. Por
consiguiente, ruegos y oraciones no tienen nada que ver con un servicio divino.
Creo que esto será fácilmente comprensible
para todo ser humano. Tiene que haber
un sentido en todo lo que el hombre haga en la Tierra; no puede usar
indebidamente del lenguaje que se le ha dado, empleándolo como quiera, sin que
eso no le cause perjuicios. El hecho de que no haya adquirido ningún
conocimiento sobre el poder que reside también en la palabra humana, no puede
servirle de protección.
¡Culpa suya es si lo ha descuidado! Y entonces, queda sometido a los
efectos de un erróneo uso de la palabra, lo que le servirá de impedimento en
vez de estímulo. La espontánea actividad de todas las leyes originarias de la
creación no se detiene ni vacila ante las negligencias de los hombres, sino que
todo lo impuesto en la creación sigue su curso con inquebrantable precisión.
Esto es lo que los hombres no
piensan nunca y, por tanto, lo que no tienen en consideración, para perjuicio
propio. Incluso en los detalles más mínimos, en las cosas más insignificantes,
los efectos se dejan sentir siempre en consecuencia.
La equívoca designación de esos
servicios bajo el nombre de “servicio divino”, también a contribuido mucho a
que el verdadero servicio divino no haya sido llevado a cabo por los hombres,
puesto que cada uno cree haber hecho bastante con asistir a uno de esos
servicios divinos que nunca han sido un verdadero servir a Dios.
Llamad a esas reuniones: una hora
de adoración a Dios en comunidad; eso estaría, por lo menos,
más conforme con el sentido y, hasta cierto punto, también justificaría la
instauración de horas precisas dedicadas a tal efecto, aun cuando la adoración
a Dios también puede consistir y expresarse en cada mirada, en cada
pensamiento, en cada acción.
Más de uno pensará seguramente
que eso no es posible en modo alguno sin parecer artificial, sin ser demasiado
forzado. Sin embargo, no es así. Cuanto más se afirma la verdadera adoración a
Dios, tanto más natural se hace el hombre en todos sus actos, incluso en sus
movimientos más simples. Vibra entonces en sincero agradecimiento hacia su
Creador, y goza de las gracias de la manera más
pura.
Situaros hoy, en esa fiesta de
Navidad, en uno cualquiera de los servicios divinos de la Tierra.
Una jubilosa gratitud, una
sincera felicidad debería vibrar en cada palabra, por la gracia que Dios
concedió a los humanos en aquel entonces … suponiendo, naturalmente, que se
sepa apreciar esa gracia entre los hombres; pues conseguir comprender enteramente la grandeza propiamente
dicha, es algo que escapa a la capacidad del espíritu humano.
Pero ahí se busca inútilmente por doquier. ¡El gozoso arrebatamiento
hacia las alturas luminosas falta! De un júbilo agradecido no hay ni huella. A
menudo, se deja sentir, incluso, una opresión nacida de una decepción que el
ser humano no acierta a explicarse.
Sólo una cosa se encuentra por
doquier; algo que, cual si estuviera grabado con el buril más afilado,
reproduce la naturaleza de los servicios divinos de todas las confesiones; algo
que caracteriza u obliga a personificarse audiblemente a todo lo que vibra en
el servicio divino: se deja sentir como un melancólico acento que causa fatiga
a fuerza de repetirse continuamente y echa una especie de velo gris sobre las
adormecidas almas.
A pesar de todo, a veces se
percibe como un oculto lamento por algo perdido o no encontrado. ¡Id allí y
escuchad! Por doquier hallaréis ese carácter singular y sobresaliente.
Eso no es consciente en los
hombres, sino que, por decirlo con palabras corrientes: es así, simplemente.
Y ahí reside una gran verdad. Eso
se produce sin que el orador quiera, y muestra con toda claridad de qué modo
vibra el Todo. De un gozoso vibrar arrebatadoramente no cabe hablar, ni tampoco
de una ardiente elevación del alma, sino que es como una llama macilenta y
lánguida que no tiene fuerza para erguirse libremente hacia arriba.
Si el orador no se deja “llevar”
por el pálido y apagado vibrar de esos servicios divinos; si permanece
insensible a él — lo que equivaldría a una cierta tibieza o a un apartamiento
consciente — todas las palabras parecerían llenas
de unción, lo que es tanto como bronce resonante, frío, sin calor, sin
convicción.
En ambos casos, falta el ardor de
la convicción, falta la fuerza del victorioso saber, que, en un transporte de
alegría, quiere hacer partícipe de él a todos los contemporáneos.
Cuando, como en el caso del
término “servicio divino”, se emplea una denominación errónea para algo cuyo
contenido es distinto de lo que el término expresa, esa falta produce sus
efectos. La fuerza que pudiera estar presente queda destruida desde un
principio por el empleo de una errónea designación. Ninguna vibración real y
homogénea puede nacer de ahí, porque, por la palabra designada, surge otro
concepto que no llega a realizarse. La ejecución del servicio divino está en
contraposición con lo que suscita la imagen del “servicio divino” en lo más
profundo del sentimiento de todo espíritu humano.
¡Id allí y aprended! Pronto
reconoceréis dónde se os ofrece verdadero pan de vida. Ante todo, aprovechad
las reuniones en comunidad como horas de
solemne adoración de Dios. Pero poner de manifiesto el servicio de Dios en todas las actividades de vuestra existencia, en
la Vida misma; pues así debéis servir a vuestro Creador, agradecidos y
gozosos por la gracia de poder ser.
¡Haced de todo lo que penséis y hagáis un servir a Dios! Entonces, eso os
proporcionará la paz que vosotros
anheláis. Y si los hombres os persiguen duramente, ya sea por envidia, ya sea
por maldad o por costumbres triviales, llevaréis la paz en vosotros y, por último, ella hará que os sobrepongáis a todas
las dificultades.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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