46. LA SUPREMA SABIDURÍA
CON MI PALABRA,
os conduzco nuevamente a Dios, del que, poco a poco, os habéis alejado a causa
de todos los que ponen ese pretendido saber humano por encima de la sabiduría
divina.
Y los que aún están penetrados de la certeza de la suprema
sabiduría de Dios, los que quieren someterse humildemente a esa eminente y
amorosa acción que les guía y que va inherente en esa suprema sabiduría, por
los efectos de las inderogables leyes de esta creación — ésos, se imaginan la
suprema sabiduría de Dios muy diferente de lo que es.
Se imaginan la sabiduría divina demasiado humanamente y, por tanto, demasiado
restringida, comprimida en límites demasiado estrechos. Con la mejor voluntad,
hacen de la suprema sabiduría una simple omnisciencia
terrenal.
Pero todo lo que buenamente piensan sobre ese particular
tiene un carácter demasiado humano. Una y otra vez, incurren en la misma gran
falta de querer imaginarse a Dios y lo divino como una culminación de lo humano.
No abandonan por nada el carácter humano, sino que sacan
conclusiones pensando únicamente en un encumbramiento de su propia
constitución, partiendo del terreno humano,
perfeccionado hasta el grado más alto, más ideal, de una misma especie. A
pesar de todo, no dejan su propio terreno al representarse a Dios.
Aun cuando procuren llevar sus esperanzas hasta lo
inconcebible, todo continuará manteniéndose en la misma línea de pensamientos
y, por eso, nunca podrán descubrir ni sombra del concepto de la verdadera
grandeza de Dios, pese a sus esfuerzos por vislumbrarlo.
Lo mismo sucede con el concepto de la suprema sabiduría de
Dios. En vuestros pensamientos más temerarios, hacéis de ella, simplemente, una
mezquina omnisciencia terrenal.
Creéis que la suprema sabiduría de Dios debe “saber” vuestros pensamientos y
sentimientos humanos. Así pues, esa
noción exige o espera de la sabiduría divina, que penetre y se posesione, sin
reservas, de los pensamientos más personales y mezquinos de cada individuo de
la Tierra y de todos los mundos; que cuide y comprenda a todo insignificante
espíritu humano. Más aún: que se preocupe de ello.
¡Ese pretendido saber
no es sabiduría! La sabiduría es mucho más grande, está muy por encima de
todo eso.
¡En la sabiduría reposa la Providencia!
Ahora bien, providencia no es sinónimo de previsión por
parte del guía, como suelen entender los hombres la expresión: “sabia
Providencia”; es decir, como ellos se imaginan que es. También en esto se
equivocan; porque, una vez más, en su humana manera de pensar, miran toda
grandeza desde abajo y se la imaginan
como un superlativo de todo lo que
llevan en sí mismos en calidad de
humanos.
Aun en el caso de dar a sus pensamientos la mejor
orientación, no dejan esa costumbre, ni piensan en que Dios y lo divino son de naturaleza completamente extraña a ellos, y que todo pensamiento
sobre ese particular no puede menos de engendrar errores si se ponen puntos de
vista humanos como base.
Y de ahí se ha derivado, hasta el presente, todo lo falso,
todo error de concepto. Puede decirse con toda tranquilidad, que ni uno solo de
los conceptos actuales, nacidos de pensamientos, cavilaciones e
investigaciones, ha sido realmente exacto:
en su pequeñez humana, nunca han podido acercarse a la Verdad propiamente
dicha.
La Providencia es actividad divina. Está anclada en la sabiduría divina; es decir, en la
suprema sabiduría. Y la suprema sabiduría ha entrado en acción en las leyes
divinas de esta creación. En ellas reposa; en ellas reside, también, la
Providencia que se manifiesta ante los hombres.
No penséis, pues, que la suprema sabiduría de Dios debe
conocer vuestros pensamientos y saber cómo os va en la Tierra. La actividad de
Dios es muy diferente, es mucho más grande y abarca mucho más. Con Su Voluntad,
Dios lo abarca todo, mantiene todo, hace progresar a todo, por razón de la viva
ley que da a cada uno lo que merece;
es decir, lo que él mismo se ha tejido.
Ni uno solo puede escapar a las consecuencias de sus
acciones, ya sean buenas o malas. Ahí se
muestra la suprema sabiduría de Dios, que va ligada a la Justicia y al Amor. En
la actividad de esta creación, todo ha
sido sabiamente previsto para el ser humano: todo, incluso que él mismo habrá de juzgarse.
En el tribunal de Dios no se verificará más que el cumplimiento de las sentencias que han
tenido que recaer sobre los propios hombres, por la ley de la sabia Providencia
de Dios.
Pero, por extraño que parezca, hace, ya, muchos años que la
humanidad viene hablando de ese cambio
universal que debe producirse; y en eso sí que tiene razón
excepcionalmente. ¡Pero ese cambio ya está aquí! La humanidad se halla en medio
de ese acontecimiento universal que ella espera, sin percatarse de él porque no quiere.
Como siempre, se lo imagina de otra forma, y no quiere aceptarlo tal como es realmente. Pero, así, se priva a sí
misma de la ocasión de aprovechar el tiempo propicio para alcanzar su propia
madurez, y fracasa. Fracasa siempre; pues todavía falta la primera vez que la
humanidad haya cumplido lo que Dios
puede esperar de ella. Más aún: lo que El ha de esperar necesariamente, si
quiere dejarla seguir más tiempo en esta creación.
En su estrechez de miras — que se repite de idéntica manera
en cada acontecimiento previsto por
la Luz — el comportamiento de los hombres es tan obstinado, tan puerilmente
terco y tan ridículamente presuntuoso, que no quedan muchas esperanzas de una
posible salvación.
Por esa razón, la creación será depurada de todos los males
de ese orden. La Sacratísima Voluntad trae la purificación al completarse el
ciclo de todos los acontecimientos, de toda acción.
El ciclo se completa por la fuerza de la Luz. Todo ha de
juzgarse o purificarse en él, o bien perecer, sumirse en la terrible
descomposición.
Es natural — y así lo exigen las leyes de la creación —
que, ahora, en esta etapa final, todos los atributos malignos lleguen a su
máximo apogeo y hayan de dar sus repugnantes frutos, para, de ese modo,
proceder a un aniquilamiento total y recíproco.
En la fuerza de la Luz, es preciso que todo alcance su
punto de ebullición. Pero esta vez, sólo podrá volver al levantarse de ese
borboteo, la humanidad madura que sea
capaz y quiera acoger, con gratitud y alegría, las nuevas revelaciones de Dios,
y viva conforme a ellas, para caminar por la creación obrando como es justo.
En todo cambio cósmico, el Creador ofrece, a los espíritus
humanos en maduración, nuevas revelaciones desconocidas de ellos hasta ese
instante. Esas revelaciones deben servir para ampliar su saber, de suerte que,
por sus mayores conocimientos, su espíritu sea capaz de emprender la ascensión
hacia las alturas luminosas, esas alturas que, un día, abandonaron en calidad
de gérmenes espirituales inconscientes.
Sin embargo, siempre han sido muy pocos los que han estado
dispuestos a acoger agradecidamente las descripciones bajadas de la esfera
divina, adquiriendo, así, todo el valor y la fuerza espiritual necesarios para
los seres humanos. La mayoría de los hombres ha rehusado esos elevados dones de
Dios, en la estrecha limitación — más acentuada cada vez — de su entendimiento
espiritual.
Las épocas en que tuvieron lugar esos cambios cósmicos,
siempre guardaron relación con el correspondiente estado de madurez de la
creación. En el curso de la evolución conforme a la sagrada ley de Dios, la
creación siempre ha alcanzado el grado de madurez requerido. Pero, muy a
menudo, los hombres de esa creación
han constituido un obstáculo en el
camino de la evolución, a causa de su pereza espiritual.
Cada vez que, en las distintas épocas cósmicas, se ha
procedido a sembrar, para los seres humanos, la semilla del progresivo
conocimiento de la actividad divina, los hombres se han cerrado a ella casi
siempre.
Como los humanos se consideraban a sí mismos el punto de
partida de toda existencia, no querían creer que existiera algo que ellos no
pudieran comprender con sus sentidos físicos. Sólo a eso redujeron su saber, y
por eso no querían admitir otros puntos de vista que los suyos; ellos que son
las ramificaciones más insignificantes de la creación, las más alejadas del Ser
Verdadero y de la Vida real, los que desperdician criminalmente el tiempo que
se les ha concedido generosamente para poder madurar mediante el progresivo
conocimiento.
Pero he aquí que llega un nuevo y trascendental cambio
cósmico que también trae consigo un nuevo saber. Los mismos hombres hablan, ya,
de ese cambio, pero se lo imaginan de nuevo, como la realización de los
vanidosos deseos humanos, concebidos a su manera. No es que piensen en los
deberes que ello implica; no. Una vez más, no esperan de la Luz otra cosa sino
que les venga a las manos una mejora de sus comodidades terrenales. Tal debe ser, a su modo de ver, ese gran
cambio, pues sus pensamientos no tienen más alcance.
El nuevo y obligado saber que va íntimamente ligado con ese
cambio y que es imprescindible para elevarse espiritualmente y para
transformar, por fin, el medio ambiente de las materialidades, no les interesa.
En su pereza espiritual, rechazan simplemente lo que no existía hasta entonces.
Peros los seres humanos serán obligados por Dios a aceptar Sus preceptos, ya que, de lo
contrario, nunca más podrán ascender espiritualmente, pues tienen que conocerlos.
Va implícito en la actividad de la suprema sabiduría, que,
en muy determinados períodos de maduración de la creación, se den, a los
espíritus humanos, nuevas revelaciones referentes a la actividad de Dios.
Así fue que, en tiempos inmemoriables, fueron enviados a la
Tierra seres creados recientemente,
una vez que los gérmenes espirituales, en el curso de su lenta evolución,
hubieron transformado en cuerpos humanos los cuerpos animales elegidos a tal
efecto, lo que corrió parejas con la adquisición de la espiritual consciencia
de sí mismo dentro del cuerpo físico. Eso tuvo lugar en épocas indeciblemente
lejanas, antes de la conocida época
glacial de esta Tierra.
Dado que ya he mencionado la existencia de criaturas originarias, se deduce que también han
de existir seres poscreados o, simplemente, seres creados, puesto que he
hablado igualmente de seres evolucionados, entre los que se cuenta únicamente
la humanidad terrenal.
Esos seres creados de que no habíamos hablado hasta ahora,
pueblan planos de la creación situados entre las criaturas originarias de la
creación primera y los seres evolucionados de la poscreación.
En las estirpes que se formaron a partir de gérmenes
espirituales en evolución, se encarnó, en los primeros tiempos, alguno que otro
espíritu creado, a fin de guiar y establecer la ligazón con el plano inmediato
superior, en el curso de la indispensable evolución ascendente de todo lo
espiritual. Esos fueron los grandes cambios cósmicos de las primeras épocas.
Más tarde, aparecieron los profetas en calidad de seres
privilegiados. Tal ha sido la
actividad del Supremo Amor desde la Luz, a fin de ayudar a los espíritus
humanos mediante las nuevas revelaciones hechas en las distintas épocas de la
evolución de la creación, hasta que, finalmente, tuvo lugar la sagrada
revelación concerniente a la Divinidad y a Su actividad.
También hoy, en el instante del gran cambio cósmico que ya
está en acción, se presenta la absoluta necesidad de la ampliación del saber.
O el espíritu humano se esfuerza en elevar sus
conocimientos, o se queda detenido, lo que, para él, es tanto como el comienzo
de la descomposición, ya que, por su inactiva sobremaduración, propia del
espíritu humano que no sabe emplear debidamente la fuerza luminosa acumulada en
él, resultará inservible. De ese modo, lo que puede ayudarle — y le ayudaría — será su perdición, como lo es toda
energía mal empleada.
Dios es el Señor:
El sólo. Y quien no quiera
reconocerle humildemente tal como Él es en
realidad, y no como vosotros os Le imagináis, no podrá resurgir en la nueva
vida.
Me ha sido dado desplegar entre vosotros el cuadro de la
actividad en la creación de que sois parte constitutiva, a fin de que os
volváis videntes y podáis gozar conscientemente de las bendiciones contenidas
en esa creación para vosotros, y las empleéis en provecho propio, de manera
que, en el futuro, os ayuden, activen
vuestra ascensión y no tengáis que ser castigados dolorosamente o que, incluso,
os condenéis. Dad gracias, pues, al Señor, porque piensa en vosotros con tanto
amor y porque me ha permitido explicar, en mi Mensaje, lo que os es útil y,
también, lo que os es peligroso.
Yo os he mostrado los
caminos que conducen a las alturas luminosas. ¡Seguidlos pues!
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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