“Con mi palabra, os conduzco nuevamente a Dios, del que, poco a poco os habéis alejado, a causa de todos los que ponen ese pretendido saber humano por encima de la sabiduría divina.”
10. CANDOR INFANTIL
LA
PALABRA “CÁNDIDO” es una expresión que el hombre en su manera de hablar
superficial e irreflexiva suele emplear impropiamente la mayor parte de las
veces.
Restringida por la pereza
espiritual, la expresión no es sentida con la suficiente profundidad como para
poder comprenderla correctamente. Claro que quien no la haya captado en toda su
extensión, tampoco podrá emplearla jamás como es debido.
Mas, es justamente el candor
infantil lo que tiende al hombre la sólida escala de ascensión hacia las
Alturas luminosas, hacia la posibilidad de madurar para todo espíritu humano y
hacia el perfeccionamiento con miras a una existencia eterna en esta Creación,
que es la mansión de Dios Padre, puesta por Él a disposición de los hombres a
condición de que continúen siéndole huéspedes gratos. Huéspedes que no causen daños en los aposentos que por un
acto de gracia les fueron entregados en usufructo con la mesa siempre puesta y
siempre abundante.
¡Más cuán lejos se halla
actualmente el hombre de ese candor que tanto precisa!
Y es que sin él nada puede
conseguir para su espíritu. El espíritu tiene
que poseer candor, pues aun adquiriendo plena madurez, es y seguirá siendo un
“niño” de la Creación.
¡Un niño de la Creación! Esta expresión encierra un profundo
sentido; pues llegar a serlo, llegar a ser un “niño” de Dios es su misión. El
que lo logre o no, depende del grado de madurez que esté dispuesto a adquirir
en el curso de su peregrinación a través de todos los planos de la
materialidad.
Ahora bien, esta disposición de
ánimo tiene que ir acompañada de la acción.
En los planos espirituales, la voluntad es simultáneamente acto. Voluntad y acto
son allí la misma cosa. Pero sólo en
los planos espirituales y no en los planos de la materialidad. Cuanto más denso
y grave es un plano material, tanto más dista el acto de la voluntad que lo
engendra.
Que la densidad constituye un
obstáculo, se hace patente ya en el sonido, el cual, en su movimiento a través
de la materia, resulta impedido en mayor o menor grado según lo densa que ésta
sea. Incluso a cortas distancias puede advertirse claramente este fenómeno.
Cuando alguien está haciendo leña
o clavando puntas en una obra cualquiera, puede verse claramente el movimiento
del hacha o del martillo; en cambio, el sonido de los golpes tarda algunos
segundos en llegar a nuestros oídos. Cualquiera habrá tenido ocasión de
observar este fenómeno tan notorio.
Cosa análoga, pero mucho más
acentuada, ocurre en la Tierra entre la voluntad y la acción del ser humano. La
voluntad asalta al espíritu; en él se convierte inmediatamente en acción. Pero
para que la voluntad se ponga de manifiesto visiblemente en la materialidad
densa, el espíritu precisa del cuerpo físico. Sólo por impulso puede actuar el
cuerpo a los pocos segundos de entrar en acción la voluntad. En este caso queda
eliminado el trabajo lento y pesado del cerebro anterior que generalmente es
quien sirve de vía de comunicación a la voluntad, para que ésta llegue a causar
efecto en la actividad del cuerpo.
Esta vía normal exige un lapso de
tiempo un poco más largo. A veces sólo se produce un efecto débil o ni siquiera
llega a producirse efecto alguno, debido a que la volición, en su largo camino,
ha perdido fuerza o ha quedado bloqueada por las cavilaciones del intelecto.
A este respecto, aunque sea un
tanto fuera de lugar, permítaseme una observación acerca de la Ley natural de
la atracción de las afinidades, de cuyos efectos se ha hecho caso omiso, a
pesar de ser claramente visibles en la actividad humana:
Las leyes humano-terrenales son
elaboradas y aplicadas por el intelecto. De
aquí que los planes premeditados, es decir, los actos precedidos de una
reflexión, sean sancionados con mayor rigor y severidad que los actos
pasionales, es decir, sin reflexión. En la mayor parte de los casos, estos
últimos son juzgados teniendo en cuenta circunstancias atenuantes.
En realidad existe aquí en
afinidad con la actividad del intelecto sometido a las Leyes de la Creación,
una relación imperceptible para los hombres, para todos aquellos que se someten
incondicionalmente al intelecto. Para ellos esto es totalmente comprensible.
De este modo, sin conocer esta
relación, cuando se trata de un acto pasional, la mayor parte de la pena se
adscribe al plano espiritual. Los
legisladores y los jueces ni lo presienten, pues parten de principios muy
distintos, netamente intelectuales. Más reflexionando profundamente y
conociendo las Leyes que actúan en la Creación, todo se presenta bajo una luz
completamente diferente.
No obstante, y lo mismo en otros
juicios y sentencias terrenales, las Leyes vivientes de Dios en la Creación
actúan de por sí con plena autonomía, sin que influyan en ellas para nada las
leyes y conceptos humano-terrenales. ¡A ningún hombre sensato se le ocurrirá
pensar que una culpa real y verdadera – no una culpa tildada como tal por el
criterio humano – pueda darse por liquidada ante las Leyes divinas por el hecho
de haber sido expiada ya mediante el cumplimiento de la sentencia dictada por
el intelecto terrenal!
Desde hace miles de años éstos
vienen siendo prácticamente dos mundos separados. Separados por el modo de
obrar y de pensar de los hombres, debiendo haber sido sólo uno; un mundo donde reinen únicamente las
Leyes de Dios.
La redención mediante la pena
impuesta por semejante sentencia terrenal sólo puede realizarse en la medida en
que las leyes y penas concuerden con las Leyes de Dios en la Creación.
Ahora bien, existen dos clases de
actos pasionales. En primer lugar los ya descritos, que en realidad deberían
llamarse actos impulsivos, y, por
otra parte, los actos pasionales que surgen del cerebro anterior, mas no del
espíritu, y que pertenecen al sector del intelecto. Cierto que estos últimos
son actos pasionales sin reflexión, pero no deben ser tratados con la
aplicación de los mismos atenuantes que tratándose de los actos impulsivos.
No obstante, una justa distinción
entre estos actos podrán encontrar aquí solo aquellos hombres que conozcan todas las Leyes de Dios en la
Creación y estén instruidos en sus efectos. Esto ha de quedar reservado a
tiempos venideros en que ya no existan en los hombres los actos arbitrarios,
por haber adquirido una madurez espiritual tal que sólo les permita vibrar en
armonía con las Leyes divinas en todos sus actos y todos sus pensamientos.
Este paréntesis sólo pretende
incitar a la reflexión; no forma parte del fin propiamente dicho de esta
conferencia.
Queda advertido tan sólo que
voluntad y acción son una sola cosa
en el plano espiritual, pero que en los planos materiales se disocian en razón
de la naturaleza de la materia. Por eso dijo Jesús a los hombres en aquel
tiempo: “El espíritu está pronto, pero la
carne es flaca.” La carne, en nuestro caso la materia densa del cuerpo, no
lleva a efecto todo lo que en el espíritu ya fue voluntad y acción.
No obstante, incluso en su
vestidura de materia densa aquí en la Tierra, el espíritu podría obligar a su
voluntad a que se manifieste, convirtiéndose en acción en el plano material, si
no fuese tan indolente para ello. El espíritu no puede hacer responsable al
cuerpo de esta indolencia; pues el cuerpo le fue dado al espíritu solamente
como instrumento, y es él quien tiene que aprender a dominarlo para servirse de
éste de manera adecuada. –
Decíamos, pues, que el espíritu
es un niño de la Creación. Y que ha de poseer candor, si es que quiere cumplir con la finalidad que le ha sido
asignada en la Creación. La presunción orgullosa del intelecto le apartó del
candor, porque no pudo “comprenderlo” en su verdadero sentido. De este modo, el
espíritu ha perdido todo apoyo en la Creación, la cual se ve obligada ahora a
expulsarlo como elemento extraño, perturbador y nocivo, a fin de poder
conservar su propia salud.
Sucede, pues, que los hombres van
cavando su propia tumba a fuerza de proseguir en su errada forma de pensar y de
obrar. –
Es curioso que cualquier adulto
deseoso de experimentar verdaderamente la Navidad tenga que trasladarse
primeramente al tiempo de su niñez.
¡Es éste un testimonio bastante
claro de que, como adulto, es incapaz de vivir la Navidad con sensibilidad espiritual! ¡Es la prueba
neta de que ha perdido algo que poseía cuando niño! ¿Por qué no da que pensar
esto a los hombres?
Una vez más es la pereza
espiritual la que impide ocuparse seriamente de estos asuntos. “Eso son cosas
de niños”, dicen; “los adultos no deben perder el tiempo en ellas. Deben pensar
en cosas más serias.”
¡Cosas más serias! Para ellos
esas “cosas más serias” se reducen a la codicia de bienes materiales, es decir,
al trabajo del intelecto. Tan pronto se le da cabida al sentir intuitivo, el
intelecto rápidamente aleja y reprime los recuerdos, con el fin de no perder su
preponderancia.
En todos estos detalles
aparentemente tan insignificantes podrían reconocerse cosas de suma importancia, si el intelecto
concediese tiempo para ello. Pero él es el que ahora posee la supremacía, y por
conservarla, lucha con toda astucia y perfidia. Mejor dicho, no es él quien
realmente lucha, sino lo que se oculta tras él, convirtiéndolo en su
instrumento: ¡las tinieblas!
Su afán es no dejar encontrar la
Luz en los recuerdos. Pero hasta qué
punto el espíritu aspira encontrar la Luz y beber nuevas fuerzas en sus
fuentes, salta a la vista en el hecho de que, al surgir el recuerdo de la
Navidad cuando niño, se despierta una vaga nostalgia, casi dolorosa, que a
muchos hombres llega a ablandar el corazón pasajeramente.
Este enternecimiento podría muy
bien llegar a ser la base del despertar
espiritual si fuese aprovechado inmediatamente con toda energía. Pero,
desgraciadamente, los adultos lo único que hacen en tales ocasiones es dejarse
llevar por sus sueños, desperdiciando así la fuerza surgida. Y con sus sueños
se va también la ocasión sin haber sido aprovechada ni haber traído beneficio
alguno.
Es más, cuando alguien siente que
se le escapan las lágrimas, se avergüenza de ellas y trata de disimularlas, se
obliga a dominarse dándose un empujón que con frecuencia pone al descubierto
una obstinación inconsciente.
¡Cuánto podría aprender el hombre
de todo esto! No en vano se mezcla una vaga melancolía en los recuerdos de la
infancia. Es la intuición inconsciente de que algo se ha perdido dejando un
vacío, la incapacidad de volver a sentir intuitivamente con aquel candor
infantil.
Pero vosotros, seguramente, ya
habéis observado repetidas veces el efecto maravilloso y reanimador que produce
la mera presencia silenciosa de un hombre cuyos ojos desprenden aquí y allá candorosos destellos.
El adulto no debe olvidar que
candor no es lo mismo que puerilidad. Vosotros no sabéis aún lo que es el
candor en definitiva, ni a qué se debe que obre de tal manera. Ni por qué Jesús
dijo: “Sed como los niños”.
Para comprender lo que es candor
debéis poneros primeramente en claro que éste no tiene por qué estar ligado a
la infancia como tal. Sin duda conoceréis niños que carecen de este candor
verdaderamente hermoso. Es decir, hay niños sin candor. Un niño malo jamás dará
impresión de candor, como tampoco un niño mal educado, o mejor dicho, sin
educación.
Resulta, pues, que el candor y la
condición de niño son dos cosas independientes la una de la otra.
Lo que aquí en la Tierra se
califica de candoroso es una ramificación de los efectos de la Pureza. Pureza en el sentido más
elevado, no en el sentido meramente humano-terrenal. El ser humano que vive en
la luz de la Pureza divina, que da cabida en sí mismo al rayo de la Pureza,
adquiere de hecho candor infantil, ya sea niño o adulto.
El candor infantil es el fruto de
la pureza interior o el signo de que un ser humano se ha entregado a la Pureza,
se ha hecho su siervo. Todo esto no son sino diversas formas de expresión con
las que, en realidad, se designa una y la misma cosa.
Por consiguiente, sólo el niño
que sea puro en sí puede actuar con candor, como también el adulto que abrigue
la Pureza en su interior. ¡Por eso, su presencia refresca y vivifica, por eso
inspira confianza!
Y allí donde reside la Pureza
verdadera puede albergarse también el Amor auténtico; pues el Amor divino obra
a través del rayo de la Pureza. El rayo de la Pureza es la senda por la que
camina el Amor. No le sería posible seguir otra.
¡Quien no haya dado entrada en sí
al rayo de la Pureza, jamás será alcanzado por el rayo del Amor divino!
El hombre, empero, al apartarse de la Luz por el desarrollo
unilateral de su pensar intelectual, en provecho del cual ha sacrificado todo
lo que podía elevarle, se ha privado a sí mismo del candor, quedando sujeto a
esta Tierra, es decir, a la materia densa, por miles de cadenas que le tendrán
cautivo en tanto no se libere él mismo de ellas. Pero su liberación no llegará
con la muerte terrenal, sino únicamente con el despertar de su espíritu.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* *
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Traducido de la
edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta
obra está disponible en 15 idiomas:
español,
inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco,
polaco, húngaro, árabe y estonio