sábado, 24 de diciembre de 2022

08. EL NIÑO

 

08. EL NIÑO

CUANDO LOS HOMBRES se pregunten cómo educar debidamente a sus hijos, deberán observar, ante todo, al niño, y, luego, obrar en consecuencia. Los deseos personales del educador tienen que ser dejados a un lado por completo. El niño ha de seguir su camino por la Tierra, pero no el camino del educador.

Es bienintencionado que un educador quiera poner a disposición del niño — para que le sirvan de provecho — las experiencias que él mismo ha tenido que vivir durante su vida terrenal. Pretende ahorrar al niño muchas decepciones, pérdidas y dolores. Pero, en la mayor parte de los casos, no es mucho lo que consigue.

Al final, tiene que percatarse de que todas sus molestias y toda su buena voluntad en ese sentido han resultado inútiles; pues, al llegar un momento determinado de su evolución, el niño sigue repentina e inesperadamente su propio camino, olvidándose de todas las advertencias o no teniéndolas en cuenta cuando se trata de tomar decisiones importantes para sí mismo.

La tristeza del educador por este motivo no está justificada; pues, en su buena voluntad, no ha tenido presente en absoluto que el niño que él quería educar no tenía por qué seguir necesariamente el mismo camino que el suyo, para cumplir debidamente el fin de su propia existencia terrenal.

Todas las experiencias que el educador haya podido o tenido que vivir anteriormente por sí mismo, estaban reservadas y eran necesarias para él, por lo que no podían servir de provecho más que para el educador si ha sido capaz de asimilarlas como corresponde.

Pero esas experiencias personales del educador no pueden dar los mismos beneficios al niño, puesto que su espíritu tiene que vivir, para su propio desarrollo, experiencias completamente distintas, en virtud de los hilos del destino entretejidos en él.

Entre todos los hombres de la Tierra, no hay dos que sigan el mismo camino capaz de fomentar la maduración de su espíritu.

De aquí que las experiencias de un hombre nunca puedan ser provechosas espiritualmente para un segundo. Y si un ser humano sigue un camino que es copia exacta del de otro, habrá desperdiciado su propio tiempo terrenal.

Hasta la pubertad del niño, no debéis hacer otra cosa que prepararle el instrumento que habrá de necesitar para su vida terrenal, es decir, su cuerpo terrenal con todas sus funciones físicas.

A tal efecto, cuidad con esmero de no deformarlo ni, tal vez, de incapacitarlo completamente por exageración o parcialidad. Junto con la necesaria destreza de movimientos, el ejercitamiento encaminado a la correcta actividad de su cerebro juega un importante papel. A esa preparación preliminar — que termina al llegar la pubertad — ha de seguir la fase inmediata consistente en enseñar al espíritu a ejercer el debido dominio sobre todo el cuerpo.

Hasta los años de su madurez, en que el espíritu se manifiesta, los hijos de los hombres terrenales sienten preponderantemente sólo lo que pertenece al plano sustancial, si bien, como es natural, ya están avivados interiormente por el espíritu. No se trata, pues, de un noble animal en su máximo grado de desarrollo, sino de más, mucho más, pese a que, efectivamente, lo sustancial es el elemento predominante y, por tanto, decisivo. Esto tiene que tenerlo presente todo educador, y por ello debe regirse estrictamente toda norma de educación si se desea un éxito absoluto sin causar daños al niño. Primeramente, el niño ha de llegar a la completa comprensión de la gran actividad de todo lo sustancial, a lo que está más abierto que a lo espiritual durante ese tiempo. De este modo, sus ojos se abrirán gozosos y puros a las bellezas naturales que vea a su alrededor.

El agua, las montañas, los bosques, las praderas, las flores y también los animales, se harán familiares al niño, y éste irá afianzándose más y más en el mundo que constituirá el campo de acción de su existencia terrenal. Así, el niño se hallará firme y plenamente consciente en la naturaleza, en toda la actividad de la sustancialidad, lleno de comprensión y, con ello, debidamente pertrechado y dispuesto para influir también, con su espíritu, sobre todo cuanto se extiende a su alrededor como un inmenso jardín, haciéndolo evolucionar y prosperar. Sólo así podrá llegar a ser un verdadero jardinero en la creación.

Así, y no de otro modo, debe encontrarse todo niño en el momento en que el espíritu se ponga de manifiesto: sano de cuerpo y alma, alegremente desarrollado y preparado sobre el terreno al que pertenece. El cerebro no debe ser recargado unilateralmente con cosas que no necesitará nunca en su vida terrenal y que exigen efectivamente grandes esfuerzos para ser asimiladas, por lo que habrá un desperdicio de fuerza que debilitará al cuerpo y al alma.

Ahora bien, si ya la educación preliminar consume toda la energía, no quedará nada para la actividad propiamente dicha del hombre.

Mediante la adecuada formación y preparación para la Vida en si, el trabajo se convierte en alegría, en placer, ya que, entonces, todo vibrará en completa armonía dentro de la creación, lo que contribuirá al estímulo y fortalecimiento de la juventud en desarrollo.

Mas ¡cuán insensatamente se comportan los hombres respecto a sus descendientes! ¡De cuántos delitos impetrados contra ellos se hacen culpables!

Precisamente cuando el espíritu se manifiesta en el cuerpo de una joven a fin de utilizar ese instrumento físico y etéreo a él confiado y ofrecido, es decir, para convertirse en un ser humano cabal, se arrastra a la joven feminidad a los placeres terrenales… para que encuentre pronto un marido.

El espíritu, el ser humano propiamente dicho, que debía iniciar en ese instante su actividad terrenal, no consigue ni siquiera empezar y, paralizado, tiene que contemplar cómo el intelecto terrenal, erróneamente cultivado con carácter exclusivo, se evidencia en un burbujeante centelleo para, a falta de verdadero espíritu, hacerse pasar por ingenioso; tiene que ver cómo es arrastrado a toda clase de cosas imposibles, que exigen y desperdician cuanta fuerza es capaz de desarrollar el instrumento. Por último, llegan a ser madres antes de convertirse en seres humanos en la verdadera acepción de la palabra.

Por tanto, no queda nada para la actividad del espíritu. No tiene absolutamente ninguna posibilidad de ello.

En cuanto al hombre joven, no es mucho mejor lo que acontece. Está ahí desfallecido, agotado por la sobrecarga en las escuelas, con los nervios sobreexcitados. No ofrece al espíritu más que un terreno enfermo, un cerebro deformado, sobresaturado de cosas inútiles. A causa de esto, el espíritu no puede actuar como debiera, ni, por tanto, desarrollarse, decayendo, completamente abrumado, bajo el peso de tanta escoria. No resta más que una insaciable aspiración que deja entrever la presencia del espíritu humano encarcelado y oprimido. Al final, esa aspiración se pierde también en el vértigo del ajetreo y avidez terrenales, que, primero, deben servir para llenar ese vacío espiritual y, más tarde, se convierten en costumbre, en necesidad.

Así va el hombre, hoy, por la vida terrenal. Y la equivocada educación tiene la mayor parte de la culpa.

Si el hombre desea ser como debe en la Tierra, ha de modificar necesariamente la primera fase de la formación, es decir, de su educación. ¡Dejad que los niños sean verdaderamente niños! Tampoco intentéis nunca igualarles a los adultos, ni, mucho menos, esperéis que los adultos se rijan por los niños. Sería un poderoso veneno que daríais a vuestros hijos. Pues, en los niños, el espíritu no se ha manifestado todavía, aún están dominados preponderantemente por su naturaleza sustancial y, por consiguiente, no tienen, por el momento, la plenitud de valores que corresponde a los adultos.

Los niños lo sienten con toda exactitud. Por eso, no les atribuyáis un papel capaz de robarles esa consciencia. ¡Les haríais desgraciados! Se sentirían inseguros en ese terreno de la infancia que es el suyo, les proporciona seguridad y les ha sido asignado en la creación, mientras que, en el terreno de los adultos, nunca pueden sentirse a gusto, pues falta la razón principal, la que les confiere el derecho y les capacita para ello: la perfecta unión de su espíritu con el mundo exterior por medio del cuerpo.

Les priváis de su verdadera infancia, a la que tienen perfecto derecho según las leyes de la creación, y que, incluso, necesitan urgentemente, porque las experiencias propias de la infancia son imprescindibles para el progreso ulterior del espíritu. No obstante, vosotros soléis ponerles, ya, entre los adultos, allí donde no pueden moverse por faltarles lo necesario. Pierden seguridad y se hacen precoces, lo que, como es natural, causa una cierta repulsa en los adultos, ya que la precocidad es malsana, perturba la pura facultad sensitiva y toda armonía; pues un niño precoz es un fruto cuyo corazón no ha llegado todavía a la madurez mientras que la envoltura está ya a punto de envejecer.

¡Guardaos de ello, padres y educadores!: ¡Es un delito contra las leyes de Dios! ¡Dejad que los niños sigan siendo niños! Niños que sepan que tienen necesidad de la protección de todos los adultos.

La misión del adulto consiste exclusivamente en asegurar a los niños la protección que es capaz de ofrecerles y a la cual también está obligado siempre que un niño la merezca.

A su manera sustancial, el niño siente claramente que necesita la protección de los adultos, y por eso alza sus ojos hacia ellos, ofreciéndoles a cambio una espontánea consideración nacida de su necesidad de apoyo, a condición de que vosotros mismos no destruyáis esa ley natural.

¡Pero la destruís en la mayor parte de los casos! Arrojáis al niño fuera de sus naturales sentimientos mediante vuestro equivocado comportamiento respecto al mismo, a menudo para vuestra propia satisfacción, porque, para vosotros, el niño es, en gran parte, un querido juguete en el que buscáis vuestra alegría y al que procuráis convertir en un ser precozmente inteligente para poder enorgullecernos de ello.

Pero todo eso no es provechoso para el niño, sino sólo perjudicial. Ya durante los primeros años de la vida de un niño y en el curso de su juventud, que ha de ser considerada como la primera parte de su evolución, tenéis graves deberes que cumplir. No vuestros deseos, sino las leyes de la creación, deben de ser lo que decida. Pero éstas exigen dejar que todo niño sea niño en todas las cosas.

Un ser humano que haya sido verdaderamente niño será también, más tarde, un adulto cabal. ¡Pero sólo entonces! Y un niño normal es reconocible por el mero hecho de tener auténtico respeto a los adultos por propio sentimiento, que, de por sí, concuerda exactamente con la ley natural.

Todo eso ya está inherente en el niño como un don de Dios, y se desarrolla si vosotros no lo impedís. Por tanto, mantened a los niños alejados de las conversaciones de los mayores, pues no les incumben. También en esto deben darse cuenta de que son niños y que, como tales, no poseen aún la plenitud de su valor ni tampoco la suficiente madurez para la acción en la Tierra. Estas cosas aparentemente tan insignificantes tienen más importancia de lo que creéis. Constituyen el cumplimiento de una ley fundamental de la creación que soléis pasar por alto con frecuencia. Exteriormente, los niños, todos ellos relacionados predominantemente con lo sustancial, necesitan esto como un apoyo, de acuerdo con la ley de la sustancialidad.

Los adultos deben proteger a los niños. Esto significa mucho más de lo que las palabras expresan. Deben ofrecer protección cuando el niño la merezca. No se ha de proporcionar sin una compensación, a fin de que el niño aprenda ya, por experiencia, que ha de existir equilibrio en todas partes y que en ello reside la armonía y la paz. También esto está condicionado por la naturaleza sustancial.

Mas eso es precisamente lo que tantos padres y educadores han descuidado tantas veces, a pesar de ser condición fundamental para una educación adecuada, si es que ésta debe realizarse de acuerdo con las leyes de la creación. Más tarde o más temprano, la falta del concepto de la absoluta compensación hará vacilar a cada uno y ocasionará su caída. La consciencia de la ineludible necesidad de ese concepto ha de ser inculcada en el niño ya desde el primer día, para que se convierta en algo tan personal, tan metido en su cuerpo y sangre, tan natural, como aprender a guardar el equilibrio del cuerpo, que, en realidad, también se basa en la misma ley fundamental.

Si este principio es aplicado esmeradamente en el curso de toda educación, surgirán, por fin, hombres libres gratos a Dios.

Pero esta ley fundamental, la más importante e indispensable de la creación, ha sido, justamente, la que los hombres han descartado en todos los sitios. Salvo en lo concerniente al equilibrio de su cuerpo terrenal, no es seguida ni tenida en cuenta en la educación. Esto provoca una malsana parcialidad que no permite a los hombres ir por la creación sino tambaleándose espiritualmente, tropezando y cayendo de continuo.

Es deplorable que este sentimiento de equilibrio no haya sido considerado como una necesidad más que para los movimientos del cuerpo terrenal, mientras que es distendido o falta por completo en lo anímico y espiritual. En tal sentido, es preciso ayudar al niño solícitamente, desde las primeras semanas, mediante la influencia de una imposición exterior. La omisión ocasionará al ser humano terribles consecuencias para toda su vida, de acuerdo con la ley del efecto recíproco.

Mirad a vuestro alrededor: en la vida del individuo como en la familia, en los asuntos estatales como en la forma de ser de las iglesias, en todas partes se echa de menos esa ley y sólo ella. Y sin embargo, se os muestra claramente en todas partes. Basta con que queráis ver. El mismo cuerpo físico la pone en evidencia. Cuando el cuerpo se mantiene sano, la descubrís en la alimentación y en la defección, en las distintas maneras de alimentación, en el equilibrio entre trabajo y descanso; la apreciáis en todos sus detalles, aparte por completo de la mencionada ley de equilibrio que permite moverse a todo cuerpo, capacitándolo así para los deberes que impone la actividad en la Tierra. Ella sostiene y conserva la existencia del mundo entero; pues sólo por la compensación del equilibrio pueden los astros y los mundos describir sus órbitas y mantenerse.

Y vosotros, hombres insignificantes de la creación, más pequeños que una partícula de polvo ante el Creador, habéis violado esa ley rehusando observarla y seguirla con toda exactitud.

Verdad es que la habéis deformado por algún tiempo, pero ahora vuelve rápidamente a su forma primitiva, y ese rápido retorno os herirá dolorosamente.

De esta única falta nacieron todos los infortunios que hoy se ciernen sobre la creación. También en los estados surge el descontento y la insurrección cuando falta el equilibrio en alguna parte. Pero todo esto no es sino la continuación, el crecimiento de los errores cometidos por los educadores respecto a la juventud.

El nuevo reino, el reino de Dios en la Tierra, establecerá el equilibrio y creará así una nueva generación. Pero primero será preciso inculcar por la fuerza el concepto del equilibrio, antes de poder ser comprendido. Será impuesto mediante la reforma de todo lo deformado. Durante esa reforma, que ya se pone en evidencia hoy día, lo falso, lo malsano, se lanzará a su propia perdición, impulsado por el poder y la fuerza irresistible de la Luz. Vendrá después el gran don de la verdadera comprensión de todas las leyes de la creación. ¡Esforzaos, ya, en conocerlas debidamente! Estaréis entonces en la creación tal como corresponde estar, lo que, a su vez, no os proporcionará sino felicidad y paz.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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