7. EL INSTRUMENTO DEFORMADO
EL LASTRE más
pesado que el alma humana ha echado sobre sí y que impedirá toda posibilidad de
ascensión, es la vanidad. Ella ha introducido la corrupción en la creación
entera. La vanidad se ha convertido en el veneno más activo para el alma, pues
los hombres gustan de ponerla como pretexto y escudo para todas sus lagunas.
Cual si fuese un estupefaciente, ayuda continuamente a
superar las conmociones anímicas. Que ese efecto sea solamente ficticio, no
tiene importancia alguna para los hombres terrenales con tal de poder
experimentar una cierta complacencia y alcanzar un fin material, aunque no se
trate más que de breves instantes de una ridícula satisfacción personal. No
hace falta que sea auténtica; a los hombres les basta con que lo parezca.
Se habla de esta vanidad, de la presunción, del orgullo
espiritual, de la alegría ante el mal ajeno y de tantos otros atributos
humanos, tratando de justificarlos bienintencionadamente como trampas tendidas
por el principio de Lucifer. Pero todo eso no es sino un inútil intento de
disculparse a sí mismo. Lucifer no necesita molestarse tanto. Le basta con
haber incitado a los hombres al exclusivo desarrollo del intelecto terrenal,
tentándoles a saborear el fruto del “árbol de la ciencia”, es decir, a
entregarse al disfrute del conocimiento. Todo lo demás que siguió después ha
sido hecho por el propio hombre.
La vanidad, que tantos males cuenta entre su séquito:
envidia y odio, calumnia, codicia de placeres terrenales y de toda clase de
bienes, ha de ser considerada como la excrecencia más importante del intelecto
atado a lo terrenal y erigido como soberano absoluto. Todo lo deforme de este
mundo tiene sus raíces en la vanidad, que se presenta bajo los aspectos más
diversos.
El vehemente deseo de aparentar ha dado lugar a esa “caricatura
humana” que hoy predomina, a ese ser ficticio que no merece ser llamado
“hombre”, porque, debido a su vanidad, ha sacrificado la posibilidad de la
necesaria ascensión espiritual en loor de su apariencia, amurallando
obstinadamente todas las naturales vías de comunicación que le fueron dadas
para actividad y maduración de su espíritu, haciéndolas completamente
intransitables y oponiéndose así, de manera criminal, a la Voluntad de su
Creador.
El simple hecho de erigir en ídolo al intelecto atado a lo
terrenal, fue suficiente para desviar por completo el camino del hombre, ese
camino que el Creador le había trazado en la creación.
Lucifer se apuntó el triunfo de que el alma del hombre
terrenal osase efectuar en el cuerpo físico una intervención que hizo absolutamente
imposible su debida actividad en la creación. A fin de aguzar el intelecto,
entró en febril actividad el exclusivo cultivo de la parte encefálica capaz de actuar solamente en la materialidad
física: el cerebro anterior. De este modo, quedaron restringidas e impedidas
automáticamente las funciones de la parte espiritualmente receptiva del cerebro humano, por lo que también se dificultó la
comprensión de lo espiritual, llegando incluso, al cabo de miles de años, a
desaparecer totalmente, para el hombre terrenal, la facultad de comprender espiritualmente.
He ahí, pues, al hombre actual: solo e inútil en la creación, apartado de la posibilidad de conocimiento y
ascensión espirituales, apartado, por tanto, de Dios.
Esa es la obra de
Lucifer. Más no necesitaba hacer. Podía dejar al hombre terrenal abandonado a
sí mismo y verle hundirse de un escalón a otro, alejándose más y más de Dios a
consecuencia del paso dado.
Observar esto no resultará absolutamente difícil para los
hombres que se esfuercen sinceramente en reflexionar
con objetividad aunque sólo sea por una vez. Resulta fácilmente
comprensible que la actividad del cerebro implique también la pretensión de
saberlo todo mejor, el obstinado aferramiento a todo lo que esa actividad
considera como justo; pues el hombre ya ha “pensado” todo lo que era capaz de
pensar. Ha llegado mentalmente al máximo de su
propio límite.
El hombre no puede saber que ese límite es de orden inferior, dado lo atado que está el
cerebro a la Tierra, y que, por lo mismo, le es imposible seguir adelante mediante el intelecto, de aquí que siempre piense y afirme
haber alcanzado lo justo al llegar a su límite. Si alguna vez oye hablar de
otra cosa, pondrá cada vez más alto lo que él
ha pensado, y seguirá considerándolo como justo. Es esta una peculiaridad
de todo intelecto y, por consiguiente, de todo hombre intelectual.
Como ya he dicho, a una parte de la masa encefálica le
incumbe la tarea de captar lo espiritual
como si fuera una antena, mientras que la otra parte, que da nacimiento al
intelecto, transpone lo captado haciéndolo útil para la materialidad física.
Del mismo modo, si bien a la inversa, el cerebro anterior, del que surge el
intelecto, debe captar las impresiones de la materialidad y transponerlas para
hacer posible su captación por el cerebelo, a fin de que esas impresiones
puedan contribuir a la evolución y maduración del espíritu. Pero ambas partes
deben realizar un trabajo en común. Así
lo exigen las disposiciones del Creador.
Pero comoquiera que, por la intervención de la unilateral
hipertrofia del cerebro anterior, éste adquirió, en su actividad, una
preeminencia demasiado pronunciada, se rompió la necesaria armonía en la
colaboración entre ambos cerebros y, con ello, la sana actuación en la
creación. La parte receptora de lo espiritual quedó retrasada en su evolución,
en tanto que el cerebro, cada vez más eficaz por efecto del ejercicio, ha
tiempo que ya no capta las puras vibraciones procedentes de las alturas
luminosas y trasmitidas por el cerebelo para ser trabajadas y transferidas a la
materialidad física. Al contrario: la mayor parte de la substancia requerida
para ejercer sus funciones es absorbida del medio ambiente material y de las
formas mentales, para, una vez transformada, ser emitida como producto propio.
Muy pocos son los hombres en que la parte encefálica receptora mantiene aún, hasta
cierto punto por lo menos, una colaboración armoniosa con el cerebro
anterior. Esos tales se salen del marco habitual, se destacan por sus grandes
inventos o por la asombrosa seguridad de su capacidad sensitiva, que les
permite percatarse rápidamente de lo que otros sólo pueden asimilar al cabo de
penosos estudios.
Son esos de quienes se dice con envidia, que “reciben en
sueños”, los que constituyen la confirmación del proverbio: “A los suyos da el
Señor en sueños”.
Por los “suyos” se entienden los hombres que todavía
emplean sus instrumentos tal como deben trabajar según las disposiciones del
Creador, o sea, los que aún acatan Su Voluntad y, cual vírgenes prudentes,
mantienen dispuesto el aceite de sus lámparas; pues sólo esos podrán
“reconocer” al esposo cuando llegue. Sólo ellos están verdaderamente “en vela”.
Todos los demás “duermen” dentro de su propia estrechez, se han hecho incapaces
para “reconocer”, porque no han mantenido a punto los “instrumentos” requeridos
para ello. Como una lámpara sin aceite es el cerebro desprovisto de la armoniosa colaboración con la parte
receptora de lo espiritual.
Entre “los suyos” no deben
ser contados, sin más ni más, los hombres dotados de facultades mediunmísticas.
Cierto que, en el caso de estos últimos, la parte receptora del cerebro ha de
trabajar más o menos correctamente; pero, durante la recepción, el cerebelo de
los médiums, destinado a la transmisión sobre el plano terrenal, se fatiga,
porque el proceso impuesto por la determinada voluntad de uno cualquiera de los
seres del más allá presiona de manera especialmente intensa sobre el cerebro
receptor, lo que exige de éste un mayor desarrollo de contrapresión. Esto
sustrae automáticamente sangre al cerebro, es decir, calor motriz, lo que da
lugar, a su vez, a un reposo absoluto o parcial de dicho cerebro. Se negará a
colaborar o lo hará perezosamente. Esa sustracción de sangre no sería necesaria
si el cerebro receptor no hubiera sido fuertemente debilitado por la opresión.
Esa es la causa de que las transmisiones orales o escritas
de un médium no parezcan estar adaptadas al entendimiento humano tal como debieran, a fin de ser comprendidas
exactamente teniendo en cuenta los
conceptos terrenales de espacio y tiempo.
He ahí también la razón de que los médiums suelan prever
acontecimientos, catástrofes y cosas similares que se ciernen sobre la Tierra.
Hablan y escriben sobre ellas, pero raras veces aciertan a precisar el momento
en que tendrán lugar.
El médium capta la impresión etérea y la trasmite por escrito o de palabra sin adaptarla en
absoluto, o muy poco, a la materialidad física. Esto ha de inducir a error,
necesariamente, a los hombres que sólo tienen en cuenta la materialidad física.
La impresión etérea es distinta del efecto físico que se manifiesta más tarde;
pues en la materialidad etérea los contrastes son mucho más pronunciados y
abundantes, manifestándose también en consecuencia. Mas sucede frecuentemente
que los médiums no describen inalteradamente más que lo correspondiente a la
materialidad etérea, pues el cerebro no puede seguir el trabajo de trasposición
y queda en reposo. De este modo, tanto la reproducción
de los acontecimientos como las épocas
son diferentes, pues también los conceptos etéreos del tiempo son distintos
de los de la Tierra.
Así es que las descripciones y predicciones de una misma
cosa serán experimentadas de distinto modo por cada uno de los médiums, según
la menor o mayor posibilidad de colaboración del cerebro, que sólo en casos muy
especiales puede conseguir una transposición total conforme a los conceptos
terrenales.
Más si los seres del más allá se esfuerzan en restablecer,
entre la materialidad etérea y la física, la comunicación interrumpida por los
hombres terrenales, no han de tolerarse exigencias ni ridículas pretensiones de
juzgar por parte de los ignorantes y de los hombres intelectuales, pues esos
trabajos exigen, por el contrario, ser tomados absolutamente en serio, para que
pueda ser restaurado lo que la presuntuosa vanidad dejó corromper.
De tal colaboración deben quedar excluidos también los
fantasiosos, los exaltados y los místicos, los cuales resultan, en estas
cuestiones, realmente más nocivos que los hombres de intelecto.
Si ambas partes encefálicas de los hombres terrenales
trabajasen armoniosamente, como determinan las disposiciones del Creador, las
transmisiones de los médiums serían dadas de acuerdo con los conceptos de
tiempo que corresponden a la materialidad física. Pero así, a causa de la mayor
o menor reducción de sangre operada en el cerebro anterior, se producen
divergencias y alteraciones. La rectificación de las mismas exige un meticuloso
estudio mediante la observación, pero no merece ser ridiculizada ni suplantada
con argumentos malévolos, como gustan de hacer los espíritus perezosos.
En esto, como en todo, tampoco faltarán, naturalmente,
quienes, dándoselas de sabios, se ufanen de estar enterados de todas estas
cosas, resultando verdaderamente ridículos, y quienes abriguen intenciones un
tanto reprobables. Pero esto se da en todas partes, y no existe justificación
ninguna para que la cuestión en sí o quienes se ocupan de ella seriamente sean
mancillados de manera tan ostentosa.
Esta acción de echar por tierra todo lo que aún no puede
ser comprendido, no es, a su vez, más que la expresión de una ridícula
fatuidad, un signo de la irresponsable estupidez que se ha implantado entre
esos hombres. No hay nada, por grande y sublime que sea, que no haya sido, al principio, objeto de la
hostilidad de la humanidad terrenal. Tampoco sucedió de otro modo con lo que
Cristo dijo en aquel tiempo, y con El mismo.
Esos que así se burlan no hacen sino mostrar claramente que
van a ciegas por la Vida o, al menos, con una visible estrechez de miras.
Miremos a nuestro alrededor: aquel que, hoy día, prosigue
su camino burlándose de cuantos anuncios y presagios de terribles
acontecimientos se amontonan en todas partes; aquel que no quiere ver que
muchas de esas cosas se han realizado ya y que, de una semana a otra, es mayor
la profusión de catástrofes naturales, ese tal es corto de entendimiento, o
bien, a causa de un cierto temor, no quiere percatarse de nada.
Cortos de entendimiento o cobardes son quienes no se
atreven a mirar los hechos cara a cara. En todo caso, son seres nocivos.
Quienquiera que, a la vista de la gran penuria económica
que va aumentando continuamente en todos los países de la Tierra, y ante la
creciente confusión y desvalimiento que de ella se derivan, no quiera admitir
todavía que se trata de una catástrofe irremediable, tal vez por el simple
hecho de que él mismo tiene aún bastante que comer y beber, ese tal no merece
ser llamado hombre, pues tiene que estar corrompido interiormente, ya que es
insensible a los sufrimientos ajenos.
“¡No es la primera vez que esto pasa!” dice con ademán
despreocupado. Efectivamente, no es la primera vez que esto pasa en casos aislados, pero no en las
condiciones actuales, no bajo el reinado de esta ciencia de la que tanto se
alardea hoy, no con las medidas que pueden ser tomadas en la actualidad. Es esa
una diferencia como de la noche al día.
Pero, sobre todo, nunca ha habido este cúmulo de acontecimientos. En tiempos atrás, transcurrían años
entre una catástrofe natural y otra, se hablaba y se escribía durante meses de
esos acontecimientos que causaban excitación en todos los pueblos civilizados,
mientras que hoy, pocas horas después, ya se ha olvidado todo con el baile y la
cháchara diaria. Es una diferencia que no se quiere apreciar por temor, lo que
se traduce en despreocupación, en un criminal afán de no querer comprender
nada.
“¡Que la humanidad no se inquiete!” Esta es la orden del
día; pero no por amor a la humanidad, sino por temor de que los hombres puedan
exigir cosas a las que nadie podría hacer frente.
Frecuentemente, esos intentos de tranquilizar resultan tan
burdos, que sólo una humanidad indiferente
puede escucharlos en silencio, con el embrutecimiento que impera en la
actualidad. Pero nadie se molesta en admitir y decir que ese proceder es
contrario y hostil a la sublime Voluntad de Dios.
Dios quiere que
los hombres acojan esas advertencias claramente expresivas contenidas en los
acontecimientos en desarrollo. Es preciso
que salgan de su despreocupado sopor espiritual para, reflexionando, poder
recorrer aún, a tiempo, el camino de la enmienda, antes de hacerse necesario
que cuantos sufrimientos les es dado apreciar todavía en sus semejantes hagan
también presa en ellos. Se rebelan contra Dios todos los que intentan evitar
esto mediante discursos tranquilizadores.
Mas, por desgracia, la humanidad es demasiado sensible a
toda palabra que la dispense de la actividad propia del espíritu; por eso gusta
de prestar oídos a las cosas más inverosímiles, las acepta crédulamente, las desea más bien, las extiende e incluso
defiende, con tal de no ser sacada bruscamente de su tranquilidad y placidez.
Y la querida vanidad marca el compás; es la mejor
fomentadora de toda esa cizaña que, como ella misma, es el fruto del dominio
del intelecto, enemigo de Dios.
La vanidad no quiere que se reconozca jamás la Verdad,
dondequiera que pueda hallarse. Todo de lo que ella es capaz en estas
cuestiones se demuestra ya en la postura adoptada por esta humanidad frente a
la existencia terrenal del Hijo de Dios, que, en Su verdadera y gran
simplicidad, no era suficiente para la vanidosa razón humana. El creyente no
quiere más que “su” Salvador sea según su
propio concepto. Por eso adorna la vida terrenal de Cristo Jesús, el Hijo
de Dios, con sucesos imaginarios.
Según los conceptos humanos y como muestra de “humildad”
frente a todo lo divino, el Salvador también tuvo que ser “sobrenatural” por Su
condición de Hijo de Dios. No piensan que el mismo Dios es la perfección de lo natural, y que la
creación evoluciona, por efecto de Su Voluntad, como corresponde a Su perfecta
naturalidad. Ahora bien, la Perfección implica también inmutabilidad. Si fuera
posible una excepción en las leyes de la creación, impuestas por la Voluntad
divina, existiría ahí una laguna, y se habría echado en falta la Perfección.
Pero la humildad humana se alza por encima de todas estas
cosas, pues espera, incluso exige, que
tenga lugar una transgresión de las leyes impuestas en la creación. Y lo exige
precisamente de Quien vino a cumplir todas las leyes de Su Padre, como El mismo
dijo. Espera de El cosas que, de acuerdo con las leyes de la evolución natural,
resultan sencillamente imposibles. ¡Y eso es, justamente, en lo que debe ponerse en evidencia Su divinidad, ese elemento
divino que lleva en sí viva la base de las leyes naturales!
Sí… la humildad humana es capaz de muchas cosas; pero no es
tal humildad, sino que su verdadero aspecto es la exigencia. ¡Es una insolencia inusitada, un orgullo espiritual de
la peor especie! La querida vanidad no hace más que encubrirlo de manera que
parezca humildad.
Pero lo triste es que, frecuentemente, personas de voluntades
realmente buenas y poseídas, en un principio, de auténtica humildad, se dejan
arrastrar inconscientemente, por su exaltación, a las cosas más inverosímiles.
Se han forjado ilusiones cuya difusión ha ocasionado
cuantiosos daños.
Así tenemos que, ya de niño, Jesús hubo de realizar las
cosas más maravillosas, incluso en sus juegos más inocentes, que El practicó
como cualquier otro niño sano y de espíritu vivo. Los pajaritos que El formaba
con arcilla jugando, cobraban vida revoloteando
y cantando alegremente, y muchas otras cosas más. Estos sucesos resultan sencillamente imposibles, porque se oponen a
todas las leyes divinas de la creación.
Según eso, Dios Padre también habría podido hacer que Su
Hijo apareciera en la Tierra ya hecho. ¡Para
qué se necesitaba una madre humana! ¡Para qué las molestias del nacimiento!
¿Pero es que los hombres no pueden siquiera pensar con sencillez? Se abstienen de ello por propia vanidad. Según su
opinión, el paso del Hijo de Dios por la Tierra tuvo que ser diferente. Ellos
lo quieren así para que “su” Salvador, “su” Redentor, no haya tenido que
someterse a las leyes de Dios en la creación. En realidad, lo que ellos piensan
no sería, en efecto, poca cosa para El, el
Hijo de Dios, pero sí para todos los que quieren ver en El a su Redentor.
¡Vanidad humana y nada más que vanidad!
No consideran que fue aún más grandioso, que Jesús, por Su
encarnación, se sometiese voluntariamente a esas leyes con el único fin de
aportar la Verdad, contenida en la Palabra, a los hombres, que, por la criminal
deformación de su instrumento terrenal, se habían incapacitado para descubrir
por sí mismos la Verdad, para conocerla. Eran demasiado vanidosos como para
admitir que la misión de Cristo quedaba cumplida en la propia Palabra. Para
ellos, hombres vanidosos, tenía que suceder algo más grandioso.
Y cuando el Hijo de Dios padeció la muerte terrenal en la
cruz y murió como ha de morir todo crucificado, como corresponde a las leyes
divinas de la creación; cuando el cuerpo humano no pudo descender sano y salvo
de la cruz, a la vanidad no le quedó sino afirmar que el Hijo de Dios tuvo que
morir de ese modo, sin querer descender
de la cruz, para que los pobres hombrecillos fuesen liberados de sus
pecados y pudieran ser acogidos gozosamente en el reino de los cielos.
Así se erigió la base para la versión posterior de la necesidad de la muerte en la cruz,
versión que ha inducido a grave error a los cristianos de hoy… nada más que por
la vanidad humana.
Si ya no hay nadie que quiera reconocer que esa forma de
pensar sólo puede provenir de una vergonzosa petulancia — para alegría de
Lucifer, que dio la vanidad a los hombres con el fin de arrastrarles a la
perdición — entonces es que la humanidad ya no puede ser socorrida, todo
resulta inútil. Ni siquiera las más grandes y poderosas advertencias de la
naturaleza podrán despertarla de su somnolencia espiritual. Pero ¿por qué no
reflexiona más el hombre?
Si Cristo hubiera podido resucitar carnalmente, sería
absolutamente lógico pensar que también habría podido aparecer en la Tierra con
un cuerpo ya hecho, descendiendo de allí adonde ha debido regresar al
resucitar. Pero el hecho de que no haya sucedido así y de que, por el
contrario, haya tenido que recorrer, desde el principio, el mismo camino que
cualquier otro cuerpo humano después de nacer, con cuantas fatigas, grandes y
pequeñas, y cuantas necesidades impone la vida terrenal, habla con suficiente
claridad en contra de esa teoría, aparte de que tenía que ser así y no de otro
modo, pues también el Hijo de Dios estaba obligado a acatar las perfectas leyes
de Su Padre, impuestas en la creación.
Todo el que quiera venir a la creación, a la Tierra, ha de
someterse a las inmutables leyes de la creación.
Lo contrario es leyenda, creada por el entusiasmo de los
mismos hombres y legada después como verdad. Tal ha acontecido con todas las
tradiciones, tanto si han sido trasmitidas de palabra o por escrito. La vanidad
humana juega aquí un importante papel. Es muy raro que una cosa pase de mano en
mano, de boca a boca, e incluso de cerebro a cerebro, sin agregar nada. Los
escritos de segunda mano no son nunca una prueba en la que debe basarse una
posteridad. El hombre no tiene más que observar detenidamente el presente.
Tomemos sólo un ejemplo que fue conocido en todo el mundo.
Los periódicos de todos los países informaron de la misteriosa “mansión” de Vomperberg, cuyo
propietario debía ser yo. Se me llamó “el mesías del Tirol” o “el profeta de
Vomperberg”. Grandes y destacados titulares aparecieron hasta en los más
importantes periódicos, que pretenden ser tomados en serio. Se escribieron
artículos un tanto misteriosos y lúgubres sobre numerosos pasadizos
subterráneos, templos, caballeros con corazas negras y de plata, cultos
inusitados, grandes parques, autos, caballerizas y todo cuanto un cerebro
enfermizo puede concebir y es capaz de describir. Se dieron un sinfín de
detalles llenos de hermosa fantasía unos, y de una inmundicia tan insólita
otros, que quien reflexionara un poco tenía que haberse dado cuenta
inmediatamente de la falsedad y malevolencia contenidas en ellos.
¡Y en todo eso no había ni
una sola palabra veraz!
Si, pasados algunos siglos o, mejor aún, algunos milenios,
un hombre lee uno de esos artículos difamatorios… quién podrá hacerle cambiar
de opinión si cree firmemente todo eso y dice: “¡Pero si está descrito e
impreso en todos los periódicos e idiomas!”
Y sin embargo, todo eso no ha sido sino un fiel reflejo de
los pervertidos cerebros de aquella época. Con sus propias obras, se
imprimieron a sí mismos un sello acreditativo de su corrupción con vistas, ya,
al futuro Juicio.
Y si todo esto ha sucedido actualmente pese a los medios existentes para obtener rápidamente y
sin dificultad la comprobación de los hechos antes de hacerlos público, ¡qué no
habrá sido anteriormente, en el tiempo de Jesús, cuando sólo se podían
trasmitir de boca en boca! ¡De cuán grandes alteraciones no habrá sido objeto
cada transmisión, también las escrituras y cartas! Como una avalancha ha ido
aumentando todo. Ya desde el principio, ha sido, en parte, falsamente
interpretado, y continuamente surgen en ese camino cosas distintas de las que
sucedieron realmente. ¡Cuántas cosas oídas, tomadas ahora como base
fundamental, no habrán sido escritas de segunda, tercera o décima mano! Los
hombres ya deberían conocer a los hombres.
En cuanto no les es dado emplear el andamiaje de su propio
intelecto, como en el caso de toda Verdad por
razón de su gran sencillez, no quedan conformes. La desechan o la modifican
de manera que se acomode a su vanidad.
Por eso se prefiere la “mística” a la Verdad. La gran
inclinación a lo “místico”, a lo misterioso, que todo hombre lleva en sí, es
vanidad y no ansia de Verdad, como se pretende hacer creer frecuentemente. La fatuidad ha construido el malsano camino
por el que legiones de vanidosos fanáticos se solazan y más de un espíritu
perezoso se deja arrastrar plácidamente.
En todo esto, la vanidad del hombre juega un papel destructor
y siniestro por demás que le arrastra a la perdición tenaz e irresistiblemente,
pues es un papel que le gusta representar.
Terror se apoderaría de él si, por una vez, consiguiera
vencerse a sí mismo y, sin petulancia ninguna, reflexionara objetivamente sobre
el particular. Pero ese es, precisamente, el inconveniente: sin fatuidad, no es
capaz de nada. De ahí que, para muchos hombres, esta situación haya de
persistir hasta convertirse en su perdición.
Este hecho es, en toda su tristeza, el resultado que tenía
que dar la obstaculización del armonioso desarrollo del cerebro propio del
cuerpo terrenal confiado al hombre, consecuencia todo del pecado original. A
eso ha conducido la deformación de ese instrumento, tan necesario en la
materialidad física, ocasionada por la unilateral hipertrofia del mismo. He
ahí, pues, al hombre, con su instrumento físico, su cuerpo terrenal, inarmónico en la creación, inepto para
la misión que debía cumplir en ella, inservible para ello por culpa propia.
Mas para extirpar nuevamente esta raíz de todo mal, es
preciso una intervención de Dios. Todo otro poder y autoridad, por grande que
sea, resulta insuficiente. Es la más grande y, también, la más perniciosa
contaminación debida al descarriado albedrío humano. Otra igual no ha tenido
nunca entrada en la creación. Todo lo
de la Tierra tendría que venirse abajo antes de poder sobrevenir una mejoría;
pues no existe nada que no haya sido atacado irremediablemente por ese virus.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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