sábado, 24 de diciembre de 2022

7. EL INSTRUMENTO DEFORMADO

 

7. EL INSTRUMENTO DEFORMADO

EL LASTRE más pesado que el alma humana ha echado sobre sí y que impedirá toda posibilidad de ascensión, es la vanidad. Ella ha introducido la corrupción en la creación entera. La vanidad se ha convertido en el veneno más activo para el alma, pues los hombres gustan de ponerla como pretexto y escudo para todas sus lagunas.

Cual si fuese un estupefaciente, ayuda continuamente a superar las conmociones anímicas. Que ese efecto sea solamente ficticio, no tiene importancia alguna para los hombres terrenales con tal de poder experimentar una cierta complacencia y alcanzar un fin material, aunque no se trate más que de breves instantes de una ridícula satisfacción personal. No hace falta que sea auténtica; a los hombres les basta con que lo parezca.

Se habla de esta vanidad, de la presunción, del orgullo espiritual, de la alegría ante el mal ajeno y de tantos otros atributos humanos, tratando de justificarlos bienintencionadamente como trampas tendidas por el principio de Lucifer. Pero todo eso no es sino un inútil intento de disculparse a sí mismo. Lucifer no necesita molestarse tanto. Le basta con haber incitado a los hombres al exclusivo desarrollo del intelecto terrenal, tentándoles a saborear el fruto del “árbol de la ciencia”, es decir, a entregarse al disfrute del conocimiento. Todo lo demás que siguió después ha sido hecho por el propio hombre.

La vanidad, que tantos males cuenta entre su séquito: envidia y odio, calumnia, codicia de placeres terrenales y de toda clase de bienes, ha de ser considerada como la excrecencia más importante del intelecto atado a lo terrenal y erigido como soberano absoluto. Todo lo deforme de este mundo tiene sus raíces en la vanidad, que se presenta bajo los aspectos más diversos.

El vehemente deseo de aparentar ha dado lugar a esa “caricatura humana” que hoy predomina, a ese ser ficticio que no merece ser llamado “hombre”, porque, debido a su vanidad, ha sacrificado la posibilidad de la necesaria ascensión espiritual en loor de su apariencia, amurallando obstinadamente todas las naturales vías de comunicación que le fueron dadas para actividad y maduración de su espíritu, haciéndolas completamente intransitables y oponiéndose así, de manera criminal, a la Voluntad de su Creador.

El simple hecho de erigir en ídolo al intelecto atado a lo terrenal, fue suficiente para desviar por completo el camino del hombre, ese camino que el Creador le había trazado en la creación.

Lucifer se apuntó el triunfo de que el alma del hombre terrenal osase efectuar en el cuerpo físico una intervención que hizo absolutamente imposible su debida actividad en la creación. A fin de aguzar el intelecto, entró en febril actividad el exclusivo cultivo de la parte encefálica capaz de actuar solamente en la materialidad física: el cerebro anterior. De este modo, quedaron restringidas e impedidas automáticamente las funciones de la parte espiritualmente receptiva del cerebro humano, por lo que también se dificultó la comprensión de lo espiritual, llegando incluso, al cabo de miles de años, a desaparecer totalmente, para el hombre terrenal, la facultad de comprender espiritualmente.

He ahí, pues, al hombre actual: solo e inútil en la creación, apartado de la posibilidad de conocimiento y ascensión espirituales, apartado, por tanto, de Dios.

Esa es la obra de Lucifer. Más no necesitaba hacer. Podía dejar al hombre terrenal abandonado a sí mismo y verle hundirse de un escalón a otro, alejándose más y más de Dios a consecuencia del paso dado.

Observar esto no resultará absolutamente difícil para los hombres que se esfuercen sinceramente en reflexionar con objetividad aunque sólo sea por una vez. Resulta fácilmente comprensible que la actividad del cerebro implique también la pretensión de saberlo todo mejor, el obstinado aferramiento a todo lo que esa actividad considera como justo; pues el hombre ya ha “pensado” todo lo que era capaz de pensar. Ha llegado mentalmente al máximo de su propio límite.

El hombre no puede saber que ese límite es de orden inferior, dado lo atado que está el cerebro a la Tierra, y que, por lo mismo, le es imposible seguir adelante mediante el intelecto, de aquí que siempre piense y afirme haber alcanzado lo justo al llegar a su límite. Si alguna vez oye hablar de otra cosa, pondrá cada vez más alto lo que él ha pensado, y seguirá considerándolo como justo. Es esta una peculiaridad de todo intelecto y, por consiguiente, de todo hombre intelectual.

Como ya he dicho, a una parte de la masa encefálica le incumbe la tarea de captar lo espiritual como si fuera una antena, mientras que la otra parte, que da nacimiento al intelecto, transpone lo captado haciéndolo útil para la materialidad física. Del mismo modo, si bien a la inversa, el cerebro anterior, del que surge el intelecto, debe captar las impresiones de la materialidad y transponerlas para hacer posible su captación por el cerebelo, a fin de que esas impresiones puedan contribuir a la evolución y maduración del espíritu. Pero ambas partes deben realizar un trabajo en común. Así lo exigen las disposiciones del Creador.

Pero comoquiera que, por la intervención de la unilateral hipertrofia del cerebro anterior, éste adquirió, en su actividad, una preeminencia demasiado pronunciada, se rompió la necesaria armonía en la colaboración entre ambos cerebros y, con ello, la sana actuación en la creación. La parte receptora de lo espiritual quedó retrasada en su evolución, en tanto que el cerebro, cada vez más eficaz por efecto del ejercicio, ha tiempo que ya no capta las puras vibraciones procedentes de las alturas luminosas y trasmitidas por el cerebelo para ser trabajadas y transferidas a la materialidad física. Al contrario: la mayor parte de la substancia requerida para ejercer sus funciones es absorbida del medio ambiente material y de las formas mentales, para, una vez transformada, ser emitida como producto propio. Muy pocos son los hombres en que la parte encefálica receptora mantiene aún, hasta cierto punto por lo menos, una colaboración armoniosa con el cerebro anterior. Esos tales se salen del marco habitual, se destacan por sus grandes inventos o por la asombrosa seguridad de su capacidad sensitiva, que les permite percatarse rápidamente de lo que otros sólo pueden asimilar al cabo de penosos estudios.

Son esos de quienes se dice con envidia, que “reciben en sueños”, los que constituyen la confirmación del proverbio: “A los suyos da el Señor en sueños”.

Por los “suyos” se entienden los hombres que todavía emplean sus instrumentos tal como deben trabajar según las disposiciones del Creador, o sea, los que aún acatan Su Voluntad y, cual vírgenes prudentes, mantienen dispuesto el aceite de sus lámparas; pues sólo esos podrán “reconocer” al esposo cuando llegue. Sólo ellos están verdaderamente “en vela”. Todos los demás “duermen” dentro de su propia estrechez, se han hecho incapaces para “reconocer”, porque no han mantenido a punto los “instrumentos” requeridos para ello. Como una lámpara sin aceite es el cerebro desprovisto de la armoniosa colaboración con la parte receptora de lo espiritual.

Entre “los suyos” no deben ser contados, sin más ni más, los hombres dotados de facultades mediunmísticas. Cierto que, en el caso de estos últimos, la parte receptora del cerebro ha de trabajar más o menos correctamente; pero, durante la recepción, el cerebelo de los médiums, destinado a la transmisión sobre el plano terrenal, se fatiga, porque el proceso impuesto por la determinada voluntad de uno cualquiera de los seres del más allá presiona de manera especialmente intensa sobre el cerebro receptor, lo que exige de éste un mayor desarrollo de contrapresión. Esto sustrae automáticamente sangre al cerebro, es decir, calor motriz, lo que da lugar, a su vez, a un reposo absoluto o parcial de dicho cerebro. Se negará a colaborar o lo hará perezosamente. Esa sustracción de sangre no sería necesaria si el cerebro receptor no hubiera sido fuertemente debilitado por la opresión.

Esa es la causa de que las transmisiones orales o escritas de un médium no parezcan estar adaptadas al entendimiento humano tal como debieran, a fin de ser comprendidas exactamente teniendo en cuenta los conceptos terrenales de espacio y tiempo.

He ahí también la razón de que los médiums suelan prever acontecimientos, catástrofes y cosas similares que se ciernen sobre la Tierra. Hablan y escriben sobre ellas, pero raras veces aciertan a precisar el momento en que tendrán lugar.

El médium capta la impresión etérea y la trasmite por escrito o de palabra sin adaptarla en absoluto, o muy poco, a la materialidad física. Esto ha de inducir a error, necesariamente, a los hombres que sólo tienen en cuenta la materialidad física. La impresión etérea es distinta del efecto físico que se manifiesta más tarde; pues en la materialidad etérea los contrastes son mucho más pronunciados y abundantes, manifestándose también en consecuencia. Mas sucede frecuentemente que los médiums no describen inalteradamente más que lo correspondiente a la materialidad etérea, pues el cerebro no puede seguir el trabajo de trasposición y queda en reposo. De este modo, tanto la reproducción de los acontecimientos como las épocas son diferentes, pues también los conceptos etéreos del tiempo son distintos de los de la Tierra.

Así es que las descripciones y predicciones de una misma cosa serán experimentadas de distinto modo por cada uno de los médiums, según la menor o mayor posibilidad de colaboración del cerebro, que sólo en casos muy especiales puede conseguir una transposición total conforme a los conceptos terrenales.

Más si los seres del más allá se esfuerzan en restablecer, entre la materialidad etérea y la física, la comunicación interrumpida por los hombres terrenales, no han de tolerarse exigencias ni ridículas pretensiones de juzgar por parte de los ignorantes y de los hombres intelectuales, pues esos trabajos exigen, por el contrario, ser tomados absolutamente en serio, para que pueda ser restaurado lo que la presuntuosa vanidad dejó corromper.

De tal colaboración deben quedar excluidos también los fantasiosos, los exaltados y los místicos, los cuales resultan, en estas cuestiones, realmente más nocivos que los hombres de intelecto.

Si ambas partes encefálicas de los hombres terrenales trabajasen armoniosamente, como determinan las disposiciones del Creador, las transmisiones de los médiums serían dadas de acuerdo con los conceptos de tiempo que corresponden a la materialidad física. Pero así, a causa de la mayor o menor reducción de sangre operada en el cerebro anterior, se producen divergencias y alteraciones. La rectificación de las mismas exige un meticuloso estudio mediante la observación, pero no merece ser ridiculizada ni suplantada con argumentos malévolos, como gustan de hacer los espíritus perezosos.

En esto, como en todo, tampoco faltarán, naturalmente, quienes, dándoselas de sabios, se ufanen de estar enterados de todas estas cosas, resultando verdaderamente ridículos, y quienes abriguen intenciones un tanto reprobables. Pero esto se da en todas partes, y no existe justificación ninguna para que la cuestión en sí o quienes se ocupan de ella seriamente sean mancillados de manera tan ostentosa.

Esta acción de echar por tierra todo lo que aún no puede ser comprendido, no es, a su vez, más que la expresión de una ridícula fatuidad, un signo de la irresponsable estupidez que se ha implantado entre esos hombres. No hay nada, por grande y sublime que sea, que no haya sido, al principio, objeto de la hostilidad de la humanidad terrenal. Tampoco sucedió de otro modo con lo que Cristo dijo en aquel tiempo, y con El mismo.

Esos que así se burlan no hacen sino mostrar claramente que van a ciegas por la Vida o, al menos, con una visible estrechez de miras.

Miremos a nuestro alrededor: aquel que, hoy día, prosigue su camino burlándose de cuantos anuncios y presagios de terribles acontecimientos se amontonan en todas partes; aquel que no quiere ver que muchas de esas cosas se han realizado ya y que, de una semana a otra, es mayor la profusión de catástrofes naturales, ese tal es corto de entendimiento, o bien, a causa de un cierto temor, no quiere percatarse de nada.

Cortos de entendimiento o cobardes son quienes no se atreven a mirar los hechos cara a cara. En todo caso, son seres nocivos.

Quienquiera que, a la vista de la gran penuria económica que va aumentando continuamente en todos los países de la Tierra, y ante la creciente confusión y desvalimiento que de ella se derivan, no quiera admitir todavía que se trata de una catástrofe irremediable, tal vez por el simple hecho de que él mismo tiene aún bastante que comer y beber, ese tal no merece ser llamado hombre, pues tiene que estar corrompido interiormente, ya que es insensible a los sufrimientos ajenos.

“¡No es la primera vez que esto pasa!” dice con ademán despreocupado. Efectivamente, no es la primera vez que esto pasa en casos aislados, pero no en las condiciones actuales, no bajo el reinado de esta ciencia de la que tanto se alardea hoy, no con las medidas que pueden ser tomadas en la actualidad. Es esa una diferencia como de la noche al día.

Pero, sobre todo, nunca ha habido este cúmulo de acontecimientos. En tiempos atrás, transcurrían años entre una catástrofe natural y otra, se hablaba y se escribía durante meses de esos acontecimientos que causaban excitación en todos los pueblos civilizados, mientras que hoy, pocas horas después, ya se ha olvidado todo con el baile y la cháchara diaria. Es una diferencia que no se quiere apreciar por temor, lo que se traduce en despreocupación, en un criminal afán de no querer comprender nada.

“¡Que la humanidad no se inquiete!” Esta es la orden del día; pero no por amor a la humanidad, sino por temor de que los hombres puedan exigir cosas a las que nadie podría hacer frente.

Frecuentemente, esos intentos de tranquilizar resultan tan burdos, que sólo una humanidad indiferente puede escucharlos en silencio, con el embrutecimiento que impera en la actualidad. Pero nadie se molesta en admitir y decir que ese proceder es contrario y hostil a la sublime Voluntad de Dios.

Dios quiere que los hombres acojan esas advertencias claramente expresivas contenidas en los acontecimientos en desarrollo. Es preciso que salgan de su despreocupado sopor espiritual para, reflexionando, poder recorrer aún, a tiempo, el camino de la enmienda, antes de hacerse necesario que cuantos sufrimientos les es dado apreciar todavía en sus semejantes hagan también presa en ellos. Se rebelan contra Dios todos los que intentan evitar esto mediante discursos tranquilizadores.

Mas, por desgracia, la humanidad es demasiado sensible a toda palabra que la dispense de la actividad propia del espíritu; por eso gusta de prestar oídos a las cosas más inverosímiles, las acepta crédulamente, las desea más bien, las extiende e incluso defiende, con tal de no ser sacada bruscamente de su tranquilidad y placidez.

Y la querida vanidad marca el compás; es la mejor fomentadora de toda esa cizaña que, como ella misma, es el fruto del dominio del intelecto, enemigo de Dios.

La vanidad no quiere que se reconozca jamás la Verdad, dondequiera que pueda hallarse. Todo de lo que ella es capaz en estas cuestiones se demuestra ya en la postura adoptada por esta humanidad frente a la existencia terrenal del Hijo de Dios, que, en Su verdadera y gran simplicidad, no era suficiente para la vanidosa razón humana. El creyente no quiere más que “su” Salvador sea según su propio concepto. Por eso adorna la vida terrenal de Cristo Jesús, el Hijo de Dios, con sucesos imaginarios.

Según los conceptos humanos y como muestra de “humildad” frente a todo lo divino, el Salvador también tuvo que ser “sobrenatural” por Su condición de Hijo de Dios. No piensan que el mismo Dios es la perfección de lo natural, y que la creación evoluciona, por efecto de Su Voluntad, como corresponde a Su perfecta naturalidad. Ahora bien, la Perfección implica también inmutabilidad. Si fuera posible una excepción en las leyes de la creación, impuestas por la Voluntad divina, existiría ahí una laguna, y se habría echado en falta la Perfección.

Pero la humildad humana se alza por encima de todas estas cosas, pues espera, incluso exige, que tenga lugar una transgresión de las leyes impuestas en la creación. Y lo exige precisamente de Quien vino a cumplir todas las leyes de Su Padre, como El mismo dijo. Espera de El cosas que, de acuerdo con las leyes de la evolución natural, resultan sencillamente imposibles. ¡Y eso es, justamente, en lo que debe ponerse en evidencia Su divinidad, ese elemento divino que lleva en sí viva la base de las leyes naturales!

Sí… la humildad humana es capaz de muchas cosas; pero no es tal humildad, sino que su verdadero aspecto es la exigencia. ¡Es una insolencia inusitada, un orgullo espiritual de la peor especie! La querida vanidad no hace más que encubrirlo de manera que parezca humildad.

Pero lo triste es que, frecuentemente, personas de voluntades realmente buenas y poseídas, en un principio, de auténtica humildad, se dejan arrastrar inconscientemente, por su exaltación, a las cosas más inverosímiles.

Se han forjado ilusiones cuya difusión ha ocasionado cuantiosos daños.

Así tenemos que, ya de niño, Jesús hubo de realizar las cosas más maravillosas, incluso en sus juegos más inocentes, que El practicó como cualquier otro niño sano y de espíritu vivo. Los pajaritos que El formaba con arcilla jugando, cobraban vida revoloteando y cantando alegremente, y muchas otras cosas más. Estos sucesos resultan sencillamente imposibles, porque se oponen a todas las leyes divinas de la creación.

Según eso, Dios Padre también habría podido hacer que Su Hijo apareciera en la Tierra ya hecho. ¡Para qué se necesitaba una madre humana! ¡Para qué las molestias del nacimiento! ¿Pero es que los hombres no pueden siquiera pensar con sencillez? Se abstienen de ello por propia vanidad. Según su opinión, el paso del Hijo de Dios por la Tierra tuvo que ser diferente. Ellos lo quieren así para que “su” Salvador, “su” Redentor, no haya tenido que someterse a las leyes de Dios en la creación. En realidad, lo que ellos piensan no sería, en efecto, poca cosa para El, el Hijo de Dios, pero sí para todos los que quieren ver en El a su Redentor. ¡Vanidad humana y nada más que vanidad!

No consideran que fue aún más grandioso, que Jesús, por Su encarnación, se sometiese voluntariamente a esas leyes con el único fin de aportar la Verdad, contenida en la Palabra, a los hombres, que, por la criminal deformación de su instrumento terrenal, se habían incapacitado para descubrir por sí mismos la Verdad, para conocerla. Eran demasiado vanidosos como para admitir que la misión de Cristo quedaba cumplida en la propia Palabra. Para ellos, hombres vanidosos, tenía que suceder algo más grandioso.

Y cuando el Hijo de Dios padeció la muerte terrenal en la cruz y murió como ha de morir todo crucificado, como corresponde a las leyes divinas de la creación; cuando el cuerpo humano no pudo descender sano y salvo de la cruz, a la vanidad no le quedó sino afirmar que el Hijo de Dios tuvo que morir de ese modo, sin querer descender de la cruz, para que los pobres hombrecillos fuesen liberados de sus pecados y pudieran ser acogidos gozosamente en el reino de los cielos.

Así se erigió la base para la versión posterior de la necesidad de la muerte en la cruz, versión que ha inducido a grave error a los cristianos de hoy… nada más que por la vanidad humana.

Si ya no hay nadie que quiera reconocer que esa forma de pensar sólo puede provenir de una vergonzosa petulancia — para alegría de Lucifer, que dio la vanidad a los hombres con el fin de arrastrarles a la perdición — entonces es que la humanidad ya no puede ser socorrida, todo resulta inútil. Ni siquiera las más grandes y poderosas advertencias de la naturaleza podrán despertarla de su somnolencia espiritual. Pero ¿por qué no reflexiona más el hombre?

Si Cristo hubiera podido resucitar carnalmente, sería absolutamente lógico pensar que también habría podido aparecer en la Tierra con un cuerpo ya hecho, descendiendo de allí adonde ha debido regresar al resucitar. Pero el hecho de que no haya sucedido así y de que, por el contrario, haya tenido que recorrer, desde el principio, el mismo camino que cualquier otro cuerpo humano después de nacer, con cuantas fatigas, grandes y pequeñas, y cuantas necesidades impone la vida terrenal, habla con suficiente claridad en contra de esa teoría, aparte de que tenía que ser así y no de otro modo, pues también el Hijo de Dios estaba obligado a acatar las perfectas leyes de Su Padre, impuestas en la creación.

Todo el que quiera venir a la creación, a la Tierra, ha de someterse a las inmutables leyes de la creación.

Lo contrario es leyenda, creada por el entusiasmo de los mismos hombres y legada después como verdad. Tal ha acontecido con todas las tradiciones, tanto si han sido trasmitidas de palabra o por escrito. La vanidad humana juega aquí un importante papel. Es muy raro que una cosa pase de mano en mano, de boca a boca, e incluso de cerebro a cerebro, sin agregar nada. Los escritos de segunda mano no son nunca una prueba en la que debe basarse una posteridad. El hombre no tiene más que observar detenidamente el presente. Tomemos sólo un ejemplo que fue conocido en todo el mundo.

Los periódicos de todos los países informaron de la misteriosa “mansión” de Vomperberg, cuyo propietario debía ser yo. Se me llamó “el mesías del Tirol” o “el profeta de Vomperberg”. Grandes y destacados titulares aparecieron hasta en los más importantes periódicos, que pretenden ser tomados en serio. Se escribieron artículos un tanto misteriosos y lúgubres sobre numerosos pasadizos subterráneos, templos, caballeros con corazas negras y de plata, cultos inusitados, grandes parques, autos, caballerizas y todo cuanto un cerebro enfermizo puede concebir y es capaz de describir. Se dieron un sinfín de detalles llenos de hermosa fantasía unos, y de una inmundicia tan insólita otros, que quien reflexionara un poco tenía que haberse dado cuenta inmediatamente de la falsedad y malevolencia contenidas en ellos.

¡Y en todo eso no había ni una sola palabra veraz!

Si, pasados algunos siglos o, mejor aún, algunos milenios, un hombre lee uno de esos artículos difamatorios… quién podrá hacerle cambiar de opinión si cree firmemente todo eso y dice: “¡Pero si está descrito e impreso en todos los periódicos e idiomas!”

Y sin embargo, todo eso no ha sido sino un fiel reflejo de los pervertidos cerebros de aquella época. Con sus propias obras, se imprimieron a sí mismos un sello acreditativo de su corrupción con vistas, ya, al futuro Juicio.

Y si todo esto ha sucedido actualmente pese a los medios existentes para obtener rápidamente y sin dificultad la comprobación de los hechos antes de hacerlos público, ¡qué no habrá sido anteriormente, en el tiempo de Jesús, cuando sólo se podían trasmitir de boca en boca! ¡De cuán grandes alteraciones no habrá sido objeto cada transmisión, también las escrituras y cartas! Como una avalancha ha ido aumentando todo. Ya desde el principio, ha sido, en parte, falsamente interpretado, y continuamente surgen en ese camino cosas distintas de las que sucedieron realmente. ¡Cuántas cosas oídas, tomadas ahora como base fundamental, no habrán sido escritas de segunda, tercera o décima mano! Los hombres ya deberían conocer a los hombres.

En cuanto no les es dado emplear el andamiaje de su propio intelecto, como en el caso de toda Verdad por razón de su gran sencillez, no quedan conformes. La desechan o la modifican de manera que se acomode a su vanidad.

Por eso se prefiere la “mística” a la Verdad. La gran inclinación a lo “místico”, a lo misterioso, que todo hombre lleva en sí, es vanidad y no ansia de Verdad, como se pretende hacer creer frecuentemente. La fatuidad ha construido el malsano camino por el que legiones de vanidosos fanáticos se solazan y más de un espíritu perezoso se deja arrastrar plácidamente.

En todo esto, la vanidad del hombre juega un papel destructor y siniestro por demás que le arrastra a la perdición tenaz e irresistiblemente, pues es un papel que le gusta representar.

Terror se apoderaría de él si, por una vez, consiguiera vencerse a sí mismo y, sin petulancia ninguna, reflexionara objetivamente sobre el particular. Pero ese es, precisamente, el inconveniente: sin fatuidad, no es capaz de nada. De ahí que, para muchos hombres, esta situación haya de persistir hasta convertirse en su perdición.

Este hecho es, en toda su tristeza, el resultado que tenía que dar la obstaculización del armonioso desarrollo del cerebro propio del cuerpo terrenal confiado al hombre, consecuencia todo del pecado original. A eso ha conducido la deformación de ese instrumento, tan necesario en la materialidad física, ocasionada por la unilateral hipertrofia del mismo. He ahí, pues, al hombre, con su instrumento físico, su cuerpo terrenal, inarmónico en la creación, inepto para la misión que debía cumplir en ella, inservible para ello por culpa propia.

Mas para extirpar nuevamente esta raíz de todo mal, es preciso una intervención de Dios. Todo otro poder y autoridad, por grande que sea, resulta insuficiente. Es la más grande y, también, la más perniciosa contaminación debida al descarriado albedrío humano. Otra igual no ha tenido nunca entrada en la creación. Todo lo de la Tierra tendría que venirse abajo antes de poder sobrevenir una mejoría; pues no existe nada que no haya sido atacado irremediablemente por ese virus.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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