09. LA MISIÓN DE LA FEMINIDAD
HUMANA
UNA GRAVE OPRESIÓN
pesa sobre toda la feminidad de la Tierra, desde que se extendió la equivocada
opinión de que el fin primordial de la mujer es la maternidad. Con fingida
compasión, incluso, a veces, con disimulada malignidad, muchas personas miran a
las jóvenes que no se han casado y a las mujeres que no han tenido hijos en el
matrimonio. La expresión “soltera” o “solterona”, que, en realidad, es un título honorífico, suele ser pronunciada
con ligera ironía con un encogimiento de hombros que denota compasión, como si
el matrimonio fuera para la mujer terrenal su máxima aspiración, su destino
propiamente dicho.
El hecho de que esta falsa creencia se haya propagado a
través de milenios y se haya implantado de manera tan nociva, es una de las
conquistas más eminentes de Lucifer, que se propuso con ello el rebajamiento de
la feminidad y asestó a la verdadera humanidad el más rudo golpe. ¡Mirad, si
no, a vuestro alrededor! Las graves aberraciones de ese falso punto de vista
han hecho que, desde un principio, los pensamientos de los padres y de las
jóvenes estén dirigidos en línea recta a asegurar el porvenir terrenal mediante
el matrimonio. Todo parte de esa base: la educación, los pensamientos, las
conversaciones y los actos desde los primeros años de la joven hasta su edad madura.
Entonces, se busca la ocasión, se la favorece, y, si esto no da resultado, se
llega incluso a provocarla por la fuerza, a fin de poder trabar amistades con
vistas al matrimonio.
A la joven se le inculca expresamente que irá por la Vida
sin alegría ninguna si no va al lado del marido, y que, de otro modo, nunca
será considerada como un ser completo. Adondequiera que una joven dirige su
mirada, sólo ve exaltación del amor terrenal
con la felicidad de la maternidad como fin supremo. De esta manera, se impone
artificialmente la idea de que toda joven que no pueda conseguirlo es digna de
lástima y ha desperdiciado en parte su tiempo terrenal. Todos los pensamientos,
todas las aspiraciones, están orientados en ese sentido, inyectados
literalmente en carne y sangre desde el momento del nacimiento. Pero todo eso
es una obra muy hábil de Lucifer, que tiene como fin la degradación de la
feminidad humana.
Y ese maleficio tiene que desaparecer de la feminidad
terrenal si se quiere que ésta se eleve. Sólo de las ruinas de esa falsa
creencia actual puede alzarse lo sublime y puro. La noble feminidad conforme a la Voluntad de Dios no puede
expansionarse bajo esta maquinación de Lucifer — la más astuta de todas —
dirigida contra los espíritus humanos, todos
los cuales habrían podido tender exclusivamente hacia la Luz desde un
principio, si hubieran acatado firmemente las leyes originarias de la creación,
si se hubiesen dejado conducir por ellas.
¡Volveos espirituales
de una vez, oh hombres, puesto que procedéis del espíritu! ¡Reconoced y
tened también la firmeza suficiente para admitir que la felicidad de la
maternidad, considerada hasta ahora como el fin supremo de la feminidad
terrenal y su destino más sagrado, sólo tiene sus raíces en la sustancialidad! Pero el destino más
sagrado de la mujer es mucho más elevado: reside en el espíritu.
Ni una sola vez habéis
concebido el pensamiento de que todo esto que habéis venido loando hasta el
momento, no es válido más que para la Tierra, para la existencia terrenal con
todas sus limitaciones. Pues matrimonio y procreación sólo se dan en la parte física de esta poscreación. Y sin embargo,
feminidad existe en toda la creación. Esto debiera haberos dado motivo para
reflexionar. Pero no, eso era esperar demasiado de vosotros.
Así como, poco a poco, se va arrastrando a los animales en
libertad hacia un pasadizo disimulado, preparado minuciosamente, que ellos no
pueden diferenciar del bosque libre y hermoso pero que les conduce a la
cautividad, del mismo modo habéis empujado constantemente a vuestros
descendientes femeninos hacia un fin único … hacia el marido. ¡Como si ese
fuera su destino fundamental!
La creencia nacida de ese falso concepto constituyó una
especie de pasadizo con vallas a derecha e izquierda, de forma que, por último,
a los pobres niños no les quedó otra posibilidad que dirigir sus pensamientos
en esa misma dirección. Muchas jóvenes se han “salvado” dando un salto brusco
hacia un matrimonio que ha exigido de ellas una gran superación de sí mismas,
sólo para no sufrir lamentablemente las consecuencias de ese falso concepto,
consecuencias que, al ir avanzando la edad, penden sobre toda joven como una
espada amenazadora.
Asimismo, no es sino una íntima protesta que surge
inconscientemente, una rebelión del espíritu oprimido hasta entonces, cuando,
al principio de una agitación precursora de una nueva época, la juventud trata
de huir de un estado malsano aún no definido, para ir a caer, por desgracia, en
otro peor, con sus ideas de libre camaradería y de matrimonios entre camaradas.
En el fondo, sigue siendo la misma aberración procedente de la idea de Lucifer,
que lleva inherente la depreciación de
la mujer; sólo la forma es distinta. Nada puro podía resultar de ahí, ya que el
maleficio de las Tinieblas se extiende siniestramente sobre todas ellas, las
mantiene fuertemente aprisionadas y las obliga a doblar la cerviz bajo su yugo.
El error tenía que
persistir aun cuando la forma haya cambiado. Actualmente, la sacudida que
liberará a la verdadera feminidad sólo puede venir de arriba. La humanidad no
puede hacerlo por sí misma, puesto que está demasiado oprimida y avasallada.
Leyes o nuevas formas no son ayuda ninguna en este caso. La
salvación estriba solamente en la comprensión de todas las leyes originarias de
la creación. Tenéis que admitir definitivamente la Verdad tal como es realmente,
no como vosotros habéis imaginado por haber sido tan accesibles a las
sugestiones de Lucifer.
Con el pensamiento de que la feminidad humana debe buscar
el fin primordial de la existencia en la maternidad, ha sido depreciado y
deshonrado lo femenino; pues, con ello, ha sido degradado y reducido al plano de la sustancialidad. Lucifer
no tuvo más que implantar esa idea en el mundo. Fue acogida y, poco a poco, se
convirtió en esa firme creencia que sigue dominando aún, hoy día, en la
mentalidad humana, obligándola a tomar esta única
dirección que impide al espíritu emprender el vuelo hacia las cumbres
luminosas y puras.
Los inmundos puños de los secuaces de Lucifer se posaron
sobre la feminidad humana obligándola a someterse. ¡Acabad con ellos!
¡Liberaos, por fin, de esas garras que os retienen! Pues esa opinión, sólo
ella, ha ocasionado, con sus consecuencias, todo lo susceptible de denigrar a
la mujer. El bonito pretexto de la sagrada maternidad y los sublimes cantos en
loor del amor maternal no pueden aligerar jamás la presión de los tenebrosos
puños; tampoco pueden hacer que estos negros puños se vuelvan luminosos.
Escuchad mi palabra: mediante esta forma de ver, la mujer
ha sido reducida a la categoría de animal hembra. ¡Jóvenes, mujeres, hombres!:
¡Despertad! ¡Reconoced de una vez todo lo terrible de ese pensamiento! ¡Se
trata de un deber sagrado para vosotros!
¡Lucifer puede estar orgulloso de esta conquista!
Ya dije una vez que Lucifer, al atacar a toda la feminidad,
pretendió asestar a la humanidad entera el más rudo golpe, y… desgraciadamente,
consiguió asestarlo demasiado bien.
Seguid vosotros mismos el pensamiento que, con gran astucia
y perfidia, lanzó entre los hombres: os aduló hipócritamente con la idea de una
maternidad como suprema misión de la mujer. Pero la maternidad implica también instinto terrenal, y a éste quería erigir, con ese pensamiento,
un elevado pedestal, para que, haciéndose dominante, impusiera a la mentalidad
de la humanidad terrenal esa única dirección.
¡Un plan esbozado con una astucia digna de admiración! Jugó con vuestros
sentimientos tan cuidadosamente como un artista consumado toca el instrumento,
poniendo seductoramente ante vuestros ojos la maternidad y el amor maternal
como escudo para sus intenciones, a fin de que no pudieseis daros cuenta de lo
que se ocultaba detrás. Y lo consiguió plenamente.
Percibisteis el seductor son que resonaba en vosotros puramente, pero no os percatasteis de
las encorvadas, sucias y ávidas manos que interpretaban la melodía. ¡El fin
supremo, el sagrado destino!: esto se apareció ante vosotros claro y luminoso.
Pero, pese a esa claridad, no es sino una radiación — si bien la más pura — de
la sustancialidad, no del espíritu.
El animal adquiere allí su máximo
grado de incandescencia, allí se expansiona y se entrega por completo, ya que él mismo tiene su origen en la sustancialidad.
En ella alcanza su grandeza luminosa y clara. Pero en el hombre existe algo más
poderoso, que debe y ha de estar por
encima de lo sustancial si quiere ser un hombre consumado; el espíritu.
Como tal hombre, no puede ni debe permanecer en la
sustancialidad, no debe poner como su más
elevado fin lo que pertenece absolutamente a lo sustancial y habrá de
permanecer allí según las originarias leyes de la creación. Así tendió Lucifer,
con extraordinaria habilidad, el lazo que obligó al espíritu humano a
mantenerse en la sustancialidad en calidad de prisionero, lo que le resultó
tanto más fácil dado que el hombre vio la belleza y luminosidad que todo lo
puro — por tanto, también la más elevada radiación de la sustancialidad — lleva
en sí.
Sí, sagrada es la maternidad, sagrada es también,
efectivamente, su corona el amor maternal; pero, a pesar de todo, no es la
suprema misión de la feminidad humana, no
el destino que le incumbe en la creación. La maternidad radica en lo
sustancial, adquiere su sublimidad solamente por la pura voluntad; si bien,
tratándose de los hombres, no en todo caso. Pero tratándose de animales,
siempre es así efectivamente.
No obstante, sigue siendo parte integrante de la radiación
más elevada de la sustancialidad, que sólo puede relacionarse directamente con
lo material. Pero únicamente quien haya estudiado atentamente el Mensaje del
Grial y lo haya asimilado, me comprenderá perfectamente;
en este caso, también.
Lo que Lucifer se propuso con eso se cumplió, pues él
conocía con precisión las consecuencias de la desviación de las leyes
originarias queridas por Dios, desviación que él dejó consumar a los mismos
hombres. El no hizo más que ponerles un falso fin que se correspondía
perfectamente con su pereza espiritual y sus flaquezas, y todos sus
pensamientos y sentimientos quedaron orientados en ese sentido, con lo que
tenían que seguir falsos caminos.
Por así decirlo, sólo hizo que cambiar la posición de la palanca, lo que habría de provocar la
catástrofe del descarrilamiento. Lucifer se redujo simplemente a adular
hipócritamente al instinto, lo que le confirió un inmenso poder y autoridad.
Por otra parte, le constaba ciertamente que el desarrollo del intelecto
en el ser humano constituiría adicionalmente un gran apoyo para ese poder del
instinto, por efecto de la correspondiente influencia de los pensamientos, que
son capaces de avivar ese pernicioso deseo hasta el paroxismo. Por
consiguiente, al final, el hombre se hizo esclavo de sí mismo, cosa que a un
animal nunca le puede pasar.
El hermoso nombre “maternidad” continuó siendo solamente el
engañoso letrero que él empleó como pretexto para embaucaros. Pero la
intensificación del instinto, como consecuencia ineludible, era su fin. Legó
hasta a convertirse en morbosidad, tal como él había previsto, esclavizó la
mentalidad de todos los seres humanos de ambos sexos y se ha convertido, para
muchos, en esa esfinge enigmática que constituye, hoy día, ese malsano instinto
contra el que hombres se rebelan inútilmente y entablan frecuentes luchas.
Ahora bien, la raíz y la solución del enigma residen
únicamente en ese pensamiento de Lucifer que fue implantado entre vosotros,
hombres, a despecho de las leyes que la Voluntad de Dios impuso en la creación
para vuestra bienaventuranza y para fomentar el progreso. Y vosotros echasteis
mano de él y os enganchasteis como el hambriento pez en el anzuelo, nada más
que porque encontrabais placer en ello. Para el género masculino, esto
constituyó una epidemia grave e incurable.
Compenetraros de
verdad con el concepto de la pura y sublime feminidad; quedaréis libres,
entonces, de esas pesadas cadenas causantes de indecibles padecimientos y de
tantos tormentos del alma. Por ese pensamiento de Lucifer, toda la feminidad de
la Tierra quedó privada de lo más noble, se convirtió en juguete y presa de
caza de depravadas criaturas masculinas, llegando, incluso, a ser el querido
animal hembra del hombre serio. Esta falsa convicción “estaba en el aire”, como
suele decirse en el lenguaje popular, pero, en realidad, cobró vida y forma en
el mundo etéreo, se ha cernido continuamente alrededor de vosotros, os ha
influido ininterrumpidamente, hasta que vosotros mismos no pudisteis hacer otra
cosa que aceptarla.
¡Hago trizas esta ligadura, pues es falsa!
La mujer se situará espiritualmente
en el punto más alto cuando
llegue a ser realmente consciente de su feminidad. Su misión no está consagrada
en primer término a la maternidad. Como ya dije, eso sólo es válido para
vuestro cuerpo físico, y nada más. Sin embargo, feminidad existe en todos los
planos; y en la espiritualidad
originaria, entre las criaturas originarias, ocupa incluso el puesto más elevado. Pero se trata de la verdadera feminidad, en su sublime e
inaccesible dignidad.
Aparentemente, os privo de mucho al afirmar que la
maternidad pertenece exclusivamente al reino de la sustancialidad. Es una rigurosa amputación ala que tengo que
proceder obligadamente para poder ayudaros. La maternidad queda reducida al terreno de lo sustancial; allí tiene lugar. Si
ese fuera el fin primordial de las mujeres, sería muy de lamentar por ellas.
Fijaos en el animal: en realidad, todo en él es impulsivo,
y, muy frecuentemente, es mucho más firme en su amor maternal que cuanto pueda
serlo el hombre, pues se entrega totalmente
a todo lo que hace, ya que sólo hace lo que su instinto le impone, sin ponerse
a cavilar sobre ello. Así es que, por sus cachorros, se lanza a la muerte y no
teme a ningún enemigo. La misma base tiene, por ley natural, el amor maternal
de los hombres, siempre que no sea oprimido por las funciones del intelecto.
Pero ese amor se mantiene vinculado al cuerpo, y éste es, con todas sus
radiaciones, sustancial y nada más.
Verdad es que, también en esto, algunos hombres ya han
presentido lo que es justo. No en vano se dice hoy que sólo es verdadera madre la que, en el momento oportuno, sabe ser
la amiga de sus hijos.
¡Cuánta sabiduría encierran esas palabras! Que una madre
sea capaz de convertirse en la amiga de su hija en crecimiento significa que,
cuando la muchacha haya rebasado los años de la infancia, debe modificar o
abandonar por completo la forma en que ha venido dispensando sus cuidados
maternos hasta ese instante, si es que quiere seguir al lado de su hija, en la
que el espíritu se manifiesta al llegar a la madurez, como ya he explicado
claramente en mi conferencia sobre la fuerza sexual.
Hasta entonces, en el niño predominaba solamente lo
sustancial, que encontró plena satisfacción en el amor materno inicial. Pero el
espíritu, al ponerse de manifiesto, exige más
que lo ofrecido hasta ese momento por el sentimiento maternal. Por otra parte,
ya no tiene tanto que ver con éste, pues la herencia espiritual no puede
verificarse nunca, sino que cada espíritu introducido en un cuerpo infantil es
un elemento extraño hasta para la madre, y sólo puede sentirse ligado por las
afinidades.
Ese “más” que el
espíritu exige en ese instante preciso, sólo puede proporcionárselo a la joven la madre que, al mismo tiempo, sea su
amiga, es decir, la que se haya unido a elle espiritualmente. Este proceso no era posible aún al nacer, ni
durante la infancia, sino que tiene lugar en el momento preciso de la
manifestación del espíritu en la madurez, que no guarda relación ninguna con la
maternidad y el amor materno. Es entonces
cuando, en estos casos, tiene lugar la unión espiritual, más elevada que el
amor maternal, arraigado solamente en la sustancialidad.
Si semejante unión espiritual no puede ser establecida, se
produce, en efecto, una separación después de la madurez, como acontece en los
animales. Pero en el caso de los seres humanos, esa separación tiene un
carácter íntimo, y raras veces se
hace visible, pues las circunstancias y las normas de educación mantienen en
pie exteriormente un aparente puente
de unión, cosa que no se manifiesta en los animales.
La más alta misión de la feminidad, durante su existencia
sobre la Tierra, es igual a la que siempre ha existido en las regiones más
altas: el ennoblecimiento de su medio ambiente y la continua transmisión de lo
emanado de la Luz, lo cual sólo puede ser conseguido por la feminidad, dado lo
sutil de sus sentimientos. Ahora bien, el ennoblecimiento implica
necesariamente ascensión hacia las alturas luminosas, lo que constituye una ley
del espíritu. Por eso, el mero hecho de la existencia de la feminidad auténtica trae consigo también,
ineludiblemente, la ascensión, el ennoblecimiento y la purificación de toda la
creación.
Lucifer sabía esto, pues va implícito en las leyes de la
creación, y trató de oponerse al desarrollo natural de los acontecimientos,
mediante el falso y nocivo principio consistente en presentar seductoramente el
instinto del cuerpo terrenal y los efectos del mismo como lo más sublime. De
este modo, fue vertiendo veneno, gota a gota, sobre toda la genuina humanidad, la cual, acto
seguido, desvió el movimiento exclusivamente ascendente de los directos caminos
trazados por las leyes originarias de la creación, sin percatarse de lo que
hacía, y para su propio perjuicio, lo que, necesariamente, había de provocar
una estagnación y, después, la caída, ocasionando, pues, daños, en lugar de
beneficios, a todos los espíritus humanos.
Bien sabía lo que hacía. Sumergiéndose en la
sustancialidad, perdiéndose en ella, la feminidad humana tampoco podría
expansionarse, se desconcertaría, no sabría a qué atenerse en lo concerniente a
su principal cometido, llegando, incluso, a causar desorden en la misma
sustancialidad por ser ajena a ella.
Así pues, el ennoblecimiento de su medio ambiente es la
misión principal de la mujer; también aquí, en la Tierra, en la materialidad.
Por haber procedido de arriba, manteniéndose en alto mediante su sutil facultad
sensitiva, y conduciendo, a su vez, hacia arriba, constituye el anclaje del hombre en la Luz, el
sostén que éste necesita para su actividad en la creación. Pero para eso no se
precisa de matrimonio ninguno, ni siquiera un conocimiento o trato personal. La
sola existencia de la mujer en la
Tierra ya trae consigo ese cumplimiento.
En la creación, el hombre da frente al exterior para
combatir, mientras la mujer, guardándole las espaldas, mantiene la unión con la
Luz, constituyendo así el elemento esencial, el conducto de fuerza y
confortamiento. Pero allí donde la corrupción consigue infiltrarse en el
elemento esencial, el frente de combate se pierde irremediablemente. ¡Tenedlo
presente en todo instante! De nada servirá, entonces, que la mujer trate de
ponerse al lado del hombre para luchar con él, ocupando un puesto que no le
corresponde. En semejante combate, no hará sino endurecer su delicadeza de
sentimientos, agotando así la sublime facultad y la fuerza que le fueron
conferidas en otro tiempo como cosa propia, por lo que todo habrá de quedar reducido a escombros.
Es bien conocido de todos, que los hombres procuran
comportarse más comedidamente, incluso más decentemente, en cuanto se acerca un
solo ser femenino, sin que sea necesario cambiar una sola palabra con él. Esto
sucede hasta en las regiones más apartadas de la Tierra.
El simple hecho de la existencia y aparición de una mujer
basta ya para causar ese efecto. Ahí se muestra con toda claridad, si bien algo
deformado todavía, el secreto de la feminidad, su poder, el apoyo que de ella
emana según las leyes de la creación, cosas estas que no guardan ninguna
relación directa con la procreación en la Tierra. La procreación es, en su
mayor parte, de naturaleza sustancial.
¡Muchachas! ¡Mujeres! ¡Recordad, ante todo, que sois
depositarias de las misiones más nobles de la creación, misiones que Dios os ha encomendado! ¡Ni el matrimonio, ni
la maternidad son vuestro más elevado fin,
por sagrado que sea! Responderéis de vosotras mismas y os mantendréis firmes en
cuanto os comportéis como es debido.
Cuan ridículas y repugnantes os parecerán, entonces, las
extravagancias de la moda, a las que siempre os sometisteis voluntariamente e,
incluso, incondicionalmente. ¡Cuántos disparates han lanzado al mercado los
fabricantes de modas con vistas al negocio, fueron aceptados por vosotras cual
si fuerais animales a los que se les echa golosinas!
Os daréis cuenta de lo vergonzoso de todo eso, aunque nada
más sea que por haber aceptado cosas — un tanto dudosas algunas veces — que
estaban en franca discrepancia con el concepto de la verdadera belleza.
Y no digamos nada respecto a la Pureza. Ha sido emponzoñada
continuamente de manera imposible de ser superada en insolencia. Al cabo de
años, vuestras mejillas se pondrán rojas de vergüenza cuando os deis cuenta de
lo profundo que habéis caído realmente.
Pero peor aún es la exhibición consciente y voluntaria de
ese cuerpo que debía ser sagrado para todos — exhibiciones impuestas a menudo
por la moda. Sólo una vanidad de la más ínfima condición pudo hundir a la
feminidad en un abismo semejante. Y esa vanidad que, como es proverbial, va
inherente en la mujer desde hace ya mucho tiempo, es una imagen ignominiosa de
la actividad que la feminidad debía ejercer realmente
conforme a las leyes divinas.
Mas el hombre es, en lo que a esto se refiere, tan culpable
como la mujer. Hubiese bastado que él despreciara todo eso, para que, en
seguida, la feminidad se sintiera avergonzada, aislada y despreciada, aun
cuando, al principio, se enojara injustamente. Pero el hombre se alegró de la
caída de la mujer, dado que así se correspondía mejor con las flaquezas y
deseos que llevaba dentro de sí, morbosamente excitados por los pensamientos
suscitados por Lucifer.
No es con la vanidad — que siempre implica impudicia — con
lo que la feminidad puede cumplir su misión en la Tierra, sino con el encanto natural concedido a ella sola como el más hermoso don. Todo gesto, todo movimiento, toda palabra de la feminidad debe de
llevar el sello de su nobleza de alma. En eso consiste su misión; en eso
reside también su poder y su grandeza.
¡Cultivad esas cualidades! ¡Dejaos aconsejar a tal
respecto! ¡Llegad a ser realmente lo
que ahora tratáis de sustituir por una vanidad ruin! El encanto es vuestro poder terrenal, que debéis cuidar y emplear
útilmente. Pero el encanto no es concebible desprovisto de pureza. Ya el nombre
solo, en su profundo significado, dirige los pensamientos y las aspiraciones
hacia la Pureza y hacia las alturas. Su acción se impone soberana, inviolable y
majestuosa. ¡El encanto hace a la
mujer! ¡Sólo él lleva en sí la verdadera belleza de cada edad, de cada forma corpórea; pues hace hermoso a todo, ya que es la expresión de un espíritu puro, en el que tiene su origen.
El encanto no debe ser confundido con la dulzura, que procede de la
sustancialidad.
¡Así debéis y habéis de ser en la creación! Por tanto,
liberad espiritualmente, ¡oh mujeres y jóvenes!, vuestro íntimo ser. La mujer
que, durante su existencia terrenal, no quiera vivir más que como madre, persigue un fin que no es el suyo propio, no
cumple la misión que le corresponde.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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