viernes, 23 de diciembre de 2022

01. EN EL PAÍS DEL CREPÚSCULO

 


01. EN EL PAÍS DEL CREPÚSCULO


DÉJATE GUIAR, alma humana, y sígueme al reino etéreo.

Pasemos rápidamente, sin detenernos, el país de las sombras, pues de él ya he hablado. Es ese país donde han de permanecer los que todavía sean demasiado torpes para emplear debidamente su cuerpo etéreo. Esos tales son, precisamente, todos aquellos que, en la Tierra, se imaginaban ser especialmente inteligentes. En el reino etéreo están mudos, ciegos y sordos, pues el intelecto terrenal, producto de su cuerpo físico, no pudo seguirles hasta aquí, sino que quedó en los estrechos límites que él, atado a la Tierra, nunca puede traspasar.

La primera consecuencia de su gran error se hará evidente al alma humana inmediatamente después de la muerte terrenal, cuando se vea inepta en el reino etéreo, más desamparada y débil que un niño recién nacido en la Tierra. Por eso son llamadas sombras. Son almas que, si bien sienten aún su existencia, son incapaces de tener conciencia de ella.

Dejemos atrás, pues, a esos insensatos que, después de tantas necedades como dijeron en la Tierra, en su afán de querer saberlo todo mejor, ahora están obligados a callar. Entremos en la región del crepúsculo. A nuestros oídos llega un rumor que cuadra exactamente con la macilenta media luz que nos envuelve, la cual deja entrever vagamente los contornos de colinas, praderas y arbustos. Aquí, como es lógico, todo está adaptado a ese resplandor crepuscular que puede traer consigo un despertar. Pero sólo puede, no tiene que sobrevenir necesariamente.

Todo libre y gozoso sonido, toda clara visión, resultan imposibles aquí. No existe sino penumbra, lánguida permanencia, como corresponde al estado de las almas que aquí se encuentran. Todas ellas se mueven pesadamente, fatigadas, indiferentes a todo menos a un indefinido impulso hacia una dirección donde parece elevarse, allá a lo lejos, una delicada tonalidad rosácea que presagia luz y ejerce como un dulce encanto sobre esas almas que tan fatigadas parecen. Son almas fatigadas en apariencia solamente, pues son perezosas de espíritu y, por eso, sus cuerpos etéreos son débiles.

Ese tenue resplandor rosáceo en la lejanía es una invitación llena de promesas, hace abrigar esperanzas que incitan a un movimiento mucho más vivo. Por el deseo de llegar allí, los cuerpos etéreos van irguiéndose más y más, en sus ojos aparece la expresión de una mayor consciencia de sí mismos, y su caminar en esa dirección única se hace cada vez más seguro.

Vayamos con ellos. El número de almas aumenta a nuestro alrededor; todo se vuelve más movible, más preciso; se habla algo más alto, hasta dejarse oír un intenso murmullo por cuyas palabras conocemos que esas almas impulsadas a seguir adelante pronuncian oraciones incesantemente, precipitadamente, como si deliraran. Las masas se hacen más compactas cada vez; el impulso hacia adelante se convierte en un atropellarse; ante nosotros se forman apretados grupos que son echados hacia atrás por los que están delante, para volver a empujar hacia adelante. Una agitación turbulenta recorre esa ingente multitud, de la que se elevan oraciones, gritos de desesperación, palabras de suplicante angustia, exigencias llenas de temor y, de cuando en cuando, también los reprimidos gemidos de la desesperación más grande.

Sobrepasamos rápidamente esa lucha de millones de almas y descubrimos que se alza ante ellas, rígido y frío, un obstáculo que impide avanzar, contra el cual se lanzan en vano bañándolo inútilmente con sus lágrimas.

Grandes barrotes, gruesos y muy juntos, se oponen inexorablemente a su afán de avanzar.

Y el tenue resplandor rosáceo brilla más vivamente en la lejanía. Los ojos de los que se han propuesto alcanzarlo se dilatan llenos de ansiedad. Suplicantes se elevan las manos, convulsivamente aferradas aún a sendos rosarios, cuyas sartas van deslizándose entre sus dedos, una a una, en medio de balbuceos. Pero los barrotes se mantienen impávidos, inflexibles, separando de la hermosa meta.

Recorremos las apretadas filas. Parece como si fueran interminables. No son cientos de miles, no: ¡Son millones! Todos aquellos que, en la Tierra, pretendían ser sinceros “creyentes”. ¡Cuán diferente se habían imaginado todo! Creyeron ser esperados con alegría y que serían recibidos solícitamente.

Gritadles: “¡De qué os sirven vuestras plegarias, oh creyentes, si no habéis dejado que la Palabra del Señor se trasforme en actos dentro de vosotros mismos, como algo completamente natural!”

Ese resplandor rosáceo en la lejanía es el anhelo del reino de Dios que arde en vosotros. Lleváis inherente ese vehemente deseo, pero habéis obstruido el camino hacia allí mediante rígidas formas de falsos puntos de vista que, ahora, se alzan ante vosotros como barrotes de una reja que os detiene. ¡Arrojad esos falsos conceptos aceptados durante el tiempo terrenal y erigidos por vosotros mismos! ¡Desechadlo todo y osad levantar el pie libremente, dirigiéndoos hacia la Verdad tal como es, en su grandiosa y simple naturalidad! Quedaréis libres, entonces, para perseguir el fin de vuestra ardiente aspiración.

Pero ved, no os atrevéis a ello, en continuo temor de que, tal vez, pudiera ser erróneo ese proceder porque habéis pensado de otra manera hasta ahora. Vosotros mismos os paralizáis con ello, habiendo de permanecer donde estáis hasta que sea demasiado tarde para proseguir la marcha, y seáis arrastrados también a la destrucción. No se os puede ayudar si vosotros mismos no empezáis a dejar atrás lo falso.

¡Llamad, llamad! Gritad a esas almas cuál es el camino de la salvación. Veréis que es completamente inútil; pues el ruido de las incesantes plegarias se acentúa constantemente, siendo desoída por esos suplicantes toda palabra que pudiera permitirles seguir yendo al encuentro del resplandor rosáceo y de la luz. Por eso es que, pese a toda la buena voluntad, esos tales caerán en la perdición, víctimas de su pereza, que ya no les deja reconocer y admitir sino las convenciones de sus iglesias, templos o mezquitas.

Atribulados, seguimos avanzando. Más he ahí, ante nosotros, un alma de mujer, sobre cuyo semblante se posa repentinamente una serenidad rebosante de paz. Un nuevo brillo aparece en esos ojos que, hasta ese instante, miraban recelosos y llenos de angustia. Poseída de mayor consciencia, se yergue, se vuelve más diáfana… la fuerza de voluntad de la esperanza más pura hace que el pie se levante; un profundo suspiro… y se encuentra delante de los barrotes. Para esa alma de mujer, los barrotes ya no eran obstáculo alguno; pues, por el puro sentimiento nacido de la profunda reflexión, llegó a la convicción de que había de ser falso lo pensado por ella hasta entonces, y desechó todos esos errores sin temor ninguno, con gozosa fe en el Amor de Dios.

Admirada, ve ahora cuán fácil era. Agradecida, alza sus brazos. Un indecible sentimiento de felicidad quiere desatarse en gritos de alegría, pero es demasiado grande, la ha arrebatado demasiado poderosamente. Los labios permanecen mudos, su cabeza se inclina con un ligero temblor, los ojos se cierran y, lentamente, gruesas lágrimas corren por sus mejillas, mientras sus manos se juntan en oración, una oración distinta a todas las anteriores: una acción de gracias, una ferviente intercesión por cuantos se encuentran todavía detrás de esos duros barrotes, a causa de sus propios conceptos, que ellos no quieren desechar como falsos.

Un suspiro de profunda compasión hincha su pecho y, con ello, parece desprenderse el último eslabón de la cadena. ¡Está libre! Libre para dirigirse a la meta íntimamente añorada.

Al alzar la mirada, ve a un guía ante sí y, gozosa, sigue sus pasos por ese país nuevo y desconocido, yendo al encuentro del resplandor rosáceo, cada vez más intenso.

Así se desligan algunas almas de esas multitudes que, tras los barrotes de sus falsas concepciones, han de esperar a su propia decisión, a su propia resolución, la cual podrá hacerles progresar, o las detendrá hasta la hora del aniquilamiento de todos los que no hayan conseguido desembarazarse de los antiguos errores. Muy pocos se salvarán aún del abrazo de los falsos conceptos. Están demasiado enredados en ellos. Pero tan resistentes como su persistencia son también los barrotes que se oponen a su ascensión. Tenderles una mano para salvar ese obstáculo es imposible; pues para eso se requiere necesariamente la propia decisión de las almas. La experiencia personal íntimamente vivida es lo que imprime movimiento a sus miembros.

Una grave maldición pesa sobre quienes dan a los hombres una falsa idea de la Voluntad divina impuesta en la creación, contenida en las palabras pronunciadas por el Salvador en aquel tiempo, pero no conservada fielmente en los textos bíblicos ni, mucho menos, en las explicaciones terrenales.

Dejadles que se obstinen en repetir vanas oraciones creyendo que el número de las mismas podrá y tendrá que ayudarles, ya que así lo enseña la Iglesia, como si la Voluntad divina se prestara a semejante comercio.

Continuemos avanzando por el país del crepúsculo. Interminable parece el bastión de esos barrotes; incalculable es el número de los que se apiñan detrás de él impedidos de seguir adelante.

Sin embargo, son diferentes. Grupos que, en vez de rosarios, sostienen Biblias en la mano y buscan en ellas desesperadamente. Se reúnen alrededor de algunas almas que pretenden instruir leyendo pasajes de la Biblia una y otra vez. Aquí y allá, ciertas almas blanden imperiosamente su Biblia; otras, arrodillándose, la mantienen en alto como rogando… más los barrotes siguen inflexibles, les impiden seguir avanzando.

Muchas almas quieren hacer prevalecer sus conocimientos bíblicos; otras, su derecho de entrada en el reino de los cielos. Pero los barrotes no ceden.

De pronto, un alma masculina se abre paso entre las filas sonriendo. Con aire de triunfo, hace señas con la mano.

“¡Insensatos!”, grita, “¿por qué no queréis escuchar? He dedicado la mitad de mi tiempo terrenal en estudiar el más allá, es decir, lo que ahora es, para nosotros, el mundo en que vivimos. Los barrotes que veis ante vosotros desaparecerán inmediatamente mediante un acto de voluntad; han sido creados por la imaginación. ¡Seguidme, pues, yo os guío! ¡Todo esto ya me es familiar!”

Las almas de su alrededor le hacen sitio. Se dirige hacia los barrotes como si no estuviesen allí. Más, con un grito de dolor, retrocede bruscamente tambaleándose. El choque ha sido duro en extremo y le ha convencido en seguida de la existencia real de los barrotes. Con ambas manos sostiene su frente. Los barrotes se alzan ante él imperturbables. En un acceso de furia, se aferra a ellos y forcejea brutalmente. Lleno de rabia, prorrumpe en gritos:

“¡He sido engañado por el médium! ¡Y en esto he empleado año tras año!”

No piensa en absoluto que él mismo dio nacimiento a esos errores y los propagó con palabras y escritos, interpretando, según su manera de ver y sin antes haber estudiado las leyes divinas en la creación, las imágenes que le fueron trasmitidas por el médium.

No tratéis de ayudar a ese hombre ni a los demás; pues todos ellos están tan imbuidos de sí mismos, que no quieren saber absolutamente nada de otra cosa que no sea su propia forma de sentir. Primero han de cansarse de semejante actitud, han de reconocer o ver su inutilidad, lo único en que estriba la posibilidad de desligarse todavía de las intrincadas mallas de las falsas convicciones, después de mucho errar por el país del crepúsculo.

Esos tales no son malas personas, sino, simplemente, seres que, en su búsqueda, se han aferrado exclusivamente a falsas opiniones, o han sido demasiado perezosos para reflexionar detenidamente sobre todo esto, intentando compenetrarse meticulosamente con ello para determinar si lo admitido puede ser considerado como justo, o bien encierra lagunas que, por no ser naturales, son capaces de oponerse a una sana comprensión. Por consiguiente, ¡abandonad toda vana superficialidad!

Arroje de sí el espíritu humano todo misticismo, pues nunca podrá proporcionarle beneficio alguno. Sólo aquello que él mismo comprenda claramente, convirtiéndose, por tanto, en una experiencia personal íntimamente vivida, será de utilidad para la maduración del espíritu.

La exhortación: “¡Despierta!”, tantas veces empleada por Cristo, equivale a: “¡Vive experiencias personales! ¡No vayas por la vida terrenal durmiendo o soñando!”. “Ruega y trabaja” significa: “Haz de tu trabajo una oración”, espiritualiza lo que salga de tus manos. La realización de toda tarea debe convertirse en una fervorosa adoración a Dios, en agradecimiento de que Él te haya concedido efectuar cosas extraordinarias entre todas las criaturas de la poscreación, siempre y cuando así lo quieras.

Despierta a tiempo, vive todo en lo más íntimo de tu ser o, lo que es igual, compenétrate conscientemente con ello, también con lo que leas y oigas, para que no hayas de permanecer en el país del crepúsculo, del que hoy te he explicado una parte muy pequeña.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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