2. EL HOMBRE QUE CAVILA
EL HOMBRE que
pase sus días terrenales cavilando, nunca podrá ascender progresivamente, sino
que quedará detenido.
Más cuántos seres humanos viven en la creencia de que ese
cavilar, ese observarse a sí mismo, es algo particularmente grande que favorece
la ascensión. En pro de ello disponen de numerosas palabras que encubren el
verdadero fondo. Uno cavila sobre el arrepentimiento, otro sobre la humildad.
Hay otros que, sumidos en profunda meditación, intentan descubrir sus defectos
y el camino para evitarlos; y así sucesivamente. No existe sino un continuo
cavilar que muy raramente, o nunca, les proporcionará verdadero gozo.
Así no se ha de
proceder. Ese camino es equivocado, jamás conducirá hacia arriba, hacia las
esferas luminosas y libres; pues, por la cavilación, el hombre se ata, ya que mantiene forzadamente su
mirada puesta exclusivamente en sí mismo, en lugar de dirigirla hacia un fin
elevado, puro y luminoso.
Un sonreír alegre y cordial es el más poderoso enemigo de
las Tinieblas, si bien no debe ser la sonrisa de una malévola satisfacción.
La cavilación, en cambio, ocasiona decaimiento. Ya esto
solo explica que retiene abajo y tira
también hacia abajo.
El verdadero móvil de ese continuo cavilar no es tampoco
una buena voluntad, sino solamente la vanidad, el egoísmo, la presuntuosidad.
No es un puro anhelo de Luz, sino un afán de vanagloriarse de sí mismo, lo que
da lugar a esas cavilaciones, lo que les infunde nuevos ánimos y las alimenta
constantemente.
Ensañándose consigo, ese hombre piensa siempre,
absolutamente siempre, en sí mismo, observa con ardor los alternativos pros y
contras de sus estados anímicos, se enoja, se consuela, para, finalmente, dando
un profundo suspiro de tranquilizadora satisfacción personal, comprobar él
mismo que ha conseguido “sobreponerse” nuevamente a algo. Con toda intención
digo “comprobar él mismo”; pues,
efectivamente, sólo él lo comprueba, y sus constataciones personales no son
nunca sino alucinaciones. En realidad, no ha avanzado ni un solo paso. Al contrario, no hace más que incurrir siempre en las
mismas faltas, a pesar de imaginarse que ya no
son las mismas. Pero son las
faltas de siempre, sólo la forma ha cambiado.
Un hombre tal nunca puede avanzar de este modo. Sin
embargo, la observación de sí mismo le da la ilusión de superar una falta tras
otra, cuando lo cierto es que describe siempre el mismo círculo a su alrededor,
mientras que el mal fundamental latente en él no hace sino crear continuamente
nuevas formas.
Una persona en continua observación de su propio ser y
siempre cavilando sobre sí misma, es la personificación del que lucha contra la
serpiente de las nueve cabezas, a la que le crece una nueva en cuanto se le
corta otra, por lo que la lucha nunca tiene fin y no se puede apreciar progreso
alguno a favor del combatiente.
Tal es, en efecto, el proceso etéreo derivado de esa
actividad del pensador profundo, proceso que los hombres de la antigüedad aún
pudieron percibir en aquel entonces, cuando tomaban por dioses, semidioses u
otras entidades a todo lo que no era materialmente físico.
Sólo quien, con
gozosa voluntad, ponga su mirada libremente en un elevado fin, esto es, dirigiendo
sus ojos hacia ese fin sin
mantenerlos siempre fijos en sí mismo, saldrá adelante y ascenderá hacia las
cumbres luminosas. Ningún niño aprende a andar sin caerse muchas veces; pero,
casi siempre, vuelve a incorporarse alegremente, hasta conseguir seguridad en
sus pasos. Así ha de ser el hombre en
su caminar por el mundo. Nada de desalentarse o de quejarse entre sollozos si
se cae alguna vez. ¡Levántese valientemente e inténtelo de nuevo! Asimile la
enseñanza proporcionada por la caída, pero asimílela mediante el sentimiento, no con el pensamiento
observador. Entonces, también llegará el momento en que, de repente, ya no sea
de temer caída ninguna por haber asimilado cuanto le fue enseñado.
Más solamente podrá asimilar por la experiencia vivida, no por la observación. El pensador profundo no
llega nunca a vivir experiencias personales; pues, por la observación, siempre
se sitúa fuera de toda experiencia
vivida, analizándose a sí mismo punto por punto como si fuera un extraño, en
lugar de vivir intensamente. Pero si fija
los ojos en sí mismo, se mantendrá necesariamente
al margen del sentimiento. Ya lo dice la misma palabra: mirarse a sí mismo,
observarse.
Esto demuestra, también, que esa persona no está más que al
servicio del intelecto, el cual no
sólo se opone a toda experiencia real nacida
del sentimiento, sino que la elimina por completo. No permite que el efecto
de todo acontecimiento externo procedente de la materialidad llegue más allá
del cerebro anterior, que es el primero en captarlo. Allí es detenido,
desmembrado y descompuesto en sus partes presuntuosamente, de modo que no puede
pasar al cerebro sensitivo, a cuyo través el espíritu podría aprehenderlo como
una experiencia personal.
Tened presente mis palabras: así como el espíritu humano,
siguiendo un orden lógico, tiene que dirigir su actividad de dentro a fuera,
pasando del cerebro sensitivo al cerebro intelectivo, del mismo modo los
acontecimientos externos han de recorrer ese camino, pero en sentido inverso, a
fin de ser aprehendidos por el espíritu humano como experiencias vividas.
Por tanto, comoquiera que la impresión producida por los
sucesos externos acaecidos en la materialidad siempre viene de fuera, habrá de
pasar primeramente por el cerebro anterior o intelectivo, y luego por el cerebelo
o cerebro sensitivo, para llegar después al espíritu, y no de otra manera. La
actividad del espíritu, en cambio, ha de recorrer exactamente el mismo camino
pero en dirección opuesta, de dentro a fuera, porque el cerebro sensitivo es el
único que posee la facultad de captar impresiones espirituales.
Mas el pensador profundo retiene convulsivamente la
impresión de los acontecimientos externos en el cerebro anterior o intelectivo.
Allí la descompone y analiza, no trasmitiéndola al cerebro sensitivo en todo su
valor, sino sólo parcialmente, en partes que, además, están deformadas por la
potente actividad mental, por lo que el acontecimiento ya no es tal real como
era.
De ahí que, para él, no pueda haber ningún progreso,
ninguna maduración espiritual, que sólo se consigue viviendo realmente los
acontecimientos externos.
¡Sed, en esto, como niños! Asimilad plenamente y vividlo al
instante en vosotros. Entonces, pasando a través del cerebro sensitivo,
refluirá de nuevo al cerebro intelectivo y, desde allí, podrá surgir
trasformado, ya sea como potente y eficaz defensa, ya sea para aumentar la
facultad de recepción, lo que dependerá de la naturaleza de los acontecimientos
externos, cuyas radiaciones son denominadas influencias o impresiones de fuera.
Para el ejercitamiento en estas materias, servirá también
el reino de los mil años, que debe ser el reino de la paz y de la alegría, el
reino de Dios en la Tierra. Por tal entienden los hombres, de acuerdo con sus exigentes deseos, algo erróneo, porque a
partir de su presuntuosidad ya no puede formarse nada preciso y saludable. Al
hablar del reino de Dios en la Tierra, un gozoso estremecimiento recorre las
filas de los que tienen puestas en él sus esperanzas. Se imaginan, en verdad,
un presente de alegría y felicidad que se corresponderá exactamente con su
aspiración a un plácido disfrute. Pero será una época de obediencia incondicional
para toda la humanidad.
Actualmente, nadie quiere admitir que allí habrá exigencia,
que el albedrío de los hombres y sus aspiraciones serán obligados, por fin, a acomodarse estrictamente a la Voluntad
de Dios.
Reinará paz y alegría, porque todos los elementos
perturbadores serán expulsados de la Tierra por
la fuerza y permanecerán alejados en el futuro. Hoy se cuenta entre ellos,
en primer lugar, el ser humano. Pues él solo produjo perturbación en la
creación y en la Tierra.
Pero a partir de una hora determinada, ningún perturbador
podrá seguir viviendo en la Tierra.
Esto se llevará a cabo mediante la variación de las
irradiaciones, ocasionada por la influencia de la estrella del Hijo del Hombre.
La paz será impuesta, no regalada, y
el mantenimiento de la misma será exigido de manera rigurosa e implacable.
Tal será el reino de la paz y de la alegría, el reino de
Dios en la Tierra, en el que el ser humano será desposeído del derecho de imponer su voluntad, derecho reconocido hasta el momento porque, siendo el
elemento espiritual entre los seres evolucionados en la Tierra, debe de regir
como corresponde a la criatura más elevada, cumpliéndose rigurosamente las
leyes originarias de la creación.
En el futuro, sólo podrá subsistir el hombre y todas las criaturas que acaten de buen grado la
Voluntad de Dios, es decir, que vivan, piensen y actúen de acuerdo con ella. Únicamente
esto ofrece la posibilidad de seguir
viviendo en el venidero reino de los mil años.
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EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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