domingo, 25 de diciembre de 2022

11. ¡CRISTO DIJO…!

 

11. ¡CRISTO DIJO…!

PRONUNCIADAS CON gran énfasis, estas palabras se escuchan hoy de mil maneras distintas. ¡Cristo dijo! Con esta introducción debe de quedar descartada de antemano toda réplica. Pero todo el que así habla pretende desligarse, también, de toda responsabilidad propia. Sin embargo, en lugar de eso, echa sobre sí una enorme responsabilidad… ante Dios.

Pero él no piensa en ello, hasta que caiga sobre él con una violencia tal, que le haga enmudecer para siempre. La hora se aproxima; ya se deja sentir el peso de las represalias. La más pesada de todas se derivará, para muchos espíritus humanos, de las palabras introductorias: “¡Cristo dijo!”

A esas palabras suele seguir una frase cualquiera tomada de las “sagradas escrituras”, frase que debe de servir de consolación, tranquilización, de estimulante, de advertencia también e, incluso, de amenaza o defensa y de polémica. Es empleada como bálsamo y espada, como escudo y, también, como blanda almohada.

Todo eso sería hermoso y grande; sería hasta justo, si las palabras citadas conservaran vivo, todavía, el mismo sentido con que Cristo las pronunció realmente.

¡Pero no es así! Los hombres han formado muchas de esas palabras por sí mismos, recurriendo a los más vagos recuerdos, por lo que no pueden reproducir el mismo sentido de las palabras de Cristo.

No necesitáis sino ver lo que pasa actualmente. Quien pretenda explicar un pasaje de mi Mensaje del Grial — escrito por mí mismo y ya impreso — y quiera hacerlo con sus propias palabras o por escrito, valiéndose solamente de la memoria, no conseguirá — ya hoy — reproducirlo como corresponde a su verdadero sentido. Al pasar por una segunda boca o por una segunda pluma, siempre tienen lugar modificaciones. Las nuevas palabras alteran el sentido real y, a veces, incluso lo deforman por completo, pese a la mejor voluntad de salir a favor de la cuestión. Nunca serán las palabras que yo pronuncié.

Cuánto peor sería en aquel tiempo, dado que el mismo Hijo de Dios no dejó escrito alguno de Sus palabras, las cuales sólo pudieron ser trasmitidas a la posteridad a través de segundas o terceras personas, y mucho después de que Cristo hubo abandonado la materialidad. Todo fue construido con ayuda de la defectuosa memoria humana, tanto los escritos como los relatos, y lo mismo las palabras a las que, hoy día, se acostumbra a anteponer con resolución la expresión “¡Cristo dijo!”

Ya en aquel entonces, la obra de Lucifer, consistente en erigir en ídolo al intelecto humano mediante su contraproducente desarrollo, había hecho los preparativos pertinentes para que las palabras de Cristo no pudieran encontrar el terreno propicio que hiciera posible la exacta comprensión de las mismas. Fue ésta una jugada sin igual por parte de las Tinieblas; pues la exacta comprensión de todas las palabras que no tratan de la materialidad física sólo es posible bajo la colaboración no debilitada de un cerebro sensitivo, que ya había sido desatendido considerablemente en tiempos de Cristo y, como consecuencia de ello, se había atrofiado, siendo incapaz de ejercer su actividad plenamente.

De este modo, Lucifer también tenía bajo su poder a la humanidad terrenal. ¡Y esa era su arma contra la Luz!

Conservar recuerdos sin deformación sólo puede hacerlo el cerebro sensitivo humano, es decir, el cerebro posterior o cerebelo, pero no el intelecto del cerebro anterior.

A tal efecto, el pecado original de la humanidad se vengó cruelmente de ella misma, que con tanta ligereza dejó atrofiar gravemente su cerebelo, el único capaz de conservar, en imágenes y sentimientos, todos los acontecimientos y experiencias vividas como fueron realmente, de suerte que también puedan surgir en todo momento sin deformación, incluso sin debilitamiento, exactamente igual a como se verificaron verdaderamente.

El cerebro anterior no puede hacerlo, ya que está más supeditado al concepto físico de espacio y tiempo, y no fue creado para captar, sino para emitir al plano terrenal.

Lo mismo aconteció con las transmisiones de las descripciones de lo vivido y oído en tiempos de Cristo, a las cuales se les dió inconscientemente un carácter terrenal al mezclarlas con los puntos de vista humanos, meramente físicos, por mediación del recuerdo, echándose en falta la pureza con que un cerebro sensitivo vigoroso las habría percibido y conservado. Las garras de los secuaces de Lucifer ya habían cavado surcos demasiado profundos, manteniendo a los esclavos del intelecto fuertemente aprisionados, de manera que ya no pudiesen comprender o conservar en su verdadero sentido el gran tesoro del mensaje divino — su única posibilidad de salvación — por lo que hubieron de pasarlo por alto necesariamente sin beneficiarse de él.

¡Concentrar vuestros pensamientos en vosotros mismos! No cuesta mucho trabajo conocerse a sí mismo. A Cristo acudieron muchos hombres para hacerle preguntas y pedirle algún que otro consejo, que Él también se lo dió de buen grado, como prueba de Su gran Amor, ese Amor que nunca faltó, pues Él era el Amor divino y lo es aún hoy.

Respondió, pues, al que preguntaba y pedía consejo, de la manera que convenía a éste. Tomemos un ejemplo:

A aquél joven rico que ansiaba conocer el camino que le conduciría al reino de los cielos, le aconsejó el Hijo de Dios que repartiera todos sus bienes entre los pobres y que, después, Le siguiera.

Pero seguir a Cristo no significa otra cosa que vivir exactamente según Sus palabras.

Los que estaban a Su alrededor tomaron conocimiento, inmediatamente, de este suceso, al igual que tantos otros, para trasmitirlos a la posteridad tal como cada uno lo había interpretado bajo el punto de vista humano, que muy raras veces, o nunca, coincidió con el sentido real de las palabras originarias de Cristo, ya que unas pocas palabras de forma distinta ya bastan para cambiar todo el sentido.

No obstante, los primeros que las trasmitieron se limitaron a narrar, a exponer los hechos sencillamente. Pero, más tarde, estos consejos individuales fueron erigidos en ley fundamental para toda la humanidad. Sin embargo, eso fue obra de la humanidad, no del mismo Cristo, Hijo de Dios.

Y esa humanidad ha osado, también, afirmar simplemente: “Cristo dijo.” Pone en Su boca lo que los mismos hombres formaron y expresaron con palabras, a partir de sus recuerdos y falsas interpretaciones, cosas éstas que han de ser, para los cristianos de hoy, la Palabra de Dios inmutable e intangible.

¡Eso equivale a un crimen mil veces impetrado contra la verdadera Palabra del Hijo de Dios!

Todo ser humano sabe muy bien que no es capaz de describir infaliblemente, al cabo de semanas o lunas, lo que experimentó y oyó entonces. Jamás podrá repetirlo exactamente, textualmente. Y si son dos, tres, cuatro o incluso diez los hombres que han oído o visto lo mismo al mismo tiempo, se obtendrán otras tantas variaciones en cuanto a la descripción. De este hecho no tiene nadie la menor duda actualmente.

Se desprende de ahí que, al llegar a ese conocimiento, debierais sacar retrospectivamente las consecuencias pertinentes, consecuencias evidentes e irrefutables.

Efectivamente: tampoco sucedió de otro modo en la época terrenal del Hijo de Dios. Podéis verlo con bastante claridad en el caso de los evangelistas, cuyos relatos llevan impreso frecuentemente ese sello de forma visible. Como, por ejemplo, cuando Pedro, el primer discípulo que reconoció al Hijo de Dios, dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

Estas palabras tan significativas, y también la contestación de Cristo, han sido reproducidas por los evangelistas, pero no de manera absolutamente idéntica. Mateo hace alusión a que el Hijo de Dios, obrando en consecuencia, dio a Pedro simbólicamente las llaves del reino de los cielos, constituyéndole en piedra sobre la que se erigiría la comunidad futura. Los restantes evangelistas, en cambio, consideran la respuesta de Cristo en sentido más general, que es más acertado.

Pedro fue el primero que expresó verbalmente esa convicción. Y acontecimientos de tal índole no quedan reducidos a meras palabras, sino que se convierten inmediatamente en hechos dentro de la creación. Surgen instantáneamente en la materialidad etérea y adquieren forma rápidamente. La sincera convicción que Pedro, mediante sus palabras, ancló en la materialidad etérea; su profesión de fe, se convirtió instantáneamente en una roca etérea que habría de constituir la piedra fundamental para la edificación de una comunidad futura, para todos los que fueran capaces de creer en el Hijo de Dios con la misma convicción sincera y sencilla.

Según esto, Pedro también tenía en sus manos las llaves del Paraíso. Pero, como es natural, el convencimiento de que Jesús es el Hijo de Dios lleva también implícito el ardiente deseo de vivir según Sus palabras. Ahora bien, para todo ser humano, esto constituye, al mismo tiempo, la llave del reino de los cielos. Esa profesión de fe es la llave a condición de que quien así crea acoja dentro de sí la Palabra divina sin alteración, la interprete debidamente y viva de acuerdo con ella. Cristo conocía ese proceso que, conforme a las leyes de la creación, se desarrollaba etéreamente a raíz de las convencidas palabras de Pedro, y lo puso de manifiesto para explicárselo a los discípulos. La legalidad de los procesos etéreos es conocida, también, de todo lector de mi Mensaje del Grial.

Así pues, Pedro, por haber sido el primero en sentir esa fe y hacer profesión de ella, fue también, de hecho, el primero en recibir la llave del Paraíso; y siempre que, más tarde, consiguiera trasmitir esa convicción a alguien de la Tierra, le abriría igualmente el reino de los cielos. Pero permanecería cerrado para todos los que no quisieran participar de ese convencimiento. Es este un proceso absolutamente natural, automático, claro y sencillo, y no está ligado a Pedro ni depende de él.

Por otro lado, Cristo no quería ni podía poner como base de una comunidad más que una convicción de esa índole, no una persona. Pedro no fue sino el primero en manifestarlo con verdadera convicción. La convicción modeló, formó y se convirtió en roca, ¡pero no Pedro como persona!

Sin embargo, Mateo reproduce el sentido de la respuesta de Cristo según su propio punto de vista, dándole un carácter puramente personal referido exclusivamente a Pedro.

Precisamente, Mateo muestra haber entendido mal muchas cosas, que fueron trasmitidas despreocupadamente trasponiéndolas a su manera. Así tenemos, al principio mismo de sus escritos:

Mateo 1,21 (Anunciación del ángel a José):

“Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.

Y Mateo concluye en los versículos 22 y 23:

“Todo esto aconteció para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta, cuando dijo: he aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros”.

Mateo pretende explicar aquí la profecía de Isaías relacionándola estrechamente con el nacimiento del Hijo de Dios, y lo hace de tal manera, que sus escritos ponen en evidencia demasiado claramente que sólo expone su propia opinión personal, es decir, que no es objetivo.

Esto debiera servir de advertencia a cada uno: las escrituras no deben ser consideradas como la Palabra de Dios, sino solamente como una opinión personal del autor.

Así, por ejemplo, Mateo no se da cuenta siquiera de la diferencia entre la anunciación hecha por Isaías — que él mismo cita — y la del ángel. Antes bien, mezcla las dos con ingenuidad infantil, porque él “se lo imagina” así, sin preocuparse en absoluto si es acertado o no. Ni siquiera se percata de que los nombres citados son distintos.

¡Pero no sin motivo fueron definidos con toda precisión!

Isaías se refiere a “Emanuel”. El ángel, en cambio, menciona a “Jesús”. Por tanto, no fue Emanuel el concebido por María, y éste tampoco fue, pues, el anunciado por Isaías.

Isaías anunció a “Emanuel”, al Hijo del Hombre; mientras que el ángel anunció a “Jesús”, al Hijo de Dios. Son, pues, evidentemente, dos anunciaciones netamente distintas que exigen dos cumplimientos distintos y, a su vez, han de realizarse en dos personas distintas. Una fusión de estos dos eventos es imposible, y sólo puede existir por efecto de la intencionada voluntad humana, pasando por alto todo razonamiento básico.

Al obrar así, Mateo no tuvo ninguna mala intención. No hizo sino transcribir despreocupadamente su sencillo punto de vista. Que él haya asociado ambos eventos, era cosa fácil de suceder, puesto que, en aquel entonces más que ahora, se esperaba impacientemente el cumplimiento de las profecías hechas por antiguos profetas, y se vivía pendiente de ellas. No se figuró cuántos infortunios se derivarían de ahí a consecuencia de malentendidos más grandes todavía.

Respecto al cumplimiento de la anunciación de “Emanuel” no necesito decir aquí nada más, pues ya he hablado de ello ampliamente en varios pasajes del Mensaje del Grial.

Así pues, la incomprensión en tiempos de Jesús fue exactamente igual a la existente hoy día. El mismo solía quejarse frecuentemente de que sus discípulos no Le entendieran, de que no pudiesen comprenderle. ¿Creéis que eso fue de otro modo cuando dejó de estar entre ellos?

“El Espíritu descendió sobre ellos más tarde”, replican muchos hombres que razonan muy poco o absolutamente nada. Pero el Espíritu no modificó simultáneamente las deficiencias del cerebro. Sin embargo, esta forma de pensar es considerada como pecado por los espíritus débiles, si bien no es más que una disculpa para su pereza de espíritu, que ellos creen poder encubrir de ese modo.

¡Pronto despertaréis de la tibieza de semejantes pensamientos! “Pero cuando venga el Hijo del Hombre…” expuso Cristo advirtiendo, amenazando. ¡Pensad en esto cuando llegue la hora de la proclamación, por la que el Señor mismo revelará haber enviado al Hijo del Hombre a la Tierra! ¡Pensad que Cristo amenazó con ello a toda humanidad perezosa de espíritu! — —

Ahora bien, la respuesta que Jesús dió a aquel joven rico, según la cual éste debía regalar todos sus bienes, sólo era válida para él, puesto que Le había preguntado: “¿Qué debo hacer yo…?” contestándole Cristo como correspondía, pero sin querer hacerlo extensivo a toda la humanidad en ese sentido.

Ese consejo sólo podía ser útil al joven rico, a él personalmente. Era demasiado débil interiormente para poder sobreponerse a las conveniencias de la riqueza. Por eso, la riqueza era, para él, un obstáculo que se oponía al encumbramiento de su espíritu, de aquí que el mejor consejo que Cristo podía darle era, naturalmente, que eliminara todo impedimento: en este caso, pues, las riquezas, que incitaban al joven a la vida cómoda.

¡Pero esa fue la única razón! No significa que el ser humano no deba poseer riquezas.

El hombre que no amontona inútilmente sus riquezas para proporcionarse placer a sí mismo, sino que las emplea juiciosamente, valorándolas en el buen sentido y transformándolas en prosperidad para muchos, tiene mucho más mérito y está mucho más elevado que quien se las regala al primero que llega. Es mucho más grande y se encuentra en la creación fomentando la evolución.

Gracias a su fortuna, ese hombre puede dar ocupación a miles y miles durante toda su existencia terrenal, dándoles así la satisfacción personal de poder ganar su propio sustento, lo que se traduce en efectos vigorizantes y estimulantes para cuerpo y espíritu. Ahora bien, es preciso, como es natural, adoptar la postura conveniente en cuanto al trabajo y al descanso, así como también dar la justa retribución por cada trabajo realizado. ¡Tiene que existir una compensación rigurosa!

Eso infunde movimiento en la creación, que es indispensable para el saneamiento y la armonía. Regalar bienes sin exigir una compensación o correspondencia, no ocasiona sino estagnación y perturbaciones, de acuerdo con las leyes de la creación. Esto se pone de manifiesto en todo, también en el cuerpo terrenal, en el cual, por falta de ejercicio, sobreviene la aglutinación de la sangre y la congestión, pues sólo el movimiento permite que la sangre circule libre y pura por las venas.

Esta ley del necesario movimiento se presenta ante el hombre en todas partes bajo miles de formas distintas, pero, en el fondo, todas son iguales entre sí. Esa ley está presente en cada caso particular y se impone, por el efecto recíproco, en toda la creación y a través de todos los planos. Incluso el espíritu necesita la intensiva aplicación de esa ley si quiere subsistir, conservar todo su vigor y proseguir su ascensión.

¡Nada existe sin esa ley! En todas partes hay movimiento, hay un equilibrio absoluto entre “dar” y “tomar”.

No fue ningún principio general lo que el Hijo de Dios impuso en el consejo dado al joven rico, sino que iba dirigido a él exclusivamente o, si se quiere, a todos los que fueran iguales a él, es decir, demasiado débiles también para dominar sobre las riquezas. El que se deje dominar por las riquezas no debe poseerlas, pues no le son de provecho alguno. Sólo son de utilidad en manos de quien sabe ejercer dominio sobre ellas, y ese tal debe poseerlas, pues se valdrá de ellas para ayudar a muchos otros, ya que, por su mediación, mantendrá el movimiento en la creación y contribuirá a la evolución.

Esto sucede muy raras veces — o nunca — regalándolas sin ton ni son. Muchos hombres sólo despiertan y se ponen en movimiento cuando se encuentran necesitados. Pero en cuanto reciben rápida ayuda por parte de otro, se adormecen, confían en esa ayuda y se hunden espiritualmente, pues son incapaces de mantenerse activos por sí mismos. Van vegetando sin finalidad ninguna, y suelen pasar su tiempo buscando en los demás — nunca en sí mismos — lo que tienen de censurable, deseando, en cambio, para sí lo que otros poseen. Una generación de holgazanes se fomenta con dádivas unilaterales, una generación inútil para la vida alegre y lozana, y, por tanto, una generación nociva para toda la creación.

No era esa la intención del consejo dado al joven rico.

El Hijo de Dios tampoco habló nunca en contra de las riquezas propiamente dichas, sino únicamente en contra de los ricos que se dejan endurecer por ellas haciéndose insensibles a la indigencia de los demás; en contra de quienes sacrifican su espíritu en loor de las riquezas, contra los que no se interesan por otra cosa; en resumen, contra los que se dejan dominar completamente por las riquezas.

Que Cristo mismo no menospreciaba o reprochaba la riqueza, lo puso en evidencia con sus frecuentes visitas a casas ricas, en las cuales entraba y salía como huésped amistoso.

Por extraño que parezca, El mismo tampoco era pobre, como suele suponerse. Para esta suposición casi general, de su pobreza, no existe razón ninguna.

Cristo no conoció nunca la escasez de alimentos. Nació en un ambiente que podría ser considerado hoy de buena burguesía, pues ese medio era, precisamente, el único que aún se conservaba sano. No participó ni del excesivo refinamiento de ricos y nobles, ni de la penuria de las clases obreras. El ambiente fue elegido minuciosamente.

José, el carpintero, podría ser calificado de persona bien situada, no era pobre en modo alguno.

El hecho de que Cristo naciera en el establo de Belén se debió simplemente al cúmulo de gente en la pequeña localidad por razón del empadronamiento, a lo que también se debió que José se desplazara allí. José no encontró alojamiento, como puede suceder fácilmente a cualquiera hoy, en circunstancias semejantes. Todo eso no tuvo nada que ver con la pobreza. Seguro que en casa de José habría habitaciones al uso de los burgueses acomodados.

Además, Cristo no tenía por qué vivir en la pobreza. Este concepto se ha debido al hecho de que el Procedente de Dios no tuviera interés ninguno en poseer más riquezas que las indispensables para cubrir las necesidades físicas de la Vida. La misión que Él había venido a cumplir no iba dirigida a lo terrenal, sino a lo espiritual exclusivamente.

Equivocado es también el sentido que se da hoy a la indicación de Cristo de que todos los seres humanos son “hermanos”. ¡Qué terrenalmente malsano para las ideas comunistas! ¡Cuán repugnantemente dulce en lo concerniente a la religión! Eso es trabajar directamente a favor de la Tinieblas; pues, en su versión actual, reprime absolutamente la libre aspiración de cada espíritu humano querida por Dios. Ennoblecimiento no puede derivarse jamás de ahí. Una vez más, todo eso no es sino una malsana caricatura de lo que Cristo quiso decir.

Al decir que todos los seres humanos son “hermanos” estaba muy lejos de pensar en aberraciones tales como las muchas que, hoy día, han surgido a raíz de ello. Esa declaración fue dada para aquella época, en que la inmoralidad de la esclavitud estaba en su máximo florecimiento, cuando los seres humanos eran regalados y vendidos por considerarles desprovistos de voluntad.

Ahora bien, los seres humanos son hermanos en espíritu, por razón de su origen. Son espíritus humanos que no deben ser considerados como objetos sin voluntad, puesto que cada uno de ellos lleva en sí conscientemente la propia facultad volitiva.

Ese fue el único sentido de las palabras. Nunca se refirieron a esta igualdad de derechos que hoy se busca en ellas. Un espíritu humano tampoco puede entrar en el Paraíso sólo por tener derecho a llamarse espíritu humano. Ahí no existe una igualdad de derechos en sentido general. Las condiciones de madurez desempeñan un papel decisivo. En primer lugar, el espíritu tiene que cumplir y hacer todo cuanto esté en su mano con una voluntad encaminada al bien. Sólo así alcanzará la madurez capaz de darle acceso al Paraíso.

Férreas leyes existen en la creación que, por razón de su origen, nunca pueden ser derogadas o alteradas mediante la designación de “hermanos”; tampoco aquí, en la Tierra. La rigurosidad conque el Hijo de Dios separó lo espiritual de lo temporal, si bien exigiendo su cumplimiento, se pone en evidencia claramente en Su declaración: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.

Lo mismo ha sucedido con muchas frases y relatos de la Biblia, que han sido transmitidos por el hombre tomando como base sus propios puntos de vista.

Sin embargo, los escribas de aquel entonces no pretendieron hacer de ello una ley para toda la humanidad, sino que sólo quisieron informar.

También puede perdonarse que los hombres terrenales de entonces y los mismos discípulos de Cristo no acertaran a comprender mucho de lo que el Hijo de Dios les dijo, cosa que tanto solía entristecerle. Y todo lo que trasmitieron después, de acuerdo con sus propios malentendidos, fue hecho con la mejor voluntad, tal como lo conservaban en su memoria, por lo que, como ya se dijo, no debe ser considerado como intangible.

Pero lo imperdonable es que, más tarde, los hombres se atreviesen a afirmar simplemente: “¡Cristo dijo!” como si fuera algo indiscutible, con lo que, sin más, atribuyeron al Hijo de Dios, de manera directa y resoluta, los equivocados puntos de vista humanos, productos de la defectuosa memoria de los hombres; y todo con la única intención, un tanto egoísta, de fundar y mantener un sistema cuyas lagunas tenían que poner en evidencia, desde un principio y ante todo ser intensamente sensitivo, un edificio carcomido y ruinoso, de suerte que sólo la exigencia de una fe ciega ofrece la posibilidad de no percibir inmediatamente los innumerables defectos de la construcción.

Se mantuvieron — y siguen manteniéndose actualmente — solamente por la rigurosa exigencia de la fe ciega y de las tajantes palabras — “¡Cristo dijo!”

Y esas palabras, esa afirmación interesada, se convertirán, para ellos, en espantosa sentencia. Pues es tan errónea como la arrogancia de decir que la crucifixión de Cristo fue querida por Dios para lavar los pecados de los hombres mediante tal sacrificio. El futuro se encargará de enseñar a reconocer todo lo que ahí se encierra: un afán de encubrir, por esa arrogancia humana, el crimen impetrado contra el Hijo de Dios y el insolente sacrilegio que eso supone. Ya lo experimentará la humanidad en sí misma.

¡Malditos sean los hombres que, en aquel tiempo, asesinaron al Hijo de Dios en la cruz! ¡Pero cien veces malditos seáis vosotros que, desde entonces, Le habéis clavado en la cruz miles de veces mediante el empleo dado a Sus palabras, y seguís asesinándole de nuevo cada día, cada hora! ¡Una terrible sentencia caerá sobre vosotros!

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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