13. EL CUERPO TERRENAL
EL HOMBRE LLEVA
su envoltura terrenal, necesaria para la maduración de su espíritu en la
materialidad física, con una indiferencia y una falta de comprensión
imperdonables. Mientras no siente dolores, descuida el don que le ha sido
confiado, y no piensa siquiera en dar al cuerpo lo que necesita y, sobre todo,
lo que le conviene. No se ocupa de su cuerpo más que cuando le ha causado algún
daño y, por tanto, siente dolores; o cuando, a causa de él, se ve impedido de
algún modo en sus trabajos diarios, en la práctica de juegos o aficiones
diversas.
Cierto que ingiere alimentos y bebidas; pero impensadamente
y, a menudo, en demasía, como más agradable le parezca en el momento, sin
preocuparse lo más mínimo de que, con ello, daña a su cuerpo. A nadie se le
ocurre cuidar su cuerpo esmeradamente en tanto éste no causa dolores. Y sin
embargo, el cuidado del cuerpo sano es,
precisamente, una necesidad urgente.
El ser humano debe dar al cuerpo sano lo que necesita; debe observarlo con la solicitud que se ha de
prodigar al instrumento más necesario para la debida actividad en esta
materialidad física. Es, en efecto, lo
más precioso que ha recibido cada hombre terrenal para su periplo por la
Tierra.
No obstante, mirad a los jóvenes; ved con qué criminal
ligereza desatienden su cuerpo, maltratándolo con excesos de toda clase.
Observad a los estudiantes, en los cuales predomina el
cultivo unilateral del intelecto
mediante sus estudios. Qué orgullosos entonaban — y entonan aún hoy canciones
en honor de la vida estudiantil.
Pero si os preguntáis sinceramente en qué se basa ese
orgullo, tendréis que examinar el contenido de esos cánticos para poder hallar
la razón. Entonces, un sentimiento de profunda vergüenza se apoderará de todo
el que piense sanamente; pues esas canciones no encierran más que un
ensalzamiento del beber y de los amoríos, de la holganza, del desperdicio de
uno de los mejores períodos evolutivos en la existencia del hombre terrenal. Es
esa edad, precisamente, en que los seres humanos deben hacer acopio de energías
para poder llegar a ser hombres enteros en la creación, alcanzando la madurez
espiritual requerida para asumir el puesto que, como tales hombres, deben
ocupar y desempeñar en la creación conforme a las leyes de su Creador y Señor.
Esas canciones muestran con suficiente claridad lo que es
considerado como lo más hermoso y lo más sublime de esa edad en que el hombre,
lleno de gratitud y alegría, debería sentir puramente cómo su espíritu, por
mediación del cuerpo terrenal, se pone en comunicación con el universo que le rodea,
a fin de actuar en él con plena consciencia y, por consiguiente, con entera
responsabilidad ante su Creador; esa edad en que el espíritu, mediante las
irradiaciones de la sexualidad, empieza a crear formas evolutivas y a emitirlas
a la materialidad física con todas sus gradaciones.
Esas canciones son, por el contrario, gritos insultantes
contra las leyes de la creación, a las cuales se oponen hasta en la última
palabra.
La juventud que no estudia constituye, por su parte, la
antítesis de todo eso. También ahí encontraréis los fundamentos más apropiados
para el trato más adecuado, más sano y más natural del cuerpo… siempre y cuando
esos jóvenes no practiquen el deporte; pues, entonces, también cesa lo sano y
razonable.
Adondequiera que dirijáis vuestra mirada escrutadora,
reconoceréis obligadamente que el hombre sigue sin saber nada de las leyes de
la creación.
El ser humano no tiene la menor idea de la responsabilidad
que ha de asumir respecto al cuerpo físico a él confiado. Tampoco se da cuenta
del valor del cuerpo terrenal para su papel en la creación, sino que mantiene
sus ojos dirigidos exclusivamente a la Tierra. Y sin embargo, la importancia de
su cuerpo terrenal para la Tierra es mínima.
Y esa ignorancia de las leyes de la creación ha permitido
que se deslizaran ciertos errores que, al proliferarse, han causado daños a
muchos seres humanos y se extienden por todas partes contaminando todo a su
paso.
Sólo así pudo suceder que se admitiese la absurda opinión —
extendida incluso entre todas las iglesias actuales — de que las
mortificaciones y el sacrificio de la muerte pueden, en ciertas circunstancias,
ser gratos a Dios. También en el arte ha arraigado profundamente esta falsa
concepción, pues se encuentra frecuentemente en él la exaltación de la idea de
que un hombre puede aportar la “salvación” a otro dando su vida voluntariamente
como sacrificio o como ofrenda de amor.
Eso no hizo sino confundir a la humanidad más todavía.
Ahora bien, la ley de Dios, en su infalible justicia, no
permite que la culpa de uno quede redimida por intervención de otro. Ese acto
no sirve más que para echar una culpa sobre el que se sacrifica, ya que,
obrando así, ocasiona el acortamiento de su existencia terrenal. A eso hay que
agregar también la falsa creencia del alma de haber realizado algo grandioso y
grato a Dios. De este modo, el que se sacrifica se hace doblemente culpable por pretender poder librar a otro de sus pecados. Cuánto mejor hubiera sido que pidiese perdón
para sí solo, como gran pecador ante el Señor, pues considera que su Dios es un
juez injusto capaz de acciones tan arbitrarias y con el que se puede llegar a
un arreglo.
Bien considerado, eso es, además, una blasfemia: la tercera
falta, pues, de esa acción que, de manera tan grosera, se opone estrictamente a todo sentimiento de justicia.
Orgullo personal, y no amor puro, es lo que hace madurar a
tales acciones. En el más allá, esas almas se desengañarán muy pronto cuando
tengan que sufrir las consecuencias derivadas de actos semejantes, sin que, con
ello, se haya ayudado al otro en modo alguno, aumentando, incluso, el peso de
su culpa, si es que esperaba conscientemente esa ayuda.
Es, pues, lamentable que hasta los grandes artistas hayan
rendido tributo, en sus obras, a esta funesta e ilusoria redención. Un artista
de gran sensibilidad tendría que reparar en ello, porque es algo antinatural,
algo contrario a todas las leyes y sin fundamento ninguno.
De ese modo, se menosprecia la verdadera grandeza de Dios.
Todo eso no es, a su vez, otra cosa que presunción humana,
que tiene la osadía de esperar que la insobornable Justicia divina sea capaz de
aceptar semejante sacrificio. Es más: en lo que se refiere a la administración
de justicia, asigna a su jurisprudencia terrenal un nivel más elevado, pues en
ella no tiene cabida un pensamiento de esa índole.
Obrando así, el hombre manifiesta su menosprecio del cuerpo
terrenal, en lugar de dar gracias por ese instrumento físico concedido para la
maduración, ese instrumento para el que todos los cuidados son pocos cuando se
trata de conservarlo limpio y puro, ya que es imprescindible para la vida
terrenal de cada uno.
Por tanto, aprende a conocer debidamente tu cuerpo
terrenal, ¡oh hombre!, para que puedas tratarlo en consecuencia. Sólo entonces
estarás capacitado para emplearlo como es debido y dominarlo como lo que es,
para tí, en la Tierra. La primera consecuencia del verdadero dominio de tu
cuerpo se muestra en la ligereza y belleza de movimientos, los cuales reflejan
la fuerza del espíritu en armonía con su instrumento. A fin de que aprendáis a
discernir correctamente, observad a las personas que se entregan a alguno que
otro deporte. Pronto os percataréis de que el fortalecimiento del cuerpo no
siempre implica también belleza de movimientos, pues se convierte en una
práctica demasiado unilateral cuando el espíritu no vibra simultáneamente
guardando la necesaria armonía. El modo de andar de los deportistas suele ser
cualquier cosa menos bello; su porte es elegante muy raras veces. El deportista
está muy lejos de ejercer verdadero domino sobre su cuerpo.
La fuerza emana exclusivamente del espíritu. El vigor, en
cambio, procede del cuerpo.
Por eso, un pisar enérgico
da testimonio de pesadez, pero no de fuerza. Un cuerpo sostenido y
penetrado por la fuerza del espíritu tiene movimientos elásticos y camina con ligereza, con flexibilidad, tanto si su peso
se califica de grande o de pequeño.
Un paso pesado manifiesta solamente la falta de dominio
real de su cuerpo por medio del espíritu. ¡Y el dominio del espíritu es lo que
distingue al hombre de los animales! A tal respecto, el animal está sometido a
otras leyes, porque su alma procede de la sustancialidad. Pero cumple esas
leyes; su cuerpo y su alma viven en armonía, y en sus movimientos se pone
siempre de manifiesto una belleza de naturaleza perfectamente determinada,
adaptada a su cuerpo. A pesar de la pesadez de su cuerpo — enorme a veces — su
forma de andar es ligera, contrariamente a la del hombre.
Visitad un parque zoológico. Observad a los animales y a
las personas. Observadles con todo detenimiento. Las consecuencias de la
ausencia de armonía entre cuerpo y espíritu han de llamaros la atención, en
seguida, en todos los hombres, mientras
que los animales son completamente “naturales” si no están impedidos por alguna
enfermedad. Observaréis vosotros mismos que el ser humano tiene una forma de
vivir equivocada y no ejerce dominio sobre su cuerpo, no vive en él debidamente
y está en completa discordancia con él.
Lo mismo sucede en cuanto a la alimentación y cuidado del
cuerpo. El animal nunca ceba exageradamente su cuerpo, como hacen muchos
hombres. Se sacia en cuanto no siente hambre; mientras que el hombre, en muchos
casos, sólo queda harto cuando ya no puede comer más. Es esa una gran
diferencia que — una vez más — sólo ha sido provocada por el excesivo cultivo del
intelecto, en su afán de eliminar todo sentido común.
El animal tampoco bebe sino para apagar la sed. El hombre,
en cambio, hace del beber un pretendido placer que, por exceso del mismo, tiene
que causar muchos daños al cuerpo. Sobre este particular, vuelvo a hacer
referencia a las costumbres de beber y trasnochar practicadas en las
agrupaciones estudiantiles, costumbres exigidas por esa errónea forma de vivir.
No se necesitan más explicaciones a tal efecto, pues esas
acciones son ya harto conocidas y consideradas como las más insensatas. Ni el
mejor intencionado o el más corto de entendimiento puede afirmar que ese
proceder sea beneficioso o que no cause daño ninguno.
Los hombres que caminan por el parque zoológico observando
a los animales, muestran claramente que tienen mucho que aprender de éstos en
lo referente al modo de comportarse con su cuerpo en la creación. En realidad,
ya no se puede hablar de “caminar”, pues a muy pocos visitantes se les ve
“caminar”. En la expresión “caminar” va implícito un concepto de donaire y de
dominio natural. Sin embargo, muchos seres humanos andan de un lado para otro
con paso cargado, completamente distraídos o profundamente absortos en sus
pensamientos; o bien se mueven con nerviosa agitación, aturdidos, ensimismados.
No hay ahí ni vestigios de belleza. Con toda claridad podéis ver que no prestan
atención al movimiento de su cuerpo, impidiéndole, en cambio, que se mueva
naturalmente, a causa de su errónea y unilateral forma de pensar. Es esta una
negligencia que ya data de los años juveniles. Cierto que esa omisión no se
deja sentir hasta más tarde; pero entonces, sin restricción. Las consecuencias
son absolutamente inevitables.
Y no obstante, cuánta belleza encierran, ya, las palabras:
andar, caminar. Apenas sí podéis haceros idea del elevado valor ahí contenido.
En toda desconsideración para con su cuerpo terrenal, testimonia el hombre la
falta de madurez del espíritu. Un espíritu maduro cuidaría siempre su cuerpo terrenal como corresponde al instrumento
imprescindible para alcanzar la madurez terrenal, y no cometería insensatos
abusos con él. Lo cuidaría de manera que
le fuera útil, y no como los nervios
— sobreexcitados las más de las veces — suelen exigir por deformación de los
conceptos naturales.
Siempre que la pura fuerza del espíritu prevalezca en el
cuerpo físico y domine en él, los movimientos habrán de ser también estéticos, ya que no es posible de otro modo.
Entonces, los sentidos físicos se impregnarán igualmente de belleza, de suerte
que todo cuanto hagan, sea lo que fuere, será ennoblecido.
La belleza y el encanto natural son la expresión de un
espíritu humano puro, y se manifiestan en todas las actividades del mismo, a las cuales también pertenece el
movimiento del cuerpo físico.
Mirad a vuestro alrededor: todo os lo muestra. Si os
mantenéis activos en la creación fuerza
es que lo reconozcáis en seguida.
Os daréis cuenta, entonces, de cuán absurdamente se ha
portado el hombre hasta ahora, y qué poco conoce la misma creación, que es, por
necesidad, su patria. Ha nacido en ella, pero intenta siempre desligarse de
ella, ponerse por encima de ella. Esta singular volición nunca le dejará
sentirse seguro, ya que, de ese modo, no conseguirá llegar a conocer su patria.
El cuerpo terrenal de cada hombre está, en todas las cosas,
íntimamente ligado al suelo donde
nació, de acuerdo con la ley de la creación vigente en toda la materialidad.
Esto ha de tenerse en cuenta en todo instante. Pero eso es, precisamente, lo
que el ser humano no ha observado, hasta ahora, más que en muy raras ocasiones.
Se imagina ser libre en ese dominio, y no lo es. Está tan estrictamente ligado
a su suelo como el cuerpo del animal, pues ambas
especies corpóreas se han formado en la sustancialidad. El hombre ha
observado esto exactamente en los animales y lo sabe. Pero so quiere que su cuerpo se someta a leyes similares, y
eso es falso.
El cuerpo terrenal está ligado a la parte de la Tierra en que él nació. También está estrechamente
relacionado con todos los actos de esa parte perfectamente determinada, así
como a las radiaciones correspondientes, y todo de una manera tan estricta, que
no podéis imaginároslo siquiera. Sólo esa
parte de la Tierra proporciona al cuerpo lo que necesita exactamente para
expansionarse como es debido y mantenerse en la plenitud de su vigor. Asimismo,
la Tierra da continuamente, a su debido
tiempo, en cada una de sus diferentes zonas, todo cuanto necesitan los cuerpos
físicos nacidos en esa zona precisa.
A eso se debe que los vegetales y los frutos surtan lo efectos más ventajosos y
edificantes sobre el cuerpo humano, en la
época en que la Tierra los produce.
El cuerpo precisa
los alimentos que, en determinadas épocas, se producen en la zona donde tuvo lugar su nacimiento, con la cual se mantiene
constantemente unido.
Las fresas en el tiempo de las fresas, las manzanas en la
época de su cosecha, y así sucesivamente. Lo mismo acontece con todos los
frutos y vegetales. Por eso es que las curas a base de vegetales son mucho más
efectivas en la época en que éstos se hallan en la plenitud de su crecimiento;
lo mismo si se trata de cuerpos sanos.
A tal efecto, la misma sustancialidad ofrece al cuerpo
terrenal una continua variedad en la alimentación, tal como él necesita
realmente, y exactamente igual a como el sol, la lluvia y el viento constituyen
los mejores medios para una sana
actividad cutánea. La creación proporciona al hombre todo lo necesario para su
cuerpo terrenal, y lo proporciona con la debida variedad y en el momento
oportuno.
Con todas sus artes, el hombre no podrá alcanzar jamás lo que la creación le ofrece por sí
misma.
Tened en cuenta esto: en la Tierra, el cuerpo terrenal está estrechamente unido a la zona en que se halla el lugar de su nacimiento. Si quiere
conservar su integridad física y la plenitud
de su vigor para el ejercicio de su actividad en la Tierra, será preciso
que la base alimenticia de su cuerpo sea la propia de la zona en que nació.
Cierto que, con precaución, puede tenderse un puente que permita mantenerle en
toda su eficacia por un tiempo determinado, pero nunca duraderamente. De cuando
en cuando, tendrá que regresar allí para cobrar nuevas fuerzas. A pesar de
todo, también acortará su vida
terrenal. No es nada arbitrario o casual que los hombres terrenales sean
diferentes en estatura y en el color del cuerpo.
Ya las leyes originarias de la creación les pone en el
sitio que les corresponde: el único que puede servir para su maduración
terrenal. En correspondencia con eso es también su dotación.
La sustancialidad crea vuestro cuerpo terrenal y, al mismo
tiempo, la alimentación conveniente para la conservación. Pero su homogénea
acción no se ejerce más que en una zona y en un continente determinado. No os
sucede a vosotros, hombres, de otro modo que a las plantas y animales, pues
también sois un fruto de la creación, sois una criatura ligada a la zona y a
las radiaciones del continente en que nació.
Por consiguiente, ¡observad cada una de las actividades de
la creación y aprended de ellas! Es vuestro deber acatar las leyes originarias
de la creación, si queréis alcanzar lo que es beneficioso para vosotros y sirve
para vuestra ascensión.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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