domingo, 25 de diciembre de 2022

13. EL CUERPO TERRENAL

 

13. EL CUERPO TERRENAL

EL HOMBRE LLEVA su envoltura terrenal, necesaria para la maduración de su espíritu en la materialidad física, con una indiferencia y una falta de comprensión imperdonables. Mientras no siente dolores, descuida el don que le ha sido confiado, y no piensa siquiera en dar al cuerpo lo que necesita y, sobre todo, lo que le conviene. No se ocupa de su cuerpo más que cuando le ha causado algún daño y, por tanto, siente dolores; o cuando, a causa de él, se ve impedido de algún modo en sus trabajos diarios, en la práctica de juegos o aficiones diversas.

Cierto que ingiere alimentos y bebidas; pero impensadamente y, a menudo, en demasía, como más agradable le parezca en el momento, sin preocuparse lo más mínimo de que, con ello, daña a su cuerpo. A nadie se le ocurre cuidar su cuerpo esmeradamente en tanto éste no causa dolores. Y sin embargo, el cuidado del cuerpo sano es, precisamente, una necesidad urgente.

El ser humano debe dar al cuerpo sano lo que necesita; debe observarlo con la solicitud que se ha de prodigar al instrumento más necesario para la debida actividad en esta materialidad física. Es, en efecto, lo más precioso que ha recibido cada hombre terrenal para su periplo por la Tierra.

No obstante, mirad a los jóvenes; ved con qué criminal ligereza desatienden su cuerpo, maltratándolo con excesos de toda clase.

Observad a los estudiantes, en los cuales predomina el cultivo unilateral del intelecto mediante sus estudios. Qué orgullosos entonaban — y entonan aún hoy canciones en honor de la vida estudiantil.

Pero si os preguntáis sinceramente en qué se basa ese orgullo, tendréis que examinar el contenido de esos cánticos para poder hallar la razón. Entonces, un sentimiento de profunda vergüenza se apoderará de todo el que piense sanamente; pues esas canciones no encierran más que un ensalzamiento del beber y de los amoríos, de la holganza, del desperdicio de uno de los mejores períodos evolutivos en la existencia del hombre terrenal. Es esa edad, precisamente, en que los seres humanos deben hacer acopio de energías para poder llegar a ser hombres enteros en la creación, alcanzando la madurez espiritual requerida para asumir el puesto que, como tales hombres, deben ocupar y desempeñar en la creación conforme a las leyes de su Creador y Señor.

Esas canciones muestran con suficiente claridad lo que es considerado como lo más hermoso y lo más sublime de esa edad en que el hombre, lleno de gratitud y alegría, debería sentir puramente cómo su espíritu, por mediación del cuerpo terrenal, se pone en comunicación con el universo que le rodea, a fin de actuar en él con plena consciencia y, por consiguiente, con entera responsabilidad ante su Creador; esa edad en que el espíritu, mediante las irradiaciones de la sexualidad, empieza a crear formas evolutivas y a emitirlas a la materialidad física con todas sus gradaciones.

Esas canciones son, por el contrario, gritos insultantes contra las leyes de la creación, a las cuales se oponen hasta en la última palabra.

La juventud que no estudia constituye, por su parte, la antítesis de todo eso. También ahí encontraréis los fundamentos más apropiados para el trato más adecuado, más sano y más natural del cuerpo… siempre y cuando esos jóvenes no practiquen el deporte; pues, entonces, también cesa lo sano y razonable.

Adondequiera que dirijáis vuestra mirada escrutadora, reconoceréis obligadamente que el hombre sigue sin saber nada de las leyes de la creación.

El ser humano no tiene la menor idea de la responsabilidad que ha de asumir respecto al cuerpo físico a él confiado. Tampoco se da cuenta del valor del cuerpo terrenal para su papel en la creación, sino que mantiene sus ojos dirigidos exclusivamente a la Tierra. Y sin embargo, la importancia de su cuerpo terrenal para la Tierra es mínima.

Y esa ignorancia de las leyes de la creación ha permitido que se deslizaran ciertos errores que, al proliferarse, han causado daños a muchos seres humanos y se extienden por todas partes contaminando todo a su paso.

Sólo así pudo suceder que se admitiese la absurda opinión — extendida incluso entre todas las iglesias actuales — de que las mortificaciones y el sacrificio de la muerte pueden, en ciertas circunstancias, ser gratos a Dios. También en el arte ha arraigado profundamente esta falsa concepción, pues se encuentra frecuentemente en él la exaltación de la idea de que un hombre puede aportar la “salvación” a otro dando su vida voluntariamente como sacrificio o como ofrenda de amor.

Eso no hizo sino confundir a la humanidad más todavía.

Ahora bien, la ley de Dios, en su infalible justicia, no permite que la culpa de uno quede redimida por intervención de otro. Ese acto no sirve más que para echar una culpa sobre el que se sacrifica, ya que, obrando así, ocasiona el acortamiento de su existencia terrenal. A eso hay que agregar también la falsa creencia del alma de haber realizado algo grandioso y grato a Dios. De este modo, el que se sacrifica se hace doblemente culpable por pretender poder librar a otro de sus pecados. Cuánto mejor hubiera sido que pidiese perdón para sí solo, como gran pecador ante el Señor, pues considera que su Dios es un juez injusto capaz de acciones tan arbitrarias y con el que se puede llegar a un arreglo.

Bien considerado, eso es, además, una blasfemia: la tercera falta, pues, de esa acción que, de manera tan grosera, se opone estrictamente a todo sentimiento de justicia.

Orgullo personal, y no amor puro, es lo que hace madurar a tales acciones. En el más allá, esas almas se desengañarán muy pronto cuando tengan que sufrir las consecuencias derivadas de actos semejantes, sin que, con ello, se haya ayudado al otro en modo alguno, aumentando, incluso, el peso de su culpa, si es que esperaba conscientemente esa ayuda.

Es, pues, lamentable que hasta los grandes artistas hayan rendido tributo, en sus obras, a esta funesta e ilusoria redención. Un artista de gran sensibilidad tendría que reparar en ello, porque es algo antinatural, algo contrario a todas las leyes y sin fundamento ninguno.

De ese modo, se menosprecia la verdadera grandeza de Dios.

Todo eso no es, a su vez, otra cosa que presunción humana, que tiene la osadía de esperar que la insobornable Justicia divina sea capaz de aceptar semejante sacrificio. Es más: en lo que se refiere a la administración de justicia, asigna a su jurisprudencia terrenal un nivel más elevado, pues en ella no tiene cabida un pensamiento de esa índole.

Obrando así, el hombre manifiesta su menosprecio del cuerpo terrenal, en lugar de dar gracias por ese instrumento físico concedido para la maduración, ese instrumento para el que todos los cuidados son pocos cuando se trata de conservarlo limpio y puro, ya que es imprescindible para la vida terrenal de cada uno.

Por tanto, aprende a conocer debidamente tu cuerpo terrenal, ¡oh hombre!, para que puedas tratarlo en consecuencia. Sólo entonces estarás capacitado para emplearlo como es debido y dominarlo como lo que es, para tí, en la Tierra. La primera consecuencia del verdadero dominio de tu cuerpo se muestra en la ligereza y belleza de movimientos, los cuales reflejan la fuerza del espíritu en armonía con su instrumento. A fin de que aprendáis a discernir correctamente, observad a las personas que se entregan a alguno que otro deporte. Pronto os percataréis de que el fortalecimiento del cuerpo no siempre implica también belleza de movimientos, pues se convierte en una práctica demasiado unilateral cuando el espíritu no vibra simultáneamente guardando la necesaria armonía. El modo de andar de los deportistas suele ser cualquier cosa menos bello; su porte es elegante muy raras veces. El deportista está muy lejos de ejercer verdadero domino sobre su cuerpo.

La fuerza emana exclusivamente del espíritu. El vigor, en cambio, procede del cuerpo.

Por eso, un pisar enérgico da testimonio de pesadez, pero no de fuerza. Un cuerpo sostenido y penetrado por la fuerza del espíritu tiene movimientos elásticos y camina con ligereza, con flexibilidad, tanto si su peso se califica de grande o de pequeño.

Un paso pesado manifiesta solamente la falta de dominio real de su cuerpo por medio del espíritu. ¡Y el dominio del espíritu es lo que distingue al hombre de los animales! A tal respecto, el animal está sometido a otras leyes, porque su alma procede de la sustancialidad. Pero cumple esas leyes; su cuerpo y su alma viven en armonía, y en sus movimientos se pone siempre de manifiesto una belleza de naturaleza perfectamente determinada, adaptada a su cuerpo. A pesar de la pesadez de su cuerpo — enorme a veces — su forma de andar es ligera, contrariamente a la del hombre.

Visitad un parque zoológico. Observad a los animales y a las personas. Observadles con todo detenimiento. Las consecuencias de la ausencia de armonía entre cuerpo y espíritu han de llamaros la atención, en seguida, en todos los hombres, mientras que los animales son completamente “naturales” si no están impedidos por alguna enfermedad. Observaréis vosotros mismos que el ser humano tiene una forma de vivir equivocada y no ejerce dominio sobre su cuerpo, no vive en él debidamente y está en completa discordancia con él.

Lo mismo sucede en cuanto a la alimentación y cuidado del cuerpo. El animal nunca ceba exageradamente su cuerpo, como hacen muchos hombres. Se sacia en cuanto no siente hambre; mientras que el hombre, en muchos casos, sólo queda harto cuando ya no puede comer más. Es esa una gran diferencia que — una vez más — sólo ha sido provocada por el excesivo cultivo del intelecto, en su afán de eliminar todo sentido común.

El animal tampoco bebe sino para apagar la sed. El hombre, en cambio, hace del beber un pretendido placer que, por exceso del mismo, tiene que causar muchos daños al cuerpo. Sobre este particular, vuelvo a hacer referencia a las costumbres de beber y trasnochar practicadas en las agrupaciones estudiantiles, costumbres exigidas por esa errónea forma de vivir.

No se necesitan más explicaciones a tal efecto, pues esas acciones son ya harto conocidas y consideradas como las más insensatas. Ni el mejor intencionado o el más corto de entendimiento puede afirmar que ese proceder sea beneficioso o que no cause daño ninguno.

Los hombres que caminan por el parque zoológico observando a los animales, muestran claramente que tienen mucho que aprender de éstos en lo referente al modo de comportarse con su cuerpo en la creación. En realidad, ya no se puede hablar de “caminar”, pues a muy pocos visitantes se les ve “caminar”. En la expresión “caminar” va implícito un concepto de donaire y de dominio natural. Sin embargo, muchos seres humanos andan de un lado para otro con paso cargado, completamente distraídos o profundamente absortos en sus pensamientos; o bien se mueven con nerviosa agitación, aturdidos, ensimismados. No hay ahí ni vestigios de belleza. Con toda claridad podéis ver que no prestan atención al movimiento de su cuerpo, impidiéndole, en cambio, que se mueva naturalmente, a causa de su errónea y unilateral forma de pensar. Es esta una negligencia que ya data de los años juveniles. Cierto que esa omisión no se deja sentir hasta más tarde; pero entonces, sin restricción. Las consecuencias son absolutamente inevitables.

Y no obstante, cuánta belleza encierran, ya, las palabras: andar, caminar. Apenas sí podéis haceros idea del elevado valor ahí contenido. En toda desconsideración para con su cuerpo terrenal, testimonia el hombre la falta de madurez del espíritu. Un espíritu maduro cuidaría siempre su cuerpo terrenal como corresponde al instrumento imprescindible para alcanzar la madurez terrenal, y no cometería insensatos abusos con él. Lo cuidaría de manera que le fuera útil, y no como los nervios — sobreexcitados las más de las veces — suelen exigir por deformación de los conceptos naturales.

Siempre que la pura fuerza del espíritu prevalezca en el cuerpo físico y domine en él, los movimientos habrán de ser también estéticos, ya que no es posible de otro modo. Entonces, los sentidos físicos se impregnarán igualmente de belleza, de suerte que todo cuanto hagan, sea lo que fuere, será ennoblecido.

La belleza y el encanto natural son la expresión de un espíritu humano puro, y se manifiestan en todas las actividades del mismo, a las cuales también pertenece el movimiento del cuerpo físico.

Mirad a vuestro alrededor: todo os lo muestra. Si os mantenéis activos en la creación fuerza es que lo reconozcáis en seguida.

Os daréis cuenta, entonces, de cuán absurdamente se ha portado el hombre hasta ahora, y qué poco conoce la misma creación, que es, por necesidad, su patria. Ha nacido en ella, pero intenta siempre desligarse de ella, ponerse por encima de ella. Esta singular volición nunca le dejará sentirse seguro, ya que, de ese modo, no conseguirá llegar a conocer su patria.

El cuerpo terrenal de cada hombre está, en todas las cosas, íntimamente ligado al suelo donde nació, de acuerdo con la ley de la creación vigente en toda la materialidad. Esto ha de tenerse en cuenta en todo instante. Pero eso es, precisamente, lo que el ser humano no ha observado, hasta ahora, más que en muy raras ocasiones. Se imagina ser libre en ese dominio, y no lo es. Está tan estrictamente ligado a su suelo como el cuerpo del animal, pues ambas especies corpóreas se han formado en la sustancialidad. El hombre ha observado esto exactamente en los animales y lo sabe. Pero so quiere que su cuerpo se someta a leyes similares, y eso es falso.

El cuerpo terrenal está ligado a la parte de la Tierra en que él nació. También está estrechamente relacionado con todos los actos de esa parte perfectamente determinada, así como a las radiaciones correspondientes, y todo de una manera tan estricta, que no podéis imaginároslo siquiera. Sólo esa parte de la Tierra proporciona al cuerpo lo que necesita exactamente para expansionarse como es debido y mantenerse en la plenitud de su vigor. Asimismo, la Tierra da  continuamente, a su debido tiempo, en cada una de sus diferentes zonas, todo cuanto necesitan los cuerpos físicos nacidos en esa zona precisa. A eso se debe que los vegetales y los frutos surtan lo efectos más ventajosos y edificantes sobre el cuerpo humano, en la época en que la Tierra los produce.

El cuerpo precisa los alimentos que, en determinadas épocas, se producen en la zona donde tuvo lugar su nacimiento, con la cual se mantiene constantemente unido.

Las fresas en el tiempo de las fresas, las manzanas en la época de su cosecha, y así sucesivamente. Lo mismo acontece con todos los frutos y vegetales. Por eso es que las curas a base de vegetales son mucho más efectivas en la época en que éstos se hallan en la plenitud de su crecimiento; lo mismo si se trata de cuerpos sanos.

A tal efecto, la misma sustancialidad ofrece al cuerpo terrenal una continua variedad en la alimentación, tal como él necesita realmente, y exactamente igual a como el sol, la lluvia y el viento constituyen los mejores medios para una sana actividad cutánea. La creación proporciona al hombre todo lo necesario para su cuerpo terrenal, y lo proporciona con la debida variedad y en el momento oportuno.

Con todas sus artes, el hombre no podrá alcanzar jamás lo que la creación le ofrece por sí misma.

Tened en cuenta esto: en la Tierra, el cuerpo terrenal está estrechamente unido a la zona en que se halla el lugar de su nacimiento. Si quiere conservar su integridad física y la plenitud de su vigor para el ejercicio de su actividad en la Tierra, será preciso que la base alimenticia de su cuerpo sea la propia de la zona en que nació. Cierto que, con precaución, puede tenderse un puente que permita mantenerle en toda su eficacia por un tiempo determinado, pero nunca duraderamente. De cuando en cuando, tendrá que regresar allí para cobrar nuevas fuerzas. A pesar de todo, también acortará su vida terrenal. No es nada arbitrario o casual que los hombres terrenales sean diferentes en estatura y en el color del cuerpo.

Ya las leyes originarias de la creación les pone en el sitio que les corresponde: el único que puede servir para su maduración terrenal. En correspondencia con eso es también su dotación.

La sustancialidad crea vuestro cuerpo terrenal y, al mismo tiempo, la alimentación conveniente para la conservación. Pero su homogénea acción no se ejerce más que en una zona y en un continente determinado. No os sucede a vosotros, hombres, de otro modo que a las plantas y animales, pues también sois un fruto de la creación, sois una criatura ligada a la zona y a las radiaciones del continente en que nació.

Por consiguiente, ¡observad cada una de las actividades de la creación y aprended de ellas! Es vuestro deber acatar las leyes originarias de la creación, si queréis alcanzar lo que es beneficioso para vosotros y sirve para vuestra ascensión.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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