lunes, 26 de diciembre de 2022

16. MIRA, ¡OH HOMBRE!, CÓMO HAS DE RECORRER ESTA CREACIÓN PARA QUE LOS HILOS DEL DESTINO NO OBSTACULICEN TU ASCENSIÓN, SINO QUE LA FAVOREZCAN

 

16. MIRA, ¡OH HOMBRE!, CÓMO
HAS DE RECORRER ESTA CREACIÓN
PARA QUE LOS HILOS DEL DESTINO
NO OBSTACULICEN TU ASCENSIÓN, SINO QUE LA FAVOREZCAN

A PESAR DE QUE el Mensaje encierra en sí todo lo necesario para indicar a los hombres el camino que han de recorrer en la creación si quieren ascender a las alturas luminosas, se repite una y otra vez, para cada uno, la angustiosa pregunta: “¿Qué debo hacer yo para caminar realmente como es debido?”.

Este sentimiento atormenta a muchos, pues el hombre gusta de intentar poner todo más complicado de lo que es en realidad. El necesita esa singular manera de dificultarse todo, dado que no posee en sí la fuerza de dedicarse a lo sencillo con sinceridad y ardor. Todo su saber ya no basta para eso.

Si no ye dificultades ante sí, no consigue nunca concentrar sus fuerzas para hacer uso de ellas, pues la falta de dificultades le hace en seguida indolente y, al final de cuentas, paraliza toda su actividad. Por eso, tampoco da valor a lo sencillo, sino que, en cuanto puede, lo deforma haciéndolo más incomprensible, con el único fin de ponerse la dificultad de volver a descubrir, en esas deformaciones, lo justo, que permanece arraigado exclusivamente en la sencillez. ¡Así desperdicia el hombre fuerza y tiempo continuamente!

El ser humano necesita obstáculos para alcanzar el fin; sólo así es capaz aún de hacer acopio de su fuerza, lo que le resulta imposible cuando ese fin se presenta ante él como algo sencillo.

A primera vista, parece como si ese proceder encerrara algo de grandeza, pero no es más que señal de la debilidad más extrema. Así como un cuerpo débil necesita excitantes para poder seguir ejerciendo su actividad, del mismo modo, para hacer acopio de fuerzas, el espíritu humano necesita primeramente el estímulo de la consciencia de que, para conseguir un fin, tiene que salvar algún obstáculo. De ahí surgió también, en otros tiempos, esa pretendida ciencia que desprecia todo lo sencillo hasta el punto de caer en ridículo, sólo para destacar y brillar ante los demás.

Pero no es únicamente la ciencia la que viene obrando así desde hace ya mucho tiempo y ha erigido un edificio ficticio con gran esfuerzo, tratando de hacer pasar por grande, lo que no es, para la creación, sino mediocre, artificial, rígido, deformado e, incluso, a menudo, paralizante.

El individuo ha levantado el edificio de su vida terrenal sobre una base ya errónea. Demasiado complicado para ser sano, ese edificio ha sido erigido solamente para estimular al espíritu perezoso y presuntuoso, para sobresalir de los demás, pues sólo esa tendencia es también la verdadera razón de ser de las mutilaciones y deformaciones operadas por los espíritus humanos sobre todo lo natural y sencillo, tales como el afán de destacarse, la pretensión de investigar y establecer leyes basadas en un saber que nunca llegará a ser real mientras el hombre siga rehusando “recibir” con sencillez y humilde sumisión ante la grandeza de Dios. Pero todo eso le retiene en planos inferiores.

No hay nada que el hombre pueda crear realmente si no lo toma de lo que ya existe por voluntad de Dios. Ni siquiera puede crear un solo grano de arena sin encontrar, ya, todo el material necesario en la creación.

Por el momento, no puede darse cuenta de lo ridículo de su comportamiento, pero llegará un tiempo en que se avergonzará indeciblemente y deseará borrar esa época en la que tan grande y tan sabio se creía.

Hoy día, el hombre pasa indiferente ante la gran sencillez de las leyes divinas, sonriendo complacientemente e incluso, a veces, sarcásticamente. No sabe que, de ese modo, da testimonio de la mayor flaqueza que puede mostrar como ser humano; pues sólo él ha desaprendido la manera de recibir y emplear debidamente los dones de la creación. El ser humano se cree demasiado grande y encumbrado para aceptar agradecido, de manos de su Creador, todo cuanto necesita, por lo que ya no es merecedor de seguir disfrutando de esas gracias.

Y sin embargo, las leyes de la creación deberían ser, para toda criatura, absolutamente evidentes, sencillas y claras, puesto que toda criatura ha surgido a partir de ellas.

Mas ¡qué ha hecho de ellas el hombre con sus extravíos!

De cuánta complicación e ininteligibilidad es capaz, lo constataréis vosotros mismos en todas las leyes humanas del orden social. Apenas basta una vida entera sólo para estudiar a fondo todas las de un Estado. Haría falta, en primer lugar, que hubieran personas especialmente doctas que pudiesen explicarlas correctamente. Pero, precisamente, esos tales siguen discutiendo todavía sobre cómo y cuándo pueden ser aplicadas. Eso prueba que, entre los mismos juristas, tampoco existe claridad respecto al verdadero sentido.

Ahora bien, en principio, allí donde tiene cabida una controversia, tampoco hay claridad. Donde falta claridad, falta también rectitud y, por tanto, derecho.

Ahora resulta que todo ser humano tendría que llegar a ser un letrado de esas leyes impuestas por los hombres, para poder vivir sin ser importunado. ¡Qué insensatez reside en este hecho! Y sin embargo, es así. En efecto, se escucha con bastante frecuencia, de parte de los expertos, la indicación de que, conforme a las leyes terrenales, todo hombre de la Tierra podría ser detenido y declarado culpable de alguna cosa en cuanto se quisiera. Desgraciadamente, eso es cierto. Y no obstante, el individuo es sometido a esas leyes sin poder estar debidamente instruido en ellas.

También eso habrá de venirse abajo por sí solo convirtiéndose en un montón de escombros, pues forma parte de los absurdos derivados de la confusión más malsana.

De ese modo, el espíritu humano ha demostrado palpablemente su incapacidad. Ha creado un indigno servilismo por no haber acoplado las leyes terrenales con las leyes originarias de la creación, que nunca ha tratado de conocer. Pero sólo sobre la base de esas leyes originarias puede erigirse algo útil y duradero, sea cual fuere. Lo mismo sucede con la Justicia. Y ésta, como todas las leyes fundamentales, no reposa, a su vez, más que en la clara y grande sencillez.

Lo que no sea sencillo en sí no podrá subsistir. La sencillez de las leyes divinas no permite otra cosa. ¿Es que el hombre no va a comprender nunca?

En los acontecimientos de todos los tiempos se puede apreciar con toda exactitud, que sólo se ha podido conseguir algo grande allí donde toda la fuerza estaba concentrada en un punto. Ahí se muestra claramente la necesidad de la simplificación. ¡Eso tiene que deciros algo a la fuerza! Todo hombre conoce el amenazador peligro que supone siempre la dispersión de fuerzas.

¡Ved ahí la ley del poder de toda simplificación! La victoriosa grandeza se manifiesta únicamente en la sencillez.

Y sin embargo, vosotros habéis perdido la noción del valor de lo sencillo. Sólo en la sencillez se revela la auténtica fuerza, la verdadera nobleza, el saber y el encanto natural; también en la sencillez de expresión y de movimientos.

Todo eso os es muy conocido. Y no obstante, no aprendéis a apreciar el valor intrínseco, por lo que tampoco podéis concebirlo ni trasmitirlo a vuestros pensamientos, a fin de que, como consecuencia, pueda exteriorizarse en vuestras conversaciones y en vuestras obras.

El hombre no logra ser sencillo, como debiera aprenderlo en la creación. Conseguir la grandeza de la sencillez de pensamientos y obras no sólo resulta difícil al ser humano, sino que ya le es absolutamente imposible. Todo eso se ha hecho inaccesible para él.

Por eso tampoco comprende la sencillez del lenguaje y de las explicaciones contenidas en el Mensaje. La deformación de su intelecto le hace pensar que ese estilo — el único correcto y grande — es, para él, demasiado pueril y, por tanto, no puede llevar en sí nada de valor. De este modo, los valores propios del mismo quedan fuera de su alcance, dado que él no está en condiciones de recibirlos. Lo grande, lo inmenso, no es visto ni reconocido por él en cuanto está revestido de sencillas palabras.

Eso se debe a su incapacidad. Frente a la sencillez y a la claridad, es el espíritu el que ha de desplegar fuerza en sí mismo, mientras que, ante los obstáculos creados por la confusión, el despliegue de fuerzas se realiza por un impulso que viene de fuera. Pero, por desgracia, el espíritu humano actual necesita ese impulso de fuera para poder ser activado de algún modo. De ahí que no pueda soportar la sencillez y la claridad. La sencillez le adormece, le paraliza, porque es demasiado perezoso para desplegar por sí mismo la única fuerza que puede proporcionarle verdadero beneficio y es capaz de ayudarle a encumbrarse.

Rodeado de sencillez y de claridad, el ser humano es incapaz de mantenerse activo. Su fuerza resulta insuficiente para ello, ya que nunca la ha desarrollado. Ahora bien, por efecto de esa pereza, surgen constantemente, como cosa natural, los obstáculos creados por él mismo. Esos obstáculos, a su vez, constituyen, para algunos, hoy día, estimulantes o excitantes en el sentido explicado. Pero para salvar esos obstáculos creados por ellos mismos, consumen esa lamentable parte de fuerza que surge en ellos a la vista de dichos obstáculos, no quedando residuo ninguno para emplearlo en un progreso real y en la ascensión, que sólo puede ser iniciada a partir de la superación de los impedimentos.

Si el camino vuelve a presentarse ante ellos sencillo y claro, se cansan de esa sencillez que apenas “tiene interés” para ellos, porque, entonces, ya no pueden hacerse ilusiones de su propia grandeza. Por eso, crean nuevas confusiones, a fin de que sus obras “parezcan” algo o “suenen” a algo.

Todo esto se repite una y otra vez, indefinidamente, dado que, en la época actual, la verdadera grandeza, la grandeza propia, falta en los espíritus humanos.

Lo constataréis igualmente, sobre el plano físico, en los gimnastas. Durante la exhibición de sus ejercicios gimnásticos, desarrollan fuerza y agilidad junto con la gracia de movimientos, en lo que se manifiesta el dominio sobre el cuerpo. Sin embargo, de todos los gimnastas de la Tierra, sólo muy pocos mantienen ese dominio del cuerpo constantemente, es decir, también en la vida diaria.

Frecuentemente, resulta lamentable la postura adoptada al sentarse, al conversar, al estar en pie y al andar, lo que prueba que sólo despliegan su fuerza cuando se entrenan o hacen exhibiciones, es decir, cuando quieren ponerse en evidencia. Pero ejercer pleno dominio sobre el cuerpo durante todo el día para lo que se precisa verdadera fuerza, de la cual se beneficia el cuerpo diez veces más que de unas horas de gimnasia — es un esfuerzo que no puede realizar sin un impulso exterior, pues eso exige más, mucho más.

Toda esa gimnasia y esos ejercicios especiales podrían ser suprimidos tranquilamente si el ser humano ejerciese un dominio real sobre sí mismo y sobre su cuerpo; pues, entonces, cada músculo habría de mantenerse en continuo movimiento, lo que exigiría fuerza y voluntad. Esos especiales ejercicios sólo pueden constituir un deficiente sucedáneo de la consciente fuerza propia de la gran sencillez que reside en la naturalidad del continuo dominio de sí mismo.

Lo mismo que con la gimnasia sucede con todas las cosas. El hombre no tiene necesidad de realizar cosas especiales si recorre la creación como es debido. A tal fin, se le ha dado todo sencillamente y lleva todo en sí, sin necesitar cooperar con medios artificiales. Así como los hombres emplean toda clase de excitantes en su alimentación para estimular al cuerpo; así como se valen de medios tales como el tabaco y los estupefacientes para excitar los nervios del cuerpo y el cerebro — engañándose a sí mismos con la creencia de que eso estimula la facultad de pensar — del mismo modo utilizan la confusión para el espíritu, con el fin de halagar su vanidad.

Por eso me veo precisado a emplear continuamente muchas palabras en cosas que, en realidad, un sencillo entendimiento habría de comprenderlas en seguida; y eso, sólo para hacéroslas comprender un poco. Me esfuerzo de continuo en describir de distintas maneras todo lo que ya se ha dicho, porque vosotros no sois capaces de acoger favorablemente la sencillez, la naturalidad de la Verdad y de la Vida, así como la de la creación, en la que también están arraigados vuestro camino y toda vuestra existencia.

¡No deberíais tener necesidad ninguna de preguntar lo que tenéis que hacer u omitir! ¡Comenzad por destruir ese laberinto que con tanto cariño y solicitud cultiváis en vosotros mismos, en tanto que vuestros pensamientos no hacen más que crear continuamente nueva maleza! Pensáis demasiado, y, por esa razón, no podéis pensar absolutamente nada real, nada que os sea beneficioso.

Para vosotros, la ley del Dios Todopoderoso dice:

¡Se os permite recorrer la creación! ¡Id por ella de modo que no inflijáis daño alguno a otro para satisfacer un deseo cualquiera! Si no, se tenderán hilos en el tapiz de vuestro camino, que os impedirán ascender hacia las luminosas cumbres del consciente y gozoso crear en los jardines de todos los reinos de vuestro Dios.

Esa es la ley fundamental que encierra en sí todo cuanto vosotros necesitáis saber. Si la acatáis, nada podrá pasaros. No seréis sino conducidos hacia arriba por todos los hilos tendidos con vuestros pensamientos, vuestra voluntad y vuestras acciones.

De ahí que, en aquél entonces, el Hijo de Dios dijera con toda sencillez: “¡Amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos!” En el fondo, el sentido es exactamente el mismo.

¡Se os permite recorrer las distintas creaciones!: en eso consiste el mandamiento del movimiento continuo. No debéis deteneros. Tampoco podréis hacerlo, ya que los hilos que vosotros mismos tendáis constituirán vuestros caminos y os empujarán continuamente a seguir la marcha, ya sea hacia arriba, ya sea horizontalmente por algún tiempo, o también hacia abajo, todo según la naturaleza de los mismos. Jamás podréis permanecer quietos, aunque queráis.

Más, durante esa peregrinación, no debéis infligir daños a quienes, lo mismo que vosotros, también recorren la creación, con el fin de satisfacer un deseo cualquiera.

No resulta difícil interpretar esto debidamente; pues, con sereno sentir, sabréis con toda exactitud cuándo, dónde y cómo podréis infligir daños a otro. A tal respecto, lo único que os queda por hacer es poner en claro lo que debe ser conceptuado como deseo. ¡Y eso ya ha sido expuesto claramente en los mandamientos! No creo que sea necesario repetirlo nuevamente.

Aquí, en la creación, os es dado disfrutar de todo, probar todo; mas no debe redundar en perjuicio de vuestro prójimo. Por otro lado, eso sólo puede acontecer si os hacéis esclavos de vuestros deseos.

Sin embargo, no debéis interpretar el concepto de deseo de manera demasiado estricta. Por tal se entiende tanto el afán de bienes corporales y terrenales, como el deseo de socavar la reputación de vuestro prójimo, la tendencia a ceder a vuestras propias flaquezas, y tantas otras cosas más.

Pero, en nuestros días, esa tendencia a ceder a las propias flaquezas es considerada precisamente con demasiada ligereza; y sin embargo, forma parte de esa realización de los propios deseos en perjuicio o detrimento de vuestros semejantes. Sólidos son los hilos que se tienden de esta manera y retienen a toda alma que haya obrado de tal suerte.

Entre esas flaquezas se cuentan la desconfianza, la envidia, la irritabilidad, la grosería, la brutalidad; en una palabra, la falta de educación y de dominio de sí mismo, que no significan otra cosa que la necesaria consideración para con el prójimo, imprescindible para el mantenimiento de la armonía. ¡Y la armonía es lo único que fomenta el progreso de la creación y de vosotros mismos!

De todo eso resulta una trama muy tupida que habrá de ocasionar la caída de muchos, precisamente por ser tenida muy poco en consideración, pese a que, en efecto, causa inquietud, opresión, molestias e incluso, frecuentemente, muy graves daños al prójimo. En todo caso, le perjudica.

Si los hombres se dejan llevar así, surge inmediatamente, por efecto de la irradiación de la sangre más o menos agitada, una capa fuertemente empañada que se interpone entre su espíritu y su guía luminoso separándoles. Entonces, queda repentinamente solo y sin protección ninguna, lo que puede ocasionar daños de tal naturaleza, que resulte imposible repararlos.

¡Que esto se grabe profundamente en la memoria de todo el que quiera ascender! Este consejo es un salvavidas que puede librarle de ahogarse, es decir, de la perdición. Constituye lo más importante de la existencia terrenal para todos.

¡Os es dado recorrer la creación conscientemente! ¡Pero no debéis hacerlo causando daños a otro para satisfacer deseos propios! Vivid en consecuencia y, entonces, también seréis felices e iréis ascendiendo hacia los luminosos jardines de vuestro Dios, para poder cooperar allí, gozosamente, en las continuas y eternas evoluciones de esta creación.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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