viernes, 16 de diciembre de 2022

17. EL MATRIMONIO

 

17. EL MATRIMONIO

LOS MATRIMONIOS se conciertan en el cielo”: suelen exclamar, con rabia y amargura, muchos casados. Pero esa frase también es empleada hipócritamente por quienes están más alejados del cielo que ninguno otro. La consecuencia natural es que los hombres se encogen de hombros ante ese proverbio, se ríen de él, lo ridiculizan e, incluso, despotrican contra él.

A la vista de todos los matrimonios que una persona puede observar a su alrededor en el transcurso de los años, tal actitud es comprensible. Los irónicos tienen razón. Pero sería mejor no mofarse del adagio, sino de los mismos matrimonios. Estos son los que, en su mayoría, merecen no sólo la burla y el sarcasmo, sino también el desprecio.

Los matrimonios, tal como hoy son y como han sido desde hace cientos de años, destruyen la verdad de la máxima, impiden que se crea en ella. Salvo muy raras excepciones, esos matrimonios son, desgraciadamente, estados de inmoralidad manifiesta, los cuales nunca podrán ser eliminados tan de prisa como sería preciso para librar de esa vergüenza a muchos miles, que se dejan arrastrar ciegamente por las costumbres de la época. Imagínense que no puede ser de otra manera, ya que es corriente que así sea. A esto hay que añadir que, precisamente en los tiempos actuales, todo está encaminado al impudor, a turbar y sofocar todo puro sentimiento. Nadie piensa siquiera en hacer de la personalidad lo que ella debería ser, lo que ella podría y habría de ser, respetando igualmente su naturaleza corporal.

El cuerpo, lo mismo que el alma, es algo precioso, y, por tanto, algo intangible, que no debe ser exhibido como medio de seducción. Por tal razón, el cuerpo no puede ser separado del alma durante la vida terrenal: en este caso particular, tampoco. Es preciso respetar y conservar simultáneamente esa intangibilidad, a fin de que ambos conserven su valor. Si no, se convierten en desechos inmundos, que no merecen otra cosa que ser arrojados a un rincón, para ser entregados, a un precio vil, al primer ropavejero que pase.

Un ejército de tales ropavejeros y vendedores ambulantes, esparcido sobre la Tierra, encontraría cantidades ingentes de esos desechos. A cada paso hallaría montones de ellos ya preparados para ser llevados. Verdaderas legiones de esos traperos y traficantes andan ambulando ya por el mundo. Son los enviados y los instrumentos de las Tinieblas, los cuales recogen ávidamente esos baratos despojos para hundirlos triunfalmente, cada vez a una mayor profundidad, en su tenebroso imperio, hasta que queden sumidos en la oscuridad más absoluta y no puedan volver a encontrar el camino de la Luz.

No es de extrañar, pues, que todos se rían en cuanto alguien dice seriamente que los matrimonios se conciertan en el cielo.

El matrimonio civil no es otra cosa que un trivial trámite comercial. Los contrayentes no lo verifican para emprender seriamente una obra en común, lo cual serviría para realzar sus valores internos y externos, incitándolos a acometer elevadas empresas y alcanzando así, para sí mismos, para la humanidad y para toda la creación, bendiciones sin cuento. El matrimonio es, para ellos, un simple contrato que les proporciona una mutua seguridad material y les permite entregarse corporalmente uno al otro sin preocupaciones de orden económico.

El lugar asignado a la mujer está desprovisto de toda dignidad. En ochenta casos de cada cien, la esposa se alquila o se vende al servicio del marido, el cual no busca en ella una compañera con igualdad de derechos, sino que, para él, no es más que un objeto para exhibir, una administradora dócil y poco costosa, que sabe hacer acogedor el hogar y con la cual pueden ser satisfechos sus instintos carnales sin ser molestados, ocultándolo bajo la capa de una pretendida honorabilidad.

Cuántas veces, por las razones más nimias, jóvenes muchachas abandonan la casa paterna para contraer matrimonio. Unas veces, porque están hartas del ambiente familiar, anhelan un círculo de acción en el que puedan decidir por sí mismas. Otras veces, las seduce la idea de representar el papel de mujer joven, o esperan poder tener más libertad en la vida. Puede ser que también crean poder conseguir una mejor situación económica.

Existen otros casos en que algunas jóvenes se casan por capricho, sólo para contrariar a uno cualquiera. También los instintos puramente carnales pueden inducir a contraer matrimonio. Mediante malas lecturas, malas conversaciones, y por frivolidad, fueron despertados y excitados artificialmente.

Muy raras veces es el verdadero amor espiritual la razón que mueve a dar ese paso, el más trascendental de todos los de la vida. Por lo visto, fielmente asistidas en ello por muchos padres, las jóvenes se consideran “demasiado listas” como para dejarse conducir por los puros sentimientos, y así es como se precipitan en la desgracia. Muchas de ellas pagan ya una parte de su superficialidad con el mismo matrimonio. ¡Pero sólo en parte! Las amargas experiencias del efecto reciproco, consecuencia de esas falsas uniones conyugales, vendrán mucho más tarde; pues la falta principal reside aquí en el hecho de haber dejado pasar, sin reflexionar, la ocasión de un eventual progreso.

Cuántas vidas terrenales se han perdido así completamente en lo que concierne a la finalidad propiamente dicha del ser espiritual en el hombre. Ello ha provocado ya un grave retroceso que habrá de ser recuperado penosamente.

¡Qué diferente es el matrimonio cuando está cimentado sobre bases justas y se desarrolla armoniosamente! Gozosos, entregados voluntariamente al servicio mutuo, caminan unidos hacia su ennoblecimiento espiritual, y se ayudan uno al otro para vencer las dificultades de la Vida, enfrentándose a ellas con la sonrisa en los labios. Ese matrimonio es un beneficio para todo lo existente, por la felicidad que emana de él. Y esa felicidad lleva latente un impulso, no sólo para el individuo, sino también para toda la humanidad.

Por lo tanto, ¡ay de los padres que se valen de la persuasión, de la astucia o de la fuerza, para incitar a sus hijos a contraer un matrimonio basado en erróneos razonamientos! Todo el peso de la responsabilidad, que se extiende más allá de sus propios hijos, caerá sobre ellos, más tarde o más temprano, con un ímpetu tal, que desearán no haber tenido nunca esas “brillantes ideas”.

En cuanto al matrimonio religioso, es considerado por muchos como una mera parte de una festividad de orden puramente terrenal. Las mismas iglesias, o sus representantes, hacen uso de las palabras: “Lo que Dios ha unido, que no sea separado por el hombre”.

En los cultos religiosos está presente la idea fundamental de que los contrayentes, por la ceremonia matrimonial, son unidos por Dios. Los “más adelantados”, en cambio, lo interpretan en el sentido de que los contrayentes quedan unidos ante Dios. No obstante, esta segunda interpretación está más justificada que la primera.

¡Pero no es ese el sentido que ha de darse a tales palabras! Su significado es completamente distinto. En ellas se pone de manifiesto el hecho fundamental de que los matrimonios son concertados verdaderamente en el cielo.

Si esas palabras quedan desprovistas de todo erróneo concepto y de toda falsa interpretación, desaparecerá inmediatamente la causa de las risas, de las burlas y de los escarnios, y el sentido de las mismas se presentará ante nosotros en toda su gravedad y en su inmutable veracidad. Como consecuencia natural de eso, se llegará a la conclusión de que los matrimonios deben ser de un carácter muy diferente a los que actualmente tienen lugar; es decir, que el enlace matrimonial debería realizarse en otras condiciones muy distintas, bajo muy diferentes aspectos y convicciones, y con las intenciones más puras.

“Los matrimonios se conciertan en el cielo”: estas palabras indican, en primer lugar, que toda persona, en el mismo instante en que hace su entrada en la vida terrenal, trae consigo determinadas cualidades personales, que sólo pueden desarrollarse armónicamente mediante la influencia de aquellos hombres que posean facultades apropiadas para ello. Estas facultades no son idénticas a aquéllas, sino que las complementan, alcanzando así la plenitud de su valor.

En esa perfecta validez, todas las cuerdas vibran según un armonioso acorde. Si una de las partes, gracias al otro, llega a completar íntegramente sus facultades, ese otro, portador de elementos complementarios, quedará también completado, y en la unión de ambos, es decir, en la comunidad de su existencia y de su actividad, vibrará ese armonioso acorde. Tal es el matrimonio concertado en el cielo.

No quiere decirse con eso que para cada ser humano exista solo y exclusivamente una persona determinada capaz de poder contraer con él un matrimonio armonioso, sino que, en la mayoría de los casos, existen varios seres humanos portadores de los elementos complementarios del otro.

Por tanto, no es preciso andar errantes sobre la Tierra durante años y años para llegar a encontrar a la persona adecuada, la que ha de servir de verdadero complemento. Es menester, solamente, dedicarse a ello con toda la seriedad que el caso requiere, manteniendo bien abiertos los ojos, los oídos y el corazón y, sobre todo, prescindiendo de las exigencias que hoy son condición indispensable para el matrimonio. Eso que suele hacerse actualmente es precisamente lo que hay que evitar.

Un trabajo en común y fines elevados son condiciones tan indispensables para un matrimonio sano como lo son, para la salud corporal, el ejercicio y el aire puro. El que pretenda edificar esa vida en común sobre la base de la comodidad y de la máxima despreocupación, no recogerá, en definitiva, más que enfermedad y degeneración, con todas las consecuencias que de ello se derivan. Por tanto, esforzaos en contraer matrimonios concertados en el cielo. ¡Así encontraréis la felicidad!

Decir que ha sido concertado en el cielo significa que, ya antes de nacer o en el mismo instante de hacer su entrada en la vida terrenal, han sido predispuestos el uno para el otro. Esa predisposición ha de interpretarse en el sentido de que cada uno posee cualidades innatas capaces de completar por entero al otro. Esos tales se corresponden mutuamente, o, expresado de otra forma, “están hechos el uno para el otro”, es decir, se complementan verdaderamente. En eso consiste la correspondencia.

“Lo que Dios ha unido, que no sea separado por el hombre”.

La incomprensión de estas palabras de Cristo ha sido, ya, causa de innumerables males. Muchos han vivido hasta ahora en la creencia de que “lo que Dios ha unido” se refiere al matrimonio, cuando, en realidad, se trata de una alianza concertada en el cielo, en la cual se cumplen las condiciones requeridas para una perfecta armonía. Que esa unión sea ratificada o no por la autoridad civil y eclesiástica, no cambia en absoluto el estado de cosas.

Naturalmente, también es necesario acatar el orden estatal establecido. Si una alianza tal va acompañada, además, de una ceremonia nupcial de acuerdo con unos ritos religiosos determinados y se asiste a ella con la gravedad que el acto exige, entonces, naturalmente, esa alianza se hace más sagrada debido al estado de ánimo de los contrayentes, y derrama sobre la pareja verdaderas bendiciones espirituales. Ese matrimonio concertado en el cielo habrá sido, en verdad, unido por Dios y ante Dios.

Pasemos ahora a la advertencia: … ¡que no sea separado por el hombre! Cuánto ha sido denigrado también el sentido de estas palabras.

Y, sin embargo, la verdad que yace en ellas es evidente. Dondequiera que exista una alianza concertada en el cielo, es decir, allí donde dos seres se complementen de tal forma que su unión se convierta en un acorde completamente armonioso, ningún tercero debe intentar provocar la separación. Ya se trate de sembrar la discordia, de impedir esa unión, o de conseguir la separación, la sola tentativa sería un pecado, una injusticia, la cual, por el efecto recíproco correspondiente, caería pesadamente sobre el causante, ya que, además de ser dos las personas simultáneamente afectadas, esa forma de obrar redundaría en perjuicio de las bendiciones que, como consecuencia de la felicidad de la pareja, se habrían extendido por el mundo físico y por el mundo etéreo.

Esas palabras encierran una verdad tan simple que es susceptible de ser reconocida en todos sus aspectos. La advertencia no tiene otro fin que proteger esas uniones que, cumpliendo las condiciones antes mencionadas, están concertadas en el cielo, como atestiguan las cualidades innatas que sirven de mutuo complemento.

Entre esos seres, ninguna tercera persona debe interponerse: ¡ni siquiera sus padres! De los mismos interesados nunca saldrá la idea de una separación. La divina armonía que reina entre ellos, fundamentada en sus comunes cualidades espirituales, no les permitirá concebir un pensamiento semejante. Su felicidad y la estabilidad de su matrimonio quedan, así, garantizadas de antemano.

Si uno de los cónyuges presenta una solicitud de divorcio, aportará con ello la prueba más evidente de que su matrimonio no está basado en la necesaria armonía, y que, por consiguiente, no puede haber sido concertado en el cielo. En tales circunstancias, el matrimonio debería anularse necesariamente, a fin de elevar la individual consciencia moral de los cónyuges que viven en tan malsano ambiente.

Esos matrimonios contraídos erróneamente constituyen hoy la gran mayoría. Este lamentable estado de cosas es debido, en su mayor parte, a la decadente moral de la humanidad y al culto rendido al intelecto.

Pero “separar lo que Dios ha unido” no concierne solamente al matrimonio, sino también al previo acercamiento de esas dos almas que sólo pueden vivir en armonía complementándose mutuamente con sus cualidades personales, es decir, que están destinadas una para otra. Si esa alianza queda consumada y un tercero intenta entremeterse, usando de la calumnia o de cualquiera de los procedimientos harto conocidos, la sola intención equivale ya a un adulterio.

El sentido de las palabras: “Lo que Dios ha unido, que no sea separado por el hombre”, es tan simple y claro, que es difícil comprender cómo ha podido surgir una errónea interpretación de las mismas. Sólo ha sido posible por haberse cometido la falta de separar al mundo espiritual del mundo físico, lo cual hizo prevalecer una interpretación puramente intelectual y limitada, que nunca, hasta ahora, ha sido capaz de engendrar ningún valor real.

Esas palabras proceden de la espiritualidad, y, por consiguiente, sólo en el plano espiritual serán susceptibles de ser explicadas debidamente.

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Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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