domingo, 4 de diciembre de 2022

19. Érase una Vez…!

 19. Érase una Vez…!

Tres Palabras tan Sólo, más sus efectos obran como una fórmula mágica; pues llevan en sí la propiedad de despertar enseguida en todo hombre intuitivamente un sentimiento especial. Rara vez se encuentra un sentimiento similar en todos. Sucede como con el efecto de la música. Al igual que estas tres palabras, la música encuentra acceso directo al espíritu humano, a su verdadero “yo”. Naturalmente esto ocurre tan sólo en aquellos seres cuyo espíritu no se halla enteramente prisionero dentro de sí, habiendo perdido, por lo tanto, su verdadera calidad humana aquí en la Tierra.

Estas palabras despiertan espontáneamente en cada hombre el recuerdo de una experiencia vivida con anterioridad, cobrando forma viva y despertando a su vez en la intuición un sentimiento correspondiente.

En algunos es una especie de ternura plena de añoranza, una felicidad melancólica o una aspiración secreta e irrealizable. En otros, en cambio, es el orgullo, la ira, el horror o el odio. El hombre piensa siempre en una cosa vivida en otros tiempos y que produjo en él una impresión extraordinaria, pero que él creía haberse apagado en su interior mucho tiempo atrás.

Sin embargo, en él nada se ha apagado; nada se ha perdido de todo cuanto vivió en realidad alguna vez. Aún puede calificar de suyo propio todo ello como algo adquirido efectivamente y, por consecuencia, imperecedero. ¡Mas solamente lo que ha vivido verdaderamente! Algo distinto jamás podrá surgir a través de estas palabras.

El hombre debe prestar de una vez minuciosa atención a todo esto y, con un espíritu abierto, reconocerá bien pronto aquello que realmente sigue vivo en su interior y lo que puede considerar como muerto, como una cáscara inanimada de recuerdos inútiles.

Para el hombre, a quien no debemos considerar jamás como constituido únicamente por su cuerpo físico, sólo tiene valor y provecho lo que durante su vida dejó en él una impresión lo suficientemente profunda como para estampar en su alma un sello imperecedero e imborrable. Solamente los sellos de tal naturaleza tienen influencia en la formación del alma humana y, por ende, en la progresión del espíritu hacia su evolución constante.

En realidad, sólo lo que deja una impresión tan profunda ha sido vivido y, por lo tanto, ha llegado a formar parte de uno. Todo lo demás pasa en vano sin dejar huella o sirve tan sólo de instrumento, permitiendo que se formen sucesos capaces de provocar impresiones de tal magnitud.

Dichoso aquél que pueda considerar como suyas muchas experiencias de peso, no importa que haya sido el dolor o la alegría lo que las haya producido; pues las impresiones causadas serán un día el más valioso tesoro que un alma humana pueda portar consigo en su camino hacia el más allá. –

La actividad puramente material del intelecto, tal y como es practicada en nuestros días, sólo sirve – si es empleada como es debido – para facilitar la existencia del cuerpo físico en la Tierra. ¡Este es, reflexionando rigurosamente, el objetivo final de toda actividad intelectual! En último término no cabe otro resultado, tanto en el saber académico, sea cual fuere el dominio al que pertenezca, como en toda actividad ya sea del Estado o de la familia, trátese de individuos, de naciones o de la humanidad entera.

Mas, por desgracia, todo se ha sometido hoy día incondicional y exclusivamente al intelecto, y, por lo mismo, se halla prisionero entre las pesadas cadenas de la limitación terrenal de su capacidad comprensiva, siendo, pues, lógico y natural que esto haya arrastrado consigo resultados siniestros en todo campo de actividades y en todos los acontecimientos, resultados que aún seguirán manifestándose en el futuro.

En toda la Tierra no hay más que una excepción a todo este estado de cosas. Esta excepción no la constituye, sin embargo, la iglesia, como muchos podrían suponer y debiera ser en realidad, sino el arte. En él, el papel que desempeña el intelecto está inevitablemente en segundo lugar. Donde, en cambio, el intelecto adquiere la supremacía, el arte desciende inmediatamente al nivel de una técnica, degenera al instante, e incuestionablemente se desploma a un plano de profunda inferioridad. Esta consecuencia es de tal simplicidad natural que no deja lugar a ninguna otra posibilidad. Ni una sola excepción puede hallarse al respecto.

Ahora bien, la misma conclusión debe hacerse, como es natural, para todas las demás cosas. ¿Es que este hecho no incita al hombre a reflexionar? ¡Deberían caer como escamas de sus ojos! El que medita y compara tiene que comprender claramente que, de todo aquello regido sólo por el intelecto, no puede obtener otra cosa que meros sucedáneos de valor mediocre. El hombre debería reconocer, en virtud de este hecho patente, el lugar que le corresponde al intelecto por su propia naturaleza, si lo que busca es obtener algo verdadero y valioso.

Hasta el presente, solamente el arte ha nacido de la viva actividad del espíritu, de la intuición. Sólo el arte ha tenido un origen y un desarrollo natural, es decir, normal y sano. El espíritu, empero, no se manifiesta a través del intelecto, sino por medio de las intuiciones, y únicamente se muestra en lo que suele denominarse comúnmente “corazón”. Y esto es precisamente lo que el hombre intelectual – tan desmesuradamente engreído en la actualidad – gusta tanto convertir en blanco de sus burlas. Ridiculiza así lo más valioso en el hombre, sí, precisamente lo único que en verdad hace del hombre un auténtico ser humano.

El espíritu no tiene nada que ver con el intelecto. Si el hombre quiere por fin mejorar en todos los aspectos, tendrá que tener en consideración las Palabras de Cristo: “Por sus obras los reconoceréis”. Ha llegado la hora en que esto sucederá.

Solamente las obras del espíritu, por su mismo origen, llevan en sí la Vida, y, por ende, duración y estabilidad. Todo lo demás está sujeto a un proceso de autodesintegración, tan pronto haya terminado su florecimiento. ¡En cuanto los frutos deben mostrarse, se pone de manifiesto la vacuidad!

¡Basta considerar la Historia! Únicamente la obra del espíritu, es decir, el arte, ha sobrevivido a los pueblos que por la actividad de su frío intelecto, exento de vida, dejaron de existir. Su eminente y tan célebre saber no pudo ofrecerles ningún medio de salvación. Los egipcios, los griegos, los romanos siguieron este camino; más tarde siguiéronlo también los españoles y los franceses y, ahora, los alemanes. ¡Más las auténticas obras de arte han sobrevivido a todos! Jamás podrán desaparecer. Y, no obstante, nadie advirtió la rigurosa regularidad con que han venido repitiéndose todos estos acontecimientos. Nadie pensó jamás en penetrar en la raíz verdadera de tan graves infortunios.

En lugar de buscarla y poner término a la decadencia continuamente renovada, los hombres se resignaron abandonándose ciegamente y sometiéndose con lamentos y encono a lo “inevitable”.

¡Ahora, finalmente, se ve afectada la humanidad entera! La miseria que hemos dejado atrás es enorme, pero mayor aún ha de ser la que nos deparen los tiempos venideros. Y un dolor profundo atraviesa ahora las apretadas filas de los que, en parte, ya han sido afectados.

¡Pensad en todas las naciones que se vinieron abajo en cuanto hubieron alcanzado la cumbre del florecimiento, el apogeo de su intelectualización! Los frutos nacidos de este florecimiento fueron siempre los mismos: inmoralidad, carencia de pudor y gula en sus más diversas formas, vicios a los cuales no tardó en seguir la decadencia y la ruina inevitable.

¡La estricta similitud es evidente para cualquiera! Todo hombre que reflexiona por necesidad tiene que descubrir en este acaecer la característica y la consecuencia de unas leyes estrictas e invariables.

Uno tras otro, esos pueblos tuvieron que reconocer, al fin, que su grandeza, su poder y su esplendor solamente eran ficticios, que estaban mantenidos únicamente por la fuerza y la violencia y no por una sana estructura interior.

¡Abrid los ojos, en lugar de desesperar! Mirad en vuestro derredor, aprended de lo pasado, comparad con los Mensajes que os fueron enviados hace miles de años desde las Regiones divinas, y encontraréis la raíz del mal devorador que por sí solo constituye el obstáculo que impide la ascensión de la humanidad entera.

Sólo cuando ese mal sea extirpado radicalmente, quedará abierto el camino para una ascensión general; no antes. Y esta ascensión perdurará porque llevará en sí el espíritu viviente excluido hasta hoy. –

Mas, antes de profundizar en esta cuestión quiero explicaros en qué consiste el espíritu, el único elemento realmente vivo en el hombre. ¡El espíritu no es el ingenio ni la inteligencia! Tampoco es erudición adquirida. Es un error decir que un hombre posee “riqueza espiritual”, porque ha leído mucho, ha estudiado, ha observado y sabe expresarse con soltura y elegancia o porque brilla por sus buenas ocurrencias y sus réplicas inteligentes.

El espíritu es algo completamente distinto. Es una constitución independiente nacida de un mundo de naturaleza afín, pero diferente al plano a que pertenecen la Tierra y, por consecuencia, el cuerpo. El mundo del espíritu se halla mucho más alto, constituye la parte más elevada y más ligera en la Creación. Esta parte espiritual del hombre lleva inherente, por su propia naturaleza, la misión de volver al reino espiritual en cuanto se desprendan de él todas las envolturas materiales. El impulso encaminado hacia ese retorno es puesto en libertad a partir de un grado bien definido de madurez, conduciendo al espíritu hacia lo alto, hacia sus especies afines, que en virtud de su fuerza de atracción promueven la ascensión.*

* Conferencia II–52: “¡Yo soy la resurrección y la vida…!

El espíritu no tiene nada en común con el cerebralismo terrestre, sino solamente con lo que se designa bajo el “sentir del corazón”. Ser rico de espíritu equivale a tener una sensibilidad interior muy profunda, más no a poseer un alto grado de intelectualidad.

Para captar mejor esta diferencia, el hombre debe hacer uso de la frase: “Érase una vez…” Muchos buscadores hallarán en ella una aclaración. Observándose atentamente a sí mismos, podrán reconocer lo que ha sido realmente de utilidad para su alma, en el curso de su existencia terrenal o, por otro lado, todo cuanto ha servido solamente para facilitar su subsistencia y su trabajo en su entorno en la Tierra. Es decir, lo que tiene un valor no sólo para este mundo, sino también para el otro, y lo que sirve únicamente para fines terrenales careciendo en absoluto de valor para el más allá. El hombre puede conservar lo primero cuando pase al más allá, pero lo segundo tendrá que dejarlo atrás cuando muera, como cosa perteneciente al dominio de la materia, ya que, en lo sucesivo, de nada puede servirle. Lo que abandona no es más que un instrumento para la existencia terrenal, un utensilio que solamente sirve para la vida en la Tierra y para nada más.

Si un instrumento no es utilizado como tal, sino que le es asignado un valor mayor al que le corresponde, es evidente que no podrá satisfacer los requerimientos superiores, y, fuera de lugar, causará, como es natural, insuficiencias múltiples que con el tiempo provocan verdaderos desastres.

Entre estos instrumentos figura el intelecto terrenal como el más elevado de todos. En cuanto producto del cerebro humano, lleva en sí necesariamente la limitación a que está supeditada toda la materia densa, física, por razón de su propia constitución. Siendo así, el producto no puede ser diferente de su origen; queda siempre ligado a la naturaleza de su origen. Lo mismo ocurre con las obras nacidas de este producto.

Es natural, pues, que para el intelecto no exista otra facultad de comprensión que la más limitada, la exclusivamente material, estrechamente ligada al espacio y al tiempo. Como producto nacido de la materia física, inerte en sí misma y sin vida propia, carece de toda fuerza viviente. Esta particularidad se extiende evidentemente también sobre toda la actividad del intelecto que, de hecho, no es capaz de incorporar en sus obras nada de vida.

Este hecho ineluctable y natural constituye la llave de los tristes acontecimientos que se producen durante la existencia del hombre en esta pequeña Tierra.

¡Debemos aprender de una vez a diferenciar entre el espíritu y el intelecto, entre el núcleo viviente del hombre y su instrumento! Si este instrumento es colocado por encima de su núcleo viviente, tal y como se viene haciendo hasta nuestros días, resulta una anomalía que ya lleva en sí, en su origen, el germen de la muerte. Lo que tiene vida, lo más elevado y precioso, se encuentra encadenado, separado de su actividad necesaria hasta el punto en que, al producirse el inevitable desmoronamiento de una construcción sin vida, el espíritu puede surgir de entre los escombros, liberado, pero insuficientemente evolucionado.

Reemplacemos ahora la fórmula “Érase una vez” por la frase “¿Cómo era en tiempos anteriores?” y veremos cuán distinto es su efecto. Al instante se advierte la gran diferencia. La primera fórmula habla a la intuición con la cual está en relación el espíritu. La segunda, por el contrario, va dirigida al intelecto. Aquí surgen imágenes de naturaleza muy distinta. Desde un principio resultan estrechas, frías, sin el calor propio de lo que tiene vida, pues el intelecto no es capaz de proporcionar otra cosa.

Por eso, la gran culpa de la humanidad, desde un principio, ha sido colocar a ese intelecto que no puede crear otra cosa que obras incompletas y exentas de vida, sobre un alto pedestal y, por decirlo así, adorarlo danzando en su derredor. Se le ha atribuido un lugar que debería haber estado reservado únicamente al espíritu.

Esta forma de actuar se opone en todo a las determinaciones del Creador y, por ende, a la naturaleza, ya que tales determinaciones se hallan cimentadas en el orden natural. En estas condiciones, nada hay que pueda conducir a un buen fin sino que todo tiene que fracasar, llegado el momento en que se inicie la cosecha. Otra posibilidad no existe. El hecho es natural y previsible.

Tan sólo cabe excepción en la técnica pura, cualquiera que sea la industria. Gracias al intelecto, la técnica ha alcanzado un alto nivel que aún será superado considerablemente en el futuro. Este hecho, sin embargo, viene a probar la verdad de mis asertos. La técnica es y será siempre, en todo aspecto, una cosa puramente terrena, una cosa muerta. Dado que el intelecto también forma parte de lo terrenal, puede desplegarse brillantemente en el campo de la técnica y producir realmente grandes cosas. ¡En la técnica está su verdadero lugar, su verdadera misión!

Ahora bien, allí donde es preciso tener en cuenta algo “vivo”, es decir, puramente humano, el intelecto, por su propia naturaleza, no es adecuado y necesariamente fracasa, a menos que sea dirigido en su tarea por los dictados del espíritu. Pues sólo el espíritu es vida. El éxito en un género determinado no puede ser logrado jamás sino mediante una actividad de género afín. Por consecuencia, el intelecto terrenal jamás podrá actuar en lo espiritual. Por esta razón, la humanidad ha cometido un grave error al colocar al intelecto por encima de la vida.

De esta suerte, el hombre ha invertido literalmente su misión en contra de la determinación creadora, es decir, en contra del orden natural; la ha colocado, por así decirlo, cabeza abajo, al otorgar al intelecto el lugar más elevado, propio del espíritu viviente, cuando en realidad, debería haberlo situado en segundo término, es decir, a nivel terrenal. Resulta, pues, natural que el hombre esté ahora obligado a buscar con esfuerzo de abajo a arriba, en lugar de disfrutar de la posibilidad de mirar las cosas de arriba a abajo, merced a las facultades de su espíritu. Así, el predominio de su intelecto, con su restringida capacidad de comprensión, le impide toda perspectiva más amplia.

Si el hombre quiere despertar, es necesario que primeramente “invierta las luces”. Lo que actualmente se halla encumbrado, o sea el intelecto, debe pasar a ocupar su puesto natural, y el espíritu debe ser situado en el puesto más elevado. Esta inversión indispensable ya no es tan fácil para el hombre de hoy. –

La inversión operada antaño por los hombres, tan radicalmente opuesta a la Voluntad del Creador, es decir, tan contraria a las leyes naturales, fue, en rigor, la verdadera “caída en el pecado”, cuyas consecuencias no podían ser más funestas. De ésta se desarrolló el “pecado original”, pues el hecho de haber elevado al intelecto a un rango de “soberano absoluto” trajo consigo como consecuencia natural, que el fomento y la actividad tan unilaterales fortaleciesen con el tiempo el cerebro en un solo sentido, de suerte que únicamente la parte que debía efectuar los trabajos intelectuales fue la que creció y se desarrolló, en tanto que la otra se atrofió. Esta es la razón por la cual la parte atrofiada por negligencia no puede manifestarse actualmente más que en calidad de cerebro de los sueños confusos, pues también en este caso, la parte del cerebro que rige los sueños, se encuentra bajo el fuerte influjo del llamado “cerebro diurno” que pone en marcha al intelecto.

La parte del cerebro que debe formar el puente hacia el espíritu, o, mejor dicho, que debe ser el puente de unión del espíritu con todo lo terreno, se halla, pues, paralizada; la conexión ha sido cortada o, por lo menos, debilitada. De este modo, el hombre se ha privado a sí mismo de toda posibilidad de actuación espiritual y, con ello, de toda posibilidad de “animar” su intelecto, de espiritualizarlo y vivificarlo.

Las dos partes del cerebro deberían haberse desarrollado creciendo en proporciones exactamente iguales, a fin de que pudieran ejercer una armoniosa actividad común, como sucede con todos los órganos del cuerpo. Entonces, el espíritu guiaría y el intelecto actuaría a nivel terrenal. Al no ser así, es evidente, que todas las actividades del cuerpo, e incluso éste mismo, no puedan ser tal como debieran. Conforme a la naturaleza de las cosas, este hecho afecta a todo, porque el factor más esencial de todo lo terrenal está faltando.

Que el encadenamiento del espíritu haya conducido simultáneamente al alejamiento y enajenación de lo Divino es fácil de comprender, pues todos los caminos hacia allí quedaron cortados.

Esta falta tuvo, por último, otro gran inconveniente: que, desde hace miles de años, todo cuerpo infantil que viene al mundo trae consigo, por efecto de una herencia siempre en aumento, un cerebro anterior tan desarrollado que, desde un principio, el niño está expuesto con facilidad a quedar sometido al intelecto en cuanto el cerebro empiece a desplegar toda su actividad. El abismo entre cerebro anterior y cerebelo se ha hecho tan grande y las proporciones respectivas de trabajo tan desiguales, que resulta imposible para la mayoría de los hombres poder conseguir una mejoría de ese estado sin que sobrevenga una catástrofe.

El hombre intelectual de hoy ya no es un hombre normal, sino que, debido a la atrofia que ha tenido lugar desde hace milenios, falta en él todo desarrollo de la parte principal de su cerebro, la cual es elemento constitutivo del hombre integral. Todo hombre intelectual, sin excepción, no posee más que un mero cerebro deformado. ¡Por tanto, la Tierra está dominada, desde hace miles de años, por deficientes mentales! Éstos consideran al hombre normal como enemigo suyo, e intentan oprimirle. En su atrofia, se imaginan que emprenden grandes cosas, e ignoran que el hombre normal posee una capacidad creativa diez veces más grande y que le es dado crear obras duraderas mucho más perfectas que las suyas. ¡El camino para conseguir tal facultad está abierto a todo el que busca realmente y con seriedad!

Pero no será nada fácil para un ser intelectualizado adquirir la capacidad de comprender aquello que pertenece a la actividad de esa parte atrofiada de su cerebro. Sencillamente: ¡Aunque quiera, no puede! Su voluntaria angostura le lleva a ridiculizar todo lo que le es inaccesible y que debido a su cerebro anormal verdaderamente retrasado nunca podrá comprender.

En eso consiste precisamente lo más terrible de la maldición que pesa sobre ese extravío antinatural. La colaboración de ambas partes del cerebro humano, absolutamente indispensable al hombre normal, está excluida para siempre del hombre intelectual de nuestros días llamado también materialista. –

Ser materialista no es ningún honor sino la prueba de una atrofia cerebral.

El cerebro que rige hasta ahora en la Tierra es, pues, un cerebro antinatural y, por ende, su acción conducirá ineludiblemente al hundimiento total, pues, debido a su deformación, todo lo que emprende lleva inherente, desde un principio, algo malsano y disonante.

Todo esto es inevitable, no quedando otro remedio que esperar tranquilamente a que sobrevenga ese hundimiento que se desarrolla en el orden natural de las cosas. ¡Pero entonces habrá llegado el día de la resurrección del espíritu, y con ello una nueva vida! ¡El esclavo del intelecto, que tuvo la palabra durante milenios, quedará así eliminado para siempre! Nunca más podrá levantarse, porque, enfermo y pobre de espíritu, será obligado por la evidencia y por su propia experiencia a doblegarse voluntariamente a aquello que no podía comprender. Ya jamás se le dará ocasión de volverse contra el espíritu, ni por la burla ni por el derecho ficticio de la fuerza, medios estos usados también contra el Hijo de Dios, que se vio obligado a combatirlos.

En aquel entonces, aún habría habido tiempo de evitar muchas desgracias. Hoy ya no es posible, ya que no puede establecerse un puente de unión entre las dos partes del cerebro, tan separadas entre sí.

Habrá muchos hombres intelectualizados que pretenderán ridiculizar lo expuesto en esta conferencia, sin que les sea posible refutarlo mediante una prueba verdaderamente objetiva reduciéndose solamente, y como siempre, a proferir eslóganes, desprovistos de todo contenido. Pero el que busca y reflexiona con seriedad verá en ese empeño ciego una prueba más de lo que he explicado aquí. Esa gente simplemente no puede, aunque se esfuerce en ello. Considerémoslos, pues, desde ahora, como enfermos que pronto necesitarán ayuda, y… esperemos tranquilamente.

No es necesario ni lucha ni violencia alguna para forzar el progreso indispensable, pues el fin llegará por sí mismo. También aquí se cumple el proceso natural según las Leyes inalterables del efecto recíproco de manera absolutamente inexorable y exacta. –

Según diversas profecías, habrá de surgir una “generación nueva”. Pero no se compondrá solamente de nuevos nacimientos, como se observa ya en nuestros días en California y Australia, donde nacen niños dotados de un cierto “nuevo sentido”, sino que en su mayor parte serán personas que habitan ya esta Tierra, que al cabo de un cierto tiempo, por los sucesos que han de tener lugar, se volverán “videntes”. Entonces poseerán el mismo “sentido” que los recién nacidos actuales; porque tal sentido no es otra cosa que la facultad de vivir en este mundo con un espíritu abierto y amplio, el cual ya no se deja avasallar por la estrechez del intelecto. ¡Así será extinguido el pecado original!

Esto no tiene nada que ver con las aptitudes designadas hasta ahora como “facultades ocultas”. ¡Se trata únicamente del hombre normal, tal como debe ser! Llegar a ser “vidente” no guarda relación alguna con la “clarividencia”, sino que significa llegar a comprender, reconocer.

Los hombres estarán entonces en condiciones de poder observar todo sin ser influenciados, es decir, podrán juzgar por sí mismos; verán al hombre intelectual tal como es en realidad, con su estrechez tan peligrosa para él y para todo lo que le rodea, de la cual proviene, como parte inherente, su despotismo y su afán de tener siempre razón.

¡Se darán también cuenta de que durante milenios, como consecuencia estrictamente lógica, la humanidad entera ha estado sometida a ese yugo, de una forma o de otra, y de cómo esa lesión cancerosa, cual un enemigo hereditario, se ha opuesto siempre a la evolución del espíritu humano independiente, objeto primordial de la existencia humana! Nada escapará a su vista, ni siquiera la amarga certeza de que toda la miseria, todos los sufrimientos y todo sucumbir han nacido de este mal, y que no podía sobrevenir nunca una mejoría, ya que la restricción de la capacidad de comprensión impedía desde un principio todo discernimiento.

Pero con este despertar habrá cesado toda la influencia y todo el poder de los hombres de intelecto. Para todos los tiempos; pues surgirá una época nueva y mejor para la humanidad, en la cual lo viejo ya no podrá subsistir.

Así se logrará la necesaria victoria del espíritu sobre el decaído intelectualismo, tan ardientemente deseada hoy día por cientos de miles de hombres. Muchos de los que hasta ahora, constituyendo multitudes mal orientadas, vivían en el error, caerán en cuenta de cuán falso era el sentido que atribuyeron a la palabra “intelecto”. La mayoría de ellos la aceptaron como un ídolo, sin examen alguno, sólo porque los demás la dieron por tal, y porque todos sus partidarios supieron siempre imponerse, por la fuerza y por las leyes, como soberanos infalibles y absolutos. Es por eso por lo que muchos ni siquiera se molestan en desenmascarar la verdadera nulidad e indigencia que se oculta tras esos seres intelectualizados.

Otros, en cambio, desde hace decenas de años, luchan en secreto y, en parte, también abiertamente contra ese enemigo, con una convicción y una energía tenaces, exponiéndose, incluso, a los peores sufrimientos. ¡Pero luchan sin conocer al enemigo en sí! Naturalmente, esto dificultó el éxito, haciéndolo imposible desde un principio. La espada de los combatientes no estaba lo suficientemente afilada, por haberse mellado constantemente al golpear contra cosas secundarias, con lo que nunca consiguieron un impacto directo, sino que erraron el blanco, desperdiciando así sus energías para no conseguir otra cosa que sembrar la discordia en sus propias filas.

En realidad, no existe más que un solo enemigo de la humanidad en toda la línea: ¡el dominio absoluto del intelecto hasta nuestros días! En eso consistió la gran “caída en el pecado”, la falta más grave del hombre, la causante de todo mal. De ella nació el pecado original, y ella es también el Anticristo, de quien está anunciado que levantará su cabeza. Expresado con mayor claridad: ¡La soberanía del intelecto es su instrumento, por el cual los hombres se han entregado a él, al enemigo de Dios, al mismo Anticristo… Lucifer!*

¡Y es ahora cuando estamos viviendo esa época! El Anticristo reside hoy en cada hombre, dispuesto a arruinarle, pues su actividad tiene como consecuencia inmediata el alejamiento de Dios. En cuanto se le permite dominar, descarta al espíritu.

¡Por eso, que el hombre esté alerta en extremo! –

No quiere decir esto que sea preciso reducir el propio intelecto, sino que hay que hacer de él lo que verdaderamente es: un instrumento, y no la voluntad que lo decide todo. ¡No debe llegar a ser dueño y señor!

El hombre de generaciones venideras no podrá menos que considerar la época actual con repugnancia, horror y vergüenza. Experimentará aproximadamente lo mismo que sentimos al entrar en una de esas antiguas cámaras de tortura. También en ellas se observa el detestable producto de la fría dominación del intelecto. Pues es indiscutible que, si el hombre hubiera poseído un poco de sensibilidad y, por tanto, una cierta actividad espiritual, nunca habría podido idear atrocidades semejantes. Tampoco existe actualmente diferencia alguna a tal respecto, sólo que se realiza de una forma algo más disimulada, pues la miseria de las masas es el mismo fruto podrido que la antigua tortura individual.

¡Y cuando el hombre haya de echar una mirada retrospectiva, no podrá menos que mover la cabeza negativamente! Se preguntará cómo fue posible soportar en silencio esos errores durante milenios.

* Conferencia I–3: “El Anticristo

La respuesta es evidente y muy sencilla: ¡por la violencia! Adonde quiera que se mire, allí se la reconocerá claramente. No es necesario remontarse hasta la más remota antigüedad; basta con que entremos en una de esas cámaras de tortura que aún existen, las cuales fueron utilizadas en un tiempo no muy lejano.

¡Entran escalofríos al ver esos instrumentos! ¡Qué testimonio de fría brutalidad y de bestialidad! Actualmente no hay hombre alguno que dude que tales métodos constituyeron un crimen de los más graves. Con ellos se cometía un delito mucho más grande que el que se trataba de castigar. Pero también sucedió que más de un inocente fue arrancado de su familia y de su libertad para ser arrojado brutalmente a esos calabozos. ¡Qué lamentaciones, qué gritos de dolor se escaparían de los labios de los que fueron abandonados sin defensa, quedando por completo a merced de sus verdugos! Seres humanos tuvieron que soportar sufrimientos tales, que nos hacen estremecer de horror y de repulsión sólo con pensar en ello.

Involuntariamente se pregunta uno, ¿cómo pudo el hombre cometer tales crímenes contra seres indefensos, queriendo, además, hacer ver que se trataba de un derecho? Un derecho que se adquirió únicamente por la fuerza. A los sospechosos de haber cometido algún delito se les obligaba mediante dolores físicos a confesar su culpa, para así poder asesinarlos cómodamente. Aunque esas confesiones fueron hechas obligadamente y con el fin de poder librarse de tan absurdas torturas físicas, a los jueces les bastaba, pues era lo que necesitaban para poder cumplir la ley “al pie de la letra”. ¿Imaginaron verdaderamente esos seres cortos de entendimiento que podrían disculparse igualmente ante la Voluntad divina y substraerse a la inexorable Ley fundamental del efecto recíproco?

O todos esos hombres eran el desecho de los criminales más empedernidos, que se pusieron a hacer justicia sobre otros, o todo lo expuesto no es más que la manifestación clara de la mórbida estrechez del intelecto terrenal. ¡No hay término medio!

Según las Leyes divinas de la Creación, todo dignatario, todo juez, sean cuales sean las funciones de que está investido sobre la Tierra, al ejercer su actividad no debe nunca disfrutar de protección especial debido a su cargo, sino que, como cualquier otro hombre, debe llevar sobre sí mismo, a título personal y sin protección alguna, toda la responsabilidad que se derive del ejercicio de dicha función. Tanto en lo espiritual como en lo terrenal. Si así fuera, todos tomarían más en serio sus funciones y, a su vez, las ejercerían con mucho más cuidado. Los llamados “errores”, cuyas consecuencias son irreparables, seguro que no se darían tan a menudo, y no digamos los sufrimientos físicos y morales de la víctima y sus allegados.

¡A propósito de esto, examinemos de cerca el capítulo referente a los procesos judiciales contra las llamadas “brujas”!

El que haya tenido ocasión alguna vez de estudiar los expedientes de tales procesos, seguramente que habrá deseado, bajo el impulso de una profunda vergüenza, no haber pertenecido nunca a la humanidad. En aquel entonces, por el mero hecho de que una persona conociera por propia experiencia o por la tradición de sus antepasados las propiedades curativas de ciertas plantas medicinales y que ayudara con ellas a los enfermos que se lo pedían, por esa sola razón era sometida a tortura, de la cual quedaba libre sólo por la muerte en la hoguera, a menos que su cuerpo no hubiera sucumbido antes bajo tales crueldades.

Incluso la misma belleza física y en especial la castidad, indispuesta a ceder, podía dar motivo a tales atrocidades. Recordemos también los abominables actos de la Inquisición.

¡Relativamente pocos años nos separan de ese “entonces”!

Así como nosotros reconocemos hoy día esas injusticias, de igual manera las sentía en aquel entonces el pueblo, pues su horizonte aún no estaba limitado del todo por el intelecto, sino que aquí y allá aparecía, de vez en cuando, algún vestigio de sensibilidad intuitiva, es decir, de espiritualidad.

¿No se reconoce hoy en todo eso una estrechez completa, una irresponsable estupidez?

Se habla de estos hechos con un aire de superioridad y con encogimiento de hombros, pero, en el fondo, no ha cambiado nada. La torpe arrogancia ante aquello que no se comprende sigue siendo hoy exactamente la misma. Sólo que en lugar de los tormentos de antaño se hace uso de la burla pública contra todo lo que la propia estrechez de miras no logra comprender.

¡Que cada uno se golpee su pecho y reflexione una vez sin permitirse a sí mismo consideración alguna! Los campeones del intelecto, es decir, seres no normales del todo, tachan a priori de impostor, a menudo ante los mismos tribunales, a cada ser humano que posee la facultad de saber algo que para los demás es desconocido, como ver el mundo de lo etéreo con los ojos etéreos, lo cual es un hecho natural que dentro de poco ya no será puesto en duda y mucho menos combatido brutalmente.

Pero ¡ay de aquél que no sepa emplearlo y hable con toda ingenuidad de lo que ha visto y oído! Tiene que vivir atemorizado, como sucedió a los primeros cristianos durante el reinado de Nerón y sus secuaces siempre dispuestos a matar.

Pero esto es aún peor si posee unas facultades que jamás podrán ser comprendidas por los intelectuales declarados; entonces se verá acosado infaliblemente y sin piedad, será calumniado y arrojado de todas partes, si no está dispuesto a complacer a los demás. De una forma u otra se conseguirá hacerle “inofensivo”, como suele decirse con tanta elegancia. Sin tener nadie el menor remordimiento. Un hombre así sigue siendo considerado en la actualidad fuera de la ley, como una presa fácil, sobre la cual pueden abalanzarse todos, incluso aquellos interiormente inmundos. Cuanto más cortos de alcance, tanto más listos se creen y más marcada es su tendencia a la presunción.

¡No ha servido de lección alguna lo sucedido en tiempos pasados, con sus torturas, sus muertes en la hoguera y sus ridículos expedientes judiciales! Pues en nuestros días todo el mundo puede insultar y ensuciar impunemente aquello que está fuera de lo ordinario, lo que no se comprende. Todo continúa exactamente igual que antes.

Los procedimientos de la Inquisición, de origen eclesiástico, fueron aún peores que los usados en estas cortes de justicia. Los gritos de los torturados eran ahogados con piadosas oraciones. ¡Qué ultraje contra la Voluntad divina presente en la Creación! Los representantes eclesiásticos de entonces demostraron con su proceder que no tenían ni la menor idea de las verdaderas enseñanzas de Cristo, ni de la Divinidad y Su Voluntad creadora, cuyas Leyes reposan inmutables en la Creación, en donde operan siempre idénticamente desde el principio hasta el fin de todos los tiempos.

Dios dotó al espíritu humano de libre voluntad de decisión como facultad propia. Sólo a través de ésta puede madurar como debe, puliéndose y desarrollándose plenamente. Y es sólo ella la que le puede brindar esta posibilidad. El reprimir este libre albedrío equivale, sin embargo, a una limitación, o más aún, a una regresión violenta.

No obstante, las iglesias cristianas, al igual que muchas otras religiones, combatieron esta determinación divina, oponiéndose a ella con toda crueldad. Por medio de torturas y finalmente con la muerte, pretendieron obligar a los hombres a tomar y seguir ciertos caminos y a hacer profesiones de fe contrarias a su convicción, es decir, en contra de su voluntad. Pecaron así contra el Mandamiento divino, y no sólo eso, sino que, además, paralizaron el desarrollo espiritual del hombre haciéndole retroceder muchos siglos.

¡Una cosa tal no podía ni debía haber sucedido, si hubiera surgido una pequeñísima chispa de verdadera intuición, de espiritualidad! De allí que la frialdad del intelecto fue la que produjo tal monstruosidad.

Hasta ciertos papas, como puede demostrarse históricamente, se valieron del veneno y del puñal para conseguir sus propósitos y realizar sus deseos puramente terrenales. Este hecho sólo pudo ser factible bajo el dominio del intelecto, que, en su marcha victoriosa, fue subyugándolo todo sin detenerse ante nada. —

Y, a pesar de todo, la férrea Voluntad de nuestro Creador se manifestó siempre y sigue manifestándose en todo de una forma inexorable. Al pasar hacia el más allá, el hombre queda despojado de su poder terrenal y de la protección que éste le proporcionaba. Su nombre, su posición, todo queda atrás. Es sólo un alma humana, en su pobreza, que pasa al más allá para recoger y saborear lo que sembró. ¡En esto no puede haber excepción alguna! Su camino conduce a través del mecanismo del implacable efecto recíproco de la Justicia divina. ¡Allí no hay ni iglesia, ni Estado, solamente almas humanas que tienen que rendir cuenta personal de todo error cometido!

Quienquiera que obre en contra de la Voluntad de Dios, es decir, todo el que cometa un pecado en la Creación, queda sometido a las consecuencias de su transgresión. Poco importa de quien se trate ni qué pretexto le haya motivado. ¡Todo crimen contra el cuerpo o contra el alma sigue siendo un crimen... tanto si es perpetrado por un solo individuo, o bajo el cobijo de la iglesia o de la justicia! Nada puede modificar este efecto, ni siquiera lo que aparentemente es justicia, la cual de ninguna manera siempre lo es, pues, como es de suponer, también fueron hombres de intelecto los que establecieron las leyes, debiendo quedar por ello sujetas a una limitación terrenal.

Considérese detenidamente la clase de justicia que existe en algunos Estados, especialmente en América Central y del Sur. El hombre que hoy se encuentra a la cabeza del gobierno y que, como tal, es objeto de todo honor, mañana mismo puede ser encarcelado como un criminal o incluso ejecutado, si su adversario consigue, mediante un golpe de estado, arrebatarle el poder. Si no lo consigue, entonces éste, en vez de ser reconocido como gobernante, será perseguido, considerándosele como un criminal. Los organismos oficiales, por su parte, habrían servido con el mismo fervor tanto al uno como al otro. Es más, al emprender una gira alrededor del mundo, al pasar de un país a otro, el viajero a menudo tiene que cambiar de convicciones como de vestido, si quiere ser considerado como honrado en todas partes. Muchas veces, lo que en un país es un crimen, en otro está permitido e incluso bien visto.

Evidentemente, todo esto sólo es posible a consecuencia de las conquistas alcanzadas por el intelecto terrenal, siendo imposible que acontezca allí donde el intelecto tiene que conservar su categoría natural de instrumento del espíritu viviente. Pues todo el que presta oídos a su espíritu no faltará jamás a las Leyes de Dios. Y dondequiera que estas Leyes sean tomadas como base, allí no podrá haber ni imperfecciones, ni vacíos; solamente la unidad, la cual engendra paz y felicidad. En sus rasgos fundamentales, las manifestaciones del espíritu tienen que ser exactamente iguales, siempre y en todo lugar. Nunca se opondrán las unas a las otras.

Las artes judiciales, médicas y políticas tendrán que ser imperfectas, siempre que se tome el intelecto como base y se prescinda del espíritu. Sencillamente, esto no puede ser de otra manera, partiendo siempre, por supuesto, del verdadero concepto de “espíritu”. –

El saber es un producto, pero el espíritu es vida, cuyo valor y fuerza sólo pueden medirse por la relación que guardan con la esfera de origen de lo espiritual. Cuanto más íntima sea esta relación, tanto más valor y poder tendrá la parte que se desprendió de su origen; pero cuanto más suelta sea esta relación, tanto más lejana, extraña, solitaria y débil será dicha parte, es decir, el hombre en cuestión.

Es incomprensible que los hombres de intelecto, falsamente encaminados, hayan pasado una y otra vez como enceguecidos ante hechos tan evidentes y sencillos sin caer en cuenta de ello. ¡Pues lo que la raíz da, lo recibe el tronco, la flor, el fruto! También aquí se pone de manifiesto esa desoladora autolimitación de la capacidad comprensiva. Con gran trabajo han levantado ante ellos una gran muralla, y su mirada ya no puede pasar por encima y mucho menos a su través.

En cambio, ante los ojos de los que están vivos espiritualmente, aparecen aquellos como insensatos, pobres y enfermos, con sus risas engreídas, pretensiosas e irónicas, con su petulancia y su desdén para con quienes no están tan profundamente sometidos a la esclavitud cerebral; a pesar de la lástima que inspiran, no queda más remedio que dejarlos con sus ilusiones, ya que su capacidad de comprender es tan limitada, que no les impresionan ni las realidades más evidentes, capaces de demostrar por sí mismas lo contrario de lo que ellos piensan. Toda tentativa de proporcionarles una mejoría será esfuerzo vano, algo así como querer devolver la salud a un cuerpo enfermo, cubriéndolo con un manto nuevo y resplandeciente.

Ya ha quedado atrás la época de apogeo del materialismo y, fracasando en toda la línea, pronto tendrá que sucumbir; en su caída arrastrará consigo también muchas cosas buenas. Sus partidarios están ya agotados; pronto quedarán decepcionados de sus propias obras, y luego de sí mismos, sin poder darse cuenta del precipicio que se ha abierto ante ellos. Dentro de poco serán como un rebaño sin pastor, desconfiarán el uno del otro, siguiendo cada uno su propio camino e irguiéndose orgullosamente ante los demás. Sin reflexionar, no hacen más que seguir viejas costumbres.

Al fin, se precipitarán ciegamente en el abismo, junto con todos los signos exteriores de su nulidad. Ellos siguen considerando como espíritu lo que es producto de sus propios cerebros. ¿Mas cómo puede la materia muerta engendrar espíritu vivo? Suelen sentirse orgullosos de su exacta forma de pensar y, luego, tratándose de lo más esencial, dejan sin escrúpulo alguno las más imperdonables lagunas.

Cada nuevo paso, cada intento de mejoría lleva siempre inherente la aridez característica de la obra del intelecto y, con ella, el germen del ineludible desmoronamiento.

Todo lo que estoy diciendo al respecto no es ni una profecía ni una vaga predicción, sino la consecuencia inevitable de la Voluntad creadora que todo lo vivifica, y cuyas Leyes explico en mis conferencias. Quien sigue conmigo en espíritu estos caminos tan claramente trazados, tiene que reconocer y comprender el inevitable fin. Todos sus indicios ya son evidentes.

Se clama en voz alta y se lamenta, se mira con repugnancia las aberrantes manifestaciones del materialismo de nuestros días. Se implora y se ruega para que cese tal suplicio y para que acontezca una mejora, un saneamiento de esa decadencia sin límites. Los pocos que pudieron conservar dentro de ese diluvio de increíbles acontecimientos un hálito de vida espiritual, los que no se ahogaron espiritualmente en el caos general, el cual, engañosamente, lleva con orgullo el nombre de “progreso” escrito en la frente, todos esos se sienten como proscritos y atrasados, siendo considerados como tales y ridiculizados por las masas carentes de alma de los tiempos modernos.

¡Una corona de laurel para todos los que han tenido el valor de no unirse a las masas! ¡A los que consiguieron detenerse ante el camino pendiente y abrupto!

¡Es un sonámbulo aquel que por ello se considera hoy infeliz! ¡Abrid los ojos! ¿No veis que todo lo que os oprime no es más que el principio del fin repentino del materialismo que ya no domina más que en apariencia? El edificio entero está ya derrumbándose, sin la intervención de los que sufrieron por ello y aún tienen que sufrir. De ahora en adelante el intelectualismo humano tendrá que cosechar todo lo que produjo, alimentó, cultivó y halagó durante miles de años.

Para la mentalidad humana es éste un largo espacio de tiempo, pero para los molinos autoactivos de Dios en la Creación, este lapso es corto. A dondequiera que miréis podréis comprobar el derrumbamiento. Se agita y se encrespa amenazador, como una ola gigantesca, para acabar desplomándose definitivamente, sepultando en la profundidad a todos sus partidarios. Se trata de la Ley inexorable del efecto recíproco que, con este desencadenamiento, se ha de manifestar de forma terrible, ya que durante milenios y, a pesar de múltiples experiencias, jamás tuvo lugar un cambio a favor de lo más elevado, sino que, por el contrario, el mismo falso camino fue haciéndose cada vez más ancho.

¡Vosotros los que desesperáis! ¡Ya ha llegado la hora! ¡Alzad esa frente que tantas veces habéis tenido que hundir, avergonzados por las ofensas de la injusticia y de la estupidez! ¡Mirad ahora tranquilamente al adversario que quería subyugaros!

¡Sus fastuosas vestiduras están ya desgarradas! ¡A través de sus agujeros puede verse, al fin, su verdadera forma de ser! Inseguro, pero no por eso menos arrogante, el producto del cerebro humano, el intelecto que se hizo pasar por espíritu, se muestra desfallecido y desconcertado.

¡Quitad sin temor la venda de vuestros ojos y mirad atentamente a vuestro alrededor! Si se posee una vista clara, basta con revisar algunos periódicos calificados generalmente de excelentes, para poder llegar a ser consciente de una serie de cosas. Se observan esfuerzos desesperados por asirse fuertemente a antiguas apariencias. Con arrogancia, y a veces con torpe humor, se intenta disimular una perplejidad cada vez más marcada. Muchas veces, mediante expresiones insípidas, un hombre pretende juzgar una cosa de la cual, en realidad y notoriamente, no tiene ni la menor idea.

Incluso hombres de grandes cualidades huyen impotentes a través de indecentes caminos, y todo por no querer reconocer que muchas cosas sobrepasan la facultad de comprensión de su propio intelecto, el único del que han querido fiarse hasta ahora. No se dan cuenta de lo ridículo de su actitud y son incapaces de ver las flaquezas que ellos mismos contribuyen a agrandar. Pronto se encontrarán cara a cara con la Verdad, confusos y deslumbrados; al recapitular tristemente su fracasada vida, acabarán por reconocer, con gran vergüenza, que no había más que estupidez precisamente allí donde ellos veían sabiduría.

¿Hasta dónde se ha llegado ya? ¡El hombre musculoso es el héroe! El sabio que, en su lucha contra las enfermedades mortales, al cabo de decenas de años de investigación, consigue descubrir un suero capaz de proteger y proporcionar alivio anualmente a cientos de miles de hombres, adultos y menores, ese sabio, ¿cuándo ha disfrutado de un triunfo parecido al del boxeador que, con su tosca brutalidad física, deja fuera de combate a su adversario? ¿Acaso se beneficia de ello algún alma humana? ¡Todo es terrenal, nada más que terrenal, es decir, de bajo nivel en la obra de la Creación! Se encuentra en perfecta correspondencia con el becerro de oro de la actividad del intelecto. ¡Un gran triunfo el de este falso monarca de arcilla, tan fuertemente ligado a la Tierra, un triunfo sobre la limitada naturaleza humana! – –

¡Y nadie se da cuenta de esta caída vertiginosa en el más espantoso de los abismos!

El que percibe esto intuitivamente, se confina por el momento en su silencio, pues tiene la humillante certeza de que será ridiculizado si habla. Y, sin embargo, en ese delirio frenético germina ya la conciencia de la incapacidad. Y con este presentimiento todo se vuelve más rebelde aún, por obstinación, por orgullo, y no por último, por miedo y horror ante lo que ha de venir. ¡No se quiere aún pensar, de ninguna manera, en el epilogo de este inmenso error! ¡Todo se reduce a aferrarse desesperadamente a la orgullosa construcción de siglos pasados, que se asemeja, punto por punto, a la torre de Babel y que acabará como ella!

El materialismo, indomable hasta ahora, lleva en sí el presentimiento de su muerte, la cual, a medida que va pasando el tiempo, va apareciendo con mayor claridad. –

¡Numerosas almas humanas empiezan a conmoverse en todas partes, sobre toda la Tierra! El resplandor de la Verdad está cubierto solamente por una delgada capa de antiguas y falsas concepciones, que se disipará ante el primer soplo de viento purificador. Así quedará libre la llama, cuya Luz se unirá a la de otras muchas, para dar lugar a un haz radiante que, como un fuego de gratitud, se elevará hacia el Reino del gozo y de la Luz, a los Pies del Creador.

¡Habrá llegado la era del Reino de los Mil Años tan ardientemente deseado, que se despliega ante nosotros como una gran estrella de esperanza en su promesa radiante!

¡Así quedará redimido el gran pecado contra el espíritu que cometió toda la humanidad, pecado que, por medio del intelecto, mantuvo al espíritu encadenado a la Tierra! ¡Sólo ello supondrá el verdadero retorno al orden natural, al camino de la Voluntad del Creador, que quiere que las obras humanas sean grandes y estén penetradas de viva intuición! ¡La victoria del espíritu será, pues, al mismo tiempo, la victoria del más puro Amor!

* * *




Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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