domingo, 4 de diciembre de 2022

20. ERRORES

 

                           20. ERRORES

NUMEROSOS SON LOS HOMBRES que en su búsqueda levantan su mirada hacia la Luz y la Verdad. ¡Su deseo es grande, pero a menudo falta en ellos una voluntad firme! Más de la mitad de los que buscan no son sinceros. Traen su propia opinión preconcebida y antes de cambiar algo de ella, por poco que sea, prefieren desechar todo lo que les es nuevo, aun cuando la misma Verdad se encuentre allí incluida.

Por tal motivo tendrán que sucumbir muchos miles de ellos, ya que el enredo de sus erróneas convicciones entorpece la libertad de movimiento que les es necesaria para poder salvarse mediante un impetuoso salto hacia arriba.

Siempre hay quienes afirman poseer un concepto claro de lo que es justo. Pero no tienen la intención de someterse a sí mismos a un examen riguroso, en base a lo que oyen y leen.

¡Es evidente que no es para éstos para quienes hablo!

Tampoco me dirijo a iglesias ni partidos, ni a órdenes, sectas y sociedades, sino únicamente al ser humano en sí. Queda lejos de mi propósito intentar derribar algo existente; pues yo construyo, doy respuesta a preguntas que hasta ahora han permanecido sin contestar, preguntas que todo hombre debe plantearse en cuanto se ponga a pensar un poco.

Una sola condición fundamental es indispensable para cualquier auditor: el buscar sinceramente la Verdad. Debe examinar las palabras en su interior dejando que cobren vida, sin preocuparse del que las pronuncia. Si no lo hace, nunca obtendrá beneficio alguno. Para los que no se esfuerzan en ello, todo el tiempo que sacrifican está perdido de antemano.

¡Es increíble con qué ingenuidad la gran mayoría de los hombres persisten tenazmente en ignorar de dónde vienen, lo que son y adónde van!

Nacimiento y muerte, los dos polos inseparables de toda existencia terrenal, no deberían ser un misterio para el ser humano.

Entre las concepciones que pretenden aclarar la esencia de la naturaleza humana, reina la discordia más absoluta. ¡Es la consecuencia del enfermizo delirio de grandeza de los moradores de este mundo, los cuales se vanaglorian presuntuosamente de poseer una esencia divina!

¡Fijaos atentamente en los hombres! ¿Podéis reconocer verdaderamente en ellos algo divino? Tal insensata pretensión merecería ser calificada de blasfemia, pues es un rebajamiento de lo Divino.

¡El hombre no posee ni un átomo de divinidad!

Tal creencia no es más que una petulancia enfermiza, cuya única causa reside en la consciencia de su impotencia para comprender. ¿Dónde está el hombre que puede afirmar honradamente, que tal creencia se ha convertido en él en convicción? El que se examina a sí mismo con sinceridad tendrá que negarlo necesariamente. ¡Sentirá, con toda claridad, que todo eso no es más que un deseo, un afán de poseer algo divino, pero ninguna certeza! Se habla correctamente de una chispa divina que el hombre lleva en sí. ¡Pero esta chispa de Dios es el espíritu! No es una parte de la divinidad.

El término “chispa” es una designación acertada. Una chispa salta y centellea sin llevar inherente ni arrastrar consigo nada de la naturaleza de su creador. Así acontece aquí. Una chispa de Dios no es, de por sí, divina.

¡Todo desarrollo debe fallar allí donde, desde un principio, están presentes tales errores sobre el origen de la existencia! Si he construido un edificio sobre cimientos falsos, un día éste tambaleará y se derrumbará por completo.

¡El origen constituye, pues, el punto de apoyo de toda la existencia y del desarrollo de cada uno! Si alguno, siguiendo la costumbre, intenta alcanzar lo que está más allá de ese origen, tenderá su mano hacia lo inaccesible y, como es natural, perderá todo apoyo.

Por ejemplo: Al asirme a la rama de un árbol, que por su estructura terrenal es de la misma naturaleza que mi cuerpo físico, esa rama me ofrece un punto de apoyo, que, como consecuencia, me permite subir más alto.

Pero si tiendo la mano más allá de la rama, la constitución del aire, de naturaleza distinta, no me ofrece punto de apoyo alguno y … ¡por eso no puedo continuar ascendiendo! ¡Es evidente!

Tal acontece exactamente con la naturaleza interior del hombre, llamada alma, cuyo núcleo es el espíritu.

Si este espíritu quiere encontrar el apoyo necesario que le ofrece su origen y que le es indispensable, lógicamente no deberá buscarlo en lo Divino, lo cual sería antinatural, ya que lo Divino está muy por encima y es de una naturaleza completamente diferente.

A pesar de todo, el hombre, en su engreimiento, trata de establecer con esta esfera un contacto imposible de obtener, interrumpiendo así el proceso natural. Su falso deseo se interpone como una barrera entre él y la afluencia necesaria de las fuerzas que proceden del origen. Él mismo es el que se priva de ellas.

¡Acabad, pues, con esos errores! Sólo así podrá el espíritu humano desplegar todo su poder, hoy tan negligentemente pasado por alto, llegando a ser lo que puede y debe ser: ¡Soberano en la Creación! Bien entendido: Sólo en la Creación y no sobre ella.

¡Sólo lo Divino está por encima de toda Creación! –

¡Sólo Dios, origen de todo ser y de toda vida, es divino, como la misma palabra lo indica! ¡El hombre fue creado por Su Espíritu! El Espíritu es la Voluntad de Dios. De esa Voluntad procedió la primera Creación. Tengamos, pues, presente este hecho tan sencillo, que permite una mejor comprensión.

Considérese, a título de comparación, la propia voluntad. Es un acto, pero no una parte del hombre, pues, si así fuera, éste tendría que deshacerse al cabo del tiempo en sus muchos actos volitivos. No quedaría de él nada en absoluto.

¡Esto no es distinto en Dios! ¡Su Voluntad creó el Paraíso! Pero su Voluntad es el Espíritu, que llamamos “Espíritu Santo”. Por otro lado, el Paraíso fue únicamente la obra del Espíritu, no una parte de él mismo. Aquí nos encontramos con una gradación descendente. El Espíritu Santo creador, es decir, la Voluntad viva de Dios, no quedó absorbido por aquello que él creó. Tampoco se desprendió en ello parte alguna de él, sino que permaneció por sí mismo enteramente fuera de la Creación. La Biblia lo expone claramente con las palabras: “El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas”, ¡no Dios en persona! ¡En eso hay una gran diferencia! Por tanto, el hombre no lleva en sí nada del Espíritu Santo, sino del espíritu, que es una obra, un acto del Espíritu Santo.

¡En vez de tomar en consideración esta realidad, se pretende, a toda costa, abrir una brecha en ella! ¡Piénsese sólo en la opinión tan conocida sobre la Creación primera, sobre el Paraíso! Tenía que estar necesariamente en esta Tierra. Con eso, el minúsculo intelecto humano comprimió, dentro de su estrecho marco limitado por espacio y tiempo, un acontecimiento que se extendería a millones de años, y se consideró a sí mismo como centro y eje de todos los sucesos cósmicos. El resultado fue, que, sin más ni más, perdió el camino hacia el origen de la vida propiamente dicha.

En lugar de este camino claro que había perdido de vista, tuvo que encontrar un sustituto dentro de sus concepciones religiosas, si es que no quería designarse a sí mismo como el autor de toda existencia y de toda vida, es decir, como Dios. ¡De sustituto le ha servido hasta ahora la palabra “fe”, y por ella sufre desde entonces toda la humanidad! Más aún: ¡Esta palabra incomprendida, que debía reemplazar a todo lo perdido, constituyó el escollo que había de causar el naufragio total!

Sólo el perezoso puede conformarse con la fe. A ella pueden aferrarse también los cínicos. La palabra “fe”, falsamente interpretada, es la barrera que hoy se opone al progreso de la humanidad.

¡La fe no debe ser el manto que cubre generoso toda pereza mental, cayendo pesadamente como un letargo sobre el espíritu del hombre y entumeciéndolo agradablemente! ¡La fe debe, en realidad, convertirse en convicción! ¡Pero la convicción exige vida y el examen más riguroso!

Si existe un solo punto oscuro, un solo enigma sin resolver, la convicción se hace imposible. Por tanto, nadie puede poseer la verdadera fe mientras quede en él una cuestión por aclarar.

¡La misma expresión “fe ciega” deja entrever un algo malsano!

La fe tiene que ser viva, tal y como Cristo lo exigió ya una vez. De lo contrario no tiene sentido alguno. Ahora bien: vitalidad implica actividad interior, sopesar los hechos y examinarlos, y de ninguna manera aceptar sin pensar las ideas de otro. Por lo tanto, creer a ciegas significa, claramente, no comprender. Pero lo que el hombre no puede comprender, tampoco puede proporcionarle beneficio espiritual alguno, porque la ausencia de toda comprensión impide que aquello tome vida en él.

¡Lo que no experimente íntegramente en sí mismo, nunca podrá llegar a pertenecerle! ¡Y sólo lo que le pertenece puede elevarle!

Al fin y al cabo, nadie puede proseguir su marcha hacia adelante, cuando el camino se encuentra entrecortado por zanjas profundas. El hombre tiene que quedar estancado espiritualmente ahí donde la falta de conocimiento le impide progresar. Es éste un hecho irrefutable y fácil de comprender. Por tanto, ¡que despierte el que quiera avanzar espiritualmente!

¡Durmiendo, no podrá nunca seguir el camino que conduce a la Luz de la Verdad! Tampoco con una venda o un velo ante sus ojos.

El Creador quiere tener en su Creación hombres que vean. ¡Pero ver quiere decir saber, y el saber es inconciliable con la fe ciega! ¡En ella no hay grandeza alguna, sólo indolencia y pereza mental!

¡La ventaja de poder pensar impone al hombre al mismo tiempo el deber de examinar!

Para escapar a todo esto, se ha empequeñecido cómodamente al gran Creador, hasta llegar a atribuírsele actos arbitrarios como prueba de omnipotencia.

El que está dispuesto a reflexionar un poco descubrirá también en eso un gran error. Un acto arbitrario tiene por condición la posibilidad de modificar las leyes naturales existentes. Pero donde esto es posible, allí falta toda perfección. Pues donde hay perfección no puede existir cambio alguno. De esta suerte, una gran parte de la humanidad incurre en el error de presentar a la Omnipotencia de Dios bajo un aspecto tal que ésta habría de ser considerada por un pensador profundo como prueba de imperfección. ¡Y allí se encuentra la raíz de muchos males!

¡Conceded a Dios el honor de la Perfección! Hallaréis, entonces, la clave para poder solucionar los enigmas de toda la existencia. –

Inducir a ello a los que buscan seriamente, es el objeto de mi esfuerzo. ¡Un alivio debe recorrer las filas de todos los que buscan la Verdad! Con alegría reconocerán finalmente que en todo el orden cósmico no existen ni misterios ni puntos oscuros. Y entonces… se presentará ante ellos, con toda claridad, el camino de la ascensión. No tendrán más que seguirlo. –

¡El misticismo no tiene ninguna razón de ser en toda la Creación! No hay sitio para él; porque, ante el espíritu humano, debe presentarse todo claramente y sin lagunas, hasta su mismo origen. Solamente lo que está situado por encima de éste, deberá seguir siendo un misterio sagrado para todo espíritu humano. Por eso mismo, lo Divino nunca le será accesible, ni con la mejor voluntad, ni con el saber más amplio. No obstante, esa incapacidad humana de comprender todo lo que es divino, es el hecho más natural que puede imaginarse. Bien se sabe, que nada puede elevarse más allá de su composición original. ¡Tampoco el espíritu humano! Una frontera separa siempre las composiciones de especies diferentes. ¡Y lo que es divino es de naturaleza completamente diferente de lo espiritual, de lo cual procede el hombre!*

El animal, por ejemplo, aun después de alcanzar con su alma la más completa evolución, nunca podrá llegar a ser hombre. De su naturaleza sustancial no puede, en ningún caso, florecer lo espiritual, que engendra el espíritu humano. En la composición de toda sustancialidad falta el principio espiritual. El hombre, por su parte, dado que procede de la parte espiritual de la Creación, tampoco podrá nunca llegar a ser divino, puesto que lo espiritual no posee ninguna esencia divina. El espíritu humano puede desarrollarse hasta el más alto grado de perfección, pero seguirá siendo siempre un ser espiritual. No puede superarse a sí mismo y alcanzar la esfera de lo Divino. Aquí también, la diferencia de constitución forma naturalmente la barrera infranqueable que impide seguir más hacia arriba. La materia no desempeña papel alguno a tal respecto, ya que no contiene vida propia, sino que sirve como envoltura, animada y formada por lo espiritual y lo sustancial.

El inmenso campo de acción del espíritu se extiende por toda la Creación. ¡Es por eso que el hombre tiene la posibilidad, el deber y la obligación de comprenderla y reconocerla por completo! Y mediante su saber, reinará. Pero bien entendido: ¡reinar, incluso con el máximo rigor, no significa otra cosa que servir! –

¡En ninguna parte de la Creación, tampoco en la esfera espiritual más elevada, se produce una desviación del orden natural! Esta circunstancia de por sí ya inspira más confianza a todos, mientras que esa timidez malsana y misteriosa, ese deseo de ocultarse ante cosas aún desconocidas, se viene abajo por sí mismo. Con la naturalidad una corriente de aire fresco ventilará el ámbito sofocante de las sombrías quimeras de aquellos que hacen alarde de sus teorías. Los fantásticos productos de su imaginación malévola, terror de los débiles y burla de los fuertes, causan un efecto ridículamente infantil y necio ante la mirada que, aclarándose finalmente, abarca con frescura y alegría la maravillosa naturalidad de todos los acontecimientos, los cuales se mueven siempre según líneas rectas y sencillas, fáciles de reconocer.

Todo se desarrolla de manera uniforme en la regularidad y en el orden más estrictos. Esto facilita, a todo el que busca, poder extender su mirada amplia y libre hasta el punto de partida de su propio origen.

Para ello no necesita ni fantasía ni investigación laboriosa. Lo importante es que se mantenga alejado de los que, rodeándolo todo de un cierto misterio, pretenden hacer parecer más grande su saber mediocre y fragmentario.

Todo se extiende ante los hombres con una sencillez tal, que es precisamente esa sencillez misma la que les impide llegar a reconocer, pues suponen a priori que la inmensa obra de la Creación tiene que ser más difícil y complicada.

Es un obstáculo con el que tropiezan miles de seres, animados de la mejor voluntad. Buscando, alzan su mirada hacia arriba y no se dan cuenta de que basta simplemente mirar sin esfuerzo lo que está delante de ellos y a su alrededor. ¡Entonces se percatarán de que ya por su existencia terrenal se encuentran en el buen camino, y que no tienen más que seguir por él tranquilamente! ¡Sin prisa y sin fatiga, pero con una mirada despierta y una mente libre e independiente! Es hora de que el hombre aprenda que la verdadera grandeza no se encuentra más que en los hechos más simples y naturales; que la grandeza implica esta sencillez.

¡Así es en la Creación, así es igualmente en el hombre mismo, que forma parte de dicha Creación!

¡Únicamente la sencillez en el pensamiento y en la intuición puede proporcionarle claridad! ¡Esa sencillez que es propia de los niños! Una tranquila reflexión le hará reconocer, que, en lo referente a la capacidad comprensiva, sencillez es sinónimo de claridad y de naturalidad. ¡No puede concebirse la una sin la otra! ¡Es un acorde perfecto que expresa un único concepto! Quienquiera que lo ponga como piedra fundamental de su búsqueda, conseguirá pronto disipar la niebla de la confusión. Así, toda exageración artificial se desvanecerá por completo.

¡El hombre se da cuenta de que el orden natural no debe ser nunca excluido, de que no está interrumpido en sitio alguno! ¡En eso se pone de manifiesto la Grandeza de Dios! ¡La inmutable vitalidad de la autoactiva Voluntad creadora! Porque las leyes naturales son, a su vez, las Leyes férreas de Dios, continuamente visibles a los ojos de todos, exhortándolos insistentemente y dando a su vez testimonio de la Grandeza del Creador; estas poseen una regularidad inquebrantable que no tolera ni una sola excepción. Pues del grano de avena sólo puede nacer avena, del trigo sólo trigo, y así sucesivamente.

Así acontece también en aquella Creación primera, que como obra propia del Creador más se aproxima a Su Perfección. Las leyes fundamentales están allí ancladas de tal suerte que, empujadas por la vitalidad de la Voluntad, y según el proceso más natural, han traído consigo el nacimiento de la Creación posterior e incluso, por último, el de estos cuerpos celestes. Volviéndose todo simplemente más denso a medida que la Creación, en el curso de su evolución, va alejándose de la Perfección de su origen.– Consideremos en primer lugar la Creación.

Imaginaos que la vida misma no se manifieste más que en dos especies, independientemente de la región en que se encuentren. Una de ellas está constituida por todo lo que es consciente de sí mismo, la otra por lo que es inconsciente de sí mismo. ¡Es de gran importancia tener en cuenta estas dos categorías! Porque ello guarda una estrecha relación con el “origen del hombre”. Tales diferencias son también un estimulante para la evolución progresiva, para la lucha aparente. Lo inconsciente es el fondo de todo lo consciente; pero, en su composición, son ambos de naturaleza completamente idéntica. Llegar a ser consciente es un progreso y una evolución para lo inconsciente, lo cual, gracias a su contacto con lo consciente, recibe sin cesar el impulso necesario para llegar a ser consciente también.

La misma Creación primera ha aportado sucesivamente, en su evolución descendente, tres grandes divisiones fundamentales: la primera y la más elevada es la esfera de lo espiritual, a la que se une lo sustancial, cada vez más denso y pesado. Por último viene el gran dominio de la materia, que, debido a su mayor densidad y por ser lo más pesado, fue descendiendo poco a poco hasta separarse de la Creación primordial. De este modo lo espiritual primordial fue lo que más alto quedó, ya que su género incorpora en su pureza lo más ligero y luminoso. Este es el Paraíso tantas veces mencionado, la corona de toda la Creación.

Al decir que lo más denso desciende, hemos aludido ya a la Ley de la gravedad, la cual no sólo está inherente en lo material, sino también en toda la Creación, desde el llamado Paraíso hasta nosotros en sentido descendente.

La Ley de la gravedad es de una importancia tal, que cada hombre debería grabársela en la memoria; porque es palanca principal de toda evolución y del proceso de desarrollo del espíritu humano.

Ya he dicho que esta gravedad no es válida solamente para aquello que posee propiedades físicas, sino que también actúa uniformemente en los dominios de la Creación, que el hombre ya no alcanza a ver y que, por tal razón, simplemente los denomina “el más allá”.

A fin de poder hacerme comprender mejor, tengo que subdividir la materialidad en dos partes: La materialidad etérea y la materialidad densa. La materialidad etérea es aquella que no puede ser visible a los ojos terrenales, ya que es de naturaleza distinta. No obstante, sigue siendo materialidad.

No hay que confundir el llamado “más allá” con el Paraíso tan anhelado, que posee una naturaleza meramente espiritual. Tampoco hay que confundir lo espiritual con lo “mental”, pues lo espiritual es un género determinado, de la misma forma que lo sustancial y lo material son géneros bien definidos. Se llama a esa materialidad etérea el más allá, simplemente porque está más allá de la capacidad de visión terrenal. La materialidad densa, por el contrario, es este mundo, todo lo terrenal, lo que es visible a nuestros ojos corporales por poseer una naturaleza similar.

El hombre debería perder la costumbre de considerar lo que le es invisible como incomprensible y contrario a la naturaleza. Todo es natural, tanto lo que llamamos el más allá, como el Paraíso que se halla aún más lejos.

Así como nuestro cuerpo de materia densa es sensible a su entorno de naturaleza similar, y como consecuencia puede verlo, oírlo y sentirlo, exactamente igual sucede en las esferas de la Creación, que son de una naturaleza distinta a la nuestra. En el llamado más allá, el hombre etéreo percibe, oye y ve solamente lo materialmente etéreo que le rodea, y, por consiguiente, el hombre espiritual, de esencia mucho más elevada, sólo podrá sentir su entorno espiritual.

Por eso acontece que más de un habitante de la Tierra pueda ver y oír de cuando en cuando el plano de la materialidad etérea, gracias a su cuerpo de materia etérea que él lleva en sí, aun antes de que la muerte le haya separado de su cuerpo físico. No hay en ello nada antinatural.

La Ley de la gravedad actúa conjuntamente con la Ley de las afinidades, que es tan importante como aquélla.

Ya se ha hecho alusión a esa ley al indicar que una especie nunca puede reconocer más que especies idénticas a ella. Los proverbios “cada oveja con su pareja” y “de tal palo, tal astilla” parecen ser extraídos de esta Ley primordial. Junto con la Ley de la gravedad sus vibraciones resuenan a través de toda la Creación.

Actuando conjuntamente con las otras dos, una tercera Ley primordial está latente en la Creación: la Ley del efecto recíproco. Su acción obliga al hombre ineludiblemente a cosechar lo que un día sembró. No podrá recoger trigo si sembró centeno, ni trébol si esparció cardos. Lo mismo sucede en el mundo de la materialidad etérea: ¡No podrá cosechar finalmente la bondad si cultivó odio, ni gozo si alimentó en él la envidia!

¡Estas tres leyes básicas constituyen las piedras fundamentales de la Voluntad divina! ¡Sólo ellas son las que premian o castigan automáticamente al espíritu humano, según una inflexible justicia! Son de una incorruptibilidad tal en sus más maravillosas y sutiles gradaciones, que resulta completamente imposible tan sólo pensar en la más mínima injusticia dentro de los gigantescos eventos cósmicos.

El efecto de esas tres sencillas leyes conduce a todo espíritu humano exactamente al lugar que le corresponde, según su orientación interior. Todo error está descartado, porque la actividad de estas leyes sólo puede ser dirigida por la más íntima actitud interior del hombre, y eso en todo caso y obligatoriamente. ¡Tal actividad utiliza, pues, como palanca de acción la fuerza espiritual de las intuiciones existentes en el hombre! Todo lo demás queda sin efecto. Por esta razón, sólo la verdadera volición, la intuición, determina en el hombre la formación de lo que se prepara para él en el mundo invisible, en el que tendrá que entrar después de su muerte.

Ahí no le servirán de nada ni subterfugios ni autoengaños. ¡Habrá de cosechar entonces lo que él sembró con su voluntad! Pondrá en marcha corrientes similares de otros mundos, en proporción exacta a la intensidad o debilidad de su voluntad, no importa que se trate de odio, envidia o amor. ¡Un hecho éste completamente natural de una inmensa sencillez y, no obstante, portador del efecto implacable de una justicia férrea!

El que intente investigar seriamente mediante la reflexión los sucesos que tienen lugar en el más allá, reconocerá la insobornable justicia que está presente en el automatismo de esta actividad, y verá en ello la inconcebible Grandeza de Dios, el cual no tiene necesidad de intervenir, después de haber depositado Su Voluntad en la Creación mediante Leyes tan perfectas.

El que, en su movimiento ascendente, regresa al reino del espíritu, estará purificado, porque anteriormente tuvo que pasar por los molinos autoactivos de la Voluntad divina. No hay otro camino que conduzca a la proximidad de Dios. Y la forma en que esos molinos actúan sobre el espíritu humano depende de su precedente vida interior, de su propia volición. Pueden elevarle beneficiosamente hasta las alturas luminosas o, por el contrario, precipitarle dolorosamente en una noche de horrores, e incluso arrastrarle hasta el aniquilamiento total. –

Hay que tener en cuenta que en el momento del nacimiento terrenal el espíritu humano, maduro para la encarnación, lleva consigo ya una envoltura o cuerpo de materialidad etérea, el cual le fue necesario en su recorrido por los dominios de la materialidad etérea. Sigue conservándolo durante su existencia terrenal, como un lazo de unión con el cuerpo físico. La Ley de la gravedad es tal, que surte siempre su efecto principal sobre la parte más densa y pesada. En la existencia terrenal, por tanto, actuará sobre el cuerpo físico. Pero al morir éste, queda nuevamente libre el cuerpo de materia etérea, el cual se verá sometido sin defensa alguna a esa Ley de la gravedad, ya que es ahora él la parte más pesada.

Cuando se dice que el espíritu modela su cuerpo, se tiene razón en lo concerniente al cuerpo de materialidad etérea. La disposición interior del hombre, sus deseos y su volición propiamente dicha son los que forman la base para ello.

La voluntad posee la fuerza de dar forma a la materialidad etérea. A causa de la tendencia hacia lo que es inferior o hacia las satisfacciones puramente terrenales, el cuerpo de materialidad etérea aumenta de densidad y se vuelve más pesado y oscuro, pues la realización de tales deseos se lleva a cabo dentro de la materialidad densa. De este modo, el hombre se ata así a sí mismo a lo más denso y terrenal. Sus deseos influyen cada vez más en el cuerpo de la materialidad etérea, es decir, éste llega a poseer una densidad tal, que su constitución se aproxima lo más posible a la terrena, de forma que sólo así le es posible participar de los placeres y pasiones de este mundo, una vez que abandona el cuerpo físico. El que aspire hacia aquello tendrá que hundirse, conforme a la Ley de la gravedad.

Muy diferente es lo que sucede a los seres humanos que orientan sus pensamientos principalmente hacia lo más elevado y noble. ¡La voluntad aligera entonces automáticamente al cuerpo de materialidad etérea, volviéndolo, por lo tanto, más luminoso, a fin de que pueda aproximarse a todo lo que constituye para esos hombres el objetivo de sus sinceras aspiraciones, a la pureza de las cimas luminosas!

En otros términos: siguiendo la meta respectiva del espíritu humano, el cuerpo de materia etérea está condicionado de tal suerte, que, al morir el cuerpo físico, puede ir al encuentro de dicha meta, sea de la naturaleza que sea. Aquí sí que es el espíritu el que modela su cuerpo: porque su voluntad, al ser de naturaleza espiritual, lleva en sí la facultad de poder utilizar en beneficio suyo lo que es de materialidad etérea. En ningún caso puede sustraerse a tal proceso natural. Y esto se realiza con cada acto volitivo, tanto si le agrada como si no. Estas formas permanecen adheridas a él mientras las alimenta con su voluntad y su intuición, haciéndole progresar o reteniéndole según su naturaleza que está sujeta a la Ley de la gravedad.

En cuanto modifica su voluntad y su sentir intuitivo, surgen inmediatamente nuevas formas, y las antiguas, al no estar ya alimentadas como consecuencia del cambio que ha tenido lugar en la voluntad, tendrán que sucumbir y disgregarse. De esta manera, el hombre modifica también su destino.

Cayendo los lazos terrenales como consecuencia del fallecimiento del cuerpo físico, el cuerpo de materia etérea así liberado o se hunde, o flota como un corcho y se eleva en el plano de la materialidad etérea que llamamos el más allá. La Ley de la gravedad le detiene exactamente en el lugar que posee la misma densidad que él; entonces no podrá continuar ni hacia arriba ni hacia abajo. Allí encuentra por ley natural todo lo que le es semejante, todo lo que le es afín; porque un mismo género supone una densidad idéntica, y evidentemente, la misma densidad determina el mismo género. Según lo que él haya sido, así experimentará el mismo dolor o la misma alegría que aquellos que le son de naturaleza afín, hasta que se transforme de nuevo interiormente, y con él su cuerpo de materia etérea, el cual, bajo la acción de la densidad modificada, deberá conducirle más lejos, hacia arriba o hacia abajo.

El hombre no debe, por tanto, ni quejarse ni estar agradecido; porque si es transportado hacia la Luz, es su propia constitución la que condiciona necesariamente tal ascensión, y si se precipita en las tinieblas, también es su estado el que le obliga a ello.

Pero todo hombre tiene motivos para alabar grandemente al Creador, por la Perfección que se manifiesta en la actividad de estas tres Leyes. ¡El espíritu humano se convierte así, sin reserva alguna, en el dueño absoluto de su propio destino, puesto que es su verdadera volición, es decir, su verdadero estado interior, el que le hace elevarse o hundirse!

Si intentáis representaros exactamente el efecto producido por estas leyes, aisladamente o juntas en simultánea cooperación, comprobaréis que cada uno recibe, en la medida más estrictamente exacta, la recompensa o el castigo, la gracia o la condena que le corresponde según su condición. Se trata de un proceso de gran sencillez que os muestra en cada acto volitivo seriamente emprendido por el hombre, la cuerda de salvamento que jamás se rompe y nunca falla. ¡La grandeza de tal sencillez obliga a los que la reconocen a caer de rodillas ante la Majestuosidad del Creador!

En cada suceso, como también en el transcurso de todas mis explicaciones, hallamos siempre de forma clara y precisa, los efectos de estas leyes tan simples, cuyo maravilloso mecanismo de acción conjunta aún tengo que describiros especialmente.

Cuando el hombre conoce este mecanismo, posee también la escalera que conduce al Reino luminoso del espíritu, al Paraíso. ¡Pero al mismo tiempo descubre el camino que desciende hacia las tinieblas!

No hay necesidad ni de moverse por sí mismo, pues la autoactividad del mecanismo le transportará hacia las alturas o le arrojará a las profundidades; todo depende de la forma en que él haya regulado este mecanismo a través de su vida interior.

Cada uno se reserva siempre el derecho de escoger el camino por el que quiere dejarse llevar.

Al tomar tal decisión, el hombre no debe dejarse desconcertar por los que se burlan.

Examinados de cerca, la duda y el sarcasmo no son más que deseos confesados. Todo escéptico pone de manifiesto inconscientemente lo que desea, dejando así su ser interior expuesto a la perspicacia de la mirada escrutadora. Porque incluso en la negación y en la objeción se hallan latentes profundos deseos, fáciles de reconocer. Cuanta negligencia, cuanta pobreza se manifiesta a veces ante nuestros ojos. Es triste, pero también indignante, pues con este proceder los hombres se rebajan con frecuencia por debajo del animal más primitivo. Esa gente debería dar lástima, sin ser indulgentes con ellos por eso; porque tal indulgencia significaría fomentar la pereza impidiendo así todo examen serio. Todo el que busca con sinceridad debe ser moderado con su indulgencia, pues de no ser así, acaba por perjudicarse a sí mismo, sin que ello suponga ayuda alguna para el otro.

¡Pero, a medida que vaya reconociendo, se alzará jubiloso ante la maravilla de esta Creación, para dejarse elevar conscientemente hacia las Cumbres luminosas, que puede llamar su patria!

* * *



Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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