20. EL PADRENUESTRO
Muy pocos son los hombres que intentan adquirir consciencia de lo que desean verdaderamente cuando rezan el Padrenuestro. Muchos menos son los que conocen ciertamente el sentido de las frases que recitan. Recitar: he aquí la única denominación que, en este caso, merece ese acto que los hombres llaman “rezar”.
Quienquiera que se someta a sí mismo a un examen inflexible
habrá de reconocer, o dará testimonio
de ello, de que toda su vida se viene desarrollando en la superficialidad más
monótona; reconocerá que no es capaz de concebir un solo pensamiento profundo,
ni nunca ha sido capaz de hacerlo.
Cierto que existen bastantes seres humanos que se toman en
serio a sí mismos, pero nunca, ni con la mejor voluntad, podrán ser tenidos en
consideración por los demás.
Ya desde el principio, esta oración es objeto de las más
diversas y falsas interpretaciones. Aquellos que se esfuerzan en pronunciarla
con seriedad, entregándose a ella con una cierta buena voluntad, sienten cómo
surge de su interior un sentimiento de seguridad, un sosiego espiritual, nada
más pronunciar las primeras palabras o en el mismo instante de hacerlo. Esa
impresión sigue dominando en ellos unos segundos después de haber rezado.
Dos cosas se ponen en evidencia: primero, que el que reza
no ha podido mantener su concentración más allá de las primeras palabras, las
cuales hicieron nacer en él ese sentimiento;
y segundo, que la disipación del mismo prueba precisamente cuán lejos estaba de
comprender lo que decía.
Claramente se manifiesta ahí su incapacidad de mantener una
actitud de profunda concentración, o, lo que es lo mismo, su superficialidad,
pues si no fuera así, si las demás palabras hubieran cobrado en él una viva
realidad, habría surgido inmediatamente un sentimiento distinto correspondiente al contenido, también distinto, de esas
palabras.
Por consiguiente, sólo persistió en él el sentimiento
despertado por la gravedad con que pronunció las primeras palabras. Por otro
lado, si hubiera comprendido el sentido exacto y el verdadero significado de
tales palabras, el sentimiento suscitado habría sido muy diferente de esa
apacible seguridad.
Otras personas más presuntuosas pretenden ver en la palabra
“Padre” la confirmación de su directa descendencia de Dios y, por consiguiente,
la prueba evidente de que, al cabo de un desarrollo adecuado, llegarán a poseer
una naturaleza divina. Por de pronto, están convencidos de que ya llevan en sí
algo divino. De ahí la profusión de erróneas interpretaciones que los hombres
han dado a esa frase.
Para la gran mayoría, sin embargo, dicha frase no es más
que una introducción a la oración,
una simple invocación, por lo que se creen dispensados de toda reflexión sobre
el particular y, como consecuencia, se permiten pronunciarla maquinalmente,
cuando, en realidad, en esa invocación a Dios debería ser puesto todo el fervor
de que el alma humana es capaz.
Pero no es eso todo el contenido y todo el significado de
esa frase inicial. El Hijo de Dios eligió esas palabras para explicar o dar a
entender la manera en que el alma humana debe
proceder a orar, cómo debe y tiene
que presentarse ante su Dios para que sus oraciones sean escuchadas. En ellas
quedan expuestas con toda precisión las disposiciones que debe guardar el alma
en esos instantes para que sus ruegos puedan ser presentados ante las gradas
del trono de Dios.
La oración comprende, de por si, tres partes: la primera
constituye una ofrenda personal, la total entrega del alma a su Dios. Usando de
una comparación, diremos que el alma se despliega por completo ante El y, antes
de proceder a formular petición alguna, da testimonio de la absoluta pureza de
su facultad volitiva.
El Hijo de Dios definió así con toda claridad la naturaleza
de ese sentimiento único que debe servir de base para un acercamiento a Dios.
Por eso es por lo que la oración comienza con las palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos”, pues
son como una especie de gran promesa sagrada.
Tened presente que “oración” no es sinónimo de “petición”.
Si así fuera, la acción de gracias no sería una oración, ya que no contiene
petición alguna. Orar no es pedir. Ese es el error que siempre se comete
respecto al Padrenuestro, como consecuencia de la mala costumbre que tienen los
hombres de no acercarse a Dios si no es contando con recibir de El algún favor
o, tal vez, para exigírselo, pues contar con algo es, en cierto modo, exigirlo.
¡Y no me negaréis que el hombre siempre cuenta
con algo! Aunque nada más sea, hablando en términos generales, la vaga
esperanza de que un día ocupará un lugar en el cielo.
Pero agradecer jubilosamente el fausto disfrute; de su
existencia, que se le ha dado para colaborar en la gran obra de la creación de
modo que, consciente de lo que Dios quiere y tiene derecho a esperar de él,
sirva de beneficio para todo lo que le rodea, eso es desconocido para el
hombre. Tampoco puede concebir que de eso, sólo
de eso, dependa su propio y verdadero bienestar, su progreso y su
encumbramiento.
La oración del Padrenuestro reposa ciertamente sobre esa
base establecida por Dios. No podía ser de otra manera, ya que el Hijo de Dios
sólo buscaba el bien del hombre, y ese bien
solamente puede derivarse de un acatamiento sin reservas y de un estricto
cumplimiento de la Voluntad de Dios.
La oración que nos legó no es, pues, una simple fórmula
petitoria, sino una gran promesa y una gran ofrenda por parte del hombre, el
cual se arroja así a los pies de su Dios. Jesús hizo entrega de ella a sus
discípulos, que, en aquel entonces, estaban dispuestos a adorar a Dios
puramente y a servirle durante toda su vida transcurrida en la creación,
honrando así Su santa Voluntad.
Por consiguiente, el hombre debería reflexionar con madurez
antes de atreverse a pronunciar o emplear esa oración. Debería examinar a
conciencia si acaso esa oración no es más que un intento de engañar a su Dios.
Las frases que sirven de introducción advierten con
suficiente claridad que cada uno debe analizar si él es tal como dan a entender
las palabras que pronuncia, es decir, si cree acercarse al trono de Dios sin
doblez ninguno.
¡Dejad que las tres
primeras frases de la oración cobren vida y realidad en vosotros!: entonces,
ellas os conducirán ante las gradas del trono de Dios. Se convertirán en el camino a seguir en cuanto empiecen a vivir
dentro de un alma. Ese camino es único, pero seguro. Si, por el contrario, esas
frases no dan señales de vida, ninguno de vuestros ruegos alcanzará la meta
propuesta.
Cuando oséis decir: “Padre
nuestro que estás en los cielos”, que sea una invocación llena de humildad
y, no obstante, rebosante de júbilo. En esa invocación quedará patentizada
vuestra sincera y solemne afirmación: “Reconozco, oh Dios, todos Tus derechos
paternos sobre mí, a los cuales me someto respetuosamente como un niño. Reconozco
también, Dios mío, Tu suprema sabiduría, que se manifiesta en cada uno de Tus
decretos, y Te suplico que dispongas de mí como un padre dispone de sus hijos.
Heme aquí, Señor, pronto a escucharte y a obedecerte con candor infantil”.
Pasemos a la segunda frase: “¡Santificado sea Tu nombre!”
En esta exclamación, el alma adoradora pone en evidencia la
profunda sinceridad que respira todo lo que ella osa decir a Dios, que siente
intensamente cada una de las palabras, cada uno de los pensamientos, y que no
existe en ella superficialidad ninguna, por lo que no pronuncia en vano el
nombre de Dios, ya que es demasiado sagrado para ello.
Vosotros, los que rezáis, ¡reflexionad sobre lo que habéis
prometido! Si fueseis absolutamente sinceros con vosotros mismos, tendríais que
confesar, ¡oh hombres!, que hasta ahora no habéis hecho otra cosa que mentir
descaradamente. Porque aún falta la primera vez en que hayáis pronunciado esa
oración tan fervorosamente como es condición impuesta por el Hijo de Dios
en esas palabras.
La tercera frase: “Venga
a nosotros Tu reino” tampoco es una petición,
sino otra promesa. Es declararse dispuesto a emplear las potencias del alma
para procurar que todas las cosas de la Tierra lleguen a ser análogas a las que moran en el reino de
Dios.
Tal es el sentido de las palabras: “Venga a nosotros Tu reino”. Significan que queremos
conseguir que la Tierra llegue a ser una parte integrante del perfecto reino de
Dios; que prepararemos el terreno hasta tal punto que todo viva en completa
armonía con la sagrada Voluntad divina, en la absoluta observancia de las leyes
de la creación, para que todo suceda tal como
acontece en el reino celestial, en el reino espiritual, ese reino en el que
moran los espíritus maduros liberados de toda culpa y de todo peso, entregados
por entero al servicio de la Voluntad de Dios, pues únicamente la perfección en
el cumplimiento de esa Voluntad puede proporcionarles la felicidad. Se trata,
pues, de una promesa formal de que la Tierra, por obra de las almas humanas,
llegará a ser también un reino en el que todo cumplirá la Voluntad de Dios.
La frase siguiente contribuye a dar un mayor realce a la
promesa: “Hágase Tu Voluntad así en la
tierra como en el cielo”.
No es sólo una declaración de estar prestos a acatar la
Voluntad divina, sino que también encierra la promesa de dedicarse con el mayor
ardor a que esa Voluntad sea reconocida en todos los ámbitos. Ese ardor ha de
preceder al acatamiento de dicha Voluntad, pues si el hombre no la conoce
perfectamente, no podrá orientar sus sentimientos, pensamientos, palabras y
obras según ella.
¡Qué monstruosa y punible inconsciencia la de esos hombres
que prometen un sinfín de cosas a su Dios sin preocuparse en absoluto de
averiguar cuál es Su voluntad anclada en la creación! En cuanto el hombre se
pone a rezar, cada una de las palabras de la oración se convierte en una
mentira. De este modo, se presenta ante Dios como un hipócrita. Sobre sus
antiguas culpas va arrojando incesantemente verdaderos montones de otras
nuevas, y hasta se considerará una pobre víctima cuando su alma etérea tenga
que sucumbir, en el más allá, bajo tan pesada carga.
Solamente después de que el alma haya satisfecho como es
debido todas las exigencias contenidas en esas frases, podrá continuar
diciendo: “El pan nuestro de cada día
dánosle hoy”.
Es decir: “Cuando haya cumplido lo que he prometido,
permite, ¡oh Dios!, que Tu bendición descienda sobre mi actividad terrenal, a
fin de que, satisfechas todas mis necesidades materiales, pueda dedicar todo el
tiempo a vivir según Tu Voluntad”.
“Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores”.
El contenido de esta frase implica tener conocimiento de
las inviolables y justas leyes del efecto recíproco, portadoras de la Voluntad
de Dios. Al mismo tiempo, es también la expresión manifiesta de una confianza total
en ellas, pues la petición de perdón, el ruego de ser eximido de una culpa, se
basa condicionalmente en el previo perdón personal del alma humana
por todo lo injusto que su prójimo le ha ocasionado.
Pero aquel que haya sido capaz de eso, quienquiera que haya perdonado a su prójimo, habrá
alcanzado un grado tal de pureza
espiritual, que nunca ocasionará daño alguno intencionadamente. También ante Dios, ese hombre quedará libre de toda culpa, puesto que, a Sus ojos,
sólo un acto realizado con intención de
causar mal puede ser reo de culpa: la intención es la única causante. En
eso se diferencia grandemente de todas las leyes humanas y conceptos terrenales
vigentes actualmente.
Por lo tanto, también en esta frase está implícita una
promesa que toda alma aspirante a la Luz hace ante su Dios. Es una clara
definición de su verdadera voluntad, para cuyo cumplimiento espera alcanzar,
mediante su fervorosa y consciente oración, la fuerza requerida, fuerza que,
por la ley del efecto recíproco, sólo podrá llegar a ella si guarda las debidas
disposiciones.
“Y no nos dejes caer en la tentación”.
El hombre que, a la vista de estas palabras, entienda que
puede ser tentado por Dios, incurre en un error de concepto. ¡Dios no tienta a
nadie! En este caso, se trata solamente de una dudosa tradición, que ha venido
empleando malamente la palabra “tentación”. En su verdadero significado, debe
ser considerada como sinónimo de equivocarse, extraviarse, es decir, en el
sentido de buscar el camino de la Luz allí donde no puede ser hallado, o de
perderlo una vez encontrado.
Equivale, pues, a decir: “No nos dejes ir por malos
caminos, no nos dejes emprender la búsqueda en una dirección falsa, no nos
dejes desperdiciar el tiempo en la ociosidad o en inútiles ocupaciones. Antes
bien, si es preciso, impídenoslo por la
fuerza, aun cuando, para ello, tengamos que soportar dolores y penas.”
El hombre habrá de reconocer que el sentido dado a estas
palabras está indicado textualmente en la segunda parte de la frase: “Más líbranos del mal”.
Ese “mas” indica con suficiente claridad que ambas frases
constituyen un mismo conjunto. Es lo mismo que decir: “Haz que reconozcamos el
mal al precio que sea, a pesar de todos los sufrimientos. Haz que, por Tus
efectos recíprocos, seamos capaces de reconocer cada una de nuestras culpas”.
Ese reconocimiento también implica la redención para todo el que se entrega a
ello con la mejor voluntad.
Así termina la segunda parte del diálogo con Dios. La
tercera parte es la conclusión: “Porque
tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén”.
Es una jubilosa confesión de sentirse amparado por la
omnipotencia de Dios después de haber tenido cumplimiento todas las promesas
que el alma depositó a Sus pies en la oración.
Por lo tanto, la oración legada por el Hijo de Dios consta
de dos partes: el preámbulo del acercamiento a Dios, y el diálogo. A esto
habría que añadir, según Lutero, la gozosa convicción de que llegará la ayuda
pedida en el diálogo, de que el alma obtendrá la fuerza necesaria para poder
cumplir todo lo que prometió a su Dios. Y ese cumplimiento trasportará al alma
hasta el reino de Dios, hasta las elevadas regiones de la Luz y del gozo
eterno.
De este modo, Si el Padrenuestro es vivido realmente,
servirá de apoyo y guía para ascender al reino espiritual.
El hombre no debe olvidar que, en realidad, en la oración
sólo debe buscar la fuerza necesaria para realizar
por sí mismo lo que pide. ¡Así es cómo debe orar! Tal es también el sentido
de esa oración que el Hijo de Dios entregó a Sus discípulos.
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Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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