miércoles, 28 de diciembre de 2022

21. EN LOS LÍMITES DE LA MATERIALIDAD FÍSICA

 

21. EN LOS LÍMITES DE LA MATERIALIDAD FÍSICA

MILLONES DE HOMBRES terrenales se llaman buscadores.

¡Pero no lo son! Entre la humilde búsqueda y la vanidosa y engreída investigación hay una gran diferencia.

Pero, a pesar de todo, se denominan buscadores de la Verdad, e incluso se imaginan ser iniciados por el mero hecho de entregarse a tales investigaciones.

Tal presunción podría ser calificada de grotesca y ridícula, si no trajera consigo tan frecuentes peligros y no fuera peligrosa desde tiempos inmemoriables. Pues la investigación, la indagación, no es sino una función del intelecto. ¡Pero qué puede investigar el intelecto — que procede del cerebro físico y, por tanto, también está sometido a las leyes originarias de la creación vigente en la materialidad física — en el terreno espiritual, con el que no tiene absolutamente ninguna afinidad! ¡Sólo por este hecho completamente natural, ya tiene que fracasar todo a tal respecto!

Una vez alcanzado el punto límite de la materialidad física sutil, el hombre ya no puede seguir adelante con su voluntad escrutadora.

Para el intelecto humano, la materialidad etérea es — y seguirá siendo — una especie extraña con la que no puede establecer ligazón ninguna. Ahora bien, sin ligazón no puede existir nunca comprensión, ni siquiera visión o audición, ni, mucho menos, investigación, examen o clasificación dentro de los conceptos físicos, de los que el intelecto no puede prescindir, lo que prueba evidentemente que está sometido a las leyes físicas, a las cuales permanece rigurosamente vinculado.

De ahí que todo “buscador” o “investigador del espíritu” actual haya de permanecer siempre estrechamente ligado a la materialidad física, sin poder sobrepasar nunca los límites más sutiles de la misma, aun en caso de una verdadera elevación. La ley originaria de la creación le retiene férreamente. No hay, para él, posibilidad ninguna de seguir adelante.

A eso se debe, también, que hayan fracasado tan rotundamente muchas de las denominadas comisiones investigadoras, que se prestaron o se sintieron llamadas a “examinar” las facultades mediunmísticas y los resultados de las mismas en cuanto a su autenticidad, con el fin de dar un criterio por el que pudiera regirse la humanidad.

Un lamentable fracaso acompañó siempre a esos examinadores, pese a que éstos hayan querido hacer ver lo contrario, y aunque ellos mismos hayan creído efectivamente en su dictamen. La lógica de las indeformables leyes de la creación, sin embargo, da una prueba diferente y testimonia contra ellos. Toda otra argumentación es contraria a la inmutabilidad de las leyes divinas; es, por tanto, una obra humana ficticia y errónea, a la que la vil vanidad y el engreimiento más estrechamente limitado sirven de móviles.

Por la misma razón, también los tribunales terrenales son hostiles a todos los acontecimientos de orden etéreo, sencillamente porque no están en condiciones de escrutar en modo alguno esas cosas completamente excluidas de su comprensión.

Pero suya es la culpa: es la consecuencia de la estrechez de miras creada por la pereza de su espíritu, al que dejaron dormir tranquilamente, en tanto que toman por su espíritu y aprecian como tal al intelecto terrenal, que procede de la materialidad física. No siempre es culpa de quienes ellos hacen comparecer ante sí. Y sin embargo, a pesar de todo, no se arredran de juzgar sobre cosas que no comprenden, oponiéndose, así, a las leyes divinas. Pero no es eso sólo: frecuentemente, esa incomprensión les incita a suponer una mixtificación consciente o, incluso, una impostura, cuando se trata de eventos reales etéreos o, también, espirituales.

Es, simplemente, el mismo proceder de las iglesias y jueces seculares de aquel entonces, en los procesos contra las hechicerías. Tampoco es menos repugnante e insensato, y, lo mismo que entonces, también se opone a todas las leyes originarias de la creación.

Excepciones en que verdaderos impostores pretenden sacar provecho personal de un asunto, pueden ser halladas en todos los dominios de la actividad humana, sin que, por eso, se deba desacreditar a priori a la especie entera. Esas excepciones se dan en todos los oficios y ramas de la ciencia, en todas las especialidades de las distintas profesiones. Pero, al fin y al cabo, esos impostores suelen ser descubiertos sin dificultad, ya que, a la larga, la malevolencia no se puede disimular.

Tanto más saltará a la vista del sereno observador, pues, la singular hostilidad de los tribunales terrenales y de los hombres intelectuales.

Al observar más detenidamente, se descubrirá con facilidad, que sólo la presión de la absoluta incapacidad frente a cosas semejantes es el punto de partida, el móvil de esa hostilidad incondicional y de la voluntad de oprimir.

Es un hecho, que, hoy, nadie tiene idea de la grandeza, de la pureza, de la asombrosa sencillez y de la verdadera facilidad de comprensión de las leyes fundamentales de la creación, por las que han de regirse las leyes terrenales y las iglesias si quieren ser justas, equitativas y, por tanto, también gratas a Dios. No pueden ni deben ser de otro modo sin perjudicarse a sí mismas y al prójimo.

Así pues, no existe, para las criaturas, otra cosa que estas irrevocables leyes de Dios en la creación, a partir de las cuales surgieron y a las cuales tienen que someterse también, si no quieren ser nocivas a la creación. Asimismo, es preciso que el hombre, como tal criatura, se acomode, por fin, a ellas, se rija por ellas, si es que no quiere perecer por su insensatez, su presunción y su argucia intelectual, tan íntimamente unida a esa presunción. Pues el intelecto no representa más que un pequeño papel en la creación inmensa, y sólo sirve para el movimiento en la materialidad más densa. Lo que existe más allá de esos límites no puede ser comprendido nunca por él y, por consiguiente, tampoco puede ejercer en ello actividad alguna ni, mucho menos, juzgar sobre el particular.

Todo el saber que posee actualmente la humanidad — ese saber del que tan orgullosa está — se mueve únicamente dentro del dominio de lo físico y no llega más allá. Eso demuestra cuán estrechamente limitado es semejante saber, pues la materialidad física es el más bajo de todos los círculos de la creación, el más denso, el más pesado y, en consecuencia, también el más restringido de esta poscreación en cuanto a los conceptos.

También vuestros pensamientos, como productos del cerebro, son meramente físicos. Pertenecen a la materialidad física sutil, de la que también forman parte todas las formas mentales susceptibles de ser percibidas frecuentemente por los médiums. Sin embargo, éstos se imaginan que todo eso se desarrolla en el reino de la materialidad etérea o, incluso, en el de la espiritualidad. Ya he tocado anteriormente este tema de las formas mentales en una de mis conferencias, y he hablado también de los centros que forman, pero no de las regiones o especies de las que son parte integrante. Los pensamientos, al igual que las formas mentales, son, todavía, de materia física, si bien forman parte de la materialidad física sutil. No son etéreos. Lo etéreo no tiene nada que ver con la materialidad física sutil.

Es una especie completamente distinta y no puede mezclarse con la otra, sino que han de estar siempre separadas, puesto que una especie distinta está sometida a formas legislativas también distintas. Cierto que, en cada especie de la creación, las leyes divinas son uniformes, se extienden por toda la creación; pero, pese a esa uniformidad, se manifiestan en cada especie de la creación bajo formas diferentes correspondientes a la respectiva especie. De ahí que el hombre tampoco pueda nunca, mediante instrumentos físicos tales como el cerebro y su intelecto, examinar o juzgar algo perteneciente a la materialidad etérea o cosas que se verifican en la espiritualidad, en tanto falte la necesaria ligazón, que sólo puede ser establecida por medio de irradiaciones.

Ahora bien, el camino de irradiaciones procedente de la materialidad física está cerrado para todos cuantos se han sometido incondicionalmente a la dominación del intelecto, estrechamente ligado a la materialidad física y a sus conceptos. A estos verdaderos esclavos del intelecto no les es posible absolutamente emitir irradiaciones a otras regiones, puesto que ellos mismos se han cerrado las fronteras y han dejado atrofiar todo lo necesario para la emisión.

Los hombres sólo hacen que arrastrarse por el suelo, mientras que la fuerza impulsora hacia las alturas hace tiempo que se ha desligado de ellos, pues ya no la utilizan, ya no se sirven de ella, desde que el intelecto — ese intelecto que les ha atado a la Tierra — representa, para ellos, lo más elevado.

De ese modo, teníais que caer forzosamente bajo la ley de la adaptación, que actúa automáticamente en toda la creación. Os pasa lo mismo que a los animales, cuyas alas se atrofian poco a poco hasta desaparecer por completo si no son empleadas; o como a los peces, cuya vejiga natatoria — indispensable para subir de nivel o mantenerse a una cierta altura dentro del agua — desaparece con el tiempo si, obligados por corrientes de agua demasiado intensas, tienen que permanecer siempre en el fondo.

Naturalmente que eso no se verifica rápidamente, de un día a otro, sino al cabo de siglos o, también, de milenios, ¡pero se verifica! Y en el caso del espíritu humano, ya se ha verificado.

Todo lo que no empleéis celosamente de manera adecuada, se atrofiará inevitablemente con el tiempo. La automática adaptación no es sino consecuencia de la ley del movimiento en la creación. No es más que uno de sus múltiples efectos. Lo que no se mueva debidamente y, naturalmente, lo que no se mantenga continuamente en necesario movimiento, habrá de atrofiarse y acabará por desaparecer completamente de toda forma física; pues cada forma física se desarrolla únicamente conforme a la naturaleza del movimiento.

No vayáis a objetar que eso se opone a la consabida frase de que el espíritu da forma al cuerpo. Esa frase no es más que la confirmación de lo dicho; no muestra sino la inmutabilidad de esa ley; pues toda volición de un espíritu es movimiento, que engendra a su vez, al propagarse, otros movimientos.

Id y buscad en la naturaleza. Observad la propia creación. Encontraréis peces que no pueden nadar porque les resultaba difícil mantenerse en aguas impetuosas y han preferido continuar en el fondo. La vejiga natatoria se les atrofió y, con el tiempo, desapareció, absolutamente. Hallaréis, también, aves que no pueden volar. Pensad en los avestruces, en los pingüinos y en muchos otros más. Sólo se forma y se mantiene la parte, la facultad que también es empleada, esto es, la que actúa conforme a la ley del necesario movimiento.

Pero vosotros habéis dedicado miles y miles de años a aferraros convulsivamente al plano más bajo y más reducido de la materialidad física, porque, lo era todo para vosotros. Os habéis enterrado allí y, ahora, ya no podéis mirar hacia arriba, pues habéis perdido esa facultad, os habéis deshabituado por la pereza de vuestro espíritu, que ya no quiere moverse ascendentemente y que, hoy día, en muchos casos, ya no puede ni siquiera moverse.

Por eso, os resultará también difícil comprender ahora la Palabra procedente de las alturas más elevadas; para muchos, eso será completamente imposible. El que quiera medirla con el intelecto sólo, no reconocerá nunca su valor real; pues, entonces, tendrá que rebajar la Palabra de Dios hasta el nivel inferior de un concepto físico. El ser humano — que sólo puede pensar muy limitadamente — depreciará igualmente la Palabra reduciéndola a los límites de su propia comprensión, es decir, no la reconocerá y la desechará ligeramente, dado que no verá lo que ella contiene realmente.

No obstante, a pesar de su pequeñez, hablará de ella gustosamente y la criticará; tal vez, hasta pretenda hacerla despreciable, pues esos hombres hacen precisamente todo lo que da testimonio de la estrechez terrenal de su pretendido saber, lo que habla por sí solo de su incapacidad de “excavar” profundamente. Podéis experimentar diariamente por doquier, que precisamente los hombres realmente necios se consideran especialmente inteligentes y procuran hablar de todo aquello ante lo que una persona inteligente se calla. La necedad siempre es importuna.

Observad a todos los que gustan de hablar ostentosamente de los eventos etéreos e incluso de los espirituales. Pronto os percataréis de que, en realidad, no saben absolutamente nada del particular, sobre todo los que hablan frecuentemente del karma. Pedid una vez a esos tales que os den una explicación sobre el karma: os estremeceréis al escuchar argumentos tan extremadamente confusos.

En cuanto al que no habla de ello, sino que se informa modestamente de estas cosas, observadle más detenidamente antes de darle una respuesta. La mayoría de los que formulan semejantes preguntas no tratan sino de ver en el karma una disculpa para sí mismos y para sus flaquezas. A eso esperan anhelantemente para, creyendo en el karma, poder conservar tranquilamente sus flaquezas y, a veces, también sus impertinencias, disculpándose a sí mismos con su karma cuando se derivan consecuencias desagradables de su proceder. Con ademán hipócrita, se complacen en suspirar: “¡Es el karma que me toca eliminar!” Pero se reducen solamente a suspirar, aun cuando, con un poco de consideración para con el prójimo y un poco de autoeducación, podrían cambiar y evitar muchas cosas. De este modo, se convierten en tiranos de su medio ambiente y destruyen la armonía.

No piensan y no quieren pensar en que es entonces, precisamente, cuando echan sobre sí un karma que les hará retroceder siglos.

Palabrería y nada más que palabrería es todo eso, nacido de la falta de voluntad verdaderamente sincera, y de la vanidad. ¡Lástima de un solo minuto que el hombre dedique a semejantes perezosos de espíritu! Dejad que sigan su camino y tened esto en cuenta: el que sabe algo realmente no parlotea nunca.

No se vale de su saber para la conversación y tampoco lo da para ese fin. Sólo contesta a preguntas serias, si bien con cierto retraimiento, hasta saber si el que pregunta está movido por una voluntad verdaderamente sincera.

Las conversaciones humanas sobre este particular no son, en su mayor parte, más que sonidos vacíos; pues la facultad de comprensión de todos los hombres terrenales no ha podido traspasar nunca los límites de la materialidad física, a consecuencia de las faltas cometidas en la creación, las cuales les retienen por la pereza de su espíritu, al que han confundido con el intelecto terrenal, imponiéndose a sí mismos, por tanto, límites inferiores.

En el futuro, prescindid, hombres terrenales de la época actual, de emitir juicios sobre cosas que no podéis comprender. Demasiado grave es la culpa que echáis sobre vosotros obrando así; no menos grave que aquella otra que, en tiempos atrás, echaron sobre sí quienes, en su estúpida ceguera, arrastraron al sufrimiento y a la miseria a miles y miles, y quitaron la vida terrenal a muchos mediante el suplicio de la hoguera, después de varios días llenos de tormentos. Ante la ley del Señor, es el mismo delito que cuando, hoy, acusáis a alguno de impostor o, simplemente, de grosero fraude.

Esforzaos de una vez en cumplir vuestros deberes para con vuestro Dios, y en reconocer las leyes divinas, antes de poneros a juzgar. No tenéis ningún derecho a esperar perdón. Vosotros mismos habéis eliminado, ya, esa posibilidad mediante vuestra propia ley de que la ignorancia no puede proteger a nadie del castigo. ¡Ojo por ojo y diente por diente!: así se procederá ahora con los hombres que no quieran cambiar su manera de obrar y no escuchen los dictados de la ley del Señor.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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