22. EL CONOCIMIENTO DE DIOS
Pero eso no tiene lugar de la noche a la mañana, ni le
viene a uno en sueños, sino que implica un esfuerzo serio, exige una voluntad
grande y fuerte que no debe ser desligada de la pureza.
A vosotros, hombres, se os ha dado el insaciable anhelo de
conocer a Dios; lo lleváis implantado en vosotros, para que no podáis encontrar
reposo alguno durante vuestras peregrinaciones por la poscreación, esas
peregrinaciones que os es permitido emprender con vistas a vuestra evolución, a
fin de que os volváis conscientes y, llenos de gratitud, aprendáis a gozar de
las bendiciones que los mundos encierran en sí y os ofrecen.
Si, durante esas peregrinaciones, encontraseis reposo en
vosotros, éste os ocasionaría fatalmente, como consecuencia inmediata, una
estagnación que supondría, para vuestro espíritu, lasitud, decaimiento y, por
último, la inevitable descomposición; pues, entonces, no acataría la ley del
necesario movimiento. Ahora bien, el mecanismo de las automáticas leyes de la
creación es, para el espíritu humano, como una correa sin fin que le transporta
ininterrumpidamente. Sin embargo, todo el que no sepa mantener el equilibrio
sobre ella, se deslizará dando tumbos y acabará por caer.
En este caso, mantener el equilibrio equivale a no
perturbar la armonía de la creación, observando las leyes originarias de la
misma. Al que vacile y caiga, al que no pueda mantenerse en pie, la correa le arrastrará consigo, porque no por eso el
mecanismo se detiene un solo segundo. Ahora bien, ese arrastramiento causa
heridas, por lo que la acción de reincorporarse exige un esfuerzo mucho mayor,
cuanto más la recuperación del equilibrio relativo. Dado el continuo movimiento
del medio ambiente, eso no resultará tan fácil. Si no lo consigue, el hombre
será despedido fuera del circuito, para ir a caer entre el rodaje del
mecanismo, siendo demolido.
Estad, pues, agradecidos, ¡oh hombres!, de que el anhelo de
conocer a Dios no os deje lugar a reposo alguno durante vuestras
peregrinaciones. De ese modo, evitáis, sin saberlo, múltiples peligros en el
mecanismo universal. Pero vosotros no habéis sabido comprender ese anhelo que
lleváis dentro; lo habéis deformado también y habéis hecho de él una simple
inquietud de orden inferior.
Asimismo, tratáis de calmar o satisfacer erróneamente esa
inquietud con cualquier cosa. Pero comoquiera que, a tal fin, no empleáis más
que el intelecto, buscáis también, como es natural, satisfacciones terrenales,
esperáis encontrar apaciguamiento del deseo en la acumulación de tesoros
materiales, en el agobio del trabajo o en el esparcimiento, en las diversiones,
en el debilitante confort y, a lo sumo, en un amor puramente terrenal a la
mujer.
Pero todo eso no os proporciona beneficio ninguno, no os
ayuda a progresar. Acaso pueda adormecer, por poco tiempo, ese anhelo que
vosotros habéis transformado en inquietud, pero no puede eliminarlo por
completo; lo único que hace es reprimirlo aquí y allá. Ese anhelo que vosotros
no habéis reconocido estimula al alma humana incesantemente, y, si el hombre
terrenal no trata, por fin, de comprender el sentido del mismo, le fustigará
durante varias vidas terrenales sin que le sea factible madurar para poder
elevarse, según lo querido, hacia regiones más hermosas, más ligeras y más
luminosas de esta poscreación.
La falta está en el hombre mismo que, en la ilusión de su
propio poder, ha estimado demasiado poco las ayudas que le han sido ofrecidas,
o no las ha apreciado en modo alguno, impedido por los lazos del intelecto,
tendidos por él mismo alrededor de sus alas espirituales.
Hele ahí ahora, por fin, acabado, sin fuerzas, agotado por la continua fustigación de los
poderes que él no ha reconocido aún, a cuyas ayudas se cerró obstinadamente en
la pueril pretensión de saber y poder hacer todo mejor, lo que revela la
tozudez de su proceder, consecuencia de ese cerebro que él mismo mutiló
violentamente.
Y sin embargo, qué fácil hubiera sido para todo hombre,
sólo con que hubiera dejado madurar dentro de sí, con sencillez y modestia,
cuantos dones le dio el Creador para su periplo a través de todos los planos de
la poscreación, ese periplo que el espíritu necesita ineludiblemente para su
propia evolución. De esa manera, se habría hecho grande, mucho más grande y
mucho más sabio de lo que nunca soñara.
Pero sin humildad y sin modestia, esos dones no pueden
florecer en él ni convertirse en facultades.
Ese vuestro saber, del que tan engreídos estáis, es un
juego de niños, un grano de arena en comparación con lo que podríais saber y,
sobre todo, con lo que seríais capaces de realizar,
con lo que ya deberíais realizar
hoy. iQué sabéis vosotros, hombres terrenales, de la maravillosa creación, que
se os presenta por doquier en su actual naturaleza y belleza, pero, sobre todo,
en la intangibilidad de sus leyes. Mudos quedáis ante toda esa grandeza.
¡Hombres! Intentad, por fin, reconocer a
vuestro Dios en la creación, en la cual sólo sois la parte más
insignificante de esa especie que, por gracia de su Creador, puede evolucionar
hacia la consciencia de sí misma, que es la satisfacción del vehemente deseo
que lleva en sí.
No busquéis solamente la satisfacción de vuestras
vanidades, como habéis venido haciendo hasta el presente cual esclavos de
vuestro intelecto. ¡Todo eso ha llegado a su fin! Os halláis frente al
hundimiento de vuestras mezquinas y pretenciosas facultades, en tanto que aún
estáis muy lejos de poseer las verdaderas.
Qué clase de vulgares chapuceros habéis sido, os lo
demostrarán ahora las consecuencias de vuestras propias actividades, que,
obedeciendo las leyes divinas en la creación, caerán sobre los promotores como
olas impetuosas, lanzándoles hacia arriba o sepultándoles con todas sus obras.
Infaliblemente saldrá a la Luz lo que ha sido falso y lo que ha sido justo. Eso
que hubierais podido apreciar con suficiente claridad en los últimos tiempos, a
poco que hubieseis querido ver: el
fracaso general de todos los esfuerzos dirigidos a contener ese proceso de
decadencia ya iniciado, os habría servido de advertencia para enmendaron aún, a
su debido tiempo, y para concentraros en
vosotros mismos, por fin, mediante la reflexión.
Pero los hombres no ven ni oyen. La desesperación no hace
sino incitarles más insensatamente a creer en la ayuda procedente del saber humano.
Pero yo os digo: el que no ejerza su actividad conforme a
las leyes de Dios no recibirá ninguna ayuda más de la Luz. El conocimiento de
las leyes divinas en la creación es condición indispensable. Y sin ayuda de la
Luz, toda edificación valedera resulta
completamente imposible hoy día.
La fe de un hombre en su propia misión y la fe de quienes
le siguen, no sirven de nada al hombre terrenal. Todo será destruido con él tan
pronto como se dejen sentir los efectos de las leyes de Dios en la creación.
¡Y todo ser
humano quedará expuesto a esos efectos ahora, de acuerdo con la sagrada ley de
Dios! En eso consiste el Juicio tan temido por todos los creyentes.
¡Los creyentes! Vosotros todos, los que os consideráis
creyentes en Dios: ¡Examinad si vuestra fe, la fe que lleváis en vosotros, es
realmente la verdadera! No me refiero
a la forma de vuestra creencia: como
católicos o protestantes; como budistas o mahometanos o como cualquier otro
creyente, sino que me refiero a cómo
creéis, es decir hasta qué punto es viva
esa fe.
¡Pues Dios es Dios! Y la
manera en que os acercáis a El interiormente
es lo único decisivo en cuanto a
la intensidad y autenticidad de vuestra fe.
Examinaros, pues, meticulosamente. Voy a mostraros cómo
podéis encontrar el camino que os proporcionará el apoyo requerido.
Seguidme en espíritu hasta África, hasta el seno de una
tribu de negros cualquiera. Compenetraros de la capacidad de comprensión de
esos seres humanos y esforzaros en imaginar claramente su vida interior y su
mentalidad.
Esos hombres creían en demonios y en todo lo habido y por
haber; tenían ídolos toscamente tallados en madera. Más tarde, llegaron allí
misioneros cristianos que les hablaron e instruyeron sobre el gran Dios
invisible de su religión.
Imaginaros todo eso y deciros a vosotros mismos: ¡Con qué
sentimiento adorarán al nuevo Dios esos hombres primitivos, una vez bautizados!
¡Apenas sí se diferenciará del modo en que adoraban antes a los ídolos tallados
en madera! La mayoría de ellos no han hecho más que poner al nuevo Dios en el
lugar de los ídolos: esa es toda la diferencia. Los sentimientos no han
cambiado, sino que, en el caso más favorable, se atienen meramente a la doctrina enseñada. Pero la verdadera experiencia vivida falta. No puede ser
de otro modo tratándose de hombres tan ignorantes.
La aceptación de la doctrina propiamente dicha no les
aporta el saber, pues la aceptación
de la fe se apoya solamente en un seudosaber ofrecido por otros. Falta ahí la
fructuosa experiencia íntimamente vivida; falta, por tanto, el apoyo
propiamente dicho.
Eso pasa siempre y por doquier. Los misioneros y
catequistas se vuelcan sobre los hombres y pretenden convertirles al
cristianismo sin transición ninguna.
Lo mismo se procede actualmente en la enseñanza de los
niños; y sin embargo, interiormente, los niños no son más que paganos, pues el
bautismo no les ha dado el saber.
Ahora bien, si el hombre no sube por orden los diferentes
escalones mostrados en la creación — escalones que la misma creación le ofrece
en las autoactivas leyes originarias, ya que esos escalones son los que la
constituyen realmente — no podrá llegar nunca al conocimiento de Dios. Buenas doctrinas tampoco le servirán de
nada a tal efecto; al contrario: no harán más que enmarañar sus caminos.
De eso adolece toda la obra misionera actual. No puede proporcionar ninguna actividad que
lleve en sí verdadera vida, porque no recorre los caminos en conformidad con
las leyes de la creación. Dar saltos no está permitido por la ley de la
evolución impuesta en la creación, si ésta debe alcanzar la verdadera
maduración. Y el ser humano no podrá ponerse nunca por encima de dicha
creación, de la que es parte integrante, a la que está estrechamente ligado mediante
innumerables hilos y de la cual debe constituir, ahora, su fruto más preciado.
Más si quiere llegar a ser efectivamente ese fruto que la
creación puede dar por la pura Fuerza del Señor, no debe ocasionar interrupción
ninguna en su proceso de maduración. Exactamente igual sucede en la actividad
sustancial relativa a los frutos de un árbol: siempre que sobreviene una
interrupción o cualquier otra intervención en el proceso de maduración, ya sea
por heladas prematuras o por tempestades excesivamente violentas, ya sea por la
nociva arbitrariedad del hombre, el fruto no puede alcanzar nunca la completa
madurez y, por tanto, tampoco su verdadera plenitud.
No sucede de otro modo en cuanto al hombre terrenal, fruto
de la actividad espiritual.
No debe faltar nada en su proceso evolutivo, ni un solo
escalón, porque, sino, queda una laguna, un abismo que no permite continuar la
viva edificación y, por consiguiente, impide seguir la ascensión hacia la
cumbre, la hace absolutamente imposible. Un
solo escalón que falte o esté defectuoso ocasionará fatalmente el derrumbamiento, la caída. Ya puede el hombre darle
todas las vueltas que quiera: tiene que someterse
a ello; y la sutil astucia intelectual es la menos indicada para construir un
puente supletorio que pueda ayudarle a seguir su marcha.
No obstante, el mismo hombre se ha intrometido nocivamente
mediante el exclusivo cultivo de su
intelecto terrenal, que, cual si se tratase de grilletes de acero, no hace sino
encadenarle apretadamente a la
materialidad física de la que procede.
De ahí nació esa laguna que una creencia dogmática en la
sublime espiritualidad y divinidad no puede franquear.
Y así es como el fruto humano de la poscreación ha de
atrofiarse en el camino de su maduración por culpa propia.
A eso se debe que, aún hoy, más de un hombre, al salir de
la escuela para enfrentarse a la Vida, pierda la fe inculcada en su infancia,
pese a todos sus valerosos esfuerzos por evitarlo, para, más tarde o más
temprano, tener que empezar otra vez a edificar sobre una nueva base, si es un
sincero buscador de la Verdad.
El entusiasmo y la exaltación de las masas no tienen objeto
alguno para el individuo, no pueden proporcionarle nunca el suelo firme que él
necesita para la ascensión. Por otro lado, el ser humano tampoco puede encontrar
en sí mismo el necesario apoyo, el único que puede darle seguridad
duradera.
Según esto, los métodos de enseñanza religiosa aplicados
actualmente entre niños y adolescentes no son todavía correctos. De ahí que falte por doquier la fe que lleva al conocimiento verdadero de Dios, lo único que puede proporcionar
verdadera felicidad y paz.
La enseñanza actual es falsa, no tiene vida. El apoyo que
cada uno cree tener es imaginario. No es más que una fe formulista a la que
todos se aferran. La paz interior y la seguridad en que ellos pretenden
complacerse son artificiales, no sirven, a menudo, más que para evitar
enfrentarse al mundo exterior y, a veces, para gozar de ventajas terrenales o
para darse a valer de algún modo. Auténticas no son nunca, no pueden serlo, porque faltan en ellas los
fundamentos conformes a las leyes de la creación y, sin ellos, resulta
sencillamente imposible.
Miremos retrospectivamente y consideremos las conversiones
conseguidas en tiempos atrás en los países alemanes. El que reflexione y no se
deje arrastrar por las perezosas masas de hombres mediocres, no descubrirá en
ellas sino esa forma creada en aquel
entonces, vacía, inútil para toda la
creación e incapaz de proporcionar el conocimiento de Dios.
En cada pueblo, incluso en cada ser humano — también en el
hombre de los tiempos modernos — han de existir, ante todo, los fundamentos para la asimilación de los sublimes
conceptos divinos contenidos en la doctrina de Cristo. Solamente a partir de
una base convenientemente madura, puede y debe ser iniciado el espíritu humano
en todas las posibilidades de un conocimiento de Dios mediante la doctrina de
Cristo.
¡Así es y será
por toda la eternidad!
Si pudiese ser de otro modo, Dios se habría revelado mucho antes a los pueblos de la Tierra. ¡No lo
hizo!
Sólo cuando un pueblo hubo evolucionado hasta el punto de
conocer la actividad de todos los seres sustanciales, sólo entonces, le fue
dado llegar al conocimiento sucesivo de la espiritualidad, de la espiritualidad
originaria, de la esfera divina y, por último, del mismo Dios.
Pero siempre de modo que fuera conducido con comprensión
hacia conceptos más elevados, por
medio de profetas elegidos, los cuales no derogaron nunca lo que ya estaba
establecido con anterioridad, sino que
edificaron sobre ello, exactamente igual a como el mismo Cristo procedió
después, haciéndolo resaltar frecuentemente en Sus palabras, esas palabras que,
hasta el presente, no habéis querido
comprender.
Pero en sus conversiones, las iglesias cristianas pretenden
echar abajo todo lo establecido y declararlo falso o eliminarlo sin ninguna
consideración, en lugar de seguir edificando cuidadosamente sobre esa base
teniendo en cuenta las necesarias transiciones. Esperan y exigen que el
espíritu humano se adapte de repente a la sublime doctrina de Cristo.
Obrando así, no se observan, pues, las leyes divinas, pese
a la buena voluntad que suele estar presente en estos casos.
También los Germanos de aquel entonces estaban
estrechamente relacionados con los seres sustanciales. Muchos de ellos podían
verlos, experimentar su presencia, de suerte que no podía quedarles duda alguna
de su existencia real ni, mucho menos, de su actividad: los veían y, por eso, lo sabían.
Eso constituía, para ellos, la convicción más pura y, por
tanto, sagrada.
Y esa sagrada convicción fue sacudida por el brutal puño de
Bonifacio. Quiso apartar a los Germanos de la verdad de ese saber y declararlo
falso. En su lugar, pretendía imponerles las formas de su doctrina cristiana.
Ya desde un principio, ese ignorante proceder tenía que suscitar en los
Germanos la duda en la verdad de lo que él
les anunciaba; tenía que inspirarles desconfianza.
Debería haberles confirmado la verdad de su saber y,
después, dándoles las explicaciones pertinentes, iniciarles en sus elevados
conocimientos. Pero para eso faltaba en él mismo el conocimiento de la
creación. Su desconocimiento de la actividad existente en la creación quedó
patente claramente en el mero hecho de calificar de herejía la creencia en Wotan
y en las demás entidades sustanciales — consideradas como dioses activos por
los Germanos — y negar su existencia. Aunque, en efecto, no son dioses,
existen, sin embargo, por efecto de la Fuerza divina, y actúan en la creación.
Sin la actividad de los seres sustanciales, el elemento
espiritual no podría anclarse en modo alguno en la materialidad, no podría,
pues, emprender nada en ella. Por tanto, el elemento espiritual, del que ha
surgido el espíritu humano, necesita la colaboración de los seres sustanciales
en la materialidad para su propio proceso evolutivo.
En este caso, el fervor religioso no puede sustituir nunca
al conocimiento.
Pero la falta cometida por Bonifacio y todos los demás
misioneros se mantiene viva todavía hoy.
Se habla de la mitología griega y se enseña. Más no eran
mitos, sino verdadero conocimiento, que se echa de menos en los hombres de hoy.
Por desgracia, tampoco las iglesias conocen los efectos de la actividad de la
sagrada Voluntad divina en la creación, que es, al fin y al cabo, la patria de
todos los espíritus humanos. Pasan ciegamente junto a los acontecimientos
actuales, por lo que no pueden conducir a nadie hacia el verdadero y vivo conocimiento de Dios; no pueden hacerlo ni con la
mejor voluntad del mundo.
Únicamente mediante las leyes de la creación dadas por
Dios, puede el espíritu humano llegar a conocer a Dios. ¡Y ese conocimiento le
es absolutamente necesario para su ascensión! Sólo ahí encontrará el apoyo que le permitirá seguir
imperturbablemente el camino prescrito y beneficioso hacia la Perfección. ¡No
de otro modo!
Quien pretenda pasar por alto la actividad de los seres
sustanciales, tan exactamente conocida de los pueblos antiguos, no podrá
alcanzar nunca el verdadero conocimiento de Dios. Ese exacto saber es un
ineludible escalón hacia el conocimiento, porque el espíritu humano ha de
abrirse camino de abajo a arriba. Nunca podrá aprender a presentir la
espiritualidad originaria y la divinidad, situadas por encima de su facultad de
comprensión, si antes no ha puesto como base el exacto conocimiento de los
planos inferiores de la creación, que son los suyos. Esto es absolutamente
necesario como preparación para la posibilidad de conocimientos más elevados.
Como ya dije, el conocimiento de Dios nunca ha sido dado a
los pueblos más que cuando han llegado a conocer la actividad de los seres
sustanciales; pues, antes de eso, no existe posibilidad ninguna de concebir lo
divino. A tal respecto, el género humano ha sido conducido solícitamente desde
la Luz.
El hombre que no conoce otra cosa que la actividad de los
seres sustanciales y la vive en toda su pureza, tiene, en la creación, un valor
más alto que quien vive en el seno de una fe cristiana dogmática y se ríe de la
sustancialidad considerándola como un cuento o una leyenda, lo que equivale a
decir que la desconoce por completo, por lo que nunca conseguirá el verdadero
apoyo, mientras que el otro aún conserva la plenitud de sus posibilidades de
evolución en un intenso, puro e íntegro anhelo de ascender.
Con buena voluntad, puede, al cabo de pocos días,
enclavarse en los conocimientos y experiencias espirituales, porque no ha
dejado de pisar en suelo firme.
Por consiguiente, en el futuro, en toda labor misionera, en
toda enseñanza escolar, aportad el conocimiento de Dios mediante el conocimiento
de las informadas fuerzas sustanciales y de sus efectos. Sólo así podrán
derivarse de ahí conocimientos más elevados que conduzcan sucesivamente a la
espiritualidad, a la espiritualidad originaria, a la esfera divina y, por
último, a Dios.
El completo conocimiento
de la creación es necesario para conseguir vislumbrar finalmente la grandeza
divina y, con ello, llegar también al conocimiento de Dios. La fe cristiana actual no puede llevar en sí nada vivo,
porque falta en ella todo eso. Lo necesario es desechado siempre, y el abismo
no puede ser salvado más que mediante lo que Dios ha impuesto en la creación
con ese fin.
Y sin embargo, nadie ha sabido sacar la enseñanza más importante que se desprende de la
serena observación de toda la evolución humana en la Tierra hasta el momento
actual: que todas las etapas por las que los hombres debían pasar en el curso
de esa evolución, eran necesarias, y
que, por tanto, tampoco deben ser eludidas o saltadas hoy. La creación entera
os sirve de claro ejemplo y os proporciona todos los elementos básicos para
llevarlo a cabo.
Escuchad, pues, lo que os digo: el niño de hoy se halla
estrechamente ligado a la sustancialidad, y sólo a ella, hasta la pubertad.
Durante ese espacio de tiempo, la experiencia vivida debe proporcionarle un
conocimiento exacto de dicha sustancialidad. A partir de la pubertad es cuando
pasa a relacionarse con la espiritualidad, ascendiendo y edificando en el curso
de su evolución. Pero, al mismo tiempo, ha de poner como base la sustancialidad
y apoyarse en ella firme y conscientemente, y no debe romper esa relación, como
hace hoy la humanidad, que no la despierta a la vida en el niño, sino que, por
el contrario, la oprime violentamente movida por una irresponsable presunción.
Sin embargo, para la ascensión, es absolutamente necesario que ambos se
mantengan unidos conscientemente.
El hombre actual, en calidad de fruto de la creación, debe
haber madurado hasta el punto de llevar en sí, recopilado, el resultado total
de la evolución humana hasta el presente.
Según eso, lo que actualmente constituye para cada uno la infancia, significaba anteriormente,
en la evolución completa de la creación, una gran época humana de evolución
colectiva. ¡Prestad minuciosa atención a lo que expongo aquí!
La primera evolución, de millones de años de duración, se condensa ahora, para los hombres del actual
grado de desarrollo de la creación, y queda reducida a los años de la infancia.
Quien sea incapaz de ir al paso deberá echarse la culpa a
sí mismo: quedará retrasado y habrá de desaparecer. La evolución de la creación
no se detiene a causa de la pereza de los seres humanos, sino que avanza
irresistiblemente conforme a las leyes latentes en ella, portadoras de la
Voluntad de Dios.
Antes, el grado de evolución de la creación era tal, que
los hombres habían de conservarse interiormente, durante muchas vidas
terrenales, en el mismo estado que los niños de hoy. No estaban en relación
directa más que con la actividad sustancial, relación que se estableció,
mediante la experiencia vivida, en el curso de una lenta evolución. La
experiencia vivida es lo único que proporciona saber y conocimiento.
Sin embargo, ya hace mucho tiempo que la creación,
progresando in interrumpidamente, ha llegado al estado de que, ahora, las
primeras etapas evolutivas — que duraron millones de años — se condensen, para
los frutos humanos en la Tierra, en la época de la infancia. Se debe y se puede
conseguir recorrer íntimamente esa época anterior humana en el curso de los
pocos años terrenales; pues las experiencias de vidas anteriores están
debidamente elaboradas y dormitan en el espíritu.
Pero es preciso despertarlas, es preciso que vuelvan en sí;
no deben seguir adormecidas ni deben ser desechadas, como sucede hoy. Es necesario que todo cobre vida y se
mantenga vivo por medio de sabios educadores y preceptores, a fin de que el
niño encuentre en la sustancialidad la sólida base y el apoyo que precisa para
llegar al conocimiento de Dios en la espiritualidad. Un escalón se forma siempre
a partir de otro cuando éste está acabado, no antes; y el precedente tampoco
puede ser desechado si se quiere que la escalera conserve su integridad y no se
venga abajo.
En el momento preciso de la madurez corporal del niño, se
hace patente la ligazón con la espiritualidad. Pero el ímpetu necesario sólo puede cobrar vida si se apoya
conscientemente en la sustancialidad. Ahí no sirven ni cuentos ni leyendas,
sino solamente la experiencia vivida, que debe quedar terminada y cumplida al
comienzo de la pubertad. También tiene que conservarse
en toda su vitalidad, a fin de despertar al elemento espiritual a la vida
consciente. Eso es condición irrevocable en la creación, y todos vosotros
deberíais haberlo descubierto observando el pasado.
Ahora lo necesitáis, o no podéis seguir adelante. Sin un
claro conocimiento de la actividad sustancial, no puede haber conocimiento
espiritual. Sin un claro conocimiento de la espiritualidad y de su actividad,
no puede nacer el conocimiento de Dios. Todo lo que se halla al margen de esa
legislación es presuntuoso engreimiento y arrogancia; muchas veces, incluso,
mentira plenamente consciente. Preguntad a vuestro prójimo sobre las inmutables
leyes de Dios en la creación. Si no sabe daros una contestación satisfactoria,
no es más que un hipócrita, que se engaña a sí mismo cuando habla del
conocimiento de Dios y de la verdadera fe
en El.
Pues, según las inmutables leyes divinas, no puede poseerlo, puesto que resulta
inaccesible por otro camino.
En la creación, todo progresa uniformemente y sin
interrupción siguiendo una ley inmutable. Vosotros, hombres, sois los únicos
que no vais al paso a causa de vuestra ceguera, de vuestra ridícula pretensión
de saber, que excluye toda humilde observación.
Los niños y adultos de los tiempos actuales avanzan en el
conocimiento de Dios como si llevaran zancos. Cierto que se esfuerzan en
alcanzarlo, pero se mantienen arriba, en el aire; no tienen ninguna ligazón
viva con el terreno que constituye ineludiblemente el necesario apoyo. Entre su
voluntad y la base que la edificación requiere, sólo hay madera inerte, sin
facultad sensitiva, como en el caso de los zancos.
La madera inerte de los zancos es la fe dogmática, en la que faltan por completo
la movilidad y la vitalidad. Efectivamente: el hombre tiene voluntad, pero no
base sólida ni apoyo verdadero; pues aquélla y éste residen únicamente en el
conocimiento de la evolución verificada hasta el momento actual en la creación,
a la que el espíritu humano pertenece inseparablemente para siempre. Está, pues,
estrechamente ligado a ella y lo estará siempre. Nunca podrá abandonarla.
¡Despertad, hombres! ¡Recuperad lo desperdiciado! Una vez
más, os muestro el camino: infundid, por fin, vida y movimiento en esa vuestra
rígida volición; entonces, hallaréis el sublime conocimiento de Dios, que ya
habríais podido tener hace mucho si no os hubieseis quedado retrasados en el
progreso evolutivo de las grandes creaciones.
Tened presente que no debéis abolir nada de lo que la
humanidad entera ya haya tenido que vivir en la Tierra; pues siempre ha vivido
lo que era necesario. Y tantas veces obró erróneamente por su propia voluntad,
tantas veces vino la decadencia. La creación progresa constantemente y se
desembaraza de todos los frutos podridos.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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