miércoles, 28 de diciembre de 2022

22. EL CONOCIMIENTO DE DIOS

 

22. EL CONOCIMIENTO DE DIOS

AUNQUE YA HE explicado que el hombre nunca puede ver realmente a Dios, porque su naturaleza no posee absolutamente esa facultad, lleva en sí, no obstante, el don de conocer a Dios por Sus obras.

Pero eso no tiene lugar de la noche a la mañana, ni le viene a uno en sueños, sino que implica un esfuerzo serio, exige una voluntad grande y fuerte que no debe ser desligada de la pureza.

A vosotros, hombres, se os ha dado el insaciable anhelo de conocer a Dios; lo lleváis implantado en vosotros, para que no podáis encontrar reposo alguno durante vuestras peregrinaciones por la poscreación, esas peregrinaciones que os es permitido emprender con vistas a vuestra evolución, a fin de que os volváis conscientes y, llenos de gratitud, aprendáis a gozar de las bendiciones que los mundos encierran en sí y os ofrecen.

Si, durante esas peregrinaciones, encontraseis reposo en vosotros, éste os ocasionaría fatalmente, como consecuencia inmediata, una estagnación que supondría, para vuestro espíritu, lasitud, decaimiento y, por último, la inevitable descomposición; pues, entonces, no acataría la ley del necesario movimiento. Ahora bien, el mecanismo de las automáticas leyes de la creación es, para el espíritu humano, como una correa sin fin que le transporta ininterrumpidamente. Sin embargo, todo el que no sepa mantener el equilibrio sobre ella, se deslizará dando tumbos y acabará por caer.

En este caso, mantener el equilibrio equivale a no perturbar la armonía de la creación, observando las leyes originarias de la misma. Al que vacile y caiga, al que no pueda mantenerse en pie, la correa le arrastrará consigo, porque no por eso el mecanismo se detiene un solo segundo. Ahora bien, ese arrastramiento causa heridas, por lo que la acción de reincorporarse exige un esfuerzo mucho mayor, cuanto más la recuperación del equilibrio relativo. Dado el continuo movimiento del medio ambiente, eso no resultará tan fácil. Si no lo consigue, el hombre será despedido fuera del circuito, para ir a caer entre el rodaje del mecanismo, siendo demolido.

Estad, pues, agradecidos, ¡oh hombres!, de que el anhelo de conocer a Dios no os deje lugar a reposo alguno durante vuestras peregrinaciones. De ese modo, evitáis, sin saberlo, múltiples peligros en el mecanismo universal. Pero vosotros no habéis sabido comprender ese anhelo que lleváis dentro; lo habéis deformado también y habéis hecho de él una simple inquietud de orden inferior.

Asimismo, tratáis de calmar o satisfacer erróneamente esa inquietud con cualquier cosa. Pero comoquiera que, a tal fin, no empleáis más que el intelecto, buscáis también, como es natural, satisfacciones terrenales, esperáis encontrar apaciguamiento del deseo en la acumulación de tesoros materiales, en el agobio del trabajo o en el esparcimiento, en las diversiones, en el debilitante confort y, a lo sumo, en un amor puramente terrenal a la mujer.

Pero todo eso no os proporciona beneficio ninguno, no os ayuda a progresar. Acaso pueda adormecer, por poco tiempo, ese anhelo que vosotros habéis transformado en inquietud, pero no puede eliminarlo por completo; lo único que hace es reprimirlo aquí y allá. Ese anhelo que vosotros no habéis reconocido estimula al alma humana incesantemente, y, si el hombre terrenal no trata, por fin, de comprender el sentido del mismo, le fustigará durante varias vidas terrenales sin que le sea factible madurar para poder elevarse, según lo querido, hacia regiones más hermosas, más ligeras y más luminosas de esta poscreación.

La falta está en el hombre mismo que, en la ilusión de su propio poder, ha estimado demasiado poco las ayudas que le han sido ofrecidas, o no las ha apreciado en modo alguno, impedido por los lazos del intelecto, tendidos por él mismo alrededor de sus alas espirituales.

Hele ahí ahora, por fin, acabado, sin fuerzas, agotado por la continua fustigación de los poderes que él no ha reconocido aún, a cuyas ayudas se cerró obstinadamente en la pueril pretensión de saber y poder hacer todo mejor, lo que revela la tozudez de su proceder, consecuencia de ese cerebro que él mismo mutiló violentamente.

Y sin embargo, qué fácil hubiera sido para todo hombre, sólo con que hubiera dejado madurar dentro de sí, con sencillez y modestia, cuantos dones le dio el Creador para su periplo a través de todos los planos de la poscreación, ese periplo que el espíritu necesita ineludiblemente para su propia evolución. De esa manera, se habría hecho grande, mucho más grande y mucho más sabio de lo que nunca soñara.

Pero sin humildad y sin modestia, esos dones no pueden florecer en él ni convertirse en facultades.

Ese vuestro saber, del que tan engreídos estáis, es un juego de niños, un grano de arena en comparación con lo que podríais saber y, sobre todo, con lo que seríais capaces de realizar, con lo que ya deberíais realizar hoy. iQué sabéis vosotros, hombres terrenales, de la maravillosa creación, que se os presenta por doquier en su actual naturaleza y belleza, pero, sobre todo, en la intangibilidad de sus leyes. Mudos quedáis ante toda esa grandeza. ¡Hombres! Intentad, por fin, reconocer a vuestro Dios en la creación, en la cual sólo sois la parte más insignificante de esa especie que, por gracia de su Creador, puede evolucionar hacia la consciencia de sí misma, que es la satisfacción del vehemente deseo que lleva en sí.

No busquéis solamente la satisfacción de vuestras vanidades, como habéis venido haciendo hasta el presente cual esclavos de vuestro intelecto. ¡Todo eso ha llegado a su fin! Os halláis frente al hundimiento de vuestras mezquinas y pretenciosas facultades, en tanto que aún estáis muy lejos de poseer las verdaderas.

Qué clase de vulgares chapuceros habéis sido, os lo demostrarán ahora las consecuencias de vuestras propias actividades, que, obedeciendo las leyes divinas en la creación, caerán sobre los promotores como olas impetuosas, lanzándoles hacia arriba o sepultándoles con todas sus obras. Infaliblemente saldrá a la Luz lo que ha sido falso y lo que ha sido justo. Eso que hubierais podido apreciar con suficiente claridad en los últimos tiempos, a poco que hubieseis querido ver: el fracaso general de todos los esfuerzos dirigidos a contener ese proceso de decadencia ya iniciado, os habría servido de advertencia para enmendaron aún, a su debido tiempo, y para concentraros en vosotros mismos, por fin, mediante la reflexión.

Pero los hombres no ven ni oyen. La desesperación no hace sino incitarles más insensatamente a creer en la ayuda procedente del saber humano.

Pero yo os digo: el que no ejerza su actividad conforme a las leyes de Dios no recibirá ninguna ayuda más de la Luz. El conocimiento de las leyes divinas en la creación es condición indispensable. Y sin ayuda de la Luz, toda edificación valedera resulta completamente imposible hoy día.

La fe de un hombre en su propia misión y la fe de quienes le siguen, no sirven de nada al hombre terrenal. Todo será destruido con él tan pronto como se dejen sentir los efectos de las leyes de Dios en la creación.

¡Y todo ser humano quedará expuesto a esos efectos ahora, de acuerdo con la sagrada ley de Dios! En eso consiste el Juicio tan temido por todos los creyentes.

¡Los creyentes! Vosotros todos, los que os consideráis creyentes en Dios: ¡Examinad si vuestra fe, la fe que lleváis en vosotros, es realmente la verdadera! No me refiero a la forma de vuestra creencia: como católicos o protestantes; como budistas o mahometanos o como cualquier otro creyente, sino que me refiero a cómo creéis, es decir hasta qué punto es viva esa fe.

¡Pues Dios es Dios! Y la manera en que os acercáis a El interiormente es lo único decisivo en cuanto a la intensidad y autenticidad de vuestra fe.

Examinaros, pues, meticulosamente. Voy a mostraros cómo podéis encontrar el camino que os proporcionará el apoyo requerido.

Seguidme en espíritu hasta África, hasta el seno de una tribu de negros cualquiera. Compenetraros de la capacidad de comprensión de esos seres humanos y esforzaros en imaginar claramente su vida interior y su mentalidad.

Esos hombres creían en demonios y en todo lo habido y por haber; tenían ídolos toscamente tallados en madera. Más tarde, llegaron allí misioneros cristianos que les hablaron e instruyeron sobre el gran Dios invisible de su religión.

Imaginaros todo eso y deciros a vosotros mismos: ¡Con qué sentimiento adorarán al nuevo Dios esos hombres primitivos, una vez bautizados! ¡Apenas sí se diferenciará del modo en que adoraban antes a los ídolos tallados en madera! La mayoría de ellos no han hecho más que poner al nuevo Dios en el lugar de los ídolos: esa es toda la diferencia. Los sentimientos no han cambiado, sino que, en el caso más favorable, se atienen meramente a la doctrina enseñada. Pero la verdadera experiencia vivida falta. No puede ser de otro modo tratándose de hombres tan ignorantes.

La aceptación de la doctrina propiamente dicha no les aporta el saber, pues la aceptación de la fe se apoya solamente en un seudosaber ofrecido por otros. Falta ahí la fructuosa experiencia íntimamente vivida; falta, por tanto, el apoyo propiamente dicho.

Eso pasa siempre y por doquier. Los misioneros y catequistas se vuelcan sobre los hombres y pretenden convertirles al cristianismo sin transición ninguna.

Lo mismo se procede actualmente en la enseñanza de los niños; y sin embargo, interiormente, los niños no son más que paganos, pues el bautismo no les ha dado el saber.

Ahora bien, si el hombre no sube por orden los diferentes escalones mostrados en la creación — escalones que la misma creación le ofrece en las autoactivas leyes originarias, ya que esos escalones son los que la constituyen realmente — no podrá llegar nunca al conocimiento de Dios. Buenas doctrinas tampoco le servirán de nada a tal efecto; al contrario: no harán más que enmarañar sus caminos.

De eso adolece toda la obra misionera actual. No puede proporcionar ninguna actividad que lleve en sí verdadera vida, porque no recorre los caminos en conformidad con las leyes de la creación. Dar saltos no está permitido por la ley de la evolución impuesta en la creación, si ésta debe alcanzar la verdadera maduración. Y el ser humano no podrá ponerse nunca por encima de dicha creación, de la que es parte integrante, a la que está estrechamente ligado mediante innumerables hilos y de la cual debe constituir, ahora, su fruto más preciado.

Más si quiere llegar a ser efectivamente ese fruto que la creación puede dar por la pura Fuerza del Señor, no debe ocasionar interrupción ninguna en su proceso de maduración. Exactamente igual sucede en la actividad sustancial relativa a los frutos de un árbol: siempre que sobreviene una interrupción o cualquier otra intervención en el proceso de maduración, ya sea por heladas prematuras o por tempestades excesivamente violentas, ya sea por la nociva arbitrariedad del hombre, el fruto no puede alcanzar nunca la completa madurez y, por tanto, tampoco su verdadera plenitud.

No sucede de otro modo en cuanto al hombre terrenal, fruto de la actividad espiritual.

No debe faltar nada en su proceso evolutivo, ni un solo escalón, porque, sino, queda una laguna, un abismo que no permite continuar la viva edificación y, por consiguiente, impide seguir la ascensión hacia la cumbre, la hace absolutamente imposible. Un solo escalón que falte o esté defectuoso ocasionará fatalmente el derrumbamiento, la caída. Ya puede el hombre darle todas las vueltas que quiera: tiene que someterse a ello; y la sutil astucia intelectual es la menos indicada para construir un puente supletorio que pueda ayudarle a seguir su marcha.

No obstante, el mismo hombre se ha intrometido nocivamente mediante el exclusivo cultivo de su intelecto terrenal, que, cual si se tratase de grilletes de acero, no hace sino encadenarle apretadamente a la materialidad física de la que procede.

De ahí nació esa laguna que una creencia dogmática en la sublime espiritualidad y divinidad no puede franquear.

Y así es como el fruto humano de la poscreación ha de atrofiarse en el camino de su maduración por culpa propia.

A eso se debe que, aún hoy, más de un hombre, al salir de la escuela para enfrentarse a la Vida, pierda la fe inculcada en su infancia, pese a todos sus valerosos esfuerzos por evitarlo, para, más tarde o más temprano, tener que empezar otra vez a edificar sobre una nueva base, si es un sincero buscador de la Verdad.

El entusiasmo y la exaltación de las masas no tienen objeto alguno para el individuo, no pueden proporcionarle nunca el suelo firme que él necesita para la ascensión. Por otro lado, el ser humano tampoco puede encontrar en sí mismo el necesario apoyo, el único que puede darle seguridad duradera.

Según esto, los métodos de enseñanza religiosa aplicados actualmente entre niños y adolescentes no son todavía correctos. De ahí que falte por doquier la fe que lleva al conocimiento verdadero de Dios, lo único que puede proporcionar verdadera felicidad y paz.

La enseñanza actual es falsa, no tiene vida. El apoyo que cada uno cree tener es imaginario. No es más que una fe formulista a la que todos se aferran. La paz interior y la seguridad en que ellos pretenden complacerse son artificiales, no sirven, a menudo, más que para evitar enfrentarse al mundo exterior y, a veces, para gozar de ventajas terrenales o para darse a valer de algún modo. Auténticas no son nunca, no pueden serlo, porque faltan en ellas los fundamentos conformes a las leyes de la creación y, sin ellos, resulta sencillamente imposible.

Miremos retrospectivamente y consideremos las conversiones conseguidas en tiempos atrás en los países alemanes. El que reflexione y no se deje arrastrar por las perezosas masas de hombres mediocres, no descubrirá en ellas sino esa forma creada en aquel entonces, vacía, inútil para toda la creación e incapaz de proporcionar el conocimiento de Dios.

En cada pueblo, incluso en cada ser humano — también en el hombre de los tiempos modernos — han de existir, ante todo, los fundamentos para la asimilación de los sublimes conceptos divinos contenidos en la doctrina de Cristo. Solamente a partir de una base convenientemente madura, puede y debe ser iniciado el espíritu humano en todas las posibilidades de un conocimiento de Dios mediante la doctrina de Cristo.

¡Así es y será por toda la eternidad!

Si pudiese ser de otro modo, Dios se habría revelado mucho antes a los pueblos de la Tierra. ¡No lo hizo!

Sólo cuando un pueblo hubo evolucionado hasta el punto de conocer la actividad de todos los seres sustanciales, sólo entonces, le fue dado llegar al conocimiento sucesivo de la espiritualidad, de la espiritualidad originaria, de la esfera divina y, por último, del mismo Dios.

Pero siempre de modo que fuera conducido con comprensión hacia conceptos más elevados, por medio de profetas elegidos, los cuales no derogaron nunca lo que ya estaba establecido con anterioridad, sino que edificaron sobre ello, exactamente igual a como el mismo Cristo procedió después, haciéndolo resaltar frecuentemente en Sus palabras, esas palabras que, hasta el presente, no habéis querido comprender.

Pero en sus conversiones, las iglesias cristianas pretenden echar abajo todo lo establecido y declararlo falso o eliminarlo sin ninguna consideración, en lugar de seguir edificando cuidadosamente sobre esa base teniendo en cuenta las necesarias transiciones. Esperan y exigen que el espíritu humano se adapte de repente a la sublime doctrina de Cristo.

Obrando así, no se observan, pues, las leyes divinas, pese a la buena voluntad que suele estar presente en estos casos.

También los Germanos de aquel entonces estaban estrechamente relacionados con los seres sustanciales. Muchos de ellos podían verlos, experimentar su presencia, de suerte que no podía quedarles duda alguna de su existencia real ni, mucho menos, de su actividad: los veían y, por eso, lo sabían.

Eso constituía, para ellos, la convicción más pura y, por tanto, sagrada.

Y esa sagrada convicción fue sacudida por el brutal puño de Bonifacio. Quiso apartar a los Germanos de la verdad de ese saber y declararlo falso. En su lugar, pretendía imponerles las formas de su doctrina cristiana. Ya desde un principio, ese ignorante proceder tenía que suscitar en los Germanos la duda en la verdad de lo que él les anunciaba; tenía que inspirarles desconfianza.

Debería haberles confirmado la verdad de su saber y, después, dándoles las explicaciones pertinentes, iniciarles en sus elevados conocimientos. Pero para eso faltaba en él mismo el conocimiento de la creación. Su desconocimiento de la actividad existente en la creación quedó patente claramente en el mero hecho de calificar de herejía la creencia en Wotan y en las demás entidades sustanciales — consideradas como dioses activos por los Germanos — y negar su existencia. Aunque, en efecto, no son dioses, existen, sin embargo, por efecto de la Fuerza divina, y actúan en la creación.

Sin la actividad de los seres sustanciales, el elemento espiritual no podría anclarse en modo alguno en la materialidad, no podría, pues, emprender nada en ella. Por tanto, el elemento espiritual, del que ha surgido el espíritu humano, necesita la colaboración de los seres sustanciales en la materialidad para su propio proceso evolutivo.

En este caso, el fervor religioso no puede sustituir nunca al conocimiento.

Pero la falta cometida por Bonifacio y todos los demás misioneros se mantiene viva todavía hoy.

Se habla de la mitología griega y se enseña. Más no eran mitos, sino verdadero conocimiento, que se echa de menos en los hombres de hoy. Por desgracia, tampoco las iglesias conocen los efectos de la actividad de la sagrada Voluntad divina en la creación, que es, al fin y al cabo, la patria de todos los espíritus humanos. Pasan ciegamente junto a los acontecimientos actuales, por lo que no pueden conducir a nadie hacia el verdadero y vivo conocimiento de Dios; no pueden hacerlo ni con la mejor voluntad del mundo.

Únicamente mediante las leyes de la creación dadas por Dios, puede el espíritu humano llegar a conocer a Dios. ¡Y ese conocimiento le es absolutamente necesario para su ascensión! Sólo ahí encontrará el apoyo que le permitirá seguir imperturbablemente el camino prescrito y beneficioso hacia la Perfección. ¡No de otro modo!

Quien pretenda pasar por alto la actividad de los seres sustanciales, tan exactamente conocida de los pueblos antiguos, no podrá alcanzar nunca el verdadero conocimiento de Dios. Ese exacto saber es un ineludible escalón hacia el conocimiento, porque el espíritu humano ha de abrirse camino de abajo a arriba. Nunca podrá aprender a presentir la espiritualidad originaria y la divinidad, situadas por encima de su facultad de comprensión, si antes no ha puesto como base el exacto conocimiento de los planos inferiores de la creación, que son los suyos. Esto es absolutamente necesario como preparación para la posibilidad de conocimientos más elevados.

Como ya dije, el conocimiento de Dios nunca ha sido dado a los pueblos más que cuando han llegado a conocer la actividad de los seres sustanciales; pues, antes de eso, no existe posibilidad ninguna de concebir lo divino. A tal respecto, el género humano ha sido conducido solícitamente desde la Luz.

El hombre que no conoce otra cosa que la actividad de los seres sustanciales y la vive en toda su pureza, tiene, en la creación, un valor más alto que quien vive en el seno de una fe cristiana dogmática y se ríe de la sustancialidad considerándola como un cuento o una leyenda, lo que equivale a decir que la desconoce por completo, por lo que nunca conseguirá el verdadero apoyo, mientras que el otro aún conserva la plenitud de sus posibilidades de evolución en un intenso, puro e íntegro anhelo de ascender.

Con buena voluntad, puede, al cabo de pocos días, enclavarse en los conocimientos y experiencias espirituales, porque no ha dejado de pisar en suelo firme.

Por consiguiente, en el futuro, en toda labor misionera, en toda enseñanza escolar, aportad el conocimiento de Dios mediante el conocimiento de las informadas fuerzas sustanciales y de sus efectos. Sólo así podrán derivarse de ahí conocimientos más elevados que conduzcan sucesivamente a la espiritualidad, a la espiritualidad originaria, a la esfera divina y, por último, a Dios.

El completo conocimiento de la creación es necesario para conseguir vislumbrar finalmente la grandeza divina y, con ello, llegar también al conocimiento de Dios. La fe cristiana actual no puede llevar en sí nada vivo, porque falta en ella todo eso. Lo necesario es desechado siempre, y el abismo no puede ser salvado más que mediante lo que Dios ha impuesto en la creación con ese fin.

Y sin embargo, nadie ha sabido sacar la enseñanza más importante que se desprende de la serena observación de toda la evolución humana en la Tierra hasta el momento actual: que todas las etapas por las que los hombres debían pasar en el curso de esa evolución, eran necesarias, y que, por tanto, tampoco deben ser eludidas o saltadas hoy. La creación entera os sirve de claro ejemplo y os proporciona todos los elementos básicos para llevarlo a cabo.

Escuchad, pues, lo que os digo: el niño de hoy se halla estrechamente ligado a la sustancialidad, y sólo a ella, hasta la pubertad. Durante ese espacio de tiempo, la experiencia vivida debe proporcionarle un conocimiento exacto de dicha sustancialidad. A partir de la pubertad es cuando pasa a relacionarse con la espiritualidad, ascendiendo y edificando en el curso de su evolución. Pero, al mismo tiempo, ha de poner como base la sustancialidad y apoyarse en ella firme y conscientemente, y no debe romper esa relación, como hace hoy la humanidad, que no la despierta a la vida en el niño, sino que, por el contrario, la oprime violentamente movida por una irresponsable presunción. Sin embargo, para la ascensión, es absolutamente necesario que ambos se mantengan unidos conscientemente.

El hombre actual, en calidad de fruto de la creación, debe haber madurado hasta el punto de llevar en sí, recopilado, el resultado total de la evolución humana hasta el presente.

Según eso, lo que actualmente constituye para cada uno la infancia, significaba anteriormente, en la evolución completa de la creación, una gran época humana de evolución colectiva. ¡Prestad minuciosa atención a lo que expongo aquí!

La primera evolución, de millones de años de duración, se condensa ahora, para los hombres del actual grado de desarrollo de la creación, y queda reducida a los años de la infancia.

Quien sea incapaz de ir al paso deberá echarse la culpa a sí mismo: quedará retrasado y habrá de desaparecer. La evolución de la creación no se detiene a causa de la pereza de los seres humanos, sino que avanza irresistiblemente conforme a las leyes latentes en ella, portadoras de la Voluntad de Dios.

Antes, el grado de evolución de la creación era tal, que los hombres habían de conservarse interiormente, durante muchas vidas terrenales, en el mismo estado que los niños de hoy. No estaban en relación directa más que con la actividad sustancial, relación que se estableció, mediante la experiencia vivida, en el curso de una lenta evolución. La experiencia vivida es lo único que proporciona saber y conocimiento.

Sin embargo, ya hace mucho tiempo que la creación, progresando in interrumpidamente, ha llegado al estado de que, ahora, las primeras etapas evolutivas — que duraron millones de años — se condensen, para los frutos humanos en la Tierra, en la época de la infancia. Se debe y se puede conseguir recorrer íntimamente esa época anterior humana en el curso de los pocos años terrenales; pues las experiencias de vidas anteriores están debidamente elaboradas y dormitan en el espíritu.

Pero es preciso despertarlas, es preciso que vuelvan en sí; no deben seguir adormecidas ni deben ser desechadas, como sucede hoy. Es necesario que todo cobre vida y se mantenga vivo por medio de sabios educadores y preceptores, a fin de que el niño encuentre en la sustancialidad la sólida base y el apoyo que precisa para llegar al conocimiento de Dios en la espiritualidad. Un escalón se forma siempre a partir de otro cuando éste está acabado, no antes; y el precedente tampoco puede ser desechado si se quiere que la escalera conserve su integridad y no se venga abajo.

En el momento preciso de la madurez corporal del niño, se hace patente la ligazón con la espiritualidad. Pero el ímpetu necesario sólo puede cobrar vida si se apoya conscientemente en la sustancialidad. Ahí no sirven ni cuentos ni leyendas, sino solamente la experiencia vivida, que debe quedar terminada y cumplida al comienzo de la pubertad. También tiene que conservarse en toda su vitalidad, a fin de despertar al elemento espiritual a la vida consciente. Eso es condición irrevocable en la creación, y todos vosotros deberíais haberlo descubierto observando el pasado.

Ahora lo necesitáis, o no podéis seguir adelante. Sin un claro conocimiento de la actividad sustancial, no puede haber conocimiento espiritual. Sin un claro conocimiento de la espiritualidad y de su actividad, no puede nacer el conocimiento de Dios. Todo lo que se halla al margen de esa legislación es presuntuoso engreimiento y arrogancia; muchas veces, incluso, mentira plenamente consciente. Preguntad a vuestro prójimo sobre las inmutables leyes de Dios en la creación. Si no sabe daros una contestación satisfactoria, no es más que un hipócrita, que se engaña a sí mismo cuando habla del conocimiento de Dios y de la verdadera fe en El.

Pues, según las inmutables leyes divinas, no puede poseerlo, puesto que resulta inaccesible por otro camino.

En la creación, todo progresa uniformemente y sin interrupción siguiendo una ley inmutable. Vosotros, hombres, sois los únicos que no vais al paso a causa de vuestra ceguera, de vuestra ridícula pretensión de saber, que excluye toda humilde observación.

Los niños y adultos de los tiempos actuales avanzan en el conocimiento de Dios como si llevaran zancos. Cierto que se esfuerzan en alcanzarlo, pero se mantienen arriba, en el aire; no tienen ninguna ligazón viva con el terreno que constituye ineludiblemente el necesario apoyo. Entre su voluntad y la base que la edificación requiere, sólo hay madera inerte, sin facultad sensitiva, como en el caso de los zancos.

La madera inerte de los zancos es la fe dogmática, en la que faltan por completo la movilidad y la vitalidad. Efectivamente: el hombre tiene voluntad, pero no base sólida ni apoyo verdadero; pues aquélla y éste residen únicamente en el conocimiento de la evolución verificada hasta el momento actual en la creación, a la que el espíritu humano pertenece inseparablemente para siempre. Está, pues, estrechamente ligado a ella y lo estará siempre. Nunca podrá abandonarla.

¡Despertad, hombres! ¡Recuperad lo desperdiciado! Una vez más, os muestro el camino: infundid, por fin, vida y movimiento en esa vuestra rígida volición; entonces, hallaréis el sublime conocimiento de Dios, que ya habríais podido tener hace mucho si no os hubieseis quedado retrasados en el progreso evolutivo de las grandes creaciones.

Tened presente que no debéis abolir nada de lo que la humanidad entera ya haya tenido que vivir en la Tierra; pues siempre ha vivido lo que era necesario. Y tantas veces obró erróneamente por su propia voluntad, tantas veces vino la decadencia. La creación progresa constantemente y se desembaraza de todos los frutos podridos.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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