martes, 20 de diciembre de 2022

38. LOS SUCESOS DEL MUNDO

 

38. LOS SUCESOS DEL MUNDO

NO EXISTE PELIGRO más grande para una causa, que dejar en ella una laguna cuya necesidad de ser llenada se siente reiteradamente. De nada servirá, entonces, tratar de pasarla por alto; pues tal laguna impedirá todo progreso, y el edificio que se levantara sobre ella acabaría por derrumbarse, a pesar de ser construido con la mayor destreza y empleando los mejores materiales.

Tal se muestran, hoy día, las distintas comunidades religiosas cristianas. Con tenaz persistencia, cierran sus ojos y oídos ante los numerosos pasajes de su doctrina que dejan entrever una cierta falta de lógica. Con vacías palabras, intentan pasarlos por alto, en vez de procurar ocuparse de ellos con verdadera seriedad.

Naturalmente que presienten el peligro de que, un día, resulten insuficientes esos puentes provisionales echados sobre tales abismos tomando como base la doctrina de una fe ciega. Temen el instante en que una iluminación ponga de manifiesto inevitablemente la fragilidad de esa edificación. También les consta que, entonces, nunca más podrán convencer a nadie para que emprenda un camino tan inseguro, por lo que, naturalmente, la sólida construcción y el seguro camino que se hallan a continuación también permanecerán vacíos. Saben, igualmente, que el simple soplo de una fresca corriente de Verdad bastaría para barrer toda estructura artificial de ese género.

Pero, a falta de algo mejor, intentan, a pesar de todos los peligros, consolidar esa insegura tablazón. Incluso están decididas a defenderla por todos los medios y a exterminar a todo el que se atreva a indicar un paso más seguro basado en la Verdad misma. Sin vacilación alguna, procederían a repetir los mismos sucesos que tuvieron lugar en la Tierra hace unos dos mil años, sucesos cuyas sombras aún se ciernen sobre el mundo actual, y de los cuales las mismas iglesias han hecho el foco de su doctrina y de su fe, poniéndolos como una acusación contra la ceguera y la perniciosa obstinación de los hombres.

Los representantes de las religiones y los sabios de entonces fueron los que, en su estrechez dogmática y en su orgullo, manifestación de su debilidad, no pudieron reconocer ni la Verdad ni al Hijo de Dios. Se negaron a ello, y, llenos de temor y de envidia, odiaron y persiguieron a Cristo y a sus seguidores; mientras que los demás hombres, mejor dispuestos para llegar al conocimiento, sintieron más rápidamente la Verdad de Su Palabra. A pesar de que los actuales representantes de las comunidades religiosas cristianas hacen especial mención del Vía Crucis del Hijo de Dios, ellos mismos, sin embargo, no han sacado ninguna enseñanza ni ningún provecho del hecho en sí. Los mismos líderes actuales de esas comunidades basadas en la doctrina de Cristo, así como los líderes de los movimientos religiosos más recientes, serían los primeros, hoy también, en intentar eliminar a todo hombre que pusiera en peligro, mediante la Verdad misma, el ruinoso puente echado sobre las lagunas o abismos de sus dudosas enseñanzas e interpretaciones. Le perseguirían con un odio nacido del temor y, sobre todo, de la vanidad, exactamente igual que en aquel entonces.

Les faltaría la grandeza de alma necesaria para admitir que su saber es insuficiente para alcanzar la Verdad y para llenar las lagunas, con lo que el camino que conduce a una mejor comprensión y a un claro concepto de todo quedaría allanado para los hombres.

Y, no obstante, la ascensión de la humanidad sólo es posible mediante la comprensión absoluta, y nunca por medio de una fe ciega e ignorante.

Una de esas lagunas nacidas de erróneas tradiciones es el concepto del “Hijo del Hombre”. Los hombres se aferran a ello con tenacidad inusitada, como lo hicieron los fariseos cuando no quisieron aceptar la Verdad aportada por el Hijo de Dios porque contradecía sus rígidas y tradicionales doctrinas. Cristo sólo habló de Sí mismo como Hijo de Dios. Lejos de El estaba caer en el absurdo de llamarse, al mismo tiempo, Hijo del Hombre. Por razones de duda personal, se ha intentado, con la mayor destreza y habilidad, explicar por todos los medios la contradicción manifiesta entre los términos “Hijo de Dios” e “Hijo del Hombre”, contradicción que resultará evidente para todo hombre que piense con calma. Pero, a pesar de todos esos esfuerzos, nadie podrá afirmar que se haya conseguido fundir ambos conceptos. La más plausible de todas las interpretaciones tendrá que mostrar, y nunca podrá ser de otro modo, un doble carácter: dos naturalezas yuxtapuestas que jamás constituirán una unidad.

También esto se deriva de la misma índole de las cosas. El Hijo de Dios no puede ser considerado como Hijo del Hombre solamente por el hecho de haber tenido que nacer de un cuerpo humano para poder andar sobre la Tierra.

Todo cristiano sabe que el Hijo de Dios vino únicamente en misión espiritual, y que todas Sus palabras se refirieron siempre al reino espiritual, o sea, que estaban concebidas desde un punto de vista espiritual. Por lo tanto, Sus frecuentes alusiones al Hijo del Hombre no deben ser tomadas, desde un principio, en un sentido diferente. ¿Por qué habría de constituir eso una excepción? Espiritualmente, Cristo fue y sigue siendo el Hijo de Dios.

Así, pues, cuando hablaba del Hijo del Hombre, no lo hacía refiriéndose a Sí mismo. Todo esto encierra algo mucho más grandioso que lo que dan a entender las actuales interpretaciones propias de las religiones cristianas. Haría mucho tiempo que esa evidente contradicción habría inducido a reflexionar más seriamente, si las objeciones dogmáticas no lo hubieran oscurecido todo. En lugar de reflexionar, los hombres se aferran convulsivamente a la palabra transmitida sin ponerse a examinarla severamente, cosa absolutamente necesaria en asuntos de tanta importancia. Con su proceder, se ponen anteojeras que reducen la amplitud de su mirada.

De donde resulta que esos exegetas y maestros, a pesar de encontrarse en la creación de su Dios, no son capaces ni siquiera de reconocerla, lo que constituye la única posibilidad de acercarse al mismo Creador, al punto de origen de la obra.

Cristo enseñó, ante todo, con la máxima naturalidad, es decir, sometiéndose a las leyes de la naturaleza, a las leyes de la creación. Pero someterse, sólo puede hacerlo el que conoce esas leyes. Las leyes naturales, a su vez, son portadoras de la Voluntad del Creador, pueden ser el camino que conduce al conocimiento del mismo Creador.

Ahora bien, el que conoce esas leyes, sabe también cómo engranan entre sí en su ineluctable actividad; sabe, por tanto, que esa actividad es invariable en su lógica continua y siempre pujante, como lo es también la Voluntad del Creador, Dios Padre.

Toda derogación supondría una alteración de la Voluntad divina, y esa alteración sería prueba de su imperfección. Ahora bien, como la fuente originaria de toda existencia, Dios Padre, no puede ser más que una y perfecta, se deduce que es imposible la menor derogación dentro de las leyes naturales, de las leyes de la evolución, y que tales derogaciones resultan excluidas desde un principio. Este hecho implica que también las ciencias religiosas y las ciencias naturales tengan que constituir, bajo todos los aspectos, un conjunto único, una serie ininterrumpida de consecuencias lógicas y precisas, si es que quieren ser reflejo de la Verdad.

No se negará que las ciencias naturales aún siguen manteniéndose dentro de unos límites muy reducidos en lo que se refiere a sus conocimientos y en relación con la creación entera; pues su campo de acción se reduce a lo materialmente físico, ya que el intelecto, tal como se le considera hoy día, sólo puede abordar aquello que está supeditado al espacio y al tiempo. La única falta, si bien una falta imperdonable, es que los discípulos de esa ciencia pretenden negar sarcásticamente todo lo que sobrepasa esos límites, considerándolo como no existente. Una excepción la constituyen algunos sabios, muy pocos, que, habiendo alcanzado conocimientos fuera de lo corriente, han ampliado su horizonte y rehúsan disimular su ignorancia mediante afirmaciones pretenciosas.

La ciencia religiosa, por su parte, tiene un campo de acción mucho más amplio pero, no obstante, depende igualmente de las leyes naturales, que se extienden más allá del espacio y del tiempo, y, procedentes de la fuente originaria, penetran en el dominio terrestre visible, sin interrupción ni modificación de su naturaleza.

Por tal razón, los maestros en cuestiones religiosas no deben encubrir ni lagunas ni contradicciones si es que quieren ser fieles a la Verdad, o lo que es igual, a las leyes naturales, a la Voluntad de Dios, es decir, si es que quieren dar cobijo a la Verdad. Los maestros responsables que sirven de guías no deben permitirse las libertades de la fe ciega.

He aquí por qué los conceptos erróneos relativos al Hijo del Hombre pesan sobre los seguidores de la doctrina de Cristo, puesto que ellos aceptan y propalan tranquilamente las erróneas tradiciones, a pesar de que, de cuando en cuando, un sentimiento en contra advierte discretamente a buen número de hombres.

La misma invariabilidad de la Voluntad divina excluye, por su perfección, toda intervención arbitraria de Dios en la creación. Pero a ella se debe también que Lucifer, después de su caída a causa de su equivocado proceder,* no haya podido ser eliminado simplemente; a ella se debe, igualmente, que se permita a los hombres oponerse a las leyes naturales, a la Voluntad de Dios; pues al espíritu humano, por tener su origen en la eterna sustancialidad espiritual, se le ha garantizado la libertad de decidir. **

En los eventos de la creación física y etérea, la inmutable perfección de la Voluntad de Dios ha de mostrar, precisamente, un carácter restringido en apariencia. Pero sólo espíritus humanos ruines y mezquinos pueden ver en ello, al constatarlo, una limitación de poder y de magnificencia. Semejante interpretación no sería otra cosa que la consecuencia de su propia limitación.

* Conferencia II–35: “El misterio de Lucifer”

** Conferencia II–1: “La responsabilidad”

Lo inconmensurable del conjunto los llena de confusión; pues, efectivamente, sólo pueden concebir aquello que, correspondiéndose con su capacidad de comprensión, se mantiene dentro de estrechos límites.

Sin embargo, quienquiera que se esfuerce en conocer a su Creador a través de Su actividad y siga el camino de las leyes naturales, llegará a hacerse una idea convincente de esos acontecimientos y de sus más lejanas ramificaciones, cuyos comienzos se hallan en la fuente originaria, punto de partida de todo evento, y desde allí se extienden por toda la creación como una inmutable red de ferrocarriles, sobre la cual habrá de deslizarse toda vida ulterior según la posición dada a la aguja de cambio de vías.

Pero es el propio espíritu humano quien, en el transcurso de su periplo por la materialidad, realiza automáticamente los cambios de vía.* Desgraciadamente, la mayor parte de los hombres se dejan inducir, por el principio de Lucifer, a efectuar falsas maniobras, y, de este modo, su vida se desliza cuesta abajo de acuerdo con las inmutables leyes de la evolución, que se extienden por toda la materialidad como una red de ferrocarriles. Esa vida se dirigirá hacia un fin exactamente determinado por la vía que haya escogido.

Así, pues, el cambio de vías efectuado por libre voluntad del hombre puede ser observado y sentido con precisión desde su principio, lo que permite deducir claramente la forma en que se realizará el desarrollo posterior, ya que, después de haber tomado una resolución, la evolución habrá de proseguir su marcha sobre la vía elegida, es decir, según las correspondientes leyes arraigadas en la creación.

Esta circunstancia hace posible prever numerosos acontecimientos, puesto que las leyes de la creación o leyes naturales jamás sufrirán la menor desviación en su impulsión evolutiva. A tal respecto, miles de años no significarán absolutamente nada. En esa facultad de prever los puntos de destino, se basan las revelaciones, que son inspiradas a los agraciados por medio de imágenes, y que llegan a conocimiento de la humanidad a través de ellos.

* Conferencia II–22: “El hombre y su libre albedrío”

Pero hay algo que no puede ser predicho con certeza: la época terrenal en que esas profecías y promesas tendrán cumplimiento. Esto sucederá en el instante en que la vida, siguiendo el curso marcado por la clase de vías elegidas, entre en una estación prevista con anterioridad, ya sea una estación intermedia, o la estación terminal. El destino del hombre, lo mismo que el de un pueblo y, por extensión, el de la humanidad, es comparable a un tren detenido en una estación de vía única situada frente a un cruce de líneas férreas que parten, de allí, en todas las direcciones. El hombre acciona el cambio de vía, se sube al tren, y da vapor, es decir, lo pone en marcha.

Una vez que el tren se haya encarrilado en la dirección deseada, se podrá conocer las distintas estaciones y el punto de destino, pero no la hora exacta de llegada a cada una de ellas; pues eso dependerá de la rapidez de la marcha, la cual puede variar según el carácter del hombre. El hombre es, pues, el que da impulso a la máquina y, según su forma de ser, la hará deslizarse a velocidad moderada y uniforme, o con ímpetu arrollador, o unas veces de una forma y otras veces de otra. Pero a medida que el tren de ese hombre, de ese pueblo o de la humanidad vaya acercándose a una de las estaciones de su trayecto o vía del destino, tanto más exactamente podrá ser calculada y fijada la hora de la llegada.

Por otro lado, esa red de ferrocarriles posee igualmente varios ramales de empalme que pueden ser utilizados en ruta mediante el correspondiente cambio de vía, a fin de tomar otra dirección diferente y llegar a una estación terminal distinta de la que había sido prevista en un principio. Al acercarse al punto de desviación, será preciso, naturalmente, reducir la marcha, parar, y efectuar el cambio de agujas. La reducción de la marcha representa la reflexión; la parada es la resolución, que siempre, hasta en el último instante, puede ser tomada libremente por el espíritu humano; el cambio de agujas es la acción que sigue a la resolución tomada.

La Voluntad divina, impuesta en las leyes naturales vigentes y extendida por toda la materialidad como una red de ferrocarriles, puede ser considerada también como el sistema nervioso de la creación, cuyos nervios transmiten o comunican al punto de origen, a la misma fuente creadora originaria, toda irregularidad que se deje sentir en el gigantesco cuerpo de la obra creadora.

Esa clara y segura visión de conjunto que, por razón de las leyes inmutables, abarca hasta la última fase de cada evento, incita al Creador a hacer Sus revelaciones junto con promesas, que anuncian el envío de remediadores en el momento oportuno, cuando se acerque la hora de las curvas más peligrosas, de las estaciones intermedias, o de las estaciones terminales.

Esos remediadores están preparados por El de tal suerte que puedan, poco antes de sobrevenir inevitables catástrofes y peligrosas curvas, anunciar la Verdad, abriendo así los ojos a los espíritus humanos que se deslizan sobre esas falsas vías, con lo que aún les será posible cambiar de vía a su debido tiempo, a fin de evitar esos puntos cada vez más peligrosos, y poder escapar al desastre final tomando otra dirección.

Comoquiera que el Creador no puede variar en nada la perfección de Su Voluntad, al proporcionar esas ayudas lo hará también cumpliendo exactamente las leyes establecidas. En otras palabras: Su Voluntad es perfecta desde los primeros orígenes, por lo que, lógicamente, todos y cada uno de Sus actos voluntarios tienen que ser igualmente perfectos. Esto exige que cada una de Sus nuevas decisiones voluntarias tenga que ser, necesariamente, portadoras de las mismas leyes que las precedentes, lo que implica una conformidad absoluta con los acontecimientos evolutivos del mundo físico y del mundo etéreo.

Toda otra posibilidad queda excluida de una vez y para siempre, debido, precisamente, a la Perfección de Dios. Dentro del marco de esas previsiones ya expuestas, tuvo lugar la promesa de la encarnación del Hijo de Dios, hecha para que la humanidad, al ser anunciada la Verdad, procediera a efectuar el cambio de vía.

En conformidad con las leyes, la acción propiamente dicha de cambiar las agujas queda reservada a los mismos espíritus humanos. Pero en este caso, la naturaleza de la resolución escapa a toda previsión, pues solamente las líneas férreas ya elegidas por los espíritus humanos poniendo las agujas en la posición escogida voluntariamente, pueden ser abarcadas con la vista hasta el final del trayecto con todas sus estaciones y curvas.

Como consecuencia natural y lógica, los puntos cruciales, en los que el libre albedrío de los hombres juega un papel decisivo, quedan excluidos igualmente de toda predicción; pues también este derecho es, en virtud de las leyes naturales del devenir y de la evolución nacidas de la Perfección de Dios, tan inmutable como todos los demás; y comoquiera que el Creador ha concedido tal derecho a los seres humanos por tener su origen en la sustancialidad espiritual, tampoco pretenderá saber de antemano la decisión que será tomada.

Únicamente las consecuencias de tal resolución pueden ser conocidas por El con toda exactitud y hasta en sus últimas manifestaciones, puesto que aquélla habrá de evolucionar dentro del margen de esa Voluntad que reposa en las leyes de la creación física y etérea. Por las razones expuestas, si ello fuera de otra manera, la causa no podría ser otra que una deficiencia de la Perfección, lo cual está excluido por completo.

Por tanto, el hombre debe poseer siempre plena conciencia de la enorme responsabilidad que supone ser verdaderamente independiente en sus decisiones fundamentales. Pero, por desgracia, o bien se considera como un siervo completamente sumiso, o bien se precia presuntuosamente de ser una parte de la divinidad.

En ambos casos, la razón de tal proceder reside probablemente en el hecho de creer poder eludir la responsabilidad reduciéndose a la categoría de criatura inferior y sumisa, o a la categoría de ser superior. Pero tanto lo uno como lo otro es erróneo. Su situación es la misma que la de un gerente: puede decidir libremente en ciertos asuntos, pero también tiene que cargar con toda la responsabilidad, es decir, goza de una gran confianza que no debe defraudar mediante una mala administración.

Esta perfección es, precisamente, la que hace necesario que el Creador, al proporcionar ayuda inmediata a la humanidad descarriada, tenga en cuenta la posibilidad de un fracaso de los hombres en el momento de tomar una resolución. En Su Sabiduría y en Su Amor, prerrogativas que Le son propias por naturaleza y conforme a las leyes, tiene preparados, para tales casos, otros medios de ayuda, que serán puestos a continuación de los primeros en caso de que éstos quedaran interrumpidos por el fracaso de la humanidad.

De este modo, antes de haber llegado el tiempo de la encarnación del Hijo de Dios, fue prevista, en el eterno reino del Padre, una nueva promulgación de la Verdad, para el caso de que la humanidad, a pesar del gran sacrificio de Amor del Padre, llegara a fracasar. Si, dado el carácter puramente divino del Hijo de Dios, no fuera comprendido por los hombres, y éstos, en su ceguera, en vez de prestar oídos a Sus advertencias y proceder a cambiar las agujas en el sentido indicado por El, persistieran en seguir su marcha sobre las vías que conducen a la catástrofe, debería ser enviado otro mensajero que, por su naturaleza intrínseca más afín, pudiera acercarse a la humanidad más que el Hijo de Dios, a fin de advertirla una vez más y servir de guía en el último instante si … si los hombres no cierran sus oídos a la llamada de la Verdad. Ese mensajero es el Hijo del Hombre.

Cristo, el Hijo de Dios, lo sabía. Al constatar, en el curso de Su actividad, el estado de corrupción y la aridez de las almas humanas, se dio perfecta cuenta de que Su misión sobre la Tierra no podría dar frutos susceptibles de madurar, como los habría dado si la humanidad tuviera buena voluntad. Con profunda aflicción, se presentó ante Sus ojos con toda claridad el ineludible desenlace final a que tenía que conducir necesariamente, en virtud de las leyes naturales portadoras de la Voluntad de Su Padre y que El conocía perfectamente, la forma de ser y la voluntad de los hombres si seguían evolucionando como hasta entonces.

De ahí que empezara a hablar del Hijo del Hombre y de la necesidad de Su venida dadas las circunstancias reinantes. Su elevada misión dejaba dos caminos a seguir libremente por la humanidad: o la observancia de los principios de Su doctrina, con la consiguiente ascensión y la privación de todo lo funesto, o el fracaso y la caída vertiginosa por la escabrosa ruta que habría de conducir necesariamente a la perdición. Y, a medida que iba avanzando en el cumplimiento de tal misión, iba viendo con más claridad que la gran mayoría de los hombres optaban por el fracaso y, por consiguiente, por el hundimiento.

En vista de ese estado de cosas, Sus manifestaciones concernientes al Hijo del Hombre se convirtieron en verdaderas promesas y advertencias, diciendo: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre…” etc.

Se refería así al tiempo que precede inmediatamente al peligro del hundimiento que, a causa del fracaso de la humanidad respecto a Su misión, habrá de constituir, de acuerdo con las leyes impuestas en el mundo material, el último fin de la dirección tan obstinadamente seguida por los hombres. Al percatarse de ello, sintió un gran dolor, pues Él era el mismo Amor.

Es falsa toda tradición que afirme que Jesús, el Hijo de Dios, se denominó a Si mismo, al mismo tiempo, Hijo del Hombre. Esa falta de lógica ni está fundamentada en las leyes divinas, ni puede ser atribuida al Hijo de Dios, portador y conocedor de esas leyes.

Sus discípulos lo ignoraban, como se deduce de sus propias preguntas. A ellos se debe que ese error haya surgido y se haya mantenido hasta nuestros días. Entendieron que el Hijo de Dios se designaba a Sí mismo como Hijo del Hombre, y partiendo de esa hipótesis, transmitieron su error a la posteridad, la cual tampoco se ocupó del absurdo con más interés que ellos, pasándolo por alto con la mayor facilidad, en parte por temor y en parte por negligencia, a pesar de que la rectificación contribuiría a que el inmenso Amor del Creador se manifestara más claramente y con mayor intensidad.

El Hijo del Hombre se presentará ante la humanidad sobre la Tierra en calidad de enviado del Padre, siguiendo los pasos del Hijo de Dios, es decir, haciéndose cargo de Su misión y cumpliéndola más ampliamente, a fin de que los hombres, mediante la promulgación de la Verdad, se aparten de la ruta que siguen y sean incitados a tomar voluntariamente otros derroteros que no conduzcan a la perdición que ahora les espera.

¡El Hijo de Dios! ¡El Hijo del Hombre! No resultará difícil en absoluto comprender que tiene que existir una diferencia entre ambos términos, cada uno de los cuales posee un carácter peculiar estrictamente definido. La confusión y la fusión de ambos conceptos en uno solo lleva impuesto el sello característico de la pereza mental. Los auditores y los lectores de estas conferencias se darán cuenta de la evolución natural que, partiendo de la Luz originaria, Dios Padre, se extiende hasta el cuerpo universal de la materialidad física. El Hijo de Dios traspasó los límites de la insustancialidad divina, para encarnarse en el mundo de la materialidad física después de atravesar rápidamente las demás esferas de la creación. Fue un fenómeno de irradiación. Por tanto, tiene pleno derecho a ser llamado Hijo de Dios encarnado. Pero, por lo rápido de Su paso a través de la sustancialidad espiritual, punto de origen de los espíritus humanos, y a través de la inmediata esfera etérea de la creación, no pudo posarse en ellas lo suficiente como para quedar revestido de sólidas envolturas protectoras, correspondientes a las distintas especies de las distintas esferas, por lo que Su Esencia insustancialmente divina quedó cubierta de una ligera capa que habría de constituir Su coraza.

Esto tuvo la ventaja de que la Esencia divina, más ligera, pudiera irradiar más intensamente, pero, por otro lado, constituyó un inconveniente, puesto que, por lo ostentoso de su presencia, se prestaba a ser combatida más rápidamente y a ser objeto de ataques más furiosos dentro de los bajos fondos terrenales, enemigos de la Luz. Su marcada divinidad, ligeramente encubierta por una capa físico-terrenal, tenía que resultar un elemento extraño a los hombres, algo muy alejado de ellos.

En sentido figurado, podría decirse que, por la deficiencia en la adquisición de elementos propios de la sustancialidad espiritual y de la materialidad etérea, la Esencia divina no estaba suficientemente armada y pertrechada para andar por los planos inferiores de la materialidad física El puente tendido sobre el abismo abierto entre la divinidad y la materialidad física era demasiado frágil.

Dado que los hombres, además de despreciar ese don del Amor divino y no darle protección, se dejaron llevar por los instintos naturales propios de todo lo tenebroso y se enfrentaron al luminoso Hijo de Dios con hostilidad y odio, se hizo necesario que viniera un segundo enviado: el Hijo del Hombre, que estará mucho mejor preparado para actuar en el mundo físico.

También El será un enviado de Dios procedente de la insustancialidad divina. Su venida constituirá, pues, otro fenómeno de irradiación. Pero antes de emprender Su misión en el mundo físico, se encarnará en la sustancialidad espiritual, es decir, estará íntimamente relacionado con el plano de donde proceden los gérmenes espirituales humanos. De este modo, la esencia insustancial-divina de ese segundo enviado tendrá una mayor afinidad con el origen del espíritu humano, lo que le conferirá mayor protección y una fuerza inmediata más intensa para el combate.

Tomando la sustancialidad espiritual como punto de partida, Su misión sobre la Tierra tendrá lugar en una época elegida de tal suerte que pueda entrar en el campo de batalla en el momento requerido, a fin de mostrar, a todos los que buscan a Dios sinceramente e imploran un guía espiritual, el verdadero camino que conduce al reino del Padre, y para protegerlos de los ataques de sus enemigos, los espíritus humanos inclinados al mal.

¡Estad, pues, alerta! para que podáis conocerle cuando llegue Su hora; pues esa hora será también la vuestra.

* * *


Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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