38. LOS SUCESOS DEL MUNDO
NO EXISTE PELIGRO
más grande para una causa, que dejar en ella una laguna cuya necesidad de ser
llenada se siente reiteradamente. De nada servirá, entonces, tratar de pasarla
por alto; pues tal laguna impedirá todo progreso, y el edificio que se
levantara sobre ella acabaría por derrumbarse, a pesar de ser construido con la
mayor destreza y empleando los mejores materiales.
Tal se muestran, hoy día, las distintas comunidades
religiosas cristianas. Con tenaz persistencia, cierran sus ojos y oídos ante
los numerosos pasajes de su doctrina que dejan entrever una cierta falta de
lógica. Con vacías palabras, intentan pasarlos por alto, en vez de procurar
ocuparse de ellos con verdadera seriedad.
Naturalmente que presienten el peligro de que, un día,
resulten insuficientes esos puentes provisionales echados sobre tales abismos
tomando como base la doctrina de una fe ciega. Temen el instante en que una
iluminación ponga de manifiesto inevitablemente la fragilidad de esa
edificación. También les consta que, entonces, nunca más podrán convencer a
nadie para que emprenda un camino tan inseguro, por lo que, naturalmente, la
sólida construcción y el seguro camino que se hallan a continuación también
permanecerán vacíos. Saben, igualmente, que el simple soplo de una fresca
corriente de Verdad bastaría para barrer toda estructura artificial de ese
género.
Pero, a falta de algo mejor, intentan, a pesar de todos los
peligros, consolidar esa insegura tablazón. Incluso están decididas a
defenderla por todos los medios y a exterminar a todo el que se atreva a
indicar un paso más seguro basado en la Verdad misma. Sin vacilación alguna,
procederían a repetir los mismos sucesos que tuvieron lugar en la Tierra hace
unos dos mil años, sucesos cuyas sombras aún se ciernen sobre el mundo actual,
y de los cuales las mismas iglesias han hecho el foco de su doctrina y de su
fe, poniéndolos como una acusación contra la ceguera y la perniciosa
obstinación de los hombres.
Los representantes de
las religiones y los sabios de entonces fueron los que, en su estrechez
dogmática y en su orgullo, manifestación de su debilidad, no pudieron reconocer
ni la Verdad ni al Hijo de Dios. Se negaron a ello, y, llenos de temor y de
envidia, odiaron y persiguieron a Cristo y a sus seguidores; mientras que los
demás hombres, mejor dispuestos para llegar al conocimiento, sintieron más
rápidamente la Verdad de Su Palabra. A pesar de que los actuales representantes
de las comunidades religiosas cristianas hacen especial mención del Vía Crucis
del Hijo de Dios, ellos mismos, sin embargo, no han sacado ninguna enseñanza ni
ningún provecho del hecho en sí. Los mismos líderes actuales de esas
comunidades basadas en la doctrina de Cristo, así como los líderes de los
movimientos religiosos más recientes, serían los primeros, hoy también, en
intentar eliminar a todo hombre que pusiera en peligro, mediante la Verdad
misma, el ruinoso puente echado sobre las lagunas o abismos de sus dudosas
enseñanzas e interpretaciones. Le perseguirían con un odio nacido del temor y,
sobre todo, de la vanidad, exactamente igual que en aquel entonces.
Les faltaría la grandeza de alma necesaria para admitir que
su saber es insuficiente para alcanzar la Verdad y para llenar las lagunas, con
lo que el camino que conduce a una mejor comprensión y a un claro concepto de
todo quedaría allanado para los hombres.
Y, no obstante, la ascensión de la humanidad sólo es posible mediante
la comprensión absoluta, y nunca por medio de una fe ciega e ignorante.
Una de esas lagunas nacidas de erróneas tradiciones es el
concepto del “Hijo del Hombre”. Los hombres se aferran a ello con tenacidad
inusitada, como lo hicieron los fariseos cuando no quisieron aceptar la Verdad
aportada por el Hijo de Dios porque contradecía sus rígidas y tradicionales
doctrinas. Cristo sólo habló de Sí mismo
como Hijo de Dios. Lejos de El estaba caer en el absurdo de llamarse, al mismo
tiempo, Hijo del Hombre. Por razones de duda personal, se ha intentado, con la
mayor destreza y habilidad, explicar por todos los medios la contradicción
manifiesta entre los términos “Hijo de Dios” e “Hijo del Hombre”, contradicción
que resultará evidente para todo hombre que piense con calma. Pero, a pesar de
todos esos esfuerzos, nadie podrá afirmar que se haya conseguido fundir ambos conceptos. La más plausible
de todas las interpretaciones tendrá que mostrar, y nunca podrá ser de otro
modo, un doble carácter: dos naturalezas yuxtapuestas
que jamás constituirán una unidad.
También esto se deriva de la misma índole de las cosas. El
Hijo de Dios no puede ser considerado como Hijo del Hombre solamente por el
hecho de haber tenido que nacer de un cuerpo humano para poder andar sobre la
Tierra.
Todo cristiano sabe que el Hijo de Dios vino únicamente en
misión espiritual, y que todas Sus
palabras se refirieron siempre al reino espiritual,
o sea, que estaban concebidas desde un punto de vista espiritual. Por lo tanto, Sus frecuentes alusiones al Hijo del
Hombre no deben ser tomadas, desde un principio, en un sentido diferente. ¿Por
qué habría de constituir eso una excepción? Espiritualmente, Cristo fue y sigue
siendo el Hijo de Dios.
Así, pues, cuando hablaba del Hijo del Hombre, no lo hacía
refiriéndose a Sí mismo. Todo esto encierra algo mucho más grandioso que lo que
dan a entender las actuales interpretaciones propias de las religiones
cristianas. Haría mucho tiempo que esa evidente contradicción habría inducido a
reflexionar más seriamente, si las objeciones dogmáticas no lo hubieran
oscurecido todo. En lugar de reflexionar, los hombres se aferran
convulsivamente a la palabra transmitida sin ponerse a examinarla severamente,
cosa absolutamente necesaria en asuntos de tanta importancia. Con su proceder,
se ponen anteojeras que reducen la amplitud de su mirada.
De donde resulta que esos exegetas y maestros, a pesar de
encontrarse en la creación de su Dios, no son capaces ni siquiera de
reconocerla, lo que constituye la única posibilidad de acercarse al mismo
Creador, al punto de origen de la obra.
Cristo enseñó, ante todo, con la máxima naturalidad, es
decir, sometiéndose a las leyes de la naturaleza, a las leyes de la creación.
Pero someterse, sólo puede hacerlo el que conoce esas leyes. Las leyes
naturales, a su vez, son portadoras de la Voluntad del Creador, pueden ser el
camino que conduce al conocimiento del mismo Creador.
Ahora bien, el que conoce esas leyes, sabe también cómo
engranan entre sí en su ineluctable actividad; sabe, por tanto, que esa
actividad es invariable en su lógica continua y siempre pujante, como lo es
también la Voluntad del Creador, Dios Padre.
Toda derogación supondría una alteración de la Voluntad
divina, y esa alteración sería prueba
de su imperfección. Ahora bien, como la fuente originaria de toda existencia,
Dios Padre, no puede ser más que una
y perfecta, se deduce que es imposible la menor derogación dentro de las leyes
naturales, de las leyes de la evolución, y que tales derogaciones resultan
excluidas desde un principio. Este hecho implica que también las ciencias
religiosas y las ciencias naturales tengan que constituir, bajo todos los
aspectos, un conjunto único, una serie ininterrumpida de consecuencias lógicas
y precisas, si es que quieren ser reflejo de la Verdad.
No se negará que las ciencias naturales aún siguen
manteniéndose dentro de unos límites muy reducidos en lo que se refiere a sus
conocimientos y en relación con la creación entera; pues su campo de acción se
reduce a lo materialmente físico, ya que el intelecto, tal como se le considera
hoy día, sólo puede abordar aquello que está supeditado al espacio y al tiempo.
La única falta, si bien una falta imperdonable, es que los discípulos de esa
ciencia pretenden negar sarcásticamente todo lo que sobrepasa esos límites,
considerándolo como no existente. Una excepción la constituyen algunos sabios,
muy pocos, que, habiendo alcanzado conocimientos fuera de lo corriente, han
ampliado su horizonte y rehúsan disimular su ignorancia mediante afirmaciones
pretenciosas.
La ciencia religiosa, por su parte, tiene un campo de
acción mucho más amplio pero, no obstante, depende igualmente de las leyes naturales,
que se extienden más allá del espacio y del tiempo, y, procedentes de la fuente
originaria, penetran en el dominio terrestre visible, sin interrupción ni
modificación de su naturaleza.
Por tal razón, los maestros en cuestiones religiosas no
deben encubrir ni lagunas ni contradicciones si es que quieren ser fieles a la
Verdad, o lo que es igual, a las leyes naturales, a la Voluntad de Dios, es
decir, si es que quieren dar cobijo a la Verdad.
Los maestros responsables que sirven de guías no deben permitirse las
libertades de la fe ciega.
He aquí por qué los conceptos erróneos relativos al Hijo
del Hombre pesan sobre los seguidores de la doctrina de Cristo, puesto que
ellos aceptan y propalan tranquilamente las erróneas tradiciones, a pesar de
que, de cuando en cuando, un sentimiento en contra advierte discretamente a
buen número de hombres.
La misma invariabilidad de la Voluntad divina excluye, por
su perfección, toda intervención arbitraria de Dios en la creación. Pero a ella
se debe también que Lucifer, después de su caída a causa de su equivocado
proceder,* no haya podido ser eliminado simplemente; a ella se debe,
igualmente, que se permita a los hombres oponerse a las leyes naturales, a la
Voluntad de Dios; pues al espíritu humano, por tener su origen en la eterna
sustancialidad espiritual, se le ha garantizado la libertad de decidir. **
En los eventos de la
creación física y etérea, la inmutable perfección de la Voluntad de Dios ha de
mostrar, precisamente, un carácter restringido en apariencia. Pero sólo
espíritus humanos ruines y mezquinos pueden ver en ello, al constatarlo, una
limitación de poder y de magnificencia. Semejante interpretación no sería otra
cosa que la consecuencia de su propia limitación.
* Conferencia II–35: “El misterio de Lucifer”
** Conferencia II–1: “La responsabilidad”
Lo inconmensurable del conjunto los llena de confusión;
pues, efectivamente, sólo pueden concebir aquello que, correspondiéndose con su
capacidad de comprensión, se mantiene dentro de estrechos límites.
Sin embargo, quienquiera que se esfuerce en conocer a su
Creador a través de Su actividad y siga el camino de las leyes naturales,
llegará a hacerse una idea convincente de esos acontecimientos y de sus más
lejanas ramificaciones, cuyos comienzos se hallan en la fuente originaria,
punto de partida de todo evento, y desde allí se extienden por toda la creación
como una inmutable red de ferrocarriles, sobre la cual habrá de deslizarse toda
vida ulterior según la posición dada a la aguja de cambio de vías.
Pero es el propio espíritu
humano quien, en el transcurso de su periplo por la materialidad, realiza automáticamente los cambios de vía.*
Desgraciadamente, la mayor parte de los hombres se dejan inducir, por el
principio de Lucifer, a efectuar falsas maniobras, y, de este modo, su vida se
desliza cuesta abajo de acuerdo con las inmutables leyes de la evolución, que
se extienden por toda la materialidad como una red de ferrocarriles. Esa vida
se dirigirá hacia un fin exactamente determinado por la vía que haya escogido.
Así, pues, el cambio de vías efectuado por libre voluntad
del hombre puede ser observado y sentido con precisión desde su principio, lo
que permite deducir claramente la forma en que se realizará el desarrollo
posterior, ya que, después de haber tomado una resolución, la evolución habrá
de proseguir su marcha sobre la vía elegida, es decir, según las correspondientes
leyes arraigadas en la creación.
Esta circunstancia
hace posible prever numerosos acontecimientos, puesto que las leyes de la
creación o leyes naturales jamás sufrirán la menor desviación en su impulsión
evolutiva. A tal respecto, miles de años no significarán absolutamente nada. En
esa facultad de prever los puntos de destino, se basan las revelaciones, que
son inspiradas a los agraciados por medio de imágenes, y que llegan a
conocimiento de la humanidad a través de ellos.
* Conferencia II–22: “El hombre y su libre albedrío”
Pero hay algo que no puede ser predicho con certeza: la época terrenal en que esas profecías
y promesas tendrán cumplimiento. Esto sucederá en el instante en que la vida,
siguiendo el curso marcado por la clase de vías elegidas, entre en una estación
prevista con anterioridad, ya sea una estación intermedia, o la estación
terminal. El destino del hombre, lo mismo que el de un pueblo y, por extensión,
el de la humanidad, es comparable a un tren detenido en una estación de vía
única situada frente a un cruce de líneas férreas que parten, de allí, en todas
las direcciones. El hombre acciona el cambio de vía, se sube al tren, y da
vapor, es decir, lo pone en marcha.
Una vez que el tren se haya encarrilado en la dirección
deseada, se podrá conocer las distintas estaciones y el punto de destino, pero
no la hora exacta de llegada a cada una de ellas; pues eso dependerá de la
rapidez de la marcha, la cual puede variar según el carácter del hombre. El hombre es, pues, el que da impulso a la máquina y, según su
forma de ser, la hará deslizarse a velocidad moderada y uniforme, o con ímpetu
arrollador, o unas veces de una forma y otras veces de otra. Pero a medida que
el tren de ese hombre, de ese pueblo o de la humanidad vaya acercándose a una de
las estaciones de su trayecto o vía del destino, tanto más exactamente podrá
ser calculada y fijada la hora de la llegada.
Por otro lado, esa red de ferrocarriles posee igualmente
varios ramales de empalme que pueden ser utilizados en ruta mediante el correspondiente cambio de vía, a fin de tomar
otra dirección diferente y llegar a una estación terminal distinta de la que
había sido prevista en un principio. Al acercarse al punto de desviación, será
preciso, naturalmente, reducir la marcha, parar, y efectuar el cambio de
agujas. La reducción de la marcha representa la reflexión; la parada es la
resolución, que siempre, hasta en el último instante, puede ser tomada
libremente por el espíritu humano; el cambio de agujas es la acción que sigue a
la resolución tomada.
La Voluntad divina, impuesta en las leyes naturales
vigentes y extendida por toda la materialidad como una red de ferrocarriles,
puede ser considerada también como el sistema nervioso de la creación, cuyos
nervios transmiten o comunican al punto de origen, a la misma fuente creadora
originaria, toda irregularidad que se deje sentir en el gigantesco cuerpo de la
obra creadora.
Esa clara y segura visión de conjunto que, por razón de las
leyes inmutables, abarca hasta la última fase de cada evento, incita al Creador
a hacer Sus revelaciones junto con
promesas, que anuncian el envío de remediadores en el momento oportuno,
cuando se acerque la hora de las curvas más peligrosas, de las estaciones
intermedias, o de las estaciones terminales.
Esos remediadores están preparados por El de tal suerte que
puedan, poco antes de sobrevenir inevitables catástrofes y peligrosas curvas,
anunciar la Verdad, abriendo así los ojos a los espíritus humanos que se
deslizan sobre esas falsas vías, con lo que aún les será posible cambiar de vía
a su debido tiempo, a fin de evitar esos puntos cada vez más peligrosos, y
poder escapar al desastre final tomando otra dirección.
Comoquiera que el Creador no puede variar en nada la
perfección de Su Voluntad, al proporcionar esas ayudas lo hará también
cumpliendo exactamente las leyes establecidas. En otras palabras: Su Voluntad
es perfecta desde los primeros orígenes, por lo que, lógicamente, todos y cada
uno de Sus actos voluntarios tienen que ser igualmente perfectos. Esto exige que
cada una de Sus nuevas decisiones voluntarias tenga que ser, necesariamente,
portadoras de las mismas leyes que las precedentes, lo que implica una
conformidad absoluta con los acontecimientos evolutivos del mundo físico y del
mundo etéreo.
Toda otra posibilidad queda excluida de una vez y para
siempre, debido, precisamente, a la Perfección de Dios. Dentro del marco de
esas previsiones ya expuestas, tuvo lugar la promesa de la encarnación del Hijo
de Dios, hecha para que la humanidad, al ser anunciada la Verdad, procediera a
efectuar el cambio de vía.
En conformidad con las leyes, la acción propiamente dicha
de cambiar las agujas queda reservada a los mismos espíritus humanos. Pero en
este caso, la naturaleza de la resolución escapa a toda previsión, pues
solamente las líneas férreas ya elegidas por
los espíritus humanos poniendo las agujas en la posición escogida
voluntariamente, pueden ser abarcadas con la vista hasta el final del trayecto
con todas sus estaciones y curvas.
Como consecuencia natural y lógica, los puntos cruciales,
en los que el libre albedrío de los hombres juega un papel decisivo, quedan
excluidos igualmente de toda predicción; pues también este derecho es, en
virtud de las leyes naturales del devenir y de la evolución nacidas de la Perfección
de Dios, tan inmutable como todos los demás; y comoquiera que el Creador ha
concedido tal derecho a los seres humanos por tener su origen en la
sustancialidad espiritual, tampoco pretenderá saber de antemano la decisión que
será tomada.
Únicamente las
consecuencias de tal resolución pueden ser conocidas por El con toda
exactitud y hasta en sus últimas manifestaciones, puesto que aquélla habrá de
evolucionar dentro del margen de esa Voluntad que reposa en las leyes de la
creación física y etérea. Por las razones expuestas, si ello fuera de otra
manera, la causa no podría ser otra que una deficiencia de la Perfección, lo
cual está excluido por completo.
Por tanto, el hombre debe poseer siempre plena conciencia
de la enorme responsabilidad que supone ser verdaderamente independiente en sus
decisiones fundamentales. Pero, por desgracia, o bien se considera como un
siervo completamente sumiso, o bien se precia presuntuosamente de ser una parte
de la divinidad.
En ambos casos, la razón de tal proceder reside
probablemente en el hecho de creer poder eludir la responsabilidad reduciéndose
a la categoría de criatura inferior y sumisa, o a la categoría de ser superior.
Pero tanto lo uno como lo otro es erróneo. Su situación es la misma que la de
un gerente: puede decidir libremente en ciertos asuntos, pero también tiene que
cargar con toda la responsabilidad, es decir, goza de una gran confianza que no
debe defraudar mediante una mala administración.
Esta perfección es, precisamente, la que hace necesario que
el Creador, al proporcionar ayuda inmediata a la humanidad descarriada, tenga
en cuenta la posibilidad de un fracaso de los hombres en el momento de tomar
una resolución. En Su Sabiduría y en Su Amor, prerrogativas que Le son propias
por naturaleza y conforme a las leyes, tiene preparados, para tales casos,
otros medios de ayuda, que serán puestos a continuación de los primeros en caso
de que éstos quedaran interrumpidos por el fracaso de la humanidad.
De este modo, antes de haber llegado el tiempo de la encarnación
del Hijo de Dios, fue prevista, en el eterno reino del Padre, una nueva
promulgación de la Verdad, para el caso de que la humanidad, a pesar del gran
sacrificio de Amor del Padre, llegara a fracasar. Si, dado el carácter
puramente divino del Hijo de Dios, no fuera comprendido por los hombres, y
éstos, en su ceguera, en vez de prestar oídos a Sus advertencias y proceder a
cambiar las agujas en el sentido indicado por El, persistieran en seguir su
marcha sobre las vías que conducen a la catástrofe, debería ser enviado otro
mensajero que, por su naturaleza intrínseca más afín, pudiera acercarse a la
humanidad más que el Hijo de Dios, a fin de advertirla una vez más y servir de
guía en el último instante si … si los hombres no cierran sus oídos a la llamada
de la Verdad. Ese mensajero es el Hijo
del Hombre.
Cristo, el Hijo de Dios, lo sabía. Al constatar, en el
curso de Su actividad, el estado de corrupción y la aridez de las almas
humanas, se dio perfecta cuenta de que Su misión sobre la Tierra no podría dar
frutos susceptibles de madurar, como los habría dado si la humanidad tuviera
buena voluntad. Con profunda aflicción, se presentó ante Sus ojos con toda
claridad el ineludible desenlace final a que tenía que conducir necesariamente,
en virtud de las leyes naturales portadoras de la Voluntad de Su Padre y que El
conocía perfectamente, la forma de ser y la voluntad de los hombres si seguían
evolucionando como hasta entonces.
De ahí que empezara a hablar del Hijo del Hombre y de la
necesidad de Su venida dadas las circunstancias reinantes. Su elevada misión
dejaba dos caminos a seguir libremente por la humanidad: o la observancia de
los principios de Su doctrina, con la consiguiente ascensión y la privación de
todo lo funesto, o el fracaso y la caída vertiginosa por la escabrosa ruta que
habría de conducir necesariamente a la perdición. Y, a medida que iba avanzando
en el cumplimiento de tal misión, iba viendo con más claridad que la gran
mayoría de los hombres optaban por el fracaso y, por consiguiente, por el
hundimiento.
En vista de ese estado de cosas, Sus manifestaciones
concernientes al Hijo del Hombre se convirtieron en verdaderas promesas y
advertencias, diciendo: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre…” etc.
Se refería así al tiempo que precede inmediatamente al
peligro del hundimiento que, a causa del fracaso de la humanidad respecto a Su
misión, habrá de constituir, de acuerdo con las leyes impuestas en el mundo
material, el último fin de la dirección tan obstinadamente seguida por los
hombres. Al percatarse de ello, sintió un gran dolor, pues Él era el mismo
Amor.
Es falsa toda tradición que afirme que Jesús, el Hijo de
Dios, se denominó a Si mismo, al mismo tiempo, Hijo del Hombre. Esa falta de
lógica ni está fundamentada en las leyes divinas, ni puede ser atribuida al
Hijo de Dios, portador y conocedor de esas leyes.
Sus discípulos lo
ignoraban, como se deduce de sus propias preguntas. A ellos se debe que ese
error haya surgido y se haya mantenido hasta nuestros días. Entendieron que el
Hijo de Dios se designaba a Sí mismo como Hijo del Hombre, y partiendo de esa
hipótesis, transmitieron su error a la posteridad, la cual tampoco se ocupó del
absurdo con más interés que ellos, pasándolo por alto con la mayor facilidad,
en parte por temor y en parte por negligencia, a pesar de que la rectificación
contribuiría a que el inmenso Amor del Creador se manifestara más claramente y
con mayor intensidad.
El Hijo del Hombre se presentará ante la humanidad sobre la
Tierra en calidad de enviado del Padre, siguiendo los pasos del Hijo de Dios,
es decir, haciéndose cargo de Su misión y cumpliéndola más ampliamente, a fin
de que los hombres, mediante la promulgación de la Verdad, se aparten de la
ruta que siguen y sean incitados a tomar voluntariamente otros derroteros que
no conduzcan a la perdición que ahora les espera.
¡El Hijo de Dios! ¡El Hijo del Hombre! No resultará difícil
en absoluto comprender que tiene que existir una diferencia entre ambos
términos, cada uno de los cuales posee un carácter peculiar estrictamente
definido. La confusión y la fusión de ambos conceptos en uno solo lleva
impuesto el sello característico de la pereza mental. Los auditores y los
lectores de estas conferencias se darán cuenta de la evolución natural que,
partiendo de la Luz originaria, Dios Padre, se extiende hasta el cuerpo
universal de la materialidad física. El Hijo de Dios traspasó los límites de la
insustancialidad divina, para encarnarse en el mundo de la materialidad física
después de atravesar rápidamente las demás esferas de la creación. Fue un
fenómeno de irradiación. Por tanto, tiene pleno derecho a ser llamado Hijo de
Dios encarnado. Pero, por lo rápido de Su paso a través de la sustancialidad
espiritual, punto de origen de los espíritus humanos, y a través de la
inmediata esfera etérea de la creación, no pudo posarse en ellas lo suficiente
como para quedar revestido de sólidas envolturas protectoras, correspondientes
a las distintas especies de las distintas esferas, por lo que Su Esencia
insustancialmente divina quedó cubierta de una ligera capa que habría de constituir
Su coraza.
Esto tuvo la ventaja de que la Esencia divina, más ligera,
pudiera irradiar más intensamente, pero, por otro lado, constituyó un inconveniente,
puesto que, por lo ostentoso de su presencia, se prestaba a ser combatida más
rápidamente y a ser objeto de ataques más furiosos dentro de los bajos fondos
terrenales, enemigos de la Luz. Su marcada divinidad, ligeramente encubierta
por una capa físico-terrenal, tenía que resultar un elemento extraño a los
hombres, algo muy alejado de ellos.
En sentido figurado, podría decirse que, por la deficiencia
en la adquisición de elementos propios de la sustancialidad espiritual y de la
materialidad etérea, la Esencia divina no estaba suficientemente armada y
pertrechada para andar por los planos inferiores de la materialidad física El
puente tendido sobre el abismo abierto entre la divinidad y la materialidad
física era demasiado frágil.
Dado que los hombres, además de despreciar ese don del Amor
divino y no darle protección, se dejaron llevar por los instintos naturales
propios de todo lo tenebroso y se enfrentaron al luminoso Hijo de Dios con
hostilidad y odio, se hizo necesario que viniera un segundo enviado: el Hijo
del Hombre, que estará mucho mejor preparado para actuar en el mundo físico.
También El será un enviado de Dios procedente de la
insustancialidad divina. Su venida constituirá, pues, otro fenómeno de
irradiación. Pero antes de emprender Su misión en el mundo físico, se encarnará
en la sustancialidad espiritual, es decir, estará íntimamente relacionado con
el plano de donde proceden los gérmenes espirituales humanos. De este modo, la
esencia insustancial-divina de ese segundo enviado tendrá una mayor afinidad
con el origen del espíritu humano, lo que le conferirá mayor protección y una
fuerza inmediata más intensa para el combate.
Tomando la sustancialidad espiritual como punto de partida,
Su misión sobre la Tierra tendrá lugar en una época elegida de tal suerte que
pueda entrar en el campo de batalla en el momento requerido, a fin de mostrar,
a todos los que buscan a Dios sinceramente e imploran un guía espiritual, el
verdadero camino que conduce al reino del Padre, y para protegerlos de los
ataques de sus enemigos, los espíritus humanos inclinados al mal.
¡Estad, pues, alerta! para que podáis conocerle cuando
llegue Su hora; pues esa hora será también la vuestra.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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