martes, 20 de diciembre de 2022

43. ¡YO SOY EL SEÑOR, TU DIOS!

 

43. ¡YO SOY EL SEÑOR, TU DIOS!

¿DÓNDE ESTÁN los hombres que ponen en práctica verdaderamente este mandamiento, el más grande de todos? ¿Dónde está el sacerdote que lo enseña en toda su pureza y veracidad?

“Yo soy el Señor, tu Dios; no tendrás dioses ajenos delante de mí”. Estas palabras son tan claras y tan absolutas que debiera ser completamente imposible una falsa interpretación. Cristo mismo insistió en ellas repetidas veces con toda precisión y firmeza.

Tanto más deplorable resulta el hecho de que millones de hombres las pasen por alto despreocupadamente, y se entreguen a cultos que están en oposición directa con ese mandamiento, el más grande de todos. Y lo peor de todo es que desprecian el mandamiento de su Dios y Señor con ferviente fe, en la creencia de que honran a Dios y son gratos a El mediante esa transgresión manifiesta de Su mandamiento.

Un error tan grande sólo puede mantenerse vivo por una fe ciega, en la que todo examen está excluido. Pues la fe ciega no es otra cosa que una falta de reflexión, una pereza mental por parte de los hombres que, cual dormilones y holgazanes, procuran, en lo posible, no despertarse ni levantarse, pues ello implica una serie de deberes cuyo cumplimiento les repulsa. Todo esfuerzo les parece terrible. Resulta más cómodo dejar que otros trabajen y piensen por ellos.

Pero el que deja que otros piensen por él, les da poder sobre sí mismo, se rebaja a la categoría de esclavo y, por tanto, pierde su libertad. Dios, por el contrario, dio al hombre el poder de decidir libremente, le dio la facultad de pensar y sentir, y por eso tiene derecho también a pedir cuentas de todo lo que se derive de esa libre facultad de decidir. Así, pues, Dios quiso que los hombres fueran libres y no esclavos.

Triste es que el hombre se convierta en un esclavo terrenal a causa de su pereza, pero terribles serán las consecuencias si llega a depreciarse espiritualmente hasta el punto de convertirse en un necio seguidor de doctrinas opuestas a los estrictos mandamientos de su Dios. De nada servirá que esos hombres quieran acallar los escrúpulos de conciencia que, de cuando en cuando, pudieran surgir, poniendo como pretexto que, al fin y al cabo, la mayor parte de la responsabilidad ha de recaer sobre quienes promulgaron esas falsas doctrinas. Todo eso está muy bien, pero también es verdad que cada individuo es responsable de sus propios pensamientos y acciones. Esa responsabilidad es absoluta, y el hombre no puede eximirse nunca de ella en modo alguno.

Quienquiera que, en la medida de sus posibilidades, no haga pleno uso de esa facultad de pensar y sentir que se le ha dado gratuitamente, se hace reo de culpa.

No es ningún pecado, sino un deber, que cada uno, en el momento del despertar de su madurez, al llegar a ser consciente de su propia responsabilidad, se ponga a reflexionar sobre lo que se le ha venido enseñando hasta entonces; y si sus sentimientos no estuvieran de acuerdo con alguna cosa, no deberá aceptarla ciegamente como algo cierto. Si así lo hace, él será el único perjudicado, como sucede cuando se hace una mala compra. Lo que no pueda ser admitido convincentemente debe ser dejado en suspenso; pues, si no, los pensamientos y actos del hombre son hipócritas.

Aquel que deseche algo verdaderamente bueno por no poder comprenderlo, no es, ni mucho menos, tan condenable como aquellos que, sin convicción alguna, se entregan a la práctica de un culto que no les resulta comprensible del todo. Todos los pensamientos y acciones inspirados en esa incomprensión serán vanos y vacíos, y de ellos no podrá surgir ningún efecto recíproco beneficioso, pues la futilidad no es base viva para el nacimiento de algo bueno. Todo se reducirá a una hipocresía con carácter de blasfemia; pues se pretende aparentar ante Dios lo que no se es. Los sentimientos vivos faltan, y eso hace de tal creyente un ser despreciable, un réprobo.

Por tanto, esos millones de hombres que hacen honor a esas cosas directamente opuestas a los mandamientos de Dios son seres esclavizados que, a pesar del fervor de que pudieran estar poseídos, quedan excluidos por completo de toda ascensión espiritual.

Sólo el libre convencimiento posee vida y, por consiguiente, sólo él puede engendrar formas vivientes. Pero ese convencimiento puede nacer únicamente de un examen riguroso y a consecuencia de sentimientos interiores profundamente vividos. Donde esté presente la menor incomprensión — y no digamos en caso de duda — nunca puede existir convicción.

Solamente la comprensión absoluta y libre de lagunas es sinónimo de convicción, lo único que posee valor espiritual.

Resulta verdaderamente doloroso ver cómo las masas se santiguan, se inclinan y se arrodillan en las iglesias sin pensar en lo que hacen. Semejantes autómatas no merecen ser contados entre los hombres pensantes. La señal de la Cruz es símbolo de la Verdad y, por tanto, un signo de Dios. Echará la culpa sobre sí mismo aquel que emplee ese signo de la Verdad sin que, en el mismo instante de hacer uso de él, lo íntimo de su ser sea también veraz en todos los aspectos, es decir, si todos sus sentimientos no están orientados hacia la Verdad absoluta. Sería cien veces mejor que esa gente prescindiera de persignarse y lo dejara para los momentos en que su alma se incline hacia la Verdad, es decir, hacia el mismo Dios, hacia Su Voluntad; pues Dios, su Señor, es la Verdad.

Pero si un símbolo es objeto de honores que sólo corresponden a Dios, se convierte en idolatría, y es una transgresión manifiesta del más sagrado de los mandamientos divinos.

“Yo soy el Señor, tu Dios; no tendrás dioses ajenos delante de mí”, se ha dicho expresamente. Estas palabras son tan escuetas, tan precisas y claras, que no permiten ni la menor tergiversación. También Cristo insistió especialmente en la necesidad de observarlas. Con toda intención, El las calificó ante los fariseos, de manera que no dejaba lugar a dudas, como la ley suprema, es decir, como la ley que no debe ser transgredida ni alterada bajo ningún concepto. Esta denominación da a entender también que todo lo bueno y todas las creencias no podrán adquirir la plenitud de su valor si no es observando esa ley suprema íntegramente. Significa, incluso, que todo depende de esa observancia.

A tal respecto y a título de ejemplo, consideremos, sin prejuicios de ninguna especie, la veneración de que es objeto la custodia. Muchos hombres ven en ello una contradicción de ese claro mandamiento, el más grande de todos.

¿Pero es que piensa el hombre que su Dios desciende hasta esa hostia intercambiable, justificando así los honores divinos de que ella es objeto? ¿Cree, tal vez, que Dios puede ser obligado a descender a esa hostia mediante la consagración de la misma? Lo uno es tan inconcebible como lo otro. Esa consagración tampoco puede establecer un contacto directo con Dios: el camino que conduce a Él no es tan fácil ni sencillo, y ningún hombre ni ningún espíritu humano podrá recorrerlo jamás hasta el final.

Según esto, si un hombre se postra ante una imagen tallada en madera, otro ante el sol, y un tercero ante la custodia, todos ellos infringirán la suprema ley divina en cuanto vean en esas cosas al mismo Dios vivo y, por consiguiente, esperen recibir de ellas, directamente, gracias y bendiciones divinas. Esa falsa suposición, esa esperanza infundada y ese erróneo sentimiento constituirían la infracción propiamente dicha, y sería un acto de idolatría manifiesta.

Una idolatría de este género suele ser practicada a menudo por los prosélitos de muchas religiones, si bien de diversas maneras.

En estas condiciones, todo hombre que cumpla el deber de reflexionar — deber nacido de sus propias facultades — ha de verse envuelto en un conflicto, del cual sólo quedará libre temporalmente mediante la sinrazón de una fe ciega impuesta por la fuerza, del mismo modo que un holgazán se desentiende de sus deberes cotidianos sumiéndose en un indolente sueño.

El hombre sincero, sin embargo, sentirá la imperiosa necesidad de intentar, en primer lugar, poner en claro todo eso que debe serle sagrado.

Cuántas veces explicó Cristo que los hombres debían poner en práctica Sus enseñanzas para sacar provecho de ellas, o lo que es igual, para poder encumbrarse espiritualmente y alcanzar la vida eterna. Ya las mismas palabras “vida eterna” hablan de la vitalidad del espíritu, pero no de su pereza. Mediante la indicación de la puesta en práctica de Sus doctrinas, advirtió expresamente y con toda claridad que resultaría erróneo y vano aceptarlas ciegamente.

Como es natural, vivir la Verdad sólo puede tener lugar mediante la convicción, y nunca de otro modo. Pero la convicción implica una comprensión absoluta, y ésta, a su vez, exige una profunda reflexión y un estudio de sí mismo. Es menester sopesar las doctrinas con los propios sentimientos. La consecuencia inmediata de todo esto es que la fe ciega resulta falsa en todos los aspectos, y lo falso, por su parte, puede conducir fácilmente a la perdición, a la caída, pero jamás a la ascensión.

Ascensión significa lo mismo que liberación de toda opresión. En tanto exista una sola opresión en algún sitio, no podrá hablarse de una liberación o redención. Ahora bien, la incomprensión es una de esas opresiones, que sólo podrá ser suprimida cuando quede eliminado el punto de presión o laguna mediante una comprensión total.

La fe ciega siempre será sinónimo de incomprensión, por lo que nunca podrá ser una convicción y, por tanto, nunca servirá para alcanzar una liberación o una redención. Los hombres relegados a la estrechez de una fe ciega no pueden ser seres espiritualmente vivos. Están como muertos, y no tienen valor ninguno.

Pero si un hombre empieza a pensar como es debido, siguiendo atentamente y con calma todos los acontecimientos y clasificándolos según un orden lógico, llegará a convencerse por sí mismo de que Dios, en la perfección de Su Pureza y por Su propia Voluntad creadora, no puede descender a la Tierra.

La Pureza y Perfección absolutas, atributos constitutivos de la Divinidad, excluyen la posibilidad de un descenso a la materialidad. La diferencia es demasiado grande como para que pueda existir la más mínima oportunidad de una relación directa, sin que se tenga en cuenta las indispensables transiciones que imponen los géneros intermedios de la sustancialidad y de la materialidad. Pero esos planos de transición sólo pueden ser franqueados mediante la encarnación, tal como se cumplió en el Hijo de Dios.

Pero, como el Hijo de Dios “se ha ido al Padre”, es decir, ha regresado a Su origen, se halla nuevamente en la divinidad y, por tanto, está tan separado de lo terrenal como el Padre.

Una excepción en tal sentido significaría un cambio en la Voluntad divina y creadora, lo cual revelaría una falta de perfección.

Pero, puesto que la Perfección es inseparable de la Divinidad, no queda otra posibilidad para la Voluntad creadora que la de ser también perfecta, lo que significa que tiene que ser considerada como inmutable. Si también los seres humanos fueran perfectos, todos y cada uno de ellos podrían y tendrían que seguir exactamente el mismo camino, como se desprende de la misma naturaleza de las cosas. La imperfección es lo único que admite diversidad.

Al cumplimiento de las perfectas leyes divinas se debe, precisamente, que tanto el Hijo de Dios — después de haber “vuelto al Padre” — como Este mismo hayan sido privados de la posibilidad de estar presentes personalmente en la materialidad y, por tanto, de la posibilidad de descender a la Tierra, lo cual sólo es posible mediante la encarnación, de acuerdo con las leyes de la creación.

Por estas razones, siempre que una cosa material sea objeto, en la Tierra, de la veneración propia de un Dios, se infringirá la suprema ley divina, pues los honores divinos únicamente deben ser rendidos al Dios vivo, y Este, a causa de Su Divinidad, no puede hallarse sobre la Tierra.

En cuanto al cuerpo físico del Hijo de Dios, también tuvo que ser, por razón de la misma perfección de la Voluntad creadora de Dios, puramente terrenal, por lo que no debe ser considerado como divino ni designado como tal.*

Todo lo que se oponga a este hecho implicará, lógicamente, una duda en la absoluta Perfección de Dios y, por consiguiente, tiene que ser falso. Indiscutiblemente, esto constituye la medida infalible de la verdadera fe en Dios.

Otra cosa es si se trata de un simbolismo puro. Cada símbolo cumple, si es considerado sinceramente como tal, un fin útil: el estímulo. En efecto, su contemplación incita a muchos hombres a una concentración más amplia y más profunda. A muchos les resultará más fácil, al contemplar el signo de su religión, dirigir sus pensamientos más límpidamente hacia el Creador, cualquiera que sea el nombre con que se Le designe. Por lo tanto, sería un error dudar del elevado valor de los ritos y símbolos religiosos. Lo único que debe evitarse es hacerlos objeto de directa adoración, es decir, que no se conviertan en una veneración de cosas materiales.

Siendo así que el mismo Dios no puede descender hasta la Tierra, hasta la materialidad física, sólo al espíritu humano le incumbe emprender la ascensión del camino que conduce a la sustancialidad espiritual de donde él procede. Y para mostrar ese camino, un Ser divino se encarnó y descendió al mundo físico, pues solamente en lo divino reposa la fuerza originaria de donde puede brotar la Palabra viva. Pero no se imagine el hombre que la Divinidad vino a la Tierra para que cada ser humano, con solo desearlo, se convirtiera en seguida y de modo especial en beneficiario de la Gracia. Para eso están impuestas las férreas leyes de Dios en la creación, cuya observancia rigurosa es lo único capaz de proporcionar la Gracia. ¡Ríjase por ellas quien quiera alcanzar las cumbres luminosas!

* Conferencia II–48: “La resurrección del cuerpo terrenal de Cristo”

Nadie debe comparar al Dios perfecto con un rey terrenal que, por lo imperfecto de los juicios humanos, puede conceder gracias arbitrarias mediante las sentencias emitidas por sus jueces, tan imperfectos como él. Pero eso resulta imposible para la Perfección de Dios y Su Voluntad, que es uno con El.

Hora es ya de que el espíritu humano se haga a la idea de que él es quien ha de esforzarse con todo afán para poder alcanzar la Gracia y el perdón, cumpliendo así, por fin, los deberes tan negligentemente descuidados. Debe hacer un supremo esfuerzo y disciplinarse a si mismo si no quiere hundirse en las Tinieblas de la perdición.

Confiar en su Salvador significa confiar en Sus palabras, hacer que, traduciéndolo en actos, cobre vida lo que dijo. ¡Ninguna otra cosa podrá ayudarle! La fe vacía no le servirá de nada. Creer en El no significa otra cosa que creerle. Se perderá sin remisión aquel que no se esfuerce considerablemente en subir por la cuerda que ha sido puesta en sus manos por la Palabra del Hijo de Dios.

Si el hombre quiere llegar verdaderamente a su Redentor, ha de hacer acopio de todas sus fuerzas encaminadas a una actividad y a una labor espiritual que no busca solamente disfrutes y beneficios terrenales; ha de procurar elevarse hasta El, y no esperar arrogantemente a que El descienda. El camino a seguir está indicado por la misma Palabra.

Dios no va detrás de la humanidad como un mendigo si ésta se hace una idea equivocada de El y, como consecuencia de ello, se desvía de su ruta y va por caminos falsos. La cosa no es tan fácil. Pero dado que esa absurda idea, derivada de una falsa interpretación, ya ha arraigado en muchos hombres, la humanidad ha de aprender de nuevo y ante todo a temer a Dios mediante el ineludible efecto reciproco nacido de una fe cómoda o muerta, el cual hará reconocer que Su Voluntad está sólidamente fundamentada en la Perfección y que no se deja doblegar.

El que no se someta a las leyes divinas será magullado o incluso triturado, como habrá de sucederles al fin a todos esos que se entregan a la idolatría adorando como a un Dios lo que no tiene nada de divino. El hombre tiene que llegar a admitir esta verdad: el Salvador está presto a recibirle, pero no saldrá a su encuentro.

La fe o, más exactamente, la creencia que, hoy día, lleva dentro de si la mayor parte de los hombres tenía que fracasar, pues está muerta, no alberga en sí ni un hálito de vida.

Lo mismo que, entonces, Cristo purificó el templo arrojando de él a los mercaderes, así también habrán de ser fustigados los seres humanos para que salgan de su pereza mental y sentimental frente a Dios. Que siga durmiendo plácidamente el que así lo desee, poniéndose a sus anchas sobre el mullido lecho de la fatua ilusión de que la verdadera fe consiste en pensar lo menos posible, y de que todo lo que sea reflexionar es pecado. Terrible será su despertar, que está más cercano de lo que él piensa. ¡Con la misma vara de su pereza será medido!

Un hombre que cree en Dios, que ha reflexionado sobre Su Esencia y Su grandeza y se ha percatado de la perfecta Voluntad divina impuesta en las leyes naturales de la creación, ese hombre, ¿cómo es capaz de creer que, en contra de esas leyes divinas del incondicional efecto recíproco, sus pecados pueden ser perdonados mediante la imposición de una cierta penitencia? Eso no sería factible ni para el mismo Creador. Sólo las leyes de la evolución y de la creación, surgidas de Su Perfección, llevan inherentes en sus manifestaciones, con carácter absolutamente automático e inflexiblemente justo, el premio o castigo mediante la madurez y cosecha de las semillas buenas o malas sembradas por el espíritu humano.

Sea cual sea lo que Dios quiera, cada uno de los nuevos actos de Su Voluntad habrá de llevar implícita la Perfección, por lo que no puede sufrir desviación alguna respecto a actos voluntarios anteriores, sino que tiene que estar de completo acuerdo con ellos. Todo, absolutamente todo, según la Perfección de Dios, tiene que seguir siempre idénticos caminos. Por tanto, una remisión de los pecados no conforme a las leyes divinas impuestas en la creación, a través de las cuales ha de pasar necesariamente el camino a seguir por cada uno de los espíritus humanos, entra dentro de lo imposible, y lo mismo toda remisión inmediata.

¿Cómo un hombre que piensa puede esperar una derogación de esas leyes? ¡Ello sería una denigración manifiesta de la Perfección de su Dios! Cuando Cristo, en el transcurso de Su vida terrenal, decía a unos u otros: “Tus pecados te son perdonados”, decía muy bien, pues en los ruegos sinceros y en la fe firme del hombre en cuestión había una garantía de que, en el futuro, viviría de acuerdo con la doctrina de Cristo, por lo que habría de llegar necesariamente la remisión de sus pecados, ya que se atenía perfectamente a las leyes divinas de la creación y no realizaba acto ninguno en contra suya.

Pero si un hombre impone una penitencia a otro según su propia apreciación, dando, así, como perdonados los pecados de éste, se engaña a si mismo y engaña al que busca ayuda, tanto si lo hace conscientemente como si no, poniéndose, además, a sí mismo muy por encima de la Divinidad.

¡Ah si los hombres quisieran, de una vez, considerar a su Dios con más naturalidad! ¡El, cuya Voluntad fue el origen de la naturaleza viviente! Pero así, en la ficción de su ciega fe, se forjan de El una imagen fantasmagórica que no se Le parece en nada. La natural Perfección o la perfecta Naturalidad que constituye la fuente originaria de todas las cosas, el punto de origen de toda vida, es, precisamente, lo que hace a Dios tan inmensamente grande y tan incomprensible para el espíritu humano. Pero las tergiversaciones y complicaciones que suelen estar presentes en la fraseología de muchas doctrinas dificultan innecesariamente e incluso, a veces, hacen completamente imposible la adquisición de una fe pura, pues ésta tiene que estar privada de toda naturalidad. ¡Y cuántas increíbles contradicciones encierran muchas de esas doctrinas!

Por ejemplo: una de las ideas fundamentales de muchas de esas doctrinas es la Omnisciencia y Perfección de Dios y Su Palabra. Pero, también aquí, la lógica exige una inmutabilidad imposible de variar ni en el grueso de un cabello, pues la Perfección no puede concebirse de otra manera.

Sin embargo, el comportamiento de numerosos dignatarios religiosos deja entrever ciertas dudas en su propia doctrina, pues sus actos están en directa contradicción con ella y son una negación de sus fundamentos a todas luces. Tal sucede, por ejemplo, con las confesiones y sus correspondientes penitencias, con la concesión de indulgencias a cambio de dinero o mediante oraciones, indulgencias que llevan consigo el inmediato perdón de los pecados, y con tantas otras costumbres semejantes que, si se piensa detenidamente, constituyen una negación de la Voluntad divina que reposa en las leyes de la creación Quienquiera que no deje que sus pensamientos se pierdan esporádicamente en nebulosas especulaciones desprovistas de todo fundamento, no podrá menos de ver en todo eso una indiscutible depreciación de la Perfección de Dios.

Es cosa muy natural que la equivocada suposición humana de poder conceder la remisión de los pecados, y otras ofensas similares contra la Perfección de la Voluntad divina, tuvieran que dar lugar a groseros abusos. ¡Cuánto tiempo, aún, persistirá esa insensatez de creer que se puede mantener un comercio tan inmundo con el Dios justo y Su inmutable Voluntad!

En aquel tiempo, cuando Jesús, Hijo de Dios, dijo a sus discípulos: “A quienes perdonareis los pecados les son perdonados”, no se refirió a una autorización general para obrar arbitrariamente.

Eso habría equivalido a un trastorno de la Voluntad divina manifestada en el inmutable poder de los efectos recíprocos, los cuales mantienen viva dentro de sí la actividad de recompensar o castigar según una justicia incorruptible, es decir, divina y, por tanto, perfecta.

Pero eso no lo haría nunca Jesús, ni podía hacerlo, pues El vino para “cumplir” las leyes, y no para abolirlas.

Con esas palabras quiso decir que, conforme a la legislación establecida por la Voluntad del Creador, un hombre puede perdonar a otro el mal que le haya ocasionado éste personalmente. En calidad de ofendido, tiene derecho y poder de perdonar al ofensor, pues por la sinceridad de su perdón, el karma que el efecto recíproco habría hecho recaer sobre el otro queda interrumpido desde un principio perdiendo toda su fuerza, proceso este en que también se basa toda remisión verdadera.

Pero la iniciativa de ese proceder respecto al promotor o culpable, sólo puede partir de la propia persona ofendida: nadie más que ella podrá hacerlo. De aquí que se deriven tantas bendiciones y beneficios espirituales del perdón personal, siempre que sea expresión de un sentimiento sincero.

La persona que no haya participado en ello directamente quedará excluida de los hilos del efecto recíproco correspondiente, como se deriva de la misma naturaleza de las cosas, por lo que no podrá intervenir activamente, es decir, con eficacia, ya que no guarda relación ninguna con esos hilos. En tales casos, lo único que queda es la intercesión, si bien los resultados dependerán del estado anímico de las personas directamente implicadas en el asunto en cuestión. El intercesor tiene que permanecer al margen de todo, por tanto tampoco puede conceder el perdón. Eso sólo Le incumbe a la Voluntad de Dios, que se revela en las leyes de los justicieros efectos recíprocos, contra los cuales El mismo nunca intervendrá; pues, por Su propia Voluntad, son perfectos desde un principio.

La Justicia de Dios exige que, siempre que suceda o haya sucedido algo, sólo el perjudicado pueda perdonar, ya sea en la Tierra, o, más tarde, en el mundo etéreo. De no ser así, el efecto recíproco se abatirá impetuoso sobre el culpable, y sus repercusiones conseguirán, de todas formas, que la culpa sea expiada, lo cual también implicará, de un modo u otro, el perdón por parte del perjudicado, pues ese perdón guarda estrecha relación con tales repercusiones, o éstas con la persona afectada. Comoquiera que los hilos de unión no quedarán desatados en tanto que ese perdón no tenga lugar, se comprende que no pueda suceder de otra manera. Esto constituye una ventaja tanto para el culpable como para el ofendido, pues si éste no concede su perdón, tampoco podrá entrar en las regiones de la Luz: su despiadada intransigencia se lo impediría.

Así, pues, ningún ser humano puede perdonar los pecados de otro si no le afectan a él directamente. La ley del efecto recíproco permanecerá insensible a todo lo que no esté relacionado con el conflicto mediante un hilo viviente, el cual, a su vez, sólo puede ser tendido por las personas directamente afectadas. La enmienda es el único camino vital que conduce al perdón.*

¡Yo soy el Señor, tu Dios; no tendrás otros dioses delante de mí! Estas palabras deberían ser grabadas con letras de fuego en cada uno de los espíritus humanos, como la protección más natural contra toda clase de idolatría.

Todo el que reconozca a Dios en Su grandeza deberá considerar como sacrilegio toda acción que se oponga a ella.

El hombre puede y debe acudir a un sacerdote para pedirle consejo, si es que éste está verdaderamente capacitado para darlo. Pero, si alguien exige rebajar la Perfección de Dios mediante una acción cualquiera o una errónea forma de pensar, entonces, ¡hay que alejarse de él! Pues un siervo de Dios no tiene por qué ser forzosamente un mandatario de Dios con plenos poderes para exigir y hacer concesiones en Su nombre.

También aquí existe una explicación completamente natural y sencilla, que indica el camino sin rodeos:

Por la misma naturaleza de las cosas, un mandatario de Dios no puede ser un ser humano, a no ser que proceda directamente de la divinidad, es decir, que él mismo lleve en sí una Esencia divina. En este caso solamente, es cuando puede existir un pleno poder.

* Conferencia II–2: “El destino”

Pero, puesto que el hombre no es divino, cae dentro de lo imposible que sea un mandatario o representante de Dios. El poder de Dios no puede ser transmitido a ningún ser humano, pues tal poder sólo reposa en la Divinidad.

Este hecho tan lógico excluye automáticamente, por su absoluta simplicidad, toda elección humana de un representante de Dios en la Tierra, o la proclamación de un Cristo. Cualquier tentativa a tal respecto habrá de llevar impreso el sello de la imposibilidad.

Así, pues, en lo tocante a estas cosas, no puede entrar en consideración una elección ni una proclamación por parte de los hombres, sino solamente una misión directamente encomendada por el mismo Dios.

En lo que a eso se refiere, los puntos de vista humanos no son los que deciden. Al contrario: en cuantos sucesos han tenido lugar hasta el presente, siempre se han distanciado mucho de la realidad, y nunca han ido al unísono con la Voluntad de Dios. Para todo hombre sensato, resulta incomprensible el creciente apasionamiento con que los seres humanos intentan, una y otra vez, atribuirse un valor más alto que el que verdaderamente poseen. ¡Precisamente ellos, que apenas si pueden alcanzar el plano más bajo de la sustancialidad espiritual consciente aun después de haber llegado a su máximo desarrollo espiritual! Y por otro lado, precisamente en la época actual, un gran número de hombres terrenales ni siquiera se diferencian mucho, en sus sentimientos, pensamientos y aspiraciones, de los animales más desarrollados, distinguiéndose únicamente por su gran intelecto.

Cual si fueran insectos, hormiguean y rebullen infatigablemente y en completo desorden, como si se tratase de alcanzar el fin más elevado corriendo tras él desenfrenadamente. Pero basta observar esos fines más de cerca y con mayor detenimiento para darse cuenta de que, efectivamente, ese celo no es digno. Y del caos de ese hormigueo surge la absurda pretensión de poder elegir, reconocer o rechazar a un enviado de Dios. Ello implica emitir un juicio sobre algo que nunca podrá ser comprendido por ellos, a no ser que ese ser superior se incline a hacerse comprensible. Por todas partes se alardea de ciencia, inteligencia y lógica, y sin embargo, son aceptados los más groseros absurdos propios de muchas de las tendencias de la época.

Hablar con ciertas personas es malgastar palabras. Están tan imbuidas de su saber, que han perdido toda facultad de reflexionar con sencillez y naturalidad. Estas explicaciones sólo van dirigidas a aquellos que han sabido conservar la naturalidad suficiente para poder desarrollar la facultad de juzgar por sí mismos, con criterio sano, en cuanto se les ofrezca un hilo conductor, y que no siguen ciegamente, hoy una y mañana otra, las corrientes de la moda para desecharlas inmediatamente a la primera duda de cualquier ignorante.

Si se reflexiona con calma, no será menester un gran esfuerzo para admitir que de una especie no puede surgir otra que no tenga nada en común con ella. Para llegar a esa conclusión, bastan los más elementales conocimientos de las ciencias naturales. Pero, dado que hasta las últimas ramificaciones de las leyes naturales del mundo físico proceden de la fuente originaria de Dios, es evidente que también habrán de hallarse, con la misma lógica inquebrantable y la misma inflexibilidad, sobre el largo camino que conduce a Él, presentándose incluso más puras y límpidas cuanto más próximas estén del punto de origen.

Transplantar un espíritu humano en un animal sobre la Tierra de forma que el animal vivo se convierta en hombre, es tan imposible como transplantar elementos divinos en el ser humano. Nunca podrá desarrollarse otra cosa que aquello que esté contenido en el germen originario. Cierto que, en el curso de su evolución, ese germen puede constituir un conjunto de distintas especies y formas, tal como acontece con los injertos en los árboles o con los cruzamientos en las procreaciones; pero hasta los resultados más asombrosos tienen que mantenerse siempre dentro del marco de los elementos fundamentales constitutivos del germen originario.

Es imposible agregar u obtener algo que esté por encima del propio origen, es decir, algo que no esté contenido en él, como es el caso de la diferencia entre el origen espiritual del hombre y la Divinidad.

En calidad de Hijo de Dios, Cristo procedió de la insustancialidad divina; por Su origen, llevaba divinidad dentro de Sí. Pero Le resultaría imposible transmitir esa divinidad viviente a un ser humano, cuyo origen sólo puede estar situado en la sustancialidad espiritual. Esta es la razón por la cual tampoco pudo dar plenos poderes a nadie para realizar actos que son de exclusiva incumbencia de Dios, como es, por ejemplo, la remisión de los pecados. Esta remisión sólo puede tener lugar según las retroacciones derivadas del equilibrio preciso y automático propio de los efectos recíprocos, base fundamental de la Voluntad divina y manifestación viva de la inflexible y autoactiva Justicia del Creador, la cual actúa con una perfección inconcebible para el espíritu humano.

Por lo tanto, en lo que a los hombres respecta, los plenos poderes del Hijo de Dios únicamente podían referirse a cosas que estuvieran de acuerdo con el origen del espíritu humano, es decir, a cosas humanas, nunca a cosas divinas.

Como es natural y lógico, también el origen del hombre puede ser llevado, en último término, hasta Dios, pero no se halla en Dios mismo, sino fuera de la divinidad, de aquí que el hombre sólo pueda proceder de Dios indirectamente. En eso estriba la gran diferencia.

Los poderes que, por ejemplo, corresponden a las funciones de un gobernante sólo pueden basarse automáticamente en una procedencia inmediata exactamente igual. Esto resultará fácilmente comprensible para todos, pues un mandatario ha de poseer todas las facultades del mandante, a fin de poder hacer sus veces en el ejercicio de una actividad o de un cargo. Por consiguiente, un mandatario divino no puede menos que proceder directamente de la insustancialidad divina, tal como se cumplió en Cristo.

No obstante, si un hombre pretende hacerse pasar por tal mandatario, resulta evidente que, aunque lo haga de buena fe, sus decisiones no poseerán valor trascendental alguno, y estarán desprovistas de vida fuera del plano puramente terrenal, como se desprende de la misma naturaleza de las cosas. Pero los que vean en él algo más que eso, incurrirán en un error del que no tendrán consciencia hasta después de su muerte, y que hará inútil, para la ascensión, toda su vida terrenal. Son como ovejas perdidas que siguen a un falso pastor.

Esta suprema ley: “Yo soy el Señor, tu Dios; no tendrás dioses ajenos delante de mí”, lo mismo que las demás leyes, es infringida e inobservada por falta de comprensión.

Y, sin embargo, los mandamientos no son, en realidad, más que una exposición aclaratoria de la Voluntad divina que reposa en la creación desde sus primeros orígenes y que no puede desviarse ni un ápice.

Considerado desde este punto de vista, ¡cuán insensato es el principio de que “el fin justifica los medios”! principio admitido por tantos hombres y que va en contra de todo pensamiento divino y de toda Perfección. La confusión que la puesta en práctica del mismo provocaría en las leyes de la Voluntad divina sería indescriptible.

Quienquiera que pueda tener una noción — por pequeña que sea — de la Perfección, no podrá menos que, desde un principio, rechazar semejantes imposibilidades. Tan pronto como un hombre trate de hacerse una idea exacta de la Perfección de Dios, ello podrá servirle de guía y le ayudará a comprender más fácilmente todas las cosas de la creación. El conocimiento de la Perfección de Dios y el hecho de mantenerla siempre presente es la clave para comprender la obra del Creador, a la que también pertenece el mismo hombre.

Reconocerá, entonces, la apremiante fuerza y la grave advertencia de las palabras: “¡Dios no puede ser burlado!” En otros términos: Sus leyes se cumplirán o actuarán ineluctablemente. El hará que el mecanismo siga funcionando tal como dispuso en el momento de la creación. La pobre criatura humana no puede causar cambio alguno a tal respecto, y si lo intenta, lo más que podrá conseguir es que todos cuantos la sigan ciegamente sean triturados junto con ella. De nada le valdrá haber creído que sucedería de otra manera.

Sólo puede recibir bendiciones aquel que se someta por entero, con todo su ser, a la Voluntad de Dios impuesta en la creación mediante Sus leyes naturales. Pero eso no puede conseguirlo más que quien las conozca perfectamente.

Las doctrinas que exigen una fe ciega han de ser rechazadas como algo muerto y, por tanto, perjudicial. Sólo aquellas que, conforme a las enseñanzas de Cristo, incitan a vivir, es decir, exigen reflexión y examen para, a partir de la verdadera comprensión, llegar al convencimiento, pueden proporcionar liberación y redención.

Sólo una irreflexión condenable en extremo puede imaginar que el fin de la existencia humana consista fundamentalmente en codiciar bienes terrenales o en la satisfacción de las necesidades corporales, para eximirse, con tranquilidad, de toda culpa y de las consecuencias de su indolente proceder durante su vida terrenal, mediante una formalidad externa y bellas palabras. El camino a través de la existencia terrenal y el paso al más allá en el momento de la muerte no son como un viaje normal y corriente para el que basta sacar el billete en el último momento.

¡Una creencia tal hace al hombre doblemente culpable! ¡Pues dudar de la incorruptible Justicia del Dios perfecto es una blasfemia! Ahora bien, creer en una remisión arbitraria y fácil de los pecados es dudar de la incorruptible Justicia de Dios y de Sus leyes; más aún, confirma directamente la creencia en la arbitrariedad de Dios, lo cual equivaldría a Su imperfección y mediocridad. ¡Pobres creyentes! ¡Son dignos de lástima!

Mejor sería que no creyeran en nada; de este modo les resultaría más fácil encontrar libremente el camino que creen haber hallado ya.

La salvación consiste solamente en no reprimir temerosamente los pensamientos que empiezan a surgir, ni las dudas que se despiertan a propósito de tantas cuestiones; pues esos pensamientos y esas dudas son el resurgir de un saludable afán de Verdad.

Pero para vencer las dudas, es menester el examen, al cual habrá de seguir ineludiblemente la acción de arrojar toda tara dogmática. Únicamente un espíritu completamente liberado de todo lo que le parece incomprensible es capaz de elevarse con gozosa convicción hasta las cimas luminosas, ¡hacia el Paraíso!

 

* * *

Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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