43. ¡YO SOY EL SEÑOR, TU DIOS!
¿DÓNDE
ESTÁN los hombres que ponen en práctica verdaderamente este mandamiento,
el más grande de todos? ¿Dónde está el sacerdote que lo enseña en toda su
pureza y veracidad?
“Yo soy el Señor, tu Dios; no tendrás dioses ajenos delante
de mí”. Estas palabras son tan claras y tan absolutas
que debiera ser completamente imposible una falsa interpretación. Cristo
mismo insistió en ellas repetidas veces con toda precisión y firmeza.
Tanto más deplorable resulta el hecho de que millones de
hombres las pasen por alto despreocupadamente, y se entreguen a cultos que
están en oposición directa con ese mandamiento, el más grande de todos. Y lo
peor de todo es que desprecian el mandamiento de su Dios y Señor con ferviente
fe, en la creencia de que honran a Dios y son gratos a El mediante esa transgresión
manifiesta de Su mandamiento.
Un error tan grande sólo puede mantenerse vivo por una fe ciega, en la que todo examen está
excluido. Pues la fe ciega no es otra cosa que una falta de reflexión, una
pereza mental por parte de los hombres que, cual dormilones y holgazanes,
procuran, en lo posible, no despertarse ni levantarse, pues ello implica una
serie de deberes cuyo cumplimiento les repulsa. Todo esfuerzo les parece
terrible. Resulta más cómodo dejar que otros trabajen y piensen por ellos.
Pero el que deja que otros piensen por él, les da poder
sobre sí mismo, se rebaja a la categoría de esclavo y, por tanto, pierde su
libertad. Dios, por el contrario, dio al hombre el poder de decidir libremente,
le dio la facultad de pensar y sentir, y por eso tiene derecho también a pedir
cuentas de todo lo que se derive de esa libre facultad de decidir. Así, pues,
Dios quiso que los hombres fueran libres y
no esclavos.
Triste es que el hombre se convierta en un esclavo terrenal a causa de su pereza, pero
terribles serán las consecuencias si llega a depreciarse espiritualmente hasta el punto de convertirse en un necio seguidor
de doctrinas opuestas a los estrictos mandamientos de su Dios. De nada servirá
que esos hombres quieran acallar los escrúpulos de conciencia que, de cuando en
cuando, pudieran surgir, poniendo como pretexto que, al fin y al cabo, la mayor
parte de la responsabilidad ha de recaer sobre quienes promulgaron esas falsas
doctrinas. Todo eso está muy bien, pero también es verdad que cada individuo es
responsable de sus propios pensamientos y acciones. Esa responsabilidad es
absoluta, y el hombre no puede eximirse nunca de ella en modo alguno.
Quienquiera que, en la medida de sus posibilidades, no haga
pleno uso de esa facultad de pensar y sentir que se le ha dado gratuitamente,
se hace reo de culpa.
No es ningún pecado, sino un deber, que cada uno, en el
momento del despertar de su madurez, al llegar a ser consciente de su propia
responsabilidad, se ponga a reflexionar sobre lo que se le ha venido enseñando
hasta entonces; y si sus sentimientos no estuvieran de acuerdo con alguna cosa,
no deberá aceptarla ciegamente como algo cierto. Si así lo hace, él será el
único perjudicado, como sucede cuando se hace una mala compra. Lo que no pueda
ser admitido convincentemente debe ser dejado en suspenso; pues, si no, los
pensamientos y actos del hombre son hipócritas.
Aquel que deseche algo verdaderamente bueno por no poder
comprenderlo, no es, ni mucho menos, tan condenable como aquellos que, sin
convicción alguna, se entregan a la práctica de un culto que no les resulta
comprensible del todo. Todos los pensamientos y acciones inspirados en esa
incomprensión serán vanos y vacíos, y de ellos no podrá surgir ningún efecto
recíproco beneficioso, pues la futilidad no es base viva para el nacimiento de algo bueno. Todo se reducirá a una
hipocresía con carácter de blasfemia; pues se pretende aparentar ante Dios lo
que no se es. Los sentimientos vivos faltan, y eso hace de tal creyente un ser
despreciable, un réprobo.
Por tanto, esos millones de hombres que hacen honor a esas
cosas directamente opuestas a los mandamientos de Dios son seres esclavizados
que, a pesar del fervor de que pudieran estar poseídos, quedan excluidos por
completo de toda ascensión espiritual.
Sólo el libre convencimiento posee vida y, por
consiguiente, sólo él puede engendrar formas vivientes. Pero ese convencimiento
puede nacer únicamente de un examen riguroso y a consecuencia de sentimientos
interiores profundamente vividos. Donde esté presente la menor incomprensión —
y no digamos en caso de duda — nunca puede existir convicción.
Solamente la comprensión absoluta y libre de
lagunas es sinónimo de convicción, lo único que posee valor espiritual.
Resulta verdaderamente doloroso ver cómo las masas se santiguan,
se inclinan y se arrodillan en las iglesias sin pensar en lo que hacen.
Semejantes autómatas no merecen ser contados entre los hombres pensantes. La
señal de la Cruz es símbolo de la Verdad y, por tanto, un signo de Dios. Echará
la culpa sobre sí mismo aquel que emplee ese signo de la Verdad sin que, en el
mismo instante de hacer uso de él, lo íntimo de su ser sea también veraz en
todos los aspectos, es decir, si todos sus sentimientos no están orientados
hacia la Verdad absoluta. Sería cien veces mejor que esa gente prescindiera de
persignarse y lo dejara para los momentos en que su alma se incline hacia la
Verdad, es decir, hacia el mismo Dios, hacia Su Voluntad; pues Dios, su Señor,
es la Verdad.
Pero si un símbolo
es objeto de honores que sólo corresponden a Dios, se convierte en idolatría, y es una transgresión manifiesta del más sagrado de los mandamientos divinos.
“Yo soy el Señor, tu Dios; no tendrás dioses ajenos delante
de mí”, se ha dicho expresamente. Estas palabras son tan escuetas, tan precisas
y claras, que no permiten ni la menor tergiversación. También Cristo insistió
especialmente en la necesidad de observarlas. Con toda intención, El las
calificó ante los fariseos, de manera que no dejaba lugar a dudas, como la ley suprema, es decir, como la ley que no
debe ser transgredida ni alterada bajo ningún concepto. Esta denominación da a
entender también que todo lo bueno y todas las creencias no podrán adquirir la
plenitud de su valor si no es observando esa ley suprema íntegramente. Significa, incluso, que todo depende de esa observancia.
A tal respecto y a título de ejemplo, consideremos, sin
prejuicios de ninguna especie, la veneración de que es objeto la custodia.
Muchos hombres ven en ello una contradicción de ese claro mandamiento, el más
grande de todos.
¿Pero es que piensa el hombre que su Dios desciende hasta
esa hostia intercambiable, justificando así los honores divinos de que ella es
objeto? ¿Cree, tal vez, que Dios puede ser obligado a descender a esa hostia
mediante la consagración de la misma? Lo uno es tan inconcebible como lo otro.
Esa consagración tampoco puede establecer un contacto directo con Dios: el
camino que conduce a Él no es tan fácil ni sencillo, y ningún hombre ni ningún
espíritu humano podrá recorrerlo jamás hasta el final.
Según esto, si un hombre se postra ante una imagen tallada
en madera, otro ante el sol, y un tercero ante la custodia, todos ellos
infringirán la suprema ley divina en
cuanto vean en esas cosas al mismo Dios vivo y, por consiguiente, esperen
recibir de ellas, directamente, gracias y bendiciones divinas. Esa falsa
suposición, esa esperanza infundada y ese erróneo sentimiento constituirían la
infracción propiamente dicha, y sería
un acto de idolatría manifiesta.
Una idolatría de este género suele ser practicada a menudo
por los prosélitos de muchas religiones, si bien de diversas maneras.
En estas condiciones, todo hombre que cumpla el deber de
reflexionar — deber nacido de sus propias facultades — ha de verse envuelto en un conflicto, del cual sólo quedará libre
temporalmente mediante la sinrazón de una fe
ciega impuesta por la fuerza, del mismo modo que un holgazán se desentiende
de sus deberes cotidianos sumiéndose en un indolente sueño.
El hombre sincero, sin embargo, sentirá la imperiosa
necesidad de intentar, en primer lugar, poner en claro todo eso que debe serle sagrado.
Cuántas veces explicó Cristo que los hombres debían poner en práctica Sus enseñanzas para
sacar provecho de ellas, o lo que es igual, para poder encumbrarse
espiritualmente y alcanzar la vida eterna. Ya las mismas palabras “vida eterna”
hablan de la vitalidad del espíritu,
pero no de su pereza. Mediante la indicación de la puesta en práctica de Sus doctrinas, advirtió expresamente y con
toda claridad que resultaría erróneo y vano aceptarlas ciegamente.
Como es natural, vivir la Verdad sólo puede tener lugar
mediante la convicción, y nunca de otro modo. Pero la convicción implica una
comprensión absoluta, y ésta, a su vez, exige una profunda reflexión y un
estudio de sí mismo. Es menester sopesar las doctrinas con los propios
sentimientos. La consecuencia inmediata de todo esto es que la fe ciega resulta
falsa en todos los aspectos, y lo falso, por su parte, puede conducir
fácilmente a la perdición, a la caída, pero jamás a la ascensión.
Ascensión significa lo mismo que liberación de toda
opresión. En tanto exista una sola opresión en algún sitio, no podrá hablarse
de una liberación o redención. Ahora bien, la incomprensión es una de esas opresiones, que sólo
podrá ser suprimida cuando quede eliminado el punto de presión o laguna
mediante una comprensión total.
La fe ciega siempre será sinónimo de incomprensión, por lo
que nunca podrá ser una convicción y, por tanto, nunca servirá para alcanzar una
liberación o una redención. Los hombres relegados a la estrechez de una fe
ciega no pueden ser seres espiritualmente vivos. Están como muertos, y no
tienen valor ninguno.
Pero si un hombre empieza a pensar como es debido,
siguiendo atentamente y con calma todos los acontecimientos y clasificándolos
según un orden lógico, llegará a convencerse por sí mismo de que Dios, en la
perfección de Su Pureza y por Su propia Voluntad creadora, no puede descender a la Tierra.
La Pureza y Perfección absolutas, atributos constitutivos
de la Divinidad, excluyen la posibilidad de un descenso a la materialidad. La
diferencia es demasiado grande como para que pueda existir la más mínima
oportunidad de una relación directa, sin que se tenga en cuenta las
indispensables transiciones que imponen los géneros intermedios de la
sustancialidad y de la materialidad. Pero esos planos de transición sólo pueden
ser franqueados mediante la encarnación, tal como se cumplió en el Hijo de
Dios.
Pero, como el Hijo de Dios “se ha ido al Padre”, es decir,
ha regresado a Su origen, se halla nuevamente en la divinidad y, por tanto,
está tan separado de lo terrenal como el Padre.
Una excepción en tal sentido significaría un cambio en la
Voluntad divina y creadora, lo cual revelaría una falta de perfección.
Pero, puesto que la Perfección es inseparable de la
Divinidad, no queda otra posibilidad para la Voluntad creadora que la de ser
también perfecta, lo que significa que tiene que ser considerada como inmutable.
Si también los seres humanos fueran perfectos, todos y cada uno de ellos
podrían y tendrían que seguir exactamente el mismo camino, como se desprende de
la misma naturaleza de las cosas. La
imperfección es lo único que admite diversidad.
Al cumplimiento de las perfectas leyes divinas se debe,
precisamente, que tanto el Hijo de Dios — después de haber “vuelto al Padre” —
como Este mismo hayan sido privados de la posibilidad de estar presentes
personalmente en la materialidad y, por tanto, de la posibilidad de descender a
la Tierra, lo cual sólo es posible mediante la encarnación, de acuerdo con las
leyes de la creación.
Por estas razones, siempre que una cosa material sea objeto, en la Tierra, de la
veneración propia de un Dios, se infringirá la suprema ley divina, pues los
honores divinos únicamente deben ser rendidos al Dios vivo, y Este, a causa de
Su Divinidad, no puede hallarse sobre la Tierra.
En cuanto al cuerpo físico del Hijo de Dios, también tuvo
que ser, por razón de la misma perfección de la Voluntad creadora de Dios, puramente terrenal, por lo que no debe
ser considerado como divino ni designado como tal.*
Todo lo que se oponga a este hecho implicará, lógicamente,
una duda en la absoluta Perfección de
Dios y, por consiguiente, tiene que ser falso. Indiscutiblemente, esto
constituye la medida infalible de la verdadera fe en Dios.
Otra cosa es si se trata de un simbolismo puro. Cada
símbolo cumple, si es considerado sinceramente como tal, un fin útil: el estímulo. En efecto, su contemplación
incita a muchos hombres a una concentración más amplia y más profunda. A muchos
les resultará más fácil, al contemplar el signo de su religión, dirigir sus
pensamientos más límpidamente hacia el Creador, cualquiera que sea el nombre
con que se Le designe. Por lo tanto, sería un error dudar del elevado valor de
los ritos y símbolos religiosos. Lo único que debe evitarse es hacerlos objeto
de directa adoración, es decir, que no se conviertan en una veneración de cosas materiales.
Siendo así que el mismo Dios no puede descender hasta la
Tierra, hasta la materialidad física, sólo al espíritu humano le incumbe
emprender la ascensión del camino que conduce a la sustancialidad espiritual de
donde él procede. Y para mostrar ese
camino, un Ser divino se encarnó
y descendió al mundo físico, pues solamente en lo divino reposa la fuerza
originaria de donde puede brotar la Palabra viva. Pero no se imagine el hombre
que la Divinidad vino a la Tierra para que cada ser humano, con solo desearlo, se convirtiera en seguida y de modo
especial en beneficiario de la Gracia. Para eso están impuestas las férreas leyes de Dios en la creación, cuya observancia rigurosa es lo único capaz de
proporcionar la Gracia. ¡Ríjase por ellas quien quiera alcanzar las cumbres
luminosas!
* Conferencia II–48: “La resurrección del cuerpo terrenal de
Cristo”
Nadie debe comparar al Dios perfecto con un rey terrenal
que, por lo imperfecto de los juicios humanos, puede conceder gracias
arbitrarias mediante las sentencias emitidas por sus jueces, tan imperfectos
como él. Pero eso resulta imposible para
la Perfección de Dios y Su Voluntad, que es uno con El.
Hora es ya de que el espíritu humano se haga a la idea de
que él es quien ha de esforzarse con
todo afán para poder alcanzar la Gracia y el perdón, cumpliendo así, por fin,
los deberes tan negligentemente descuidados. Debe hacer un supremo esfuerzo y
disciplinarse a si mismo si no quiere hundirse en las Tinieblas de la
perdición.
Confiar en su Salvador significa confiar en Sus palabras,
hacer que, traduciéndolo en actos, cobre vida lo que dijo. ¡Ninguna otra cosa podrá ayudarle! La fe vacía no le servirá de
nada. Creer en El no significa otra cosa que creerle. Se perderá sin remisión
aquel que no se esfuerce considerablemente en subir por la cuerda que ha sido
puesta en sus manos por la Palabra del Hijo de Dios.
Si el hombre quiere llegar verdaderamente a su Redentor, ha
de hacer acopio de todas sus fuerzas encaminadas a una actividad y a una labor
espiritual que no busca solamente disfrutes y beneficios terrenales; ha de
procurar elevarse hasta El, y no esperar arrogantemente a que El descienda. El
camino a seguir está indicado por la misma Palabra.
Dios no va detrás de la humanidad como un mendigo si ésta
se hace una idea equivocada de El y, como consecuencia de ello, se desvía de su
ruta y va por caminos falsos. La cosa no es tan fácil. Pero dado que esa
absurda idea, derivada de una falsa interpretación, ya ha arraigado en muchos
hombres, la humanidad ha de aprender de nuevo y ante todo a temer a Dios mediante el ineludible
efecto reciproco nacido de una fe cómoda o muerta, el cual hará reconocer que
Su Voluntad está sólidamente fundamentada en la Perfección y que no se deja
doblegar.
El que no se someta a las leyes divinas será magullado o
incluso triturado, como habrá de sucederles al fin a todos esos que se entregan
a la idolatría adorando como a un Dios lo que no tiene nada de divino. El
hombre tiene que llegar a admitir esta verdad: el Salvador está presto a recibirle, pero no saldrá a su encuentro.
La fe o, más exactamente, la creencia que, hoy día, lleva
dentro de si la mayor parte de los hombres tenía
que fracasar, pues está muerta, no alberga en sí ni un hálito de vida.
Lo mismo que, entonces, Cristo purificó el templo arrojando
de él a los mercaderes, así también
habrán de ser fustigados los seres humanos para que salgan de su pereza mental
y sentimental frente a Dios. Que siga durmiendo plácidamente el que así lo
desee, poniéndose a sus anchas sobre el mullido lecho de la fatua ilusión de
que la verdadera fe consiste en pensar lo menos posible, y de que todo lo que
sea reflexionar es pecado. Terrible será su despertar, que está más cercano de
lo que él piensa. ¡Con la misma vara de su pereza será medido!
Un hombre que cree en Dios, que ha reflexionado sobre Su
Esencia y Su grandeza y se ha percatado de la perfecta Voluntad divina impuesta
en las leyes naturales de la creación, ese hombre, ¿cómo es capaz de creer que,
en contra de esas leyes divinas del incondicional efecto recíproco, sus pecados
pueden ser perdonados mediante la imposición de una cierta penitencia? Eso no
sería factible ni para el mismo Creador. Sólo las leyes de la evolución y de la
creación, surgidas de Su Perfección, llevan
inherentes en sus manifestaciones, con carácter absolutamente automático e
inflexiblemente justo, el premio o castigo mediante la madurez y cosecha de las
semillas buenas o malas sembradas por el espíritu humano.
Sea cual sea lo que Dios quiera, cada uno de los nuevos
actos de Su Voluntad habrá de llevar implícita la Perfección, por lo que no
puede sufrir desviación alguna respecto a actos voluntarios anteriores, sino
que tiene que estar de completo acuerdo con ellos. Todo, absolutamente todo,
según la Perfección de Dios, tiene que seguir siempre idénticos caminos. Por
tanto, una remisión de los pecados no conforme a las leyes divinas impuestas en
la creación, a través de las cuales ha de pasar necesariamente el camino a
seguir por cada uno de los espíritus humanos, entra dentro de lo imposible, y
lo mismo toda remisión inmediata.
¿Cómo un hombre que piensa puede esperar una derogación de
esas leyes? ¡Ello sería una denigración manifiesta de la Perfección de su Dios!
Cuando Cristo, en el transcurso de Su vida terrenal, decía a unos u otros: “Tus
pecados te son perdonados”, decía muy bien, pues en los ruegos sinceros y en la
fe firme del hombre en cuestión había una garantía de que, en el futuro,
viviría de acuerdo con la doctrina de Cristo, por lo que habría de llegar necesariamente
la remisión de sus pecados, ya que se atenía perfectamente a las leyes
divinas de la creación y no realizaba acto ninguno en contra suya.
Pero si un hombre impone una penitencia a otro según su
propia apreciación, dando, así, como perdonados los pecados de éste, se engaña
a si mismo y engaña al que busca ayuda, tanto si lo hace conscientemente como
si no, poniéndose, además, a sí mismo muy por encima de la Divinidad.
¡Ah si los hombres quisieran, de una vez, considerar a su
Dios con más naturalidad! ¡El, cuya
Voluntad fue el origen de la naturaleza viviente! Pero así, en la ficción de su
ciega fe, se forjan de El una imagen fantasmagórica que no se Le parece en
nada. La natural Perfección o la perfecta Naturalidad que constituye la fuente
originaria de todas las cosas, el punto de origen de toda vida, es,
precisamente, lo que hace a Dios tan inmensamente grande y tan incomprensible
para el espíritu humano. Pero las tergiversaciones y complicaciones que suelen
estar presentes en la fraseología de muchas doctrinas dificultan innecesariamente
e incluso, a veces, hacen completamente imposible la adquisición de una fe
pura, pues ésta tiene que estar privada de toda naturalidad. ¡Y cuántas
increíbles contradicciones encierran muchas
de esas doctrinas!
Por ejemplo: una de las ideas fundamentales de muchas de
esas doctrinas es la Omnisciencia y Perfección de Dios y Su Palabra. Pero,
también aquí, la lógica exige una
inmutabilidad imposible de variar ni en el grueso de un cabello, pues la
Perfección no puede concebirse de otra manera.
Sin embargo, el comportamiento de numerosos dignatarios
religiosos deja entrever ciertas dudas en
su propia doctrina, pues sus actos están en directa contradicción con ella
y son una negación de sus fundamentos a todas luces. Tal sucede, por ejemplo,
con las confesiones y sus correspondientes penitencias, con la concesión de
indulgencias a cambio de dinero o mediante oraciones, indulgencias que llevan
consigo el inmediato perdón de los pecados, y con tantas otras costumbres
semejantes que, si se piensa detenidamente,
constituyen una negación de la Voluntad divina que reposa en las leyes de la
creación Quienquiera que no deje que sus pensamientos se pierdan
esporádicamente en nebulosas especulaciones desprovistas de todo fundamento, no
podrá menos de ver en todo eso una indiscutible depreciación de la Perfección
de Dios.
Es cosa muy natural que la equivocada suposición humana de
poder conceder la remisión de los pecados, y otras ofensas similares contra la
Perfección de la Voluntad divina, tuvieran que dar lugar a groseros abusos.
¡Cuánto tiempo, aún, persistirá esa insensatez de creer que se puede mantener
un comercio tan inmundo con el Dios justo y Su inmutable Voluntad!
En aquel tiempo, cuando Jesús, Hijo de Dios, dijo a sus
discípulos: “A quienes perdonareis los
pecados les son perdonados”, no se refirió a una autorización general para
obrar arbitrariamente.
Eso habría equivalido a un trastorno de la Voluntad divina
manifestada en el inmutable poder de los efectos recíprocos, los cuales
mantienen viva dentro de sí la actividad de recompensar o castigar según una
justicia incorruptible, es decir, divina y, por tanto, perfecta.
Pero eso no lo haría nunca Jesús, ni podía hacerlo, pues El
vino para “cumplir” las leyes, y no para abolirlas.
Con esas palabras quiso decir que, conforme a la
legislación establecida por la Voluntad del Creador, un hombre puede perdonar a
otro el mal que le haya ocasionado éste
personalmente. En calidad de ofendido, tiene derecho y poder de perdonar al
ofensor, pues por la sinceridad de su perdón, el karma que el efecto recíproco
habría hecho recaer sobre el otro queda interrumpido desde un principio
perdiendo toda su fuerza, proceso este en que también se basa toda remisión
verdadera.
Pero la iniciativa de ese proceder respecto al promotor o
culpable, sólo puede partir de la
propia persona ofendida: nadie más que ella podrá hacerlo. De aquí que se
deriven tantas bendiciones y beneficios espirituales del perdón personal,
siempre que sea expresión de un sentimiento sincero.
La persona que no haya participado en ello directamente
quedará excluida de los hilos del efecto recíproco correspondiente, como se
deriva de la misma naturaleza de las cosas, por lo que no podrá intervenir
activamente, es decir, con eficacia, ya que no guarda relación ninguna con esos
hilos. En tales casos, lo único que queda es la intercesión, si bien los resultados dependerán del estado anímico
de las personas directamente implicadas en el asunto en cuestión. El intercesor
tiene que permanecer al margen de todo, por tanto tampoco puede conceder el
perdón. Eso sólo Le incumbe a la Voluntad
de Dios, que se revela en las leyes de los justicieros efectos recíprocos,
contra los cuales El mismo nunca intervendrá; pues, por Su propia Voluntad, son
perfectos desde un principio.
La Justicia de Dios exige que, siempre que suceda o haya
sucedido algo, sólo el perjudicado pueda
perdonar, ya sea en la Tierra, o, más tarde, en el mundo etéreo. De no ser
así, el efecto recíproco se abatirá impetuoso sobre el culpable, y sus
repercusiones conseguirán, de todas formas, que la culpa sea expiada, lo cual
también implicará, de un modo u otro, el perdón por parte del perjudicado, pues
ese perdón guarda estrecha relación con tales repercusiones, o éstas con la
persona afectada. Comoquiera que los hilos de unión no quedarán desatados en
tanto que ese perdón no tenga lugar, se comprende que no pueda suceder de otra
manera. Esto constituye una ventaja tanto para el culpable como para el
ofendido, pues si éste no concede su perdón, tampoco podrá entrar en las
regiones de la Luz: su despiadada intransigencia se lo impediría.
Así, pues, ningún ser humano puede perdonar los pecados de
otro si no le afectan a él directamente. La ley del efecto recíproco
permanecerá insensible a todo lo que no esté relacionado con el conflicto
mediante un hilo viviente, el cual, a su vez, sólo puede ser tendido por las
personas directamente afectadas. La enmienda es el único camino vital que
conduce al perdón.*
¡Yo soy el Señor, tu Dios; no tendrás otros dioses delante
de mí! Estas palabras deberían ser grabadas con letras de fuego en cada uno de
los espíritus humanos, como la protección más natural contra toda clase de
idolatría.
Todo el que reconozca a Dios en Su grandeza deberá
considerar como sacrilegio toda acción que se oponga a ella.
El hombre puede y debe acudir a un sacerdote para pedirle consejo, si es que éste está
verdaderamente capacitado para darlo. Pero, si alguien exige rebajar la
Perfección de Dios mediante una acción cualquiera o una errónea forma de pensar,
entonces, ¡hay que alejarse de él! Pues un siervo
de Dios no tiene por qué ser forzosamente un mandatario de Dios con plenos poderes para exigir y hacer
concesiones en Su nombre.
También aquí existe una explicación completamente natural y
sencilla, que indica el camino sin rodeos:
Por la misma naturaleza de las cosas, un
mandatario de Dios no puede ser un ser humano, a no ser que proceda
directamente de la divinidad, es decir, que él mismo lleve en sí una Esencia
divina. En este caso solamente, es cuando puede existir un pleno poder.
* Conferencia II–2: “El destino”
Pero, puesto que el hombre no es divino, cae dentro de lo
imposible que sea un mandatario o representante de Dios. El poder de Dios no
puede ser transmitido a ningún ser humano, pues
tal poder sólo reposa en la
Divinidad.
Este hecho tan lógico excluye automáticamente, por su
absoluta simplicidad, toda elección
humana de un representante de Dios en la Tierra, o la proclamación de un Cristo. Cualquier tentativa a tal respecto habrá
de llevar impreso el sello de la imposibilidad.
Así, pues, en lo tocante a estas cosas, no puede entrar en
consideración una elección ni una proclamación por parte de los hombres, sino
solamente una misión directamente
encomendada por el mismo Dios.
En lo que a eso se refiere, los puntos de vista humanos no
son los que deciden. Al contrario: en cuantos
sucesos han tenido lugar hasta el presente, siempre se han distanciado
mucho de la realidad, y nunca han ido al unísono con la Voluntad de Dios.
Para todo hombre sensato, resulta incomprensible el creciente apasionamiento
con que los seres humanos intentan, una y otra vez, atribuirse un valor más
alto que el que verdaderamente poseen. ¡Precisamente ellos, que apenas si
pueden alcanzar el plano más bajo de
la sustancialidad espiritual consciente aun después de haber llegado a su
máximo desarrollo espiritual! Y por otro lado, precisamente en la época actual,
un gran número de hombres terrenales ni siquiera se diferencian mucho, en sus
sentimientos, pensamientos y aspiraciones, de los animales más desarrollados,
distinguiéndose únicamente por su gran intelecto.
Cual si fueran insectos, hormiguean y rebullen
infatigablemente y en completo desorden, como si se tratase de alcanzar el fin
más elevado corriendo tras él desenfrenadamente. Pero basta observar esos fines
más de cerca y con mayor detenimiento para darse cuenta de que, efectivamente,
ese celo no es digno. Y del caos de ese hormigueo surge la absurda pretensión
de poder elegir, reconocer o rechazar a un enviado de Dios. Ello implica emitir
un juicio sobre algo que nunca podrá ser comprendido por ellos, a no ser que ese ser superior se incline a hacerse
comprensible. Por todas partes se alardea
de ciencia, inteligencia y lógica, y sin embargo, son aceptados los más
groseros absurdos propios de muchas de las tendencias de la época.
Hablar con ciertas personas es malgastar palabras. Están
tan imbuidas de su saber, que han perdido toda facultad de reflexionar con
sencillez y naturalidad. Estas explicaciones sólo van dirigidas a aquellos que
han sabido conservar la naturalidad suficiente para poder desarrollar la
facultad de juzgar por sí mismos, con criterio sano, en cuanto se les ofrezca
un hilo conductor, y que no siguen ciegamente, hoy una y mañana otra, las
corrientes de la moda para desecharlas inmediatamente a la primera duda de cualquier
ignorante.
Si se reflexiona con calma, no será menester un gran
esfuerzo para admitir que de una especie no puede surgir otra que no tenga nada
en común con ella. Para llegar a esa conclusión, bastan los más elementales
conocimientos de las ciencias naturales. Pero, dado que hasta las últimas
ramificaciones de las leyes naturales del mundo físico proceden de la fuente
originaria de Dios, es evidente que también habrán de hallarse, con la misma
lógica inquebrantable y la misma inflexibilidad, sobre el largo camino que
conduce a Él, presentándose incluso más puras y límpidas cuanto más próximas
estén del punto de origen.
Transplantar un espíritu humano en un animal sobre la
Tierra de forma que el animal vivo se convierta en hombre, es tan imposible como
transplantar elementos divinos en el ser humano. Nunca podrá desarrollarse otra
cosa que aquello que esté contenido en el germen
originario. Cierto que, en el curso de su evolución, ese germen puede
constituir un conjunto de distintas especies y formas, tal como acontece con
los injertos en los árboles o con los cruzamientos en las procreaciones; pero
hasta los resultados más asombrosos tienen que mantenerse siempre dentro del
marco de los elementos fundamentales constitutivos del germen originario.
Es imposible agregar u obtener algo que esté por encima del propio origen, es decir,
algo que no esté contenido en él, como es el caso de la diferencia entre el
origen espiritual del hombre y la
Divinidad.
En calidad de Hijo de Dios, Cristo procedió de la insustancialidad
divina; por Su origen, llevaba divinidad dentro de Sí. Pero Le resultaría
imposible transmitir esa divinidad viviente a un ser humano, cuyo origen sólo
puede estar situado en la sustancialidad espiritual. Esta es la razón por la
cual tampoco pudo dar plenos poderes a
nadie para realizar actos que son de exclusiva incumbencia de Dios, como es,
por ejemplo, la remisión de los pecados. Esta remisión sólo puede tener lugar según las retroacciones derivadas del
equilibrio preciso y automático propio de los efectos recíprocos, base
fundamental de la Voluntad divina y
manifestación viva de la inflexible y autoactiva Justicia del Creador, la cual
actúa con una perfección inconcebible para el espíritu humano.
Por lo tanto, en lo que a los hombres respecta, los plenos
poderes del Hijo de Dios únicamente podían referirse a cosas que estuvieran de
acuerdo con el origen del espíritu humano, es decir, a cosas humanas, nunca a
cosas divinas.
Como es natural y lógico, también el origen del hombre
puede ser llevado, en último término, hasta Dios, pero no se halla en Dios mismo, sino
fuera de la divinidad, de aquí que el
hombre sólo pueda proceder de Dios indirectamente.
En eso estriba la gran diferencia.
Los poderes que, por ejemplo, corresponden a las funciones
de un gobernante sólo pueden basarse automáticamente en una procedencia inmediata exactamente igual. Esto
resultará fácilmente comprensible para todos, pues un mandatario ha de poseer
todas las facultades del mandante, a fin de poder hacer sus veces en el ejercicio
de una actividad o de un cargo. Por consiguiente, un mandatario divino no puede
menos que proceder directamente de la insustancialidad divina, tal como se
cumplió en Cristo.
No obstante, si un hombre pretende hacerse pasar por tal
mandatario, resulta evidente que, aunque lo haga de buena fe, sus decisiones no
poseerán valor trascendental alguno, y estarán desprovistas de vida fuera del
plano puramente terrenal, como se
desprende de la misma naturaleza de las cosas. Pero los que vean en él algo más
que eso, incurrirán en un error del que no tendrán consciencia hasta después de
su muerte, y que hará inútil, para la ascensión, toda su vida terrenal. Son
como ovejas perdidas que siguen a un falso pastor.
Esta suprema ley: “Yo soy el Señor, tu Dios; no tendrás
dioses ajenos delante de mí”, lo mismo que las demás leyes, es infringida e
inobservada por falta de comprensión.
Y, sin embargo, los mandamientos no son, en realidad, más
que una exposición aclaratoria de la Voluntad divina que reposa en la creación
desde sus primeros orígenes y que no puede desviarse ni un ápice.
Considerado desde este punto de vista, ¡cuán insensato es
el principio de que “el fin justifica los
medios”! principio admitido por
tantos hombres y que va en contra de todo pensamiento divino y de toda
Perfección. La confusión que la puesta en práctica del mismo provocaría en las
leyes de la Voluntad divina sería indescriptible.
Quienquiera que pueda tener una noción — por pequeña que
sea — de la Perfección, no podrá menos que, desde un principio, rechazar
semejantes imposibilidades. Tan pronto como un hombre trate de hacerse una idea
exacta de la Perfección de Dios, ello podrá servirle de guía y le ayudará a
comprender más fácilmente todas las cosas de la creación. El conocimiento de la
Perfección de Dios y el hecho de
mantenerla siempre presente es la clave para comprender la obra del Creador, a la que también pertenece el mismo hombre.
Reconocerá, entonces, la apremiante fuerza y la grave
advertencia de las palabras: “¡Dios no puede ser burlado!” En otros términos:
Sus leyes se cumplirán o actuarán ineluctablemente. El hará que el mecanismo
siga funcionando tal como dispuso en el momento de la creación. La pobre
criatura humana no puede causar cambio alguno a tal respecto, y si lo intenta,
lo más que podrá conseguir es que todos cuantos la sigan ciegamente sean
triturados junto con ella. De nada le valdrá haber creído que sucedería de otra manera.
Sólo puede recibir bendiciones aquel que se someta por
entero, con todo su ser, a la Voluntad de Dios impuesta en la creación mediante
Sus leyes naturales. Pero eso no puede conseguirlo más que quien las conozca
perfectamente.
Las doctrinas que exigen una fe ciega han de ser rechazadas como algo muerto y, por tanto,
perjudicial. Sólo aquellas que, conforme a las enseñanzas de Cristo, incitan a vivir, es decir, exigen reflexión y
examen para, a partir de la verdadera comprensión, llegar al convencimiento,
pueden proporcionar liberación y redención.
Sólo una irreflexión condenable en extremo puede imaginar
que el fin de la existencia humana consista fundamentalmente en codiciar bienes
terrenales o en la satisfacción de las necesidades corporales, para eximirse,
con tranquilidad, de toda culpa y de las consecuencias de su indolente proceder
durante su vida terrenal, mediante una formalidad externa y bellas palabras. El
camino a través de la existencia terrenal y el paso al más allá en el momento
de la muerte no son como un viaje normal y corriente para el que basta sacar el
billete en el último momento.
¡Una creencia tal hace al hombre doblemente culpable! ¡Pues dudar de la incorruptible Justicia del
Dios perfecto es una blasfemia! Ahora bien, creer en una remisión
arbitraria y fácil de los pecados es
dudar de la incorruptible Justicia de Dios y de Sus leyes; más aún,
confirma directamente la creencia en la arbitrariedad de Dios, lo cual
equivaldría a Su imperfección y mediocridad. ¡Pobres creyentes! ¡Son dignos de lástima!
Mejor sería que no creyeran en nada; de este modo les
resultaría más fácil encontrar libremente el camino que creen haber hallado ya.
La salvación consiste solamente en no reprimir
temerosamente los pensamientos que empiezan a surgir, ni las dudas que se
despiertan a propósito de tantas cuestiones; pues esos pensamientos y esas
dudas son el resurgir de un saludable afán de Verdad.
Pero para vencer las dudas, es menester el examen, al cual
habrá de seguir ineludiblemente la acción de arrojar toda tara dogmática.
Únicamente un espíritu completamente liberado de todo lo que le parece
incomprensible es capaz de elevarse con gozosa convicción hasta las cimas
luminosas, ¡hacia el Paraíso!
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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