martes, 20 de diciembre de 2022

45. LA CRUCIFIXIÓN DEL HIJO DE DIOS Y LA ÚLTIMA CENA

 

45. LA CRUCIFIXIÓN DEL HIJO DE DIOS Y LA ÚLTIMA CENA

AL MORIR CRISTO, se desgarró, en el templo, el velo que separaba el Sanctasanctórum de la humanidad. Este suceso es tomado como símbolo de que, en el mismo instante de la muerte del Salvador, cesó la separación entre la humanidad y la Divinidad, es decir, que se estableció una unión directa.

Pero esta interpretación es falsa. Por la acción de crucificarle, los hombres rehusaron reconocer al Hijo de Dios como el Mesías esperado, por lo que la separación se hizo más grande. El velo se desgarró porque el Sanctasanctórum ya no era necesario. Quedó expuesto a las miradas y a las corrientes impuras; pues, simbólicamente hablando, después de ese suceso, la Divinidad ya no podía posarse sobre la Tierra, por lo que el Sanctasanctórum era superfluo.

Es, pues, precisamente lo contrario de las interpretaciones admitidas hasta ahora, en las cuales, como tantas y tantas veces, sólo se refleja la inmensa presunción del espíritu humano.

La muerte en la cruz tampoco fue un sacrificio necesario, sino un crimen, un asesinato en toda regla. Toda otra explicación es una tergiversación de los hechos que o bien sirve de disculpa, o es una prueba de ignorancia. Queda excluido por completo que Cristo viniera a la Tierra con la intención de dejarse crucificar. ¡Tampoco consiste en eso la Redención! Cristo fue crucificado por resultar molesto como portador de la Verdad; fue crucificado a causa de Su doctrina.

La Redención no podía ni debía ser proporcionada por Su crucifixión, sino por la Verdad transmitida a los hombres a través de Sus palabras.

Pero para los pontífices religiosos de aquel tiempo, la Verdad resultaba incómoda, era una contrariedad, pues hacia vacilar fuertemente su autoridad. También hoy día, pasaría exactamente lo mismo en muchos sitios. La humanidad no ha cambiado nada a tal respecto. Cierto que los dirigentes religiosos de entonces, lo mismo que los actuales, se apoyaban en antiguas y buenas tradiciones; pero los oficiantes y los comentadores habían hecho de ellas meras fórmulas inertes y vacías que no poseían siquiera vida propia. Este mismo cuadro se reproduce frecuentemente en nuestros días.

Todo el que quisiera infundir la necesaria vida en la Palabra existente, daría lugar, como es natural y lógico, a que esas prácticas e interpretaciones se vinieran abajo, pero no la Palabra propiamente dicha. Liberaría al pueblo de la avasalladora rigidez y vaciedad, le rescataría, y eso, naturalmente, tenía que contrariar grandemente a quienes pronto habrían de experimentar la energía con que se trataba de arrancarles las riendas de su falsa actividad dirigente.

He aquí por qué Aquel que era portador de la Verdad, Aquel que había de echar abajo el lastre de las falsas interpretaciones, se hizo sospechoso y fue perseguido. Y cuando, a pesar de todos los esfuerzos, no hubo posibilidad de dejarle en ridículo, se intentó hacerle pasar por indigno de ser creído. Su “pasado terrenal” como hijo de un carpintero serviría para ser tachado de “ignorante e incapacitado para instruir”, es decir, sería tachado de “profano”. Exactamente igual como, hoy día, sucede a todo el que se opone a ese dogmatismo rígido que sofoca en embrión toda tendencia a una vida más libre y más elevada.

Como medida de prudencia, ninguno de Sus adversarios se prestó a escuchar Sus razonamientos, pues presentían muy claramente que saldrían malparados de una discusión puramente objetiva. Persistieron en sus perversas calumnias propagadas por portavoces a sueldo; hasta que, por último, en el momento más propicio, no vacilaron en acusarle pública e injustamente, llevándole a la cruz a fin de eliminar con El el peligro que representaba para su autoridad y prestigio.

Esa muerte violenta, corrientemente usada entre los romanos de entonces, no equivalió por sí misma a una redención, ni tampoco fue causa de ella. No redimió culpa alguna de la humanidad, sino que, al contrario, ese crimen de la más vil especie sólo sirvió para agravar más aún a los hombres.

Aquí y allá, se ha venido extendiendo, hasta nuestros días, un culto que pretende ver en ese crimen un elemento fundamental y necesario de la obra redentora del Hijo de Dios; pero eso es, precisamente, lo que aparta al hombre de lo más valioso, de lo único que es capaz, por sí mismo, de proporcionar la redención. Desvía su atención de la verdadera misión del Salvador, esa misión que hizo necesaria Su venida a la Tierra desde la divinidad.

Pero esa venida no tuvo lugar con el fin de sufrir la muerte en la cruz, sino con el fin de predicar la Verdad en el desierto de la rigidez y vaciedad dogmática que esclavizaba al espíritu humano. Vino para explicar las relaciones entre Dios, la creación y los hombres, tal como son en realidad.

De ese modo, todo lo que el espíritu humano había imaginado en su corto entendimiento, y todo lo que encubría la Verdad, había de perder consistencia y debía venirse abajo por sí mismo. Sólo entonces, el hombre podría distinguir claramente el camino que se abría ante él y que conduce a las alturas.

La redención reposa sólo y exclusivamente en la implantación de esa Verdad y en la consiguiente liberación de los errores.

Es la emancipación de esa turbia visión y de esa fe ciega. La palabra “ciega” caracteriza suficientemente lo malsano de ese estado.

La cena que tuvo lugar antes de Su muerte fue una cena de despedida. Al decir Cristo: “Tomad y comed; esto es mi cuerpo. Bebed de ella todos; porque ésta es mi sangre de la nueva alianza, que por muchos será derramada para remisión de los pecados”, afirmó que estaba dispuesto hasta a tomar sobre Sí el suplicio de la cruz con tal de tener ocasión de proporcionar a la humanidad descarriada la Verdad contenida en Sus enseñanzas, esa Verdad que constituye el único camino para la remisión de los pecados.

También dijo expresamente: “… para remisión de muchos” y no “… para remisión de todos”, es decir, sólo de aquellos que acogieran cordialmente Sus enseñanzas y les dieran vida mediante la provechosa puesta en práctica de las mismas.

Su cuerpo desgarrado por la crucifixión y Su sangre vertida debían contribuir a que se reconociera la apremiante necesidad y la gravedad de las enseñanzas por El dadas. Este carácter apremiante debía ser subrayado en las conmemoraciones de la Cena y en la Eucaristía.

El hecho de que el mismo Hijo de Dios no se arredrara ante semejante hostilidad de la humanidad, probabilidad que ya había sido tenida en cuenta antes de Su venida,* pone de relieve la desesperada situación del espíritu humano, que sólo podía librarse del hundimiento asiéndose a la cuerda salvadora de la Verdad desnuda.

La alusión a Su crucifixión, hecha por el Hijo de Dios en la última cena, no fue otra cosa que una última insistencia en resaltar expresamente la imperante necesidad de la doctrina que Él había venido a exponer.

Cada vez que reciba la Eucaristía, todo hombre debe rememorar que el Hijo de Dios no vaciló siquiera ante la eventualidad de una muerte en la cruz a manos de los hombres, y que ofreció Su cuerpo y Su sangre para que la humanidad pudiera adquirir un claro concepto del proceso que siguen todos los acontecimientos del universo, que se manifiesta distintamente en las inmutables leyes de la creación, expresión viva de la misma Voluntad divina.

De esta consciencia de la extrema gravedad que se deriva de la ardiente necesidad del mensaje de salvación, surgirán constantemente en el hombre nuevas fuerzas y nuevos impulsos para vivir realmente conforme a las claras enseñanzas de Cristo, es decir, no sólo interpretándolas correctamente, sino también obrando en todo según ellas indican. De este modo, alcanzará igualmente la remisión de sus pecados y la redención. No podrá lograrlo de otra manera; tampoco directamente. Pero lo conseguirá con toda seguridad si sigue el camino trazado por Cristo mediante Su mensaje.

* Conferencia II–38: “Los sucesos del mundo”

Por esta razón, la Eucaristía debe hacer revivir este hecho una y otra vez, a fin de que no se debilite ese afán de seguir las enseñanzas dadas a costa de tan grandes sacrificios, el único medio de salvación; pues si se impone la indiferencia o soló se guardan las formas exteriores, los hombres pierden la cuerda salvadora y vuelven a hundirse en los brazos del error y de la perdición.

Es una gran falta la que cometen los hombres cuando creen que la crucifixión constituyó la garantía de la remisión de sus pecados. Esa forma de pensar trae consigo funestas consecuencias, pues todos los que creen eso se mantienen apartados del verdadero camino de la redención, que consiste única y exclusivamente en vivir de acuerdo con las palabras del Salvador, siguiendo las indicaciones dadas por El, que todo lo sabía y de todo tenía una clara visión. Mediante ejemplos prácticos, dio a conocer la necesidad de observar y acatar la Voluntad de Dios impuesta en las leyes de la creación, así como también los efectos derivados del hecho de someterse o no a ellas.

Su obra redentora consistió en dar esas explicaciones que, necesariamente, habían de poner en evidencia las deficiencias y perjuicios de las prácticas religiosas desprovistas de toda Verdad, arrojando así luz en la oscuridad creciente del espíritu humano. La muerte en la cruz no produjo la redención, como tampoco la Eucaristía o la hostia consagrada pueden ofrecer la directa remisión de los pecados. Concebir ese pensamiento es ir en contra de todas las leyes divinas. Por tanto, queda excluido que los hombres tengan poder para perdonar los pecados. El hombre sólo posee la facultad y el derecho de perdonar lo que se le inflija personalmente por otro, y aun así, con la condición de que su corazón lo desee sinceramente.

El que reflexione seriamente hallará la Verdad y, con ello, el verdadero camino. Pero los perezosos mentales y los indolentes que, como las vírgenes insensatas de la parábola, no mantengan siempre dispuestas, con la diligencia y vigilancia de que sean capaces, las pequeñas lámparas que el Creador les ha confiado, es decir, la facultad de analizar y dilucidar, podrán no advertir la hora en que llegue a ellos la “Palabra de Verdad”. Por haberse sumido en el apacible sueño de su indolencia y de su fe ciega, su propia pereza les impedirá reconocer al mensajero de la Verdad, al esposo. Cuando los que permanecieron vigilantes entren en el reino de la alegría, ellos serán echados a un lado, serán apartados.


* * *

Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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