46. ¡DESCIENDE DE LA CRUZ!
“SI
ERES HIJO DE DIOS, ¡desciende de la cruz! ¡Sálvate a ti mismo y a
nosotros!” Estas irónicas palabras fueron dirigidas al Hijo de Dios cuando
agonizaba en la cruz bajo los ardientes rayos del sol.
Los que las proferían se creían extraordinariamente
perspicaces. Llenos de odio, se mofaban, se regocijaban y reían sin que, en
realidad, hubiera motivo alguno para ello; pues no creo que los sufrimientos de
Cristo fueran una razón para burlas, sarcasmos y, mucho menos, risas. Habrían
cambiado de tono repentinamente si, por un instante solamente, hubieran podido
“ver” los acontecimientos que tenían lugar simultáneamente en el mundo etéreo y
en el mundo espiritual, ya que a partir de ese momento sus almas quedaron
fuertemente encadenadas para miles de años. Y si bien el castigo físico aún no
podía ser apreciado, llegó efectivamente en el curso de cuantas existencias
terrenales tuvieron que vivir posteriormente.
Aquellos déspotas se imaginaban ser muy ingeniosos. Pero no
podían dar mejor prueba de la cortedad de su entendimiento que profiriendo esas
palabras, en las que se revelaba una manera de ver las cosas inconcebiblemente
pueriles. Esos que así hablaban, qué lejos estaban de comprender de algún modo
la creación y la Voluntad divina impuesta en ella. Tanto más deprimente resulta
constatar la triste realidad de que, también hoy, buen número de los que creen
en Dios y en aquella misión de Su Hijo siguen estando convencidos de que Jesús
de Nazaret hubiera podido descender de la cruz sólo con haberlo querido.
Al cabo de dos mil años, sigue manteniéndose la misma
indolente insuficiencia mental sin cambio alguno con vistas al progreso. Según
la ingenua opinión de muchos creyentes, Cristo, el enviado de Dios, tenía que
poseer plena libertad de acción sobre la Tierra.
Es esa una suposición nacida de la ingenuidad más malsana,
y una fe muy propia de la pereza mental.
Por Su encarnación, también el Hijo de Dios quedó “sujeto a
la ley”, es decir, se sometió a las leyes naturales, a la Voluntad divina en la
creación. Ahí no puede haber modificación alguna en lo concerniente al cuerpo
físico supeditado a lo terrenal. Acatando la Voluntad de Dios, Cristo se
sometió voluntariamente a esa ley; no vino para abolirla, sino para cumplirla
mediante la encarnación sobre la Tierra.
Por tanto, quedó sujeto a todo lo que el hombre terrenal está
sujeto; de aquí que, a pesar de ser Hijo de Dios y pese a Su Fuerza divina y a
Su poder, no pudiera descender de la cruz mientras poseyera un cuerpo de carne
y hueso. Un acto tal habría equivalido a un derrocamiento de la Voluntad divina
en la creación.
Ahora bien, esa Voluntad es perfecta desde los primeros
orígenes. Su perfección se manifiesta en todas partes, no sólo en la
materialidad físico-terrenal, sino también en la materialidad etérea, en la
sustancialidad y en la espiritualidad con todos sus planos intermedios y
transitorios. Otro tanto acontece en la esfera divina y en el mismo Dios.
La actividad divina, es decir, la Fuerza y el poder de
Dios, siempre se muestra de una manera que nada tiene de espectacular.
Precisamente lo divino sólo vive para cumplir íntegramente la Voluntad de Dios,
y nunca deseará otra cosa. Lo mismo sucede cuando el hombre ha llegado a su
máxima madurez espiritual. Cuanto más alto sea el grado de evolución, tanto más
absoluto será el acatamiento voluntario y gozoso de las leyes divinas en la
creación. Entonces, el hombre jamás esperará que tengan lugar actos arbitrarios
al margen de las leyes establecidas en la creación, pues creerá firmemente en
la Perfección de la Voluntad divina.
Un cuerpo físico clavado en una cruz no puede liberarse sin
ayuda ajena, sin ayuda física. Es esta una ley conforme a la Voluntad divina en
la creación, y no puede ser derogada. Quienquiera que piense y crea de otro
modo dudará de la Perfección de Dios y de la inmutabilidad de Su Voluntad.
Que los hombres, a pesar del pretendido progreso de su
ciencia y de sus posibilidades, no han cambiado en absoluto y siguen estando
como antes, lo demuestra el hecho de que, actualmente, prosigan afirmando: “Si
es el Hijo del Hombre, podrá hacer sobrevenir catástrofes anunciadas cuando Le
plazca”. Estiman que sería la cosa más natural, lo que, dicho con otras
palabras, significa: “Si no puede hacerlo, no es el Hijo del Hombre”. Y, sin
embargo, los seres humanos saben muy bien que el mismo Cristo, el mismo Hijo de
Dios, afirmó que nadie, a excepción del Padre, podía conocer la hora en que
comenzará el Juicio Final. Así, pues, al hablar así, los hombres experimentan
dos dudas: la duda en el Hijo del Hombre, y la duda en las palabras del Hijo de
Dios. Por otro lado, esa forma de juzgar es una prueba más de incomprensión con
respecto a la creación entera, una prueba de que el hombre ignora precisamente
aquello que más urgentemente necesita conocer.
Puesto que el Hijo de Dios tuvo que acatar la Voluntad
divina al encarnarse, es evidente que el Hijo del Hombre tampoco podrá
mantenerse fuera de esas leyes. En la creación es absolutamente imposible vivir
al margen de la ley. Todo el que entra en la creación, por la misma acción de
entrar, queda sujeto a las leyes de la Voluntad divina que nunca cambia. El
Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, también.
Una gran laguna, que impide comprender todas estas cosas,
es el hecho de que los hombres jamás hayan buscado las leyes de Dios en la
creación, es decir, que éstas sigan siendo ignoradas por completo en nuestros
días; sólo de vez en cuando suelen descubrir alguna que otra cuando se dan de
bruces con ellas.
Si bien Cristo realizó milagros que superaban con mucho las
posibilidades del hombre terrenal, no debe concluirse que no tenía necesidad de
tener en cuenta las leyes de la Voluntad divina impuestas en la creación, es
decir, que estuviera por encima de ellas. Eso está excluido por completo. Tales
milagros no fueron actos arbitrarios, sino que también tuvieron lugar en
absoluta conformidad con las leyes de Dios. Se demostró con ello que Cristo
actuaba con fuerza divina y no con
fuerza espiritual, por lo que, naturalmente, sus efectos tenían que sobrepasar
muchísimo los límites de las posibilidades humanas. Pero esos milagros no
tuvieron lugar al margen de las leyes de la creación, sino que se ajustaron a
ellas estrictamente.
Si el hombre no se hubiera quedado tan atrás en su
desarrollo espiritual, hasta el punto de no poder ni siquiera desplegar por
entero las fuerzas espirituales de que dispone, también él podría obtener
resultados poco menos que milagrosos según los conceptos actuales.
Como es evidente, la Fuerza divina puede crear obras de muy
distinta índole, obras que nunca podrán ser realizadas por la fuerza espiritual
y que, por razón de su naturaleza, difieren de la más elevada actividad
espiritual. No obstante, todos los eventos se mantienen dentro del marco de la
legislación divina. Nada puede salirse de él. Los únicos que pueden realizar actos
arbitrarios, dentro de los límites en que se desenvuelve su libre albedrío, son
los hombres; pues siempre que han hecho uso de esa relativa libertad de obrar
por propia voluntad, libertad que poseen por su calidad de seres humanos, nunca
lo han hecho ateniéndose verdaderamente a la Voluntad de Dios. Siempre han
hecho prevalecer su propio albedrío y, con ello, se han paralizado a sí mismos,
no pudiendo elevarse más alto de lo permitido por su voluntad intelectiva atada
a la Tierra.
Así, pues, los hombres ni siquiera conocen las leyes de la
creación que su poder espiritual pone en acción o libera, y en las cuales
podría desplegarse ese mismo poder espiritual.
Tanto mayor es su asombro ante la actividad desarrollada
por la Fuerza divina. Por la misma razón, son incapaces de reconocerla como
tal, o esperan de ella cosas que están fuera de las leyes vigentes en el seno
de la creación, siendo una de esas cosas el descendimiento de un cuerpo físico
de una cruz material.
La resurrección de los muertos efectuada por esa Fuerza
divina no constituyó una transgresión
de las leyes divinas, ya que esa resurrección puede acontecer dentro de un
período de tiempo determinado, que es distinto para cada hombre. Según lo
dispuesto en las leyes, cuanto mayor sea la madurez espiritual de un alma al
abandonar el cuerpo físico, tanto más rápidamente quedará libre de él y tanto
más corto resultará el lapso durante el cual ese cuerpo puede volver a la vida,
pues eso sólo puede suceder mientras el alma esté unida al cuerpo.
Vivificada por el espíritu, el alma ha de obedecer a la
Voluntad de Dios, es decir, a la Fuerza divina. Atendiendo a su llamada, habrá
de pasar el puente etéreo para reintegrarse al cuerpo físico que ya había
abandonado, pero sólo podrá hacerlo mientras ese puente no esté cortado.
El hecho de hablar aquí de Fuerza divina y fuerza
espiritual no está en oposición con la realidad de la existencia de una sola fuerza que procede de Dios y
recorre toda la creación. Pero existe una diferencia entre la Fuerza divina y
la fuerza física. Esta está dominada por aquélla, de la cual ha procedido. No
es que constituya una fuerza divina debilitada, sino que es una fuerza transformada que, por efecto de esa
transformación, pertenece a otra especie y, por lo tanto, está más limitada en
sus posibilidades de acción. Son, pues, dos naturalezas que actúan
distintamente, pero en realidad no son más que una sola fuerza.
A ellas hay que agregar aún la fuerza sustancial. Así,
pues, existen tres fuerzas fundamentales, de las cuales la fuerza espiritual y
la sustancial son mantenidas y dominadas por la Fuerza divina. Las tres han de
ser consideradas como una sola.
No existe ninguna otra fuerza; solamente numerosas
variantes surgidas de las especies fundamentales espirituales y sustanciales, y
cuyos efectos también presentan un carácter diverso. Por ser modificaciones de
la especie originaria, cada una de esas variantes posee leyes también
modificadas convenientemente, pero que, no obstante, se mantienen siempre
lógicamente encadenadas con la especie fundamental, si bien parecen distintas
exteriormente por razón de la correspondiente modificación de la fuerza.
Todas las especies — también las fundamentales — están
sujetas a la suprema ley de la Fuerza divina, y sólo pueden diferenciarse en su
apariencia externa por efecto de las modificadas leyes que les son propias.
Así, pues, parecen distintas porque, a excepción de la misma Voluntad divina,
todas las especies y variantes son solamente especies parciales, obras
fragmentarias que únicamente pueden tener leyes parciales. Todas ellas tienden
a fundirse en una, tienden a la Perfección de donde partieron: la pura Fuerza
divina, o lo que es igual, la Voluntad de Dios, que se manifiesta cual una ley
férrea e inmutable.
Ahora bien, cada una de esas fuerzas y sus correspondientes
variantes actúan en la materialidad etérea y en la materialidad física según sus respectivas naturalezas, y dan
forma, por razón de su propia diversidad, a mundos o planos también diversos que, aisladamente considerados,
sólo son distintas partes del gran conjunto de la creación, puesto que también
la fuerza de donde surgieron es una modificación de una parte de la perfecta
Fuerza divina y no posee leyes íntegramente perfectas, sino solamente leyes
parciales.
El compendio de todas
las leyes de los distintos planos cósmicos es lo que constituye las leyes
perfectas impuestas por la Voluntad divina en la primera creación, en el reino
de la espiritualidad originaria.
A eso se debe que el germen del espíritu humano haya de
recorrer todos los planos cósmicos para conocer personalmente sus leyes
particulares y hacerlas vivir dentro de sí. Después de haber recogido todos los
buenos frutos de esas experiencias vividas, habrá adquirido la verdadera
consciencia de esas leyes, y entonces, empleándolas de manera grata a Dios,
será transportado por los mismos efectos de las leyes y podrá entrar en el
Paraíso para, desde allí, poder intervenir, como ser consciente, en los planos
inferiores, secundándolos y estimulándolos a la evolución. Tal es la suprema
tarea de todo espíritu humano cuando ha alcanzado la plenitud de su desarrollo.
Jamás podrá llegarse a una culminación, ya que los planos
cósmicos actualmente existentes pueden extenderse ilimitadamente, pues están
flotando en la inmensidad infinita.
De este modo, el reino de Dios irá haciéndose más y más
grande, constantemente ampliado y extendido por la fuerza de los espíritus
humanos purificados, cuyo campo de acción abarca toda la poscreación, la cual
puede ser dirigida por ellos desde el Paraíso, puesto que, al haber recorrido
personalmente todas y cada una de sus regiones, poseen un exacto conocimiento
de ella.
Se han dado estas explicaciones con el único fin de evitar
errores que pudieran surgir del hecho de hacer referencia a la Fuerza divina y
a la fuerza espiritual; pues en realidad no existe más que una sola fuerza
emanada de Dios, de la cual se derivan las diversas variantes.
Quien tenga conocimiento de todos estos procesos se
abstendrá por completo de abrigar pueriles esperanzas respecto a cosas que
jamás podrán realizarse por caer fuera del campo de acción de las leyes de la
creación. Por lo mismo, el Hijo del Hombre tampoco podrá extender Su mano para
desencadenar catástrofes cuyos efectos deben dejarse sentir inmediatamente. Tal proceder iría contra
las leyes naturales existentes, las cuales no pueden ser modificadas.
Lo espiritual es más ágil y ligero que lo sustancial, es
más rápido por tanto. Según eso, lo esencial necesitará más tiempo que lo
espiritual para hacer surtir sus efectos. De donde se deduce lógicamente que
los elementos sustanciales, es decir, los acontecimientos elementales, también
habrán de entrar en funciones más tarde que los espirituales. Del mismo modo,
por efecto de esas fuerzas, la materia etérea se moverá más rápidamente que la
materia física. Todas estas leyes han de cumplirse necesariamente y no pueden
ser ni eludidas ni transgredidas.
Dichas leyes ya son conocidas en su totalidad en el reino
de la Luz, y el envío de mensajeros encargados de cumplir una misión o de
transmitir órdenes especiales está organizado de manera que los resultados finales coincidan entre sí tal como
Dios haya querido.
El Juicio actual ha necesitado una puesta a punto cuya
amplitud es inconcebible para el ser humano. Pero esa puesta a punto funciona
con precisión, de modo que, en realidad, no tiene lugar retraso alguno en
ninguna de sus fases… a excepción de aquellas en que es requerida la
colaboración de la voluntad humana. Sólo el hombre, con insensata obstinación,
se empeña constantemente en eximirse de todo cumplimiento, interponiéndose
incluso en el camino para servir de obstáculo… siempre estimulado por la
vanidad de este mundo.
Por suerte, ya se había contado con el rotundo fracaso de
los hombres durante la existencia terrenal del Hijo de Dios. Mediante ese
fracaso, los hombres únicamente pueden dificultar hasta cierto punto el camino
del Hijo del Hombre, obligándole a ir por caminos secundarios dando rodeos,
pero no podrán impedir el curso normal de los acontecimientos tal como Dios
quiere, ni tampoco podrán eludir de ninguna manera el desenlace final
determinado con anterioridad; pues ya han sido privados del apoyo de las
fuerzas tenebrosas que infundían vigor a su necedad, mientras que los muros
levantados por la actividad del intelecto, tras de los cuales buscan protección
para lanzar sus venenosos dardos, se derrumbarán rápidamente bajo la presión de
la impetuosa Luz. Entonces, serán arrollados por los acontecimientos, y no se
les concederá gracia ninguna por cuantos perniciosos efectos hayan sido
engendrados por su voluntad. De este modo, ese día tan ardientemente deseado
por los que aspiran a la Luz no llegará ni una hora más tarde de lo debido.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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