martes, 20 de diciembre de 2022

46. ¡DESCIENDE DE LA CRUZ!

 

46. ¡DESCIENDE DE LA CRUZ!

“SI ERES HIJO DE DIOS, ¡desciende de la cruz! ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!” Estas irónicas palabras fueron dirigidas al Hijo de Dios cuando agonizaba en la cruz bajo los ardientes rayos del sol.

Los que las proferían se creían extraordinariamente perspicaces. Llenos de odio, se mofaban, se regocijaban y reían sin que, en realidad, hubiera motivo alguno para ello; pues no creo que los sufrimientos de Cristo fueran una razón para burlas, sarcasmos y, mucho menos, risas. Habrían cambiado de tono repentinamente si, por un instante solamente, hubieran podido “ver” los acontecimientos que tenían lugar simultáneamente en el mundo etéreo y en el mundo espiritual, ya que a partir de ese momento sus almas quedaron fuertemente encadenadas para miles de años. Y si bien el castigo físico aún no podía ser apreciado, llegó efectivamente en el curso de cuantas existencias terrenales tuvieron que vivir posteriormente.

Aquellos déspotas se imaginaban ser muy ingeniosos. Pero no podían dar mejor prueba de la cortedad de su entendimiento que profiriendo esas palabras, en las que se revelaba una manera de ver las cosas inconcebiblemente pueriles. Esos que así hablaban, qué lejos estaban de comprender de algún modo la creación y la Voluntad divina impuesta en ella. Tanto más deprimente resulta constatar la triste realidad de que, también hoy, buen número de los que creen en Dios y en aquella misión de Su Hijo siguen estando convencidos de que Jesús de Nazaret hubiera podido descender de la cruz sólo con haberlo querido.

Al cabo de dos mil años, sigue manteniéndose la misma indolente insuficiencia mental sin cambio alguno con vistas al progreso. Según la ingenua opinión de muchos creyentes, Cristo, el enviado de Dios, tenía que poseer plena libertad de acción sobre la Tierra.

Es esa una suposición nacida de la ingenuidad más malsana, y una fe muy propia de la pereza mental.

Por Su encarnación, también el Hijo de Dios quedó “sujeto a la ley”, es decir, se sometió a las leyes naturales, a la Voluntad divina en la creación. Ahí no puede haber modificación alguna en lo concerniente al cuerpo físico supeditado a lo terrenal. Acatando la Voluntad de Dios, Cristo se sometió voluntariamente a esa ley; no vino para abolirla, sino para cumplirla mediante la encarnación sobre la Tierra.

Por tanto, quedó sujeto a todo lo que el hombre terrenal está sujeto; de aquí que, a pesar de ser Hijo de Dios y pese a Su Fuerza divina y a Su poder, no pudiera descender de la cruz mientras poseyera un cuerpo de carne y hueso. Un acto tal habría equivalido a un derrocamiento de la Voluntad divina en la creación.

Ahora bien, esa Voluntad es perfecta desde los primeros orígenes. Su perfección se manifiesta en todas partes, no sólo en la materialidad físico-terrenal, sino también en la materialidad etérea, en la sustancialidad y en la espiritualidad con todos sus planos intermedios y transitorios. Otro tanto acontece en la esfera divina y en el mismo Dios.

La actividad divina, es decir, la Fuerza y el poder de Dios, siempre se muestra de una manera que nada tiene de espectacular. Precisamente lo divino sólo vive para cumplir íntegramente la Voluntad de Dios, y nunca deseará otra cosa. Lo mismo sucede cuando el hombre ha llegado a su máxima madurez espiritual. Cuanto más alto sea el grado de evolución, tanto más absoluto será el acatamiento voluntario y gozoso de las leyes divinas en la creación. Entonces, el hombre jamás esperará que tengan lugar actos arbitrarios al margen de las leyes establecidas en la creación, pues creerá firmemente en la Perfección de la Voluntad divina.

Un cuerpo físico clavado en una cruz no puede liberarse sin ayuda ajena, sin ayuda física. Es esta una ley conforme a la Voluntad divina en la creación, y no puede ser derogada. Quienquiera que piense y crea de otro modo dudará de la Perfección de Dios y de la inmutabilidad de Su Voluntad.

Que los hombres, a pesar del pretendido progreso de su ciencia y de sus posibilidades, no han cambiado en absoluto y siguen estando como antes, lo demuestra el hecho de que, actualmente, prosigan afirmando: “Si es el Hijo del Hombre, podrá hacer sobrevenir catástrofes anunciadas cuando Le plazca”. Estiman que sería la cosa más natural, lo que, dicho con otras palabras, significa: “Si no puede hacerlo, no es el Hijo del Hombre”. Y, sin embargo, los seres humanos saben muy bien que el mismo Cristo, el mismo Hijo de Dios, afirmó que nadie, a excepción del Padre, podía conocer la hora en que comenzará el Juicio Final. Así, pues, al hablar así, los hombres experimentan dos dudas: la duda en el Hijo del Hombre, y la duda en las palabras del Hijo de Dios. Por otro lado, esa forma de juzgar es una prueba más de incomprensión con respecto a la creación entera, una prueba de que el hombre ignora precisamente aquello que más urgentemente necesita conocer.

Puesto que el Hijo de Dios tuvo que acatar la Voluntad divina al encarnarse, es evidente que el Hijo del Hombre tampoco podrá mantenerse fuera de esas leyes. En la creación es absolutamente imposible vivir al margen de la ley. Todo el que entra en la creación, por la misma acción de entrar, queda sujeto a las leyes de la Voluntad divina que nunca cambia. El Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, también.

Una gran laguna, que impide comprender todas estas cosas, es el hecho de que los hombres jamás hayan buscado las leyes de Dios en la creación, es decir, que éstas sigan siendo ignoradas por completo en nuestros días; sólo de vez en cuando suelen descubrir alguna que otra cuando se dan de bruces con ellas.

Si bien Cristo realizó milagros que superaban con mucho las posibilidades del hombre terrenal, no debe concluirse que no tenía necesidad de tener en cuenta las leyes de la Voluntad divina impuestas en la creación, es decir, que estuviera por encima de ellas. Eso está excluido por completo. Tales milagros no fueron actos arbitrarios, sino que también tuvieron lugar en absoluta conformidad con las leyes de Dios. Se demostró con ello que Cristo actuaba con fuerza divina y no con fuerza espiritual, por lo que, naturalmente, sus efectos tenían que sobrepasar muchísimo los límites de las posibilidades humanas. Pero esos milagros no tuvieron lugar al margen de las leyes de la creación, sino que se ajustaron a ellas estrictamente.

Si el hombre no se hubiera quedado tan atrás en su desarrollo espiritual, hasta el punto de no poder ni siquiera desplegar por entero las fuerzas espirituales de que dispone, también él podría obtener resultados poco menos que milagrosos según los conceptos actuales.

Como es evidente, la Fuerza divina puede crear obras de muy distinta índole, obras que nunca podrán ser realizadas por la fuerza espiritual y que, por razón de su naturaleza, difieren de la más elevada actividad espiritual. No obstante, todos los eventos se mantienen dentro del marco de la legislación divina. Nada puede salirse de él. Los únicos que pueden realizar actos arbitrarios, dentro de los límites en que se desenvuelve su libre albedrío, son los hombres; pues siempre que han hecho uso de esa relativa libertad de obrar por propia voluntad, libertad que poseen por su calidad de seres humanos, nunca lo han hecho ateniéndose verdaderamente a la Voluntad de Dios. Siempre han hecho prevalecer su propio albedrío y, con ello, se han paralizado a sí mismos, no pudiendo elevarse más alto de lo permitido por su voluntad intelectiva atada a la Tierra.

Así, pues, los hombres ni siquiera conocen las leyes de la creación que su poder espiritual pone en acción o libera, y en las cuales podría desplegarse ese mismo poder espiritual.

Tanto mayor es su asombro ante la actividad desarrollada por la Fuerza divina. Por la misma razón, son incapaces de reconocerla como tal, o esperan de ella cosas que están fuera de las leyes vigentes en el seno de la creación, siendo una de esas cosas el descendimiento de un cuerpo físico de una cruz material.

La resurrección de los muertos efectuada por esa Fuerza divina no constituyó una transgresión de las leyes divinas, ya que esa resurrección puede acontecer dentro de un período de tiempo determinado, que es distinto para cada hombre. Según lo dispuesto en las leyes, cuanto mayor sea la madurez espiritual de un alma al abandonar el cuerpo físico, tanto más rápidamente quedará libre de él y tanto más corto resultará el lapso durante el cual ese cuerpo puede volver a la vida, pues eso sólo puede suceder mientras el alma esté unida al cuerpo.

Vivificada por el espíritu, el alma ha de obedecer a la Voluntad de Dios, es decir, a la Fuerza divina. Atendiendo a su llamada, habrá de pasar el puente etéreo para reintegrarse al cuerpo físico que ya había abandonado, pero sólo podrá hacerlo mientras ese puente no esté cortado.

El hecho de hablar aquí de Fuerza divina y fuerza espiritual no está en oposición con la realidad de la existencia de una sola fuerza que procede de Dios y recorre toda la creación. Pero existe una diferencia entre la Fuerza divina y la fuerza física. Esta está dominada por aquélla, de la cual ha procedido. No es que constituya una fuerza divina debilitada, sino que es una fuerza transformada que, por efecto de esa transformación, pertenece a otra especie y, por lo tanto, está más limitada en sus posibilidades de acción. Son, pues, dos naturalezas que actúan distintamente, pero en realidad no son más que una sola fuerza.

A ellas hay que agregar aún la fuerza sustancial. Así, pues, existen tres fuerzas fundamentales, de las cuales la fuerza espiritual y la sustancial son mantenidas y dominadas por la Fuerza divina. Las tres han de ser consideradas como una sola.

No existe ninguna otra fuerza; solamente numerosas variantes surgidas de las especies fundamentales espirituales y sustanciales, y cuyos efectos también presentan un carácter diverso. Por ser modificaciones de la especie originaria, cada una de esas variantes posee leyes también modificadas convenientemente, pero que, no obstante, se mantienen siempre lógicamente encadenadas con la especie fundamental, si bien parecen distintas exteriormente por razón de la correspondiente modificación de la fuerza.

Todas las especies — también las fundamentales — están sujetas a la suprema ley de la Fuerza divina, y sólo pueden diferenciarse en su apariencia externa por efecto de las modificadas leyes que les son propias. Así, pues, parecen distintas porque, a excepción de la misma Voluntad divina, todas las especies y variantes son solamente especies parciales, obras fragmentarias que únicamente pueden tener leyes parciales. Todas ellas tienden a fundirse en una, tienden a la Perfección de donde partieron: la pura Fuerza divina, o lo que es igual, la Voluntad de Dios, que se manifiesta cual una ley férrea e inmutable.

Ahora bien, cada una de esas fuerzas y sus correspondientes variantes actúan en la materialidad etérea y en la materialidad física según sus respectivas naturalezas, y dan forma, por razón de su propia diversidad, a mundos o planos también diversos que, aisladamente considerados, sólo son distintas partes del gran conjunto de la creación, puesto que también la fuerza de donde surgieron es una modificación de una parte de la perfecta Fuerza divina y no posee leyes íntegramente perfectas, sino solamente leyes parciales.

El compendio de todas las leyes de los distintos planos cósmicos es lo que constituye las leyes perfectas impuestas por la Voluntad divina en la primera creación, en el reino de la espiritualidad originaria.

A eso se debe que el germen del espíritu humano haya de recorrer todos los planos cósmicos para conocer personalmente sus leyes particulares y hacerlas vivir dentro de sí. Después de haber recogido todos los buenos frutos de esas experiencias vividas, habrá adquirido la verdadera consciencia de esas leyes, y entonces, empleándolas de manera grata a Dios, será transportado por los mismos efectos de las leyes y podrá entrar en el Paraíso para, desde allí, poder intervenir, como ser consciente, en los planos inferiores, secundándolos y estimulándolos a la evolución. Tal es la suprema tarea de todo espíritu humano cuando ha alcanzado la plenitud de su desarrollo.

Jamás podrá llegarse a una culminación, ya que los planos cósmicos actualmente existentes pueden extenderse ilimitadamente, pues están flotando en la inmensidad infinita.

De este modo, el reino de Dios irá haciéndose más y más grande, constantemente ampliado y extendido por la fuerza de los espíritus humanos purificados, cuyo campo de acción abarca toda la poscreación, la cual puede ser dirigida por ellos desde el Paraíso, puesto que, al haber recorrido personalmente todas y cada una de sus regiones, poseen un exacto conocimiento de ella.

Se han dado estas explicaciones con el único fin de evitar errores que pudieran surgir del hecho de hacer referencia a la Fuerza divina y a la fuerza espiritual; pues en realidad no existe más que una sola fuerza emanada de Dios, de la cual se derivan las diversas variantes.

Quien tenga conocimiento de todos estos procesos se abstendrá por completo de abrigar pueriles esperanzas respecto a cosas que jamás podrán realizarse por caer fuera del campo de acción de las leyes de la creación. Por lo mismo, el Hijo del Hombre tampoco podrá extender Su mano para desencadenar catástrofes cuyos efectos deben dejarse sentir inmediatamente. Tal proceder iría contra las leyes naturales existentes, las cuales no pueden ser modificadas.

Lo espiritual es más ágil y ligero que lo sustancial, es más rápido por tanto. Según eso, lo esencial necesitará más tiempo que lo espiritual para hacer surtir sus efectos. De donde se deduce lógicamente que los elementos sustanciales, es decir, los acontecimientos elementales, también habrán de entrar en funciones más tarde que los espirituales. Del mismo modo, por efecto de esas fuerzas, la materia etérea se moverá más rápidamente que la materia física. Todas estas leyes han de cumplirse necesariamente y no pueden ser ni eludidas ni transgredidas.

Dichas leyes ya son conocidas en su totalidad en el reino de la Luz, y el envío de mensajeros encargados de cumplir una misión o de transmitir órdenes especiales está organizado de manera que los resultados finales coincidan entre sí tal como Dios haya querido.

El Juicio actual ha necesitado una puesta a punto cuya amplitud es inconcebible para el ser humano. Pero esa puesta a punto funciona con precisión, de modo que, en realidad, no tiene lugar retraso alguno en ninguna de sus fases… a excepción de aquellas en que es requerida la colaboración de la voluntad humana. Sólo el hombre, con insensata obstinación, se empeña constantemente en eximirse de todo cumplimiento, interponiéndose incluso en el camino para servir de obstáculo… siempre estimulado por la vanidad de este mundo.

Por suerte, ya se había contado con el rotundo fracaso de los hombres durante la existencia terrenal del Hijo de Dios. Mediante ese fracaso, los hombres únicamente pueden dificultar hasta cierto punto el camino del Hijo del Hombre, obligándole a ir por caminos secundarios dando rodeos, pero no podrán impedir el curso normal de los acontecimientos tal como Dios quiere, ni tampoco podrán eludir de ninguna manera el desenlace final determinado con anterioridad; pues ya han sido privados del apoyo de las fuerzas tenebrosas que infundían vigor a su necedad, mientras que los muros levantados por la actividad del intelecto, tras de los cuales buscan protección para lanzar sus venenosos dardos, se derrumbarán rápidamente bajo la presión de la impetuosa Luz. Entonces, serán arrollados por los acontecimientos, y no se les concederá gracia ninguna por cuantos perniciosos efectos hayan sido engendrados por su voluntad. De este modo, ese día tan ardientemente deseado por los que aspiran a la Luz no llegará ni una hora más tarde de lo debido.


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Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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