48. LA RESURRECCIÓN DEL CUERPO TERRENAL DE CRISTO
¡PERFECTO
ES DIOS, nuestro Señor! Perfecta es Su Voluntad, que está en El y emanó
de El para engendrar y mantener la obra de la creación. Perfectas son también,
por tanto, las leyes que, cumpliendo Su Voluntad, se extienden por toda la
creación.
Ahora bien, la Perfección excluye a priori todo
desvío. ¡He aquí el principio que justifica plenamente la duda en tantas
afirmaciones! Muchas doctrinas se contradicen a si mismas en tanto que enseñan
muy justamente la Perfección de Dios y, al mismo tiempo, exponen tesis
completamente opuestas, exigiendo fe en cosas que excluyen la Perfección de
Dios y de Su Voluntad, que reposa en las leyes de la creación.
Eso constituye el germen infeccioso de muchas
doctrinas, la carcoma que un día habrá de causar el derrumbamiento de todo el
edificio, derrumbamiento que será tanto más inevitable allí donde esas
contradicciones hayan sido puestas como pilares
fundamentales que no sólo suscitan la duda en la Perfección divina, sino
que la desmienten directamente. Esta negación de la Perfección de Dios es,
incluso, un requisito indispensable de la profesión de fe que es menester hacer
para poder entrar en las comunidades religiosas.
Tal es el caso de la teoría de la resurrección de la carne aplicada a la
resurrección del cuerpo terrenal del Hijo de Dios, teoría que, sin reflexión
ninguna, es admitida por la mayoría de los hombres sin dejar el menor rastro de
comprensión. Otros, a su vez, hacen suya esa afirmación con plena consciencia
de su ignorancia, pues les ha faltado el maestro capaz de darles una
explicación adecuada a tal respecto.
¡Triste espectáculo el que se ofrece ante los ojos
de quien observa con calma y sinceridad! ¡Qué lamentable aspecto el de esos
hombres que suelen considerarse a sí mismos como paladines de su religión, como
rigurosos creyentes que ponen todo su celo en juzgar ligeramente y despreciar a
quienes no piensan igual que ellos, sin darse cuenta de que esa actitud es
precisamente el sello infalible de una ignorancia que no tiene remedio!
Aceptar convencidamente cosas importantes y
declararse partidario de ellas sin hacer
pregunta alguna, es dar muestras de una indiferencia inusitada, pero no de
una fe verdadera.
Tal es la
postura que adopta un hombre semejante ante aquello que él acostumbra a
considerar como lo más sublime y sagrado, lo que debía constituir el contenido
y el sostén de su existencia.
Ese hombre no es un miembro activo de su religión
capaz de elevarse y de alcanzar la redención, sino que es bronce resonante, una
campanilla tintineante y vacía, un ser que no comprende las leyes de su Creador
y tampoco se molesta en descubrirlas.
Para todos los que así obran, eso supone una
estagnación y una regresión en el camino de la evolución y del progreso que
había de conducirlos, a través de la materialidad, a la Luz de la Verdad.
También el falso concepto de la resurrección de la
carne es, como todo punto de vista erróneo, un obstáculo artificialmente creado
que habrán de llevar consigo al más allá, y ante el cual tendrán que detenerse
— también allí — imposibilitados para seguir adelante, ya que no podrán
liberarse por sí mismos, pues su equivocada fe se adherirá a ellos fuertemente
y los encadenará de tal modo que quedará interceptada toda mirada libremente
dirigida hacia la luminosa Verdad.
Por no atreverse a pensar de otra manera, tampoco
pueden seguir su marcha, lo que lleva inherente el peligro de que esas almas
atadas por sí mismas dejen pasar también el tiempo de que aún disponen para su
liberación, y no inicien su ascensión hacia la Luz en el momento oportuno, por
lo que se hundirán inexorablemente en la desintegración, y hallarán en la
condenación eterna el fin de su existencia.
La condenación eterna consiste en quedar apartado
definitivamente de la Luz. Es, según el lógico desarrollo de los acontecimientos,
quedar privado de ella por culpa
propia y para siempre, sin poder regresar a la Luz en calidad de personalidad
completamente desarrollada y plenamente consciente. Esta circunstancia resulta
del hecho de ser arrastrado a la desintegración que, junto con el cuerpo de
materialidad etérea, descompone y pulveriza también toda personalidad
espiritual consciente.* He aquí eso que se denomina “muerte espiritual”, a
partir de la cual no existe posibilidad alguna de que el “Yo” consciente
desarrollado hasta entonces ascienda hacia la Luz, mientras que, prosiguiendo
la ascensión, ese “Yo” no sólo sigue existiendo, sino que continúa
evolucionando hasta alcanzar su perfección espiritual.
Quienquiera que pase al más allá poseído de una fe
errónea o irreflexiva permanecerá detenido hasta que consiga liberarse e
infundir vida en sí mismo mediante
una nueva convicción, consiguiendo así salvar el obstáculo que supone, para él,
su propia fe, la cual le impide proseguir la marcha por el camino justo y
verdadero.
Pero el esfuerzo personal y el despliegue de fuerzas
que es menester para librarse a sí mismo de tal error, resultan inmensamente
grandes. El mero hecho de concebir semejante pensamiento ya exige un poderoso
impulso espiritual. De aquí que millones y millones de hombres se mantengan
prisioneros de sí mismos, incapaces de sacar fuerzas ni siquiera para levantar
el pie, poseídos como están de la perniciosa creencia de que tal proceder sería
injusto. Están como paralizados, y se perderán irremisiblemente si la misma
viva Fuerza de Dios no sale a su encuentro. Pero ésta, a su vez, no puede
acudir en ayuda en tanto que no exista una chispa de voluntad por parte del
alma humana y ésta no se dirija hacia esa Fuerza.
Este hecho tan natural y simple en sí constituye un
estado de parálisis espantoso y pernicioso a más no poder. De este modo, la bendición
de la libre facultad de decidir, concedida a los hombres, se convierte en una
maldición por el mal uso que se hace de ella. Cada uno tiene siempre en sus manos excluirse o incluirse. ¡A
eso se debe precisamente lo terrible de la venganza cuando un hombre acepta una
doctrina a ciegas, sin someterla a un examen extremadamente meticuloso y serio!
¡La pereza que ahí se manifiesta puede costarle toda su existencia!
* Conferencia I–13: “El universo”
Desde el punto de vista puramente terrenal, la
indolencia es el enemigo más acérrimo de la humanidad. ¡Pero la indolencia en
la fe significa su muerte espiritual!
¡Ay de aquellos que no despierten pronto y no se
esfuercen en someter a un rigurosísimo examen todo lo que ellos llaman fe! Pero
a los que han sido causa de tan gran desastre, esos falsos pastores que
conducen a sus ovejas a un desierto de desolación, les está reservada la
perdición. Nada podrá ayudarles, a no ser la acción de conducir a sus
descarriadas ovejas por el recto sendero. Pero la cuestión es si aún disponen
de tiempo suficiente para ello. Por tanto, que cada uno se examine a sí mismo a
fondo antes de intentar instruir a su prójimo.
Toda falsa creencia es una ficción, y esa ficción
encadena al espíritu humano, en este mundo y en el otro, con una firmeza tal
que sólo la viva fuerza de la verdadera Palabra de Dios puede quebrantar. Por
eso, que cada uno esté atento a la llamada que le concierne. Esta llamada está
reservada a aquel que la sienta dentro de sí. ¡Que ese tal la analice,
reflexione y se libere!
No debe olvidar que únicamente su propia decisión puede romper las cadenas que él mismo
se impuso anteriormente mediante sus falsas creencias. Y así como entonces decidió
seguir ciegamente, por comodidad o negligencia, una doctrina que no había
estudiado a fondo en todos sus aspectos, y
optó, tal vez, por negar a Dios a causa de no haber sabido hallar, hasta el
momento, el camino que conduce a El y que se corresponde con su justificada
necesidad de perfección lógica, del mismo modo es preciso que hoy surja de él mismo la seria determinación de
emplear en su búsqueda un riguroso método analítico. Sólo así podrá levantar el pie, inmovilizado hasta ahora por propia
voluntad; sólo así podrá dar el primer paso hacia la Verdad, hacia la libertad,
hacia la Luz.
El mismo y
solamente él puede, debe y tiene que sopesar las cosas, puesto que
lleva esa facultad dentro de sí. Del mismo modo, también tendrá que echar sobre
sí mismo toda responsabilidad siempre que haga o desee algo.
Esa consciencia
debería bastar por sí misma para obligarle a hacer un examen meticuloso por
demás.
Esa responsabilidad es precisamente la que da a cada
hombre el derecho absoluto de proceder a tal examen; y no sólo eso, sino que
también hace de ello una necesidad imperiosa. Puede considerarlo él
tranquilamente como un saludable instinto de conservación: no es ninguna
sinrazón. Tampoco firmaría un contrato terrenal cualquiera del que se derivaran
grandes responsabilidades, sin analizarlo palabra por palabra para ver si puede
cumplirlo o no. Otro tanto sucede en el terreno espiritual — de carácter mucho
más grave — cuando se trata de tomar la decisión de pertenecer a una cierta
creencia. Si los hombres hicieran más uso de ese saludable instinto de
conservación, ello no constituiría un pecado, sino, por el contrario, una
bendición.
¡La resurrección de la carne! ¡Cómo puede ser que la
carne de la materialidad física ascienda hasta el reino de Dios Padre, el reino
de la espiritualidad originaria! ¡Cómo es posible eso, siendo así que la
materialidad física no es capaz de traspasar siquiera los límites de la
materialidad etérea del más allá! Todo lo físico, e incluso lo etéreo, está
sometido a las eternas leyes naturales de la descomposición. A tal respecto, no
puede haber excepción o desviación ninguna, pues las leyes son perfectas. Según
esto, después de la muerte, lo físico tampoco podrá ascender hasta el reino del
Padre, y ni siquiera hasta la materialidad etérea, también sometida a la
descomposición. Por razón de la perfección de las leyes naturales divinas,
tales derogaciones entran en el campo de la imposibilidad.
Todo eso puede ser observado muy claramente, en
pequeña escala, en las leyes de la física, las cuales no son, a su vez, más que
la manifestación de las inmutables leyes del Creador, que recorren ese terreno tal como recorren todo lo
que existe.
Todo lo
existente está, pues, sometido a las uniformes leyes de la formación, que
llevan clara y distintamente el sello de la Voluntad divina, sencilla pero
inmutable. Nada puede quedar excluido de ellas.
Tanto más de lamentar es, pues, que ciertas
doctrinas se obstinen en no admitir la inconmensurable grandeza de Dios
manifestada en esas leyes, por las cuales Él se aproxima a la humanidad hasta
el punto de hacerse evidente a la comprensión humana.
Toda doctrina hace muy justa referencia a la
Perfección de Dios. Ahora bien, si la causa primera, la fuente originaria, es
perfecta de por si, de ella no puede emanar más que perfección.
Consecuentemente, es preciso también que las leyes de la creación sean
perfectas, puesto que se basan en actos voluntarios nacidos de esa fuente
originaria. Resulta, pues, absolutamente natural y lógico que lo uno no pueda
separarse de lo otro. Esas perfectas leyes de la creación constituyen las leyes
naturales que atraviesan y mantienen todo lo que se ha formado.
Por otro lado, perfección es sinónimo de
invariabilidad. De donde se deduce que resulta absolutamente imposible una
derogación de esas leyes naturales o fundamentales. En otros términos: en
ningún caso puede tener lugar una excepción, pues ello iría en contra de la
naturalidad de todos los acontecimientos.
Por lo mismo, tampoco puede tener lugar una
resurrección de la carne, que, como elemento físico que es, está
invariablemente ligada a la materialidad física.
Puesto que todas las leyes originarias han procedido
de la Perfección divina, se infiere que ningún nuevo acto de voluntad por parte
de Dios puede efectuarse de manera distinta a como está establecido en la
creación desde los primeros orígenes.
Por el hecho de rehusar admitir esta evidencia
impuesta de forma absoluta por la Perfección de Dios, muchas doctrinas prueban
que sus fundamentos son falsos, que
están edificados sobre la base del intelecto humano supeditado al espacio y al
tiempo, y que, por consiguiente, no pueden hacerse pasar por portadoras de un
mensaje divino, el cual no mostraría laguna alguna, ya que sólo puede proceder
de la Perfección, de la misma Verdad, que está desprovista de lagunas y puede
ser comprendida por razón de su sencilla grandeza. Esta Verdad es, ante todo, natural, porque lo que los hombres denominan
naturaleza ha procedido de la Perfección de la Voluntad divina y sigue
manteniéndose hoy día en su invariable vitalidad, por lo que tampoco puede
quedar sujeta a excepciones de ninguna clase.
Cuando Cristo vino a la Tierra para anunciar el
divino mensaje de la Verdad, tuvo que revestirse igualmente de un cuerpo
físico, es decir, de carne. Todo hombre que piensa debería ya reconocer en ese hecho la invariabilidad de las leyes
naturales, y lo mismo en lo que se refiere a la muerte corporal que siguió a la
crucifixión.
Pero esa carne material no podía constituir una
excepción, de aquí que hubiera de permanecer en el mundo físico después de esa
muerte. ¡No pudo, pues, resucitar
para pasar a otro mundo! Las leyes naturales o divinas establecidas no podían
permitirlo, dada su perfección procedente de la Voluntad de Dios. Un hecho tal
resulta imposible por completo, pues de lo contrario esas leyes no serían
perfectas, de donde se deduce que la Voluntad de Dios, Su Fuerza y El mismo
tampoco lo serían.
Pero, puesto que tal suposición está excluida, como
puede comprobar toda ciencia en la misma creación, resulta igualmente falso y
es dudar de la Perfección de Dios pretender que esa carne material resucitó y
entró en otro mundo al cabo de cuarenta días.
En caso de que debiera tener lugar verdaderamente
una resurrección carnal, no podría haber sucedido más que volviendo otra vez el
alma al cuerpo físico, al cual se mantiene unida durante algún tiempo mediante
un cordón etéreo.* Esto está de acuerdo con las leyes naturales, y sólo puede
realizarse mientras exista ese cordón, pues una vez que éste desaparezca, será
imposible la resurrección, es decir, el alma no podrá ser llamada a unirse de
nuevo con el que fue hasta entonces su cuerpo físico.
También esto está estrictamente sometido a las
perfectas leyes naturales, y ni el mismo Dios podría obrar de otro modo, pues
ello sería ir en contra de Sus propias leyes, en contra de Su perfecta
Voluntad, que actúa automáticamente en la naturaleza. Precisamente a causa de
esa perfección, quedó excluida la posibilidad de que llegara a concebir un
pensamiento tan imperfecto, el cual no sería otra cosa que un acto arbitrario.
Una vez más, se muestra aquí una aparente limitación
de Dios frente a la obra de la creación por razón de Su Perfección absoluta,
que ha de mantenerse a toda costa y no permite modificación ninguna, la cual no
estaba prevista ni era necesaria. Ahora bien, no se trata en modo alguno de una
verdadera limitación de Dios, aun cuando en ciertos casos pueda parecerle así al ser humano incapaz de
abarcar todos los acontecimientos en
conjunto. Y esta imposibilidad de tener una idea de todo el conjunto le lleva a atribuir a Su Dios, si bien con
intención buena y loable, la facultad de realizar actos arbitrarios que, estrictamente
considerados, sólo contribuyen a hacer de menos a la Perfección divina.
Esa loable intención manifestada con toda humildad
por los hombres, no equivale, pues, en este caso, a una profunda veneración,
sino que, al contrario, es una depreciación de la Perfección divina, ya que se
pretende reducirla a los estrechos límites naturales del espíritu humano.
La misma observancia absoluta de las leyes
naturales o divinas estuvo presente en el acto de resucitar a Lázaro y al hijo
de Naín, los cuales pudieron resucitar porque el cordón de unión con el alma se
mantenía aún. Al ser llamada por el Maestro, el alma pudo volver a unirse con
el cuerpo. Entonces, éste fue obligado, de acuerdo con las leyes naturales, a
permanecer en el mundo físico hasta que sobreviniera una nueva separación entre
él y el cuerpo etéreo, lo que permitiría a este último pasar al más allá
etéreo. Es decir, el cuerpo permanecería en la Tierra hasta que sufriera una
nueva muerte física.
* Conferencia II–30: “La muerte”
Pero que el cuerpo físico pase al otro mundo es cosa
imposible. Si el Espíritu de Cristo hubiera regresado al cuerpo físico, o si no
lo hubiera abandonado de ningún modo, habría estado obligado a permanecer en la
materialidad física hasta que muriera por segunda vez, y no de otra manera.
La resurrección de la carne y su paso al otro mundo
están excluidos por completo, tanto para los hombres como para Cristo en aquel
tiempo.
El cuerpo terrenal del Salvador siguió el mismo
camino que ha de seguir todo cuerpo físico conforme a las leyes naturales del
Creador.
Por consiguiente, Jesús
de Nazaret, el Hijo de Dios, no resucitó carnalmente.
No obstante, a pesar de toda la lógica y de la mayor
veneración a Dios que en ella reposa, habrá muchos que, en la ceguera y pereza
de sus falsas creencias, no querrán seguir el sencillo camino de la Verdad.
También habrá quienes no podrán seguirlo a causa de su propia estrechez
espiritual. Otros, a su vez, con pleno conocimiento de causa, intentarán
combatir furiosamente esa Verdad, pues temerán muy acertadamente que el
edificio de su cómoda fe, erigido con tanto esmero, haya de venirse abajo
inevitablemente.
De nada les servirá haber tomado como base
únicamente las tradiciones orales, pues también los discípulos eran seres
humanos, y es cosa muy humana que, profundamente conmovidos por los terribles
acontecimientos de aquel entonces, al intentar describirlos tomándolos de su
recuerdo, añadieran muchos pensamientos personales, lo que contribuyó a dar a
muchas cosas una interpretación que no coincidía con la realidad, dado que
todos los milagros que habían contemplado anteriormente seguían siendo
incomprensibles para ellos mismos.
Sus escritos y relatos están profundamente
arraigados en puntos de vista humanos y personales,
que sirvieron de base para muchos de los errores futuros, tales como
confundir al Hijo de Dios con el Hijo del Hombre.
Si bien fueron secundados en su labor por la
inspiración espiritual más intensa, sus opiniones personales y preconcebidas
jugaron siempre, no obstante, un gran papel en el momento de hacer los relatos,
con lo que a menudo quedaron desvirtuadas las narraciones más claras y mejor
intencionadas.
Pero el mismo Jesús no ha dejado ningún escrito en
el que poder apoyarse sin reservas para mantener una controversia.
Jamás habría dicho o escrito nada que no estuviera
de absoluto acuerdo con las leyes de Su Padre, las leyes naturales divinas, la
Voluntad creadora. Ya lo dijo El mismo expresamente: “¡He venido para cumplir las leyes de Dios! …”
Ahora bien, las leyes de Dios se manifiestan con
toda claridad en la naturaleza, la cual no se reduce solamente al plano físico,
sino que se presenta en todas partes con la misma “naturalidad”, tanto en la
materialidad etérea como en los planos de la sustancialidad y de la
espiritualidad. Es seguro que todo pensador descubrirá en esas significativas
palabras del Salvador algo que se halla muy por encima de los desconcertantes
dogmas religiosos, algo que indica el camino a los que buscan con verdadera
seriedad.
Sobre este particular, el hombre también puede
encontrar puntos de referencia en la Biblia, pues Jesús se apareció a muchos.
Pero ¿qué sucedió? En un principio, María no Le reconoció, y tampoco Magdalena.
Los discípulos de Emaús no Le reconocieron a pesar de haberlos acompañado y
haber hablado con ellos durante horas… ¿Qué conclusión debe sacarse de esto? —
Que el cuerpo que ellos vieron tuvo que
ser un cuerpo distinto, pues, si no, Le hubieran reconocido todos inmediatamente.
¡Pero que siga estando sordo el que no quiera oír, y
ciego el que sea demasiado perezoso para abrir los ojos!
El concepto general “resurrección de la carne”
encuentra su justa acepción en el hecho de que los nacimientos terrenales no cesarán en tanto existan
hombres sobre la Tierra. Es una gran promesa de que la vida terrenal se
renovará constantemente, de que tendrán lugar continuas encarnaciones
encaminadas a un progreso más rápido y a la liberación de las especies más
bajas mediante los correspondientes efectos recíprocos, lo que equivale a una
remisión de los pecados. Es una prueba del inconmensurable Amor divino, cuya
gracia permite que las almas que hayan abandonado el plano terrenal después de
desperdiciar por completo o en parte el tiempo de su permanencia en la tierra,
y que, por consiguiente, hayan pasado al más allá sin la debida preparación
para la ascensión, tengan oportunidad otra vez de rodearse de un cuerpo o
envoltura física, con lo que la carne de que ya habían quedado desprovistas
celebra su resurrección en un nuevo cuerpo físico. ¡De esta manera, esa alma
que ya había pasado al otro mundo experimenta una nueva resurrección de la
carne!
El espíritu humano, incapaz de tener una idea del
conjunto, no podrá comprender hasta más tarde cuántas bendiciones se derivan de
la continua repetición del cumplimiento de tan elevada gracia.
* * *
Esta conferencia fue extractada de:
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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