martes, 20 de diciembre de 2022

48. LA RESURRECCIÓN DEL CUERPO TERRENAL DE CRISTO

 

48. LA RESURRECCIÓN DEL CUERPO TERRENAL DE CRISTO

¡PERFECTO ES DIOS, nuestro Señor! Perfecta es Su Voluntad, que está en El y emanó de El para engendrar y mantener la obra de la creación. Perfectas son también, por tanto, las leyes que, cumpliendo Su Voluntad, se extienden por toda la creación.

Ahora bien, la Perfección excluye a priori todo desvío. ¡He aquí el principio que justifica plenamente la duda en tantas afirmaciones! Muchas doctrinas se contradicen a si mismas en tanto que enseñan muy justamente la Perfección de Dios y, al mismo tiempo, exponen tesis completamente opuestas, exigiendo fe en cosas que excluyen la Perfección de Dios y de Su Voluntad, que reposa en las leyes de la creación.

Eso constituye el germen infeccioso de muchas doctrinas, la carcoma que un día habrá de causar el derrumbamiento de todo el edificio, derrumbamiento que será tanto más inevitable allí donde esas contradicciones hayan sido puestas como pilares fundamentales que no sólo suscitan la duda en la Perfección divina, sino que la desmienten directamente. Esta negación de la Perfección de Dios es, incluso, un requisito indispensable de la profesión de fe que es menester hacer para poder entrar en las comunidades religiosas.

Tal es el caso de la teoría de la resurrección de la carne aplicada a la resurrección del cuerpo terrenal del Hijo de Dios, teoría que, sin reflexión ninguna, es admitida por la mayoría de los hombres sin dejar el menor rastro de comprensión. Otros, a su vez, hacen suya esa afirmación con plena consciencia de su ignorancia, pues les ha faltado el maestro capaz de darles una explicación adecuada a tal respecto.

¡Triste espectáculo el que se ofrece ante los ojos de quien observa con calma y sinceridad! ¡Qué lamentable aspecto el de esos hombres que suelen considerarse a sí mismos como paladines de su religión, como rigurosos creyentes que ponen todo su celo en juzgar ligeramente y despreciar a quienes no piensan igual que ellos, sin darse cuenta de que esa actitud es precisamente el sello infalible de una ignorancia que no tiene remedio!

Aceptar convencidamente cosas importantes y declararse partidario de ellas sin hacer pregunta alguna, es dar muestras de una indiferencia inusitada, pero no de una fe verdadera.

Tal es la postura que adopta un hombre semejante ante aquello que él acostumbra a considerar como lo más sublime y sagrado, lo que debía constituir el contenido y el sostén de su existencia.

Ese hombre no es un miembro activo de su religión capaz de elevarse y de alcanzar la redención, sino que es bronce resonante, una campanilla tintineante y vacía, un ser que no comprende las leyes de su Creador y tampoco se molesta en descubrirlas.

Para todos los que así obran, eso supone una estagnación y una regresión en el camino de la evolución y del progreso que había de conducirlos, a través de la materialidad, a la Luz de la Verdad.

También el falso concepto de la resurrección de la carne es, como todo punto de vista erróneo, un obstáculo artificialmente creado que habrán de llevar consigo al más allá, y ante el cual tendrán que detenerse — también allí — imposibilitados para seguir adelante, ya que no podrán liberarse por sí mismos, pues su equivocada fe se adherirá a ellos fuertemente y los encadenará de tal modo que quedará interceptada toda mirada libremente dirigida hacia la luminosa Verdad.

Por no atreverse a pensar de otra manera, tampoco pueden seguir su marcha, lo que lleva inherente el peligro de que esas almas atadas por sí mismas dejen pasar también el tiempo de que aún disponen para su liberación, y no inicien su ascensión hacia la Luz en el momento oportuno, por lo que se hundirán inexorablemente en la desintegración, y hallarán en la condenación eterna el fin de su existencia.

La condenación eterna consiste en quedar apartado definitivamente de la Luz. Es, según el lógico desarrollo de los acontecimientos, quedar privado de ella por culpa propia y para siempre, sin poder regresar a la Luz en calidad de personalidad completamente desarrollada y plenamente consciente. Esta circunstancia resulta del hecho de ser arrastrado a la desintegración que, junto con el cuerpo de materialidad etérea, descompone y pulveriza también toda personalidad espiritual consciente.* He aquí eso que se denomina “muerte espiritual”, a partir de la cual no existe posibilidad alguna de que el “Yo” consciente desarrollado hasta entonces ascienda hacia la Luz, mientras que, prosiguiendo la ascensión, ese “Yo” no sólo sigue existiendo, sino que continúa evolucionando hasta alcanzar su perfección espiritual.

Quienquiera que pase al más allá poseído de una fe errónea o irreflexiva permanecerá detenido hasta que consiga liberarse e infundir vida en sí mismo mediante una nueva convicción, consiguiendo así salvar el obstáculo que supone, para él, su propia fe, la cual le impide proseguir la marcha por el camino justo y verdadero.

Pero el esfuerzo personal y el despliegue de fuerzas que es menester para librarse a sí mismo de tal error, resultan inmensamente grandes. El mero hecho de concebir semejante pensamiento ya exige un poderoso impulso espiritual. De aquí que millones y millones de hombres se mantengan prisioneros de sí mismos, incapaces de sacar fuerzas ni siquiera para levantar el pie, poseídos como están de la perniciosa creencia de que tal proceder sería injusto. Están como paralizados, y se perderán irremisiblemente si la misma viva Fuerza de Dios no sale a su encuentro. Pero ésta, a su vez, no puede acudir en ayuda en tanto que no exista una chispa de voluntad por parte del alma humana y ésta no se dirija hacia esa Fuerza.

Este hecho tan natural y simple en sí constituye un estado de parálisis espantoso y pernicioso a más no poder. De este modo, la bendición de la libre facultad de decidir, concedida a los hombres, se convierte en una maldición por el mal uso que se hace de ella. Cada uno tiene siempre en sus manos excluirse o incluirse. ¡A eso se debe precisamente lo terrible de la venganza cuando un hombre acepta una doctrina a ciegas, sin someterla a un examen extremadamente meticuloso y serio! ¡La pereza que ahí se manifiesta puede costarle toda su existencia!

* Conferencia I–13: “El universo”

Desde el punto de vista puramente terrenal, la indolencia es el enemigo más acérrimo de la humanidad. ¡Pero la indolencia en la fe significa su muerte espiritual!

¡Ay de aquellos que no despierten pronto y no se esfuercen en someter a un rigurosísimo examen todo lo que ellos llaman fe! Pero a los que han sido causa de tan gran desastre, esos falsos pastores que conducen a sus ovejas a un desierto de desolación, les está reservada la perdición. Nada podrá ayudarles, a no ser la acción de conducir a sus descarriadas ovejas por el recto sendero. Pero la cuestión es si aún disponen de tiempo suficiente para ello. Por tanto, que cada uno se examine a sí mismo a fondo antes de intentar instruir a su prójimo.

Toda falsa creencia es una ficción, y esa ficción encadena al espíritu humano, en este mundo y en el otro, con una firmeza tal que sólo la viva fuerza de la verdadera Palabra de Dios puede quebrantar. Por eso, que cada uno esté atento a la llamada que le concierne. Esta llamada está reservada a aquel que la sienta dentro de sí. ¡Que ese tal la analice, reflexione y se libere!

No debe olvidar que únicamente su propia decisión puede romper las cadenas que él mismo se impuso anteriormente mediante sus falsas creencias. Y así como entonces decidió seguir ciegamente, por comodidad o negligencia, una doctrina que no había estudiado a fondo en todos sus aspectos, y optó, tal vez, por negar a Dios a causa de no haber sabido hallar, hasta el momento, el camino que conduce a El y que se corresponde con su justificada necesidad de perfección lógica, del mismo modo es preciso que hoy surja de él mismo la seria determinación de emplear en su búsqueda un riguroso método analítico. Sólo así podrá levantar el pie, inmovilizado hasta ahora por propia voluntad; sólo así podrá dar el primer paso hacia la Verdad, hacia la libertad, hacia la Luz.

El mismo y solamente él puede, debe y tiene que sopesar las cosas, puesto que lleva esa facultad dentro de sí. Del mismo modo, también tendrá que echar sobre sí mismo toda responsabilidad siempre que haga o desee algo.

Esa consciencia debería bastar por sí misma para obligarle a hacer un examen meticuloso por demás.

Esa responsabilidad es precisamente la que da a cada hombre el derecho absoluto de proceder a tal examen; y no sólo eso, sino que también hace de ello una necesidad imperiosa. Puede considerarlo él tranquilamente como un saludable instinto de conservación: no es ninguna sinrazón. Tampoco firmaría un contrato terrenal cualquiera del que se derivaran grandes responsabilidades, sin analizarlo palabra por palabra para ver si puede cumplirlo o no. Otro tanto sucede en el terreno espiritual — de carácter mucho más grave — cuando se trata de tomar la decisión de pertenecer a una cierta creencia. Si los hombres hicieran más uso de ese saludable instinto de conservación, ello no constituiría un pecado, sino, por el contrario, una bendición.

¡La resurrección de la carne! ¡Cómo puede ser que la carne de la materialidad física ascienda hasta el reino de Dios Padre, el reino de la espiritualidad originaria! ¡Cómo es posible eso, siendo así que la materialidad física no es capaz de traspasar siquiera los límites de la materialidad etérea del más allá! Todo lo físico, e incluso lo etéreo, está sometido a las eternas leyes naturales de la descomposición. A tal respecto, no puede haber excepción o desviación ninguna, pues las leyes son perfectas. Según esto, después de la muerte, lo físico tampoco podrá ascender hasta el reino del Padre, y ni siquiera hasta la materialidad etérea, también sometida a la descomposición. Por razón de la perfección de las leyes naturales divinas, tales derogaciones entran en el campo de la imposibilidad.

Todo eso puede ser observado muy claramente, en pequeña escala, en las leyes de la física, las cuales no son, a su vez, más que la manifestación de las inmutables leyes del Creador, que recorren ese terreno tal como recorren todo lo que existe.

Todo lo existente está, pues, sometido a las uniformes leyes de la formación, que llevan clara y distintamente el sello de la Voluntad divina, sencilla pero inmutable. Nada puede quedar excluido de ellas.

Tanto más de lamentar es, pues, que ciertas doctrinas se obstinen en no admitir la inconmensurable grandeza de Dios manifestada en esas leyes, por las cuales Él se aproxima a la humanidad hasta el punto de hacerse evidente a la comprensión humana.

Toda doctrina hace muy justa referencia a la Perfección de Dios. Ahora bien, si la causa primera, la fuente originaria, es perfecta de por si, de ella no puede emanar más que perfección. Consecuentemente, es preciso también que las leyes de la creación sean perfectas, puesto que se basan en actos voluntarios nacidos de esa fuente originaria. Resulta, pues, absolutamente natural y lógico que lo uno no pueda separarse de lo otro. Esas perfectas leyes de la creación constituyen las leyes naturales que atraviesan y mantienen todo lo que se ha formado.

Por otro lado, perfección es sinónimo de invariabilidad. De donde se deduce que resulta absolutamente imposible una derogación de esas leyes naturales o fundamentales. En otros términos: en ningún caso puede tener lugar una excepción, pues ello iría en contra de la naturalidad de todos los acontecimientos.

Por lo mismo, tampoco puede tener lugar una resurrección de la carne, que, como elemento físico que es, está invariablemente ligada a la materialidad física.

Puesto que todas las leyes originarias han procedido de la Perfección divina, se infiere que ningún nuevo acto de voluntad por parte de Dios puede efectuarse de manera distinta a como está establecido en la creación desde los primeros orígenes.

Por el hecho de rehusar admitir esta evidencia impuesta de forma absoluta por la Perfección de Dios, muchas doctrinas prueban que sus fundamentos son falsos, que están edificados sobre la base del intelecto humano supeditado al espacio y al tiempo, y que, por consiguiente, no pueden hacerse pasar por portadoras de un mensaje divino, el cual no mostraría laguna alguna, ya que sólo puede proceder de la Perfección, de la misma Verdad, que está desprovista de lagunas y puede ser comprendida por razón de su sencilla grandeza. Esta Verdad es, ante todo, natural, porque lo que los hombres denominan naturaleza ha procedido de la Perfección de la Voluntad divina y sigue manteniéndose hoy día en su invariable vitalidad, por lo que tampoco puede quedar sujeta a excepciones de ninguna clase.

Cuando Cristo vino a la Tierra para anunciar el divino mensaje de la Verdad, tuvo que revestirse igualmente de un cuerpo físico, es decir, de carne. Todo hombre que piensa debería ya reconocer en ese hecho la invariabilidad de las leyes naturales, y lo mismo en lo que se refiere a la muerte corporal que siguió a la crucifixión.

Pero esa carne material no podía constituir una excepción, de aquí que hubiera de permanecer en el mundo físico después de esa muerte. ¡No pudo, pues, resucitar para pasar a otro mundo! Las leyes naturales o divinas establecidas no podían permitirlo, dada su perfección procedente de la Voluntad de Dios. Un hecho tal resulta imposible por completo, pues de lo contrario esas leyes no serían perfectas, de donde se deduce que la Voluntad de Dios, Su Fuerza y El mismo tampoco lo serían.

Pero, puesto que tal suposición está excluida, como puede comprobar toda ciencia en la misma creación, resulta igualmente falso y es dudar de la Perfección de Dios pretender que esa carne material resucitó y entró en otro mundo al cabo de cuarenta días.

En caso de que debiera tener lugar verdaderamente una resurrección carnal, no podría haber sucedido más que volviendo otra vez el alma al cuerpo físico, al cual se mantiene unida durante algún tiempo mediante un cordón etéreo.* Esto está de acuerdo con las leyes naturales, y sólo puede realizarse mientras exista ese cordón, pues una vez que éste desaparezca, será imposible la resurrección, es decir, el alma no podrá ser llamada a unirse de nuevo con el que fue hasta entonces su cuerpo físico.

También esto está estrictamente sometido a las perfectas leyes naturales, y ni el mismo Dios podría obrar de otro modo, pues ello sería ir en contra de Sus propias leyes, en contra de Su perfecta Voluntad, que actúa automáticamente en la naturaleza. Precisamente a causa de esa perfección, quedó excluida la posibilidad de que llegara a concebir un pensamiento tan imperfecto, el cual no sería otra cosa que un acto arbitrario.

Una vez más, se muestra aquí una aparente limitación de Dios frente a la obra de la creación por razón de Su Perfección absoluta, que ha de mantenerse a toda costa y no permite modificación ninguna, la cual no estaba prevista ni era necesaria. Ahora bien, no se trata en modo alguno de una verdadera limitación de Dios, aun cuando en ciertos casos pueda parecerle así al ser humano incapaz de abarcar todos los acontecimientos en conjunto. Y esta imposibilidad de tener una idea de todo el conjunto le lleva a atribuir a Su Dios, si bien con intención buena y loable, la facultad de realizar actos arbitrarios que, estrictamente considerados, sólo contribuyen a hacer de menos a la Perfección divina.

Esa loable intención manifestada con toda humildad por los hombres, no equivale, pues, en este caso, a una profunda veneración, sino que, al contrario, es una depreciación de la Perfección divina, ya que se pretende reducirla a los estrechos límites naturales del espíritu humano.

La misma observancia absoluta de las leyes naturales o divinas estuvo presente en el acto de resucitar a Lázaro y al hijo de Naín, los cuales pudieron resucitar porque el cordón de unión con el alma se mantenía aún. Al ser llamada por el Maestro, el alma pudo volver a unirse con el cuerpo. Entonces, éste fue obligado, de acuerdo con las leyes naturales, a permanecer en el mundo físico hasta que sobreviniera una nueva separación entre él y el cuerpo etéreo, lo que permitiría a este último pasar al más allá etéreo. Es decir, el cuerpo permanecería en la Tierra hasta que sufriera una nueva muerte física.

* Conferencia II–30: “La muerte”

Pero que el cuerpo físico pase al otro mundo es cosa imposible. Si el Espíritu de Cristo hubiera regresado al cuerpo físico, o si no lo hubiera abandonado de ningún modo, habría estado obligado a permanecer en la materialidad física hasta que muriera por segunda vez, y no de otra manera.

La resurrección de la carne y su paso al otro mundo están excluidos por completo, tanto para los hombres como para Cristo en aquel tiempo.

El cuerpo terrenal del Salvador siguió el mismo camino que ha de seguir todo cuerpo físico conforme a las leyes naturales del Creador.

Por consiguiente, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, no resucitó carnalmente.

No obstante, a pesar de toda la lógica y de la mayor veneración a Dios que en ella reposa, habrá muchos que, en la ceguera y pereza de sus falsas creencias, no querrán seguir el sencillo camino de la Verdad. También habrá quienes no podrán seguirlo a causa de su propia estrechez espiritual. Otros, a su vez, con pleno conocimiento de causa, intentarán combatir furiosamente esa Verdad, pues temerán muy acertadamente que el edificio de su cómoda fe, erigido con tanto esmero, haya de venirse abajo inevitablemente.

De nada les servirá haber tomado como base únicamente las tradiciones orales, pues también los discípulos eran seres humanos, y es cosa muy humana que, profundamente conmovidos por los terribles acontecimientos de aquel entonces, al intentar describirlos tomándolos de su recuerdo, añadieran muchos pensamientos personales, lo que contribuyó a dar a muchas cosas una interpretación que no coincidía con la realidad, dado que todos los milagros que habían contemplado anteriormente seguían siendo incomprensibles para ellos mismos.

Sus escritos y relatos están profundamente arraigados en puntos de vista humanos y personales, que sirvieron de base para muchos de los errores futuros, tales como confundir al Hijo de Dios con el Hijo del Hombre.

Si bien fueron secundados en su labor por la inspiración espiritual más intensa, sus opiniones personales y preconcebidas jugaron siempre, no obstante, un gran papel en el momento de hacer los relatos, con lo que a menudo quedaron desvirtuadas las narraciones más claras y mejor intencionadas.

Pero el mismo Jesús no ha dejado ningún escrito en el que poder apoyarse sin reservas para mantener una controversia.

Jamás habría dicho o escrito nada que no estuviera de absoluto acuerdo con las leyes de Su Padre, las leyes naturales divinas, la Voluntad creadora. Ya lo dijo El mismo expresamente: “¡He venido para cumplir las leyes de Dios! …”

Ahora bien, las leyes de Dios se manifiestan con toda claridad en la naturaleza, la cual no se reduce solamente al plano físico, sino que se presenta en todas partes con la misma “naturalidad”, tanto en la materialidad etérea como en los planos de la sustancialidad y de la espiritualidad. Es seguro que todo pensador descubrirá en esas significativas palabras del Salvador algo que se halla muy por encima de los desconcertantes dogmas religiosos, algo que indica el camino a los que buscan con verdadera seriedad.

Sobre este particular, el hombre también puede encontrar puntos de referencia en la Biblia, pues Jesús se apareció a muchos. Pero ¿qué sucedió? En un principio, María no Le reconoció, y tampoco Magdalena. Los discípulos de Emaús no Le reconocieron a pesar de haberlos acompañado y haber hablado con ellos durante horas… ¿Qué conclusión debe sacarse de esto? — Que el cuerpo que ellos vieron tuvo que ser un cuerpo distinto, pues, si no, Le hubieran reconocido todos inmediatamente.

¡Pero que siga estando sordo el que no quiera oír, y ciego el que sea demasiado perezoso para abrir los ojos!

El concepto general “resurrección de la carne” encuentra su justa acepción en el hecho de que los nacimientos terrenales no cesarán en tanto existan hombres sobre la Tierra. Es una gran promesa de que la vida terrenal se renovará constantemente, de que tendrán lugar continuas encarnaciones encaminadas a un progreso más rápido y a la liberación de las especies más bajas mediante los correspondientes efectos recíprocos, lo que equivale a una remisión de los pecados. Es una prueba del inconmensurable Amor divino, cuya gracia permite que las almas que hayan abandonado el plano terrenal después de desperdiciar por completo o en parte el tiempo de su permanencia en la tierra, y que, por consiguiente, hayan pasado al más allá sin la debida preparación para la ascensión, tengan oportunidad otra vez de rodearse de un cuerpo o envoltura física, con lo que la carne de que ya habían quedado desprovistas celebra su resurrección en un nuevo cuerpo físico. ¡De esta manera, esa alma que ya había pasado al otro mundo experimenta una nueva resurrección de la carne!

El espíritu humano, incapaz de tener una idea del conjunto, no podrá comprender hasta más tarde cuántas bendiciones se derivan de la continua repetición del cumplimiento de tan elevada gracia.

* * *

Esta conferencia fue extractada de:

EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

* * *

Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

La fuerza secreta de la luz en la mujer 1

  La fuerza secreta de la luz en la mujer Primera parte   La mujer, ha recibido de Dios una Fuerza especial que le confiere tal delica...