viernes, 23 de diciembre de 2022

54. EL ERROR DE LA CLARIVIDENCIA

 

54. EL ERROR DE LA CLARIVIDENCIA

¡LA CLARIVIDENCIA! De cuánta aureola ha sido rodeada y de cuántas burlas ha sido objeto también por parte de unos, mientras que en otros se manifiesta la curiosidad más acuciante, y en el resto un mutismo lleno de veneración. Los mismos clarividentes se ufanan orgullosamente como pavos reales en un corral de gallinas. Creen poseer un don especial de Dios y, en su pretenciosa humildad, se sienten superiores a los demás. Gustan demasiado de que se los admire por algo que, en realidad, les es tan desconocido como a los que están a su alrededor haciendo un sinfín de preguntas a tal respecto.

Encubren su ignorancia manifiesta con una sonrisa indiferente que debe dar la impresión de que saben. Sin embargo, esa sonrisa es, más que nada, la acostumbrada expresión de su ignorancia ante preguntas que exigirían de ellos un conocimiento personal de la cuestión.

En realidad, saben tanto como el mazo y el cincel con que la mano del artista da forma a una obra cualquiera. Pero son los mismos hombres los que, una vez más, pretenden que esos seres dotados de clarividencia sean otra cosa de lo que son realmente, lo que les ocasiona un gran perjuicio.

Tal es la malsana situación que existe hoy día en todas partes. En la mayoría de los casos, esa facultad de “ver” es real, pero no constituye absolutamente nada extraordinario que deba ser considerado como sensacional y, muchos menos, como digno de admiración; pues, a decir verdad, debería ser la cosa más natural. Pero sólo es natural lo que surge espontáneamente y se abandona tranquilamente a su propio proceso evolutivo sin intervención ajena ni personal. Una intervención en tal sentido es tan condenable como intervenir en el momento de la muerte física.

Más la clarividencia sólo adquiere valor mediante el verdadero conocimiento. El saber es lo único capaz de conferir a esa facultad la seguridad y la justa orientación hacia un justo fin. Pero esto se echa de menos en la gran mayoría de los hombres dotados de clarividencia, lo que puede comprobarse en seguida al constatar el ambicioso celo de que hacen gala —celo que trae consigo la presunción— así como también al descubrir el pretendido saber que se pone en evidencia abiertamente y del que tan gustosamente se alardea.

Y ese engreimiento es precisamente lo que impide a tales hombres seguir adelante; y no sólo eso, sino que también los arrastra a la perdición, ya que sus tentativas los llevan por falsos caminos que conducen hacia abajo y no hacia arriba, sin que esos que pretenden saber más que nadie se percaten de ello. Lo mejor que podría sucederles es que su clarividencia o su supersensibilidad auditiva disminuyera poco a poco y llegara a desaparecer. ¡Eso sería su salvación! Un hecho tal puede acontecer mediante el concurso de una serie de circunstancias favorables para ellos, circunstancias que existen en gran número y diversidad.

Fijémonos en esos clarividentes y en las erróneas convicciones que trasmiten a otros hombres. Ellos son los únicos culpables de que, hasta el momento, ese dominio haya sido arrojado al fango como algo engañoso que inspira desconfianza.

Lo que esos hombres perciben es, en el caso más propicio y favorable, el segundo escalón del llamado “más allá” si nos lo imaginamos dividido en escalones (no en esferas), con lo que, para obtener una idea aproximada de la diferencia existente, la Luz debería ser situada en el vigésimo escalón. Pero las personas que pueden abarcar con la vista realmente ese segundo escalón se imaginan haber conseguido algo prodigioso. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los que no pueden ver más allá del primer escalón son más presuntuosos todavía.

Ahora bien, es preciso considerar que el ser humano más capacitado nunca podrá ver realmente más allá de lo permitido por su propio grado de madurez. Por tanto, está supeditado a su propio estado interior. Por la misma naturaleza de las cosas, le resulta sencillamente imposible percibir realmente lo que no es afín con él, lo que no se encuentre dentro del ámbito en el que podría moverse libremente si sobreviniera su muerte terrenal. No podrá ver otra cosa, pues en el instante de traspasar los límites del más allá determinado por el estado de su madurez personal, perdería inmediatamente la consciencia de su ambiente. De todas formas, no podría traspasar esos límites por sí solo.

Pero si su alma, después de pasar al otro mundo, fuera conducida por un morador del más allá hasta un escalón más alto de lo que le corresponde, al traspasar esos límites, perdería el conocimiento inmediatamente, es decir, se adormecería; y si se reintegrara a su cuerpo terrestre, ese alma no podría rememorar, a pesar de su clarividencia, más que el camino que su propia madurez le hubiera permitido recorrer conscientemente. Por consiguiente, de ahí no se derivaría beneficio alguno para ese hombre, y en cambio su cuerpo etéreo saldría perjudicado.

Lo que ese alma crea ver más allá de ese límite, ya sean paisajes, ya sean personas, no será nunca una realidad vivida personalmente ni percibida directamente por ella, sino que se tratará simplemente de imágenes que le son mostradas y cuyo lenguaje también se imagina oír. Nunca se tratará de una realidad. Esas imágenes parecen tan vivas que el alma no es capaz de distinguir lo que es mostrado solamente de lo que es vivido en realidad, porque la voluntad de un espíritu más fuerte puede suscitar semejantes imágenes vivas.

A eso se debe que muchos clarividentes y supersensibles auditivos se imaginen, al realizar sus incursiones en el más allá, hallarse mucho más alto de lo que verdaderamente están, lo que da lugar a numerosos errores.

Del mismo modo, cuando algunos pretenden ver u oír a Cristo, incurren en un grave error, ya que, según las leyes de la creación — manifestación de la Voluntad divina —, eso resulta imposible por efecto del gigantesco abismo que constituye la falta de afinidad. El Hijo de Dios no puede acudir a una sesión de espiritismo como por invitación, para favorecer o distinguir a los asistentes. Tampoco los grandes profetas y los espíritus superiores pueden hacerlo.

Durante la vida terrenal, a ningún espíritu humano rodeado de carne y hueso le es dado frecuentar el más allá con tanta seguridad y firmeza como para oír y ver todo distintamente, o incluso para subir rápidamente los diferentes escalones. La cosa no resulta tan fácil, porque, a pesar de toda la naturalidad, sigue estando supeditada a las inmutables leyes.

Y si un clarividente o un supersensible auditivo descuida sus deberes terrenales en su afán de penetrar en el más allá, desperdicia mucho más de lo que gana. Cuando le llegue la hora de alcanzar su madurez en el más allá, llevará consigo una laguna que sólo en la Tierra puede ser rellenada. A causa de eso, no podrá continuar su progresiva ascensión, permanecerá detenido en un punto determinado, y habrá de regresar a la Tierra para recuperar lo perdido antes de poder pensar seriamente en continuar su ascensión. También esto es simple y natural, ya que no es sino una necesaria consecuencia del pasado, consecuencia que no puede ser evitada nunca.

Cada una de las etapas de una existencia humana exige ser vivida realmente, con toda la seriedad y toda la capacidad asimilativa del momento presente. Una deficiencia a tal respecto produciría un desajuste que iria acentuándose más y más en el curso de la ruta a seguir, lo que acabaría por ocasionar el derrumbamiento total si no se retrocediera a tiempo para rectificar ese pasaje defectuoso, viviéndolo otra vez a fin de darle seguridad y firmeza.

Así se cumple en todos los sucesos de la creación. Pero, desgraciadamente, el hombre ha adquirido la funesta costumbre de perseguir siempre lo que está fuera de su alcance, pues se cree ser más de lo que es en realidad.

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EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio


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