54. EL ERROR DE LA CLARIVIDENCIA
¡LA
CLARIVIDENCIA! De cuánta aureola ha sido rodeada y de cuántas burlas ha
sido objeto también por parte de unos, mientras que en otros se manifiesta la
curiosidad más acuciante, y en el resto un mutismo lleno de veneración. Los
mismos clarividentes se ufanan orgullosamente como pavos reales en un corral de
gallinas. Creen poseer un don especial de Dios y, en su pretenciosa humildad,
se sienten superiores a los demás. Gustan demasiado de que se los admire por
algo que, en realidad, les es tan desconocido como a los que están a su
alrededor haciendo un sinfín de preguntas a tal respecto.
Encubren su ignorancia manifiesta con una sonrisa
indiferente que debe dar la impresión de que saben. Sin embargo, esa sonrisa
es, más que nada, la acostumbrada expresión de su ignorancia ante preguntas que
exigirían de ellos un conocimiento personal de la cuestión.
En realidad, saben tanto como el mazo y el cincel con que
la mano del artista da forma a una obra cualquiera. Pero son los mismos hombres
los que, una vez más, pretenden que esos seres dotados de clarividencia sean
otra cosa de lo que son realmente, lo que les ocasiona un gran perjuicio.
Tal es la malsana situación que existe hoy día en todas
partes. En la mayoría de los casos,
esa facultad de “ver” es real, pero
no constituye absolutamente nada extraordinario que deba ser considerado como
sensacional y, muchos menos, como digno de admiración; pues, a decir verdad,
debería ser la cosa más natural. Pero sólo es natural lo que surge espontáneamente
y se abandona tranquilamente a su propio proceso evolutivo sin intervención
ajena ni personal. Una intervención en
tal sentido es tan condenable como intervenir en el momento de la muerte
física.
Más la clarividencia sólo adquiere valor mediante el
verdadero conocimiento. El saber es
lo único capaz de conferir a esa facultad la seguridad y la justa orientación
hacia un justo fin. Pero esto se echa de menos en la gran mayoría de los
hombres dotados de clarividencia, lo que puede comprobarse en seguida al
constatar el ambicioso celo de que hacen gala —celo que trae consigo la
presunción— así como también al descubrir el pretendido saber que se pone en
evidencia abiertamente y del que tan gustosamente se alardea.
Y ese engreimiento es precisamente lo que impide a tales
hombres seguir adelante; y no sólo eso, sino que también los arrastra a la
perdición, ya que sus tentativas los
llevan por falsos caminos que conducen hacia
abajo y no hacia arriba, sin que esos que pretenden saber más que nadie se
percaten de ello. Lo mejor que podría sucederles es que su clarividencia o su
supersensibilidad auditiva disminuyera poco a poco y llegara a desaparecer.
¡Eso sería su salvación! Un hecho tal puede acontecer mediante el concurso de
una serie de circunstancias favorables para ellos, circunstancias que existen
en gran número y diversidad.
Fijémonos en esos clarividentes y en las erróneas
convicciones que trasmiten a otros hombres. Ellos son los únicos culpables de
que, hasta el momento, ese dominio
haya sido arrojado al fango como algo engañoso que inspira desconfianza.
Lo que esos hombres perciben es, en el caso más propicio y
favorable, el segundo escalón del llamado “más allá” si nos lo imaginamos
dividido en escalones (no en esferas), con lo que, para obtener una idea
aproximada de la diferencia existente, la Luz debería ser situada en el vigésimo escalón. Pero las
personas que pueden abarcar con la vista realmente ese segundo escalón se
imaginan haber conseguido algo prodigioso. Sin embargo, en la mayoría de los
casos, los que no pueden ver más allá del primer escalón son más presuntuosos
todavía.
Ahora bien, es preciso considerar que el ser humano más
capacitado nunca podrá ver realmente más allá de lo permitido por su propio
grado de madurez. Por tanto, está supeditado
a su propio estado interior. Por la misma naturaleza de las cosas, le
resulta sencillamente imposible percibir realmente
lo que no es afín con él, lo que no se encuentre dentro del ámbito en el que
podría moverse libremente si sobreviniera su muerte terrenal. No podrá ver otra
cosa, pues en el instante de traspasar los límites del más allá determinado por
el estado de su madurez personal, perdería inmediatamente la consciencia de su
ambiente. De todas formas, no podría traspasar esos límites por sí solo.
Pero si su alma, después de pasar al otro mundo, fuera
conducida por un morador del más allá hasta un escalón más alto de lo que le
corresponde, al traspasar esos límites, perdería el conocimiento
inmediatamente, es decir, se adormecería; y si se reintegrara a su cuerpo
terrestre, ese alma no podría rememorar, a pesar de su clarividencia, más que
el camino que su propia madurez le hubiera permitido recorrer conscientemente.
Por consiguiente, de ahí no se derivaría beneficio alguno para ese hombre, y en
cambio su cuerpo etéreo saldría perjudicado.
Lo que ese alma crea ver más allá de ese límite, ya sean
paisajes, ya sean personas, no será nunca una realidad vivida personalmente ni
percibida directamente por ella, sino que se tratará simplemente de imágenes que le son mostradas y cuyo
lenguaje también se imagina oír. Nunca se tratará de una realidad. Esas
imágenes parecen tan vivas que el alma no es capaz de distinguir lo que es
mostrado solamente de lo que es vivido en realidad, porque la voluntad de un
espíritu más fuerte puede suscitar semejantes imágenes vivas.
A eso se debe que muchos clarividentes y supersensibles
auditivos se imaginen, al realizar sus incursiones en el más allá, hallarse
mucho más alto de lo que verdaderamente están, lo que da lugar a numerosos
errores.
Del mismo modo, cuando algunos pretenden ver u oír a
Cristo, incurren en un grave error, ya que, según las leyes de la creación —
manifestación de la Voluntad divina —, eso resulta imposible por efecto del
gigantesco abismo que constituye la falta de afinidad. El Hijo de Dios no puede
acudir a una sesión de espiritismo como por invitación, para favorecer o
distinguir a los asistentes. Tampoco los grandes profetas y los espíritus
superiores pueden hacerlo.
Durante la vida terrenal, a ningún espíritu humano rodeado
de carne y hueso le es dado frecuentar el más allá con tanta seguridad y
firmeza como para oír y ver todo distintamente, o incluso para subir
rápidamente los diferentes escalones. La cosa no resulta tan fácil, porque, a
pesar de toda la naturalidad, sigue estando supeditada a las inmutables leyes.
Y si un clarividente o un supersensible auditivo descuida
sus deberes terrenales en su afán de penetrar en el más allá, desperdicia mucho
más de lo que gana. Cuando le llegue la hora de alcanzar su madurez en el más
allá, llevará consigo una laguna que sólo
en la Tierra puede ser rellenada. A causa de eso, no podrá continuar su
progresiva ascensión, permanecerá detenido en un punto determinado, y habrá de
regresar a la Tierra para recuperar lo perdido antes de poder pensar seriamente
en continuar su ascensión. También esto es simple y natural, ya que no es sino
una necesaria consecuencia del pasado, consecuencia que no puede ser evitada
nunca.
Cada una de las etapas de una existencia humana exige ser
vivida realmente, con toda la seriedad y toda la capacidad asimilativa del
momento presente. Una deficiencia a tal respecto produciría un desajuste que
iria acentuándose más y más en el curso de la ruta a seguir, lo que acabaría
por ocasionar el derrumbamiento total si no se retrocediera a tiempo para
rectificar ese pasaje defectuoso, viviéndolo otra vez a fin de darle seguridad
y firmeza.
Así se cumple en todos los sucesos de la creación. Pero,
desgraciadamente, el hombre ha adquirido la funesta costumbre de perseguir
siempre lo que está fuera de su alcance, pues se cree ser más de lo que es en
realidad.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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