56. EN EL REINO DE LOS DEMONIOS Y DE LAS VISIONES
PARA LA COMPRENSIÓN
de este tema es preciso saber de antemano que el hombre terrenal no está
situado en la creación originaria, sino en una de las poscreaciones. La
creación originaria posee vida propia y constituye, ella sola, el reino espiritual, denominado Paraíso por
los hombres, en cuya cumbre se encuentra la Mansión del Grial con sus puertas
dando a la esfera situada fuera de la creación.
La poscreación, en cambio, es el llamado “universo”, con su
eterno ciclo desarrollado por debajo de
la creación originaria, y cuyos diferentes sistemas solares están sujetos al
devenir y a la desintegración, es decir, a la maduración, al envejecimiento y a
la descomposición, pues no han sido creados directamente por la Divinidad, como
lo fue la imperecedera creación originaria, el Paraíso.
La poscreación procedió de la voluntad de las criaturas
originarias, y quedó sometida a la influencia de los espíritus humanos en
desarrollo, cuyo camino evolutivo ha de pasar por ella. Esta es también la
razón de su imperfección, la cual no existe en la creación originaria, abierta
a las influencias directas del divino Espíritu Santo.
Para consuelo de las criaturas originarias, desesperadas
por completo a la vista de la imperfección de la poscreación, cada vez más
acentuada y palpable, el Espíritu les exhortó desde la divinidad: “¡Esperad al
que yo he elegido… para ayuda vuestra!” En la leyenda del Grial, tradición
nacida en la creación originaria, se reproduce este hecho con bastante
claridad.
Pasemos ahora al tema en cuestión: toda acción terrenal ha de ser considerada exclusivamente como una
manifestación externa de un suceso íntimo. Por “suceso íntimo” ha de entenderse
un acto propio de la voluntad sensitiva espiritual. Cada uno de los actos de
esa voluntad es una acción espiritual,
puesto que de ella se deriva la ascensión o la caída. En ningún caso debe ser
situada en el mismo plano que la voluntad mental.
La voluntad sensitiva está referida a lo más íntimo del ser
humano; mientras que la voluntad mental actúa en un círculo más exterior, más
débil. Sin embargo, a pesar de que sus efectos se cumplen ineludiblemente, no
siempre es preciso que sean visibles terrenalmente. La acción físico-terrenal
no es indispensable para que se eche encima un karma. En cambio, no existe
ninguna acción físico-terrenal que no haya sido precedida necesariamente por un
acto de voluntad mental o de voluntad sensitiva. Por consiguiente, el acto
terrenal visible depende de la voluntad mental o de la voluntad sensitiva, pero
no a la inversa.
Lo verdaderamente decisivo para la existencia de un
espíritu humano, es decir, lo que implica su caída, es lo más sólidamente anclado en la voluntad
sensitiva — que es de la que menos se ocupa el hombre — de cuyas
inevitables e infalibles repercusiones nadie puede librarse, siendo también
imposible una atenuación o alteración de las mismas. Sólo en ella se basa la
verdadera “experiencia” del espíritu humano, pues la voluntad sensitiva es la única palanca que regula las ondas
espirituales de energía latentes en la obra del Creador, las cuales no
esperan más que a ser excitadas por la voluntad sensitiva de los espíritus
humanos para surtir sobre ellos sus efectos con intensidad varias veces
amplificada. Pero este mecanismo tan importante — el más importante de todos —
es precisamente el que menos atención ha merecido hasta ahora por parte de la
humanidad.
Por esta razón, insisto una y otra vez en un punto capital
aparentemente sencillo, pero que es un compendio de todo: la fuerza espiritual,
que recorre toda la creación, no puede
relacionarse más que con la voluntad sensitiva de los espíritus
humanos; todo lo demás está excluido de esa relación.
Ya la misma voluntad mental está imposibilitada de
establecer relación alguna, y, por consiguiente, tanto más imposible resultará
para cualquier producto de la misma.
Este hecho elimina toda esperanza de
que la verdadera fuerza principal en
la creación pueda llegar alguna vez a relacionarse con una “invención”. A ello
se opone un cerrojo imposible de descorrer. A pesar de encontrarse en medio de
esa fuerza principal, el hombre no la conoce, y sus efectos menos aún.
Esta fuerza no es lo que este o aquel pensador o inventor
supone, pues lo que ellos toman por tal no es más que una energía muy
secundaria — una de tantas como existen — cuyos efectos dejan estupefactos,
pero que no se aproxima lo más mínimo a la verdadera fuerza, que es empleada
diariamente por el espíritu humano sin que él mismo se dé cuenta de ello.
Desgraciadamente, juega con ella sin percatarse de las terribles consecuencias
de esa insensatez sin límites. En su absoluta ignorancia, pretende imputar a
Dios desvergonzadamente la responsabilidad de esas consecuencias, aun cuando no
por eso queda eximido de la gran culpa que ha echado sobre sí por no querer
saber nada.
Voy a intentar exponer un ejemplo claro: un hombre siente envidia. Suele decirse
corrientemente que “le come la envidia”. Al principio sólo se trata de un vago
sentimiento, del que, a menudo, el espíritu humano ni siquiera es consciente.
Pero ese sentimiento, que aún no está revestido de pensamientos precisos, es
decir, que todavía no ha “ascendido” hasta el cerebro, ya lleva en sí la única llave capaz de establecer el
contacto con la “fuerza viviente” y
de echar un puente hacia ella.
Entonces, esa “fuerza viviente” latente en la creación se
vierte de pronto en el sentimiento en cuestión, el cual la absorbe en la medida
de su capacidad, que es función de la correspondiente intensidad del
sentimiento. En ese preciso instante es cuando el sentimiento humano, es decir, el sentimiento “impregnado de espiritualidad”, cobra
vida y adquiere la inmensa facultad generativa (no fuerza creadora) en el mundo
etéreo, esa facultad que convierte al hombre en rey de todas las criaturas, en
la suprema criatura de la creación. Ahora bien, ese proceso le permite ejercer
también una gigantesca influencia sobre la poscreación
entera, lo que trae consigo… una responsabilidad personal que, a excepción
de él, ninguna criatura de la poscreación puede tener, puesto que el ser humano
es el único que posee esa facultad decisiva basada en la constitución del espíritu.
Y en toda la poscreación, él es el único que posee un núcleo espiritual situado en lo más
íntimo de su ser; y sólo él, como tal, puede
mantener relación con la suprema fuerza
viviente que reposa en la poscreación. Las criaturas originarias que moran
en el Paraíso poseen una naturaleza espiritual diferente de la de los peregrinos del universo — los llamados
hombres terrenales — y, por tanto, también tienen la facultad de relacionarse
con otras ondas de energía distintas, más elevadas y mucho más intensas, de las
que usan conscientemente, por lo que, como es natural, están en condiciones de
llevar a cabo cosas que difieren por completo de las realizadas por los
peregrinos del universo — entre los que se cuentan los hombres terrenales —
cuyas ondas de energía no son más que grados inferiores de la fuerza residente
en la creación originaria, lo mismo que los hombres terrenales son de un grado
inferior al de las criaturas originarias.
Hasta el momento, lo que principalmente se echa de menos en
el saber de los hombres es, por un lado, el conocimiento de todas las
gradaciones — cada vez más débiles — de cuanto existe en la creación
originaria; y, por otra parte, el conocimiento de que ellos mismos forman parte
de tales gradaciones. El día en que
el hombre consiga comprender esto verdaderamente, desaparecerá el orgullo
actual y quedará libre el camino de la ascensión.
La necia pretensión de ser superiores a todos e incluso de
llevar dentro de si algo divino, se desvanecería lamentablemente y, en
definitiva, sólo quedaría un liberador sentimiento de vergüenza. Las criaturas
originarias, mucho más elevadas y
valiosas, no poseen semejante presunción. No pueden menos que reírse
indulgentemente de esos descarriados gusanos terrenales, al igual que los
padres ríen la fantasiosa locuacidad de sus hijos.
Pero volvamos al sentimiento. El sentimiento humano así
fortalecido engendra directa y espontáneamente, en gradación inferior, una
configuración que personifica exactamente la
especie del sentimiento en cuestión; en este caso, pues, la envidia. Al
principio, esa configuración se halla dentro del hombre, y luego se sitúa a su
lado, ligada a él mediante una especie de cordón de nutrición. Pero, al mismo
tiempo y de manera rápida, toma contacto, por la acción de la ley de atracción
entre las afinidades, con los puntos de concentración de las configuraciones de
igual naturaleza, y recibe de allí una intensa afluencia que, junto con la
nueva configuración (la envidia), constituye el medio ambiente etéreo del hombre
en cuestión.
Entretanto, el sentimiento se eleva hasta el cerebro y
suscita allí pensamientos de igual
naturaleza, los cuales determinan nítidamente la meta a perseguir. De este
modo, los pensamientos se convierten en canales o caminos sobre los cuales esas
configuraciones se dirigen hacia una meta determinada, produciendo allí daños
si encuentran el terreno propicio para ello.
Ahora bien, si el hombre que debe constituir esa meta no
alberga en sí más que un terreno puro, es decir, una pura voluntad, no ofrecerá
puntos susceptibles de ser atacados por esas configuraciones, no será propicio
para el anclaje de las mismas. Pero no por eso dejan de ser perniciosas, sino
que continúan errando separadamente o se reúnen con las especies afines en los
puntos de concentración correspondientes, puntos que pueden ser llamados
“planos”, pues están sometidos a las leyes de su pesadez espiritual y, por
consiguiente, están obligados a constituir planos definidos, los cuales no pueden admitir y retener más que especies
idénticas.
Por esta razón, esas configuraciones siguen siendo
absolutamente peligrosas para todos los espíritus humanos que no poseen
suficiente pureza interior ni una fuerte voluntad hacia el bien, acabando por
hundir también a su promotor en la perdición, pues siempre se mantienen unidas
a él y continuamente reciben, a través del cordón de nutrición, nuevas energías
de envidia procedentes de la concentración existente en las centrales.
Por eso es que a tal promotor no le resultará fácil
entregarse a sentimientos más puros, porque encontrará una fuerte oposición en
las corrientes de envidia que afluyen a él, las cuales le apartarán una y otra
vez de dichos sentimientos. Para poder reemprender su ascensión, habrá de
realizar un esfuerzo mucho más grande que el que precisa hacer un espíritu
humano libre de tales impedimentos. Y solamente la continua imposición de una
voluntad pura es capaz de ir atrofiando más y más ese cordón de nutrición hasta
que, reseco e inerte, tenga lugar su ruptura.
Tal será la liberación del promotor de semejante mal,
siempre y cuando las configuraciones que él suscitó no hayan ocasionado daños,
pues entonces se establecen nuevas ligazones, de las cuales también
tendrá que liberarse.
Para poder eliminar esos hilos, es absolutamente indispensable
que sus caminos se crucen — en este mundo o en el más allá — con los caminos de
las personas perjudicadas por ese mal, hasta que, después de reconocer la
culpa, sobrevenga el perdón. Como consecuencia de eso, la ascensión del
promotor de tales configuraciones no podrá tener lugar antes de la ascensión de
las personas afectadas. Los hilos de unión o hilos del destino le retendrán en
tanto no sobrevenga la liberación mediante la reparación de daños y el perdón.
¡Pero eso no es todo! Esa voluntad sensitiva reforzada por
la “fuerza” viviente surte efectos de mucha más trascendencia, pues no
solamente puebla el mundo etéreo, sino que también interviene en la
materialidad física edificando o destruyendo.
Ya es hora de que el hombre se dé cuenta de las
insensateces cometidas al no cumplir, para bien de esta poscreación y de todas
las criaturas, los deberes que le asignan las posibilidades de su espíritu. El
hombre suele preguntarse, por qué razón existe en la naturaleza una lucha
continua, y sin embargo, en la poscreación, la sustancialidad se rige… por el
modo de ser de los hombres, a excepción de las criaturas originarias propias de
la sustancialidad. Pero sigamos adelante:
Los productos de la voluntad sensitiva del espíritu humano,
las configuraciones antes mencionadas, no dejan de existir después de
desligarse de su autor, sino que subsisten independientemente
mientras sigan siendo alimentadas por espíritus humanos animados de los
mismos sentimientos que su especie, sin que tenga que tratarse necesariamente
de su promotor. Buscarán la oportunidad de adherirse a los seres humanos
dispuestos a ello o que ofrecen una resistencia muy débil. Orientadas hacia el
mal, esas configuraciones son los
demonios nacidos de la envidia, del odio y de cosas semejantes; mientras
que orientadas hacia el bien constituyen los seres benefactores que, llenos de
amor, sólo buscan mantener la paz y fomentar la ascensión.
En todos estos procesos no se requiere una acción terrenal
visible por parte de los hombres, acción que no sirve sino para imponer nuevas
cadenas o hilos cuyo rompimiento habrá de tener lugar en el plano físico,
siendo necesaria una reencarnación en caso de que la correspondiente liberación
no haya podido efectuarse durante una existencia terrenal.
Esas configuraciones propias de la voluntad sensitiva
humana llevan fuerza dentro de sí, ya
que proceden de la voluntad espiritual, ligada
a la “neutral fuerza principal”, y, lo que es más importante, porque en el
instante de formarse quedan impregnadas de sustancialidad,
la esencia de que están constituidos los gnomos, etc.
La voluntad de un animal no puede obtener tales resultados,
porque el alma animal no lleva inherente nada espiritual, sino solamente
elementos sustanciales. Se trata, pues, de un proceso reservado exclusivamente a las configuraciones de
la voluntad sensitiva humana, proceso que, si la voluntad es buena, producirá grandes beneficios,
mientras que será causa de incalculables daños si la voluntad es mala, pues el
núcleo sustancial de esas configuraciones posee fuerza motriz propia unida a la facultad de influir en todo lo
materialmente físico. De ahí que la responsabilidad del espíritu humano crezca
hasta alcanzar proporciones monstruosas. Su voluntad sensitiva es capaz de
crear tanto seres benefactores, como demonios; todo depende de su naturaleza.
Ambos son meros productos de las facultades del espíritu
humano en la poscreación. Pero su núcleo motor — autoactivo y, por tanto, de
efectos imposibles de prever — no procede
de la sustancialidad dotada de facultad volitiva, en la cual tiene su
origen el alma animal, sino que procede de
una gradación inferior desprovista de toda facultad volitiva propia. En la
sustancialidad, lo mismo que en la esfera espiritual situada en un plano más
elevado, existen también gradaciones y variantes que merecen una mención
especial.
Como aclaración suplementaria, mencionemos el hecho de que
la sustancialidad también establece
contacto con una fuerza viviente latente en la creación, si bien no se trata de
la misma fuerza relacionada con la voluntad del espíritu humano, sino que es de
inferior categoría.
Precisamente las diferentes posibilidades e imposibilidades de ligazón
son los más celosos guardianes del orden en la poscreación, y constituyen una
sólida e inviolable estructura ordenada en todos los eventos del devenir y de
la descomposición.
Tal es, pues, la gran amplitud del campo de acción del
espíritu humano. Mirad ahora a los hombres, observadlos detenidamente: os
daréis cuenta de todo el daño que han causado ya, sobre todo si se tienen en
cuenta las consecuencias posteriores derivadas de la actividad de esas
configuraciones vivientes lanzadas sobre todas las criaturas. Es el mismo
efecto que cuando se lanza una piedra: una vez dejada de la mano, escapa al
control y a la voluntad del que la arrojó.
Junto con esas configuraciones, cuyas amplias actividades e
influencias requerirían todo un libro para poder ser descritas, existen también
otras especies estrechamente relacionadas con ellas, pero que constituyen una
variante más débil. Sin embargo,
siguen siendo suficientemente peligrosas para molestar a muchos hombres,
servirles de obstáculo, e incluso hacerlos caer. Son las formas propias de los
pensamientos, es decir, las formas mentales, las visiones.
En contraposición con la voluntad sensitiva, la voluntad
mental, producto del cerebro terrenal, no posee la facultad de mantener
relación directa con la neutral fuerza principal latente en la creación. Por
eso es que dichas formas adolecen de la falta del núcleo autoactivo de que
disponen las formas sensitivas, que también pueden ser denominadas “sombras síquicas sustanciales”. Las
formas mentales dependen absolutamente de su promotor, con el cual se
relacionan de la misma manera que las configuraciones de la voluntad sensitiva:
mediante un cordón de nutrición que sirve, al mismo tiempo, de camino para el
retroactivo efecto reciproco. Ya se ha tratado de esto en la conferencia
“Formas mentales”, por lo que puedo ahorrarme la repetición en esta ocasión.
Las formas mentales constituyen el grado más débil dentro
de la ley del efecto recíproco. No obstante, sus efectos son aún bastante
perniciosos y pueden ocasionar la perdición, no sólo de espíritus humanos en
particular, sino también de masas ingentes, pudiendo provocar asimismo la
devastación total de continentes cósmicos enteros si llegan a ser alimentadas y
fomentadas excesivamente por los hombres, adquiriendo así un poder
inimaginable, como ha sucedido en los últimos milenios.
Así, pues, todos los males han nacido exclusivamente del hombre mismo, de su errónea e incontrolable
voluntad sensitiva y mental, así como también de su irreflexión.
Ambos dominios, el reino de las configuraciones propias de
la voluntad sensitiva humana y el reino de las formas de la voluntad mental
humana, han constituido por sí solos el campo visual y el campo de acción de
los grandes “magos” y “maestros” de todas las épocas. Allí se han extraviado, y
allí quedarán detenidos después de su muerte. ¿Y en nuestros días…?
Los “grandes maestros del ocultismo”, los “inspirados” de
tantas y tantas sectas y logias… no se encuentran en mejor situación. Sólo son maestros en esos reinos. Viven
entre las configuraciones que ellos mismos suscitaron. Únicamente allí pueden ser “maestros”, pero no en
la verdadera vida del más allá. Su
poder y su maestría no pueden llegar jamás tan lejos.
Son hombres dignos de lástima, tanto si se dedican a la
magia blanca, como si practican la magia negra, lo cual depende de que su
voluntad sea buena o mala respectivamente … Creían — y siguen creyendo — poseer
una inmensa fuerza espiritual, cuando, en realidad, son menos que un hombre ignorante de esas artes, el cual, en su
candor infantil, se encuentra muy por
encima del campo de acción — bajo ya de por si — de los “ignorantes”
príncipes del espíritu, es decir, está más
elevado espiritualmente que ellos.
Hasta cierto punto, todo esto podría darse como bueno si
las repercusiones de las actividades de esos “grandes” sólo recayeran sobre ellos mismos; pero con sus tentativas y
prácticas, esos “maestros” remueven los bajos fondos — de por sí
insignificantes — los excitan y fortifican, convirtiéndolos en un peligro para
todo el que ofrezca débil resistencia. Por suerte, siguen siendo inofensivos
para otros, pues todo espíritu humano que se alegra candorosamente de su
existencia se eleva, sin más, por encima
de esas depresiones en que se agitan los pretendidos sabios, en las que
quedarán retenidos definitivamente por las formas y configuraciones que ellos
vigorizaron.
A pesar de lo trágico de todo esto, visto desde arriba
resulta indeciblemente ridículo y lamentable, indigno del espíritu humano,
porque, imbuidos de una equivocada vanidad, se arrastran y hormiguean
penosamente, engalanados con baratijas, con el fin de infundir vida en ese
reino de las sombras (en el sentido más estricto), en ese mundo de apariencias que es capaz de simular
tanto lo posible como lo imposible. Y aquel que se aventura a entrar en él,
acabará por no poder salir nunca más, y allí sucumbirá ineludiblemente.
Y, sin embargo, muchos andan de un lado para el otro
investigando ardorosamente esas depresiones, en la creencia — un tanto
orgullosa — de haber alcanzado alturas inusitadas, siendo así que un sencillo y
lúcido espíritu humano puede franquear esas depresiones despreocupadamente, sin
verse obligado a detenerse en ellas de alguna manera.
¿Qué más puedo decir de esos “grandes”? Ni uno solo de
ellos prestaría oídos a mis palabras, porque en su reinado ficticio pueden
parecer por algún tiempo lo que nunca llegarán a ser en la existencia real de la espiritualidad viviente, pues allí
se trata de “servir”, allí no tiene cabida su pretendida maestría. Por esta
razón, se rebelan contra la Verdad, porque la Verdad les priva de muchas cosas.
Les falta valor para soportarlo; pues ¿quién consiente gustosamente que se
venga abajo todo el edificio de su engreimiento y vanidad? Eso sólo podría
hacerlo un hombre justo, un hombre verdaderamente grande, y ese tal no habría caído en las
redes de la vanidad.
En todo esto hay algo que causa tribulación: ver cuántos
hombres, o mejor dicho, qué pocos son los que se mantienen firmes y límpidos
interiormente, qué pocos son los que aún poseen un candor tan infantil y alegre
que les permite atravesar, sin peligro
ninguno, esos planos creados por la irreflexiva voluntad humana,
continuamente fortificados por los hombres. Para todos los demás, esas
depresiones serán siempre un peligro que se cierne sobre ellos cada vez más
amenazador.
¡Ah si los hombres consiguieran por fin ver claramente lo que pasa a su
alrededor! ¡Cuántos males podrían ser evitados! Mediante los puros sentimientos
y pensamientos de cada uno de los hombres, las tenebrosas y sombrías regiones
del más allá pronto llegarían a un estado tal de debilitamiento, que incluso
los espíritus humanos allí retenidos podrían alcanzar rápidamente la redención
que buscan, pues estarían en condiciones de sobreponerse fácilmente a su
ambiente cada vez más débil.
Al igual que los grandes “maestros” de la Tierra, los
espíritus humanos del más allá experimentan como si fuera real todo lo que existe en los distintos ambientes, todas las
formas mentales y configuraciones sensitivas, las que moran en las regiones más
bajas y tenebrosas, como las que pueblan las regiones más elevadas y acogedoras
de la materialidad etérea; la angustia, lo mismo que la alegría; la
desesperación igual que la redención liberadora … y, sin embargo, no se
encuentran en modo alguno en la esfera de la vida real, sino en un ambiente en que ellos mismos son lo único que vive
realmente. Todo lo demás, todo su medio ambiente con sus numerosos y
diversos aspectos, no puede encontrar sostén más que en ellos mismos y en los
hombres terrenales animados de sentimientos idénticos a los suyos.
Incluso el mismo
infierno es un producto de los espíritus humanos. Cierto que alberga en sí
peligros inminentes y es causa de terribles sufrimientos, pero siempre
dependiendo por completo de la voluntad de todos aquellos seres humanos cuyos
sentimientos infunden en él una energía vital emanada de la neutral Fuerza
divina, la cual se halla en la creación a disposición de los espíritus humanos.
Por tanto, el infierno no es creación de Dios, sino obra de los hombres.
El que así lo reconozca
y sea consciente de todo lo que vale ese conocimiento, ayudará a muchos y se
facilitará a sí mismo la ascensión hacia la Luz, la única esfera en que todo es vida real.
¡Ah si, aunque no fuera más que una sola vez, los hombres
volvieran a abrir su corazón hasta el
punto de poder presentir el valor del tesoro que la creación guarda para
ellos! Ese tesoro que debe ser descubierto y valorado por cada uno de los
espíritus humanos, lo que equivale a decir que
debe ser utilizado conscientemente: la neutral fuerza principal, tantas
veces mencionada por mi. Esa fuerza no establece distinción entre bueno y malo,
está por encima de esos conceptos, es sencillamente una “fuerza viviente”.
Todo acto propio
de la voluntad sensitiva de un hombre es como
una llave que abre las puertas de la cámara del tesoro, estableciendo
contacto con esa fuerza sublime. Tanto los actos volitivos buenos como los
malos son intensificados y vivificados por la “fuerza”, pues ésta reacciona en
seguida a la voluntad sensitiva del espíritu humano; sólo a ella, y no a ninguna otra cosa. El hombre es quien determina
la naturaleza de la voluntad;
solamente él puede hacerlo. La fuerza no aporta ni bien ni mal, es
sencillamente “fuerza” y vivifica lo deseado por el hombre.
Pero lo que verdaderamente interesa saber es que el hombre
no lleva inherente esa fuerza vivificante, sino
que sólo posee la llave de acceso a ella: su facultad sensitiva. Por tanto,
no es más que administrador de esa fuerza creadora, que forma y actúa conforme
a su voluntad. Por eso es que ha de rendir cuentas de cada una de las horas de
su actividad administradora. Y, a pesar de todo, sigue jugando con fuego
inconscientemente, como si fuera un niño ignorante, y, como él, también causa
grandes estragos. Ahora bien, el hombre no tiene por qué ser ignorante, y si lo
es, ¡suya será la culpa! Pues los
profetas primero, y el Hijo de Dios después, se esforzaron, mediante parábolas
y enseñanzas, en esclarecer este punto y en mostrar el camino que deberían
seguir los hombres. Se esforzaron en indicar cómo sentir, pensar y obrar para mantenerse
sobre el recto sendero.
Pero todo ha sido en vano. Los hombres siguieron jugando
con el enorme poder que se les ha confiado, usando de él según su parecer, sin prestar oídos a las
advertencias y consejos de la Luz, lo que acabará por provocar el
derrumbamiento y la destrucción de sus obras y de sí mismos; pues esa fuerza
actúa de manera completamente neutral, intensifica tanto la buena voluntad del
espíritu humano como la mala; pero, por lo mismo, con toda frialdad, no
vacilará en reducir a escombros a coche y conductor, como sucede cuando un
vehículo es mal conducido.
Creo que con esto se habrá adquirido una idea clara en
extremo. Sin sospecharlo siquiera, los hombres dirigen los destinos de la
poscreación entera y los suyos propios mediante sus actos de voluntad y sus
pensamientos. Fomentan el florecimiento o la exterminación, pueden realizar una
labor constructiva en la armonía más absoluta o, por el contrario, pueden
ocasionar la espantosa confusión que reina actualmente.
En lugar de edificar razonablemente, no hacen más que perder el tiempo y
las energías inútilmente en un sinfín de cosas baladíes y vanas.
Los juiciosos suelen llamarlo castigo y justicia, lo cual
es exacto en cierto sentido; y, sin embargo, los mismos hombres han dado lugar a todo cuanto tiene que acontecer
ahora.
Ya ha habido pensadores y observadores que han presentido
todo esto, pero fueron inducidos a error por la falsa suposición de que ese
poder del espíritu humano era signo de su propia divinidad. Un error semejante
no puede nacer más que de una observación subjetiva y superficial. Ni el
espíritu humano es Dios, ni tiene nada de divino. Esos que pretenden saber no
ven más que el aspecto externo del hecho, pero no el fondo. Toman como causa lo
que no es más que efecto.
Desgraciadamente, esta inconsecuencia ha servido para
fomentar la arrogancia y para el surgimiento de muchas falsas doctrinas. Por
eso, vuelvo a insistir una vez más: la Fuerza divina que yace en la creación y
la recorre constantemente es solamente un
préstamo hecho a todos los espíritus humanos, puede ser dirigida por éstos para
provecho suyo, pero no está inherente en ellos, no es una cosa personal suya. Esa fuerza es propiedad exclusiva de
la Divinidad, y ésta la emplea únicamente para el bien, pues en lo divino no
tiene cabida nada propio de las Tinieblas. En cambio, los espíritus humanos, a
los que se les ha confiado esa fuerza, han creado con ella un antro de
asesinos.
Por eso, exhorto a todos nuevamente: “¡Mantened puro el
hogar de la voluntad y de vuestros pensamientos! Así haréis reinar la paz y
seréis felices”.
De este modo, la poscreación aún podrá llegar a parecerse a
la creación originaria, en la cual sólo reina luz y alegría. Todo esto está en manos del hombre, en las posibilidades
de cada espíritu humano que alcance la consciencia de sí mismo y deje de ser un
extraño en esta poscreación.
Algunos de mis auditores y lectores desearán en su fuero
interno que yo complete estas explicaciones con un ejemplo adecuado a tal
evento, a fin de obtener una idea más viva que contribuya a una mejor
comprensión. A otros, en cambio, no les parecerá adecuado. También habrá
quienes se digan que con ello se reduce la gravedad de lo dicho, ya que la
descripción de un suceso vivo propio de esos planos puede ser tomada como pura
fantasía o dudosa clarividencia. Algo parecido tuve que escuchar cuando
publiqué mis conferencias: “El Santo Grial” y “Lucifer”. Sin embargo, los
investigadores profundos, cuyos oídos espirituales no están cerrados, comprenderán
debidamente el fin con que se dice todo esto. A ellos es, también, a quienes va
dirigido exclusivamente el ejemplo que voy a dar sobre el particular, pues
ellos sabrán que no se trata de fantasías ni de dudosas clarividencias, sino de
mucho más.
Por consiguiente, tomemos un ejemplo: una madre pone fin a
sus días arrojándose al agua, y arrastra consigo a la muerte terrenal a su hijo
de dos años. Al despertar en el más allá, se encuentra a punto de hundirse en
aguas turbias y fangosas, pues el último y terrible instante del alma ha
cobrado vida en la materialidad etérea, en un lugar en que todas las afinidades
han de sufrir con ella las mismas experiencias en un continuo tormento. Su hijo
está en sus brazos y, en la angustia de la muerte, se aferra a su madre, aun
cuando, en el momento de la acción terrenal, fue arrojado a la corriente antes de arrojarse a la misma.
Según su estado síquico, esa madre revivirá esos horribles
momentos durante un lapso más o menos largo, es decir, estará siempre a punto
de ahogarse sin que llegue el fin, sin perder el conocimiento. Pueden pasar
decenas de años y hasta siglos, antes de que surja del fondo de esa alma el
auténtico grito de socorro: el que procede de la pura humildad. Eso no sucede
con facilidad, pues a su alrededor sólo hay afinidades, pero no luz. Lo único
que oye son injurias, juramentos y groseras palabras; no ve otra cosa que la
grosería más brutal.
Pero es posible que con el tiempo llegue a despertarse en
ella el deseo de proteger, por lo menos, a su hijo, o de sacarle de ese
horrible ambiente, de sustraerle a ese peligro
y a ese incesante suplicio. En la angustia de su obligado hundimiento, lo alza
sobre la superficie de esas aguas pestilentes y viscosas, mientras que más de
una figura de su alrededor se aferra a ella intentando arrastrarla consigo a
las profundidades.
Esas aguas, pesadas como el plomo, son los pensamientos de
los que se suicidan ahogándose, pensamientos que han cobrado vida en la
materialidad etérea y que aún no están perfectamente definidos. A ellos se
añaden los pensamientos análogos concebidos por los que todavía están en la
Tierra. Entre éstos y aquéllos existe una estrecha relación, se atraen los unos
a los otros y se intensifican constante y mutuamente, con lo que el suplicio se
renueva indefinidamente. Esas aguas se secarían si, en vez de ser alimentadas
con corrientes afines, afluyeran a ellas ondas mentales reconfortantes, alegres
y gozosas de vivir, procedentes de la Tierra.
Ahora bien, la preocupación por el niño, preocupación que
el instinto maternal puede intensificar con el tiempo hasta convertirla en un
amor angustioso y solícito, posee fuerza suficiente para constituir el primer
peldaño de la escalera que debe conducir a esa madre a la salvación, fuera de
ese suplicio de que ella fue causa al poner fin a su existencia terrenal
prematuramente. Por el mero hecho de intentar preservar del tormento al hijo
que ella misma arrastró a la muerte, alimenta en sí un deseo más noble que
acabará por conducirla hasta el ambiente inmediato superior, menos lúgubre.
Sin embargo, el niño que tiene en sus brazos no es
realmente el alma viviente del hijo que ella arrojó a la corriente para que se
ahogara. Una injusticia semejante no puede darse. En la mayoría de los casos,
la viviente alma infantil se solaza
en soleadas regiones, mientras que el niño en los brazos de esa madre que lucha
por su salvación no es más que … una visión, una configuración viva nacida del
sentimiento de la homicida … y del sentimiento del niño. Esa visión puede ser,
pues, una configuración de culpabilidad, de desesperación, de odio, de amor, y
de muchas otras cosas más, pero en todos los casos, la madre creerá que se
trata del propio hijo, puesto que la configuración es una reproducción exacta
del niño, y se mueve, grita, etc. exactamente igual que él. No voy a entrar en
detalles, ni a tratar las múltiples variedades que existen a tal respecto.
Se podrían describir innumerables casos análogos cuya
naturaleza estaría siempre estrictamente ligada a los hechos anteriormente mencionados.
No obstante, voy a poner otro ejemplo, con el fin de
aclarar cómo lo que sucede en este mundo repercute en el más allá.
Supongamos que una mujer o una joven va a ser madre sin
haberlo deseado, y supongamos también que, como ocurre a menudo desgraciadamente,
provoca el aborto de alguna manera. Mn en el caso más favorable de que no haya
habido daños corporales, el acto no
queda expiado inmediatamente. El mundo etéreo, el medio ambiente después de la
muerte terrenal, registra todo con precisión y sin dejarse influenciar.
A partir del instante en que ha tenido lugar la
intervención, el cuerpo etéreo del niño en desarrollo queda abrazado al cuello
etéreo de la desnaturalizada madre, y no se separará de ella mientras la acción
no quede redimida. Naturalmente que esa mujer o esa joven no se da cuenta de
ello mientras su cuerpo físico se encuentra sobre la Tierra. Todo lo más,
experimentará alguna vez que otra una ligera opresión, pues el cuerpecito
etéreo del niño es ligero como una pluma en
comparación con el cuerpo físico… y las jóvenes de hoy están demasiado
abotargadas como para sentir un lastre tan pequeño. Pero ese abotargamiento no supone absolutamente un progreso; tampoco es
señal de una salud robusta, sino que es una regresión, una muestra de que el
alma está profundamente hundida.
Pero en el momento de la muerte terrenal, la pesadez y
densidad del cuerpecito infantil adherido será de la misma naturaleza que el cuerpo etéreo de la madre, ya
desprovisto de su envoltura física, por lo que dicho cuerpecito se convertirá
entonces en una carga efectiva. Causará inmediatamente al cuerpo etéreo de la
madre las mismas molestias que causa sobre la Tierra un cuerpo infantil físico
abrazado al cuello. Según las circunstancias del acto precedente, esas molestias
pueden llegar a ser una tortura de vértigo. La madre estará obligada a andar
por el más allá cargada con ese cuerpo infantil, y no quedará libre de él más
que cuando se despierte en ella el instinto maternal y esté dispuesta a
sacrificar su propia comodidad para atender a las necesidades del niño,
haciendo lo posible para procurarle toda clase de alivios y cuidados. Pero
hasta ese momento, suele ser necesario recorrer un camino muy largo y lleno de
espinas.
Evidentemente, estos sucesos tampoco están desprovistos de
un cierto carácter trágico-cómico. Basta imaginarse que una persona, para la
que se ha descorrido la pantalla de separación entre este mundo y el más allá,
entra en el círculo de una familia o de una sociedad. Allí se encuentran, tal
vez, algunas señoras en animado coloquio. En el curso de la conversación, una
de las señoras o una joven se desata indignada en improperios contra sus
semejantes, al mismo tiempo que el visitante acierta a ver colgado del cuello
de la indignada u orgullosa uno o incluso varios cuerpecitos infantiles; y no
sólo eso, sino que cada una de las
demás personas lleva adheridas de forma perfectamente visible las obras de su
verdadera voluntad, las cuales suelen estar en grotesca contradicción con sus
palabras y con lo que quieren aparentar y mantener ante los ojos del mundo.
Más de un juez se hallará frente a uno de los que él mismo
condenó, cargado con más culpas que éste. ¡Cuán rápidamente pasan los pocos
años terrenales! Y de repente, se encuentra ante su juez, para quien rigen otras leyes. ¿Qué pasará entonces?
Desgraciadamente, en la mayor parte de los casos, el hombre
puede engañar fácilmente al mundo físico, pero ese proceder queda excluido por
completo en el mundo etéreo. Por suerte, el hombre tendrá que cosechar allí lo que haya sembrado. Por eso, nadie debe
desesperarse si por el momento predomina efectivamente la injusticia en la Tierra. Ni uno solo de los malos
pensamientos quedará impune, aun cuando no haya llegado a traducirse en un acto
físico.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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