viernes, 23 de diciembre de 2022

56. EN EL REINO DE LOS DEMONIOS Y DE LAS VISIONES

 

56. EN EL REINO DE LOS DEMONIOS Y DE LAS VISIONES

PARA LA COMPRENSIÓN de este tema es preciso saber de antemano que el hombre terrenal no está situado en la creación originaria, sino en una de las poscreaciones. La creación originaria posee vida propia y constituye, ella sola, el reino espiritual, denominado Paraíso por los hombres, en cuya cumbre se encuentra la Mansión del Grial con sus puertas dando a la esfera situada fuera de la creación.

La poscreación, en cambio, es el llamado “universo”, con su eterno ciclo desarrollado por debajo de la creación originaria, y cuyos diferentes sistemas solares están sujetos al devenir y a la desintegración, es decir, a la maduración, al envejecimiento y a la descomposición, pues no han sido creados directamente por la Divinidad, como lo fue la imperecedera creación originaria, el Paraíso.

La poscreación procedió de la voluntad de las criaturas originarias, y quedó sometida a la influencia de los espíritus humanos en desarrollo, cuyo camino evolutivo ha de pasar por ella. Esta es también la razón de su imperfección, la cual no existe en la creación originaria, abierta a las influencias directas del divino Espíritu Santo.

Para consuelo de las criaturas originarias, desesperadas por completo a la vista de la imperfección de la poscreación, cada vez más acentuada y palpable, el Espíritu les exhortó desde la divinidad: “¡Esperad al que yo he elegido… para ayuda vuestra!” En la leyenda del Grial, tradición nacida en la creación originaria, se reproduce este hecho con bastante claridad.

Pasemos ahora al tema en cuestión: toda acción terrenal ha de ser considerada exclusivamente como una manifestación externa de un suceso íntimo. Por “suceso íntimo” ha de entenderse un acto propio de la voluntad sensitiva espiritual. Cada uno de los actos de esa voluntad es una acción espiritual, puesto que de ella se deriva la ascensión o la caída. En ningún caso debe ser situada en el mismo plano que la voluntad mental.

La voluntad sensitiva está referida a lo más íntimo del ser humano; mientras que la voluntad mental actúa en un círculo más exterior, más débil. Sin embargo, a pesar de que sus efectos se cumplen ineludiblemente, no siempre es preciso que sean visibles terrenalmente. La acción físico-terrenal no es indispensable para que se eche encima un karma. En cambio, no existe ninguna acción físico-terrenal que no haya sido precedida necesariamente por un acto de voluntad mental o de voluntad sensitiva. Por consiguiente, el acto terrenal visible depende de la voluntad mental o de la voluntad sensitiva, pero no a la inversa.

Lo verdaderamente decisivo para la existencia de un espíritu humano, es decir, lo que implica su caída, es lo más sólidamente anclado en la voluntad sensitiva — que es de la que menos se ocupa el hombre — de cuyas inevitables e infalibles repercusiones nadie puede librarse, siendo también imposible una atenuación o alteración de las mismas. Sólo en ella se basa la verdadera “experiencia” del espíritu humano, pues la voluntad sensitiva es la única palanca que regula las ondas espirituales de energía latentes en la obra del Creador, las cuales no esperan más que a ser excitadas por la voluntad sensitiva de los espíritus humanos para surtir sobre ellos sus efectos con intensidad varias veces amplificada. Pero este mecanismo tan importante — el más importante de todos — es precisamente el que menos atención ha merecido hasta ahora por parte de la humanidad.

Por esta razón, insisto una y otra vez en un punto capital aparentemente sencillo, pero que es un compendio de todo: la fuerza espiritual, que recorre toda la creación, no puede relacionarse más que con la voluntad sensitiva de los espíritus humanos; todo lo demás está excluido de esa relación.

Ya la misma voluntad mental está imposibilitada de establecer relación alguna, y, por consiguiente, tanto más imposible resultará para cualquier producto de la misma. Este hecho elimina toda esperanza de que la verdadera fuerza principal en la creación pueda llegar alguna vez a relacionarse con una “invención”. A ello se opone un cerrojo imposible de descorrer. A pesar de encontrarse en medio de esa fuerza principal, el hombre no la conoce, y sus efectos menos aún.

Esta fuerza no es lo que este o aquel pensador o inventor supone, pues lo que ellos toman por tal no es más que una energía muy secundaria — una de tantas como existen — cuyos efectos dejan estupefactos, pero que no se aproxima lo más mínimo a la verdadera fuerza, que es empleada diariamente por el espíritu humano sin que él mismo se dé cuenta de ello. Desgraciadamente, juega con ella sin percatarse de las terribles consecuencias de esa insensatez sin límites. En su absoluta ignorancia, pretende imputar a Dios desvergonzadamente la responsabilidad de esas consecuencias, aun cuando no por eso queda eximido de la gran culpa que ha echado sobre sí por no querer saber nada.

Voy a intentar exponer un ejemplo claro: un hombre siente envidia. Suele decirse corrientemente que “le come la envidia”. Al principio sólo se trata de un vago sentimiento, del que, a menudo, el espíritu humano ni siquiera es consciente. Pero ese sentimiento, que aún no está revestido de pensamientos precisos, es decir, que todavía no ha “ascendido” hasta el cerebro, ya lleva en sí la única llave capaz de establecer el contacto con la “fuerza viviente” y de echar un puente hacia ella.

Entonces, esa “fuerza viviente” latente en la creación se vierte de pronto en el sentimiento en cuestión, el cual la absorbe en la medida de su capacidad, que es función de la correspondiente intensidad del sentimiento. En ese preciso instante es cuando el sentimiento humano, es decir, el sentimiento “impregnado de espiritualidad”, cobra vida y adquiere la inmensa facultad generativa (no fuerza creadora) en el mundo etéreo, esa facultad que convierte al hombre en rey de todas las criaturas, en la suprema criatura de la creación. Ahora bien, ese proceso le permite ejercer también una gigantesca influencia sobre la poscreación entera, lo que trae consigo… una responsabilidad personal que, a excepción de él, ninguna criatura de la poscreación puede tener, puesto que el ser humano es el único que posee esa facultad decisiva basada en la constitución del espíritu.

Y en toda la poscreación, él es el único que posee un núcleo espiritual situado en lo más íntimo de su ser; y sólo él, como tal, puede mantener relación con la suprema fuerza viviente que reposa en la poscreación. Las criaturas originarias que moran en el Paraíso poseen una naturaleza espiritual diferente de la de los peregrinos del universo — los llamados hombres terrenales — y, por tanto, también tienen la facultad de relacionarse con otras ondas de energía distintas, más elevadas y mucho más intensas, de las que usan conscientemente, por lo que, como es natural, están en condiciones de llevar a cabo cosas que difieren por completo de las realizadas por los peregrinos del universo — entre los que se cuentan los hombres terrenales — cuyas ondas de energía no son más que grados inferiores de la fuerza residente en la creación originaria, lo mismo que los hombres terrenales son de un grado inferior al de las criaturas originarias.

Hasta el momento, lo que principalmente se echa de menos en el saber de los hombres es, por un lado, el conocimiento de todas las gradaciones — cada vez más débiles — de cuanto existe en la creación originaria; y, por otra parte, el conocimiento de que ellos mismos forman parte de tales gradaciones. El día en que el hombre consiga comprender esto verdaderamente, desaparecerá el orgullo actual y quedará libre el camino de la ascensión.

La necia pretensión de ser superiores a todos e incluso de llevar dentro de si algo divino, se desvanecería lamentablemente y, en definitiva, sólo quedaría un liberador sentimiento de vergüenza. Las criaturas originarias, mucho más elevadas y valiosas, no poseen semejante presunción. No pueden menos que reírse indulgentemente de esos descarriados gusanos terrenales, al igual que los padres ríen la fantasiosa locuacidad de sus hijos.

Pero volvamos al sentimiento. El sentimiento humano así fortalecido engendra directa y espontáneamente, en gradación inferior, una configuración que personifica exactamente la especie del sentimiento en cuestión; en este caso, pues, la envidia. Al principio, esa configuración se halla dentro del hombre, y luego se sitúa a su lado, ligada a él mediante una especie de cordón de nutrición. Pero, al mismo tiempo y de manera rápida, toma contacto, por la acción de la ley de atracción entre las afinidades, con los puntos de concentración de las configuraciones de igual naturaleza, y recibe de allí una intensa afluencia que, junto con la nueva configuración (la envidia), constituye el medio ambiente etéreo del hombre en cuestión.

Entretanto, el sentimiento se eleva hasta el cerebro y suscita allí pensamientos de igual naturaleza, los cuales determinan nítidamente la meta a perseguir. De este modo, los pensamientos se convierten en canales o caminos sobre los cuales esas configuraciones se dirigen hacia una meta determinada, produciendo allí daños si encuentran el terreno propicio para ello.

Ahora bien, si el hombre que debe constituir esa meta no alberga en sí más que un terreno puro, es decir, una pura voluntad, no ofrecerá puntos susceptibles de ser atacados por esas configuraciones, no será propicio para el anclaje de las mismas. Pero no por eso dejan de ser perniciosas, sino que continúan errando separadamente o se reúnen con las especies afines en los puntos de concentración correspondientes, puntos que pueden ser llamados “planos”, pues están sometidos a las leyes de su pesadez espiritual y, por consiguiente, están obligados a constituir planos definidos, los cuales no pueden admitir y retener más que especies idénticas.

Por esta razón, esas configuraciones siguen siendo absolutamente peligrosas para todos los espíritus humanos que no poseen suficiente pureza interior ni una fuerte voluntad hacia el bien, acabando por hundir también a su promotor en la perdición, pues siempre se mantienen unidas a él y continuamente reciben, a través del cordón de nutrición, nuevas energías de envidia procedentes de la concentración existente en las centrales.

Por eso es que a tal promotor no le resultará fácil entregarse a sentimientos más puros, porque encontrará una fuerte oposición en las corrientes de envidia que afluyen a él, las cuales le apartarán una y otra vez de dichos sentimientos. Para poder reemprender su ascensión, habrá de realizar un esfuerzo mucho más grande que el que precisa hacer un espíritu humano libre de tales impedimentos. Y solamente la continua imposición de una voluntad pura es capaz de ir atrofiando más y más ese cordón de nutrición hasta que, reseco e inerte, tenga lugar su ruptura.

Tal será la liberación del promotor de semejante mal, siempre y cuando las configuraciones que él suscitó no hayan ocasionado daños, pues entonces se establecen nuevas ligazones, de las cuales también tendrá que liberarse.

Para poder eliminar esos hilos, es absolutamente indispensable que sus caminos se crucen — en este mundo o en el más allá — con los caminos de las personas perjudicadas por ese mal, hasta que, después de reconocer la culpa, sobrevenga el perdón. Como consecuencia de eso, la ascensión del promotor de tales configuraciones no podrá tener lugar antes de la ascensión de las personas afectadas. Los hilos de unión o hilos del destino le retendrán en tanto no sobrevenga la liberación mediante la reparación de daños y el perdón.

¡Pero eso no es todo! Esa voluntad sensitiva reforzada por la “fuerza” viviente surte efectos de mucha más trascendencia, pues no solamente puebla el mundo etéreo, sino que también interviene en la materialidad física edificando o destruyendo.

Ya es hora de que el hombre se dé cuenta de las insensateces cometidas al no cumplir, para bien de esta poscreación y de todas las criaturas, los deberes que le asignan las posibilidades de su espíritu. El hombre suele preguntarse, por qué razón existe en la naturaleza una lucha continua, y sin embargo, en la poscreación, la sustancialidad se rige… por el modo de ser de los hombres, a excepción de las criaturas originarias propias de la sustancialidad. Pero sigamos adelante:

Los productos de la voluntad sensitiva del espíritu humano, las configuraciones antes mencionadas, no dejan de existir después de desligarse de su autor, sino que subsisten independientemente mientras sigan siendo alimentadas por espíritus humanos animados de los mismos sentimientos que su especie, sin que tenga que tratarse necesariamente de su promotor. Buscarán la oportunidad de adherirse a los seres humanos dispuestos a ello o que ofrecen una resistencia muy débil. Orientadas hacia el mal, esas configuraciones son los demonios nacidos de la envidia, del odio y de cosas semejantes; mientras que orientadas hacia el bien constituyen los seres benefactores que, llenos de amor, sólo buscan mantener la paz y fomentar la ascensión.

En todos estos procesos no se requiere una acción terrenal visible por parte de los hombres, acción que no sirve sino para imponer nuevas cadenas o hilos cuyo rompimiento habrá de tener lugar en el plano físico, siendo necesaria una reencarnación en caso de que la correspondiente liberación no haya podido efectuarse durante una existencia terrenal.

Esas configuraciones propias de la voluntad sensitiva humana llevan fuerza dentro de sí, ya que proceden de la voluntad espiritual, ligada a la “neutral fuerza principal”, y, lo que es más importante, porque en el instante de formarse quedan impregnadas de sustancialidad, la esencia de que están constituidos los gnomos, etc.

La voluntad de un animal no puede obtener tales resultados, porque el alma animal no lleva inherente nada espiritual, sino solamente elementos sustanciales. Se trata, pues, de un proceso reservado exclusivamente a las configuraciones de la voluntad sensitiva humana, proceso que, si la voluntad es buena, producirá grandes beneficios, mientras que será causa de incalculables daños si la voluntad es mala, pues el núcleo sustancial de esas configuraciones posee fuerza motriz propia unida a la facultad de influir en todo lo materialmente físico. De ahí que la responsabilidad del espíritu humano crezca hasta alcanzar proporciones monstruosas. Su voluntad sensitiva es capaz de crear tanto seres benefactores, como demonios; todo depende de su naturaleza.

Ambos son meros productos de las facultades del espíritu humano en la poscreación. Pero su núcleo motor — autoactivo y, por tanto, de efectos imposibles de prever — no procede de la sustancialidad dotada de facultad volitiva, en la cual tiene su origen el alma animal, sino que procede de una gradación inferior desprovista de toda facultad volitiva propia. En la sustancialidad, lo mismo que en la esfera espiritual situada en un plano más elevado, existen también gradaciones y variantes que merecen una mención especial.

Como aclaración suplementaria, mencionemos el hecho de que la sustancialidad también establece contacto con una fuerza viviente latente en la creación, si bien no se trata de la misma fuerza relacionada con la voluntad del espíritu humano, sino que es de inferior categoría.

Precisamente las diferentes posibilidades e imposibilidades de ligazón son los más celosos guardianes del orden en la poscreación, y constituyen una sólida e inviolable estructura ordenada en todos los eventos del devenir y de la descomposición.

Tal es, pues, la gran amplitud del campo de acción del espíritu humano. Mirad ahora a los hombres, observadlos detenidamente: os daréis cuenta de todo el daño que han causado ya, sobre todo si se tienen en cuenta las consecuencias posteriores derivadas de la actividad de esas configuraciones vivientes lanzadas sobre todas las criaturas. Es el mismo efecto que cuando se lanza una piedra: una vez dejada de la mano, escapa al control y a la voluntad del que la arrojó.

Junto con esas configuraciones, cuyas amplias actividades e influencias requerirían todo un libro para poder ser descritas, existen también otras especies estrechamente relacionadas con ellas, pero que constituyen una variante más débil. Sin embargo, siguen siendo suficientemente peligrosas para molestar a muchos hombres, servirles de obstáculo, e incluso hacerlos caer. Son las formas propias de los pensamientos, es decir, las formas mentales, las visiones.

En contraposición con la voluntad sensitiva, la voluntad mental, producto del cerebro terrenal, no posee la facultad de mantener relación directa con la neutral fuerza principal latente en la creación. Por eso es que dichas formas adolecen de la falta del núcleo autoactivo de que disponen las formas sensitivas, que también pueden ser denominadas “sombras síquicas sustanciales”. Las formas mentales dependen absolutamente de su promotor, con el cual se relacionan de la misma manera que las configuraciones de la voluntad sensitiva: mediante un cordón de nutrición que sirve, al mismo tiempo, de camino para el retroactivo efecto reciproco. Ya se ha tratado de esto en la conferencia “Formas mentales”, por lo que puedo ahorrarme la repetición en esta ocasión.

Las formas mentales constituyen el grado más débil dentro de la ley del efecto recíproco. No obstante, sus efectos son aún bastante perniciosos y pueden ocasionar la perdición, no sólo de espíritus humanos en particular, sino también de masas ingentes, pudiendo provocar asimismo la devastación total de continentes cósmicos enteros si llegan a ser alimentadas y fomentadas excesivamente por los hombres, adquiriendo así un poder inimaginable, como ha sucedido en los últimos milenios.

Así, pues, todos los males han nacido exclusivamente del hombre mismo, de su errónea e incontrolable voluntad sensitiva y mental, así como también de su irreflexión.

Ambos dominios, el reino de las configuraciones propias de la voluntad sensitiva humana y el reino de las formas de la voluntad mental humana, han constituido por sí solos el campo visual y el campo de acción de los grandes “magos” y “maestros” de todas las épocas. Allí se han extraviado, y allí quedarán detenidos después de su muerte. ¿Y en nuestros días…?

Los “grandes maestros del ocultismo”, los “inspirados” de tantas y tantas sectas y logias… no se encuentran en mejor situación. Sólo son maestros en esos reinos. Viven entre las configuraciones que ellos mismos suscitaron. Únicamente allí pueden ser “maestros”, pero no en la verdadera vida del más allá. Su poder y su maestría no pueden llegar jamás tan lejos.

Son hombres dignos de lástima, tanto si se dedican a la magia blanca, como si practican la magia negra, lo cual depende de que su voluntad sea buena o mala respectivamente … Creían — y siguen creyendo — poseer una inmensa fuerza espiritual, cuando, en realidad, son menos que un hombre ignorante de esas artes, el cual, en su candor infantil, se encuentra muy por encima del campo de acción — bajo ya de por si — de los “ignorantes” príncipes del espíritu, es decir, está más elevado espiritualmente que ellos.

Hasta cierto punto, todo esto podría darse como bueno si las repercusiones de las actividades de esos “grandes” sólo recayeran sobre ellos mismos; pero con sus tentativas y prácticas, esos “maestros” remueven los bajos fondos — de por sí insignificantes — los excitan y fortifican, convirtiéndolos en un peligro para todo el que ofrezca débil resistencia. Por suerte, siguen siendo inofensivos para otros, pues todo espíritu humano que se alegra candorosamente de su existencia se eleva, sin más, por encima de esas depresiones en que se agitan los pretendidos sabios, en las que quedarán retenidos definitivamente por las formas y configuraciones que ellos vigorizaron.

A pesar de lo trágico de todo esto, visto desde arriba resulta indeciblemente ridículo y lamentable, indigno del espíritu humano, porque, imbuidos de una equivocada vanidad, se arrastran y hormiguean penosamente, engalanados con baratijas, con el fin de infundir vida en ese reino de las sombras (en el sentido más estricto), en ese mundo de apariencias que es capaz de simular tanto lo posible como lo imposible. Y aquel que se aventura a entrar en él, acabará por no poder salir nunca más, y allí sucumbirá ineludiblemente.

Y, sin embargo, muchos andan de un lado para el otro investigando ardorosamente esas depresiones, en la creencia — un tanto orgullosa — de haber alcanzado alturas inusitadas, siendo así que un sencillo y lúcido espíritu humano puede franquear esas depresiones despreocupadamente, sin verse obligado a detenerse en ellas de alguna manera.

¿Qué más puedo decir de esos “grandes”? Ni uno solo de ellos prestaría oídos a mis palabras, porque en su reinado ficticio pueden parecer por algún tiempo lo que nunca llegarán a ser en la existencia real de la espiritualidad viviente, pues allí se trata de “servir”, allí no tiene cabida su pretendida maestría. Por esta razón, se rebelan contra la Verdad, porque la Verdad les priva de muchas cosas. Les falta valor para soportarlo; pues ¿quién consiente gustosamente que se venga abajo todo el edificio de su engreimiento y vanidad? Eso sólo podría hacerlo un hombre justo, un hombre verdaderamente grande, y ese tal no habría caído en las redes de la vanidad.

En todo esto hay algo que causa tribulación: ver cuántos hombres, o mejor dicho, qué pocos son los que se mantienen firmes y límpidos interiormente, qué pocos son los que aún poseen un candor tan infantil y alegre que les permite atravesar, sin peligro ninguno, esos planos creados por la irreflexiva voluntad humana, continuamente fortificados por los hombres. Para todos los demás, esas depresiones serán siempre un peligro que se cierne sobre ellos cada vez más amenazador.

¡Ah si los hombres consiguieran por fin ver claramente lo que pasa a su alrededor! ¡Cuántos males podrían ser evitados! Mediante los puros sentimientos y pensamientos de cada uno de los hombres, las tenebrosas y sombrías regiones del más allá pronto llegarían a un estado tal de debilitamiento, que incluso los espíritus humanos allí retenidos podrían alcanzar rápidamente la redención que buscan, pues estarían en condiciones de sobreponerse fácilmente a su ambiente cada vez más débil.

Al igual que los grandes “maestros” de la Tierra, los espíritus humanos del más allá experimentan como si fuera real todo lo que existe en los distintos ambientes, todas las formas mentales y configuraciones sensitivas, las que moran en las regiones más bajas y tenebrosas, como las que pueblan las regiones más elevadas y acogedoras de la materialidad etérea; la angustia, lo mismo que la alegría; la desesperación igual que la redención liberadora … y, sin embargo, no se encuentran en modo alguno en la esfera de la vida real, sino en un ambiente en que ellos mismos son lo único que vive realmente. Todo lo demás, todo su medio ambiente con sus numerosos y diversos aspectos, no puede encontrar sostén más que en ellos mismos y en los hombres terrenales animados de sentimientos idénticos a los suyos.

Incluso el mismo infierno es un producto de los espíritus humanos. Cierto que alberga en sí peligros inminentes y es causa de terribles sufrimientos, pero siempre dependiendo por completo de la voluntad de todos aquellos seres humanos cuyos sentimientos infunden en él una energía vital emanada de la neutral Fuerza divina, la cual se halla en la creación a disposición de los espíritus humanos. Por tanto, el infierno no es creación de Dios, sino obra de los hombres.

El que así lo reconozca y sea consciente de todo lo que vale ese conocimiento, ayudará a muchos y se facilitará a sí mismo la ascensión hacia la Luz, la única esfera en que todo es vida real.

¡Ah si, aunque no fuera más que una sola vez, los hombres volvieran a abrir su corazón hasta el punto de poder presentir el valor del tesoro que la creación guarda para ellos! Ese tesoro que debe ser descubierto y valorado por cada uno de los espíritus humanos, lo que equivale a decir que debe ser utilizado conscientemente: la neutral fuerza principal, tantas veces mencionada por mi. Esa fuerza no establece distinción entre bueno y malo, está por encima de esos conceptos, es sencillamente una “fuerza viviente”.

Todo acto propio de la voluntad sensitiva de un hombre es como una llave que abre las puertas de la cámara del tesoro, estableciendo contacto con esa fuerza sublime. Tanto los actos volitivos buenos como los malos son intensificados y vivificados por la “fuerza”, pues ésta reacciona en seguida a la voluntad sensitiva del espíritu humano; sólo a ella, y no a ninguna otra cosa. El hombre es quien determina la naturaleza de la voluntad; solamente él puede hacerlo. La fuerza no aporta ni bien ni mal, es sencillamente “fuerza” y vivifica lo deseado por el hombre.

Pero lo que verdaderamente interesa saber es que el hombre no lleva inherente esa fuerza vivificante, sino que sólo posee la llave de acceso a ella: su facultad sensitiva. Por tanto, no es más que administrador de esa fuerza creadora, que forma y actúa conforme a su voluntad. Por eso es que ha de rendir cuentas de cada una de las horas de su actividad administradora. Y, a pesar de todo, sigue jugando con fuego inconscientemente, como si fuera un niño ignorante, y, como él, también causa grandes estragos. Ahora bien, el hombre no tiene por qué ser ignorante, y si lo es, ¡suya será la culpa! Pues los profetas primero, y el Hijo de Dios después, se esforzaron, mediante parábolas y enseñanzas, en esclarecer este punto y en mostrar el camino que deberían seguir los hombres. Se esforzaron en indicar cómo sentir, pensar y obrar para mantenerse sobre el recto sendero.

Pero todo ha sido en vano. Los hombres siguieron jugando con el enorme poder que se les ha confiado, usando de él según su parecer, sin prestar oídos a las advertencias y consejos de la Luz, lo que acabará por provocar el derrumbamiento y la destrucción de sus obras y de sí mismos; pues esa fuerza actúa de manera completamente neutral, intensifica tanto la buena voluntad del espíritu humano como la mala; pero, por lo mismo, con toda frialdad, no vacilará en reducir a escombros a coche y conductor, como sucede cuando un vehículo es mal conducido.

Creo que con esto se habrá adquirido una idea clara en extremo. Sin sospecharlo siquiera, los hombres dirigen los destinos de la poscreación entera y los suyos propios mediante sus actos de voluntad y sus pensamientos. Fomentan el florecimiento o la exterminación, pueden realizar una labor constructiva en la armonía más absoluta o, por el contrario, pueden ocasionar la espantosa confusión que reina actualmente. En lugar de edificar razonablemente, no hacen más que perder el tiempo y las energías inútilmente en un sinfín de cosas baladíes y vanas.

Los juiciosos suelen llamarlo castigo y justicia, lo cual es exacto en cierto sentido; y, sin embargo, los mismos hombres han dado lugar a todo cuanto tiene que acontecer ahora.

Ya ha habido pensadores y observadores que han presentido todo esto, pero fueron inducidos a error por la falsa suposición de que ese poder del espíritu humano era signo de su propia divinidad. Un error semejante no puede nacer más que de una observación subjetiva y superficial. Ni el espíritu humano es Dios, ni tiene nada de divino. Esos que pretenden saber no ven más que el aspecto externo del hecho, pero no el fondo. Toman como causa lo que no es más que efecto.

Desgraciadamente, esta inconsecuencia ha servido para fomentar la arrogancia y para el surgimiento de muchas falsas doctrinas. Por eso, vuelvo a insistir una vez más: la Fuerza divina que yace en la creación y la recorre constantemente es solamente un préstamo hecho a todos los espíritus humanos, puede ser dirigida por éstos para provecho suyo, pero no está inherente en ellos, no es una cosa personal suya. Esa fuerza es propiedad exclusiva de la Divinidad, y ésta la emplea únicamente para el bien, pues en lo divino no tiene cabida nada propio de las Tinieblas. En cambio, los espíritus humanos, a los que se les ha confiado esa fuerza, han creado con ella un antro de asesinos.

Por eso, exhorto a todos nuevamente: “¡Mantened puro el hogar de la voluntad y de vuestros pensamientos! Así haréis reinar la paz y seréis felices”.

De este modo, la poscreación aún podrá llegar a parecerse a la creación originaria, en la cual sólo reina luz y alegría. Todo esto está en manos del hombre, en las posibilidades de cada espíritu humano que alcance la consciencia de sí mismo y deje de ser un extraño en esta poscreación.

Algunos de mis auditores y lectores desearán en su fuero interno que yo complete estas explicaciones con un ejemplo adecuado a tal evento, a fin de obtener una idea más viva que contribuya a una mejor comprensión. A otros, en cambio, no les parecerá adecuado. También habrá quienes se digan que con ello se reduce la gravedad de lo dicho, ya que la descripción de un suceso vivo propio de esos planos puede ser tomada como pura fantasía o dudosa clarividencia. Algo parecido tuve que escuchar cuando publiqué mis conferencias: “El Santo Grial” y “Lucifer”. Sin embargo, los investigadores profundos, cuyos oídos espirituales no están cerrados, comprenderán debidamente el fin con que se dice todo esto. A ellos es, también, a quienes va dirigido exclusivamente el ejemplo que voy a dar sobre el particular, pues ellos sabrán que no se trata de fantasías ni de dudosas clarividencias, sino de mucho más.

Por consiguiente, tomemos un ejemplo: una madre pone fin a sus días arrojándose al agua, y arrastra consigo a la muerte terrenal a su hijo de dos años. Al despertar en el más allá, se encuentra a punto de hundirse en aguas turbias y fangosas, pues el último y terrible instante del alma ha cobrado vida en la materialidad etérea, en un lugar en que todas las afinidades han de sufrir con ella las mismas experiencias en un continuo tormento. Su hijo está en sus brazos y, en la angustia de la muerte, se aferra a su madre, aun cuando, en el momento de la acción terrenal, fue arrojado a la corriente antes de arrojarse a la misma.

Según su estado síquico, esa madre revivirá esos horribles momentos durante un lapso más o menos largo, es decir, estará siempre a punto de ahogarse sin que llegue el fin, sin perder el conocimiento. Pueden pasar decenas de años y hasta siglos, antes de que surja del fondo de esa alma el auténtico grito de socorro: el que procede de la pura humildad. Eso no sucede con facilidad, pues a su alrededor sólo hay afinidades, pero no luz. Lo único que oye son injurias, juramentos y groseras palabras; no ve otra cosa que la grosería más brutal.

Pero es posible que con el tiempo llegue a despertarse en ella el deseo de proteger, por lo menos, a su hijo, o de sacarle de ese horrible ambiente, de sustraerle a ese peligro y a ese incesante suplicio. En la angustia de su obligado hundimiento, lo alza sobre la superficie de esas aguas pestilentes y viscosas, mientras que más de una figura de su alrededor se aferra a ella intentando arrastrarla consigo a las profundidades.

Esas aguas, pesadas como el plomo, son los pensamientos de los que se suicidan ahogándose, pensamientos que han cobrado vida en la materialidad etérea y que aún no están perfectamente definidos. A ellos se añaden los pensamientos análogos concebidos por los que todavía están en la Tierra. Entre éstos y aquéllos existe una estrecha relación, se atraen los unos a los otros y se intensifican constante y mutuamente, con lo que el suplicio se renueva indefinidamente. Esas aguas se secarían si, en vez de ser alimentadas con corrientes afines, afluyeran a ellas ondas mentales reconfortantes, alegres y gozosas de vivir, procedentes de la Tierra.

Ahora bien, la preocupación por el niño, preocupación que el instinto maternal puede intensificar con el tiempo hasta convertirla en un amor angustioso y solícito, posee fuerza suficiente para constituir el primer peldaño de la escalera que debe conducir a esa madre a la salvación, fuera de ese suplicio de que ella fue causa al poner fin a su existencia terrenal prematuramente. Por el mero hecho de intentar preservar del tormento al hijo que ella misma arrastró a la muerte, alimenta en sí un deseo más noble que acabará por conducirla hasta el ambiente inmediato superior, menos lúgubre.

Sin embargo, el niño que tiene en sus brazos no es realmente el alma viviente del hijo que ella arrojó a la corriente para que se ahogara. Una injusticia semejante no puede darse. En la mayoría de los casos, la viviente alma infantil se solaza en soleadas regiones, mientras que el niño en los brazos de esa madre que lucha por su salvación no es más que … una visión, una configuración viva nacida del sentimiento de la homicida … y del sentimiento del niño. Esa visión puede ser, pues, una configuración de culpabilidad, de desesperación, de odio, de amor, y de muchas otras cosas más, pero en todos los casos, la madre creerá que se trata del propio hijo, puesto que la configuración es una reproducción exacta del niño, y se mueve, grita, etc. exactamente igual que él. No voy a entrar en detalles, ni a tratar las múltiples variedades que existen a tal respecto.

Se podrían describir innumerables casos análogos cuya naturaleza estaría siempre estrictamente ligada a los hechos anteriormente mencionados.

No obstante, voy a poner otro ejemplo, con el fin de aclarar cómo lo que sucede en este mundo repercute en el más allá.

Supongamos que una mujer o una joven va a ser madre sin haberlo deseado, y supongamos también que, como ocurre a menudo desgraciadamente, provoca el aborto de alguna manera. Mn en el caso más favorable de que no haya habido daños corporales, el acto no queda expiado inmediatamente. El mundo etéreo, el medio ambiente después de la muerte terrenal, registra todo con precisión y sin dejarse influenciar.

A partir del instante en que ha tenido lugar la intervención, el cuerpo etéreo del niño en desarrollo queda abrazado al cuello etéreo de la desnaturalizada madre, y no se separará de ella mientras la acción no quede redimida. Naturalmente que esa mujer o esa joven no se da cuenta de ello mientras su cuerpo físico se encuentra sobre la Tierra. Todo lo más, experimentará alguna vez que otra una ligera opresión, pues el cuerpecito etéreo del niño es ligero como una pluma en comparación con el cuerpo físico… y las jóvenes de hoy están demasiado abotargadas como para sentir un lastre tan pequeño. Pero ese abotargamiento no supone absolutamente un progreso; tampoco es señal de una salud robusta, sino que es una regresión, una muestra de que el alma está profundamente hundida.

Pero en el momento de la muerte terrenal, la pesadez y densidad del cuerpecito infantil adherido será de la misma naturaleza que el cuerpo etéreo de la madre, ya desprovisto de su envoltura física, por lo que dicho cuerpecito se convertirá entonces en una carga efectiva. Causará inmediatamente al cuerpo etéreo de la madre las mismas molestias que causa sobre la Tierra un cuerpo infantil físico abrazado al cuello. Según las circunstancias del acto precedente, esas molestias pueden llegar a ser una tortura de vértigo. La madre estará obligada a andar por el más allá cargada con ese cuerpo infantil, y no quedará libre de él más que cuando se despierte en ella el instinto maternal y esté dispuesta a sacrificar su propia comodidad para atender a las necesidades del niño, haciendo lo posible para procurarle toda clase de alivios y cuidados. Pero hasta ese momento, suele ser necesario recorrer un camino muy largo y lleno de espinas.

Evidentemente, estos sucesos tampoco están desprovistos de un cierto carácter trágico-cómico. Basta imaginarse que una persona, para la que se ha descorrido la pantalla de separación entre este mundo y el más allá, entra en el círculo de una familia o de una sociedad. Allí se encuentran, tal vez, algunas señoras en animado coloquio. En el curso de la conversación, una de las señoras o una joven se desata indignada en improperios contra sus semejantes, al mismo tiempo que el visitante acierta a ver colgado del cuello de la indignada u orgullosa uno o incluso varios cuerpecitos infantiles; y no sólo eso, sino que cada una de las demás personas lleva adheridas de forma perfectamente visible las obras de su verdadera voluntad, las cuales suelen estar en grotesca contradicción con sus palabras y con lo que quieren aparentar y mantener ante los ojos del mundo.

Más de un juez se hallará frente a uno de los que él mismo condenó, cargado con más culpas que éste. ¡Cuán rápidamente pasan los pocos años terrenales! Y de repente, se encuentra ante su juez, para quien rigen otras leyes. ¿Qué pasará entonces?

Desgraciadamente, en la mayor parte de los casos, el hombre puede engañar fácilmente al mundo físico, pero ese proceder queda excluido por completo en el mundo etéreo. Por suerte, el hombre tendrá que cosechar allí lo que haya sembrado. Por eso, nadie debe desesperarse si por el momento predomina efectivamente la injusticia en la Tierra. Ni uno solo de los malos pensamientos quedará impune, aun cuando no haya llegado a traducirse en un acto físico.




* * *


EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio



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