viernes, 23 de diciembre de 2022

71. LA VIDA

 

71. LA VIDA

LA IDEA QUE el hombre ha venido forjándose de la Vida hasta el presente, es falsa. Todo cuanto él llama vida no es más que un movimiento propulsor que ha de ser considerado como efecto natural de la misma Vida.

Por tanto, en toda la creación, la formación, la maduración, el sostenimiento y la descomposición son meros efectos posteriores de ese movimiento más o menos intenso. Investigando, el intelecto humano ha descubierto, como máximo, ese movimiento, y en él ha encontrado sus propios límites. No puede llegar más allá en sus investigaciones porque él mismo es un producto de dicho movimiento. Por eso, por considerarlo el punto culminante de sus conocimientos, lo denominó sencillamente “fuerza”, “fuerza vital”… “Vida”.

Pero no es ni fuerza ni vida, sino solamente una manifestación natural e inevitable de ésta, pues la Fuerza no reside más que en la propia Vida, es una con ella, inseparable de ella. Ahora bien, como la Fuerza y la Vida son inseparables, y la creación se ha formado, se mantiene y se descompondrá exclusivamente por movimiento, se deduce que no se puede hablar de fuerza y vida en la creación.

Según esto, quien habla del descubrimiento de la fuerza originaria o incluso de la utilización del mismo por medio de máquinas, incurre en un error, pues es absolutamente imposible encontrarla dentro de la creación. La confunde con otra cosa, que él llama erróneamente “fuerza” sólo porque coincide con sus puntos de vista personales. Al hablar así, ese hombre demuestra no tener ni idea de la actividad existente en la creación, ni tampoco de ésta misma, por lo cual no se le puede hacer reproche ninguno, ya que comparte su ignorancia con todos sus contemporáneos, eruditos o no.

Por esta razón, me he referido en mi Mensaje, desde el principio, a una “fuerza” que recorre toda la creación, pues sólo así podía hacer comprender a los hombres muchas cosas.

De otro modo, no comprenderían en absoluto mis explicaciones. Pero ahora ya puedo seguir adelante y dar una idea que reproduzca más objetivamente el desarrollo de los acontecimientos. Esta descripción será nueva en la forma, pero no modificará en nada mis explicaciones anteriores, sino que todo se mantendrá tal como he dicho y como es realmente. Lo nuevo de mi interpretación actual es sólo aparente, ya que son las mismas cosas expuestas bajo otro aspecto.

Doy así una base sólida, una gran copa en la que el hombre podrá echar todo cuanto ha sido dicho anteriormente en mi Mensaje, como si fuera un contenido en continuo movimiento y en ebullición constante, convirtiéndose en un Todo, en un conjunto absolutamente homogéneo y perfectamente íntegro. Con ello, el hombre adquirirá una visión general, inmensa y absolutamente armoniosa, de ese grandioso acontecimiento, desconocido por él hasta ahora, en el que está inherente su propia evolución y existencia.

Intente el auditor y el lector imaginarse el cuadro que a continuación describo:

La Vida, la verdadera Vida, es algo absolutamente independiente que existe totalmente por sí mismo. Si no, no podría ser calificado de “vida”. Ahora bien, eso sólo se da en Dios, y como, a excepción de Dios, nada está verdaderamente “vivo”, sólo El posee la fuerza que reside en la vida. Por consiguiente, únicamente Él es también la fuerza originaria, tantas veces mencionada, la “Fuerza” absoluta. Y en la Fuerza reside asimismo la Luz. La expresión “Luz originaria” es, pues, falsa, lo mismo que la expresión “Fuerza originaria”, pues no existe sencillamente más que una Luz y una Fuerza: ¡Dios!

La existencia de Dios, de la Fuerza, de la Luz, en resumen: de la Vida, exige ya, por sí misma, las creaciones. Pues la Luz viva — la Fuerza viva — no puede impedir la emisión de irradiaciones, y esas irradiaciones contienen, a su vez, todo lo requerido para la creación. Pero esa irradiación no es la Luz misma.

Por lo tanto, a excepción de Dios, todo lo existente tiene su origen en las irradiaciones divinas: efecto natural de la Luz, el cual ha existido siempre, desde la eternidad.

Naturalmente, la intensidad de las radiaciones es más grande en las proximidades de la Luz, de manera que allí no puede haber más movimiento que el progresivo, absoluto y riguroso, propio de las irradiaciones. Según esto, la Luz emitida por Dios se propaga hasta lejanías fabulosas, cuya inmensidad el espíritu humano es incapaz de concebir.

Pero allí donde ese impulso absolutamente progresivo — similar a una prodigiosa y continua presión — cede un poco, el movimiento, hasta entonces exclusivamente progresivo, se convierte en giratorio. Este movimiento giratorio se debe a la simultánea acción atractiva de la Fuerza viva, la cual atrae nuevamente todo lo proyectado fuera de los límites de la irradiación integral, y lo arrastra hasta el punto donde domina únicamente el movimiento progresivo. Así surgen los movimientos giratorios en forma elíptica, puesto que ya no se trata de un movimiento propio, sino que es infundido por una propulsión centrífuga que lleva más allá de un cierto límite, a la que sigue una tracción centrípeta ocasionada por la acción atractiva latente en la Fuerza, esto es, en el mismo Dios.

A esto hay que añadir la influencia de la disociación de la irradiación en género positivo y género negativo, disociación que se efectúa al abandonar la incandescente esfera divina.

En el curso de esos movimientos giratorios en que ha disminuido la enorme presión de la irradiación inmediata, se produce también, como algo natural, un ligero enfriamiento, de donde resulta, a su vez, una cierta sedimentación.

Esa sedimentación va descendiendo, va alejándose poco a poco de la potente irradiación originaria. Sin embargo, se mantiene bajo la influencia de la fuerza que todo lo atraviesa, si bien aún posee suficiente fuerza propulsora propia de la irradiación, por lo que vuelven a formarse nuevos movimientos giratorios, que se mantienen dentro de límites distintos pero perfectamente definidos. Así va sucediéndose una sedimentación tras otra, un plano de movimientos elípticos tras otro, los cuales dan lugar a concentraciones y, por último, a formas cada vez más compactas, cada vez más alejadas de la irradiación inicial y de su enorme presión propulsora.

Las gradaciones que resultan de ahí constituyen planos en los que se reúnen y se fijan géneros determinados por el grado de enfriamiento. Esos planos o géneros han sido ya descritos en mi Mensaje, y son: en primer lugar, en lo más elevado de la creación, el plano fundamental: la espiritualidad, a la que siguen la sustancialidad, la materialidad etérea y, por último, la materialidad física con todas sus múltiples gradaciones. Es natural que los géneros más perfectos sean también los más elevados, los más próximos al punto de partida — al cual se asemejan más que ningún otro — pues la atracción de la Fuerza viva ha de actuar sobre ellos más intensamente.

Como ya he dicho, la inconcebible acción de la irradiación de la Luz ha existido siempre, desde toda la eternidad.

Pero Dios no permitió que esa irradiación actuase y se propagara más allá del límite en que la corriente absolutamente propulsora dejará de ser rectilínea, de suerte que la pura irradiación divina quedara exenta de enfriamientos y de sus correspondientes sedimentaciones, y pudiera conservar toda la claridad de su luminosidad. Eso constituyó, junto con el mismo Dios, la eterna esfera divina. En esa claridad no podía darse jamás enturbiamiento alguno y, por consiguiente, tampoco una desviación o modificación. Sólo era posible una perfecta armonía con el origen, con la propia Luz. Esa irradiación está inseparablemente unida a Dios, pues es la emanación natural de la Fuerza viva y, por tanto, imposible de evitar.

A esa esfera divina, sometida a la presión propia de la inmediata proximidad de la Fuerza viva, presión que es inconcebible para el espíritu humano, pertenece también la originaria Mansión del Grial: el punto de anclaje más externo, el límite de la esfera divina, susceptible de ser considerado también como el polo opuesto y terminal. Así, pues, aún se encuentra dentro del círculo de la divinidad, lo que significa que se ha conservado inmutable desde la eternidad y seguirá manteniéndose eternamente, pese a que, un día, la creación quedara reducida a escombros.

Así ha sido desde la eternidad. Esto resulta inconcebible para el espíritu humano.

En el preciso instante en que Dios, por Su Voluntad, pronunció las grandiosas palabras: “¡Hágase la Luz!”, los rayos traspasaron los límites impuestos hasta entonces y penetraron en el tenebroso universo infundiendo movimiento y calor. Tal fue el comienzo de la creación, que hizo nacer al espíritu humano y debía servirle de patria.

Dios, la Luz, no tiene necesidad de esa creación. Si El limitara de nuevo esa irradiación a lo imprescindible, de modo que sólo subsistiese la esfera de la pureza divina, imposible de ser empañada, habría llegado el fin para todo lo demás, también para la existencia del hombre, que no puede ser consciente más que ahí.

La inmediata irradiación de la Luz sólo puede generar perfección. Sin embargo, las variaciones de esa presión inicial, ocasionadas por el progresivo alejamiento, producen alteraciones en esa perfección originaria; pues, a medida que aumenta el enfriamiento, ciertas partes se desprenden y se fijan. La Pureza perfecta exige la máxima intensidad de la presión de la irradiación divina, y eso nada más es posible en la proximidad de Dios. La presión genera movimiento, de donde resulta calor, ardor, incandescencia.

Ahora bien, la presión es solamente una manifestación de la Fuerza, pero no la Fuerza propiamente dicha, al igual que las irradiaciones sólo surgen por efecto de la presión de la Fuerza, sin ser la Fuerza misma. De aquí que las radiaciones en la creación tampoco sean más que consecuencias del correspondiente movimiento, el cual, a su vez, tiene que regirse por la respectiva presión. Por tanto, en la parte de la creación que no existan irradiaciones, tampoco existirá movimiento ninguno, o, como dicen erróneamente los hombres, “no habrá vida”. En efecto: todo movimiento expide radiaciones, mientras que la inacción es la nada, la inmovilidad, lo que los hombres llaman muerte.

También el Juicio Final consistirá solamente en un aumento de la presión de un rayo divino trasmitido por un mensajero de Dios encarnado en la materialidad física, al cual le habrá dado Dios una chispa de Su Fuerza viva. La presión de esa viva chispa de fuerza, que, como es natural, no puede ser tan intensa como la inmensa presión de la Fuerza viva en el mismo Dios Padre, podrá ser resistida únicamente por lo que vibre en conformidad con las leyes en que se manifiestan los efectos de la Fuerza de Dios. Todo eso será fortalecido, pero no llegará a ponerse incandescente, pues la radiación de la fuerza de la chispa no será suficiente para conseguirlo.

Pero todo elemento perturbador será sacado de quicio, quedará privado de sus falsos movimientos, será destrozado, aniquilado, para lo cual resultará suficiente perfectamente la radiación de la fuerza de la chispa. De este modo, el gran Juicio de Dios se efectuará, automáticamente y no quedará supeditado a la arbitrariedad del enviado divino. Todo tendrá lugar de manera sencilla, basándose en la ley de la radiación, consecuencia ineludible de la irradiación de la Fuerza divina, pues todo lo que se mueve como es justo, ya sean pensamientos u obras, irradia, en la materialidad física, color violeta.

En cambio, lo tenebroso, lo que procede del mal o tiende a él, ya sea de pensamiento o de deseo, es de un amarillo turbio. Estos dos colores son los elementos decisivos para el Juicio. De la intensidad de un acto volitivo o de una acción depende también que las irradiaciones sean débiles o intensas. Junto con el enviado de Dios, llegará un inalterado rayo de Luz a la creación y, por tanto, también a la Tierra. La Luz divina conforta y enaltece a lo bueno, es decir, a todo lo terrenal de color violeta, mientras que lo terrenal de color amarillo turbio es desintegrado y aniquilado por ella.

Según la mayor o menor intensidad de un acto volitivo o de una acción, así será la irradiación potente o débil, y de ello dependerá también la naturaleza e intensidad del efecto justiciero del divino rayo de Luz, infaliblemente justo.

Puede decirse muy bien que la creación está circundada y atravesada por un gigantesco haz de rayos multicolores. Pero esas radiaciones son solamente manifestaciones de los diferentes movimientos, que tienen su razón de ser en la presión de la Fuerza viva de Dios. En otras palabras: Dios sostiene la creación mediante Su Fuerza viva. Todo eso es exacto, sea cual fuere la forma de expresión elegida a tal respecto, aunque, sise quiere sacar algún provecho de ello, es preciso conocer exactamente el verdadero origen y el proceso de la evolución.

En la esfera divina, también el máximo grado de calor supone una incandescencia, mientras que, al ir disminuyendo ese calor, van apareciendo distintas coloraciones y, con el enfriamiento, todo se vuelve más y más denso.

Siguiendo mis explicaciones en estos términos terrenales, diré que el espíritu humano nunca puede ponerse incandescente, pues su origen se sitúa en una esfera donde la presión ya había disminuido, por lo que jamás será capaz de generar ese supremo grado de calor. Según esto, el espíritu humano es, por su origen, de una naturaleza incapaz de soportar ese máximo grado de la Fuerza. Puede decirse también que lo espiritual puede nacer y llegar a ser consciente de sí mismo solamente a partir de un cierto grado de enfriamiento. Esa esfera de donde emanó el “espíritu” es también una sedimentación de la esfera divina y, como todas las demás, hubo de formarse a consecuencia de un ligero enfriamiento.

Pero todo fue extendiéndose gradualmente. La primera sedimentación de la esfera divina constituyó la espiritualidad originaria, de la que son oriundas las criaturas originarias, y de cuya sedimentación se formó la esfera en que los espíritus humanos pueden evolucionar. La sedimentación de ésta dió lugar a la sustancialidad, de la que se desprendió la materialidad etérea, y de ésta, en último término, la materialidad física. Pero cada una de esas esferas fundamentales — también la divina — poseen numerosas gradaciones intermedias: puntos de transición que han de hacer posible el enlace.

Es fácilmente comprensible que la primera sedimentación de la esfera divina fuera también la de más rico contenido, por lo que pudo adquirir inmediatamente la consciencia de sí misma y dió forma a las criaturas originarias, mientras que la sedimentación que sigue a ella ya no es tan potente y ha de evolucionar lentamente hasta adquirir la consciencia. En esta esfera tuvieron su origen los espíritus humanos.

Dada la mayor riqueza de contenido de su género, las criaturas originarias se encuentran en el punto más alto de la creación, puesto que constituyen la primera sedimentación de la esfera divina, en tanto que los espíritus humanos tuvieron principio en la sedimentación siguiente y, como es evidente, aun cuando lleguen a su plena madurez, nunca podrán elevarse hasta el nivel de las criaturas originarias, cuyo género es mucho más rico en contenido, sino que habrán de quedarse a la altura de su propio género.

Para ascender más alto les falta algo imposible de ser repuesto, a no ser que les sea añadido directamente por la Fuerza viva de Dios, cosa que no puede suceder por vía normal, sino solamente por mediación de una parte viva de Dios desplazada a la creación, pues entonces, la fuerza verdaderamente viva propia de esa parte divina neutralizaría el enfriamiento de la irradiación, imposible de evitar en cualquier otra forma de transición. Por consiguiente, Él es el único que está en condiciones de conferir al espíritu humano Su inmediata y propia irradiación, lo que le permitiría franquear los límites de la región de las criaturas originarias.

Al ser proyectada la irradiación más allá de los confines de la esfera divina, es decir, al tener comienzo la creación, la eterna Mansión del Grial, situada en la periferia de dicha esfera divina, se agrandó por la parte más espiritual de la creación, de modo que las criaturas originarias pueden entrar también, por su lado, en el nuevo recinto de la Mansión situado en la espiritualidad, pero sólo hasta el límite impuesto por su propio género.

Un paso más arriba, o sea, dentro ya de la esfera divina, significaría para ellas la pérdida de la consciencia y la extinción por incandescencia … suponiendo que pudiesen dar ese paso. Pero eso no es posible, pues la presión de la esfera divina, mucho más intensa e inadecuada para ellas, las repelería, o, dicho de otro modo, la presión no las dejaría entrar. Les impide el acceso de la forma más natural, sin que suceda nada más.

Una cosa similar sucede a los espíritus humanos evolucionados, respecto a las criaturas originarias y a su plano de residencia.

Así, pues, la Mansión del Grial es, con su anexo espiritual, el punto de transición entre la esfera divina y la creación; y el Hijo del Hombre, el Rey del Grial, es el único mediador que puede pasar desde la creación a la esfera divina, pues Su naturaleza original es el lazo de unión entre lo divino y lo espiritual. Por esta razón, tenía que establecerse el misterio de esta unión.

Mucho más abajo de esa Mansión del Grial y de la región de las criaturas originarias, se encuentra el Paraíso: el punto más alto y más hermoso para los espíritus humanos que, a fin de alcanzar su madurez conforme a la Voluntad divina, se hayan sometido a las leyes de las irradiaciones de ésta.

No voy a entrar ahora en detalles, para no extenderme demasiado en esta descripción de los acontecimientos. Sobre este particular, he de publicar otros libros en provecho de la ciencia, para el estudio de acontecimientos aislados, tales como la evolución de las distintas esferas, sus influencias mutuas, etc. No se debe pasar nada por alto, pues eso sería una laguna que impondría un inmediato detenimiento al saber humano.

Así, pues, cuando, después de una larga peregrinación y por su estado de madurez, un espíritu humano regresa a los límites determinados por su naturaleza, es decir, hasta el punto donde la presión empieza a ser más intensa, no puede inflamarse más de lo que ya le ha permitido su completa madurez. La mayor presión de una fuerza más potente provocaría la fusión y la combustión de su esencia; el mayor grado de calor la trasformaría, con lo que su Yo sería aniquilado. Entonces, ya no podría subsistir como espíritu humano, sería destruido, consumido por la incandescente Luz, y, ya dentro de la región de las criaturas originarias, perdería la consciencia por efecto de la mayor presión allí reinante.

Por lo tanto, la Luz incandescente, o sea, la irradiación de Dios, en la que sólo lo divino puede existir conscientemente, lleva inherentes todos los componentes fundamentales de la creación, los cuales, en el curso del lento enfriamiento que sobreviene al descender, van depositándose, adquieren forma por el movimiento y, una vez formados, se reúnen, pero sin poder fusionarse entre sí nunca más, pues falta la presión necesaria. En cada grado de enfriamiento tiene lugar un cierto desprendimiento que queda detenido. En primer lugar, la divinidad; más tarde, la espiritualidad, y luego la sustancialidad, hasta que, por último, sólo continúa descendiendo la materialidad etérea y la materialidad física.

Según esto, la creación es, propiamente hablando, la sedimentación de la irradiación de la Luz viva producida por el enfriamiento progresivo de la Luz incandescente. Lo espiritual y lo sustancial no pueden cobrar forma y llegar a ser conscientes más que a un grado de enfriamiento perfectamente definido, lo que equivale a una determinada reducción de la presión de la irradiación de Dios.

Al hablar yo aquí de disolución o licuación del espíritu humano bajo la excesiva presión de la irradiación de la Luz, no se debe ver en ese límite algo parecido al Nirvana de los Budistas, como éstos pudieran entender, tal vez, a la vista de mis explicaciones. Mi explicación presente no se refiere más que a los eventos en sentido descendente empezando por la Luz, mientras que el Nirvana es considerado como el punto culminante del camino hacia arriba.

En ese punto, un gran cerrojo impediría la entrada. Pues, para poder ascender de la Tierra al reino espiritual, al Paraíso, en cuyo extremo límite está situado dicho punto culminante, todo espíritu humano ha de ser ya un “Yo consciente”, esto es, ha de poseer ya la perfecta madurez, pero no la madurez desde el punto de vista humano, sino conforme a la Voluntad divina. De otro modo, no podrá entrar en ese reino. Ahora bien, cuando haya logrado ese estado de maduración y se haya convertido en un espíritu consciente de si mismo, será obligado a detenerse ante los límites de la esfera divina, rechazado por la mayor presión de ésta. No podrá seguir adelante, y tampoco lo deseará. Nunca sentiría gozo en la esfera divina, pues allí ya no podría ser espíritu humano, se desharía, mientras que en el reino espiritual, en el Paraíso, encontrará gozos eternos, y, lleno de gratitud, no se le ocurrirá jamás desear ser disuelto por completo.

Además, en su estado de máxima madurez, resulta necesario para el encumbramiento y perfeccionamiento de los planos situados más bajos que él, los cuales, por proceder de sedimentaciones posteriores, pueden soportar mucha menos presión. Allí, el espíritu humano es el más grande, porque soporta e incluso necesita una presión más grande. —

Por tanto, en esas bajas regiones, la misión del espíritu humano es procurar — dentro de lo posible y con ayuda de la fuerza que mora en él — que todo lo inferior a él se abra a las influencias de las puras irradiaciones de la Luz, actuando así de mediador permeable a una presión más elevada, y prodigando bendiciones sobre todo lo demás, por serle dado soportar y trasmitir a su alrededor esa elevada presión que purifica y elimina todo lo impuro.

Pero, por desgracia, el hombre ha administrado mal en ese sentido. Cierto que en la creación ha evolucionado todo lo que había de evolucionar hasta la época actual obedeciendo a los dictados de la presión o impulsión, pero ha evolucionado erróneamente, porque el hombre no sólo fracasó en esto, sino que además impuso una falsa dirección, conduciendo hacia abajo en vez de hacia arriba. Por esta razón, todas las cosas se convirtieron en odiosas caricaturas y no en bellezas naturales.

Ahora bien, ser natural significa elevarse, aspirar a alcanzar la cumbre obedeciendo a la atracción de la Fuerza viva. Pues todo lo natural tiende exclusivamente hacia arriba, como la hierba, como la flor, como el árbol. Pero así todo lo sometido a la voluntad humana no guarda, por desgracia, más que un parecido externo con lo que debía promover.

Así tenemos, por ejemplo, que la rica vida interior puede ser confundida, a simple vista, con la vaciedad que se manifiesta en forma de indiferencia. En sus exterioridades, también la pura veneración de toda belleza se parece, al principio, a la baja lascivia, pues ambas muestran un cierto grado de exaltación, con la diferencia de que una es auténtica y la otra ficticia, empleada únicamente como medio para el fin. Del mismo modo, el verdadero atractivo personal es reemplazado por la coquetería; la ambición aparenta ser abnegación. Y así acontece con todo lo que el hombre ha cultivado. Sólo muy raras veces, sus caminos conducen a la Luz. Casi todo tiende a las Tinieblas.

Es preciso acabar con todo esto, a fin de que, de esta Sodoma y Gomorra, surja ahora el reino de Dios sobre la Tierra, y todo se dirija, por fin, al encuentro de la Luz, para lo que el hombre ha de ser mediador.

— — —

De la Luz misma, de Dios, no hablaré aquí. ¡Es una cosa demasiado sagrada! Además, el hombre no podría comprenderlo nunca. Tiene que contentarse eternamente con saber que Dios es.

* * *




EN LA LUZ DE LA VERDAD

MENSAJE DEL GRIAL

por Abd-ru-shin

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Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der

Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:

español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio

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