43. EL DULCE HOGAR
MILES SON las ataduras en las que los hombres se enredan con aparente comodidad. Sólo quienes sienten interiormente la ley divina del movimiento espiritual y se afanan en despertar, experimentan esas ligaduras de manera extraordinariamente dolorosa, porque únicamente se rompen cuando el que está prisionero en ellas intenta liberarse.
Y sin embargo, esa acción de liberarse
es lo único que puede traer la salvación del hundimiento en el mortal sueño
espiritual.
Hoy, apenas lograréis comprender
perfectamente mis palabras en toda su tajante veracidad, porque, en estas
cosas, la humanidad se ha encerrado estrechamente en sí misma y apenas sí puede
tener aún la posibilidad de obtener de ellas una libre perspectiva o de
conseguir una total comprensión.
De ahí que, ahora, esas ligaduras
vayan a ser cortadas por la Justicia
divina. Si no puede ser de otro modo, serán hechas trizas pese a todo lo
doloroso y a cuantos tormentos haya de causar a los hombres. Sólo después de que esas ligaduras o ataduras
sean extirpadas y se conviertan en despojos, estaréis en condiciones de
comprender mis palabras debidamente, lo que os dará una espantosa visión
retrospectiva de la falsa manera de pensar que habéis tenido hasta el momento
actual.
No obstante, de entre los
numerosos ejemplos existentes, voy a exponer algunos pequeños que, tal vez,
puedan daros una idea de todo esto:
Contemplad, pues, conmigo, la
vida humana actual:
Bien está que los hijos sean
fielmente protegidos, vigilados y guiados durante su infancia. Bien está que,
mediante una adecuada formación, se dé a la juventud los medios apropiados para
su caminar por la existencia terrenal.
Pero a cada individuo se le debe
permitir e, incluso, dar la
oportunidad de que, desde los primeros comienzos, se abra paso él solo hacia arriba. No se le ha de
poner todo fácil desde un principio.
Dándolo todo hecho o
facilitándolo, se corre el inminente peligro de incitar a la pereza espiritual.
Y eso es lo que ha venido sucediendo hasta nuestros días, en los círculos
familiares mejor intencionados.
Ya constituye un veneno para el
espíritu humano que, de niño, sea educado en la creencia de que tiene derecho a
los bienes terrenales adquiridos por sus padres.
Me refiero aquí a los daños en
sentido puramente espiritual, que es lo más
importante en todas las actividades humanas. Es preciso que, en el futuro,
el ser humano tenga esto siempre presente, si es que él y las circunstancias
que le rodean deben sanar realmente.
Pero una modificación a tal
respecto también transformaría muchas cosas y eliminaría muchos peligros bajo
el punto de vista terrenal. Tal
sería, por ejemplo, que, hasta una cierta edad, el hijo tuviera derecho legal a
disfrutar de la protección y cuidados de los padres, así como de la
correspondiente educación, pero que fuera cosa exclusiva del libre albedrío de
los padres el uso que quisieran dar a sus bienes personales.
¡Qué distintos serían muchos
hijos sólo por eso! ¡Cuánto más grande habría de ser el esfuerzo personal! ¡Cuánto mayor sería la
seriedad puesta en las cosas de la vida terrenal! ¡Cuanto más esmerada sería la
aplicación! Y, sin dejarlo para lo último, cuánto más amor hacia los padres,
que no sería tan interesado como suele serlo actualmente.
Los sacrificios de los padres
adquirirían, así, un valor mucho más alto, ya que serían hechos realmente por
amor, mientras que, hoy día, esos sacrificios no suelen ser apreciados por los
hijos, sino que éstos los esperan e, incluso, los exigen como algo
completamente natural, sin que esos dones sean capaces de causar una alegría
verdadera.
Una modificación a tal respecto
contribuiría, sin más, a educar seres humanos más valiosos, más conscientes de
sí mismos, con un espíritu más fuerte y una fuerza de acción más intensa.
Pero también se evitarían muchos
delitos si no existiera ningún derecho de
posesión sobre bienes personales de otro.
Para los hijos, resulta más
natural tener que conquistar el amor de sus padres, que apelar a la filiación y
a los derechos que ésta les confiere, la cual tiene, de todos modos, un
significado muy diferente de lo que hoy se supone, puesto que los hijos deben
de estar agradecidos de que sus padres les hayan dado la oportunidad de
encarnarse en la Tierra, aun cuando las condiciones de remisión y progreso sean
recíprocas, como acontece en todo lo que supone un cumplimiento de las leyes
divinas.
En realidad, todos esos hijos son
espíritus extraños a sus padres; son personalidades
propias que sólo pudieron ser atraídas, con vistas a la encarnación, por su
afinidad o por cualquier otra relación anterior.
Los padres terrenales ofrecen
protección y ayuda durante el tiempo necesario al espíritu para estar en
condiciones de dirigir, con integridad y bajo su entera responsabilidad, su
nuevo cuerpo físico. Pero, entonces, el ser humano tiene que quedar
completamente a merced de sí mismo; pues, de lo contrario, nunca podrá
fortalecerse tanto como le es provechoso en la inmensa vibración de las leyes
de Dios. Debe luchar y encontrar
resistencias, para que, al superarlas, se eleve espiritualmente y ascienda cada
vez más alto.
Ahora bien, una modificación del
actual concepto de los derechos de los hijos respecto a los bienes de los padres,
tendría muchas más consecuencias que las ya mencionadas, a condición de que los
dirigentes gubernativos realicen una constructiva actividad orientada al
provecho del pueblo, y tomen la iniciativa para ayudar a padres e hijos.
También el carácter emprendedor
de cada uno debe de desarrollarse de otra manera. Hoy día, muchos son los seres
humanos que procuran aumentar sus bienes más y más, con el único fin de
proporcionar una vida más cómoda a sus hijos; es decir, para dejárselos en
herencia. Todos los usos y costumbres están orientados exclusivamente hacia ese
fin y constituyen la base de la egoísta acumulación de bienes terrenales.
Aun cuando eso no llegara a
desaparecer por completo, ya que siempre habrá quien ponga ese fin como base de
toda su actividad en la Vida, sin embargo, también serían numerosos los que
darían a su actividad terrenal un sentido más elevado y más general, para
bendición de muchos.
Entonces, desaparecerían los
inmorales matrimonios de conveniencia, así como, también, la impostura de la
deplorable caza de dotes. De ese modo, serían eliminados automáticamente
numerosos males y, en su lugar, se instauraría la salud. La honradez del
sentimiento íntimo ganaría en autoridad, y los matrimonios serían sinceros. Desde un principio, se
procedería a la unión conyugal con mucha más seriedad.
A la juventud se le debe dar
ocasión de verse obligada a desplegar
sus fuerzas espirituales para cubrir las necesidades de la Vida, y no
contentarse solamente con ofrecerle la posibilidad de hacerlo. Únicamente eso
sería lo justo, porque, entonces, sólo entonces, esa juventud progresaría espiritualmente, ya que su
espíritu habría de moverse.
Pero, en lugar de eso, a muchos
hijos se les facilita demasiado — por parte de los padres o de cualquier otro
familiar — ese camino que es, precisamente, tan necesario para su salud
espiritual: se lo ponen lo más cómodo posible
al interesado. ¡Y a eso se le llama sentido de la familia, amor o, también,
deber familiar!
No voy a enumerar los daños que,
pese a la mejor voluntad, resultan de ahí; pues, de cuando en cuando, hasta el
hombre bueno necesita impulsos externos e imposiciones que le fortalezcan.
Sería muy raro que se sometiera voluntariamente
a circunstancias que le obligasen a emplear todas sus fuerzas espirituales,
para hacerse dueño de la situación y solventarla del mejor modo. Si le es dado
elegir, elegirá, en la mayoría de los casos, el camino más cómodo, el que más fácil le resulte, aun cuando eso no le
proporcione ningún provecho espiritual.
En cambio, si, con esfuerzo y
aplicación, consigue elevarse sobre el plano terrenal por sus propios medios;
si todo lo conseguido ha sido consecuencia de su trabajo, aumenta su propia estimación y la confianza en sí
mismo.
Entonces, sabrá apreciar mejor la
propiedad en su sentido real, apreciará el trabajo y la menor satisfacción,
dando el valor justo a los favores de los demás y pudiendo alegrarse mucho más
vivamente que aquel a quien todo se le viene a las manos sin esfuerzo ninguno,
y que no tiene necesidad de emplear su tiempo más que en buscar distracciones.
Es preciso estimular una sana ambición si se quiere ayudar
realmente. No se debe permitir que, sin imponer ciertos deberes, se vengan a
las manos de uno cualquiera los frutos
que otro ha adquirido con su esfuerzo.
Naturalmente que, si quieren, los
padres pueden seguir dándoselo todo a sus hijos. También pueden, por un amor
mal entendido, sacrificar por ellos el sentido y el tiempo de toda su
existencia terrenal: pueden hacerse esclavos suyos, porque para eso disponen de
libre albedrío; pero comoquiera que no hay ninguna ley terrenal que les obligue
a ello, ellos solos llevan, en el
efecto recíproco de la Voluntad de Dios, la absoluta responsabilidad de su
propia negligencia en la creación, así como también, en parte, del daño
espiritual ocasionado a los hijos con ese proceder.
Los seres humanos no están en la
Tierra para ocuparse de los hijos ante
todo, sino para ocuparse de sí
mismos, a fin de poder madurar y fortalecerse espiritualmente. Sin embargo,
por un amor equivocado, esto no ha sido tenido en cuenta. ¡Sólo los animales
viven aún conforme a la ley!
Considerad minuciosamente las
costumbres familiares:
Dos seres humanos van a contraer
matrimonio: quieren fundar su propio hogar, para caminar juntos por la
existencia terrenal, y se prometen entre sí.
La promesa de matrimonio es,
pues, el primer paso hacia el enlace matrimonial. Es una promesa recíproca y un
lazo que se tiende, de suerte que, por razón de esa promesa, se pueda proceder
a hacer los primeros preparativos para el hogar.
Así pues, una promesa matrimonial
no es otra cosa que un motivo material para la formación del nuevo hogar;
significa que se puede empezar a adquirir lo materialmente necesario a tal fin.
Pero ahí ya entran en juego
rápidamente costumbres equivocadas:
En realidad, esa promesa
matrimonial es algo que sólo concierne a las dos personas que quieren fundar
conjuntamente un hogar. Que las familias o los padres también tomen parte en la
adquisición de todo lo que se necesita materialmente para ese hogar, es algo
completamente aparte que, para ser justo, debería conservar un carácter
puramente externo. Pueden regalar lo que quieran o ayudar de cualquier forma.
Pero todo eso sigue siendo externo y
no tiende lazos, no anuda ningún hilo kármico.
Ahora bien, la promesa
matrimonial debería constituir el último límite, el límite extremo de todas las relaciones familiares. Así como el fruto
maduro cae del árbol cuando el uno y el otro pretenden cumplir el fin de su
existencia, sin perjudicarse mutuamente, así también el ser humano, al llegar a
su madurez, ha de separarse de la familia, de los padres; pues, lo mismo que
él, éstos también tienen sus propios
deberes.
Pero las familias lo ven de otro
modo, incluso tratándose de ese momento crítico
en que dos seres humanos se encuentran y se prometen. A menudo, se
atribuyen derechos ficticios que no tienen en absoluto.
Únicamente por la Fuerza de Dios
se les ha dado cada hijo, ese hijo que ellos desearon, ya que, de no ser así,
no habrían podido tenerle. Es, sencillamente, un cumplimiento del deseo
manifestado en la íntima unión de dos seres humanos.
No tienen ningún derecho sobre
ese hijo que se les ha prestado solamente y que nunca será de su propiedad.
También se les quitará sin que ellos puedan retenerle o sin ser preguntados
previamente. Ahí pueden ver claramente que la Luz, origen de toda vida, no les
ha dado derecho ninguno sobre él.
Que, hasta la edad madura del
hijo, los padres hayan de asumir ciertos deberes, es cosa completamente natural
y una compensación por el cumplimiento de su deseo; pues no habrían tenido ese
hijo si ellos no hubieran dado ocasión para ello, lo que, bajo el punto de
vista de las leyes originarias de esta creación, supone tanto como un ruego.
Mas esos deberes también tendrán como compensación la alegría que proporcionan
si son cumplidos debidamente.
Sin embargo, los padres están
obligados a dejar que todo ser humano, al llegar a la edad madura, recorra sus caminos, que no son los suyos.
De todas formas, al efectuarse la
promesa matrimonial y el matrimonio, los dos seres humanos abandonan a sus familias para unirse entre sí y constituir su
propio hogar. Pero, en lugar de eso, ambas familias se imaginan que, por esa
promesa matrimonial y por ese casamiento, también ellas han quedado unidas
mutuamente, como parte inherente, a pesar de que, considerándolo de manera
absolutamente objetiva, ese no es el caso y ya el mismo pensamiento resulta un
tanto extraño.
Una promesa matrimonial entre dos
personas no aumenta el círculo familiar, proporcionando una hija más a una
familia, y un hijo a la otra, sino que ambos individuos se unen ellos solos, y no tienen la menor
intención de arrastrar tras de sí a sus actuales y respectivas familias.
Si los hombres pudiesen hacerse una idea de los perniciosos efectos que
habrán de surtir obligadamente esas
singulares opiniones y costumbres, acaso se abstuvieran de ellas por propia
iniciativa; pero no saben cuántos males ocasionan con ello.
Las falsas costumbres no se
imponen sin crear ligaduras en la materialidad física sutil. Numerosos hilos se
ciñen alrededor de la pareja que se dispone a crear un hogar propio, y esos
hilos obstaculizan, se enlazan y se anudan más y más con el tiempo, llegando, a
menudo, a ocasionar cosas desagradables cuyo origen no aciertan a explicarse
los humanos, a pesar de que ellos mismos han sido los causantes, por esas
costumbres que, con frecuencia, rayan en los ridículo y en la impertinencia, y
en las que siempre falta la verdadera
y profunda sinceridad.
Se puede decir, sin exageración,
que la sinceridad falta siempre; pues
el que comprenda realmente la gravedad de la unión de dos seres humanos — unión
consumada con la promesa matrimonial y el matrimonio propiamente dicho — echará
lejos de sí las costumbres familiares en uso y preferirá tener unas horas de
sereno recogimiento interior, lo que conduce a una feliz vida en común, mucho
más eficazmente que todas esas malas costumbres; pues no puede decirse que sean
buenas.
Una vez hecha la promesa
matrimonial, si las circunstancias lo permiten y según las posibilidades de
cada uno, se amuebla, para la pareja, un hogar que, desde un principio, no deja
mucho que desear, de modo que una gozosa ascensión queda excluida de antemano o, al menos, por un cierto tiempo, ya que se
ha pensado en todo y no falta nada.
Se priva, a la pareja, de toda
posibilidad de embellecer ellos mismos su hogar con adquisiciones hechas personalmente con aplicación y
diligencia. Se les priva de la alegría de proponerse, como fin terrenal,
perfeccionar entre los dos su propio
hogar, para después, con satisfacción y amor, apreciar cada objeto personal
adquirido por ellos, en el que se acumularán los recuerdos de alguna palabra
cariñosa, de tantas luchas como han librado valientemente uno al lado del otro
y, finalmente, de tantos momentos de apacible felicidad.
De esa alegría se priva a muchos
desde un principio, y se anda mirando de poner la casa lo más confortable posible. Pero esos dos seres
humanos siempre se sentirán extraños dentro de ella, mientras no tengan objetos
que ellos mismos hayan adquirido.
No necesito deciros mucho más
sobre este particular, ya que, tanto si queréis como si no, con el tiempo,
vosotros mismos os percataréis de lo falso y, sobre todo, de lo nocivo que es
todo eso, tanto en lo espiritual como en lo terrenal; pues también eso tiene
que acabar por adquirir una forma nueva y justa, como muy claramente lo indican
las leyes divinas.
¡Hombres! ¡Dad a los jóvenes
enamorados la posibilidad de realizar sus propias
aspiraciones! Sólo eso les
proporcionará una alegría duradera, puesto que aumentará su propia estimación y
la confianza en sí mismos, con lo que despertaréis el sentimiento de la
responsabilidad personal y obraréis, así, rectamente.
De ese modo, daréis mucho más que si procuráis privarles de todas las
preocupaciones de la Vida o tratáis de facilitárselas lo más posible, con lo
que no haréis sino debilitarles y sustraerles al indispensable fortalecimiento.
¡Enemigos suyos sois, y no amigos
como queréis, si obráis así! Con tantos cuidados y aligeramientos, les robáis
más de lo que, tal vez, podáis deducir de mis palabras.
Más de uno se sentirá
dolorosamente impresionado por esto; pero sepa que le aparto de una fosa común
al librarle de ese falso y pernicioso sentido de la familia, que paraliza
espiritualmente y se ha ido formando, poco a poco, sobre hipótesis
completamente erróneas.
También aquí es preciso que, por fin, todo se renueve; pues perturbaciones de esa
índole resultarán imposibles en esta creación, después de la depuración.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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