44. LOS QUE CREEN POR COSTUMBRE
LLAMARÁ LA ATENCIÓN de los seres humanos, que, con frecuencia, yo tache de fatal a la ilimitada dominación del intelecto y a la gran pereza de espíritu; pero es necesario, porque ambos procesos van unidos inseparablemente y deben de ser considerados como el punto de partida de numerosos males, e incluso como el verdadero origen de las hostilidades contra la Luz, de la regresión y de la caída de los espíritus evolucionados.
Hostiles a la Luz, porque se oponen al conocimiento de
todos los acontecimientos y ayudas procedentes de la Luz, ya que el intelecto
atado a lo terrenal, lo primero que hace, al erigirse en soberano, es romper
retroactivamente la ligazón que posibilita el conocimiento de la Luz, por lo
que el espíritu, rodeado de la envoltura física en que espera llegar a su
evolución, queda encadenado por esa
envoltura que debía estar a su servicio.
En la realidad de sus efectos conformes por completo a las
leyes de la creación, el proceso es tan espantoso como apenas el hombre es
capaz de imaginar; pues la angustia que experimentaría le obligaría a
desplomarse.
Es de un carácter tan terrible porque, precisamente, todo
se ve obligado a evolucionar hacia la
perdición, no pudiendo ser de otro modo desde que el espíritu humano de la
Tierra, en su criminal obstinación puesta en contra de la sacratísima Voluntad
de Dios, dio a su propia evolución una
falsa dirección que da forma a todos los males, bajo la presión de las
espontáneas leyes de la creación, cuyos efectos el hombre no puede reconocer
por habérselo impedido él mismo.
Insensatamente, efectuó un brutal cambio de agujas en el
buen funcionamiento del perfecto mecanismo de la maravillosa obra de Dios, de
manera que, en la marcha posterior, habrá de sobrevenir, como acontecimiento
ineludible, el fatal descarrilamiento del tren de su destino.
Asimismo, ese acontecimiento que atañe, en primer lugar, a
la humanidad terrenal, también pone en peligro, simultáneamente y en mayor
grado, al medio ambiente, el cual no ha tenido participación en el delito,
aunque, de todos modos, siempre ha tenido que padecer por ello y ha sido
detenido en su evolución.
Pensad vosotros mismos, con toda tranquilidad, lo que
supondrá que el intelecto — ese instrumento que el generoso Creador ha dado a
cada espíritu humano de la Tierra, para ayudarle en la indispensable evolución dentro de la materialidad
física — se oponga a su misión y, además, como
consecuencia de vuestra acción, aparte al espíritu de toda ocasión de
unirse con las encumbrantes corrientes de fuerza emanadas de la Luz, en lugar
de someterse al espíritu para servirle, y en vez de propagar la voluntad de la
Luz en el medio ambiente terrenal, ennobleciéndolo más y más, a fin de
convertirlo en el paraíso que debía ser.
Ese delito que el libre albedrío se obstinó en cometer por
ambición y orgullo, es tan inaudito,
que la culpa del perezoso espíritu humano de la Tierra le parecerá, a todo el
que despierte a la vida espiritual, demasiado grande para poder alcanzar
nuevamente el perdón en el Amor del Todopoderoso.
Si ese Amor del Todopoderoso no estuviera unido, al mismo
tiempo, con la perfecta Justicia — por ser Amor
de Dios, que seguirá siendo eternamente incomprendido por los espíritus
humanos — sólo la condenación mediante la eliminación de todas las gracias de
la Luz, y la desintegración sería el merecido sino de los espíritus humanos
terrenales, los cuales, en su orgullosa obstinación, han arrastrado a la
inevitable destrucción a toda una parte de la creación.
Y la Justicia de Dios no puede permitir que una cosa queda
sometida enteramente a la perdición,
mientras brillen en ella pequeñas chispas que no la merecen.
Por consideración a ese reducido número de pequeñas chispas
espirituales anhelantes de Luz, se ha promulgado nuevamente la Palabra del Señor en esa parte de la
creación a punto de descomponerse, a fin de que puedan salvarse los que llevan
en sí una voluntad justa y se aplican verdaderamente
en ese sentido, con todas las fuerzas que aún les quedan.
Pero esa voluntad tiene que estar constituida diferentemente a como se imaginan muchos
de los hombres terrenales que creen en Dios.
La dominación del intelecto excluye totalmente al espíritu
de toda oportunidad de emprender la necesaria evolución. Bien considerado, eso
no sucede por malevolencia del intelecto, sino que es un efecto absolutamente
natural.
El intelecto no hace sino actuar conforme a su género, ese género que no puede menos
de desarrollar hacia el florecimiento y hasta alcanzar el máximo de fuerza
cuando es cultivado exclusivamente y se le emplea donde no procede,
subordinando a él, sin reservas, toda la existencia terrenal.
Y su género está atado
a lo terrenal: nunca podrá ser de otro modo, porque, como producto que es
del cuerpo físico, ha de mantenerse dentro de los límites de éste; ha de seguir
siendo, por tanto, puramente físico-terrenal, pues la materialidad física no
puede engendrar nada espiritual.
La culpa es únicamente del propio ser humano, y estriba en
haber dado supremacía al intelecto, haciéndose, así, su esclavo poco a poco; es
decir, atándose a la Tierra. De ese modo, se perdió, para él, el verdadero fin
de la existencia terrenal: la posibilidad de adquirir el conocimiento
espiritual y de alcanzar la maduración del espíritu. Sencillamente: ya no puede
concebirlo, porque los canales que debían desembocar en él están obstruidos.
Dentro del cuerpo físico, el espíritu se halla como en un saco cerrado por
arriba mediante el intelecto, de manera que no puede ni ver, ni oir nada, por
lo que todo camino hacia él está tan cerrado como el que parte de él.
Que haya podido ser cerrado herméticamente por el intelecto
terrenal se debe al hecho de que la atadura ya se efectuó antes de la madurez corporal; esto es, antes de la adolescencia,
esa edad en la que el espíritu debe proyectarse fuera del cuerpo eficazmente,
para establecer una relación dominante con la materia que le rodea y poder,
así, dar temple a su voluntad.
Sin embargo, en esa época, el intelecto ya ha sido
demasiado cultivado exclusivamente mediante una falsa formación, y mantiene
fuertemente cerrada la envoltura física que rodea al espíritu, de suerte que
éste no puede alcanzar su desarrollo
o la plenitud de su valor.
¡Perniciosa es esa exclusiva formación en que falta la
compensación espiritual! Se le impuso así, al espíritu, un rígido dogma que no podía ofrecerle nada, ni era capaz
de enardecerle con una convicción libre y personal de todo lo relacionado con
Dios, ya que la misma enseñanza está privada de vida y no establece ligazón alguna con la Luz, puesto que el intelecto
del hombre terrenal y su presunción han causado, ya mucha desolación en todas
las doctrinas.
Las enseñanzas dadas hasta el momento sobre el conocimiento
del Creador, descansan sobre bases demasiado débiles o, mejor dicho, demasiado
debilitadas por los humanos, como para poder seguir siendo capaces de ir a la
par con el intelecto, que, mediante cuidados cada vez más solícitos, se
fortalece rápidamente.
La enseñanza destinada al espíritu — es decir, la destinada a intensificar la actividad
sensitiva — siempre se ha mantenido rígida y, por consiguiente, sin vida, de
aquí que nunca haya podido ser asimilada realmente
por el espíritu.
De ese modo, todo quedó reducido a un “aprender” que no podía ser un “vivir experiencias”, por lo que
todo lo que estaba destinado principalmente al espíritu, al igual que todo lo demás, hubo de ser asimilado y
retenido por el intelecto, sin poder
llegar hasta el espíritu. Así, las gotas de agua viva que aún pudieran existir,
también tuvieron que perderse en la arena.
Consecuencia de todo eso fue— como era obligado — que el espíritu no recibió nada y el intelecto lo recibió todo, llegándose así a ese estado en que el espíritu ya no era
capaz de recibir absolutamente nada. Eso trajo consigo la estagnación y la
inevitable regresión del germen espiritual, ya inclinado, de por sí, a la
inactividad por falta de un impulso exterior.
Por falta de actividad y de rozamientos, fue relajándose
más y más, hasta dar lugar al lamentable cuadro que se ofrece actualmente en la
Tierra: seres humanos saturados de sutileza intelectual atada a lo terrenal, y
con espíritus completamente relajados y, en su mayor parte, dormidos realmente.
Para muchos de ellos, el sueño ha pasado, ya, a ser un
sueño mortal. ¡Esos son los muertos que habrán de resucitar ahora,
para ser juzgados! A esos se hizo
alusión cuando fue anunciado: “Vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”. Se
ha de entender por tales a los vivos de
espíritu y a los muertos de espíritu,
pues otros no hay, ya que el cuerpo terrenal no puede ser considerado como
vivo o muerto, siendo así que nunca ha vivido por sí solo, sino que ha sido vivificado por algún tiempo.
¡No conocéis, oh hombres, el peligro en que os halláis! Y
cuando os veáis obligados a reconocerlo,
será demasiado tarde para muchos, pues ya no tendrán fuerza para sacudirse ese
letargo que tan atroces daños ha causado.
Por eso, al considerar las desgracias que asolan a la humanidad,
siempre tengo que recurrir a sus causas primeras: la dominación del intelecto y
la pereza espiritual que ello trae consigo como consecuencia inmediata.
También la mayoría de los que, hoy día, creen en Dios, se
cuentan, en primer lugar, entre los
perezosos de espíritu, los cuales, al igual que los tibios, deberán ser
vomitados en el Juicio Final.
Si, con un poco de voluntad, quisierais examinar debidamente la situación para, después,
sacar las conclusiones pertinentes, veríais con claridad y podríais formaros un
juicio exacto sobre el particular, sin dudas de ninguna especie. Sólo tenéis
que pensar lógicamente — nada más.
Mirad a vuestro alrededor. Ved de qué manera acogen los
hombres de hoy la ampliación del
conocimiento de la creación, tan indispensable para ellos. Eso solo basta,
ya, para que podáis sacar conclusiones de su verdadero estado.
En la actualidad, al hablar de la necesidad de progresar en
el saber espiritual, porque a los
hombres les ha llegado la hora de hacerlo, escucharéis las razones más diversas
con las que se tratará de rechazar la nueva revelación procedente de la Luz.
No voy a citarlas todas: son demasiado numerosas en la
diversidad de sus ramificaciones y no acabaría nunca. Sin embargo, todas son iguales en cuanto al sentido
propiamente dicho, ya que tienen un único
origen: la pereza de espíritu.
Consideremos solamente una de ellas: más de un creyente de
entre los cristianos aparentemente bienintencionados exclamará:
“La Palabra del Mensaje es, en sí, exacta en muchos puntos,
pero no me dice nada nuevo”.
Quien así habla no ha
comprendido ni sabe nada de lo que ha creído haber aprendido, ya, en su escuela
o iglesia hasta el presente. No sabe
nada de eso aunque él se imagine lo contrario; pues, si no fuera así, sabría
que el Mensaje contiene muchas cosas nuevas
por completo, si bien no se oponen, como
es natural, al Mensaje que trajo Jesús, ya que ambos proceden de la misma fuente: la Verdad viva.
Lo nuevo no supone
siempre una negación de lo ya
existente, sino que también puede vibrar en lo antiguo y continuar la edificación, del mismo modo que el propio Mensaje de
Jesús se incorpora al mío. Pero precisamente porque mi Mensaje concuerda totalmente con las veraces palabras de Jesús, muchos
seres humanos tienen el sentimiento de que no hay nada nuevo en él. Ahora bien,
eso se debe solamente a que, en realidad, el Mensaje de Jesús y el mío son uno.
Por esa razón, todo vibra al unísono, salvo lo concerniente a lo que los hombres, en su
pretenciosa astucia, han añadido a las palabras que Jesús pronunció, lo cual es
falso en la mayoría de los casos. Naturalmente que mis palabras no pueden estar
de acuerdo con esas añadiduras o transmisiones mixtificadas, pero coinciden absolutamente con las palabras del
mismo Jesús.
Y ese sentimiento de una vibración idéntica procedente de
un mismo origen — vibración que el espíritu
reconoce pero que permanece inconsciente para el intelecto — incita a los
hombres a pensar sin reflexión que no hay nada nuevo en ello.
Tal es el proceder de una parte de los humanos. Otros, en
cambio, aceptan lo nuevo como algo que ya ha sido dado anteriormente,
considerándolo evidente, porque no conocen debidamente lo antiguo que ellos
creían poseer, de ahí que no sepan en absoluto qué es lo nuevo contenido en mi
Mensaje para ellos.
Y no obstante, no hay ninguna conferencia de mi Mensaje que
no proporcione a los espíritus humanos algo efectivamente nuevo por completo,
algo que ellos no conocían todavía.
Así pues, muchos seres humanos no conocen lo que creen
poseer, ni tampoco lo que se les aporta. Son, también, demasiado perezosos para
acoger en sí, de manera efectiva, algo
de eso.
Sin embargo, para todos aquellos
cuyo espíritu es capaz, al menos, de percatarse de la unísona vibración de ambos mensajes, ese detalle debería ser
precisamente una prueba de que los dos mensajes proceden de una misma fuente.
Pero los perezosos no serán conscientes de ello. No hacen
más que discutir, sin ton ni son, sobre el particular, mostrando, así, el flaco
por el que todos deben de reconocerles como perezosos de espíritu.
Otros creyentes, a su vez, rehusan ampliar su saber porque
suponen o temen que, con ello, pueden hacer algo improcedente. Pero ese miedo
no existe más que en muy pocos casos: se trata sencillamente de la presunción, que está arraigada en la
necedad y sólo puede prosperar en ese terreno; pues la presunción ya es, de por
sí, necedad: no es posible separar una de otra.
Pero, en este caso, se trata de la necedad en sentido espiritual, no en el sentido terrenal;
porque precisamente esos seres humanos considerados, en el plano físico e
intelectual, como especialmente fuertes e inteligentes, están, en la mayoría de
los casos, dormidos espiritualmente y se hallan en la creación como hombres sin
valor ninguno ante Dios, ya que han fracasado en cuanto a su verdadero fin y ya
no están en condiciones de poder crear algún valor para la eternidad mediante
su saber intelectual, o bien no pueden utilizar el intelecto para ese fin.
Pero dejemos a un lado todo lo demás y ocupémonos solamente
de los creyentes cristianos, de los
que muy pocos pueden ser considerados como verdaderos creyentes, pues la mayor
parte de ellos no son más que cristianos de nombre, vacíos interiormente.
Hasta cierto punto, éstos dicen lo mismo que los
mencionados anteriormente, o bien hacen uso de un cierto énfasis teatral que
quiere ser respetuoso temor — o, al menos, así pretenden hacérselo creer a sí
mismos — y afirman:
“Nosotros ya tenemos a nuestro Jesús, a nuestro Salvador;
no le abandonaremos, y tampoco necesitamos más.”
Tal es, aproximadamente, el sentido de todas sus palabras,
si bien las palabras mismas suenan distintas según la persona que las
pronuncia.
Esas reproducciones exactas de los fariseos que Jesús
recriminó tan duramente y con tanta frecuencia, no son, en realidad, más que
perezosos de espíritu y, además, en este caso, los más poseídos de sí mismos. Ya la misma forma de expresarse — tan
repulsiva algunas veces — les caracteriza como tales con toda claridad.
Si sondeáis en los seres humanos de esa especie, os
percataréis de que no llevan en sí ninguna verdadera convicción, sino solamente
una simple y vana rutina que data de
la juventud. En su pereza, no quieren ser molestados más, pues podría causarles
una inquietud espiritual si se ocuparan de ello intensamente.
Procuran eludir cuidadosamente esa inquietud, sin darse
cuenta de que, con ello, pecan contra la importante ley divina del movimiento
espiritual, esa ley que les ofrece tanto la conservación del alma como la del
cuerpo, y cuya actividad — sólo ella — garantiza la ascensión y la posibilidad
de madurar hacia la perfección, a condición de que sea observada.
Eso que ellos toman por grande y que procuran ponerlo a la
vista con orgullo, para darse la ilusión de un apoyo que no poseen en absoluto,
es, precisamente, lo que les servirá de desgracia y perdición.
Si, obedeciendo a la ley, manifestasen, aunque no fuera más
que una vez, un poco de actividad espiritual,
se darían cuenta muy rápidamente de que su fe actual no es tal, sino que es
algo aprendido que se ha convertido
en una costumbre agradable, porque, a excepción de algunas formalidades
externas, no exige nada de ellos y, por
tanto, les resulta cómodo y razonable.
Pero no debieran eludir la inquietud, sino que han de estar agradecidos a ella; pues es la
mejor señal para el despertar de su espíritu, al que, como es natural, ha de
preceder primeramente la inquietud, antes de poder nacer la seguridad de una
convicción real y libre, que sólo puede desplegar su fuerza mediante un examen
serio y minucioso junto con la verdadera experiencia
vivida en espíritu, la cual está estrechamente unida a ese examen.
Donde nace la inquietud se impone la prueba irrefutable de
que el espíritu ha dormido y quiere
despertar. Mas donde tiene lugar una repulsa que hace orgullosa alusión a un
derecho personal sobre Jesús, allí se muestra únicamente que ese espíritu
humano ya ha caído en la agonía que conduce al sueño mortal.
Eso prueba, además, que semejantes
espíritus, precisamente, también habrían rechazado a Jesús y a Su Palabra
durante su época, aferrándose con la misma altanería y el mismo rigor a lo
aprendido hasta entonces, si se les hubiera ofrecido, en aquella necesaria
época crucial, la nueva revelación para que eligieran y decidieran.
Se habrían
agarrado a la antigua doctrina sólo por razones de comodidad, esa doctrina que
debe de preparar el terreno para el progreso
si es que no se quiere que sobrevenga una estagnación.
Desechan todo lo
nuevo porque se sienten incapaces o insuficientemente fuertes para examinar
con seriedad y sin prejuicios lo trascendental, o bien porque ya son demasiado
perezosos para ello y prefieren mantener las antiguas costumbres.
Puede suponerse con seguridad, que habrían negado
categóricamente a Jesús si no se les hubiera impuesto la fe por la fuerza desde la infancia.
No son de otro modo quienes desechan lo nuevo aludiendo a
la profecía relativa a la aparición de falsos profetas. Tampoco ahí reside otra
cosa que pereza de espíritu; pues en
esa profecía a que ellos apelan, también se ha dicho, con suficiente claridad,
que el Verdadero, el Prometido, vendrá precisamente en la época en que aparezcan falsos
profetas.
¡Cómo piensan reconocerle si, para su comodidad, echan todo
a un lado con irreflexión, valiéndose de semejante alusión! ¡No hay nadie que
se haya hecho esta fundamental pregunta!
Pero ellos mismos han
de encontrar la prueba en la Palabra, esa
palabra que, en lo concerniente a Jesús, no han querido tomar en consideración,
porque exigían otras pruebas.
Su Palabra de Verdad, que era la prueba propiamente dicha,
aún no tenía valor para ellos en aquel tiempo. Adondequiera que miréis, no
descubriréis más que la propia pereza espiritual de cada individuo. Y eso se
renueva hoy lo mismo que entonces, solo que mucho peor todavía; pues, ahora,
toda chispa espiritual está, casi, ahogada por completo.
Los creyentes de hoy han adoptado todo sólo como una doctrina, no han elaborado nada en sí
mismos, no lo han asimilado. Están demasiado dormidos espiritualmente para
sentir que su fe no es sino una costumbre
que data de la infancia, una costumbre que, en la absoluta ignorancia de sí
mismos, ellos llaman, hoy, convicción.
Su comportamiento frente a sus semejantes demuestra
frecuentemente, con toda evidencia, que ellos no son verdaderos cristianos, sino solamente cristianos de nombre, sin
contenido interior y perezosos de espíritu.
¡Con mis palabras conduzco hacia Dios y, también, hacia
Jesús! Pero de una manera más viva que
como se ha conocido hasta ahora, y no como los seres humanos se han aderezado
por su inclinación a la comodidad espiritual.
Hago hincapié en que Dios quiere tener, en la creación,
espíritus vivos y conscientes de su propia
responsabilidad, tal como exigen
las leyes originarias de la creación. Insisto en que cada uno por sí mismo
tiene que rendir cuentas de todo lo que piense, diga o haga, y que eso no ha
podido quedar abolido para la humanidad por el crimen perpetrado en aquel
entonces en la persona del Hijo de Dios.
Jesús fue asesinado porque, con las mismas exigencias, también resultaba importuno y suponía un
peligro para los sacerdotes, los cuales
enseñaban otras cosas más cómodas con el fin de atraerse materialmente a masas cada vez más numerosas, con lo que debían
conseguir y conservar, al mismo tiempo, un mayor poder material mediante el
continuo aumento de su influencia terrenal.
¡Eso no querían
dejarlo! Los hombres no querían privarse de su comodidad, y los sacerdotes no
querían perder su influencia, su poder. Los sacerdotes no pretendían ser preceptores y ayudas, sino solamente
dominadores.
En calidad de verdaderos ayudas, habrían tenido que educar a los seres humanos con vistas a
su independencia interior, a su
dignidad espiritual y a su magnanimidad de espíritu, a fin de que esos hombres
se acomodaran a la Voluntad de Dios por libre convicción, y obraran gozosamente
conforme a ella.
Los sacerdotes hicieron lo contrario y encadenaron al espíritu para que se mantuviera dócil y sirviera a
sus fines materiales.
¡Pero Dios exige de los hombres, en Sus leyes originarias
de la creación, la perfección espiritual, el continuo progreso y la ampliación
del conocimiento de la creación, a fin de vivir y actuar en ella como es
debido, y no constituir un impedimento en los vibrantes ciclos en movimiento!
Mas aquel que, ahora, no quiera seguir adelante e intente aferrarse a lo
que ya cree saber, desechando, por tanto, nuevas revelaciones de Dios u
oponiéndose a ellas hostilmente, quedará retrasado y será arrojado
violentamente en el Juicio Universal; pues éste destruirá todo obstáculo para
que, por fin, pueda volver a hacerse la claridad en la creación y contribuya,
así, en el futuro, al fomento de la
progresiva evolución, tal como lo ha dispuesto la Voluntad de Dios para su
creación.
Jesús fue una nueva revelación y trajo otras más en Su
Palabra. Para aquel entonces, todo era
nuevo y constituyó un progreso tan necesario como el de hoy, el cual no debía
permanecer detenido eternamente.
No se trata de renunciar a Jesús como Hijo de Dios a causa
de mi Mensaje, sino que es ahora, precisamente, cuando debe ser reconocido como tal, pero no como un siervo o
esclavo de una humanidad pervertida obligado a echar sobre sí el peso de sus
culpas o a redimirlas para comodidad de esa humanidad.
Precisamente, quienes hayan acogido realmente a Jesús en calidad de Hijo de Dios no podrán menos de saludar, con gozoso agradecimiento, mi Mensaje y las
nuevas revelaciones contenidas en él, procedentes de la gracia divina. Tampoco
les resultará difícil comprender todo lo que digo y asimilarlo como algo
propio.
El que no lo haga o no pueda hacerlo, tampoco habrá
comprendido el Mensaje y la naturaleza intrínseca de Jesús, Hijo de Dios, sino
que se habrá edificado a sí mismo algo extraño, falso, procedente de su propio juicio y de su presunción y… no
en último lugar… de la pereza de su indolente espíritu, que rehúye el
movimiento impuesto por Dios.
El sentido y el fin del Mensaje de la Luz, trasmitido por
mediación mía en cumplimiento de la sacratísima Voluntad de Dios, es la
necesaria ampliación del saber de la humanidad.
Ahí no valen las disculpas de los perezosos de espíritu, ni
la fraseología de los vanidosos fariseos. También las insidiosas calumnias y
ataques habrán de claudicar ante la Justicia de la Trinidad divina, y se
dispersarán como el tallo arrebatado por el viento; pues nada hay más grande y
poderoso que Dios, el Señor, y lo que procede de Su Voluntad.
El espíritu humano de la Tierra tiene que adquirir vitalidad y fortalecerse en la Voluntad
de Dios, al que debe servir necesariamente, ya que para eso se le permite
permanecer en esta creación. ¡Ha llegado la hora! ¡Dios ya no tolerará ningún
espíritu esclavizado! Y la obstinación humana será quebrantada si no se somete
voluntariamente a las leyes originarias de Dios, impuestas por El en la
creación.
Ahora bien, entre esas leyes se cuenta, también, la ley del
continuo movimiento, que es la que condiciona el ininterrumpido progreso en la
evolución. La ampliación del saber está inherente en ella. ¡El conocimiento de
la creación, el conocimiento espiritual, es la verdadera razón de ser de toda
vida!
Con ese fin se os han dispensado nuevas revelaciones. Si
las rehusáis por la pereza de vuestro espíritu y preferís que éste siga
durmiendo tranquilamente como hasta ahora, despertará en el Juicio para,
entonces, desintegrarse en la descomposición.
¡Y ay de todos aquellos que aún quieran mantener encadenado
al espíritu del hombre! Esos sufrirán daños diez veces mayores y, en el último
instante, llenos de espanto, tendrán que
reconocer — aunque demasiado tarde — todo lo que han echado sobre sí, y luego,
vencidos por el peso, se hundirán en espantoso abismo.
¡El día ha llegado! ¡La oscuridad tiene que desaparecer! La
esplendorosa Luz divina hará trizas todo lo falso y extinguirá la pereza de
esta creación, para que pueda describir sus trayectorias en la Luz y en la
alegría solamente, para bendición de todas las criaturas, como una gozosa
acción de gracias por todos los dones de su Creador y para gloria de Dios, el Único,
el Todopoderoso.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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