48. EL PUENTE DESTRUIDO
¡El hombre terrenal! El nombre de
esta criatura tiene un amargo sabor para todo lo que se agita en la creación
según la Voluntad de Dios; y, al parecer, sería mucho mejor, para el ser
humano, que no fuera pronunciado, ya que, cada vez que se menciona ese nombre,
un sentimiento de indignación y de descontento recorre toda la creación,
cayendo sobre la humanidad como una tara; pues esa indignación, ese
descontento, es una viva acusación que surge espontáneamente sin poder menos de
enfrentarse hostilmente a toda la humanidad terrenal.
Así es como, por culpa propia y a
causa de esa ridícula pretensión de saberlo todo mejor, el hombre terrenal, en
su falsa manera de obrar, que se ha destacado en la creación por sus efectos
paralizantes, perturbadores y siempre perniciosos, ha llegado a ser un
proscrito. El mismo se ha condenado al destierro obstinadamente, ya que se ha
incapacitado para seguir recibiendo gracias
divinas con sencillez y humildad.
Ha querido erigirse en creador,
en consumador; ha querido someter servilmente la actividad del Todopoderoso a
su absoluta voluntad terrenal.
No hay palabras capaces de
expresar exactamente la inusitada estupidez de ese altivo engreimiento.
¡Profundizad vosotros mismos en esa conducta casi increíble! Imaginaos cómo el
hombre terrenal, dándose importancia, pretende ponerse por encima del mecanismo
— desconocido para él hasta ahora — de esa maravillosa obra de la creación de
Dios, para dirigirlo en lugar de someterse voluntariamente a él como una
pequeña parte del mismo … ¡No sabréis si reír o llorar!
Un sapo que se pusiera ante una
enorme roca y se atreviese a mandarla apartarse de su camino, no resultaría tan
ridículo como el hombre actual en su locura de hacerse el grande ante su Creador.
Imaginarse eso tiene que causar
repugnancia a todo espíritu humano que despierta ahora, en la época del Juicio.
Un escalofrío de horror e indignación le invadirá cuando, de repente, al
reconocer la luminosa Verdad, todo eso se presente ante sus ojos tal como ha sido realmente desde hace, ya, mucho tiempo, pese a que, hasta entonces,
no haya podido considerarlo de ese modo. Lleno de vergüenza, querrá huir hasta
los últimos confines del universo.
Y ahora, el velo que lo cubre va
a ser rasgado, va ser acosado por todas partes y desgarrado en grises girones,
hasta que el rayo de la Luz pueda inundar por completo las almas atormentadas
por un profundo arrepentimiento, las cuales, con humildad renaciente, se
inclinarán ante su Señor y Dios, al que ya no podían reconocer por la confusión
que el intelecto atado a lo terrenal ha causado en todas las épocas que se le
ha permitido ejercer su absoluta dominación.
Pero es preciso que, en vosotros y a vuestro alrededor, experimentéis toda la
repugnancia que causan los pensamientos y obras de los hombres terrenales,
antes de que podáis liberaros de ello. Tenéis que sentir esa repugnancia tal como la humanidad terrenal, en su
odiosa depravación hostil a la Luz, ha hecho sentir siempre a todos los
enviados de la Luz. No hay otro modo de liberaros.
Es el único efecto recíproco
capaz de eximiros de vuestra culpa, y tenéis
que vivirlo vosotros mismos hasta en sus más mínimos detalles; pues, de lo
contrario, no podréis ser perdonados.
Viviréis esas experiencias en una
época ya muy próxima. Cuanto más pronto os toque hacerlo, tanto más fácil os
resultará. Al mismo tiempo, podrá abrirse, para vosotros, el camino hacia las
alturas luminosas.
Y, una vez más, la feminidad
habrá de ser la primera en
experimentar ese oprobio, puesto que su decadencia la expone a ello fatalmente.
Ella misma se ha puesto a un nivel que la arroja a los pies de la masculinidad
embrutecida. Henchida de ira y de desprecio, la masculinidad terrenal mirará
desde arriba a todas las mujeres que ya no sean capaces de dar aquello para lo que el Creador las
destinó: lo que el hombre precisa urgentemente para su actividad.
He ahí esa estimación personal por la que el hombre verdadero llega a ser tal.
Bien entendido: se trata de la estimación de sí mismo, no del engreimiento en
sí mismo. Pero el hombre no puede sentir su propia estimación más que cuando le
es dado alzar sus ojos hacia la dignidad
femenina. Y la acción de proteger esa dignidad es lo que le confiere la
consideración de sí mismo y lo que le sostiene.
Ese es el gran enigma de las relaciones entre hombre y mujer; un
enigma del que no se había hablado hasta el momento y que es capaz de incitar
al hombre a acometer grandes y puras empresas en la Tierra, purificando todos
sus pensamientos al enardecerlos, y, al mismo tiempo, bañando toda la
existencia terrenal con sagrados reflejos de un inmenso anhelo de Luz.
Más todo eso ha sido robado al
hombre por la mujer, que sucumbió en seguida a las seducciones de Lucifer, por
la ridícula vanidad del intelecto terrenal. Sin embargo, al despertarse el
conocimiento de esa gran culpa, el hombre no verá a la mujer más que como lo que ella pretende llegar a ser
realmente, por propia voluntad.
Pero el dolor de esa afrenta
supondrá, a su vez, una gran ayuda para las
almas femeninas que, el despertar por efecto de los duros golpes de la
Justicia, aún estén en condiciones de reconocer el monstruoso robo que, con su
falsa vanidad, han impetrado contra el hombre. Entonces, harán acopio de
fuerzas para poder recobrar la dignidad así perdida, esa dignidad que ellas
mismas arrojaron de sí cual si fuera un objeto sin valor que se interponía en
el camino descendente que ellas eligieron.
Todavía no os dais perfecta
cuenta de todo el peso de las nocivas consecuencias que hubieron de recaer sobre
la humanidad terrenal, cuando la feminidad de la Tierra intentó, con gran celo,
destruir, mediante su errónea forma de obrar, la mayor parte de los puentes que
la unían con las corrientes de la Luz.
Esas perniciosas consecuencias
tienen cientos de matices y formas
diferentes que ejercen su acción en todos los sentidos. No necesitáis más que
imaginaros en el centro del mecanismo de las ineludibles repercusiones
conformes a las leyes de la creación. Entones, no os resultará nada difícil
adquirir ese conocimiento.
Pensad otra vez en el sencillo
proceso que se cumple en conformidad con las leyes:
Tan pronto como la mujer intenta
masculinizarse en sus pensamientos y obras, esa evolución causa, ya, los
correspondientes efectos: primero, en todo lo que, partiendo de ella, se
relaciona íntimamente con la sustancialidad; después, en la materialidad
etérea, así como también, al cabo de un cierto tiempo, en la materialidad
física más sutil.
La consecuencia es que, al
intentar ejercer una actividad positiva contraria a su misión, los más
delicados elementos pasivos, constitutivos de su naturaleza femenina, quedan
reprimidos y llegan, por último, a desprenderse de ella, porque, al ir
perdiendo más y más fuerza a causa de su inactividad, son retirados de la mujer
por la especie fundamental idéntica.
Con eso, queda cortado el puente
que da a la mujer terrenal, por razón de su naturaleza pasiva, la facultad de
acoger irradiaciones más elevadas y trasmitirlas a la materialidad física más
densa, en la que está anclada, mediante su cuerpo, con una firmeza muy
determinada.
Ahora bien, ese puente también lo necesita un alma para su encarnación terrenal
dentro de un cuerpo físico. Si ese puente falta, se hace imposible, para toda
alma, la entrada en el cuerpo en gestación, ya que no puede salvar por sí sola
el abismo que ha de abrirse ahí ineludiblemente.
No obstante, si ese puente está
roto sólo parcialmente (lo cual depende de la naturaleza e intensidad de la
voluntaria masculinización de la actividad femenina) pueden encarnarse almas de
la misma especie, que no son ni enteramente masculinas, ni enteramente
femeninas; es decir: son mixtificaciones desprovistas de toda belleza y
armonía, las cuales albergarán en sí, más tarde, toda suerte de aspiraciones
imposibles de satisfacer. Durante su existencia terrenal, se sentirán siempre
incomprendidas, por lo que serán causa continua de inquietud y descontento, no
sólo para sí, sino también para su medio ambiente.
Para esas almas — y lo mismo para
su posterior ambiente terrenal — sería mejor que no tuvieran oportunidad de
encarnarse, ya que, así, no hacen más que echar nuevas culpas sobre sí, sin
conseguir expiar nunca lo más mínimo, puesto que, en realidad, no les
corresponde estar en la Tierra.
La ocasión y posibilidad de esas
encarnaciones que la creación — esto es, la Voluntad divina no desea, son
ofrecidas únicamente por las mujeres
que, por capricho, por ridícula vanidad y, también, por el indigno afán de
aparentar, tienden a una cierta masculinización, sea de la clase que sea.
Almas delicadas y auténticamente femeninas no se
encarnarán nunca por mediación de esas mujeres sin feminidad. Y así, poco a
poco, el sexo femenino de la Tierra acabará por emponzoñarse totalmente, ya que
esa deformación se extiende continuamente y va atrayendo a almas de esa
especie; es decir, almas que no pueden ser, ni enteramente masculinas, ni
enteramente femeninas, con lo que no se hace más que propagar la mixtificación
y la disonancia en la Tierra.
Por suerte, las sabias leyes de
la creación también han puesto un límite riguroso a cosas como esas; pues, por
efecto de una desviación de ese orden, provocada violentamente por una falsa
volición, tienen lugar, primeramente, nacimientos difíciles o prematuros de
niños delicados, nerviosos y de sentimientos incoherentes. Luego, al cabo de un
cierto tiempo, aparece, por fin, la esterilidad, de manera que el pueblo que
permita a sus mujeres aspirar a una masculinidad que le es impropia, esté
condenado a una lenta extinción.
Naturalmente que eso no sucede de
la noche a la mañana, de suerte que los seres humanos que viven actualmente se
percaten de ello repentinamente, sino que ese acontecimiento también tiene que
seguir el curso de la evolución. ¡Pero, aunque lento, es seguro! Será preciso
que pasen, por lo menos, algunas generaciones, antes de que las consecuencias
de ese mal de la feminidad puedan ser atajadas o reparadas, permitiendo, así,
que un pueblo se salve de la decadencia, se recupere y se libre de ser
exterminado por completo.
Es una ley inamovible, que donde
la grandeza y fortaleza de ambos tramos de la cruz de la creación no puedan
vibrar en perfecta armonía y pureza; es decir, donde el elemento masculino
positivo y el elemento femenino negativo no sean igual de fuertes y estén
deformados — con lo que también estará deformada la cruz de tramos iguales —
allí habrá de sobrevenir la decadencia y, por último, el hundimiento, para que
la creación vuelva a quedar libre de semejantes contrasentidos.
Por consiguiente, ningún pueblo
puede prosperar o ser feliz si no le es posible hacer ostentación de una
feminidad auténtica y genuina, la única a partir de la cual puede y debe de
desarrollarse la auténtica masculinidad.
Múltiples son las cosas que
corrompen la auténtica feminidad de ese modo. Por eso también, las
consecuencias que de ahí se derivan son muy diversas y más o menos rigurosas en
sus perniciosos efectos. ¡Pero se manifiestan siempre! ¡En todos los casos!
No voy a hablar aquí, todavía, de
las insensatas imitaciones, por parte de las mujeres, de las malas costumbres
masculinas, entre las que se cuenta, en primer lugar, el fumar; pues es, de por
sí, una epidemia que constituye un verdadero delito contra la humanidad, un
delito como ningún ser humano es capaz de imaginar por el momento.
La injustificada e irreflexiva
insolencia del fumador, de entregarse a su vicio incluso al aire libre,
intoxicando, así, el aire puro y constructivo, que es un don divino que ha de
ser asequible a toda criatura, desaparecerá muy pronto, cuando, al profundizar
en el conocimiento de las leyes de la creación, el fumador tenga que reconocer
que esa deplorable costumbre constituye el foco de infección de ciertas
enfermedades, bajo cuyo azote gime la humanidad actual.
Prescindiendo por completo de los
propios fumadores, ese humo de tabaco que los niños de pecho y, en general,
todos los niños han de respirar inevitablemente, impide el normal desarrollo de
ciertos órganos, sobre todo en cuanto a la imprescindible fortaleza y resistencia
del hígado, ese órgano tan extraordinariamente importante para el ser humano,
ya que un funcionamiento bueno y sano
del mismo constituye el medio mejor y más seguro en la lucha contra la plaga
del cáncer, pues impide la formación de un foco patógeno.
La mujer de hoy ha elegido, en la
mayoría de los casos, un camino equivocado. Su aspiración es perder la feminidad, ya sea en el
deporte, ya sea en los excesos o distracciones; pero, sobre todo, en la
frecuentación de los círculos de acción
positiva, que entran dentro de la competencia masculina y deben de seguir
siendo de su exclusividad si se quiere que haya verdadera ascensión y reine la
paz.
Con eso, todo lo de la Tierra se
ha salido de su sitio, ha perdido el equilibrio. Los conflictos en crecimiento
constante, así como también los continuos fracasos registrados, tampoco se
deben a otra cosa sino a las mixtificaciones
que todos los hombres terrenales han hecho obstinadamente entre la
actividad positiva y la negativa, que debían haberse conservado puras necesariamente, lo que ha de tener como
consecuencia inevitable la decadencia y el hundimiento, por la confusión que
así se ha causado.
Cuán insensatos sois, hombres,
que no queréis aprender a reconocer las sencillas leyes de Dios, tan fáciles de
observar por razón de su absoluta lógica.
Y sin embargo, qué sabios son lo
proverbios que vosotros tanto gustáis de citar. Solamente la frase: “Pequeñas
causas, grandes efectos” ya os dice mucho. Pero vosotros no hacéis caso de
ello. No pensáis nunca en buscar primeramente las pequeñas causas de todo
cuanto os sucede, os amenaza, os aflige y oprime, a fin de evitarlas para que
no puedan sobrevenir grandes efectos.
¡Eso es demasiado sencillo para
vosotros! Por eso preferís arremeter solamente contra los efectos importantes —
a ser posible, haciendo mucho ruido — de forma que vuestra acción sea estimada
en todo su valor y ganéis los laureles de la gloria terrenal.
Pero, de ese modo, nunca
lograréis la victoria, por muy bien equipados que os creáis, si no accedéis a
buscar, con toda sencillez, las causas, de manera que, evitándolas, también
puedan ser evitadas las graves consecuencias para siempre.
Por otro lado, no podréis hallar
las causas si no aprendéis a reconocer humildemente las gracias de Dios, que os
ha dado, en la creación, todo cuanto puede preservaros del dolor, sea cual
fuere.
Mientras os falte humildad para
recibir agradecidos los dones de Dios, seguiréis siendo prisioneros de vuestros
falsos pensamientos y acciones hasta la última caída, que os arrastrará inevitablemente
a la eterna condenación. ¡Y ese último instante está ante vosotros! Ya estáis
con un pie en el umbral. El paso siguiente os precipitará en un abismo sin
fondo.
¡Pensadlo bien! ¡Dad un cambio radical a vuestra forma de
ser y dejad atrás esa insípida, informe y fría existencia terrenal que habéis
preferido llevar hasta el presente! ¡Convertíos, por fin, en esos seres humanos
que, a partir de ahora, serán los únicos a los que la Voluntad de Dios
permitirá seguir en la creación para el futuro! De ese modo, lucharéis por vosotros mismos; pues vuestro Dios,
que, por Su gracia, os ha concedido el cumplimiento de vuestro ardiente deseo
de una existencia consciente, no os necesita. Grabadlo profundamente en vuestro
pensamiento para todos los tiempos, y dadle las gracias con cada respiro que os
es permitido dar por Su indecible Amor.
* * *
EN LA LUZ DE LA VERDAD
MENSAJE DEL GRIAL
por Abd-ru-shin
* * *
Traducido de la edición original en alemán: Im lichte der
Wahrheit – Gralsbotschaft. Esta obra está disponible en 15 idiomas:
español, inglés, francés, italiano, portugués, holandés, ruso, rumano, checo, eslovaco, polaco, húngaro, árabe y estonio
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